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CS

versión impresa ISSN 2011-0324

CS  no.9 Cali ene./jun. 2012

https://doi.org/10.18046/recs.i9.1204 

ARTÍCULOS

 

Cultura simbólica y fiestas borbónicas en Nueva Granada. De las exequias de Luis I (1724) a la proclamación de Fernando VII (1808)

 

Symbolic Culture and Bourbon Royal Festivities in New Granada from the Funeral of Louis i (1724) to the Proclamation of Fernando VII (1808)

 

Cultura simbólica e festas borbônicas no Vice–Reino de Nova Granada. Os funerais de Luis i (1724) à Proclamação de Fernando VII (1808)

 

 

Inmaculada Rodríguez Moya; Víctor Mínguez Cornelles

Universitat Jaume I, Castellón, España mrodrigu@his.uji.es

Universitat Jaume I, Castellón, España minguez@his.uji.es

 

Artículo de reflexión recibido 17/02/12 y aprobado el 07/05/12

 


RESUMEN

El artículo realiza una interpretación dos ejemplos de fiestas regias borbónicas en el Reino de Nueva Granada: las exequias de Luis I en Santa Fe de Bogotá en 1724 y la jura de Fernando VII en San Bartolomé de Honda en 1808, centrándonos especialmente en el análisis de las fuentes y la cultura emblemática. Para entender su significado adecuadamente tenemos en cuenta tres factores: por un lado la importante tradición de la cultura simbólica en Nueva Granada; por otro lado, la especial relevancia que las ceremonias de exequias y proclamación tienen en la construcción de la imagen de la monarquía en la Edad Moderna; finalmente, el complejo trasfondo histórico y político en el que tienen lugar ambas celebraciones.

Palabras clave: Fiesta, Cultura simbólica, Nueva Granada, Exequias, Proclamaciones.


ABSTRACT

This article centers on an interpretation of two examples of Bourbon Royal festivities in the Kingdom of New Granada: the funeral of Louis I in Santa Fe de Bogotá in 1724 and the proclamation of Fernando VII in San Bartolomé de Honda in 1808, focusing especially on an analysis of the sources and of the emblematic culture. In order to adequately understand its meaning, three factors must be taken into account; first, the important tradition of symbolic culture in New Granada; second, the special relevance that funerals and proclamation ceremonies had in the construction of the monarchy's image in the modern age; and finally, the complex historical and political context within which both celebrations took place.

Key words: Festivals, Symbolic culture, New Granada, Funerals, Proclamations.


RESUMO

O artigo formula uma interpretação de dois exemplos de festas regionais borbônicas no Vice–Reino da Nova Granada: Os funerais de Luis I em Santa Fe de Bogotá em 1724 e o juramento de Fernando VII em San Bartolomé de Honda em 1808; interpretação focalizada principalmente na análise das fontes e da cultura emblemática. Para entender seu significado adequadamente temos em conta três fatores: de um lado, a importante tradição da cultura simbólica na Nova Granada; do outro, a especial relevância que as cerimônias de exéquias e de proclamação têm na construção da imagem da monarquia na Idade moderna. Finalmente, o complexo contexto histórico e político em que ambas as celebrações têm lugar.

Palavras–chaves: Festa, Cultura simbólica, Nueva Granada, Exéquias, Proclamações


 

 

Introducción

Los inmensos dominios americanos de la monarquía hispánica durante los siglos XVI, XVII, XVIII y principios del XIX, y más allá de su organización en virreinatos, audiencias, intendencias y encomiendas –y los correspondientes arzobispados, obispados y parroquias de la autoridad eclesiástica–, quedaron articulados por la trama de centenares de ciudades que los españoles fundaron en el siglo XVI y que vertebraron las tierras sometidas venciendo selvas, cordilleras, desiertos y catástrofes naturales. Sobre esta red urbana, y de manera similar a como sucedía en el Viejo Mundo, se desplegó eficazmente un deslumbrante aparato de propaganda, la fiesta pública que aunó ceremonia, arte y literatura al servicio del poder. Las continuas celebraciones políticas, cívicas y religiosas de la sociedad colonial transformaban en cada ocasión la urbe en un espectacular decorado metamorfoseado provisionalmente por medio de arquitecturas efímeras, engalanamientos y luminarias. Estas escenografías pintadas y talladas por artesanos locales imitando diseños arquitectónicos copiados de grabados procedentes de Europa servían de soporte a multitud de elementos simbólicos que dotaban de significado a las decoraciones: emblemas y jeroglíficos, alegorías, poemas, representaciones históricas y mitológicas, escudos y estandartes, etcétera. De esta manera el poder conseguía transmitir ideología permanentemente a las clases urbanas.1

Las fiestas renacentistas y barrocas en Hispanoamérica han sido objeto de abundantes investigaciones desde finales de los años setenta y la bibliografía resultante es actualmente muy abundante.2 No obstante, el conocimiento que se tiene de ellas sigue siendo fragmentario, pues se ha centrado especialmente en aquellos territorios en los que la riqueza artística de los materiales conservados y la documentación impresa y manuscrita conocida han promovido y facilitado las investigaciones. Es el caso del Virreinato de la Nueva España en general y de algunas ciudades del Virreinato de Perú.3 Pero el hallazgo constante de nuevos materiales artísticos y bibliográficos evidencia la necesidad de que las investigaciones e interpretaciones continúen, especialmente en aquellos espacios de los que sabemos muy poco.

Uno de estos territorios americanos que requieren todavía una investigación sistemática es la Real Audiencia de Santa Fe de Bogotá, posteriormente Nuevo Reino de Granada. Apenas sabemos de las celebraciones públicas del siglo XVII y muy poco todavía de las que tuvieron lugar en el siglo XVIII y principios del XIX. La ausencia de una tradición editora de relaciones festivas como la que hubo en México, y en menor medida en Perú, dificulta el estudio de la fiesta neogranadina. Resulta relevante que algunos de los mejores materiales documentales que nos han llegado sean manuscritos policromados, de gran belleza, pero de nula proyección posterior por tratarse de textos e imágenes no editados. Dos obras manuscritas destacan especialmente, la Descripción sucinta de las honras, y exequias, que en la muerte de nuestro Rey y Sr. D. Luis Fernando el Primero (Biblioteca Nacional de Madrid), ilustrado con dibujos a la aguada y quizá pensado inicialmente para su publicación, pues fue promovido por el Presidente de la Real Audiencia y Gobernador del Nuevo Reino de Granada, Don Antonio Manso Maldonado, y la Relación de la augusta proclamación del Señor Don Fernando Septimo, Rey de España e Indias, executada en esta Villa de San Bartolomé de Honda, junto con las acuarelas representando algunas de las decoraciones que el pueblo de Honda levantó por dicho motivo (Archivo Histórico Nacional de Madrid). Ambas fuentes han despertado ya el interés de algunos investigadores y han sido publicadas parcialmente.4

