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Revista republicana

Print version ISSN 1909-4450On-line version ISSN 2256-5027

Rev. repub.  no.32 Bogotá Jan./June 2022  Epub Sep 16, 2022

https://doi.org/10.21017/rev.repub.2022.v32.a118 

Artículos

PERSONAJES SOCIALES, UNA CLAVE EN LA CONSTRUCCIÓN DE IDENTIDAD COLECTIVA: LA EDAD MEDIA*

Social characters, a key in the construction of collective identity: middle ages

Rodrigo Torrejano Vargas** 
http://orcid.org/0000-0002-2672-9831

Henry Bocanegra Acosta*** 
http://orcid.org/0000-0001-7623-7483

** Magíster en Historia de la Universidad Externado de Colombia. Licenciado en Ciencias Sociales de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Docente investigador de la Corporación Universitaria Republicana. Correo electrónico: rtorrejano@gmail.com; Google Scholar.

*** Doctor en Sociología Jurídica e Instituciones Políticas, de la Universidad Externado de Colombia. Especialista y magíster en Administración Pública, Escuela Superior de Administración Pública, ESAP. Magíster en Educación. Abogado de la Universidad Libre. Licenciado en Ciencias de la Educación, Especialidad Sociales. Docente investigador de la Universidad Libre, Grupo de Investigaciones Socio Jurídicas, GISJ. Docente de la Corporación Universitaria Republicana. Correos electrónicos: henry.bocanegraa@unilibre.edu.co; henrybocanegra1992@yahoo.es; GoogleScholar.


RESUMEN

El presente artículo de corte historiográfico identifica y explica algunas características sociales propias de la personalidad e identidad colectiva de ciertas figuras representativas de la historia medieval (villicus, el caballero, el cortesano, el funcionario, el polígrafo y la bruja) europea bajo la perspectiva conceptual de autoafirmación planteada por el sociólogo alemán Norber Elias. Estudio realizado desde la perspectiva de la combinación del colectivismo metodológico, en el que las condiciones materiales y culturales son fundamentales para contextualizar y explicar los procesos históricos, y el individualismo metodológico, que nos advierte de la presencia y la injerencia de los episodios individuales en la confección de un proceso en el tiempo y el espacio, que nos dio para establecer que todos estos personajes sociales se gestaron en una matriz rural, campesina y feudal, relativamente autárquica, y evolucionaron en el crisol de una estructura urbana, mercantil y cortesana.

Palabras clave: autoafirmación; figura social; identidad colectiva; Edad Media

ABSTRACT

This historiographical article identifies and explains some of the social characteristics of the personality and collective identity of certain representative figures of medieval history (villicus, the knight, the courtier, the civil servant, the polygraph and the european witch) from the self-assertion conceptual perspective raised by the German sociologist Norber Elias. A study carried out from the perspective of the combination of methodological collectivism, in which material and cultural conditions are fundamental to contextualize and explain into historical proceses, and methodological individualism, which warns us of the presence and interference of individual episodes in the creation of a process in time and space. These elements allow us to establish that all these social characters were conceived in a rural, peasant and feudal matrix, relatively autarkic, and evolved in the crucible of an urban, mercantile and courtly structure.

Key words: self-assertion; social figure; collective identity; Middle Ages

INTRODUCCIÓN

En el presente artículo se exponen los rasgos que conformaron la personalidad colectiva de varias figuras sociales icónicas, o por lo menos destacadas, de la larga Edad Media (siglos III a XVIII d. C.) en algunas regiones de Europa Occidental. Incluimos el «villicus» o administrador de la villa (propiedad rural entre 100 y 200 hectáreas) romana a finales del imperio romano (siglo I a. C. hasta siglo VI); el caballero de la alta edad media (siglos VII a XI); el cortesano (siglos XIII a XVI); el funcionario publico (siglos XVI a XVII); el polígrafo o escritor profesional de la baja edad media (siglo XVI) y la bruja (siglos XIV a XVIII).

Este ejercicio académico se adelantó en el marco de una investigación historiográfica más amplia, relacionada con el hallazgo de fuentes teóricas, conceptuales y empíricas que permitan trazar el relieve de la configuración de la identidad social de varias profesiones en Colombia, a saber: el ingeniero, el veterinario, el psicólogo, el arquitecto y el odontólogo.

Consideramos que las investigaciones históricas y sociológicas llevadas a cabo por científicos sociales desde muy temprano el siglo XX en Europa occidental, en la perspectiva de escudriñar los vericuetos y las vicisitudes del proceso civilizatorio (Elias, 2016; Weber, 2014) o la dinámica de la sociedad medieval (Le Goff, 1969; Le Goff, 2008a; Le Goff, 2008b; Le Goff , 2012; Duby, 1995; Duby, 2019; Burke, 1998; Burke, 2007; Vovelle, 1992; Marc Bloch, 2018; Ginzburg, 2020; Chartier, 1992), aportan luz acerca de los aspectos internos que deben buscarse y examinarse en el camino de la configuración de la personalidad social de las figuras sociales que marcan la trayectoria de diferentes ámbitos de la vida de la sociedad, así como de los conceptos que pueden utilizarse para otorgarle suficiente fuerza explicativa a toda la fenomenología que se encuentre en la indagación.

Entre los conceptos básicos aportados por los mencionados investigadores sociales, para introducirse en el universo empírico del pasado de la identidad social, destacamos cuatro: autoafirmación de Norber Elias (1897-1990); Ethos de Max Weber (1864-1920); imaginario social de Georges Duby (1919-1996), y rol social de Peter Burke (1937). Cada concepto nos sugiere el encapsulamiento de un proceso histórico que navegó las aguas de la sociedad en la embarcación de la cultura, en la cual viajaban los móviles de las ideas, los juicios, los dogmas, los prejuicios, las representaciones, los símbolos, las creencias, los mitos, etc. Esto significa que las grafías de comportamiento social de los grupos terminan plasmándose en relación con los demás miembros agrupados de la sociedad, todos inmersos en un conjunto compartido, pero asimétrico, de condiciones estructurales de índole económica, ideológica y política.

Todos los conceptos enunciados fueron acuñados con el propósito analítico de esclarecer el proceso histórico de conformación, adopción, interiorización, difusión y protección de un patrón colectivo de comportamiento social alrededor de la adquisición de ciertos valores, hábitos, actitudes, habilidades, concepciones, dogmas, ideas, costumbres y prácticas (Torrejano y Bocanegra, 2019). Todos estos elementos de orden ético y sociológico sirvieron en su momento para lanzarse al juego de la búsqueda y el otorgamiento de espacios sociales, culturales y políticos muy definidos dentro de la organización piramidal de la sociedad, sea por cuenta de su lugar en algún estrato y/o su posición específica dentro del mismo en una determinada jerarquía socioeconómica. Por ende, implica que fueron adoptados con el propósito de conquistar la cohesión social interior que les suministrara autorreconocimiento positivo para proyectarlo hacia los demás grupos sociales en un esquema asimétrico de organización social.

