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CS

versión impresa ISSN 2011-0324

CS  no.9 Cali ene./jun. 2012

https://doi.org/10.18046/recs.i9.1218 

ARTÍCULOS

 

Imagen, representación y vías de acceso al pasado1

 

Images, Representation, and Pathways of Access to the Past

 

Imagem, representação e vias de acesso ao passado

 

 

Nicolás Kwiatkowski

Universidad Nacional de San Martín, Buenos Aires, Argentina nkiako@gmail.com

 

Artículo de reflexión recibido el 06/12/11 y aprobado el 07/05/12

 


RESUMEN

Este artículo aborda la cuestión de la relevancia de las representaciones, en particular de las imágenes, para la investigación historiográfica. Indaga asimismo las fuentes del poder de las representaciones, su polisemia y los fundamentos de su carga emocional. A partir de un estudio de caso, propone observar las posibles relaciones entre las características mismas de las representaciones, que desde su origen las convierten en importantes exponentes de las relaciones sociales de fuerza, y su posible uso por parte de los historiadores para aproximarse a las sociedades del pasado.

Palabras clave: Representación, Pathosformel, Historiografía, Imágenes


ABSTRACT

This article addresses the issue of the relevance of representations, in particular images, for historiographic research. It additionally studies the sources of the power of representations, their multiple meanings, and the foundations of their emotional charge. Based on a case study, the article further examines the possible relationships between the characteristics of representations–which from their inception are transformed into important expressions of social relations of power–and their possible utility for historians in studying societies of the past.

Key words: Representation, Pathosformel, Historiography, Images


RESUMO

Esse artigo aborda a questão da relevância das representações, em particular das imagens, para a investigação historiográfica. Indaga também as fontes de poder das representações, sua polissemia e os fundamentos de sua carga emocional. A partir de um estudo de caso, propõe–se observar as possíveis relações entre as mesmas características das representações, que desde sua origem as convertem em importantes manifestações das relações sociais de força, e seu possível uso por parte dos historiadores para aproximar–se das sociedades do passado.

Palavras–chaves: Representação, Pathosformel, Historiografia, Imagens


 

 

I

La cuestión del uso de representaciones en general y de imágenes en particular para la investigación histórica ha llamado la atención de numerosos especialistas en la historiografía reciente. En efecto, el asunto implica interrogarse por diversos fenómenos que conciernen tanto a las representaciones en sí mismas cuanto a su relevancia para comprender mejor las sociedades del pasado. En efecto, ¿tienen las imágenes y las representaciones algún tipo de poder y de capacidad de acción cultural y social (el término inglés agency da buena cuenta de este punto, pero es de difícil traducción al español)? En caso afirmativo, ¿de dónde provienen esos poderes de la imagen? ¿Cuáles son sus causas, alcances y explicaciones? Finalmente, ¿qué nos dicen esos discursos sociales –visuales, textuales y de otro tipo– acerca de las sociedades en las que fueron elaborados? Más aún, ¿qué pueden los historiadores y cientistas sociales decir de tales expresiones?

La obra de Stephen Greenblatt (1988) podría ayudarnos a dar respuesta a algunos de estos interrogantes mediante el concepto de energía social. El autor neohistoricista ha propuesto que, en el intento de hablar con los muertos que los historiadores y los historiadores de la literatura emprenden cotidianamente, existe en las representaciones una cierta vida, relacionada con la producción colectiva de la intensidad y el placer, que dota a los textos (dice Greenblatt, aunque podríamos extender su planteo a otros tipos de representación) de un poder compulsivo, una agency. A su turno, esas fuerzas provendrían de cierta ''energía social'', un conjunto de formas estéticas de placer e interés capaces de desencadenar desasosiego, dolor, miedo, piedad, risa, tensión, maravilla o alivio. Esas formas tienen una cierta predecibilidad (suficiente para repetirlas), un rango mínimo de alcance (que hace posible que sus efectos abarquen una comunidad), cierta adaptabilidad (que lleva a su supervivencia más allá de las circunstancias de origen). Según esta hipótesis, las obras obtienen y amplifican esa energía a partir de un conjunto de posibles negociaciones, que incluyen préstamos, apropiaciones, compras y adquisiciones simbólicas.