Realizamos a continuación una interpretación de estos dos ejemplos de fiestas regias borbónicas, las exequias de Luis I en Santa Fe de Bogotá en 1724 y la jura de Fernando VII en San Bartolomé de Honda en 1808, centrándonos especialmente en el análisis de las fuentes y la cultura emblemática. Para entender su significado adecuadamente debemos tener en cuenta tres factores: por un lado la importante tradición de la cultura simbólica en Nueva Granada; por otro lado, la especial relevancia que las ceremonias de exequias y proclamación tienen en la construcción de la imagen de la monarquía en la Edad Moderna; finalmente, el complejo trasfondo histórico y político en el que tienen lugar ambas celebraciones.

 

Los contornos de la fiesta

La Audiencia de Santa Fe de Bogotá se incorporó rápidamente a la cultura simbólica de raíz emblemática que los conquistadores españoles trajeron consigo. El impacto de la literatura emblemática italiana e hispana se proyectó ya en el siglo XVI en las decoraciones pictóricas de la Casa del Fundador, de la Casa del Escribano y de la Casa de Juan de Castellanos, las tres en la ciudad de Tunja, investigadas ya hace tiempo por Santiago Sebastián (1990) y José Miguel Morales Folguera (1998). En las techumbres pintadas de sus estancias se percibe fácilmente la influencia de grabados de Stradamus, Tempesta y René Boyvin, la Philosophia secreta de Pérez de Moya, El Fisiólogo, y las emblematas de Alciato, Camerarius y Sebastián de Covarrubias ,entre otras. Estas exuberantes y tempranas decoraciones emblemáticas permiten intuir que las fiestas neogranadinas debieron emplear habitualmente, y como sucedía en las ciudades de México y Perú, los lenguajes emblemático, alegórico y mitológico a la hora de dotar de contenido a los arcos de triunfo, altares y demás escenografías efímeras festivas. Así lo demuestran diversas noticias documentales de algunas fiestas regias y virreinales, como entradas de virreyes, especialmente durante el siglo XVIII (Fajardo, 1999a). No obstante, los testimonios iconográficos de dichos acontecimientos, tan ricos para la Nueva España y el Perú, son muy escasos para este territorio.

Las exequias de un monarca y la proclamación de su sucesor son los festejos que revisten el momento crítico del sistema monárquico: el interregno. Durante un breve período de tiempo el trono permanece vacío y la incertidumbre amenaza la inestabilidad del reino. Las monarquías absolutas de la Edad Moderna no estuvieron tanto protagonizadas por individuos sino por familias –Austrias y Borbones se reparten en exclusiva el gobierno del imperio hispánico durante tres siglos. La dinastía, entendida como sucesión de príncipes, adquirió mayor relevancia en los virreinatos americanos, jamás visitados por los reyes de la Corona española por lo que nunca fueron contemplados por sus súbditos ultramarinos (Mínguez, 1995). Esta especial circunstancia tuvo dos consecuencias: las imágenes sustituyeron a los monarcas ausentes, por lo tanto la manipulación de las representaciones de los reyes fueron mayores que en la península y; la personalidad e imagen particular de cada monarca se difumina en favor de un rey abstracto que se sucede asimismo como el ave Fénix o el Sol, dos de las imágenes metafóricas precisamente más recurrentes en los festejos regios novohispanos y peruanos. Pero, además, en el caso de las exequias de Luís I y de la proclamación de Fernando VII asistimos a dos episodios especialmente amargos: el primero ha fallecido a los siete meses de acceder al trono, obligando a volver a éste a su padre Felipe V, que había abdicado a su favor –de hecho la proclamación de Luís I se había celebrado en el Nuevo Reino de Granada cuando éste ya había fallecido, debido a la tardanza en llegar la noticia de su muerte a causa de la enorme distancia que separaba la metrópoli de las colonias. El segundo es proclamado rey estando ya prisionero de Napoleón en Bayona junto a los demás miembros de la familia real y habiéndose iniciado una terrible guerra en la metrópoli entre los leales a los borbones y el ejército imperial francés que ha ocupado prácticamente toda la península, sin olvidar que Fernando era rey por haber arrebatado la corona a su padre Carlos IV, hecho insólito en la monarquía hispánica desde la Edad Media que ponía de relieve la crisis institucional que vivía el imperio.

Pero además, las dos fiestas que nos ocupan transcurren en años muy complejos para el Nuevo Reino de Granada. Las exequias por Luis I se celebran al año siguiente de que el Virreinato de Nueva Granada se disuelva por problemas financieros, reincorporándose al Virreinato del Perú. La proclamación de Fernando VII tiene lugar un año antes de que el Virreinato de Nueva Granada, restaurado en 1739, alcance su independencia –aunque el ejército Fernandino volverá a someter el territorio y recuperar el virreinato entre 1815 y 1819. Son, por lo tanto, momentos especialmente críticos, en los que los cambios institucionales políticos recientemente sucedidos o que se avecinan dibujan un panorama de incertidumbre en el que las fiestas regias y sus inherentes declaraciones de lealtad a la metrópoli y a la monarquía que la gobierna adquieren una especial relevancia.

 

Iconografía de las fiestas regias neogranadinas

La dificultad de estudio de la fiesta neogranadina se debe fundamentalmente a lo parcial de los testimonios que nos han llegado. Por un lado, existen una serie de fuentes documentales que describen de manera detallada o sucinta las festividades regias y sus adornos, que no cuentan con ilustraciones. Por el contrario, contamos con algunas imágenes: dibujos y aguadas –pues no conocemos ningún caso de grabado– pero que no incluyen relación narrada. Los artistas que participaban en estas decoraciones, especialmente si de confeccionar retratos se trataba, fueron por lo general quiteños (Fajardo, 1999a). Esto hace difícil construir una interpretación global, pero también nos permiten comprender mejor la importancia artística de las dos obras manuscritas que estudiamos en este texto.

