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Revista republicana

Print version ISSN 1909-4450On-line version ISSN 2256-5027

Rev. repub.  no.34 Bogotá Jan./June 2023  Epub Oct 05, 2023

https://doi.org/10.21017/rev.repub.2023.v34.a141 

Artículos

DERECHO Y POLÍTICA EN LA POSMODERNIDAD: EL LIBERALISMO INTERNACIONALISTA*

Law and politics in posmodernity: internationalist liberalism

William Guillermo Jiménez** 

Orlando Meneses Quintana*** 

Oduber Alexis Ramírez Arenas**** 

** Posdoctor en Derecho (Vrije Universiteit Amsterdam), doctor en Ciencias Políticas (Universidad de Santiago de Compostela), abogado y administrador público, especialista en Derecho Administrativo y especialista en Desarrollo Regional. Profesor titular de la Escuela Superior de Administración Pública (ESAP) y de la Universidad Libre, Bogotá, Colombia. Miembro de la Asociación Mundial de Justicia Constitucional. Correo electrónico: williamg.jimenezb@unilibre.edu.co; willjime@esap.edu.co

*** Sociólogo, magíster en Ética y Política, candidato a doctor en Filosofía. Profesor asociado en la Facultad de Derecho de la Universidad Libre, Bogotá. Correo electrónico: orlando.menesesq@unilibre.edu.co

**** Doctor en Derecho, Profesor Titular Universidad Libre (Bogotá), Grupo de Investigación Estado, Derecho y Territorio. Correo electrónico: odubera-ramireza@unilibre.edu.co


RESUMEN

La corriente más popular en los estudios de relaciones internacionales está asociada al realismo político y, como tal, hace énfasis en la competencia entre Estados buscando siempre una posición ventajosa, cuya descripción muestra que tal rivalidad puede ser despiadada. El liberalismo internacionalista explora de manera alternativa las tácticas de asociación que ayudan a los Estados a posicionarse estratégicamente en el escenario internacional buscando aliados con los que comparten intereses comunes. La promoción de organismos de cooperación permite estudiar la influencia creciente de agentes distintos a los Estados nacionales, y reconocer la independencia relativa del medio internacional con una lógica propia y distinta, aunque asociada a la lógica tradicional del interés y la seguridad nacional. El objetivo del artículo es explorar las posiciones que al respecto exponen John Rawls, Norberto Bobbio y Luigi Ferrajoli. El método es cualitativo, empleando técnicas de análisis documental sobre fuentes secundarias. Se concluye que los acuerdos y las instituciones surgidos del liberalismo internacional restringen la acción de los Estados, buscando la limitación a los conflictos armados, la protección de los derechos humanos, y las condiciones para una justicia global más distributiva.

Palabras clave: liberalismo internacionalista; principios de justicia; justicia como imparcialidad; pacifismo jurídico; espacio público internacional

ABSTRACT

The most popular stream in international relations studies is associated with political realism as such emphasizes competition between States always seeking an advantageous position, whose description shows that such a rivalry can be ruthless. However, internationalist Liberalism explores alternatively the association tactics that help States to position themselves strategically on the international stage by seeking allies with those who share common interests. The promotion of cooperation agencies enables the study of the growing influence of actors other than national States, and recognizes the relative independence of the international environment with its own and distinct logic, although associated with the traditional logic of national interest and security. The paper aim is to explore the positions that John Rawls, Norberto Bobbio and Luigi Ferrajoli put forward. The method is qualitative, using documentary analysis techniques on secondary sources. It is concluded that the agreements and institutions arising from international liberalism restrict the action of States, seeking limitation to armed conflicts, the protection of human rights and the conditions for a more distributive global justice.

Key words: internationalist liberalism; principles of justice; justice as fairness; juridical pacifism; international public space

INTRODUCCIÓN

La relación entre la fuerza (armas), la política y el derecho no siempre ha resultado fácil, especialmente en cuanto a su cabal comprensión. De hecho, son varias las ocasiones históricas en que el pueblo ha aclamado el ascenso de dictaduras en situaciones de riesgo y desorientación extremas. Las consecuencias de ello han sido nefastas, y aún son objeto de estudio porque muestran el sentido y las condiciones de un ordenamiento institucional. En el plano internacional, tales regímenes despóticos van quedando ética y políticamente rezagados, después de un recurso sostenido a ellos en esa época de temor y desconfianza generalizada que fue la Guerra Fría. Sin embargo, aquel riesgo no ha desaparecido del todo, pues la amenaza del terrorismo internacional hace que los Estados se preocupen cada vez más por la seguridad (interna y externa), adoptando medidas que pueden parecer extremas. Ante las condiciones del medio internacional en transición acelerada, los problemas comunes promueven coaliciones entre Estados con afinidades institucionales. Sus estrategias de cooperación y asistencia a partir de protocolos con vocación vinculante tienen la capacidad de acusar consecuencias al desacato, como sanciones económicas e incluso la intervención armada. Por esto, el aspecto que resulta decisivo para la cabal comprensión de tal relación es la legitimidad sobre la que se inscriben tales acciones; legitimidad que descansa a su vez sobre principios y valores de orden filosófico-político y filosófico-jurídico. El artículo expone el esfuerzo del pensamiento liberal por atender la relación entre la teoría y la práctica, así como entre el derecho y la fuerza legítima, en situaciones críticas y de desorientación.

