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CS

versión impresa ISSN 2011-0324

CS  no.8 Cali jul./dic. 2011

https://doi.org/10.18046/recs.i8.1131 

ARTÍCULOS

 

Participación, éxito y prioridad. Un análisis macro de los equilibrios en las relaciones entre los poderes ejecutivo y legislativo en Colombia, 2002–20061

 

Participation, success and priority: A macro analysis of the equilibriums in the relations of executive and legislatives powers in Colombia, 2002–2006

 

Participação, êxito e prioridade. Macro–análise dos equilíbrios nas relações entre os poderes executivo e legislativo na Colômbia (2002–2006)

 

 

Juan Pablo Milanese

Universidad Icesi, Cali, Colombia. Jmilanese@icesi.edu.co

 

Artículo de investigación recibido el 27/04/11 y aprobado el 03/10/11

 


RESUMEN

En el artículo se evaluarán las principales características del vínculo entre ejecutivo y legislativo, durante el primer gobierno de Álvaro Uribe Vélez, que han producido innumerables apreciaciones, altamente imprecisas y cuestionables, con respecto a la configuración del denominado centralismo presidencial limitado. Para ello se revisarán dos variables clásicas en este tipo de estudios: los poderes constitucionales y los poderes partidarios del presidente, con el fin de analizar la influencia de estos poderes sobre el volumen de producción legislativa de cada rama del poder, así como su eficacia y eficiencia como promotores de legislación.

Palabras clave: Colombia, Presidencialismo, Relaciones ejecutivo–legislativo, Equilibrios de poder


ABSTRACT

This paper examines the key characteristics of the link between the executive and the legislative branches of power during the first government of Alvaro Uribe Velez, which caused countless appraisals, highly inaccurate and questionable, with regards to the configuration of the so–called limited presidential centralism. The author discusses two variables that are considered classic for this type of studies: constitutional and party powers of the President, in order to analyze the influence of these powers over the volume of legislative production in each branch, as well as their effectiveness and efficiency as promoters of legislature.

Key words: Colombia, Presidentialism, Executive–Legislative Relations, Power Equilibriums.


RESUMO

O artigo avalia as principais características da relação entre os poderes executivo e legislativo durante o primeiro governo de Álvaro Uribe Vélez, que têm suscitado inúmeras apreciações, altamente imprecisas e questionáveis, a respeito da configuração do denominado centralismo presidencial restrito. Revisa–se duas variáveis clássicas utilizadas neste tipo de pesquisas, os poderes constitucionais e partidários do presidente, procurando com isso analisar a influência desses poderes sobre o volume da produção legislativa governamental e parlamentar, a partir da sua eficácia e eficiência como agenciadores de legislação.

Palavras–chave: Colômbia, Presidencialismo, Relações executivo–legislativo, Equilíbrios de poder


 

 

Introducción

Utilizando dos variables clásicas de este tipo es estudios como son los poderes partidarios y constitucionales del jefe del ejecutivo (Shugart y Mainwaring, 1997), el presente trabajo intenta describir la mecánica de las relaciones entre las ramas ejecutiva y legislativa del poder durante el primer gobierno de Álvaro Uribe Vélez [2002–2006]. A través de ellos evaluaremos un vínculo cuya estructura es mucho más compleja de lo que normalmente se tiende a suponer y que ha producido numerosas apreciaciones altamente imprecisas y cuestionables con respecto a la configuración que caracteriza esas interacciones.

De hecho, después de una serie de trabajos seminales entre los que se destacan casos como los de Archer (1997) o Hartlyn (1993; 1998), que analizaron este vínculo hasta los años noventa, durante la última década, su número descendió notablemente, asumiéndose, además, desde nuestro punto de vista, posiciones demasiado categóricas con respecto al predominio de un poder sobre el otro. Por ejemplo, Medellín (2006) afirma la presencia de un ''presidente sitiado'' por el Congreso, mientras que en el polo opuesto Vargas (2004) asegura que: ''el régimen político colombiano se desplaza hacia lo que podría denominarse una 'presidencia imperial''', con un legislativo que se limita a refrendar las iniciativas provenientes del gobierno. Por el contrario en Pachón (2003; 2004), Cárdenas, Junguito y Pachón (2006) o en Milanese (2009; 2011) pueden observarse posiciones más equilibradas y cercanas a la lógica del presente trabajo.

También es importante aclarar que este trabajo no representa un intento de evaluación de la calidad de la democracia colombiana, mucho menos del funcionamiento integral del sistema político de ese país, sino, como aclaramos anteriormente, de un análisis de la mecánica de interacción entre poderes que será efectuado de forma macro. Realizaremos un estudio estático del período, tomando al cuatrienio como unidad temporal, sin profundizar en los cambios que pudieron producirse dentro del mismo y concentrándonos, específicamente, en los proyectos de ley y no en otros tipos de producción legislativa.2 Así partimos de la revisión de tres elementos que consideramos esenciales, como el volumen de legislación producido por cada una de las mencionadas ramas del poder, además de su eficacia y eficiencia en ese mismo campo.

Por último, es importante remarcar que habiendo señalado lo anterior, no podemos dejar de tener en cuenta que, con la modernización de los partidos políticos y las lógicas de disciplinamiento existentes dentro de ellos, el vínculo presidente–congreso, pensado en clave del original sistema de pesos y contrapesos ha sufrido un proceso de fuerte desgaste, por lo que no nos limitaremos a la revisión de la separación de poderes en términos formales, sino que a ella le sumaremos la idea de unidad o separación de propósitos como un instrumento esencial para el análisis de este tipo de relación.3

 

Participación, éxito y prioridad: una primera evaluación de la relación entre poderes

Una de las características principales de la implementación del presidencialismo en los países latinoamericanos fue, a diferencia del caso arquetípico de Estados Unidos, la de dotar a los presidentes de poder formal de iniciativa. Este constituye un elemento de vital importancia ya que les otorga a los jefes del ejecutivo la capacidad potencial de orientar el trabajo legislativo de acuerdo a sus prioridades. Además, basándonos justamente en él, estableceremos los principales indicadores que nos permitirán evaluar el impacto que el gobierno posee sobre el proceso legislativo y, por lo tanto, nos permitirá observar los distintos tipos de interacción existentes entre las diferentes ramas del poder.

Dentro de este marco, el primer elemento que tendremos en cuenta es la eficacia de cada uno de ellos en lo referido a la producción legislativa, que será evaluada a través de la ''tasa de éxito''. Ésta representa la relación existente entre el número de leyes aprobadas de acuerdo al tipo de iniciativa –ejecutiva o legislativa– con el total de los proyectos radicados por cada una de esas ramas respectivamente4 y nos permite observar la capacidad de cada una a la hora de promover sus propios proyectos –cuanto más alta sea la tasa, mayor habrá sido su capacidad de hacerlo.

Como podemos observar en la Tabla No. 1, existió una amplia brecha entre la tasa de éxito de los poderes ejecutivo y legislativo, volcada, evidentemente, a favor del primero. Es decir, el gobierno fue capaz de sancionar una proporción extraordinariamente superior de proyectos, en relación a los iniciados, en comparación con el conjunto de los legisladores. Tal como será desarrollado, ésta no es una situación atípica y puede explicarse como consecuencia de la escasez de instrumentos con los que los congresistas cuentan a la hora de disciplinar al resto de los miembros de ese cuerpo, que reduce extraordinariamente las expectativas de que se sancionen leyes de su autoría. Esto hace que tiendan a radicar un amplio número de iniciativas –aún sin contar siquiera con el respaldo necesario para conseguir su sanción–, que serán exhibidas frente a los electores a la hora de conseguir apoyos. De hecho, usualmente, para muchos de ellos ni siquiera es de gran trascendencia si los proyectos llegan a ser debatidos o no –responsabilizando a la complejidad del trámite legislativo o a la irresponsabilidad de sus pares o del gobierno, por la no sanción de sus iniciativas–, ya que su introducción posee un valor fundamentalmente simbólico.