La adquisición de una imagen positiva por parte de un grupo social no siempre encuentra eco entre los demás grupos. Es frecuente hallar casos históricos en los que impera una imagen negativa de ellos. Podemos traer a colación el caso de los artistas durante la larga Edad Media (Renacimiento incluido), quienes convivieron con la aciaga impronta del trabajo manual propia de los hombres serviles. Por lo que la identidad social del grupo está entretejida entre el optimismo proveniente del autorreconocimiento positivo y el desencanto del reconocimiento negativo.

Pero también debemos establecer que en esa dinámica relación de autorreconocimientos y desconocimientos (reconocimiento negativo) entre grupos sociales hubo cabida para relaciones intergrupales empáticas. Existieron relaciones intergrupales basadas en el mutuo reconocimiento positivo. La relación de respeto y solidaridad entre gremios artesanales o entre miembros de diferentes profesiones salidas de las aulas universitarias atestiguan relaciones empáticas (sin la exclusión de tensiones) en el mismo plano estratigráfico social. O el vínculo de admiración, subordinación y obediencia gestado desde la jerarquía entre los súbditos y el rey taumaturgo dotado de poderes sobrenaturales de curación (Bloch, 2018).

Esta variedad conceptual, en últimas, quiere definir «las pautas o normas de comportamiento esperados de quien ocupa una posición específica en la estructura social» (Burke, 2007, p. 74). Tarea que es sumamente compleja de conocer con precisión quirúrgica. Las respuestas en términos de cuándo, cómo, dónde y quiénes emprenden dicho proceso continúan desafiando a los investigadores. Pero sea por cuenta de autoafirmación (Elias), ethos (Weber), rol social (Burke) o imaginario social (Duby), todos ellos se refieren a la acción de aglutinar o empoderarse que propicia la incubación de la sensación de pertenencia a una especie de hermandad, que admite la existencia de elementos convivenciales comunes que los torna parte integrante de algún proyecto macrosocial, algo, definitivamente, por encima de la voluntad personal que los dota de orgullo colectivo y alguna incierta dosis de vanidad social. Lo que nos hace recordar el caso de los artesanos impresores de Lyon (Francia) a mediados del siglo XVI:

En parte se enorgullecían de sus habilidades; alrededor de dos tercios de ellos sabían leer y escribir. Cabe que su saber no fuera muy profundo [...] pero hay que tener en cuenta que los oficiales se comparaban con sus padres o con otros artesanos y no con estudiosos. Hasta se jactaban de lo duro que resultaba trabajar en la prensa. Además, su orgullo tenía las raíces en el convencimiento de que la imprenta era valiosísima para la sociedad cristiana [...] Minerva, la madre de la Imprenta y Diosa del conocimiento, era la figura central en una fiesta que organizaron y los oficiales proclamaron que ellos eran los hombres que hacían brillar su honor (Davis, 1993, p. 21).

Y los nobles terratenientes cortesanos de la baja Edad Media en Europa occidental, orgullosos del valor de la notoriedad y las costumbres del consumo desenfrenado de mercancías suntuarias, o «consumo de prestigio» (Elias, 2016), en observancia del orden medieval orquestado por Adalberón de Laon (falleció 1030): los que trabajan (campesinos y artesanos), los que combaten (caballeros) y los que rezan (monjes y curas), según nos lo plantea Elias (2016):

«En boca de los cortesanos aristócratas, el término economía en el sentido de una subordinación de los egresos a los ingresos y de la limitación planificada del consumo por el ahorro tiene un sonsonete despectivo hasta muy avanzado el siglo XVIII, y en ocasiones, hasta después de la revolución» (p. 95).

CASO DEL VILLICUS

El «villicus» o administrador de la villa (propiedad rural entre 100 y 200 hectáreas) romana a finales del imperio romano (siglo I a. C. hasta siglo VI) fue un personaje valioso en la administración de los recursos económicos y la explotación de los esclavos y los colonos encargados de trabajar las parcelas. Para el terrateniente esclavista romano el administrador era una pieza social clave en el mantenimiento de la relación social de subordinación alrededor de la tierra. De él se esperaba la posesión de seis condiciones y cualidades para ejercer eficazmente su trabajo: buen gerente, adulto joven, inteligente, vigoroso, casado y honesto, como se lee a continuación:

Sus cualidades son las de buen gerente, situado entre el amo y la masa a la que es necesario hacer trabajar con eficacia [...] en la plenitud de su edad (si es demasiado joven no tiene bastante autoridad natural; si es demasiado viejo, será excesivamente débil, se fatigará muy pronto), inteligente (no es necesario que sepa escribir, para evitar los riesgos de falsificación; basta una buena memoria), robusto y vigoroso [...] casado con una mujer elegida entre los esclavos de la familia servil para estar más ligado al dominio (Dockés, 1995, p. 88).

La fisonomía social del villicus provino de la configuración de las necesidades y expectativas económicas, sociales y políticas de la clase terrateniente esclavista romana, a diferencia de otros procesos de configuración de identidad social o autoafirmación que provenían del interior del mismo grupo. Las cualidades son las que los terratenientes estiman que constituyen el fundamento del sistema esclavista. Sobre manera, estaban pensando en la funcionabilidad y permanencia de la villa (gran propiedad) con su particular relación social de producción. Esto implica que estamos frente a un proceso jerárquico de imposición de la personalidad social a un grupo subordinado. Así las cosas, el villicus adquiere y proyecta un perfil ajeno con el cual se identifica, más si entendemos que su posición subordinada dista de localizarse en el inframundo del entramado social de la época.

Esta imposición trajo consigo la obligación de atesorar un código de comportamiento fabricado en términos negativos. Una lista prohibida de acciones y procedimientos garantes de la estabilidad micro y macroestructural del sistema social y económico. Un vademécum conductual encaminado a conservar el ensamblaje social que le daría estabilidad a la unidad productiva del sistema esclavista. Por eso se le conminó a lo siguiente:

En primer lugar, debe salir del dominio lo menos posible [...] puede comprar o vender lo que sea necesario, pero en ningún caso convertirse en un comerciante […] no debe recibir más que amigos del amo, no tratarse ni con los esclavos de la familia, no sobre todo con los extranjeros [...] el amo debe prohibir los sacrificios que no ha ordenado él mismo, los contactos con los hechiceros (Dockés, 1995, p. 88).

EL CABALLERO (Alta Edad Media, siglos VII a XI)

El caballero es la figura social representativa de clase dominante que surge de la confrontación entre el mundo bárbaro y el romano a principios de la era cristiana. Choque que configura el universo medieval agrícola, rural y eclesiástico de Europa.

Esta figura social siempre estuvo asociada con la vida en combate y sus cualidades intrínsecas (valor, destreza, fortaleza, audacia, osadía, virilidad, arrojo, empuje y lealtad) en la perspectiva de su despliegue durante la juventud (iuventus), porque su condición social y las relaciones sociales tejidas alrededor de la feudalidad por cuenta de los pactos de vasallaje en medio un mundo agreste y volátil configuraron un patrón en el que el combate, al igual que la muerte, eran una certidumbre.