RESULTADOS DE INVESTIGACIÓN

1. Conceptos y principios para un derecho internacional cosmopolita: la propuesta de John Rawls

En 1943 y con veintidós años de edad, John Rawls se alistó voluntariamente en el ejército estadounidense tras su grado de filosofía en la Universidad de Princeton. Fue asignado al frente del Pacífico, donde pudo asistir a los acontecimientos de Hiroshima y la ocupación de Japón. Allí, al notar los norteamericanos el apego del pueblo hacia su emperador, impusieron la monarquía constitucional con las nuevas instituciones que esta suponía, proceso que no resultó tan traumático dado el impulso reformador adelantado por los Meiji desde 1880. Significativamente, procesos similares serían registrados en Corea del Sur, India, Turquía, Suráfrica y los países de Europa oriental (King, 2014).

Desde luego, es apenas anecdótica la coincidencia con su admirado Thomas Hobbes, quien solía entretenerse con ejercicios de aritmética y traducción latina, hasta que la guerra civil inglesa lo llevó a ajustar su inmortal obra política en el exilio parisino (Bernhardt, 1996). La experiencia señalada marcó de forma decisiva el pensamiento de Rawls, que con el tiempo vería cómo su teoría lograba inspirar procesos de refundación de Estados basados en un contrato social real. Así, los comentaristas señalan que la perspectiva internacionalista de Rawls, fundada en la idea de comunidad internacional como forma de vida, tiene dos fuentes: su propia teoría del contrato y la crítica al realismo político (Pogge, 1989).

La primera fuente es ampliamente conocida por la formulación de los principios de justicia que instaurarían un acuerdo político fundamental si los interesados estuvieran dispuestos óptimamente para tal elección, los cuales serían (Rawls, 1996):

  • - Cada persona ha de tener un derecho igual al esquema más extenso de libertades básicas que sea compatible con un esquema semejante de libertades para los demás, y

  • - Las desigualdades sociales y económicas habrán de ser conformadas de modo tal que, a la vez que se espere razonablemente que sean ventajosas para todos, se vinculen a empleos y funciones accesibles a todos por igual.

Como puede observarse, la propuesta de Rawls está inspirada en el principio kantiano de razonabilidad según el cual un argumento resulta aceptable si pasa la prueba del debate razonable, si soporta un análisis racional y público, si permite formarse un juicio sobre él que lo haga comprensible y, por lo tanto, lo depure de cualquier elemento ideológico o consideraciones comprehensivas, que suelen ser excluyentes. Según estos criterios de racionalidad deliberativa y pluralismo razonable, en el proceso

Las personas razonables están dispuestas a proponer, o a reconocer cuando son otros los que proponen, los principios necesarios para definir lo que todos pueden aceptar como términos equitativos de la cooperación. Las personas razonables también entienden que han de honrar esos principios, aun a expensas de sus propios intereses si así lo exigen las circunstancias, siempre que los demás estén dispuestos igualmente a honrarlos (Rawls, 2002: 29).

En este punto central Rawls ha recibido un buen número de críticas, que lo llevaron a volver una y otra vez sobre esta reflexión. Sin embargo, se sostuvo en lo fundamental respecto al papel de la indagación filosófica en las condiciones de posibilidad de la política, así como en los logros que mediante ella se puedan conseguir. Y en primer lugar -continuó insistiendo- en la capacidad humana para el acuerdo, basado en la creencia de la posibilidad de persuadir al otro y, por lo tanto, en que el intercambio de argumentos tiene algún sentido. Este ejercicio implica necesariamente que los interesados en la asociación atribuyen criterios de verdad a sus tesis y, por lo tanto, reflejan la posición rawlsiana sobre el peso de la razón. Así, como en la filosofía misma, el acuerdo político exige proceder con argumentos de razón pública y evitar la presentación de argumentos inspirados en relatos morales comprehensivos (Pettit, 2004).

En cuanto a la segunda fuente del pensamiento internacionalista de John Rawls, el de la crítica al realismo político, baste aquí señalar que esta corriente está inspirada en la obra de Hans Morgenthau, la cual Rawls leyó atentamente. Es cierto que históricamente las naciones se han comportado buscando una posición estratégica, recurriendo para ello a su propia fuerza -siendo arquetipo la expansión de la Alemania de Bismarck-. Este comportamiento dio pie a la doctrina de la Realpolitik y de la seguridad nacional, y para Rawls está bien que se muestre este aspecto decisivo de las relaciones internacionales. Pero señala que la competencia y la desconfianza no son las únicas formas de trato entre las naciones, sino que también han podido llevar adelante procesos de cooperación y asistencia con base en intereses comunes.

Esta característica marcó la diferencia entre la primera y la segunda posguerra mundial, es decir, entre los objetivos del Tratado de Versalles y los del Plan Marshall, y correlativamente entre el proyecto de la Sociedad de Naciones y el de la ONU, continuando durante la Guerra Fría hasta el presente. Esta perspectiva teórica apuesta por la idea de comunidad internacional y las ventajas de la asociación institucional, que suele alcanzar resultados de manera mucho más económica que la confrontación armada, además de fomentar la confianza en la continuidad de la cooperación -que incluye también la defensa estratégica-. Con ello, Rawls se inscribe mejor en la obra de Hans Kelsen sobre relaciones internacionales, la cual atribuye al derecho y sobre todo a la diplomacia un papel central, incluso cuando resulta necesario recurrir a la intervención armada como fuerza concertada con base en principios político-filosóficos, reconociendo así que la paz por medio del derecho es una posibilidad real y distinta a la paz de los sepulcros (García, 2016).

En El derecho de gentes, Rawls extiende los postulados de justicia doméstica al ámbito internacional, aunque con los debidos ajustes. En este punto, los comentaristas han señalado las condiciones de un medio internacional que se muestra relativamente independiente de los intereses estatales, además de la creciente influencia en él de actores no estatales, lo cual hace que se deba proceder con cuidado al recurrir a la teoría rawlsiana para su comprensión. En todo caso, la crítica valora el señalado papel político de la reflexión filosófica y la postulación de principios racionales que, como tal, pretenden ser universales (Keohane, 1993 ).