Pero esta no es la única respuesta disponible. En su intento por comprender el arte del Renacimiento y sus relaciones con la Antigüedad Clásica, Aby Warburg (1999) desarrolló, aunque nunca definió sistemáticamente, el concepto de pathosformel. Se trata de una fórmula expresiva o patética que organiza formas sensibles y significantes destinadas a producir en quien las percibe una emoción y un significado, una idea y un sentimiento, que son de inmediato comprendidos y compartidos por quienes son parte de una misma tradición civilizatoria. Warburg, quien se había interesado por las teorías de Darwin acerca de la transmisión filogenética de las conductas y de las expresiones faciales en los animales superiores y en el hombre, pensaba que estas ideas podían relacionarse con los descubrimientos acerca de la memoria que la psicología fenomenológica elaboraba a comienzos del siglo XX, sobre todo con la noción de engrama: un conjunto estable y reforzado de huellas que determinados estímulos externos han impreso en la psique y que produce respuestas automatizadas ante la reaparición de esos mismos estímulos. Para el autor alemán, las formas artísticas objetivaban tales exteriorizaciones y las condensaban en pathosformel capaces de evocar las experiencias primarias de la humanidad. Estas ideas no habrían sido lejanas al intento contemporáneo de Haddon, Pitt Rivers y Stolpe de fundar una biología de las imágenes, emparentado a su vez con la aspiración morfológica de hallar la expresión más simple de un signo, símbolo o imagen para luego explicar su complejidad (Severi, 2009). Uno de los objetivos de Warburg era establecer filiaciones entre fenómenos, representaciones y otros objetos culturales de tiempos y lugares tan dispares como el Renacimiento europeo, la Antigüedad y los indígenas de su tiempo, mediante la detección de parentescos entre movimientos del cuerpo, gestos, expresiones e interacciones entre figuras, en un intento por reconstruir la memoria de Occidente (Burucúa, 2001; Gombrich, 1986). Por cierto, la definición de pathosformel y sus alcances no está exenta de polémicas en los estudios warburguianos. Entre las diversas variantes, por ejemplo, Burucúa, sigue la interpretación en clave ilustrada de Gombrich, enfatiza el carácter histórico del concepto e insiste en que se trata de conglomerados de formas representativas y significantes, históricamente determinado en el momento de su primera síntesis, que refuerza la comprensión del sentido de lo representado mediante la inducción de un campo afectivo donde se desenvuelven las emociones primarias y bipolares que una cultura subraya como experiencia básica de la vida social. Philippe Alain Michaud (2006) y otros autores, por su parte, postulan una interpretación de la categoría que es al mismo tiempo nietzscheana y antropológica y tienden a ver a las pathosformel como ''formas patéticas universales'' que darían cuenta de características psíquicas comunes a todos los hombres, aunque se manifiestan por cierto en actos culturales históricos.

Sea cual sea la interpretación del concepto que se adopte, es preciso verlo en relación con otra noción también muy importante para Warburg: la de denkraum. Se trata del espacio que los seres humanos interponen entre ellos y el mundo con el objeto de conocer a la realidad y actuar sobre ella. Los distintos denkräume permiten el abordaje de objetos que nos enfrentan con nuestros temores y ansiedades más íntimos y existenciales, de manera que el espacio para la intelección nos permite hacer frente al miedo a la muerte. Para Warburg, la magia habría sido el primer umbral del denkraum, que habría hecho posible la primera construcción de una experiencia común y transmisible, en tanto que la religión y la ciencia habrían extendido la distancia sin acabar con el umbral mágico, sino más bien preservándolo, latente, para el caso en que los más abarcadores se desvanecieran. Burucúa (2006) se ha preguntado si acaso las pathosformel intervienen de algún modo en esa dialéctica de umbrales y ha sostenido que no parece haber un denkraum propio del arte, sino que las fórmulas de pathos cumplen un papel básico de intermediación entre los horizontes de la lógica y de la magia. De tal suerte, las fórmulas habrían acompañado cada fase de ampliaciones sucesivas mediante un ejercicio de sus poderes sobre la sensibilidad. Pero también habrían hecho posible un camino inverso dado que, en situaciones de crisis social extendida y mediante la preservación de la potencia de las emociones, las artes habrían colaborado en la reedición de umbrales más estrechos.