Un primer testimonio de fiesta regia borbónica en Nueva Granada lo tenemos en la celebración del nacimiento del príncipe de Asturias, el futuro Luis I, que tuvo lugar en Santa Fe de Bogotá en 1708 (Navarro, 1986). Los festejos fueron organizados por el presidente de la Audiencia de Santa Fe y la ocasión se solemnizó, además de las consabidas misas, con una mascarada, carros triunfales con ninfas, corridas de toros, comedias y luminarias.

Aunque lejano con respecto a la capital, la ciudad de Panamá formaba parte del Reino de Nueva Granada. La ciudad participó también en la celebración de fiestas regias y además, como sucede con Bogotá, los pocos testimonios iconográficos que se han conservado son dibujos coloreados de magnífica calidad. Podemos destacar tres interesantes imágenes: el adorno de la ventana de la Sala Capitular del Ayuntamiento en 1734 para las fiestas de toros con motivo de fiestas regias, la plaza de toros levantada en la Plaza Mayor de la ciudad con motivo de la jura de Fernando VI en 1748 y especialmente el túmulo de Felipe V en la parroquia de Santa Ana de 1748, todas conservadas en el Archivo de Indias.

Al respecto de la primera imagen se trata de un testimonio interesante, pues muestra cómo se solían adornar los edificios oficiales en este tipo de fiestas: doseles de terciopelo carmesí guarnecidos de galones, sillas recubiertas también del mismo tejido, escudos de armas ricamente bordados (Figura 1). La ventana servía para que los miembros de la Real Audiencia contemplaran la fiesta de toros que se organizaba en la plaza levantada frente al Ayuntamiento y la Catedral de Panamá, que es precisamente la segunda de las imágenes. En ella se muestra la que se levantó para la jura de Fernando VI en 1748, donde se celebraban los toros, comedias y máscaras. El dibujo es de un gran detalle y nos permite comprobar perfectamente el adorno del balcón donde se sentaba la Real Audiencia, así como las indicaciones de donde se sentaban las señoras, los obispos, los oidores y el cabildo (Figura 2). Es excepcional cómo se han representado los distintos emplazamientos del público en un pórtico corrido y elevado, construido alrededor de la plaza mediante la suma de una especie de cajones, a los que se accedía por una escalera trasera. Los pórticos aparecen en su interior coloreados vivamente y un largo lienzo a modo de zócalo recorre todo el perímetro de la plaza, representando cada tramo con una flor autóctona. Asimismo toda la plaza ostenta banderas en su contorno, destacando especialmente con gallardetes los balcones donde se sentaba el Cuerpo del Comercio. Aunque no tiene relación con la fiesta, cabe destacar de la imagen los terrenos no urbanizados en el entorno de la plaza, así como el estado parcial de la construcción de la Catedral.

 

 

Para completar esta imagen gráfica de la plaza, tenemos un testimonio documental de la descripción de los adornos de la misma, pero para la jura de Carlos IV en 1790.5 En esta ocasión fue adornada con una tribuna y toda rodeada de un lienzo que representaba también a la flora y la fauna autóctonas, así como escenas costumbristas que divirtieron al público. Alrededor de la plaza también se adornaron las fachadas de la casas, con iluminaciones y lienzos, destacando la del Cuerpo de Comercio, que en lienzos transparentes, alumbrados por velas, mostraban alegorías de Europa y América, al dios Mercurio y a dos globos enlazados con dos navíos, todo ello acompañado de tarjas y poesías.

Marta Fajardo (1999b) estudió precisamente los testimonios documentales de las diversas juras de Carlos IV que tuvieron lugar en territorio neogranadino. En concreto las de Santa Fe de Bogotá en febrero de 1789, la de Cartagena a mediados de 1789, la de Cali a principios de 1790 y finalmente la de Panamá a principios de 1790. Por supuesto, las celebraciones fueron muy lucidas, con el habitual paseo del pendón, jura en los tablados, adorno de calles, lucimiento de la platería, saraos, fuegos artificiales y toros. Ninguna de ellas se plasmó en una relación festiva con imágenes, no obstante de su estudio se desprende la abundante y destacada presencia de representaciones simbólicas del propio territorio neogranadino a través de los escudos de armas de las ciudades, de flora y fauna autóctona, de dioses de la Antigüedad y de virtudes que acompañaban al retrato del monarca. Sabemos que para el acontecimiento se construyeron en Cartagena de Indias diversos carros triunfales, pagados por el Gremio de los Catalanes. En Cali donde se representó al monarca en un retrato, rodeado de las alegorías de Virtud y la Razón, la primera le ponía una corona de oro mientras sujetaba a una hidra, cuya cola pisaba el monarca; la segunda le presentaba el cetro (Henao, 2009). También en Cali se adornó la Plaza Mayor con un tablado donde se veían las dos columnas de Hércules, con una corona imperial en el centro sostenida por dos leones, en los extremos las armas reales y las de la ciudad y las personificaciones de Europa y América en dos orbes (Henao, 2009).

Generalmente previas a los festejos por las juras reales tenían lugar las exequias fúnebres por el antecesor fallecido. En el caso de Nueva Granada conocemos tan sólo una imagen representando el mencionado túmulo de Felipe V en la parroquia de Santa Ana, fechado en 1748 (Figura, 3). Lógicamente se trató de una estructura sencilla y una decoración modesta, de tan sólo ocho varas de ancho por siete de alto. El túmulo se levantó sobre unas gradas, de cuatro escalones, de planta cuadrada. Tenía forma de un sencillo templete cuadrado sobre columnas corintias, rematado por una cúpula semiesférica. Una balaustrada recorría la plataforma y otra el entablamento. Un crucifico se situaba en la plataforma y otro rematando la cúpula. Bajo el templete se resguardaba el simulacro del féretro con la corona y el cetro sobre cojines. Cuatro grandes hachones con velas remataban las cuatro esquinas del graderío.