La alta Edad Media en Europa percibía a los miembros de la nueva clase social dominante en permanente estado de guerra o preparándose para ella. Era un espacio donde jamás tendrían cabida los cobardes, los débiles, los románticos o los enfermos. Queremos guerreros distraídos de inquietudes mecánicas o económicas, concentrados en el combate en una tierra asolada por invasiones, interesados en sujetar la frontera rural abierta a la sed de conquista. Un ambiente de tensión y transición del esclavismo romano hacia el mundo feudal y solitario en el que se sostiene el dominio y la explotación con fuerza propia y no la del ente llamado Estado central como en el imperio. Así describió al caballero anterior al siglo XI, Pirenne (2004):

Rudos soldados, se ejercitan, cuando la guerra les deja tiempo, en torneos que parecen verdaderas batallas [...] son los más turbulentos de los hombres y se destrozan entre sí con furor en sus guerras privadas o venganzas familiares en que están continuamente complicados [...] naturalmente, en un tal medio no existe ningún vestigio de cultura intelectual. Únicamente entre los más ricos un sacerdote enseña las primeras letras a las niñas. Los muchachos, a caballo desde que pueden sostenerse en la silla, no saben más que combatir (p. 118).

De dichas cualidades destacamos el insoluble binomio: valentía y lealtad. Valor al servicio de la voluntad de un superior, esto es, lealtad. El valor funciona en relación con el ofrecimiento de la vida a la causa de un sujeto social superior. Representa la aceptación de una relación social de subordinación política y económica que conoceremos como vasallaje, base de la feudalidad. Ir con su superior en un viaje que puede conducirlos irreparablemente hasta la muerte es el epítome de la relación jerárquica. La ofrenda que se espera de la lealtad es la vida en combate. La muerte se torna una ofrenda personal y familiar a cambio de su derecho sobre cierta área de tierra y un número indeterminado de campesinos que le entregan (sobre todo) rentas en especie y trabajo.

Por lo tanto, el aspecto sustantivo de la relación social en el seno del estrato superior de la alta Edad Media feudal fue el vasallaje, relación social específica de conexión y supervivencia de la élite rural compuesta por una serie de compromisos y obligaciones que el historiador francés Georges Duby definió como «cadena de homenajes», y pueden apreciarse en esta cita:

Ardres estaba situado en el interior de ese condado y, por ese motivo, el señor de Ardres estaba obligado a rendir homenaje al conde de Guines. Sin embargo, a su vez, el condado de Guines se hallaba englobado en un principado más grande todavía y más fuerte, el condado de Flandes. El conde de Guines era vasallo del conde de Flandes y debía servirle, acudir a su corte, acompañarle en sus guerras. En cuanto al conde de Flandes, era vasallo del rey de Francia y le servía de la misma forma en que él era servido por los caballeros, por sus fieles. La cadena de homenajes unía de este modo a los camaradas de Baudorn, los guerreros del castillo de Ardres, con el rey Luis VII, caballero como ellos, que en 1160 tenía su corte en París (Duby, 1995, p. 25).

El vasallaje condenaba la traición o la elusión del compromiso de lealtad a través de los servicios de combate a caballo (caballería). La traición fue el más grande pecado de clase; daba para finiquitar la relación feudal, aunque no por ello el fenómeno dejó de presentarse. Era regular el cambio de bando para concretar el compromiso de fidelidad a un feudal de alto rango.

El primer deber del caballero es, por tanto, cumplir con su palabra. Si rompe la palabra que ha jurado, acaba son su reputación. Le señalarán con el dedo, se retirará lleno de vergüenza; será expulsado de la compañía de los valientes [...] hay que repetirle que el peor crimen es la felonía, la ruptura de los compromisos múltiples que lo encierran. La paz se basa en la lealtad (Duby, 1995, p. 67).

Cuando había paz el caballero feudal se la pasaba en torneos: espectáculos de destreza militar en los que la vida corría peligro y los caballeros competían por fama y algo de fortuna y promoción social. Precisamente la fama fue uno de los activos sociales más anhelados por estos hombres medievales. Conquistarla representaba adquirir un lugar en la cima de la sociedad organizada alrededor de las destrezas de combate, significaba pertenecer al selecto grupo de los guerreros icónicos. Eran auténticas estrellas del mundo medieval (Guillermo el Mariscal, uno de ellos). Para ellos «la fama tenía mucho más valor que el dinero», tanto que lo que conseguían en los torneos rápidamente se iba en gastos. El dinero lo repartían en función de su misma condición de caballeros: en primer lugar, para caballeros en derrota o menos afortunados, y el resto en alcohol y comida para todos. El dinero terminaba en manos de comerciantes y otros actores sociales como bufones y titiriteros que acudían «para sacar provecho de la largueza». El dinero llegaba cuando el vencedor capturaba a un miembro de otro equipo y lo secuestraba solicitando un rescate por su libertad, como veremos a continuación:

El torneo era una fiesta. Se acababa, como todas las fiestas, en una despreocupada dilapidación de riquezas, y los caballeros, tanto los vencedores como los vencidos, se iban a dormir todos ellos más pobres de lo que eran al despertarse. Solo habían ganado los traficantes, los parásitos (Duby, 2019, p. 146).

Este mundo dominado por la testosterona experimentaría modificaciones a lo largo de los siglos. A principios de la baja Edad Media (siglo XII) va sumándosele la cualidad o, si se quiere, la habilidad de hablar bien. Se trata simultáneamente de combatir a sus enemigos y los de su señor feudal superior y, a la vez, gobernar a sus artesanos y campesinos o relacionarse con los demás vasallos pares y superiores. La idea de desempeñar una función de dominio y control económico, social y político exhaustivo rompe los estrechos límites del dominio punitivo. Convencer y convocar son esenciales en el ejercicio político, sin que esta pretensión consintiera la adopción del mundo de las letras; no por ahora. La educación para aprender a leer, escribir y mil cosas más aún estaba fuera de su horizonte antropológico y social. Como afirmó Duby (1995):

Eran muy pocos los caballeros capaces de escribir. No parecía indispensable, ni siquiera útil, y el aprendizaje de la lectura no formaba parte de su educación. En cambio, debían ejercitarse en hablar bien. En las asambleas de caballeros, en las cortes, esas reuniones a las que acudían vasallos para sentarse en torno a sus señores para el consejo y para impartir con él justicia, todo se hacía mediante palabras (p. 41).

La figura del caballero, a diferencia del villicus romano de la alta Edad Media europea, fue modelada desde su propia entraña. Los rasgos sociales y éticos del caballero medieval fueron producto de la autogestión. Un proceso, a todas luces, endógeno, en el que la importación de referentes y saberes procedentes de un grupo social supraordenado estuvo ausente. El caballero pertenecía al grupo social más alto de la jerarquía medieval.