Pero el poder de las representaciones había, por supuesto, llamado la atención de lógicos y doctores mucho tiempo antes. Así, la teoría de la enunciación y de la representación formulada por los teólogos jansenistas Antoine Arnauld y Pierre Nicole en Port–Royal en 1662–1683 buscó explicar racionalmente el acto de la transustanciación, el milagro cotidiano que los sacerdotes católicos concretarían cotidianamente. El asunto era central para el cristianismo en tiempos de la Reforma, por cuanto buena parte del poder político, económico y cultural de la Iglesia se asentaba en la capacidad milagrosa y carismática por la cual los curas intercedían en la transformación del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. Si lo que se producía durante la misa dejara de ser un milagro para transformarse en un acto simbólico de comunión, la intermediación sacerdotal perdería buena parte de su importancia. Según ha descifrado Louis Marin (1981 y 1984), los lógicos de Port–Royal dieron con una explicación de la enunciación que era, a su vez, una teoría de la representación y un fundamento lógico de la transustanciación. Para Arnauld y Nicole, todo acto enunciativo posee una dimensión transitiva, que señala un referente que se encuentra fuera del acto de enunciar y, una reflexiva que se presenta a sí misma enunciando algo. Si el milagro de la eucaristía se comprende de este modo, el pan y el vino refieren al cuerpo y la sangre de Cristo que están fuera de ellos, pero la consagración ha causado que cuerpo y sangre se hagan presentes allí donde percibimos pan y vino. De esta forma, el milagro residiría en la excepcionalidad enunciativa de un acto en el que transitividad y reflexividad han sido llevadas al extremo máximo.

En la aplicación de esas ideas al ámbito más amplio de las representaciones, Marin ha encontrado que éstas también indican algo que se encuentra fuera de ellas, lo que refiere a la dimensión transitiva o transparente, y al mismo tiempo se presentan a sí mismas en el acto de representar, lo que implica la dimensión reflexiva u opaca. Así, toda representación es un acto doble, que hace como si el otro ausente estuviera aquí (presente) y comparece en persona para mostrar, intensificar y redoblar una presencia (se presenta representando). En el primer caso, el prefijo ''re'' tiene el sentido de una sustitución, en el segundo estamos ante una manifestación de intensidad. De este modo, un primer efecto del dispositivo representativo, y primer poder de la representación, es el de la presencia en lugar de la ausencia; en tanto que el segundo es un efecto de sujeto y un poder de legitimación. Se trata de un concepto amplio de representación, que incluye textos, imágenes, expresiones performativas y musicales, etcétera. Leonor Arfuch (2008) ha insistido en que la representación se vuelve así constitutiva de una teoría del conocimiento, como contenido mental o como el objeto intencional del acto de representar. Para la autora, luego Kant replantearía los problemas epistemológicos en términos de representaciones mediante las nociones de vorstellung y darstellung, lo que abre el campo de las representaciones a la investigación científica. Pero además de esto, tanto Marin como Chartier (1992) han insistido en que el estudio de las representaciones permite aproximarse al análisis de la cultura a partir de una búsqueda de sus articulaciones con la sociedad en la que han surgido. Esto haría posible descubrir tanto apropiaciones, articulaciones y apartamientos entre representaciones, cuanto relaciones de dominación y poder que esos actos de enunciación, entendidos en sentido amplio, podrían de otro modo tender a enmascarar, por cuanto el dispositivo representacional opera la transformación de la fuerza en signo y poder. El ya citado Burucúa (2006) ha intentado una reunión de estas dos tradiciones interpretativas, la de las fórmulas de pathos warburguianas y la del estudio de las representaciones de Marin y Chartier. Para el autor, en el estudio de una representación particular, podría interpretarse la pathosformel en términos de transitividad y reflexividad. Esto conduciría a identificar la dimensión transitiva con el contenido cultural de la fórmula y la dimensión reflexiva con la emoción peculiar de la cual la pathosformel es vector. Si así fuera, el papel de las fórmulas en la ampliación o reducción del denkraum podría también comprenderse de ese modo y el desarrollo de las ciencias se asociaría a una supremacía de la dimensión transitiva, en tanto que los repliegues mágicos circularían en el eje reflexivo–emocional.