 

Incluso, observando particularmente el caso de los legisladores oficialistas, la presentación de un gran número de iniciativas también puede ser interpretada como una herramienta que les permite descomprimir las tensiones producidas por la presencia de preferencias o necesidades contradictorias entre el gobierno al que apoyan, y les demanda disciplina, y las expectativas de sus votantes objetivo. Es decir, esta lógica de introducción de proyectos puede funcionar como una válvula de escape que les concede la posibilidad de encontrar un punto de equilibrio dentro de esa tensión, logrando, en alguna medida, apuntar a la captación de apoyos desde el punto de vista individual sin desafiar al gobierno. Dentro de este marco, en un escenario en el que los costos de introducción y de fracaso de los proyectos son prácticamente nulos, la radicación de un amplio número puede significar un importante activo desde el punto de vista del potencial electoral, simplificando la capacidad de acceso o mantenimiento del apoyo de votantes o grupos de interés que podrían haberse visto directamente beneficiados en el caso que prosperasen (Molinelli, Palanza y Sin, 1999; Pasquino y Pelizzo, 2006).

Habiendo aclarado esta circunstancia, podemos afirmar que el principal resultado directo de este tipo de comportamientos es un escenario de fuerte inflación de iniciativas que se traduce en una sobrecarga de la agenda del Congreso y se manifiesta en una baja tasa de éxito para el conjunto de sus miembros. Por el contrario, para el gobierno, la no sanción de sus proyectos –aunque, evidentemente no sucede ni con todos, ni en cada caso con la misma intensidad–5 puede representar una derrota significativa (Pasquino y Pelizzo, 2006: 93), situación que tiende a incentivarlo a una lógica de introducción mucho más prudente. Además, los mayores recursos políticos y atributos con que cuenta, desde el punto de vista institucional, aumentan su capacidad de disciplinar a los legisladores, estableciendo un escenario opuesto al presentado anteriormente para los congresistas.6

Lo anterior nos lleva a relativizar, al menos parcialmente –decimos parcialmente ya que el indicador recuperará relevancia al combinarlo más adelante con otros–, la importancia de la extraordinaria brecha exhibida entre la tasa de éxito del ejecutivo y el legislativo.7 Sobre todo, debido a la fragilidad intrínseca que contiene un indicador que, por las razones ya expuestas, tiende a sobrestimar el peso de los gobiernos y subestimar al de los Congresos. No obstante esto, no podemos dejar de remarcar que el ejecutivo fue notablemente más eficaz como promotor de sus propios proyectos que el legislativo.

Vale la pena aclarar que la situación apenas descrita no se aleja demasiado de los estándares latinoamericanos. De hecho, en perspectiva comparada, estas tasas de éxito no se caracterizaron por ser particularmente altas,8 situación que nos muestra que, no obstante el gobierno fue un actor fuerte con relación a la promoción de sus proyectos, lejos estuvo de ser infalible. En este sentido, la información brindada hasta el momento no basta para demostrar el ejercicio de un predominio del ejecutivo sobre el legislativo.

 

Habiendo arribado a este punto, complementaremos la noción de eficacia de cada poder, brindada por la tasa de éxito, con la ''tasa de aprobación''. Ésta equivale al resultado del cálculo de la relación de las leyes sancionadas según iniciativa sobre el total de las de las mismas,9 y su utilidad reside en el hecho de que nos brindará una muestra del peso que cada una de estas ramas del poder político posee sobre el total de la producción legislativa.10

Volviendo a la revisión del caso, a diferencia de lo que sucede con la tasa de éxito, podemos presenciar una inversión –aunque no en la misma proporción– de los resultados, superando los de iniciativa legislativa a aquellos radicados por el ejecutivo. Este representa un elemento importante para tener en cuenta ya que nos da la pauta de un Congreso menos reactivo de lo que normalmente se tiende a suponer y a esperar de él. Es decir, los legisladores no se limitaron a refrendar, corregir o rechazar las iniciativas gubernamentales, sino que jugaron un papel apreciable en lo referido a la producción legislativa. Así, aunque sin refutarla, la información apenas expuesta matiza, aún más, la idea de predomino presidencial, cuestionando no solo la percepción de irrelevancia del legislativo sino, incluso, la de pasividad. De hecho, los datos nos permiten observar que su poder no se limitó estrictamente al ejercicio del veto bajo una lógica reactiva sino que, también, pueden ser entendidos como activos productores de políticas públicas (Alemán y Calvo, 2008), independientemente de la calidad y/o utilidad de éstas –calidad que tendió a ser modesta.

Como mencionamos, no obstante la información apenas presentada pone en cuestión la idea de la escasa relevancia del legislativo, lo hace solo de forma parcial en lo referido al predominio del ejecutivo. Esto se debe a que el impacto de cada uno de los poderes no debe ser únicamente evaluado a partir del volumen de legislación sino, también, del alcance –potencial y efectivo– que esta puede poseer. En este sentido, una observación minuciosa de los proyectos sancionados de acuerdo al tipo de iniciativa, evidenciara una mayor importancia por parte de aquellos que son introducidos por los gobiernos.

De hecho, en la Tabla No.2, puede observarse una clara especialización por parte del ejecutivo en los proyectos de carácter nacional –excluyendo los tratados internacionales de los que posee el monopolio de iniciativa– mientras que en el caso del legislativo la distribución es sensiblemente más pareja. Esta tendencia es normal, sobre todo, teniendo en cuenta que, como mencionamos, los legisladores representan mucho más claramente intereses sectoriales o regionales mientras que el ejecutivo posee la responsabilidad del ejercicio del gobierno.

 

 

Normalmente, entre las leyes de carácter nacional –entendidas como aquellas cuyo alcance comprende la totalidad del territorio nacional y no están dirigidas hacia algún grupo social específico– encontramos a las que generan mayor impacto en los procesos políticos, como consecuencia de su naturaleza universal, a diferencia de las particulares –de alcance geográfico nacional pero enfocadas en algún grupo social específico–11 o regionales –de impacto en un espacio geográfico subnacional limitado.

Pero antes de continuar, es importante subrayar que, en el caso de las dos últimas, no negamos su relevancia –de hecho, posiblemente, sean las más significativas para los grupos o zonas a los que están específicamente dirigidas– sino que la identificamos como tendencialmente inferior para la dimensión nacional de la política. Incluso, su presencia es una muestra clara del funcionamiento de la lógica de separación de poderes y, dentro de ella, de la función del Congreso de representar a una amplia diversidad de intereses, ya sea territoriales como particulares, que los legisladores personifican (Mustapic, 2000). Además, las características técnicas del Congreso –o de cualquier otro tipo de asamblea legislativa– hacen que difícilmente pueda ser un órgano idóneo y calificado para producir ciertos tipos de legislación y, si bien pueden tener esa competencia jurídicamente hablando, difícilmente la tendrá de manera efectiva (Sartori, 1987).

En este sentido, la lógica de división del trabajo resultante de esas agendas diferenciadas de gobierno y Congreso contribuye a evitar el choque de las mismas y, por lo tanto, a evitar los escenarios de bloqueo entre poderes. Sin embargo, retomando el discurso original, es importante mencionar que la proporción de proyectos de carácter nacional e iniciativa legislativa sancionados como ley –sobre el total de los de ese tipo– no deja de ser destacable.

Finalmente, integraremos un último elemento que nos permitirá observar la eficiencia de los actores de nuestro interés en la agenda legislativa. Este consiste en la revisión del promedio de tiempo transcurrido por los proyectos de ley desde su radicación hasta su aprobación, transformándose en otro complemento interesante que nos brinda información relevante con respecto a la prioridad de trato que reciben en el Congreso los proyectos, de acuerdo al tipo de iniciativa, y nos permitirá señalar un elemento que muestra el predominio del ejecutivo dentro del proceso.