 

Un excepcional testimonio iconográfico de las fiestas neogranadinas por su belleza es el dibujo coloreado del túmulo levantado por la ciudad de Cartagena de Indias para las exequias del papa Clemente XIV en 1775 (AGI) (Figura, 4). Podemos suponer que por la importancia del personaje fue levantado en la Catedral de Santa Catalina de Alejandría. Se trata de una estructura situada sobre un podio cuadrado rodeado de una balaustrada, donde además podemos ver a algunos sacerdotes contemplando el catafalco. En el centro de la balaustrada se colocaron los emblemas papales y frente al podio un altar con todos sus pertrechos. Sobre el podio vemos un túmulo de un solo cuerpo, situado sobre una gradería de tres escalones de planta hexagonal. El catafalco tiene forma de templete, también hexagonal, con seis estípites sosteniendo un entablamento y una cúpula gallonada. Sobre cada uno de los ángulos del arquitrabe se colocaron pirámides rematadas por velas. Asimismo, la cúpula también estaba rematada por una pirámide con velas y un gallardete con las armas papales. Sin embargo, lo más interesante es el vestido interior del templete, que coloreado, contrasta con el gris del trazo de la arquitectura. De este modo, la estructura cobija un rico pabellón ornamentado con flores y ribetes dorados, que a su vez cubre el trono vestido de carmesí, donde descansa un cojín, una tiara y un báculo papal dorados, junto con las dos llaves. Un cortinaje, amarillo y carmesí, que se muestra abierto, recorre el interior del templete.

 

Exequias de Luís i en Santa Fe de Bogotá, 1725

El 31 de agosto de 1724 moría Luis I con apenas 17 años a causa de la viruela. Casi un año después se celebraba en la ciudad de San Fe de Bogotá las exequias por el joven monarca. La relación de la celebración fue recogida por Antonio Manso Maldonado, presidente de la Real Audiencia, Gobernador y Capitán General del Nuevo Reino en el manuscrito citado anteriormente, conocido pero poco estudiado hasta el momento.6 La intención de la redacción del manuscrito fue claramente la de manifestar que Santa Fe de Bogotá estaba a la altura de una capital virreinal y que la creación de un virreinato no había sido un error (Dairon, 2006). El texto es una detallada relación de todas las festividades que tuvieron lugar en la ciudad, tanto por parte de la Real Audiencia del Reino de Nueva Granada, como por parte de las principales órdenes religiosas. Es además una narración muy singular, pues la celebración de las exequias de Luis I tiene lugar casi inmediatamente después de que se recibiera la noticia de su acceso al trono. Además supone las primeras exequias fúnebres de un Borbón en Iberoamérica –exceptuando a Luis XIV de Francia.7 Por todo ello, supone un testimonio excepcional y de gran belleza literaria, por cuanto presenta una imagen de conjunto de la unidad en tiempo y forma de las honras fúnebres que solían tener lugar en las ciudades de la monarquía española, tanto en sus aspectos ceremoniales como en sus producciones artísticas. Es precisamente esto último lo que nos interesa para este estudio, puesto que este manuscrito contiene dos bellísimas acuarelas. Esto es algo excepcional, en relación a las relaciones festivas hispanoamericanas, plagadas, por el contrario ,exclusivamente de grabados. Pero también lo es para el territorio neogranadino, donde apenas hay testimonios gráficos de la fiesta, como ya hemos afirmado.

El primero de los dibujos coloreados es el propio frontispicio del manuscrito (Figura, 5). Como señalara Adita Allo Manero (1989) está directamente inspirado en la portada del libro de las exequias de Felipe IV en el convento de la encarnación de Madrid, grabado por Pedro de Villafranca; se trata de una muestra más de la influencia que los grabados de las relaciones festivas peninsulares tuvieron en Hispanoamérica. Consta así de un gran cortinaje violeta que se descubre y nos muestra un pendón que sostienen dos niños, donde se inscribe el título. Sobre él una corona imperial, una flor de lis y una filacteria –con el mote ''Ventus est Vita mea'' procedente del libro de Job–, que están siendo azotadas por los vientos y que constituyen un jeroglífico sobre las dificultades de la vida. A ambos lados del pendón, sobre pedestales, se dibujan las alegorías de la América, con el habitual penacho, papagayo, arco y carcaj, y de San Fe con los atributos de la fruta y el águila negra del escudo heráldico del Nuevo Reino de Granada. A los pies de cada pedestal se sitúa un león, sosteniendo el orbe y la espada.

 

La segunda de las imágenes contenidas en la relación muestra en todo su esplendor y detalle la elegancia y ornamentos del túmulo erigido en la Catedral (Figura, 6). Según el cronista, fue colocado en el espacio existente entre las columnas del arco toral hasta las siguientes columnas, dando la espalda al altar mayor. Se trataba de una estructura de dieciocho varas de alto, es decir, aproximadamente unos quince metros, y unos diez de ancho en cada frente. La planta era cuadrada, estaba conformada por un zócalo sobre el que se elevaba una gradería de seis escalones, imitando el jaspeado, profusamente guarnecidos de hachas y, dieciséis banderas, cuatro por cada esquina, con las armas de los reinos hispanos. El zócalo estaba adornado por lienzos en sus frentes donde se representaron las ciudades del Nuevo Reino de Granada: Santa Fe, Tunja, Pamplona, Mérida, Mariquita, Jocaima, Ybague, Palma, Veles, Muso, Girón, Neiva y Grita. Las ciudades estaban personificadas por llorosas ninfas semi–reclinadas que sostenían los respectivos escudos, permitiendo ver al fondo la vista urbana. Sobre este primer cuerpo se colocó una baranda, pues el espacio fue empleado para los servicios religiosos. Asimismo se adornó con cuatro hacheros en las esquinas y numerosas velas. La primera grada de la pirámide escalonada se retranqueaba dos varas y recogía las armas de los principales reinos y provincias de la monarquía, así como las armas del rey en el centro de cada frente. En la segunda grada arrancaban los pedestales de cuatro columnas de capitel compuesto, que sostenían un decorado friso, rematado en sus cuatro esquinas por pirámides con bolas. Bajo el templete y en lo alto de la gradería se colocó un baldaquino de damasco sobre columnas salomónicas que alojaba una mesa, donde se ubicaron encima de un almohadón las insignias del poder: la corona y el cetro. El segundo cuerpo del catafalco se conformaba en forma de sotabanco y cúpula de media naranja, todo ello rematado por un crucifijo que estaba cubierto por un dosel sostenido por cuatro arbotantes o roleos que nacían del sotabanco. Sobre el dosel se repetía la disposición del segundo cuerpo pero en menor tamaño, también de forma cuadrada con cuatro columnas en las esquinas y media naranja. Finalmente, encima de ésta se hallaba la figura que remataba la pira: una muerte con guadaña y alas, triunfando sobre el mundo representado por medio de una esfera.