Al abordar la cuestión de las relaciones internacionales más allá del realismo, Rawls presenta la tipología entre sociedades con ordenamiento liberal, sociedades jerárquicas bien ordenadas, y Estados autoritarios -expansionistas y hostiles a un derecho de los pueblos razonable-. Así considera, en primer lugar, la llamada «ley de Doyle» según la cual la mayoría de los conflictos armados durante los siglos XIX y XX se produjeron entre Estados autoritarios o entre estos y Estados liberales, pero estadísticamente son muy pocos los conflictos armados que tienen como protagonistas a dos o más Estados liberales (Garrán, 2013).

Con esta premisa Rawls sigue a Kant en dos aspectos, el de su propuesta de una comunidad de naciones con disposición hacia la libertad -en este sentido liberal, y reconociendo que esta preferencia está sujeta a contextos culturales, por lo que Rawls propone estrategias de acondicionamiento a la democracia- , y el de los principios de justicia internacional orientados a la construcción de una «sociedad bien ordenada de pueblos justos del mundo» (Rawls, 2001: 97). Tales principios obedecen a su concepción de la justicia como equidad (justice as fairness) y, como tal, sus conceptos y objetivos presentan su interpretación filosófica de la democracia constitucional. Rawls señala que al proceder así aspira a que su propuesta resulte razonable y útil para la implementación de instituciones, incluso en contextos ajenos a la tradición de Estado de Derecho. En particular, y a través del artificio de la posición original como explicación convincente, aspira a que estos principios sean suficientes para reivindicar la prioridad de los derechos y libertades básicas, el pluralismo y la igualdad de oportunidades, como señala Rawls (1999) en el prefacio a la edición revisada.

La propuesta de Rawls articula, sin separación ni confusión, el derecho internacional con la política internacional, promoviendo un fuerte trabajo independiente en cada área pero observándose como perspectivas mutuamente referentes. .l reconocer como fuentes del derecho internacional, además de prácticas consuetudinarias, instancias internacionales que lo producen y en las cuales son ratificadas por los Estados individual o colectivamente, y acuerdos bi- o multilaterales, Rawls resalta el aspecto político subyacente que expresa una vocación y una racionalidad colectiva e institucional. .sí, si bien es cierto que este aspecto político está presente en la voluntad de no renunciar a la soberanía estatal, también lo es que la realidad del siglo XXI lleva a transformar este principio en una dirección más compartida y sensible a la jurisdicción de los tribunales internacionales en derecho público y privado. De hecho, la eficacia de estos depende de la confianza y el respeto por sus fallos confirmada por los Estados si les reporta beneficios, superando así la mutua desconfianza característica del realismo suscrito en Restfalia.

En cuanto a los resultados esperados de la propuesta de Rawls, la crítica destaca el papel concedido a los consensos logrados alrededor de la seguridad internacional, como en los casos de intervención autorizados por el Consejo de Seguridad de la ONU. En particular frente a los delitos de agresión y terrorismo, los protocolos y tribunales internacionales han sido sensibles a cinco principios que regulan el recurso a la guerra y la conducta en ella (Garrán, 2013):

  • - La intervención debe hacerse con el objetivo exclusivo de una paz justa.

  • - Las sociedades bien ordenadas recurren a la guerra solamente contra Estados opresores expansionistas (outlaw, que proceden desafiando el Protocolo de Ginebra, el Estatuto de Roma, El Tratado de No Proliferación Nuclear, etc.).

  • - La intervención no considerará objetivos militares ni sujetos de responsabilidad a la población de este tipo de Estados.

  • - La intervención ha de respetar el DIH.

  • - Esta política busca restringir el razonamiento medios-fines en la actuación de los Estados.

De esta manera, Rawls reelabora la tradición contractualista y establece un derecho por principios, esto es, un tipo de justicia por acuerdo con vocación cosmopolita basada en criterios que justifican los tratados y favorecen a todos los asociados por igual. Así, como un orden basado en valores y principios

el derecho de los pueblos es un conjunto de conceptos políticos acompañado de principios de derecho, justicia y bien común, que determinan el contenido liberal de justicia establecido para ser aplicado al derecho internacional [...] Así, el derecho de los pueblos provee los conceptos y principios con los cuales el derecho internacional va a ser juzgado (Rawls, 2001: 95).

2. Sobre la superación de la doctrina del eterno enemigo: Norberto Bobbio

Norberto Bobbio estudia filosofía y derecho en la Universidad de Turín. Allí milita en un grupo antifascista llamado Justicia y libertad y en el partido liberal italiano, por entonces en la clandestinidad. Este activismo lo conduciría al encarcelamiento. Tras la Segunda Guerra Mundial, es llamado a formar parte de la comisión preparatoria para la Constitución italiana de 1948. Estos episodios fueron decisivos en el desarrollo de su pensamiento y le marcaron el itinerario para sus temas fundamentales, que constituyeron la reflexión de toda una vida. En su última etapa fue honrado con la dignidad de senador vitalicio por los servicios prestados al Estado y a la cultura italiana (Córdova, 2005).

En términos generales, el pensamiento de Bobbio exhibe tres características distintivas: vínculo entre derecho y política, fidelidad a los clásicos, y construcción conceptual estricta (Bovero, 2005). En sus palabras, respecto del primer punto,

Siempre he considerado la esfera del derecho y la de la política, por usar una metáfora que me es familiar, como dos caras de la misma medalla. El mundo de las reglas y el mundo del poder. El poder que crea las reglas, las reglas que transforman el poder de hecho en un poder de derecho (Bovero, 2005: 56).