EL CORTESANO (siglos XIII a XVI)

La figura del cortesano bien puede entenderse como la transformación de la figura del caballero de la alta Edad Media en el marco de lo que Norber Elias denominaría el proceso civilizatorio. Una figura forjada en el crisol de la recuperación de preceptos antropológicos y ontológicos grecorromanos de la clase alta esclavista, combinados con el progreso de la mercantilización y urbanización del entorno rural, clerical y caballeresco.

La recuperación por parte de la clase alta terrateniente de la concepción ética de la «dorada medianía» (Burke, 1998), entendida como la búsqueda del equilibro, el punto ético medio entre los extremos de la temeridad y la cobardía, la audacia y la paciencia, la osadía y la prudencia, el desenfado y la mesura, el combate y el diálogo, y la fuerza y el intelecto, fue desplazándose entre las comisuras del bloque caballeresco. Dorada medianía que explica Burke (1998) en estos términos:

El coraje se define como el término medio entre la temeridad y la cobardía; la liberalidad, como el medio entre la extravagancia y la parsimonia, y así sucesivamente [...] con la mesura [...] en un sentido de discreción que llevaba al individuo a evitar los excesos y a seguir la medianía y un concepto esencial en el sistema de cortes como lo fue el decorum en el de Cicerón (p. 30).

Las cualidades éticas y sociales del caballero tradicional fueron erosionadas por el factor modelador del mercado, la ciudad y la cultura. El desgaste social consistió en mitigar la orientación militar, cruda y analfabeta del caballero. Significó que las cualidades y virtudes propias de tiempos más agrestes, los tiempos de la gestación y el asentamiento de un nuevo sistema socioeconómico y político fueron tornándose parcialmente disfuncionales. El ennoblecimiento de la virilidad y la osadía, por ejemplo, permaneció vivo con la interpelación de la mesura y la templanza; no puedes dejar de ser valiente, pero no puedes ser valiente siempre y a toda hora. Había que darle cabida a las cualidades que contribuyeran a crear y mantener un tiempo duradero de paz laica, oxigenando el ambiente de perfeccionamiento de la producción, el mercado y la cultura.

Ahora fueron adoptadas y exaltadas nuevas cualidades. Los caballeros reformados incorporaron a su patrón mental y comportamental los valores de la modestia, la magnanimidad (aunque ye venía perfilada con la virtud religiosa de la largueza), la amabilidad (cortesía) y los rasgos relacionados con la forma de presentación externa del sujeto. Fue insuficiente fabricar una ignota personalidad social con el remozado arsenal ontológico y ético grecorromano, hubo también interés por incorporar parte de sus antiguos gestos, y modos. Particularmente atractivo resultó el cuidado de la imagen. El asalto de Aglaya (era la más joven y bella de las tres Cárites) a los dominios de Ares fue indetenible. Al ámbito de la guerra arribó el glamur. La estética volvió con inusitado empuje; aquí la elegancia y los modales jugaron un rol destacado como leemos a continuación:

...desarrolla la idea de la modestia, en el sentido de evitar la ostentación o la afectación. Por consiguiente, se le advierte al cortesano que debe ser rimesso, riposato y ritenuto en su conducta [...] En todos estos aspectos, damas y caballeros deben cultivar la gracia [...] Aquí se manifiesta el interés del autor por el comportamiento estético. La originalidad de El Cortesano reside, ante todo, en la importancia atribuida a la estética del comportamiento, a la construcción del yo como obra de arte y a la dignidad de las mujeres (Burke, 1998, p. 46).

Los modales fueron cuestión que despertó bastante atención. Fueron entendidos como las pautas públicas de comportamiento de un grupo social frente al resto de la comunidad, pares e inferiores; pautas que cubrieron la robustez y sencillez de la conducta privada y pública de los miembros de la clase alta medieval. La adopción de protocolos y convenciones en múltiples actividades pudo darles mayor homogeneidad social a los caballeros cortesanos. Realizar con recurrencia idénticos gestos, ademanes, señas, muecas, actividades y acciones, etc., daba la impresión de cohesión y unidad. Frente a los demás grupos sociales quedaba la imborrable impresión simbólica de una personalidad única e irrepetible. Una sensación social de grandeza y superioridad que emanaba de su propia condición socioeconómica. Una impronta que ningún otro grupo social podría adquirir o mucho menos asumir y daba una sensación de permanencia del sistema feudal.

Los modales en la mesa son uno de los nichos en el que tenemos una semblanza completa gracias a la investigación concienzuda del sociólogo alemán Norber Elias. Sus hallazgos describen las sutilezas que fueron introducidas y las prácticas que fueron erradicadas a la hora de la cena. Nos enteramos de lo permitido y lo aborrecido. Entre las actitudes y los gestos proscritos entre los caballeros feudales figura la flatulencia en la mesa, sacarse los mocos y las sobras de los dientes con el cuchillo, abalanzarse sobre la comida y merendar sin cubiertos. Pero ahora dejemos que el propio Elias nos relate algunos detalles del proceso de adopción de modales en la mesa aristocrática:

Siempre se menciona la regla de sentarse en el lugar que a cada uno corresponde y de no tocarse la nariz o las orejas durante la comida. A menudo se dice que no se pongan los codos sobre la mesa; que se observe un gesto apacible; que no se hable demasiado [...] que no está bien rascarse ni abalanzarse sobre la comida [...] no menos habitual es la advertencia de que deben lavarse las manos antes de comer [...] Igualmente se dice siempre no te limpies los dientes con el cuchillo; no escupas sobre la mesa o por encima de ella [...] A menudo se recuerda que no está bien hacer las necesidades en la mesa [...] no te limpies los dientes con el mantel [...] y otras recomendaciones de este tipo (Elias, 2016, p. 145).

Pero no todo se quedó en la imagen y los modales. Como ya advertimos varios párrafos atrás, un factor que erosionó la imagen del caballero alto medieval fue la cultura (aprendizaje formal de lectura y escritura). El Cortesano (con fuerza en el norte de Italia) visitará complacido el espacio de la educación. Extraordinaria curiosidad despertó el mundo de las letras y el arte. El paradigma social a partir de esta joven baja Edad Media admitiría el ingreso del hombre ilustrado (políglota), amable, de modales impecables en el trato y la mesa. Entonces, la rueda de la historia giró sin contemplaciones; los hombres de la clase alta transitaron de la guerra a la vida cortesana y palaciega, del campo de batalla a la vida de los salones, de la vida agreste o rústica a la vida fina y adornada y de las armas a los libros y el arte. A continuación, un valioso testimonio al respecto:

En los comentarios preliminares a su traducción, sir Thomas Hoby declaró que el cortesano inglés debe ser competente en idiomas o, conforme a su expresión: «lúcido en lenguas», especialmente la italiana, francesa y castellana. Según Roger Aschman, tutor de la reina Isabel, está «dominaba a la perfección los tres idiomas». Algunos de sus cortesanos alcanzaron, aparentemente, «el mismo nivel». En ese tiempo el latín era la lengua de la republica internacional de las letras, no solo entre eruditos, sino entre los hombres bien educados (Burke, 1998, p. 74).