Del mismo modo que los anteriores, este indicador de eficiencia tampoco está exento de debilidades si se lo utiliza de forma aislada o descontextualizada. Lo aclaramos dado que, usualmente, las iniciativas del gobierno tienden a permanecer en el Congreso durante períodos de tiempo más breves. Esto ocurre por una lógica desigual de urgencias que moviliza a los poderes. Mientras que en el caso de los legisladores prima un comportamiento basado, fundamentalmente, en el calendario electoral –los proyectos son un instrumento electoral para exhibir frente a los votantes y así maximizar su caudal de votos– y en la baja expectativa de sanción de sus iniciativas, en el del gobierno debemos incluir, obviamente sin dejar de lado la influencia del calendario electoral, una lógica vinculada a la responsabilidad de la toma de decisiones y la resolución de situaciones críticas –esto no significa que los legisladores sean irresponsables, sino que, en buena medida, parte sustancial de su responsabilidad reside en el debate y el trato, prioritario o no, que las iniciativas más urgentes reciben en la agenda.

En este contexto, la perspectiva de los congresistas es la de esperar que sus iniciativas sean sancionadas en ''paquetes'' hacia el final de cada legislatura, mientras que el gobierno es sometido a una lógica de urgencias constantes. No obstante esto, no podemos plantear de manera absoluta la indiferencia de los congresistas hacia la variable tiempo, ya que poseen mecanismos de caducidad de los proyectos –no pueden permanecer en el Congreso más de dos legislaturas– que los obliga a interesarse en ella.

Dentro de este marco, y a pesar de sus limitaciones, consideramos al indicador propuesto como una medida fiable para evaluar la eficiencia de cada uno de los poderes en el proceso legislativo. Partiendo de este punto, analizaremos que tipo de iniciativa posee preferencia en cuanto a su tratamiento. Entendemos como preferencia un transcurso de tiempo inferior de aquel experimentado por el promedio del total de los proyectos radicados durante el período de nuestro interés y eventualmente sancionados.

Una aproximación general, nos permite afirmar que, tomando como base el total de los proyectos de ley sancionados, aquellos de iniciativa ejecutiva poseen una clara preferencia, contrariamente a lo que ocurre con los de iniciativa legislativa que se ubican sensiblemente por encima del promedio. Además, la tendencia se hace más marcada si los desagregamos en subconjuntos más pequeños, exceptuando entre los primeros a los tratados internacionales, concentrándonos en aquellos que, normalmente, representan la mayor parte de las principales iniciativas políticas de los gobiernos.12 En síntesis, observando los datos de la Tabla No. 4, podemos remarcar que puede percibirse un claro predominio gubernamental a la hora de darle tratamiento prioritario a sus proyectos.

 

La prioridad que este indicador manifiesta puede ser entendida a través de un instrumento constitucional con que cuenta el presidente, como es la posibilidad de utilizar el mensaje de urgencia que le garantiza la antelación en el trato de sus proyectos dentro de la agenda legislativa –alrededor de un 40% de estos, excluyendo los tratados internacionales, que alcanzaron dicho estatus fueron acompañados por dicho mensaje. Sin embargo, su utilización no es garantía de que eventualmente sean sancionados, por lo que la sola presencia de este atributo sin poderes partidarios no es capaz de garantizar la eficiencia.

Por último, y al margen de lo anterior, tampoco podemos dejar de remarcar que un 71.2% de los proyectos de iniciativa ejecutiva –nuevamente excluyendo la ratificación de tratados– debieron pasar por comisión de conciliación antes de ser sancionados. No obstante esto no significa necesariamente que estén sometidos a cambios sensibles, implica que existieron discrepancias entre las cámaras y, por lo tanto, que por lo menos la mayoría en una de ellas disienta con el texto originalmente presentado por el gobierno. En este sentido, aún cuando este indicador señala exclusivamente la presencia de cambios, y no su intensidad, representa un parámetro razonablemente fiable –tal vez el menos imperfecto de los que podemos usar a partir de los recursos de los que dispusimos para la investigación– que nos permite observar la presencia de debate en torno a las iniciativas del presidente y su gabinete.

Un primer balance de la información hasta aquí expuesta nos permite identificar un sistema político caracterizado –de facto– por procesos decisorios asimétricos que privilegiaron parcialmente al ejecutivo –más eficaz y eficiente que los congresistas. Sin embargo, más que por una lógica hegemónica, desde nuestro punto de vista, pueden ser interpretados por el ejercicio de un centralismo limitado (Mustapic, 2000). De este modo, aún cuando comenzamos a observar señales que nos muestran la presencia de desigualdades en las relaciones entre los poderes, difícilmente podemos referirnos a la existencia de vínculos caracterizados por una marcada jerarquía entre ambos ya que, paralelamente, se observan algunas evidencias de horizontalidad en la relación que pueden ser entendidas como los primeros indicios de lógicas transaccionales.

De hecho, una más alta tasa de aprobación de los proyectos de iniciativa legislativa nos da la pauta de que el Congreso tuvo un mayor impacto sobre el volumen de legislación y no se limitó a un comportamiento estrictamente reactivo –que puede poseer cualquier actor con capacidad de veto dentro de un sistema político– sino que, además, materializó, parte de su potencial proactivo que, si bien se orientó hacia un foco fundamentalmente particularista –compuesto por los proyectos de carácter particular o regional–, no resignó las políticas de carácter nacional. Así, aún cuando el Congreso le otorgó prioridad a las iniciativas gubernamentales, lejos estuvo de desentenderse de las propias. La síntesis de la información previamente planteada, nos muestra que el presidente es, individualmente, el principal legislador dentro del sistema político, pero, como se pudo observar, esto no implica ni la presencia de actitudes pasivas por parte de los congresistas ni, mucho menos, la irrelevancia de ese cuerpo como actor.

 

Los poderes partidarios del presidente como variable interviniente

Entendemos como poderes partidarios la capacidad presidencial de controlar un contingente legislativo que le consienta, ya sea por amplitud como por disciplina, tomar aquellas decisiones que considere fundamentales. Sin embargo, es importante mencionar que este control no necesariamente implica subordinación por parte del Congreso. De hecho, normalmente, solo puede ser alcanzado a través de diferentes tipos de interacciones caracterizadas por intercambios con variables niveles de dificultad, es decir, a través de la introducción de componentes transaccionales dentro del sistema, constituyéndose este último en el único instrumento que, normalmente, brinda consistencia temporal a las mayorías o coaliciones de gobierno. De hecho, como señala Mustpic (2000), no basta con la presencia de mayorías afines para lograrla, sino que los gobiernos deben trabajar permanentemente para su producción y reproducción, dado que tanto el número de legisladores como la intensidad con que estos apoyan al presidente no son factores estáticos sino que varían constantemente a lo largo del tiempo (Bavastro, 2003).

Incluso, aún compartiendo el mismo partido, y el mismo núcleo básico de ideas, es normal que el presidente y los legisladores posean, simultáneamente, distintos tipos de intereses y preferencias desde el punto de vista electoral, situación que, por lo menos, introducirá un mínimo de intercambios en las relaciones recíprocas. Por ejemplo, es interesante remarcar que, como plantean Calvo y Murillo (2008), normalmente el patronazgo es uno de los principales instrumentos que contribuye a estabilizar las coaliciones electorales, ya que permite constituir expectativas de la futura distribución de empleos públicos dentro de una red estable de votantes.