El segundo aspecto hace referencia a

... aquellos autores que han construido teorías-modelo de las que uno se sirve continuamente para comprender la realidad, incluso una realidad distinta de aquella de la cual derivaron y a la cual las aplicaron, y que se han convertido con el curso de los años en verdaderas categorías mentales (Bovero, 2005: 55).

Y con la tercera característica refería

... esto que las teorías tienen en común [...] no solamente es el fin, exclusivamente cognoscitivo (no propositivo), sino también el modo de proceder para obtenerlo. Es el procedimiento [de la] «reconstrucción», a través del análisis lingüístico nunca separado de las referencias históricas a los autores clásicos, de las categorías fundamentales, que permiten delimitar al exterior y ordenar al interior las dos áreas, aquella jurídica y aquella política, y [de establecer] sus relaciones recíprocas (Bovero, 2005: 57).

Tales ideas bien pueden reflejar una declaración de principios según la cual Bobbio cree en el derecho y cree en la ciencia. Su propia experiencia le llevó a cuestionar por qué el poder despótico no es suficiente y ni siquiera aceptable, incluso si atendiera al clamor de la mayoría. Si la respuesta señala hacia el consentimiento de los gobernados, lo que importa sería cómo acceder a un conocimiento cierto y confiable del fenómeno político separado de la sola ideología (Bobbio, 2005). Desde tal punto de vista, el término «aceptable» debe obedecer a una categoría teórica y no moral, y así es sinónimo de «legítimo» (de lex/legis, ley). Ahora bien, el jurista turinés sabe bien que un tal cambio de mentalidad -que organiza la vida política a partir de su conocimiento cierto- resulta difícil, sobre todo por la larga tradición que ve como normal el vínculo entre el arte militar y el de gobierno, o una reputación de conquistador como condición para la autoridad. De hecho, este era uno de los significados del término «estrategos» en la antigua Grecia, condición que persistió en Occidente durante el Imperio romano, el feudalismo, el absolutismo e incluso, de forma ya retardataria, el fascismo y la Guerra Fría, ordenamientos que tuvieron todos en común la sobrevaloración de la fuerza como instrumento de gobierno (Bobbio, 2008).

Pero la tradición señalada tiene otra cara, y es la reacción de los gobernados ante la propuesta despótica. La historia ha mostrado como normal que un imperio comandado por un tirano sea derrotado por otro igualmente opresor, y que sus métodos de gobierno continúen apoyados en el poder militar en el entendido de que su propia fuerza le concede su derecho. Esta lógica según la cual la voluntad del fuerte se impone y toma lo que quiere es el objeto de análisis del realismo, que ve las relaciones políticas como la eterna lucha entre enemigos condenados a un estado de naturaleza internacional.

Sin embargo, la reacción a esta forma de gobierno ha implicado la superación de tal recurso a la fuerza contraponiendo a su lógica el principio de ciudadanía, abriendo con ello un horizonte completamente diferente e incluso inaudito. Esta reacción se ha plasmado históricamente en la experiencia de la democracia ateniense, como un breve paréntesis entre las guerras del Peloponeso y el imperio macedónico; en la República romana, vencida finalmente por el principado; en las ciudades-Estado del renacimiento italiano, otro breve episodio entre el feudalismo y el absolutismo; y en las repúblicas modernas, seriamente desafiadas por los totalitarismos de izquierda y de derecha. Lo que comprueba que esta alternativa republicana ha sido esporádica y frágil, asediada siempre por el despotismo -que parece encontrar siempre nuevas fuentes de renovación ideológica y social.

Ahora bien, Bobbio habita en la teoría política, y por lo tanto sabe que el Estado no puede renunciar al uso de la fuerza; y por ser un gran teórico sabe también de las necesarias mediaciones entre los términos, esto es, del papel de la ley como fuente de autoridad y como instrumento de gobierno (Bobbio, 2002). Pero el apego al principio de legalidad -asociado al imperio de la ley como fundamento y límite del gobierno y fuente de seguridad jurídica para los ciudadanos-, aunque es racionalmente justificable y comprensible, genera aún una formidable resistencia. Y en primer lugar porque los detentadores del poder armado pueden no ver la necesidad de someter su voluntad al derecho, es decir, de dejar en manos de la ley los parámetros sobre su procedimiento y la obligación de dar razones sobre su comportamiento.

Así, la dificultad mayor consiste en el sometimiento de las armas al poder civil, cuando se asume que el acceso al poder lo otorga precisamente la fuerza. De ahí el esfuerzo de la ciencia por discernir ambos fenómenos y su mutua referencia, lo que implica una comprensión cabal del «espíritu de las leyes» - en el entendido de que no cualquier cosa es ley, y mucho menos el capricho del gobernante o las imposiciones de una determinada clase social-. Lo que resulta paradójico es que, incluso con sus reticencias, sobre el ejecutivo recae la responsabilidad de llevar adelante los procesos de positivización, codificación y constitucionalización de las leyes que lo han de controlar, generando con ello la naturaleza del vínculo entre derecho y política (fuerza) así como la alternancia ideológica entre un mayor recurso al derecho o a la fuerza en los procedimientos de gobierno. Ahora bien, lo que resalta el profesor turinés es que, con la subordinación de la fuerza pública al poder civil -circunstancia que ofrece sus propios desafíos-, y con el complejo funcionamiento de la democracia procedimental y mayoritaria -sujeta a una opinión pública que fluctúa rápidamente-, se inaugura un espacio distinto, esto es, el de la república. Su autoridad de ninguna forma resulta gratuita y segura, sino que exhibe una fragilidad que puede demorar la atención a las necesidades socio-económicas y erosionar su fisonomía, fatiga que suele superarse bien con un ajuste en el funcionamiento de las instituciones, o bien con un impulso del populismo que precisamente apela a la eficacia, la fuerza, el nacionalismo y la desinstitucionalización (Muller, 2017).