 

Los túmulos tipo baldaquino fueron una fórmula bastante habitual en los diseños limeños del siglo XVII. Sin embargo, o bien ubicaban la tumba en el segundo cuerpo dejando libre el primero, o bien superponían diversos órdenes arquitectónicos. Este último fue el caso precisamente del catafalco que se levantó en la catedral de Lima para honrar a Luis I. La temprana aparición de la rocalla como elemento sustentante en el túmulo de Luis I de Santa Fe de Bogotá lo relaciona más con estructuras posteriores, como fue la pira de de María Amalia de Sajonia en la catedral de Lima en 1761, que además también alberga una pirámide de gradas bajo la estructura del templete. Por otra parte, el túmulo luisino de Bogotá ofrece una clara novedad: un baldaquino dentro de otro baldaquino, que no cobija además la tumba sino exclusivamente la insignias del poder.

Además de los lienzos, escudos, jaspes, dorados, banderas y hachas del túmulo, la iglesia se decoró con dieciséis jeroglíficos sobre tablas con sus respectivos anagramas, imágenes simbólicas, cronológicos y epigramas. No obstante, el autor nos previene, al indicar que sólo describe aquellas que el vulgo codicioso respetó y que quizá pudo conservar él mismo. Además, desgraciadamente no se acompañó la relación con dibujos o grabados de los mismos. El programa iconográfico giró en torno a la historia de las estrellas Fósforo y Héspero, ocupándose las ocho primeras tablas de la fábula de Fósforo como lucero de la Aurora y las restantes de la tristeza ante el ocaso del día, que representaba Héspero.8 Los jeroglíficos de la derecha representaron por tanto lo siguiente:

1. El huerto de las Hespéridas con la estrella Fósforo aludiendo a Luis I como huerto florecido.

2. El ocaso del Sol y Fósforo resplandeciente, mientras en la base de la composición las naciones extranjeras se rinden ante el trono, la corona y el cetro, y las armas de Luis I, para significar la abdicación de Felipe V y el imperio de su hijo.

3. Luis I como Héspero llevando las riendas del carro de Febo, para simbolizar la prudencia en su gobierno y la reverencia a su padre.

4. Fósforo descubriendo las tinieblas de la noche, donde se descubren fortificaciones militares, para aludir a la luz del nuevo gobierno y la sabiduría militar de Luis I.

5. Luis I como Fósforo entre el sol y las estrellas, alejándose de la tierra donde descansaban instrumentos matemáticos para referirse al estudio de las matemáticas por parte del rey.

6. Fósforo alumbrando sobre el universo, representado en dos globos para manifestar la erudición del príncipe en ciencias e historia y su dominio de las lenguas.

7. Fósforo dirige sus rayos hacia el cielo, mientras en la tierra se representó la Iglesia Vaticana, flanqueada por dos leones, uno con espada y otro con rodela, defendiéndola. Se simbolizaba así la devoción religiosa y la defensa de la Iglesia Católica de Luis I.

8. Se representó de nuevo un huerto, con una vid y una granada, ésta con granos púrpuras y negros. Se representaba así la enfermedad que llevó a la muerte a Luis I y el regreso al solio de su padre.

Los jeroglíficos del lado izquierdo se centraron en la estrella Héspero y en la tristeza de la monarquía:

1. Se pintó en la parte superior una oscura noche que sepultaba al Héspero entre sus nubes y en la inferior una columna y una torre con las armas reales, éstas caían a tierra; clara alusión a la muerte de Luis I.

2. En un lado se pintó a Héspero hundiéndose en el mar y atrayendo con su luz a las estrellas, en el otro a la tierra con plantas y ríos que desaguaban en el mar. Se aludía así a que acompañaban en su muerte a Luis I todas las virtudes que le habrían de coronar en la Gloria.

3. Se dibujó el huerto de las Hespérides con sus plantas y árboles marchitos y las manzanas de oro caídas bajo una negra noche. Se simbolizaba así como la falta de Luis I traería la tristeza y la pobreza al reino.

4. Aparecía Luis I con indumentaria militar en un entorno fortificado, acompañado de un ejército y a su lado la muerte lanzándole una flecha. Con ello se dejaba claro que ni sus virtudes ni sus ejércitos y fortalezas le salvaron de la muerte.

5. Esta compleja tabla representaba el hundimiento de las columnas de Hércules, del arco iris, de las montañas y de Héspero en el mar, en una sombría noche, para manifestar que la muerte acaba con todo.

6. Se pintó un laberinto, con dos leones rendidos al sueño de la muerte y las reales armas, postradas y rendidas. Quedaba claro así que la muerte del rey causó una gran confusión en la monarquía y que el esfuerzo y el valor del príncipe se rindieron a la muerte.

7. Se representó al monte Atlante y a unos volcanes abrasando unos instrumentos matemáticos, mientras en lo alto lucía el Héspero. Con ello se significaba que la muerte sólo conseguía que Luis I fuera superior a todos por sus grandes virtudes.

8. Se pintaron las columnas de Hércules y un epitafio que escribió Diodoro a Héspero.

El programa iconográfico de los jeroglíficos del catafalco, que desarrollan dos relatos protagonizados por sendas estrellas, enlaza con una larga tradición de decoraciones astrológicas en los túmulos regios hispánicos (Mínguez, 2001). Muy cerca en el tiempo, la pira de Carlos II –el último rey fallecido antes de Luis I – en la catedral de México exhibió uno de los más densos programas solares del barroco efímero,9 y el propio catafalco de Luis I en la misma catedral novohispana desarrolló asimismo un programa basado en las constelaciones celestes.10 Por lo demás, la propia dedicatoria que los miembros de la Real Audiencia dedican a Felipe V en el inicio del manuscrito no escatima en referencias solares, que ya eran habituales en la América de los Habsburgo desde el emperador Carlos V, cuanto más al tratarse de un biznieto de Luis XIV de Francia, llamado el Rey Sol: ''El Imperio del Sol en dos emisferios distinctos'' o ''Astro lucidissimo, Sol refulgente de la Monarchia Española''. Por lo demás, las composiciones jeroglíficas descritas abundan en lugares comunes y motivos habituales de la cultura emblemática –el eclipse solar, el carro de Febo, tinieblas, leones, muertes arqueras, volcanes, columnas de Hércules, etcétera– probablemente fueron copiados de emblematas o relaciones de exequias anteriores.