En este sentido, la heterogeneidad de las mayorías legislativas, reforzada por el tipo de incentivos que los sistemas presidenciales producen sobre los partidos –tienden a generar una menor cohesión que los parlamentarios o semipresidenciales (Samuels y Shugart, 2009) –, facilitaron la presencia de escenarios de disciplina limitada. Estos se potenciaron, además, por características del sistema de partidos colombiano como su alta fragmentación y baja estructuración.13 Dicha circunstancia puede ser inferida a través de varios indicadores, entre los que seleccionamos, en primer lugar, un alto número efectivo de partidos,14 junto a un bajo grado de concentración parlamentaria15 y un bajo índice de nacionalización16 del sistema de partidos.17

 

De este modo, no obstante Uribe haya logrado establecer una lógica bipolar –estructurada bajo una lógica uribismo/antiuribismo– con resultados legislativos favorables, no consiguió escapar del escenario de fragmentación que maduró durante los once años transcurridos desde la reforma constitucional de 1991 hasta su elección, caracterizado por una progresiva descomposición del sistema de partidos tradicional. De hecho, los comicios de 2002 fueron significativos, justamente, por mostrar con particular ímpetu los extraordinarios niveles de fragmentación que el sistema político venía arrastrando tanto a nivel interpartidario como intrapartidario (Gutierrez Sanín, 2002, 2006; Pizarro, 2002; Shugart, Moreno y Fajardo, 2007; Pachón y Shugart, 2008; Botero y Rennó, 2007; Rodríguez Raga y Botero, 2006; Crisp e Ingall, 2002; Duque Daza, 2006; sólo por mencionar algunos autores).

Una clara lectura de esta situación puede realizarse ya sea a través del pico alcanzado por el número de listas –1205, presentadas para ocupar los 268 curules de ambas cámaras– como en el sensible aumento del número efectivo de paridos y la disminución de la concentración legislativa. Así, aún cuando la situación no es completamente novedosa, nunca había llegado a alcanzar una intensidad como la que puede ser observada a inicios del nuevo siglo.

 

Dicho escenario se vio favorecido por la debilidad de las barreras para la entrada en el juego electoral, generando lo que Carroll y Shugart (2006) denominaron un sistema hiper–personalista. Este se caracterizó por el hecho de que las listas partidarias representaban únicamente un vehículo para las candidaturas individuales, favoreciendo las estrategias clientelistas antes que las representativas (Crisp e Ingall, 2002). Esta realidad se intensificó a través de una anárquica mecánica de selección de candidatos, la posibilidad de que los partidos presenten múltiples listas y un precario nivel de organización interna, que generaron un fuerte debilitamiento de los partidos tradicionales. Desapareció así cualquier vestigio de orden, estableciéndose un sistema en el que los candidatos se autoproclamaban y los partidos les concedían su aval de manera indiscriminada (Pizarro y Pachano, 2002), perdiendo los líderes de esas fuerzas cualquier tipo de control sobre su nombre (Nielson y Shugart, 1999). Efectivamente, no son los partidos quienes seleccionan a los candidatos sino estos últimos los que los escogen a ellos, particularidad que llevó a Eduardo Pizarro (2002) a definirlos como ''microempresas electorales''.

Más allá de la evidente falta de coordinación interna de los partidos, desde el punto de vista institucional, buena parte de la responsabilidad del proceso apenas descrito residió en la presencia de un sistema electoral, con elecciones no concurrentes, que permitía a cada partido presentar un número indefinido de listas. Con la particularidad de que la distribución de los escaños en el Congreso, se calculaba mediante una fórmula de cociente Haare, utilizando las listas como unidad y no unificado los votos que éstas recibían en el partido, intensificándose así la fragmentación y la competencia hacia el interior de ellos.18 En este escenario, una parte considerable de aquellos candidatos que llegaban a ocupar un escaño lo hacían obteniendo un puesto alto sin alcanzar la cuota. Incluso, hubo listas que lograron obtener representación legislativa con apenas un 0.45% de los votos (Shugart, Moreno y Fajardo, 2007) y una enorme mayoría de ellas –ver gráfico 3– solo consiguió elegir un candidato.

 

Como expresamos antes, el resultado fue un sistema que fomentaba la división de los partidos, reduciendo el control de los mismos por parte de los dirigentes nacionales. Esta situación contribuyó al establecimiento de partidos escasamente institucionalizados (Shugart, Moreno y Fajardo, 2007), caracterizados por ser organizaciones altamente descentralizadas (ver entre otros: Gutiérrez, 2001; Pachón, 2001). De hecho, no siendo ellos, sino las múltiples listas que presentaban, y que funcionaban de manera autónoma, los vehículos para la presentación de candidaturas.

Lo anterior indujo a varios autores (Shugart y Carey, 1995; Nielson y Shugart, 1999 Shugart, Moreno y Fajardo, 2007, entre otros) a calificar al sistema político colombiano como uno de los más personalistas del mundo, ubicándolo en el extremo de la máxima personalización dentro de un continium que va desde ese punto hasta el opuesto, es decir uno caracterizado por una competencia centrada únicamente en los partidos. En síntesis, podemos observar un sistema que privilegiaba la opción de la búsqueda de la reputación personal por encima de la pertenencia a una organización partidaria (Escobar–Lemmon y Moreno, 2003), estimulando a los candidatos a diferenciarse de sus equivalentes, incluso, de aquellos pertenecientes a su propio partido, concentrándose frecuentemente, para lograrlo, en la realización de intercambios particularistas (Crisp e Ingall, 2002; Ingall y Crisp, 2001; Botero y Rennó, 2007, Gutiérrez Sanín, 2002).

De este modo, la competencia interna hacía de las elecciones una lucha individual entre personajes que financiaban sus propias campañas y organizaban sus propias redes de seguidores compitiendo con copartidarios y miembros de otras fuerzas por igual (Botero, 2009), situación que solo ha cambiado de forma parcial, aún con los efectos reagrupantes de la Reforma Política de 2003.

Dentro de este marco, como ya se pudo entrever, las elecciones de 2002 se caracterizaron por señalar un fuerte retroceso de los partidos mayoritarios –ver evolución de concentración de partidos en gráfico 3– que nos conduce a afirmar la descomposición o descongelamiento del bipartidismo (Gutiérrez Sanín, Viatela y Acevedo, 2008). Así las dos fuerzas tradicionales que, por lo menos hasta entonces, habían logrado mantenerse como ''marca'' electoral imprescindible para cualquier candidato presidencial con vocación de poder,19 comenzaron a vivir profundas dificultades para sostener la lucha por la persistencia dentro de un sistema político que –como consecuencia de su imagen negativa– había dejado de percibirlos como capaces de asegurar espacios previsibles para la realización de acuerdos de carácter electoral (Gutiérrez Sanín y Ramírez, 2001).

Un contexto como este, caracterizado por la fragmentación –donde las lealtades están pobremente ligadas a las etiquetas partidarias– y el escaso control por parte de los dirigentes nacionales sobre resto de las dimensiones de su partido,20 los incentivos para la disciplina en el Congreso son escasos, como consecuencia de la exigua capacidad de punir a los congresistas que se comportan de esa manera. Así, partiendo de la premisa de que cuanto más personalista sea el voto, más individualista tenderán a ser las conductas de los legisladores, mientras que, por el contrario, entre más partidista sea, también lo será la conducta parlamentaria (Amorim Neto y Santos, 2001: 214), podemos afirmar que los altos niveles de personalización condujeron al establecimiento de partidos legislativos débiles, situación que tiende a aumentar los costos de modificar el status quo.

Sobre todo, en un escenario como el que se consolidó después de las elecciones de 2002, donde la expulsión no representó un castigo lo suficientemente persuasivo como para moderar los comportamientos independientes, tanto para los miembros de los partidos de la coalición del gobierno como en los de oposición. Desde el punto de vista institucional, este es un escenario caracterizado por un alto potencial de riesgo para la planificación y la ejecución de políticas públicas ya que la multiplicación de actores con poder de veto (Tsebelis, 2002) simplifica el establecimiento de escenarios de inmovilismo y, aún sin llegar a ese extremo, tiende a aumentar los costos del proceso de toma de decisiones.