Esta dinámica suele estar asociada a fallos en su comprensión; es decir, muestra siempre una dimensión intelectual, en el entendido de que la política -y la despolitización- no es la expresión menos importante de la cultura, sino justamente la más importante porque sus decisiones afectan las opciones y el destino individual y colectivo (Bobbio, 2005). Esta importancia concedida al análisis conceptual de la experiencia política y su mutua influencia constituye el programa por el que es reconocida la «escuela de Turín», inspirada en Bobbio.

En cuanto al medio internacional, el pensador italiano sigue los postulados del liberalismo hobbesiano-kantiano, que recurre a la oposición sociedad natural/sociedad civil para explicar la especificidad de esta última (Bobbio, 2005; Bonanate, 2009). También aquel se soporta en la práctica -naturalizada por el tratado de Westfalia de 1648- de establecer relaciones entre Estados fuertes lanzados a la expansión territorial, y Estados débiles funcionales a la política imperialista; de tal manera que si el derecho internacional consuetudinario impide a una potencia tomar lo que quiere, pues simplemente le resulta lógico recurrir a su propia fuerza para alcanzarlo, en una dinámica de «anarquía belicista» por la cual su voluntad de dominio solo se detiene ante una resistencia similar, y que se ha mostrado peligrosamente recurrente (Bobbio, 2008).

La alternativa es elaborada a partir del análisis teórico de la historia político-militar, postulando en primer lugar no la diferencia entre fuertes y débiles, sino entre repúblicas y regímenes expansionistas. Así, siguiendo a Kant y afín a Rawls aunque sus elaboraciones son independientes, es posible pensar una forma distinta de relaciones entre repúblicas, esto es, y dadas sus características, ceñidas a un comportamiento racional con base en derecho. No hace falta señalar el carácter insólito de la propuesta, si no es porque ese dilema -que se aparta del recurso preferente o único a la fuerza- ya ha sido resuelto según Kant en la configuración interna de cada república. Allí se ha logrado la transición desde súbditos a ciudadanos que gozan de autonomía y responsabilidad en un régimen que equilibra derechos y deberes, derecho público y privado, democracia representativa y participativa; en definitiva, hacia una organización de la sociedad cuyos intereses contrapuestos son arbitrados por la cabal relación entre política y derecho, entre el derecho y la fuerza del Estado basada exclusivamente en su legitimidad, y que, por tanto, reconoce y respeta las formas de la democracia y su papel (Bobbio, 2009).

De forma derivada, los ordenamientos republicanos comparten valores e intereses que les permiten reparar más en lo que los acerca que en lo que los separa, suscribiendo así la señalada relación entre política y derecho también en sus relaciones mutuas, en el entendido de que

... el orden jurídico surge y se hace efectivo como consecuencia del poder político, es producto de tal voluntad política (que valora de esta manera al Derecho). Pues donde no hay poder capaz de hacer valer las normas impuestas por él recurriendo en última instancia a la fuerza, no hay Derecho (Bobbio, 2005: 254).

Tal apuesta conlleva la necesidad de comprender cabalmente el concepto y funciones de la Ley, que no es otro que la expresión de la rousseauniana volonté générale asociada al bien común internacional (Bobbio, 2005). Así, dado que el mejor indicador de un gobierno republicano es que los ciudadanos se den leyes a sí mismos, reconociendo la libertad como una práctica asociada también a la autodeterminación colectiva, el orden internacional puede resultar sustentado sobre esta capacidad para establecer y honrar los pactos, con la responsabilidad de obedecer la ley que cada Estado ha suscrito.

El tratado de Westfalia había sido diseñado por monarquías con vocación expansiva buscando el libre despliegue de fuerzas, pero la propuesta kantiana que sigue Bobbio entiende que el Estado no es un fin en sí mismo sino un medio para procurar la paz -la paz por medio del derecho-. De esta manera, la construcción de un sistema jurídico internacional por parte de los Estados soberanos los convierte en sujetos legales con derechos y deberes, y por lo tanto también objetos de sanción. Así, la finalidad del Estado y del sistema concertado que ellos instauran está orientada por los principios de un pacifismo ético que supone el recurso preventivo a la fuerza y compromete su regulación, aspirando con ello a ser considerado como un ordenamiento justo y reflejo de un pacifismo institucional compartido (Bobbio, 2005 y 2008).

Y sin embargo, aunque las sanciones por desacato a los tratados están previstas en sus mismos estatutos, incluyendo sanción o expulsión, las estrategias de cooperación suelen involucrar seguridad y defensa, con lo que se plantea el problema del recurso a la fuerza y su legitimidad de una manera sustancialmente distinta a la propuesta en Westfalia. Así, los bloques de integración definen jurídicamente las ocasiones y los procedimientos de actuación policial y de inteligencia, en particular frente a delitos trasnacionales, pero también las ocasiones de actuación común frente a los posibles conflictos con Estados que no forman parte del bloque.

Esos Estados pueden incluir naciones con una cultura propia y ajena a los valores que fundamentan el derecho en el plano interno e internacional, aunque no necesariamente hostil a ellos. Y aunque su número es cada vez más reducido, en momentos decisivos suelen representar un desafío geo-estratégico importante con el que hay que lidiar. Para ello, se debe proceder buscando en primer lugar condiciones de igualdad formal, la cual pasa por algún entendimiento legal. Y en segundo término, en casos de regímenes que se muestren abiertamente hostiles, se hace evidente el papel de las sanciones preestablecidas basadas en el derecho internacional, en el entendido de que sus principios son aceptados como un valor común. Una tal hostilidad implica normalmente un desafío armado, en particular en el caso de los llamados estados fallidos, sean cómplices o no con organizaciones de crimen internacional incluido el terrorismo (Bobbio, 2008).