Arfuch (2008) recuerda con precisión que todo este conjunto de ideas acerca de las representaciones ha sido impugnado críticamente desde la década de 1970, cuando, por ejemplo, Baudrillard anunció la victoria completa de la imagen, el desfallecimiento de la realidad que ella vendría a representar y la liberación definitiva del mecanismo de la representación sin original, el puro simulacro; o cuando Derrida sugirió que sólo existe la representación, pero sin original, sólo modos de significación que circulan en intertextualidad sin significado propio ni contexto ideal. Más aún, los estudios culturales (Hall, 1977) parecieron hacerse eco de esas ideas, dando lugar a una perspectiva constructivista según la cual las cosas no significan, sino que los significados son construidos a partir de sistemas de conceptos y signos, por lo que no habría relación de correspondencia entre prácticas significantes y mundo real. Para el caso específico de las imágenes, este enfoque crítico llevó a la emergencia de un escepticismo radical que, entre otros, ha expresado Stephen Bann (1998); según el cual las representaciones visuales no prueban nada, o lo que sea que prueben es demasiado trivial como para constituir un componente del análisis histórico. En lo que resta de este texto, quisiera proponer, mediante el estudio de un caso, una interpretación que defiende la relevancia de los testimonios sobre el pasado que aportan las representaciones en general y las imágenes en particular (por cuanto éstas ofrecen acceso a aspectos del pasado a los que otras fuentes no llegan). Adicionalmente, buscaré sugerir que la ambigüedad y la polisemia de las imágenes implican dificultades adicionales en su uso como vías para acercarnos a un mundo que ya no existe, pero que la historia, la historia del arte y el estudio de las representaciones cuentan con herramientas que permiten enfrentar esos desafíos. Más aún, contra los cuestionamientos recién esbozados, espero que el análisis siguiente constituya también un intento de defensa de la existencia de vínculos fundamentales entre representación y mundo social, no desde una perspectiva ingenua que supone la transparencia y unidireccionalidad de esos vínculos, sino desde la convicción de que las relaciones de poder y dominación social e histórica pueden estudiarse en y por medio de las representaciones.

 

II

Permítaseme utilizar como caso las representaciones de los bárbaros durante la modernidad temprana, tema que he estudiado con cierto detalle últimamente (Kwiatkowski, 2011, aún inédito). Es bien sabido que durante la Antigüedad Clásica el término bárbaro era una generalización greco–romana, originada en una palabra griega que designaba a todos aquellos pueblos que no hablaban el idioma propio y desconocían los marcos morales y culturales helénicos y latinos (Hartog, 1980 y Goffart, 1981). Muchas veces ese otro podía permanecer ajeno a la vida civil y, más aún, ser sanguinario, pero era también capaz de actos de piedad y valentía. De Heródoto y Esquilo a Cicerón y Tácito, hallamos ejemplos de esa ambigüedad entre el desprecio al bárbaro cruel, brutal y esclavo, y la valoración de su humanidad, coraje y simpleza (Grafton, 1992). Durante el Medioevo, se mantuvo la distinción tajante entre bárbaros y romanos. Sin embargo, lentamente se hacía evidente que esa vieja antítesis era cada vez menos una descripción aceptable de las diferencias culturales y sociales prevalecientes en una Europa en la que ambas culturas se penetraban e influían mutuamente. En la práctica, pareciera que el resultado de ese desarrollo fue la asimilación del término ''bárbaro'' con el ateísmo, la herejía o el paganismo, de modo tal que la distinción entre ''bárbaro'' y ''romano'' fue reemplazada por la separación entre ''bárbaro'' y ''cristiano''. Una división religiosa pasaba a predominar sobre las demás características culturales, aunque se seguían adscribiendo a los bárbaros comportamientos asociados a la ferocidad, la traición o la brutalidad (Jones, 1971 y Southern, 1953).