Además de los jeroglíficos a ambos lados del túmulo, se colocaron en las cuatro columnas del crucero las personificaciones de las cuatro partes del mundo, acompañando a tarjas donde se inscribieron elogios al monarca, de cuya lectura se comprendía ''la grandeza de su poder, como la soberanía de sus prendas y virtudes; y el sentimiento, que cada una de estas partes demostraba en su temprana muerte''. La descripción que de éstas alegorías hace el autor deja en evidencia la utilización del repertorio de Cesare Ripa Iconología (Siena, 1613), puesto que, a excepción de pequeños atributos no descritos, las demás características están presentes al punto. Otros quince jeroglíficos más adornaban la iglesia, con sus poesías y glosas que ahondaban en la idea del luto por el monarca. Los jeroglíficos recogían emblemas muy conocidos y a menudo utilizados en las pompas fúnebres de la monarquía española: la fábula de Ceix y Alción narrada en las Metamorfosis de Ovidio, las dos palmeras como alusión a la fecundidad truncada,11 la figura de Atlas, el eclipse solar y la luna, el laberinto con un nardo en el centro. Muchos de ellos giraban, como es de esperar al tratarse de un Borbón, en torno a la flor de lis: siendo vejada, atravesada por una flecha, arrancada, pero también reluciente de luces. Otros recurrían a la corona: sobre la que subía a los cielos Luis I en apoteosis o de la que huía el monarca para alcanzar el Cielo; y otros al trono: donde sentado en majestad era amenazado por la muerte.

En este teatro simbólico se celebró la ceremonia de exequias: los días 27 y 28 de julio los pésame, el 29 las vísperas y el 30 finalmente las honras fúnebres. Para los pésames se enlutó la sala de la Real Audiencia, así como el sitial, dosel, mesa y todo el teatro. Se cerraron las ventanas y se puso un hachón de cuatro pábilos de la baranda para adentro y otro más afuera de la baranda, en el lugar de tránsito para pasar de Audiencia a Real Acuerdo. De este modo quedó el lugar muy funesto para representar la tristeza de la ciudad. Las vísperas consistieron en un desfile de las autoridades enlutadas por la Plaza Mayor y de ahí a la Catedral. Las honras del día 30 comenzaron a las cinco de la mañana con las misas de las distintas órdenes, a las 9 dieron comienzo las honras catedralicias, que finalizaron con el sermón fúnebre, predicado por el doctor Francisco de Mendigana, arcediano de la Iglesia metropolitana de Santa Fe y arzobispo electo de la Isla Española de Santo Domingo, primada de las Indias. Recogido también en el manuscrito de exequias; se trata de un sermón muy lastimero, que narra los principales hechos de Luis I en su corta vida, la elección de su nombre por su pariente San Luis, su formación militar e intelectual y sobre todo sus virtudes: devoción cristiana, templanza, y la fortaleza y benignidad propias del león.

Como ya explicamos antes, además de la Catedral todas las órdenes religiosas importantes de la ciudad se aprestaron a organizar sus propias honras fúnebres. Lógicamente todas realizaron los mismos rituales, levantando en sus correspondientes iglesias y conventos un túmulo de menor tamaño y riqueza, enlutando sus iglesias totalmente, hasta las ventanas, tapando así los riquísimos dorados que las adornaban, y celebrando solemnes misas con la concurrencia de las principales autoridades y de las demás órdenes. Algunas de ellas incluso confeccionaron también jeroglíficos para el adorno de las iglesias, pero no son ni descritos, ni aparecen ilustrados en el manuscrito. Participaron en estas dilatadas honras por orden de antigüedad los religiosos de San Agustín, los de San Francisco, la Compañía de Jesús, los Agustinos Descalzos, el Convento de la Concepción, el Convento de Carmelitas Descalzas, las religiosas de Santa Clara y las del Convento de Santa Inés.

En cuanto a los túmulos casi todos ellos siguen un mismo tipo de estructura arquitectónica, en forma de pirámide escalonada o zigurat de entre siete y cinco gradas, en cuyo remate se colocaba una urna o un sitial con el cetro y la corona, y a veces un crucifijo. Generalmente el túmulo estaba forrado en negro y adornado con cenefas blancas o plateadas, con castillos, cetros, leones, flores y muchas velas. Todo el catafalco solía estar cubierto por un oscuro pabellón de tela que pendía de la bóveda. Quizá cabe destacar el túmulo de los religiosos de San Agustín, más rico en detalles, como los blasones que se colocaron en los frontales de los cuerpos del túmulo –España, Francia, Saboya, la ciudad de Santafé de Bogotá y el de San Agustín–, las cuatro columnas negras con flores de lis en plata que recogían el pabellón en forma de gajos, las lámparas de araña y los pendones con las armas de Castilla. También las dos columnas de Hércules que se colocaron a ambos lados del túmulo sobre el suelo, de cuatro varas de alto, negras, con fajas y coronas de plata, rematadas por dos pirámides de cristal con luces. Asimismo frente al túmulo levantaron los agustinos dos corpulentas estatuas que representaban a los Reyes de Armas.

 

La jura de Fernando vii en San Bartolomé de Honda, 1808

Durante los siglos del imperio, las ciudades americanas proclamaron a cada monarca hispano que ascendía al trono en sus respectivas plazas mayores. Este ritual se había creado en 1516, cuando se alzaron en la metrópoli los pendones por la reina doña Juana y el rey don Carlos, estableciendo de esta forma el modelo celebraticio castellano de proclamación de los habsburgos hispanos (Alenda y Mira, 1903). A partir de este momento, todas las ciudades y villas de Castilla estaban obligadas a repetir este ceremonial cada vez que un nuevo príncipe era proclamado, manifestando de esta forma su fidelidad. Desde la metropolización de América en el siglo XVI, el modelo castellano fue adaptado a los virreinatos americanos. Y ya en 1724, con motivo de la subida al trono de Luis I, se exportó a los territorios peninsulares que habían pertenecido hasta el final de la Guerra de Sucesión a la Corona de Aragón. El cambio de liturgia política tradujo para los súbditos de estos territorios el paso del sistema monárquico pactista de los Austrias al absolutismo de los Borbones. El rey presente ante las cortes o ante las autoridades locales fue sustituido por la presencia simbólica del estandarte. El pendón real era reverenciado y aclamado como si del mismo monarca se tratase. Junto al pendón, un retrato en lienzo del nuevo monarca materializaba la omnipresencia regia.