El FUNCIONARIO (China y Europa, siglos XVI a XVII)

En la China del siglo XVII (siglo compartido por las dinastías Ming y Manchú) encontramos la figura del funcionario público, personaje clave del sistema político y burocrático imperial. Él recibía la suficiente y adecuada educación para desempeñarse con eficacia y probidad en los diferentes niveles del orden político central y regional. La educación formal fue una de las condiciones fundamentales para convertirse en funcionario. La ilustración fue concebida como la herramienta que garantizaba el conocimiento y las habilidades indispensables para conservar la fluidez del sistema político. La ilustración nunca fue concebida como una condición individual de promoción en una sociedad abierta; fue siempre una condición al servicio del emperador.

El intelecto evita desplegarse en la dirección del amplio juego académico circunscrito a los predios de alguna corporación científica (universidad) que produce cierto tipo de bienes y servicios. A diferencia de Europa, los conocimientos toman significado cuando resuelven alguna inquietud o problema de gobernanza. La condición de ilustrado del funcionario chino existió sin ataduras corporativas y sus respectivos vínculos estamentales de cofrade. Los conocimientos no constituían un capital cultural privado sino un activo imperial con el cual podía realizarse una carrera profesional ascensional en el andamiaje burocrático, que nunca estuvo exenta de retos provenientes de la existencia de un sistema imperial de méritos para la promoción, basado en la aplicación de exhaustivas pruebas escritas, y los constantes sesgos del mismo sistema por burócratas interesados en favorecer los tutelados. El sistema de méritos funcionaba de la siguiente forma:

En toda China decenas de miles de niños varones aprendían a leer, escribir y memorizar una serie de obras clásicas sobre ética e historia, y luego hacían un examen formal en la capital del condado bajo la supervisión personal del magistrado del distrito, quien a su vez calificaba sus exámenes. Los que aprobaban este examen optaban a otro nivel más avanzado en la capital de la prefectura, de nuevo bajo estricta supervisión, y todos los que aprobaban obtenían el grado de shengyuán (licenciado). Se suponía que todos los shengyuán se debían preparar para una tanda más de rigurosos exámenes, celebrados cada tres años, para lo cual se les exigía escribir una serie de disertaciones sobre unos temas relacionados con los clásicos que eran determinados y supervisados por un equipo de altos funcionarios que iban saliendo de Pekín en una secuencia cuidadosamente programada para que los estudiantes de todo el Estado se examinaran el mismo día. Los que aprobaban este examen pasaban a ser juren (candidato elevado) [...] Estos podían entonces proceder a presentarse a una serie final de exámenes celebrados una vez cada tres años en las inmensas aulas destinadas al efecto en Nankín y Pekín, y a continuación (los que lo superaban con éxito) hacían un examen especial que ponía el propio emperador. Los que los aprobaban adquirían el estatus de jinshi (erudito avanzado): un pasaporte a los puestos más altos del Estado (Parker, 2013, pp. 240-241).

Al lado de la educación el funcionario chino del siglo XVII debía contar con la cualidad del servicio. Un atributo con el cual el sujeto debía desplegar sin restricciones todo su potencial intelectual y ético para satisfacer la sacra voluntad del emperador (hijo del cielo). El servicio implicó ofrecer sin cuestionamientos un conjunto de aptitudes subordinadas al interés de la teocracia y su clase alta terrateniente (no siempre los intereses coincidían). Desde una óptica formal muy institucional podríamos pensar que la cualidad de servicio de los funcionarios era indispensable para formular las generalidades y los detalles de la política de gobierno y desarrollo del imperio.

La calidad del servicio estuvo adosada con otra cualidad no menos importante: la lealtad. Era inconcebible un funcionario público que tuviera como motor de su ejercicio burocrático la participación en grupos y eventos refractarios del régimen. La conspiración tenía que evitarse a toda costa. Las pruebas de mérito de los funcionarios fueron también un instrumento para «medir» la empatía con el régimen imperial. Los funcionarios debían convertirse en defensores a ultranza del sistema teocrático y las respectivas relaciones sociales y económicas feudales. La lealtad estuvo alineada con un sistema y sus reglas de juego, costumbres, leyes, símbolos, etc. La lealtad dispensada para concertar la voluntad de servicio debía hacer del funcionario un sujeto empático; era disonante pensar la posibilidad de un funcionario adverso.

El intelecto en la China medieval del siglo XVII estaba sujeto a una causa común y superior. A diferencia de Europa, donde por la misma época el intelecto fue moviéndose por las aguas de la libertad y el individualismo; una Europa en la que el intelectual transitaba las aulas de la universidad o los pasillos extracorporativos cavilando odiseas académicas personales, como el ejemplo que nos legó la historia italiana del siglo XVI acerca de las aventuras librepensadoras de Menocchio (molinero letrado) y su heterodoxia doctrinaria a la hora de interpretar la teología cristiana, situándolo en el lado oscuro y prohibido del mapa doctrinal que lo condujo a la condena de hereje por el tribunal de la Santa Inquisición. Una de las ideas que llamó la atención de la inquisición fue su cosmogonía, en la que se lee:

Yo he dicho que por lo que yo pienso y creo, todo era un caos, es decir, tierra, aire, agua y fuego juntos; y aquel volumen poco a poco forma una masa, como se hace el queso con la leche y en él se forman gusanos, y estos fueron los ángeles; y la santísima majestad quiso que aquello fuese Dios y los ángeles; y entre aquel número de ángeles también estaba Dios, creado también él de aquella masa y al mismo tiempo, y fue hecho señor con cuatro capitanes, Luzbel, Miguel, Gabriel y Rafael (Ginzburg, 2020, p. 44).

O frente a la naturaleza humana de Jesucristo crucificado con estas palabras:

Yo he dicho claramente que se dejó crucificar, y aquel que fue crucificado, era uno de los hijos de Dios, porque todos somos hijos de Dios, y de la misma naturaleza que el crucificado; y era hombre como nosotros, pero de mayor dignidad, como si dijéramos hoy el Papa, que es hombre como nosotros (Ginzburg, 2020, p. 44).

En España y Francia (siglos XV, XVI y XVII) durante la conformación del absolutismo también hallamos el funcionario público. Sus ocupaciones en el aparato burocrático de la monarquía oscilaron entre la consejería del más alto nivel (rey) y el control y vigilancia de los diferentes canales de comunicación entre la cima y la base política. Él representó la sinapsis entre todas las instituciones públicas en un esquema de gobierno complejo. No obstante, Europa careció del sistema de méritos del imperio chino para seleccionarlos. Aquí el funcionamiento de la burocracia estuvo sujeto a mecanismos subjetivos y cerrados de selección.