Bobbio insiste, pues, en este principio kantiano según el cual el objetivo último de la república es la paz (Bobbio, 2002), principio que incluye necesariamente el recurso latente a la fuerza y la comprensión cabal del papel de la violencia en la política. En el plano internacional, por tanto, las naciones que han llegado a considerar el Estado de derecho como un valor irrenunciable, buscan asociarse en un foedus pacificum cuya autoridad proviene de la sujeción de sus procedimientos a un marco jurídico común. Estos implican en primer lugar, como se ha dicho, estrategias de persuasión como la cooperación y el auxilio económico, lo cual ya es un factor de reconocimiento. Y de manera derivada el recurso a la fuerza legítima en favor de los valores superiores de la paz y la seguridad, que es un despliegue realmente persuasivo pero además controlado y de última instancia. Por lo tanto, la amenaza de fuerza letal debe estar precedida por un agotamiento de la diplomacia en sus instancias de negociación real y eficaz. Si se permite, pues, una interpretación, puede decirse que el respaldo de la fuerza puede influir o persuadir a atender los llamados internacionales a la negociación, siempre en el entendido de la confianza en el papel del derecho positivo y sus principios.

Así, el pacifismo jurídico es una utopía en construcción, frágil y sujeta a grandes desafíos. Pretende reemplazar la anarquía belicista mediante una organización jurídica internacional que goce de legitimidad y eficacia como estrategia para discriminar la guerra en cuanto recurso no regulado, y no para proscribir el uso de la fuerza en sí mismo. En concreto, la teoría kantiana de Bobbio busca condenar toda intervención armada ilegal sustentada como el derecho del más fuerte, para hacer que coincida también con el derecho del más justo (Bobbio, 2005). En esta forma, puede concluir: «En su necesidad, la guerra siempre es un mal; en su insuficiencia, la paz siempre es un bien» (Bobbio, 2008: 174).

3. El proyecto de un constitucionalismo global según Luigi Ferrajoli

Luigi Ferrajoli ejerce la judicatura entre 1967 y 1975, en una época de efervescencia socio-política en Italia conocida como «los años del plomo» (anni di piombo). Después de experimentar algunos resultados significativos de las políticas de reconstrucción de posguerra, allí coincidieron fenómenos como el de la crisis de la joven democracia parlamentaria italiana, el llamado «mayo del 68», la ofensiva intimidatoria de la mafia siciliana, el terrorismo de los extremos políticos, o la llamada «estrategia de tensión». Esta última mostraba la intervención de instancias internacionales de seguridad provocando eventos para desacreditar a los actores señalados, tal y como lo habían hecho los partidos comunistas europeos durante esta época de Guerra Fría (Arias, 1990).

Como jurista, Ferrajoli adhiere a la propuesta progresista del movimiento magistratura democratica (así en italiano), del cual elabora su más conocido manifiesto programático (Ferrajoli, 1977). En él considera que el trabajo de los jueces no es de ninguna manera neutral, sino que está comprometido con los valores democráticos consagrados en la constitución italiana. De ahí que, en primer lugar, el movimiento se proponga denunciar y corregir los rezagos fascistas presentes en la legislación y el código civil vigente por entonces, así como poner de relieve el lugar político de los jueces y las consecuencias de sus decisiones para la vida de la república, independientemente de sus convicciones y preferencias personales. Por último, la magistratura democratica (sic) considera a la sociedad civil como el pilar fundamental de la política y, por lo tanto, fuente de su legitimidad, por lo que el Estado debe promover su dinámica así como una opinión pública informada (Ferrajoli, 2011a).

Así, como juez y pensador militante, comprometido con la defensa y promoción de los principios constitucionales que informan el derecho, entendió la conflictiva relación entre el derecho y la política. Bajo el principio de la división de un poder público descomunal en tres ramas especializadas, como sistema de pesos y contrapesos concebido para su colaboración armónica más que para su parálisis, el poder político y el poder jurídico suelen funcionar bajo una lógica interna propia y autónoma. El jurídico está concebido fundamentalmente para controlar el abuso del político, al que es propenso como mostró Maquiavelo (D'Ascia, 2004); el político tiene la facultad de crear las leyes que lo han de controlar, comenzando por el marco jurídico fundamental. Así, desde su origen, la relación entre ellos es contradictoria (Ferrajoli, 2011b).

El ordenamiento democrático depende de esta relación. Si aquellas ramas chocan, producen un escollo descomunal y paralizante, justamente aquello que el Estado constitucional quiere evitar; si colaboran, generan un grado tal de comunicación entre ellos que puede prestarse a sospechas de cooptación. De ahí que los acuerdos a que haya lugar se den en el marco del orden constitucional y nunca por fuera de él. Esta relación oscila entre uno y otro, pero en su dificultad cumplen la función común de desarrollar la constitución a través de generaciones. Así, entre la rama ejecutiva y la legislativa son normales los desencuentros, primero por la conformación de mayorías en el parlamento que garanticen gobernabilidad, y segundo porque el mismo parlamento cumple la función de control político, al que no debe renunciar, pues constituye su razón de ser. Por su misma esencia, es de suponer que la rama judicial está por encima y más allá de las disputas partidistas, en el entendido de que en muchas ocasiones está llamada a saldar las diferencias entre estas. Pero un conflicto grave entre las ramas, que suele producirse de cuando en cuando dependiendo de los balances políticos, puede llegar a desinstitucionalizar y deslegitimar al Estado mismo, produciendo así el efecto contrario para el que fueron concebidas (Ferrajoli, 2016).