En América la ceremonia tenía una relevancia aún mayor, porque suponía la presentación oficial y pública de un monarca que jamás visitaría físicamente el Nuevo Mundo, por lo que su presencia quedaba materializada exclusivamente a través del arte: mediante los retratos oficiales enviados desde la metrópoli, pero, sobre todo, a través de las pinturas y esculturas retratísticas y las empresas y jeroglíficos fisionómicos que invadían las calles y plazas de las ciudades coloniales con ocasión de todo tipo de festejos barrocos. Y de la misma forma que los íconos religiosos suscitaban la adoración destinada a un dios intangible, reemplazando literalmente a éste en el culto popular, la representación visual del monarca en América se convirtió para sus súbditos en presencia efectiva del rey distante (Mínguez, 1995). Y es precisamente la ceremonia de proclamación el rito que muestra por primera vez a los súbditos americanos el rostro del nuevo monarca. Cuando entre el tronar de la fusilería, el disparo de los cañones y el tañido de las campanas, la cortina de tela es descorrida y el gran retrato del rey se muestra bajo un dosel de terciopelo ante la multitud, ya se ha creado previamente el clima oportuno para que se produzca la catarsis colectiva. Miles de gargantas al unísono pronuncian el grito ritual manifestando de este modo la aceptación del nuevo monarca. El homenaje de la ciudad se convierte así en un pronunciamiento de lealtad.

En la Nueva España la proclamación real fue practicada durante todo el virreinato en las plazas mayores de las urbes. Son conocidas documentalmente las juras novohispanas de Felipe V, Fernando VI, Carlos III, Carlos IV y Fernando VII. José Miguel Morales Folguera (1991) analizó las juras de Felipe V, Carlos III, Carlos IV y Fernando VII y Guillermo Tovar de Teresa (1992) se centró asimismo en la de Carlos IV. En el virreinato del Perú, Rafael Ramos Sosa (1992) ha estudiado las proclamaciones de Felipe II, Felipe III, Felipe IV y Carlos II en la ciudad de Lima. Las juras de Fernando VI y Carlos IV en Panamá han sido estudiadas por Julian Andrei Velasco Pedraza (2008 y 2011).

Las proclamaciones americanas de Fernando VII revisten un interés especial. La terrible crisis que experimenta la monarquía en 1808 conduce a un proceso de idealización y mitificación de Fernando VII como no había habido otra con ningún otro monarca –por lo menos en tan corto espacio de tiempo. Se trata de un proceso de construcción de un rey imaginado, al que se hace depositario de todas las virtudes y cualidades posibles, sin que su cautividad en Bayona merme en absoluto su prestigio. No deja de ser sorprendente porque Fernando posee un carácter débil y una personalidad mezquina y cobarde. Pero las conspiraciones contra su padre y la humillación posterior a la que le somete el emperador de Francia, en vez de poner en evidencia para los súbditos sus carencias como rey, contribuyen más que nada a agrandar su figura. Fernando se convierte en El Deseado. El joven rey se beneficia obviamente de siglos de adhesión y respeto por la institución monárquica española. Tras las figuras grandiosas del siglo XVI –Carlos V y Felipe II– el pueblo español se acostumbró a lo largo de los siglos XVII y XVIII a depositar sus esperanzas en los príncipes herederos, en quienes se confió siempre que regenerarían el país. El espejismo se repite de nuevo con Fernando VII, probablemente la intensidad de la crisis a que está sometida la monarquía acentúa dicha percepción: Godoy era el culpable de todo y Fernando VII la solución. La lealtad centenaria del pueblo español al sistema monárquico permanecía indemne en España y también sucedía lo mismo en América.12

La villa de San Bartolomé de Honda era ya desde el siglo XVII una pequeña población de cierta importancia, debido a su cercanía a Bogotá y a su emplazamiento en el cauce del río Magdalena. Como destaca Ramón Gutiérrez la ciudad había sido arrasada por un terremoto en 1805, debido a la cercanía del volcán Tolima. De modo que en 1808 cuando llegan las noticias de la subida al trono de Fernando VII, la ciudad busca consuelo a sus desgracias, y a las que afectaban a toda la monarquía, en la preparación de una magnífica celebración (Gutiérrez, 1992 y Rey–Márquez, 2011).

La razón de que el acontecimiento quedara reflejado documental e iconográficamente tiene que ver con la figura de José Diago, alcalde de segunda nominación, que ante la ausencia de Alférez Real en la ciudad, decide acometer él mismo la organización y financiación del evento.13 El 25 de diciembre de 1808 tuvo lugar la jura con el ritual de costumbre en la monarquía española: anunciado unos días antes mediante bando, adecentamiento de calles, salvas de artillería, luminarias por tres días y una lucida procesión cívica donde participó toda la ciudadanía. A lo largo de la procesión se adornó la carrera con emblemas ingeniosos alusivos a la festividad y un arco triunfal. Se levantaron tres tablados: en la plaza de San Francisco, en la Plaza Mayor y en la Casa del Alférez Real Don José Diago. En ellos se realizaron las solemnes juras, arrojando a continuación las autoridades medallas acuñadas para la ocasión y hasta dulces secos. Se sucedieron los vivas y las muestras de amor a Fernando VII y las amenazas de muerte al tirano Napoleón que tenía retenido al monarca. El 26 tuvieron lugar los actos religiosos, para bendecir el acontecimiento, así como un banquete organizado por el Alférez Real, una corrida de toros y un baile en la noche.

El primero de los tablados descritos en el manuscrito es el que se levantó en la Plaza de San Francisco orientado hacia la Calle Real (Figura 7). En el centro del tablado se alzaba una pirámide que imitaba el mármol, adornada con un retrato del Fernando VII, con dos orbes, dentro de un óvalo de laurel y las armas de la ciudad de San Bartolomé de Honda: un águila negra de dos cabezas, sosteniendo con las garras una espada y una palma y el puente de tres ojos del Río Guali. En el pedestal de la pirámide se pintó la alegoría de la fama con la siguiente poesía: ''Honda que a su amor inflama / El asunto que pregona / De Fernando la corona / Y su reinado proclama''. Rodeaba el tablado una balaustrada, adornada con búcaros y con ramas de laurel y flores, en cuyas cuatro esquinas se colocaron cuatro estatuas, acompañadas de poesías que explicaban su presencia: Júpiter ofreciendo sus rayos al monarca, Marte (en el dibujo Bellona) en acción de luchar contra Napoleón, Apolo asegurando que Fernando VII es el mejor Sol, Orfeo cantando himnos al rey. El frente del Oeste de este tablado estaba decorado con un navío de guerra que navegaba hacia el horizonte. El Dios Neptuno velaba por la seguridad del barco, pues el océano era la puerta de la armada de Fernando VII. En el frente del Este se representaban las alegorías de la Inmortalidad y de la Liberalidad, acompañadas de dos geniecillos con poesías exaltadoras. Las escaleras que accedían al tablado se adornaron con la figura del Tiempo, combativo contra los franceses que se oponen al monarca.