Se esperaría, además, que esta situación se intensificara, sobre todo, si tenemos en cuenta que el presidente Uribe, a pesar de su pasado evidentemente liberal, fue electo sin pertenecer a ninguno de los partidos con representación legislativa relevante. De hecho, se lanzó a la presidencia a través del movimiento Primero Colombia, establecido estrictamente para albergar su candidatura –quedando inactivo hasta las elecciones de 2006 donde lo reutilizó para alcanzar su reelección–, llevando esta situación, en algunos casos, a describir al gobierno como apartidario (García Montero, 2008).21 De hecho, en este mismo sentido, en una entrevista realizada por el autor –18 de mayo de 2009–, la senadora Dilian Francisca Toro afirmó que durante la legislatura 2002–2006 no hubo partidos en el Congreso.

Sin embargo, aún así, el presidente gozó de un consistente apoyo por parte de los legisladores; es decir, aún con las dificultades expuestas, logró establecer disciplina. Esto se debió, en gran medida, al ya mencionado escenario de polarización que él mismo produjo y a través del que consiguió organizar una base de apoyo constituida por grupos disidentes del liberalismo, independientes y por el Partido Conservador que fueron capaces de alcanzar, coaligados, las cómodas mayorías que la Tabla No. 6 nos muestra en ambas Cámaras del Congreso.

 

Son varios los elementos que debemos tener en cuenta a la hora de evaluar cómo, en un escenario que, desde el punto de vista de los poderes partidarios, parecía totalmente adverso para el presidente, este logró alcanzar importantes niveles de gobernabilidad. Uno de ellos fue, sin duda, su extraordinaria popularidad e imagen positiva que, durante los ocho años en que ejerció el poder, nunca descendió del 60%. Dentro de este marco, en un escenario de transición en lo referido al sistema de partidos, caracterizado por altos niveles de incertidumbre, el acercamiento a una figura con semejante apoyo, y con los recursos políticos que le otorga el cargo –y que además habiendo conseguido la posibilidad legal de reelección logró evitar el síndrome del pato cojo–, puede representar una significativa contribución para el mantenimiento o la promoción de la carrera política de los legisladores.

De hecho, como demuestran Rodríguez Raga y Botero (2006), las mayores posibilidades de éxito en las legislativas de 2006 se concentraron en los congresistas que buscaban la reelección contando con el aval del presidente y que se ubicaban en los primeros renglones de la lista. Esto se debió a que recibir el apoyo de Uribe les otorgó una ventaja considerable como consecuencia del arrastre que su popularidad generaba, sumado al aumento del nivel de exposición pública y del manejo de recursos estatales. Pero, paralelamente, implicaba la necesidad de sostener las iniciativas del ejecutivo en el Congreso, es decir, de comportarse de forma razonablemente disciplinada.

Por otro lado, bajo las condiciones descritas, caracterizadas por un sistema de partidos muy escasamente estructurado, los congresistas son mucho más vulnerables frente a los recursos gubernamentales. Así, en un escenario de baja intensidad de las lealtades partidarias como instrumento garante del voto, gran parte de los dirigentes políticos recurren a canjes con el ejecutivo para obtener los recursos necesarios con el objetivo de realizar intercambios particularistas – patronazgo, clientelismo y pork barrel22 con el electorado y sus maquinarias políticas, aspirando así, a sus propias reelecciones.

No obstante esto, es importante remarcar que, simultáneamente, comenzó a producirse, a partir de la reforma política de 2003 y otras iniciativas como la Ley de Bancadas, un reacomodamiento parcial del sistema de partidos que comenzó a promover algunos visos de orden que permitieron un relativo grado de previsibilidad. Dentro de este marco, aún cuando sus efectos fueron mucho más visibles a partir de las elecciones de 2006 (Rodríguez Raga y Botero, 2006; Gómez Albarello y Rodríguez Raga, 2007), la misma sanción de las reformas comenzó a generar un reordenamiento del mapa de las filiaciones partidarias (Giraldo y López, 2006) que se asentaron una vez la Corte Constitucional declaró exequible el acto legislativo que permitió la reelección presidencial.

Esta reconfiguración fue particularmente aprovechada por los dirigentes transicionales, es decir, aquellos que pasaban de las fuerzas tradicionales hacia los nuevos partidos (Gutiérrez Sanín, 2006), que supieron acomodarse pragmáticamente a las nuevas condiciones.23 Naturalmente, esta situación también se vio favorecida por la escasa distancia ideológica presente entre el gobierno y una amplia mayoría de los congresistas, caracterizados mucho más por el oportunismo que por la consistencia de sus ideales.

De este modo, manteniéndose por fuera de las etiquetas partidarias tradicionales, fuertemente desgastadas, pero sin prescindir de su soporte dentro del Congreso, el gobierno logró establecer una contundente base de apoyo tanto legislativo como electoral. Es decir, consiguió combinar el sostenimiento de buena parte de dirigentes y votantes tradicionales e independientes, evitando ser apresado por una sigla partidaria específica, manteniendo así abiertas sus opciones de conservar diferentes soportes de forma simultánea. De este modo, las distintas listas comenzaron a abandonar la matriz partidaria original, alineándose detrás del presidente y constituyendo una fuerza inédita como representó el uribismo que, como ya pudo observarse, se constituyó como una coalición legislativa y no como un partido de gobierno (Gutiérrez Sanín, 2006).24

Pero, además, existieron procesos productores de disciplina relacionados con las mismas reglas internas de funcionamiento del Congreso. Estos se basaron en la capacidad de las autoridades de las cámaras y de las comisiones –que cuentan con más recursos que el resto de los legisladores y los distribuyen para ganar apoyos– de controlar la agenda legislativa (Pachón, 2003), estableciendo una lógica jerárquica dentro de él que, sumada a la necesidad de acceder a recursos que solo el ejecutivo puede proveer, elevó los niveles de disciplina, aunque siempre dentro de una lógica caracterizada por la presencia de un fuerte componente transaccional.

Cabe resaltar que la base de la organización dentro del Congreso no se establece en los bloques partidarios, sino a través de las comisiones que se erigen como estructuras formales e informales de jerarquías bajo un razonable nivel de ordenamiento e institucionalización interna (Pachón, 2003). Se constituyó así una dinámica ordenadora fundada en la selección por parte de las autoridades del Congreso –Mesas Directivas de las Cámaras y presidencias de las Comisiones– y por los sponsors de los proyectos de iniciativa ejecutiva. Estos, de acuerdo a la efectividad de su trabajo, recibieron mayores cantidades de recursos, fundamentalmente, a través de inversiones para sus circunscripciones electorales –en el caso de la Cámara de Representantes– o sus zonas de influencia política –tanto en el caso de la Cámara como del Senado–, patronazgo u otros tipos de fondos no necesariamente caracterizados por un alto grado de transparencia.25 Así, las Comisiones se desarrollaron como agentes de distribución, en una cadena iniciada en las Mesas Directivas y finalizada por los sponsors, permitiendo el establecimiento de coaliciones de carácter procedimental que lograron simplificar el pasaje de los proyectos con la menor cantidad e intensidad de enmiendas posibles (Cárdenas, Junguito y Pachón, 2006; Pachón, 2003).

De esta manera, se estableció una lógica de recentralización postelectoral a través de la que el gobierno logró superar su fuerte debilidad desde el punto de vista partidario, formando una coalición sobredimensionada que llegó a representar más de un 60% de los apoyos –aunque de forma oscilante– en ambas cámaras26 formada, como mencionamos, por facciones disidentes del liberalismo, el Partido Conservador y algunos grupos independientes, varios de ellos reconocidos después por su permeabilidad frente a los paramilitares. Ésta no solo se sostuvo en el tiempo, garantizando un importante soporte durante todo el período, sino que fue esencial para sancionar el acto legislativo que permitió la reelección presidencial y, posteriormente, contribuir a la reelección de Uribe. Pero sin duda, la utilización de esa estrategia se tradujo, como vimos, en altos costos de transacción. De hecho, el gobierno debió utilizar constantemente incentivos selectivos (Panebianco, 1988) y dispositivos de compensación que le permitieran sostener ese apoyo. Incluso, los mecanismos de negociación individualizados constituyeron una estrategia constante y significativa en cuanto a su intensidad, elevando los costos de tomar decisiones, específicamente, en lo referido a la distribución de bienes particularistas.