Sobre el fin del Medioevo, y aunque las cruzadas reforzaron la idea de una cristiandad unida, el contacto con los musulmanes no parece haber afectado la idea de barbarie predominante en Europa, por cuanto los musulmanes no se adecuaban al estereotipo del bárbaro y la palabra no se refería a ellos con gran frecuencia. Se los veía, más que como paganos, como representantes de una fe corrompida y transformada en herejía. Cuando se hablaba de los musulmanes como bárbaros durante las cruzadas, se quería decir sobre todo que no eran cristianos. Sólo en el siglo XV, tras la caída de Constantinopla en 1453, relatada con lujo de macabros detalles por emigrados griegos y mercaderes italianos, el término bárbaro comenzó a utilizarse para designar sistemáticamente a los musulmanes, devenidos desde entonces como los antagonistas principales de la Europa cristiana. Nuevamente emergía como predominante la vinculación entre barbarie y características como la ferocidad, la brutalidad y la crueldad (Daniel, 1960 y Schwoebel, 1967). Así, por ejemplo, entre 1485 y 1495 el artista sienés Matteo di Giovanni pintó tres versiones de la masacre de los santos inocentes. En la primera de ellas, la imagen tiene las características de la iconografía cristiana tradicional sobre ese evento; pero en la última, la figura de Herodes se ha transformado en la de un sultán turco que descarga su furia homicida sobre niños y mujeres de aspecto europeo. Es evidente que esta última representación da cuenta de las ansiedades y temores que despertaron no sólo las historias de las ''bárbaras crueldades'' turcas en Constantinopla, sino también de aquellas perpetradas durante el saqueo de la ciudad italiana de Otranto en 1480. Entre 1503 y 1506, Jacopo Ripanda decoró la Sala de Aníbal del Palazzo dei Conservatori, en Roma, con un fresco en el cual el Cartaginés monta un elefante y se lo presenta con un tocado turco. Sin embargo, la forma en que Erasmo describe al turco deja lugar también para cierta ambivalencia. Así, en De bello turcico, lo presenta como un guerrero cruel, sediento de sangre y carente de virtud, aunque afeminado y enamorado del lujo, un pueblo ''bárbaro de origen oscuro'' que ''debe sus victorias a nuestros vicios''. Pero al mismo tiempo, el autor de los Adagios se opone a quienes hablan de los turcos como perros, destaca su compromiso con su religión y afirma que son ''primero hombres, luego semicristianos'' (Erasmo, 1530). De esta manera, el turco es a la vez radicalmente otro (bárbaro, violento, decadente) y fundamentalmente humano, piadoso y asimilable a la propia identidad cristiana. Más allá de la compleja y ambivalente visión del turco que encontramos en la obra de Erasmo, la emergencia amenazante del imperio otomano como un poder expansivo e indetenible causaba tanta curiosidad cuanto ansiedad, tanto interés cuanto temor, tanta envidia cuanto sobrecogimiento (MacLean, 2001 y Hampton, 1993). Algunas de esas actitudes aparecen en los dibujos y pinturas que produjo Gentile Bellini cuando fue enviado, en 1479, por el Senado veneciano a la capital del imperio otomano, mientras que en Inglaterra y Francia, desde ese momento y hasta entrado el siglo XVII, relatos diversos de encuentros con musulmanes aparecían en el teatro, la literatura e incluso en tratados religiosos. A la hostilidad que despertaba la supuesta crueldad, tiranía y superstición de turcos y musulmanes se sumaban también el interés por el exotismo y la admiración por el lujo de sus cortes.