Ferrajoli analiza exhaustivamente, desde casi todos los ángulos posibles, el concepto de democracia (Ferrajoli, 2011a), y tiene en cuenta que aquel incluye tanto la idea de democracia en cuanto decisión mayoritaria como la idea de democracia en cuanto procedimiento, es decir, las formas de la democracia o el funcionamiento institucional: «Llamaré democracia sustancial o social al Estado de Derecho dotado de garantías efectivas, tanto liberales como sociales, y democracia formal o política al estado político representativo, es decir, basado en el principio de mayoría como fuente de legalidad» (Ferrajoli, 2011a, 167).

Con todo este primer trabajo teórico, el florentino constata la relación indisoluble entre el derecho y la política, tema que resultó de importancia central en la circunstancia de su ejercicio profesional. Así, durante la mencionada época de los «años del plomo», el Estado italiano se sintió acorralado y como reacción afrontó de una manera radical a sus enemigos, por ejemplo, mediante las llamadas por entonces «leyes especiales» que limitaban los derechos constitucionales con la intención de restaurar la institucionalidad (Arias, 1990). Experiencia que permitió a Ferrajoli constatar que el temor del público es un instrumento poderoso que justifica la puesta entre paréntesis de las libertades públicas y privadas.

Antes bien, Ferrajoli invita a no perder de vista la vocación real del Estado de Derecho, el cual busca la seguridad que postulaba Thomas Hobbes como uno de sus deberes fundamentales, precisamente respetando el derecho entendido como el sustento que le concede legitimidad -y sin el cual, es decir, prescindiendo de la justicia, el Estado no se diferenciaría en nada de una banda de ladrones según el conocido aforismo de Agustín de Hipona (2010). Así, la cuestión weberiana sobre el monopolio legítimo de la fuerza y su uso igualmente legítimo, constituye el núcleo de la reflexión ferrajoliana sobre el poder coactivo del derecho. El pensador florentino comparte el realismo maquiaveliano según el cual el solo derecho sin el respaldo de la fuerza es inútil, y la sola fuerza sin el respaldo de la ley es tiranía, por lo que la ecuación razón, derecho y fuerza constituye precisamente el motivo del Estado de derecho y sus fuerzas armadas.

El derecho, en efecto, es por su naturaleza un instrumento de paz, es decir, una técnica para la solución pacífica de las controversias y para la regulación y limitación del uso de la fuerza. En la cultura política moderna, a partir de Hobbes, se justifica como remedio al bellum omnium. La paz es su esencia íntima, y la guerra su negación, o cuando menos, el signo y efecto de su ausencia en las relaciones humanas, así como del carácter prejurídico, falto de reglas y salvaje de las mismas (Ferrajoli, 2004: 28).

Y de ahí su relación con la democracia, específicamente en cuanto a sus fines, que son principalmente la garantía de la paz y el respeto a un núcleo de derechos fundamentales que garanticen la libre realización de cada quien en armonía con el entorno -porque Ferrajoli comprobó en carne propia que el propio destino está enlazado al destino común: esto es, la política, o la preocupación por lo que a todos concierne - . Pero señala también que este entorno tiene sus propios objetivos y sigue su propia lógica, configurándose así en espacios relativamente autónomos e interdependientes en un enfoque asociado a la idea de sistema (Wallerstein, 2014). Es el caso de los ámbitos políticos nacional e internacional, sobre los que reflexiona Ferrajoli. Ciertamente son muy diferentes y obedecen a sus propias lógicas y objetivos, y sin embargo en el joven siglo XXI se ven tan enlazados que parecen dar realidad a la idea de «aldea global» (Ferrajoli, 2004).

A partir de sus observaciones sobre la época de los «años del plomo», en los que vio cómo se entrelazaban los intereses del gobierno italiano con los de otros actores asociados a la seguridad internacional (en la llamada operación Glaudio), el jurista italiano entendió que el miedo es un factor que propicia la cohesión social necesaria para la gobernabilidad. Sin embargo, ello no es deseable, pues la doctrina de la seguridad nacional trasladada a la esfera internacional genera efectos decisivos para su estabilidad.

Sigue siendo cierto, como bien observa el realismo político, que el orden internacional se basa en el balance estratégico de fuerzas entre Estados. Pero la fisonomía del siglo XXI revela la creciente participación en tal balance de actores no estatales o supra estatales, así como la asociación estratégica de intereses, la cual hace que las negociaciones y la competencia operen entre actores gigantescos y crecientemente complejos -después que el fin de la Guerra Fría diera por superado el enfrentamiento entre dos actores principales con ideologías incompatibles.

Este nuevo orden internacional exige la reflexión en los aspectos relacionados, la naturaleza y la función de la guerra en un Estado de derecho y en una comunidad global cada vez más interconectada e interdependiente. El liberalismo internacionalista se distingue del realismo en que tiene en cuenta el papel de las negociaciones y la estrategia de los actores tradicionales y de aquellos emergentes cuyo poder no descansa necesariamente en la amenaza de fuerza. Pero reconoce el papel central de esta última, pues: «... precisamente, la globalización consiste en la ausencia de reglas y límites jurídicos a los grandes poderes trasnacionales, políticos y económicos, cuya manifestación más terrible es la guerra» (Ferrajoli, 2004: 71).

Esta apreciación es real, y sin embargo no agota la reflexión porque describe una situación insostenible que, de permanecer: «Tendríamos, así, un orden mundial basado sólo en la fuerza y en el progresivo descrédito y vaciamiento de nuestros propios principios de legalidad y democracia» (Ferrajoli, 2004: 73). La presencia constante de la guerra como forma normal de relación entre Estados y naciones señalaría el fracaso histórico para el Estado de derecho, además de que sus consecuencias son cada vez más imprevistas, pues: «No es ya la vieja guerra entre pequeños ejércitos sino la guerra moderna, ilimitadamente destructiva además de perpetua y planetaria» (Ferrajoli, 2004: 72).