En este sentido, es importante remarcar que si bien la presencia de una coalición sobredimensionada disminuye los riesgos de caer en puntos muertos, paralelamente, reduce los costos de los castigos a aquellos legisladores que se comportan indisciplinadamente, y aunque no necesariamente se conduzcan así, los congresistas, consientes de esta situación, lo utilizan como instrumento para favorecer su posición durante los procesos transaccionales. En síntesis, el escenario apenas planteado refuerza al señalado en el primer apartado del trabajo que, tomando prestado el término de Mustapic (2000), denominamos de centralismo limitado.

 

Los poderes constitucionales del presidente como variable interviniente

Habiendo revisado los poderes partidarios del presidente, en la presente sección del trabajo continuaremos con el análisis de sus poderes constitucionales. Realizaremos un doble uso de ellos, entendiéndolos, por un lado, como una herramienta con que cuenta el jefe del ejecutivo para impactar en el vínculo entre ambas ramas del poder y, por el otro, como un indicador de las tensiones y conflictos o de los acuerdos y coincidencias entre ambas. Dado que ya en apartados anteriores hemos revisado el de iniciativa –mencionando solamente, de manera adicional, que cuenta con amplios poderes gracias a exclusividad de iniciar proyectos en áreas relacionadas con la planificación económica–, del mismo modo que lo hicimos con la posibilidad de utilización del mensaje de urgencia, nos concentraremos, en primer lugar, en la capacidad presidencial de emitir decretos legislativos, es decir aquellos que poseen fuerza de ley.

Los decretos y su impacto sobre el volumen de producción legislativa

La relevancia de esta herramienta reside en el hecho de que representa el instrumento más poderoso que posee el ejecutivo para legislar, ya que –excluyendo a los decretos delegados– le otorga un evidente perfil proactivo que le permite alterar automáticamente el status quo, concediéndole una enorme ventaja estratégica en la relación intersintitucional, aumentando su potencial de predominio con relación al legislativo. No obstante esto, el impacto en este sentido se reduce como consecuencia de las restricciones temporales que el poder de decreto sufre debido a la necesidad de la declaración del estado de excepción. Además, debemos tener en cuenta que el presidente está obligado a enviar el texto del decreto a la Corte Constitucional –que mediante su capacidad de declarar la inexiquibilidad se constituye como un actor con poder de veto– al día siguiente de su expedición.

Revisando los datos, podemos afirmar que la ejecución de los distintos tipos de decreto legislativo27 incrementó sensiblemente el volumen de producción del ejecutivo, reduciendo, además, los tiempos del proceso legislativo. De hecho, con su incorporación la producción gubernamental aumentó un 35.8%, alcanzando, incluso, a superar a la de iniciativa legislativa –sumando las leyes aprobadas más los decretos la producción del ejecutivo alcanzó un 50.1% del total.28 Esto nos muestra un escenario caracterizado por un ejecutivo aventajado en la relación interinstitucional, permitiéndonos observar, además, la presencia de una mecánica delegativa. De hecho, en el 52% de los casos, el tipo de decreto utilizado implicó una delegación explícita –art. 150–, mientras que en otro 39.6% asumimos una implícita ya que se realizaron bajo un estado de excepción cuya prolongación fue aprobada por el Senado –aunque declarado inexequible por la Corte Constitucional. Además, en este último caso, debemos sumar la falta de reacción de los legisladores que podrían haberlos superado con una mayoría absoluta. Esto contribuye a percibir la intensidad del predominio presidencial, situación que, hasta ahora, limitándonos a observar los procedimientos regulares de producción legislativa, solo se observó de forma moderada.

La capacidad presidencial de objetar proyectos y su impacto sobre el proceso legislativo

Finalmente, tendremos en cuenta como último indicador las objeciones presidenciales a las que, no obstante las diferencias técnicas visibles en su mecánica, entendemos como el equivalente funcional del poder formal de veto –de hecho, utilizaremos los términos objeciones y veto indistintamente. Partiendo de este punto, comenzaremos analizando, la proporción de objeciones de acuerdo al tipo de iniciativa. En este sentido, podemos observar que, en una abrumadora mayoría de los casos –casi un 90%– este instrumento fue utilizado en aquellos iniciados por los legisladores. Esto nos da la pauta de un importante acatamiento por parte de los congresistas oficialistas de las directivas presidenciales, señalándonos la escasez de desinteligencias –vinculadas a las preferencias gubernamentales– visibles entre el jefe del ejecutivo y la representación legislativa afín a él (Mustapic, 2000). De hecho, la existencia de tensiones entre poderes, se vinculó mucho más intensamente a los proyectos presentados por los congresistas –casos en los que las objeciones estuvieron, fundamentalmente, relacionadas a la financiación de políticas de carácter regional o particular.

 

Esa tensión puede ser observada con mayor claridad al incluir en el análisis a las insistencias realizadas a los proyectos objetados.29 Es importante remarcar que si el veto es el resultado de un relativo grado de autonomía por parte de los legisladores, las insistencias representan el principal dispositivo formal de desafío explícito al liderazgo presidencial (Mustapic, 2000). No obstante lo anterior, es importante remarcar que la intensidad del desafío también depende del tipo de proyecto que se insiste. Hacerlo con uno de iniciativa ejecutiva representa uno considerablemente mayor que si se lo hace con uno de iniciativa legislativa, sobre todo, si estos son de carácter regional o particularista.

En el caso de nuestro interés, cerca de un 47% de los proyectos objetados iniciados por los congresistas fueron parcialmente insistidos, situación que, como mencionamos, los muestra como jugadores activos a la hora de defender sus intereses pero no desafiantes frente al ejecutivo –solo uno de cinco proyectos de iniciativa ejecutiva vetados fue insistido, representando, únicamente, un 5% del total de las insistencias. Esto nos lleva a afirmar que las insistencias no representaron ni produjeron escenarios caracterizados por conflictos de alta intensidad entre los poderes. Es decir, su realización no tuvo un carácter traumático para la relación interinstitucional ya que en ningún momento, dadas las características de los proyectos en las que se llevaron adelante, se cuestionó abiertamente el liderazgo presidencial.

Lo anterior también podría llevarnos a suponer que los legisladores realizaron modificaciones de escasa profundidad a los proyectos presentados por el presidente, por lo que este no realizó un uso intensivo del veto como estrategia de preservación de sus iniciativas. Sin embargo, su débil poder en lo referido a este instrumento –cuya mecánica explicaremos próximamente–30 lo obligó, formalmente, a ser tolerante frente a las preferencias de los legisladores dada su relativamente escasa capacidad de reaccionar frente a las discrepancias con el Congreso y, por lo tanto, a aceptar más fácilmente los cambios que este le efectuó a sus iniciativas –situación que también se explica a través del número de iniciativas ejecutivas, exceptuando los tratados, que acabaron en comisión de conciliación.

De hecho, ese escaso poder de veto hace que, prácticamente, el único freno a la realización de insistencias resida en el ejercicio de castigos provenientes de sus poderes partidarios, y dadas las limitaciones ya observadas con respecto a ellos, el costo para los legisladores a la hora de intentar superar el veto presidencial sea relativamente bajo. Esto lo lleva a resignarse a que parte importante de sus proyectos se alejaron con relativa facilidad de lo que considera sus posiciones óptimas, debiendo asumir, necesariamente, un perfil negociador frente a los legisladores. Es decir, dada la debilidad de sus poderes reactivos, se vio obligado a diseñar cuidadosamente el establecimiento de estrategias de anticipación de las conductas de los congresistas con el objetivo de que estos alejasen lo menos posible sus proyectos de sus propias prioridades.