Al igual que en China, el funcionario provenía de capas medias y bajas de la sociedad medieval, por lo que el Estado monárquico se convirtió en un vehículo de promoción social y económica según lo propone Braudel (2015):

Aparecen entonces por doquier, en cerradas filas, esos personajes que llamaremos, por comodidad y no por exceso de modernismo, los funcionarios públicos. Los vemos ocupando todas las avenidas de la historia política. Con ellos se opera una revolución política, que es, al mismo tiempo, una revolución social (Braudel, 2015, p. 33).

Y Burke en el libro el Renacimiento italiano (2015):

... llamado al poder, el funcionario no tarda en adjudicarse una parte de la autoridad pública. En todas partes tiene, por lo menos en el siglo XVI, un origen más bien modesto [...] En España [...] los funcionarios reclutábanse entre las personas modestas de las aldeas, incluso entre los campesinos [...] en todo caso, su ascensión social resulta notoria a todos (p. 33).

Si bien parece que la educación y cierto grado de ilustración continúan siendo una de las condiciones del candidato a funcionario público en las monarquías de Europa occidental, nunca se sometió al escrutinio de las pruebas estatales. Encontramos que las probables debilidades académicas fueron ocupadas por la habilidad emocional de relacionarse empáticamente con la gente. Desempeñar un cargo público en la monarquía absoluta (Anderson, 1987; Kofler, 1997) fue la dorada oportunidad personal de adquirir activos y conformar un círculo de poder. Basta recordar que desde mediados del siglo XIV la formación de los estados modernos ofrecía oportunidades nunca antes vistas para todos aquellos que reunían las condiciones y las cualidades anotadas para participar del despliegue de la titularidad del poder político monárquico a través de tratados internacionales, alianzas dinásticas y conflictos interestatales. Las tareas estatales se multiplicaron a pesar de que el poder «se concentra cada vez más y mejor en la persona del soberano» (Musi, 2019, p. 26), por lo que era imaginable que el ejercicio del poder se delegara en figuras constituidas en organigramas cada vez más complejos, sujetos a contrariedades y conflictos de competencias. En Francia, a mediados del siglo XIV, por ejemplo, es visible un esquema político complejo con funcionarios especializados como se aprecia en esta cita:

Ya desde el siglo XIV se consolida en Francia un sistema administrativo vertical que tiene en su cúspide el Consejo Real y en la periferia a los oficiales fiscales y judiciales de las provincias. En el Cuatrocientos los funcionarios se especializan: exactores para la administración de finanzas provinciales, lugartenientes que juzgan las causas de pertinencia de los parlamentos provinciales y locales, capitanes generales para las competencias militares (Musi, 2019, p. 27).

El Estado Pontificio es un segundo ejemplo de la existencia de un complejo entramado burocrático como observamos a continuación:

También en el Mediodía italiano se abre camino el principio de la división entre la titularidad del poder, identificada en el soberano, y su ejercicio, confiado a ilustres juristas y magistrados que forman parte del Sagrado Consejo Real, máxima instancia judicial del reino, y de la Real Cámara de la Sumaria, máximo organismo financiero y fiscal (Musi, 2019, p. 27).

Esto corresponde a la división político-administrativa de su territorio en provincias: La Marca de Ancona, la Romaña, el Patrimonio de San Pedro en Tuscia, la Campania y Marítima, junto con algunas regiones más pequeñas como Sabina, Massa, Trobaría, Santa Ágata, Farfa, Spoleto y Benevento (Cuozzo, 2019).

Por último, llamar la atención sobre el hecho de que el funcionario del esquema político del estado moderno monárquico europeo despliega toda una serie de cualidades y virtudes en los predios protegidos de una profesión liberal (hombres libres). La función de ejercer la delegación de cierta cuota de poder real, una tarea en los predios teórico-prácticos de la política y la teología, hizo de su gestión una disposición exenta de la mancilla del trabajo manual o mecánico propio de la gente pobre e inferior, porque todavía estaba en vigor en este periodo de la baja Edad Media la concepción grecorromana de actividades nobles e innobles, artes limpias y sucias a partir del uso de la mente o las manos y de la condición de libre o esclavo del sujeto (Burke, 2015).

EL POLÍGRAFO O ESCRITOR PROFESIONAL (EUROPA, SIGLO XVI)

La historia contiene infinidad de transformaciones; una de ellas es el nacimiento y la constante desaparición de oficios y sus respectivos ejecutantes al ritmo del desarrollo económico, científico, tecnológico y cultural. Un ejemplo de dichas transformaciones fue la que implicaría el invento y el uso generalizado de la imprenta de tipos móviles inventada por el alemán Johannes Gutenberg hacia 1440. Entre los impactos creativos estuvo el surgimiento del escritor profesional, explicado por el historiador inglés Peter Burke (2015) con estas palabras:

En el siglo XVI, impresores y editores habían empezado ya a pedir a los escritores que preparasen, tradujeran o escribiesen libros: una nueva forma de patronazgo literario que permitió el surgimiento en Venecia del polígrafo o escritor profesional, a mediados de la centuria. El más famoso de este grupo de profesionales fue Petro Aretino (p. 75).

Para Burke el oficio de polígrafo pelecha en una atmósfera económica y cultural en la que la economía de mercado, el ambiente rural, el peso de la burguesía y la estima por las letras y los letrados continúan su expansión. El valor social, cultural y político del hombre de letras era evidente desde los siglos XII y XIII. La fundación de la universidad y su tono corporativo; la reconciliación entre la sapiencia y la fuerza en la estrategia política; la demanda de consejeros eruditos en el Estado; el asentamiento en la clase alta medieval de un patrón cultural proclive al cultivo del arte y las letras, y la demanda de una producción bibliográfica (principalmente en humanidades) para la educación y el deleite corporativo de la aristocracia cortesana permitieron el ofrecimiento de una heterogénea oferta de bienes y servicios culturales por parte de los hombres de letras, impulsando profesiones como la de bibliotecario, editor y corrector de pruebas según se lee en esta cita:

Los efectos de la invención de la imprenta sobre la organización de la literatura fueron tan diversos como demoledores [...] En segundo lugar, la expansión de la producción de libros permitió la creación de nuevas ocupaciones [...] a medida que crecían las bibliotecas se incrementó la necesidad de bibliotecarios [...] otra ocupación nueva relacionada con el crecimiento de la imprenta fue la de corrector de pruebas, provechosa ocupación a tiempo parcial para un escritor o estudioso (Burke, p. 75).

Junto a la maduración de las condiciones objetivas y subjetivas para el despegue del polígrafo es interesante resaltar el triunfo de las habilidades cognitivas. De forma progresiva y silenciosa estaba soldándose el asalto de la cultura sobre las habilidades motoras del cosmos bélico del caballero. La preeminencia de la espada y la lanza cede frente a la exaltación del libro y la toga. Leer, escribir y hablar (exponer) acarreaba el cultivo formal y sistemático de un amplio número de destrezas intelectuales, con miras al cultivo de las ciencias y la tecnología derivadas de la geometría académica liberal del trívium y el cuadrívium (Le Goff, 2008; Burke, 2012).