Dado que prácticas como el tráfico ilícito de todo tipo y el terrorismo también se han internacionalizado, el uso de la fuerza legítima como instrumento disuasorio de la ley sigue siendo irrenunciable. Pero la misma situación hace que permanezca la pregunta sobre sus condiciones de legitimidad, sin las cuales se permanecería en un intolerable escenario agustiniano. Además, si la tecnología bélica ha evolucionado hasta alcanzar este punto cero, en el que un enfrentamiento nuclear traería la devastación de todo el planeta, cabe un esfuerzo similar para postular y desarrollar el derecho en cuanto instrumento rector en el orden nacional e internacional.

Una empresa así se justifica porque los procesos de globalización también han estimulado la conciencia sobre los problemas comunes, dando asidero a la idea de «aldea global». De tal manera que, aun si los intereses particulares se buscan de una manera más organizada y con mejor disposición de recursos, estos no pueden sustraerse al bienestar del entorno en que se hacen posibles. Tal entorno se muestra relativamente autónomo, planteando intereses y fines estratégicos de naturaleza más colectiva: «En efecto, propiedad y riqueza no son sólo la propiedad privada y la riqueza individual, son antes bien la propiedad pública y la riqueza colectiva» (Ferrajoli, 2011a: 168).

Ferrajoli sostiene una especie de deber moral kantiano capaz de instaurar una comunidad internacional de derecho o ecumene jurídica, fuente de un constitucionalismo global y una ciudadanía cosmopolita que apoyen decididamente las asociaciones regionales para encauzar su preocupación por el destino común global. Llama así la atención sobre el hecho de que estos instrumentos, que ya existen, necesitan ser desarrollados a través de las Naciones Unidas y otros órganos afines, pero sobre todo con el decidido apoyo de los pueblos, precisando así el sentido de una ciudadanía mundial.

Este aspecto institucional es el que marca la diferencia con la señalada «banda de ladrones» y con el Estado de naturaleza internacional, justificando tanto el postulado de la seguridad como el posible despliegue de fuerza en cuanto recurso extraordinario.

Así, la eficacia de la respuesta institucional no descansa principalmente en el despliegue de la fuerza, sino de manera decisiva en la capacidad de deslegitimar y desautorizar moral y políticamente al terrorismo, tarea de aislamiento social que sólo puede derivar de su catalogación mediante el Derecho precisamente como una conducta «al margen de la ley», y consecuentemente, de la máxima asimetría de la fuerza legítima respecto a la del crimen organizado, diferencia que es certificada por el conjunto de garantías procesales (Ferrajoli, 2011c: 418).

Tal exhortación podría verse como una cuestión de supervivencia, pero es sobre todo un llamado a la construcción de un mundo civilizado del que las naciones son capaces, como demuestran algunos brillantes episodios de su trayectoria universal,

... un curso que dependerá en buena medida del papel que sean capaces de desempeñar la política y el Derecho a los que se exige esencialmente la construcción de una esfera pública internacional dotada de instituciones de gobierno y de garantías a la altura de nuestros dramáticos problemas (Ferrajoli, 2004: 75).

CONCLUSIÓN

El escenario de las relaciones internacionales fue construido sobre las disposiciones del Tratado de Westfalia (1648) y a partir de las decisiones soberanas de los Estados. En consecuencia, estos adoptaron como conducta normal relaciones de competencia bélica, manifiesta en la expansión colonialista de los siglos XVIII y XIX. Esta espiral culminó lógica y dramáticamente en las dos guerras mundiales, y tuvo una secuela significativa durante la Guerra Fría. Sin embargo, durante el llamado «siglo XX corto» también se evidenció un impulso hacia las relaciones entre asociados que comparten una ideología liberal, basadas en la cooperación y asistencia mutua en asuntos de seguridad y defensa común.

Esta situación ha permitido que el medio internacional asuma una fisonomía relativamente autónoma, y basada sobre todo en un orden moral de respeto hacia los derechos humanos (Meneses, 2018). De ahí la importancia creciente de los protocolos y tribunales internacionales, apoyados en técnicas y racionalidad jurídica universales, con un origen político en forma de acuerdos que de manera legítima recurren a la guerra como último recurso extraordinario e indeseable. La guerra es tan nociva como las peores tiranías, y su condena no involucra solo la conciencia moral de la humanidad, sino que pone en juego la justificación misma del derecho y de la cooperación internacional.

Los acuerdos e instituciones de derecho a que dan origen restringen cada vez con mayor eficacia la racionalidad medio-fines que ha caracterizado la acción de los Estados. De ahí que los objetivos de un Estado y los del medio internacional estén cada vez más involucrados, teniendo como horizonte la limitación a los conflictos armados, la protección de los derechos humanos incluso en contextos de la sociedad informática (Jiménez, 2022), y las condiciones para una justicia global que puede incluir medidas de justicia distributiva. Así, el XXI se perfila como el siglo pionero en la lucha contra los delitos internacionales, entre los que destaca el terrorismo con su capacidad de ataque biológico, químico, nuclear, informático y económico, cuya condena surge como un propósito moral común.

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* Este artículo es producto de investigación vinculado al proyecto «Discrecionalidad administrativa vs. portales virtuales en contratación estatal», del grupo Estado, Derecho y Territorio de la Facultad de Derecho de la Universidad Libre, Bogotá.

Recibido: 02 de Marzo de 2022; Aprobado: 28 de Enero de 2023

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