A profundizar esta situación, también contribuyó la singular mecánica del sistema de veto, que para ser válido debe ser aprobado por la mayoría absoluta de ambas Cámaras, otorgándole así la última palabra al Congreso o, en su defecto, a la Corte Constitucional,31 pero nunca al presidente –en el caso que las observaciones que este haya realizado a un proyecto aprobado por ambas cámaras no sean ni ratificadas ni insistidas por el legislativo se archivará, manteniéndose el status quo, situación que disminuye el poder de ''corrección'' con que cuenta el jefe del ejecutivo.32

Para terminar, es evidente que la mayor capacidad del presidente de darle prioridad a sus propias iniciativas se disuelve, parciamente, a la hora de preservarlas y, en el caso de nuestro interés, dada la relativa fragilidad desde el punto de vista de los poderes partidarios, se vio obligado a apelar a la realización permanente de intercambios que le permitieran conseguirlo. De este modo, el veto débil terminó transformándose en una suerte de amortiguador del alto poder de iniciativa, limitando, parcialmente, sus capacidades proactivas.

 

Consideraciones finales

Como ya se pudo observar desde la introducción, el trabajo no busca establecer generalizaciones referidas a las relaciones ejecutivo–legislativo. Por el contrario, se caracteriza por la contrastación de varias de éstas en el análisis de un caso frecuentemente ''contaminado'' por la utilización de lugares comunes y escasa investigación.

En este sentido, contraintuitivamente, de acuerdo a gran parte de los análisis de coyuntura, pero en línea con estudios de las relaciones entre poderes en la región, pudimos observar razonables niveles de equilibrio entre ambos. Así, no obstante el jefe del ejecutivo haya gozado de una posición de relativa superioridad, no dejó de ser indispensable para él la utilización de transacciones con los legisladores que matizan la idea de jerarquías en las interacciones recíprocas. De hecho, aún siendo limitada, la separación de propósitos entre la mayorías legislativas –que demostraron una razonable capacidad de actuar autónomamente, sin confundir autonomía con oposición– y gobierno, obligó a este último a apelar a estrategias de negociación e intercambios que alejaron a la relación interinstitucional de un perfil caracterizado por la estricta verticalidad a la que, frecuentemente, se asocia al presidencialismo colombiano.

De este modo, podemos observar la presencia de un presidente que se estableció como un legislador fuerte gracias al impacto asimétrico que lo aventajó en los procesos decisorios y le permitió asumir una posición de predominio –gracias a sus poderes constitucionales y al potencial impacto sobre la continuidad de las carreras de los congresistas– en el proceso legislativo que le consintió materializar buena parte de su agenda. Sin embargo, este predominio no fue lo suficientemente intenso como para que hagamos referencia a una lógica hegemónica, garantizando, únicamente, escenarios de centralismo limitado.

Así, las limitaciones experimentadas por el presidente en lo referido a sus poderes partidarios, producto de la fuerte fragmentación y personalización del sistema de partidos, lo obligaron a asumir una posición flexible en cuanto a sus proyectos y, sobre todo, a tener que acceder a una constante y compleja mecánica de aplicación de incentivos selectivos que se constituyó como la principal muestra del establecimiento de una lógica de intercambios. Es decir, el Congreso no actuó como un agente meramente convalidador de las preferencias del ejecutivo, adquiriendo un rol relevante en el proceso legislativo e, incluso, en contraposición a lo que en muchas oportunidades se tiende a pensar, hasta proactivo.

Por último, cabe resaltar que esta visión general del período, más que de un escenario de choque de intereses, nos da la pauta de uno de acomodación, aunque no exenta de conflictos y tensiones ineludibles como consecuencia de las agendas diferenciadas que posee cada poder en relación a sus preferencias, urgencias y prioridades, que, aún mostrando la existencia de tendencias delegativas y de una jerarquización de la relación entre poderes, no esconden un componente de frenos y contrapesos, aunque, escasamente caracterizado por el virtuosismo de las transacciones efectuadas.

 


NOTAS

1 El presente trabajo es resultado del proyecto de investigación que dio como producto final la tesis doctoral ''Transacciones, delegación o unilateralidad. Un análisis de los equilibrios de poder en las relaciones ejecutivo–legislativo durante los primeros gobiernos de Álvaro Uribe en Colombia y Carlos Saúl Menem en Argentina''. El autor agradece los comentarios realizados por el profesor Gianfranco Pasquino al capítulo de la tesis, apenas mencionada, que dio origen al presente trabajo. También agradece a Zeno Gobeti por sus valiosos comentarios, a los dos evaluadores anónimos de CS y a Gineth Andrea Álvarez por la ayuda para la realización de las entrevistas. Las ideas expresadas en el artículo son exclusiva responsabilidad del autor.

2 No obstante esto, que nos limitemos estrictamente al proceso de formación de las leyes, no significa que asumamos este espacio como la única función que lleva adelante el Congreso, restringirnos a suponerlo nos llevaría hacia una concepción decimonónica de la labor de los legislativos, dotados hoy de mayores capacidades de control operativo sobre distintos niveles de la burocracia estatal. Además, si bien en el caso colombiano reconocemos que la producción legislativa es mucho más rica e incluye otras modalidades, nos concentraremos en los proyectos de ley por representar en términos de volumen la mayor parte de ella. Así, por ejemplo, aún cuando los actos legislativos posean una gran trascendencia desde el punto de vista político representan una mínima proporción de la producción –1.3%– y solo una exigua parte de los radicados en cada legislatura son eventualmente sancionados –durante el primer gobierno de Uribe solo un 5.3%. Para un análisis dinámico y mucho más minucioso ver: Milanese, (2009, 2011).

3 Se entiende como separación de propósitos la brecha existente entre las preferencias de aquellos actores que ocupan espacios en puntos de veto. Cuanto mayor sea la distancia en entre ellos –por ejemplo gobierno y mayorías en las cámaras del legislativo–, mayor será la separación de propósitos. Es justamente ésta la que hace efectivo al sistema de frenos y contrapesos, ya que de no existir los distintos poderes se limitan a ser ratificadores formales de las preferencias de los otros (Cox y McCubbins 2001; Shugart y Haggard, 2001).

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5 Esto depende de la iniciativa a la que hagamos referencia. Obviamente, no todas poseen la misma importancia y el impacto de la no sanción puede dar muestras de enormes asimetrías.

6 Aunque es importante aclarar que la tasa de éxito no relaciona negativamente a los poderes ejecutivo y legislativo. Es decir, para que aumente la del Congreso no es necesario que disminuya la del gobierno y viceversa, a diferencia de lo que si sucede con la tasa de aprobación.

7 Por ejemplo, si un gobierno presenta solo un proyecto de ley y este es finalmente sancionado, haremos referencia a una tasa de éxito del 100%. Si bien este dato es técnicamente cierto, probablemente no es demasiado relevante desde el punto de vista político a menos que estemos haciendo referencia a un proyecto de una inusitada importancia.

8 Incluso, aún cuando en América Latina puede observarse una inclinación a altas tasa de éxito de los ejecutivos [en algunos casos superiores al 90% como en distintas legislaturas en México entre los años 1982 y 2003 o en Chile, donde salvo excepciones, durante 1990 y 2003 superaron el 70% (Alcántara, García Montero y Sánchez López, 2005)] estas son tendencialmente más bajas si las comparamos de los sistemas parlamentarios de Europa Occidental donde rondan el 90% (Olson, 1994)

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10 Tampoco en este caso podemos dejar de reconocer los límites con que nos tropezaremos al utilizar este indicador. Por ejemplo, una importante dificultad metodológica puede ser encontrada en lo que se puede definir como las ''no–decisiones''. Es decir, la decisión de no ejecutar una determinada acción como consecuencia de la previsible resistencia, y rechazo, que seguramente presentará otro actor con poder de veto (Krummwiede y Nolte, 2000). Además pueden existir casos en los que los legisladores presentan proyectos que son de facto de iniciativa gubernamental o en los que los gobiernos se apropian de proyectos de iniciativa legislativa de los que no podemos rendir cuenta.