 

El segundo de los tablados, del mismo tamaño, era más elegante y de mayor calidad artística, según se desprende de los ingenuos dibujos (Figura 8). El tablado estaba presidido en su parte superior por dos columnas grandes, rematadas con coronas doradas y rodeadas por dos cintas que sostenían en su parte superior el retrato de Fernando VII. Como el anterior, éste estaba rodeado de una balaustrada ricamente decorada y rematada en sus esquinas por cuatro estatuas, en este caso representando a los cuatro continentes: Europa sacrificada a su amor por el monarca, América obediente, áfrica proclamando al rey y Asia dando la vida por el rey. La decoración de este tablado destaca por el fuerte carácter militar: torreones, tiendas de campaña, trofeos militares y especialmente un fiero león coronado saliendo de su cueva, despedazando un gallo, mientras un geniecillo sostiene el orbe y la corona con las iniciales V.F.7°. Otro frontal alojaba a la diosa Ceres sobre un campo de mieses, sosteniendo una maceta con un clavel, rodeado de corazoncillos con alas y ojos como si fueran abejas, que no se distinguen en el dibujo.

 

Por último, se quiso significar el alcalde Diago en sus ambiciones por ser nombrado Alférez Real, no sólo con los gastos de banquetes y saraos, si no también decorando el balcón su casa en la Calle Real (Figura 9). La decoración fue riquísima para una pequeña población como era en ese momento San Bartolomé de Honda. De este modo, se forró todo el balcón de damasco carmesí, colocándose el retrato del monarca bajo un dosel situado en el centro del balcón. Se adornó además el interior con espejos y lámparas y se colocó una mesa con dos mazas de plata. Todo el frente del balcón se decoró con diez (sólo ocho en el dibujo) atlantes representando dioses: Marte, Dibo [sic.], Júpiter, Venus, Diana, Lealtad, Palas y Mercurio, con sus respectivos atributos. Además se colocó un gran lienzo en el repecho del balcón donde se representó a Fernando VII a caballo y entre los pedestales de los atlantes varios elementos simbólicos: la Justicia, la diosa Ceres, un león coronado con las garras sobre dos orbes, Amaltea y dos genios. Junto al retrato se colocaron a dos centinelas de la tropa, mientras los músicos ocupaban una parte del balcón. El pequeño balcón en el lado derecho también se adornó con colgaduras y con un lienzo representando las armas de la ciudad. Por supuesto, toda la galería se iluminó con más de cien velas las tres noches de las festividades.

 

Las pocas representaciones visuales y descripciones de las festividades neogranadinas nos desvelan una sociedad preocupada por su lejanía con respecto a la metrópoli, que tiene una gran necesidad de manifestar su lealtad a la monarquía. De este modo, las representaciones iconográficas abundan en plasmar las ciudades y escudos del Reino de Nueva Granada, los escudos de los reinos hispánicos y las cuatro partes del mundo. Pareciera así que los neogranadinos necesitaran sentirse integrados en ese sistema de ciudades y reinos de la monarquía hispánica. Por otra parte, la iconografía de dioses clásicos y alegorías, leones, coronas y cetros, recogen, como en el caso de todas las ciudades de la monarquía, las virtudes y circunstancias que rodeaban las festividades regias, a partir de un sistema simbólico codificado desde el siglo XVI y procedente de fuentes literarias clásicas y emblemáticas. Sin duda, el más complejo y rico programa fue el del túmulo de Luis I, así como el conjunto de los sermones predicados a lo largo de las jornadas fúnebres. En ellos se desvela una mayor erudición y un mayor dramatismo, paradójicamente hacia un rey en absoluto conocido y hacia una dinastía nueva y distante.

 


NOTAS

1 Al respecto del papel desempeñado por la cultura simbólica como instrumento de propaganda y persuasión véase Mínguez (2009).

2 Recomendamos especialmente el libro de V. Mínguez, I. Rodríguez Moya, P. González Tornel y J. Chiva Beltrán (2012), por ser el último en aparecer y ofrecer una panorámica actualizada del estudio del efímero americano y por ser el único hasta la fecha que estudia la fiesta barroca en Hispanoamérica de manera global.

3 Para el caso del Perú son recomendables los trabajos de Pablo Ortemberg.

4 La aproximación más reciente al estudio de la fiesta neogranadina es la tesis doctoral de Georges Lomné (2003).

5 Relación de las Fiestas celebradas por la Muy Noble y Muy Leal ciudad de Panamá en la proclamación del Rey Nuestro Señor Don Carlos Quarto. Archivo General de la Nación de Bogotá, Fondo Policía, Tomo 4, ff. 162r a 168v.

6 El único estudio desde un punto de vista cultural es el firmado por Dairon (2006).

7 Las exequias de Luis XIV se celebraron en diversas ciudades americanas. Véase al respecto Mínguez (1994).

8 Recordemos que Héspero es el genio de la estrella vespertina, identificado por los autores helenísticos

9 Agustín de Mora, El Sol eclipsado antes de llegar al zenid, México, s.a. El catafalco y los jeroglíficos solares fueron estudiados por Mínguez (1990).

10 J. de Villerías, Llanto de las estrellas al ocaso del Sol anochecido en el Oriente, 1725. Estos jeroglíficos fueron estudiados por Sebastián (1991).

11 En la Hieroglyphica de Horapolo (Libro L, Cap. X) las dos palmeras, hembra y macho, que unen sus ramas, así como aquellas que están unidas por un puente son símbolo nupcial. En este caso al truncarse una, Luis I, se impediría la consumación del matrimonio.

12 Sobre las juras fernandinas en la Nueva España, véanse Mínguez (1998 y 2007) y Landavazo (2001).

13 Relación de la augusta proclamación del Señor Don Fernando Septimo, Rey de España e Indias, executada en esta Villa de San Bartolomé de Honda el veinticinco de diciembre de MDCCCVIII, Manuscrito del 12 de julio de 1809, Archivo General de Indias, Estado, 54, 122.


 

REFERENCIAS

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