Peter Burke (2003) ha mostrado que durante el siglo XVII el interés por la ''antigüedad bárbara'' se sumó con fuerza a aquél ya bien conocido y explorado por las antigüedades clásica y cristiana: pese al desprecio con que muchos humanistas se refirieron al Medioevo, sus sucesores se mostraron verdaderamente fascinados por estos ''bárbaros'', en parte porque bretones, galos, francos, lombardos, germanos y otros eran vistos como los propios ancestros. El arte del Renacimiento ya había exhibido cierto interés en la representación de los bárbaros (Burucúa, 2007). En el Triunfo de César pintado por Mantegna, por ejemplo, los cautivos bárbaros se parecen a romanos comunes sin armas ni insignias (Belloncini, 1967). Jerzy Miziolek estudió un cassone del Quattrocento en el que los galos que luchan contra César se muestran como gigantes desnudos (Miziolek, 2003). Por su parte, el geógrafo Wolfgang Lazius hizo representar, en su Chorographia Austriae de 1561, a los reyes y nobles de las antiguas Francia, Alemania y Austria como caballeros medievales o simplemente romanos en armadura. Más aún, hay evidencias de que hubo cierta identificación entre los bárbaros antiguos y los modernos alrededor del año 1500, de tal manera que turcos reales representaron a los germanos descriptos por César o Tácito. Una carta famosa, escrita por Coluccio Salutati al margrave de Moravia en 1397, echó mano de una lectura de Tácito para realizar un paralelo muy fuerte entre las virtudes del coraje, la fuerza y la sencillez de la vida entre los antiguos germanos, por un lado, y los turcos modernos por el otro (Salutati, 1942). Pero más interesante todavía es el hecho de que las representaciones nos muestren las complejas relaciones que se establecieron entre el descubrimiento de América y la concepción que los europeos tenían de su propio pasado bárbaro. En su Cosmographia de 1544, Sebastian Munster aceptó la existencia de varias razas, incluso algunas monstruosas, y derivó su representación de los caníbales del Nuevo Mundo de los antropófagos del Viejo. Así, la imagen que retrata el hábito de devorar carne humana de los tártaros es idéntica a la que representa la misma costumbre de los americanos, aunque en este caso hay una imagen adicional que los diferencia, pues los caníbales del Nuevo Mundo aparecen desnudos en el acto de trozar un cuerpo. Alain Schnapp (2000) ha destacado la importancia que tuvo la publicación en 1616 de la obra de Philip Cluverius Germania Antiqua, con sus extraordinarias ilustraciones, para la conformación de una imagen temprano moderna de los germanos. Esa obra es parte de un esfuerzo enorme de construcción de una geografía histórica universal, y un hecho sorprendente es que el propio autor haya sugerido que el conocimiento de los indígenas americanos fuera un elemento básico para la reconstrucción de una imagen de los antiguos germanos. Cluverius escribió: ''Es fácil ver, a partir de un examen de los monumentos antiguos, la complexión de los cuerpos de las gentes que vivieron en todo el mundo y las tierras conocidas en la Antigüedad. Y hoy lo que nos ha sido traído del mundo externo de los americanos es un conocimiento común''. Es muy probable que Cluverius y el ilustrador de su libro conocieran las imágenes grabadas por Theodor de Bry para ilustrar A Briefe and True Report of the New Found Land of Virginia, libro escrito por Thomas Harriot y publicado en Frankfurt en 1590 con grabados basados en acuarelas de John White, testigo directo de la expedición que la obra narraba.