11 Cabe remarcar que los de carácter particular pueden poseer alcance nacional; sin embargo, no los clasificamos dentro de esa categoría por carecer de una pretensión ''universal'' dado que apuntan a grupos sociales definidos. También es importante resaltar que su ejecución puede afectar a otros grupos o a la totalidad de la sociedad, pero representa el resultado de un ''derrame'' o uno tangencial no directo.

12 Existen algunas excepciones en las que los tratados se muestran como políticas de importancia primordial, por ejemplo, el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, en el que si bien las negociaciones se llevaros adelante durante dicho período su ratificación se dio en el segundo gobierno de Uribe.

13 Consideramos un sistema estructurado aquél que genera incentivos para la cohesión de las fuerzas políticas –donde las lealtades se constituyen en torno a ellas y no únicamente alrededor de los líderes de forma individual–, mientras que uno poco estructurado es aquél donde estos no existen o son frágiles (Sartori, 1976).

14 El número efectivo de partidos (Laakso y Taagepera, 1979) representa una medida estándar que permite contar el número de partidos [N] presentes ya sea dentro de un sistema políticos como dentro de una asamblea legislativa –Vi es la proporción de votos o escaños de cada partido i–, ponderando su fuerza relativa dentro de cada uno de ellos, consintiéndonos, a su vez, observar el nivel de fragmentación.

15 Este coincidirá con el número de los existentes sólo si todos cuentan con apoyos iguales o muy similares. En estos casos, resulta del porcentaje de la suma de los escaños de los dos partidos con mayor representación legislativa –que coincide, en este caso, con los partidos tradicionales.

16 Basado en el índice de Gini, el de nacionalización (Jones y Mainwaring, 2003) muestra el grado de convergencia existente entre los segmentos de apoyo partidario a lo largo de un territorio y la mayor o menor homogeneidad geográfica en los soportes electorales. Cuanto mayor sea [cuanto más se acerque a 1] más nacionalizado estará el partido o sistema, esperándose que los legisladores guíen sus comportamientos por las directivas del mismo. Por el contrario, cuanto menor sea el valor –más cercano a 0– se espera que los legisladores sean más susceptibles a las demandas de los electorados de sus circunscripciones y, por ende, menos dependientes de la dirigencia nacional del partido.

17 Utilizamos estos indicadores por la falta de información vinculada a las votaciones nominales, de las que no hay registro antes de 2006, que nos podrían dar una muestra mucho más precisa del nivel de disciplina.

18 Hasta 1974 los partidos poseían mecanismos internos para excluir a las listas con menores votaciones en la distribución de escaños que producían un efecto reductor. De hecho se reasignaban a las listas con mayor número de votos todos aquellos recibidos por las que no superaran al menos de la mitad del cociente. Una vez realizado esto, se dividía la votación resultante por el cociente asignado distribuyéndose las curules, de no completarse el total, las restantes se asignaban a quienes alcanzaban los restos más altos (Pachón, 2004).

19 De hecho, Gutiérrez Sanín y Dávila (2000) critican la mencionada noción de microempresas electorales expuesta por Pizarro al señalar que si bien los partidos Liberal y Conservador sufrían de profundas crisis seguían sosteniendo su posición predominante dentro del sistema político preguntándose ¿Por qué no se daba una estampida definitiva de los dirigentes de ambos partidos? Situación que reconocen que sucedió en 2002.

20 De hecho, la clave de la elección de la mayor parte de los legisladores se centraba en la cooptación de electorados caracterizados por su base fuertemente territorial. Incluso, la circunscripción nacional para el Senado, en contraposición a lo esperado, no representó un incentivo suficiente para desparroquializar las lógicas de representación. De hecho, la mayor parte de los senadores conservan una base estrictamente regional (Crisp e Ingall, 2002; Gómez Albarello y Rodríguez Raga, 2007).

21 Desde nuestro punto de vista, esta calificación encaja perfectamente con un período que coincide, aproximadamente, con los primeros dos tercios de la primera gestión de Uribe. Sin embargo, desde la sanción del acto legislativo de reforma política en 2003 esta tendencia comenzó a cambiar paulatinamente hacia una lógica similar a la que Amorim Neto (2006) define como de gabinete de cooptación. Estos suponen la extensión de carteras ministeriales a miembros de otros partidos, sin que signifique, necesariamente, un acuerdo de colaboración permanente. De hecho su selección estuvo más ligada a los individuos que a formación de disciplina. Por el contrario, durante su segundo gobierno comenzó a adquirir un perfil más cercano a la proporcionalidad en relación a la coalición legislativa.

22 Como patronazgo se entiende el poder de un partido o de un grupo de dirigentes políticos de designar individuos en posiciones –cargos– en la vida pública o semi–pública. Por su parte, clientelismo se refiere al intercambio, normalmente asimétrico, entre un partido o sus líderes e individuos a través del que los primeros otorgan a los primeros un beneficio particular, y material, que estos deseaban con el objetivo de conseguir apoyo electoral. Por último, pork barrell implica la asignación táctica de fondos, a través de legislación u otro tipo de proyectos, a favor de una circunscripción electoral particular. Es importante señalar que mientras clientelismo y patronazgo implican un beneficio específico para un individuo en particular el pork barrell un grupo extenso [los habitantes de una circunscripción]. Normalmente este tipo de prácticas son asociadas de forma directa con la corrupción, sin embargo, si bien en muchos casos pueden coincidir, no siempre es necesariamente así (Kopecky, Scherlis y Spirova, 2008).

23 En este sentido, Gutiérrez Sanín (2006) señala acertadamente que, sobre todo después del gobierno de Samper (1994–1998), los candidatos más exitosos fueron los candidatos transicionales.

24 Fueron varias las condiciones que determinaron esta situación, como la razonable resistencia de los conservadores a renunciar por completo a una fuerza con más de ciento sesenta años de historia, o la del mismo Uribe de contar con un partido propio. De hecho, el Presidente parecía sentirse particularmente cómodo en su rol de conciliador de partidos o, incluso, de individualidades dentro de la coalición.

25 Aún cuando los auxilios parlamentarios desaparecieron con la Constitución de 1991, las estrategias de direccionamiento de recursos continúan gozando de buena salud. De hecho, prácticas como el pork barrel continúan siendo una de las principales estrategias de los presidentes para cooptar el voto de los legisladores (Cárdenas, Junguito y Pachón, 2006).

26 Aunque debemos tener en cuenta que estas proporciones cambiaron como consecuencia del fuerte reacomodamiento del sistema de partidos y, consecuentemente, del sistema político en general.

27 Ver artículos 212 a 215, 150 numeral 10 y 176, 341, 355, 356 Transitorios de la Constitución.

28 Sin embargo, debemos tener en cuenta que, en el segundo de los casos, el activismo de la Corte Constitucional los redujo en un 25% disminuyendo el impacto del gobierno en el proceso legislativo.

29 Se entiende como insistencia el mecanismo que posee en Congreso para superar las objeciones formales realizadas por el poder ejecutivo a cualquier proyecto de ley.

30 Para comparar la debilidad o fortaleza del poder formal de vetos de los presidentes latinoamericanos ver Alemán y Schwartz, 2006.

31 Que decide sobre la constitucionalidad de una iniciativa en aquellos casos que el ejecutivo objeta por inconstitucionalidad y el proyecto es insistido por los legisladores.

32 Este poder de corrección debe, desde nuestro punto de vista, ser interpretado como un pode proactivo [sobre todo, en proyectos de su iniciativa ya que le permite reorientarlos de acuerdo a sus preferencias, independientemente de las modificaciones realizadas por los legisladores] y a que le permite al presidente apuntar a objetivos más cercanos a sus óptimos a la hora de modificar el status quo.


 

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