El imperio de la ciencia sobre las armas era el impulso a la matemática, la física, la geometría, la astronomía, la filosofía, la literatura, la historia, la teología, el derecho y la medicina. Para ello fue crucial la reivindicación del método de investigación y sus habilidades intelectuales. Pulir y perfeccionar las capacidades de observación, descripción, experimentación, deducción, inducción, comparación, extrapolación, síntesis, imaginación y creatividad, entre otras, fue una preocupación que se apoderó de la mentalidad de la clase alta y media, emprendiendo posteriormente un largo y accidentado viaje hacia los estratos marginales de la sociedad de la mano de gestión pública.

Para el siglo XVI la audacia intelectual somete a la valentía del caballero. La agudeza en la argumentación absorbe el valor en combate y el descubrimiento de leyes y la formulación de paradigmas triunfa sobre la odisea y el trofeo bélico. El salón, el aula y el taller tipográfico (la casa editorial) son el epicentro de la vida social y cultural, muy en sintonía con una «industria» que les reporta dividendos a los tipógrafos, los editores, los libreros y los autores vendiendo productos bibliográficos de una amplia carta de textos permitidos y proscritos (Darnton, 2018; Fiorelli, 2019; Scull, 2019). Industria que, como asevera Scull (2019), «hizo posible por primera vez la producción de libros en masa [...] y rompió el vínculo con la antigua tradición de escribanía que era predominantemente el dominio de los monasterios» (p. 84).

Fue precisamente la audacia intelectual la condición que avaló una habilidad conexa: la imaginación, y una cualidad desequilibrante: la osadía. Ambas para darse a la tarea de refutar y proponer dogmas y paradigmas. Ambas para compartir curiosidades, anécdotas, mitos, costumbres, quimeras y frustraciones e irradiar una sensación de frescura y levedad contestataria. Por lo menos eso deducimos de los llamativos episodios que Robert Darnton (2018) trae para ilustrarnos los avatares de los editores, los autores y los lectores de las obras proscritas en Francia durante la segunda mitad del siglo XVIII. Obras que distaban de satisfacer la curiosidad académica ortodoxa. En cambio, surtían la insaciable sed por temas «prosaicos» que cubrían las intrigas y los chismes de la vida personal de los personajes sociales y políticos más connotados del siglo. La sed por literatura que contara o recreara sucesos y ocurrencias de algún miembro de la clase alta nobiliaria era el motor de la industria editorial.

Hubo títulos de gran impacto mediático y financiero (Best Sellers). A finales del siglo XV encontramos el Canon de medicina de Avicena «que para 1500 ya tenía 16 ediciones» (Scull, 2019, p. 84). El más emblemático en Francia durante el periodo 1750-1770 fue el libro Thérése philosophe, escrito probablemente por el marqués D'Argens, publicado en 1748; una historia picaresca y retadora que contenía un mensaje revolucionario; leamos una cita a propósito del asunto:

Más allá de su autoría, Thérése philosophe puede leerse como un desafío a los valores aceptados del Antiguo Régimen: un desafío más radical, en algunas formas, que la mayor parte del feminismo francés en el siglo XIX, que no logró conseguir el voto para la mujer [...] o liberarse de la autoridad del esposo sobre sus propiedades y personas [...] Thérése rechazó por completo los papeles de esposa y madre. Lo mismo hacen las otras mujeres que en libro aparecen retratadas de manera positiva, madame C y madame Bois-Laurier. Forman un trío sensacional: tres voluptuosidades libres y librepensadoras (Darnton, 2018, pp. 178-179).

Entonces, estaban dadas las condiciones para la difusión del libro y la profesión de polígrafo, condiciones que Pontesilli (2019) resume en estos términos:

a) La existencia de un material donde escribir como el papel, adecuado y relativamente barato; b) el dinamismo tecnológico de la época; c) el papel creciente del texto escrito, con el aumento de la demanda de libros por parte de la Iglesia, las universidades y el mundo laico, y con las necesidades de administraciones, bancos, notarios, contadores, cancillerías [...]; d) el desarrollo de la libre empresa económica, en el que se integra también el impresor: el libro -entendido como una mercancía igual que las otras y no como un producto institucional- aprovecha las potencialidades de crecimiento del libre mercado (p. 216).

LA BRUJA (siglos XIV a XVIII)

«Algunos dicen que los ángeles tienen alas. Pero mis ángeles tienen pies». Edith Friedman

Este personaje social lo abordamos a partir del libro La Bruja del historiador francés Jules Michelet (1798-1874), quien la despoja de la connotación teológica y social negativa y nos ofrece una imagen fabricada a partir de la cultura laica en el marco de historia medieval de la baja Edad Media.

La esencia social de la figura reprime la imagen asociada con la condición de perversidad. La toma por fuera de las intenciones malévolas de destrucción y venganza asociadas con la liturgia y la simbología del pánico y la retaliación espiritual y temporal. En su lugar, la ubica en el epicentro de la vida social de Europa occidental, bajo el horizonte del desempeño de una serie de funciones fundamentales en la marcha y supervivencia de la sociedad. La bruja es, por antonomasia, la mujer, sabia, cuidadora y protectora de la familia y el núcleo social adjunto (con o sin lazos de parentesco).

Esas tres cualidades eran imprescindibles para otorgarle a la figura una connotación positiva, pues de ella dependía la salvaguarda de la vida. La sabiduría venia por cuenta de la posesión tanto de conocimiento botánico arcano transmitido oralmente (conocimiento ancestral), como adquirido con la práctica de un método de observación y experimentación de la naturaleza para la curación de enfermedades y heridas. La sabiduría, finalmente, pudo expresarse mediante la existencia de un acervo enciclopédico oral dispensado desde una práctica consuetudinaria y científica de ensayo y error. La imagen de una mujer que dedicaba alguna parte de su tiempo social al recorrido de la campiña, la recolección de plantas, la maceración de hierbas, la obtención de pócimas y emplastes, el envase en recipientes alojados en algún rincón de la estrecha y rústica casa, etc., es un conjunto de episodios que circulan el sistema social rural, patriarcal, feudal.

La bruja, con ese celo «positivista» académico informal, ralentizó el movimiento de la muerte. Su bagaje académico la tornó el «ángel» de la salud; fue simultáneamente médico y farmaceuta; diagnosticaba la enfermedad y preparaba los medicamentos para su tratamiento; era, pues, el epítome de la vida. A continuación, traemos a colación un aparte de su trasegar experimental:

Lo que conocemos mejor de su medicina es que empleaban mucho, para los usos más diversos, para calmar, para estimular, una gran familia de plantas [...] que fueron extraordinariamente útiles [...] pero la mayoría de estas plantas tiene un uso arriesgado. Fue necesaria la audacia para preservar las dosis, quizá la audacia del genio (Michelet, 2019, p. 123).

Su sabiduría contenía la conexión de una serie de cualidades intelectuales que salían a relucir en cada uno de los pasos del ejercicio de su labor, desde la experiencia de campo hasta la experiencia manufacturera en su primitivo «laboratorio», a saber: la intuición, la perspicacia, la audacia, la persistencia, la observación, la inducción, la deducción, la síntesis, la comparación, la experimentación, etc., moviéndose sincrónicamente con el apuntalamiento de otras habilidades intelectuales como la memoria, la clasificación y la rotulación. Es imposible dejar de pensar en cuáles fueron sus herramientas de trabajo, los criterios de exploración de la naturaleza, los indicadores de clasificación y asociación, su método nemotécnico de memorización, sus técnicas de almacenamiento y atención de la enfermedad y el enfermo. En todo caso, algo resulta evidente: además de todas estas habilidades académicas o científicas, nos tropezamos con la existencia e integración de un grupo de habilidades emocionales interpersonales, las cuales facilitaban el encuentro y la comunicación con los miembros de su familia y comunidad. Imaginamos la disposición alrededor de gestos de compasión, sutileza, ternura, compasión y solidaridad, propios, si se quiere, de su condición de género y función social.

Jules Michelet consideró que esta representación de la bruja era la que se había forjado la sociedad europea occidental de la baja Edad Media e hizo parte del numeroso conjunto de representaciones que la cultura confeccionó, no solamente de alguna figura social sino de lugares que seguían despertando la curiosidad de la población. Ejemplo de tal fenómeno es la representación del bosque en la perspectiva del espacio de desarrollo del asceta y el ascetismo, donde cohabitar armónicamente con la naturaleza y vivir con lo que te ofrece el medio natural, habitar en condiciones de austeridad y soledad, en respuesta a los efectos negativos que estaría desencadenando la transformación del mundo tradicional: el rural, campesino y autárquico por el influjo de la revolución mercantil y urbana que trajeron consigo las urbes con su vida ajetreada, convulsionada, ruidosa, confusa, ruidosa y contaminada. En el bosque el asceta reivindica la vida solitaria, la autogestión, la modestia, huyendo de convenciones o formalismos.

Aunque hay que anotar que el anterior simbolismo dista de abarcar la totalidad del mundo de las representaciones que se manejaron y difundieron. El bosque también fue visto como el espacio de la zozobra, el miedo, lo inesperado, los acertijos, las penumbras y lo aciago: allí te esperaba lo peor, y la ficción se tornaba realidad por cuenta de la existencia de ciertas creencias, mitos y tabúes, como por la presencia en él de los expulsados, los facinerosos o los villanos (desplazados y perseguidos, en general), tal cual se lee en esta cita:

Para volver a la selva material del occidente medieval, observemos con Charles Higounet que los bosques sirvieron de frontera de refugio para los cultos paganos y de refugio para los anacoretas que acudieron allí a buscar el desierto (eremum), refugio para los vencidos y los marginales; siervos fugitivos, asesinos, aventureros, bandidos (Le Goff, 2008, p. 40).

En el siglo XIX (siglo en el que escribe Michelet) esta representación o simbolismo del bosque permanece, claro, con diferencias, dada sobre todo porque la imagen de lugar adecuado para el ascetismo se ha desgastado y se refuerza la representación de espacio donde impera la zozobra, el miedo y el peligro, pábulo para la creación de una literatura infantil y una tradición oral que fue empleada como pedagogía intimidante para criar a los infantes. Ejemplo de esto fue la producción literaria de Jacob y Wilhelm Grimmm en Alemania:

Cuando un viajero cruzaba los márgenes de los poblados y explotados de estas grandes zonas frondosas y se adentraba en sus profundidades, el mundo civilizado y medio civilizado se quedaba muy atrás. Los cuentos populares recogidos por los nacionalistas alemanes Jacob y Wilhelm Grimmm solían tener como escenario los bosques: Hansel Y Gretel, los hijos del leñador, son conducidos al interior del bosque para ser abandonados por su madrastra, que no quiere darles de comer porque los tiempos son muy duros; el lobo sigue a Caperucita Roja cuando esta entra en el bosque para ir a visitar a la abuelita; la malvada reina ordena a un criado que conduzca a Blancanieves hasta los más profundo del bosque para matarla (Evans, 2017, p. 480).

CONCLUSIÓN

El proceso de investigación historiográfica encaminado a hallar, organizar y procesar las fuentes indispensables para configurar la imagen más completa posible de algunos personajes sociales colectivos en el contexto de una época y espacio determinado es un ejercicio que viene cobrando particular significado desde la segunda mitad del siglo XX. La caracterización de la personalidad colectiva de una figura social, a partir de la identificación, principalmente, de cualidades, atributos, tareas y funciones en un esquema social, es una tarea interesante que nos permite contemplar su organización desde una perspectiva complementaria a los enfoques estructuralistas o historizantes.

La sucinta presentación de algunos rasgos de estas descollantes figuras sociales de diferentes coyuntura históricas y espaciales explica la naturaleza dinámica o cinética de la sociedad; atestigua los pormenores y las generalidades de una época y lugar; es, en definitiva, indicador y masa empírica para la comprensión del pasado. El villicus ilustra la fuerza de una relación social clave en el mantenimiento de un sistema de explotación económica. El caballero muestra las condiciones sociales de la formación y la consolidación de un grupo social dominante imbuido de un espíritu de combate y relaciones de vasallaje aislado de la producción de la vida material. El cortesano representa el ímpetu arrollador de relaciones sociales aderezadas por la cultura, el mercado y la ciudad. El funcionario público expresa la evolución política del poder atomizado feudal hacia el Estado moderno centralizado, atiborrado de burocracia y con ejército permanente. El polígrafo es el testimonio de la «caducidad» del mundo de las armas y la osadía militar por la fuerza de la cultura, en especial, del académico, el libro y la educación. Y, por último, la bruja, un personaje que más allá de su connotación negativa como instrumento del mal se le rescata para otorgársele una dimensión laica positiva ligada con el ejercicio de la medicina informal y la ciencia básica.

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* Artículo en colaboración, producto de la investigación desarrollada por los autores desde sus grupos y proyectos de investigación institucional: Trabajadores de la cultura: entre maestros, artistas, artesanos y deportistas. Garantía de los derechos sociales en Colombia del Grupo de Investigaciones Socio Jurídicas (GISJ); Estudios Interdisciplinarios DESC y Mundo del Trabajo, ambos del Centro de Investigaciones Socio Jurídicas de la Universidad Libre, Sede Principal, y el proyecto Política pública, identidad y representaciones sociales de las profesiones en Colombia en el marco de la vida republicana, siglos XIX y XX del Grupo Derecho Público y Sociedad de la Corporación Universitaria Republicana.

Recibido: 01 de Febrero de 2021; Aprobado: 15 de Noviembre de 2021

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