Más allá de las interpretaciones generales respecto de la monumental empresa editorial de la casa De Bry, que le permitió construir una verdadera etnografía ilustrada del Nuevo Mundo durante una más de tres décadas de publicaciones continuas (Bucher, 1989; Greve, 2004 y Van Groesen, 2008), nos interesan aquí particularmente las imágenes incluidas en ese primer volumen. En efecto, las ilustraciones del ya citado texto de Harriot incluían cinco imágenes, también basadas en acuarelas de John White, que mostraban a los primitivos pictos y británicos como salvajes semejantes a los americanos: en un ejercicio de antropología comparada, esas representaciones buscaban ''mostrar cómo los habitantes de Gran Bretaña habían sido en tiempos pasados tan salvajes como los de Virginia'' (De Bry, 1590). El parangón se apoya, además, en el conjunto de descubrimientos historiográficos y anticuarios del siglo XVI, que desde Polidoro Virgilio (1534) a William Camden (1586) habían permitido descartar la hipótesis de Geoffrey de Monmouth de que los primeros habitantes de Gran Bretaña provenían de Troya (de modo que la civilización británica habría sido anterior a la romana), por lo cual las imágenes grabadas por De Bry que presentan a los pictos como bárbaros dan cuenta de los descubrimientos humanistas (Smiles, 2009). Pero hay también en esos grabados una valoración positiva de algunas características de los bárbaros del propio pasado, semejantes a aquéllas que ya hemos visto respecto de los bárbaros antiguos. La dignidad de los pictos en las imágenes de White modera las connotaciones negativas del término salvaje. El conjunto constituye un registro único de la forma en que los europeos integraron un continente entero en su universo cultural, no sólo como un objeto de conocimiento, sino también como objeto de codicia y lugar de expresión de nuevas relaciones de fuerza. De acuerdo con Michael Gaudio (2008), uno de los objetivos de De Bry era decodificar al salvaje, traducir la otredad de un cuerpo del Nuevo Mundo al sistema de símbolos europeos, lo que constituye la construcción de un uno civilizado mediante la producción de un otro salvaje. Pero esa elaboración de la propia imagen no limitaba el otro salvaje al otro americano, sino que explícitamente lo vinculaba con un otro propio, procedente del pasado: el bárbaro europeo. Tanto los pictos como los americanos de De Bry aparecen desnudos y, lo que es más relevante, tatuados. Un cuerpo civilizado está vestido e indica diferencias culturales, un cuerpo desnudo es salvaje o natural y convierte su vestido en piel (Flemming, 1997). Pero las semejanzas entre los bárbaros del pasado europeo y los del presente americano no se detenían ahí: ambos vivían en carpas, cubrían su desnudez, si acaso lo hacían, con pieles de animales, ignoraban los principios básicos de la religión verdadera y la agricultura y ni siquiera conocían del todo bien el valor del oro. No podemos dejar de destacar que, cuando las relaciones entre los ingleses y los americanos se volvieron más conflictivas, esa actitud equilibrada y comparativa dejó pronto paso a una mucho más violenta y cruel: las características bárbaras de la población americana daban pie a que, tras la insurrección de 1622, los colonizadores pudieran comportarse sin restricciones para someterlos (Pearce, 1965). En el mismo sentido, aunque en un campo más amplio de análisis, Marialba Pastor (2011) ha demostrado que la representación cristiana del pagano fue también aplicada a los indios americanos, como un modo de justificar la evangelización española en América. En cualquier caso, la tensión entre ambas actitudes estaría siempre presente: Walter Ralegh ([1658] 1715) sostenía que ''es legítimo hacer la guerra contra el bárbaro, cuya religión e impiedad deben ser despreciadas'', pero Francis Bacon ([1616] 1826) advertía que ''no se debe hacer expropiación alguna de los nativos bajo el pretexto de cultivar la religión''.

Como hemos intentado demostrar en otro texto (Burucúa y Kwiatkowski, 2011), las referencias a la barbarie en el contexto americano encontraron una expresión todavía más compleja en el contexto de los enfrentamientos religiosos europeos del siglo XVII. Fue así como, muy pronto, tanto en textos como en imágenes, los protestantes tendieron a adscribir el comportamiento bárbaro y cruel a los católicos, particularmente a los españoles, y no ya a los indígenas, de modo que la tiranía y la imposición de sufrimientos a los habitantes del Nuevo Mundo se asimilaron, en textos y en imágenes, a fenómenos semejantes que tenían lugar en Europa. Un buen ejemplo al respecto es la primera edición ilustrada inglesa de la Brevísima descripción de la destrucción de las indias, de fray Bartolomé de las Casas, obra que John Phillips editó en 1656 y en cuyo prólogo se comparan las ''infernales tiranías'' de los españoles en América con las ''sangrientas masacres'' provocadas por el levantamiento católico contra la dominación inglesa en Irlanda en 1642 (Las Casas–Phillips, 1656). Más interesante aún, las imágenes que ilustran ese volumen están inspiradas en una edición que De Bry publicara en 1598 de la obra lascasiana, que a su vez estaban detrás de algunos de los grabados incluidos en un relato de las masacres irlandesas publicado por James Cranford en 1646, que por su parte llevaba un título casi calcado al que Phillips impondría a la Brevísima: The Tears of Ireland (Cranford, 1646). Algo semejante puede decirse de los holandeses, quienes abrazaron la historia de la destrucción de las Indias como una analogía de sus propios enfrentamientos con los españoles. En 1620, Jean Everhardts Cloppenburg editó dos volúmenes mellizos, el primero titulado Le miroir de la cruelle, & horrible tyrannie Espagnole perpetrée au Pays Bas y el segundo llamado Le miroir de la Tyrannie Espagnole perpetrée aux Indes Occidentales. En el primero de ellos, se relatan los abusos de los españoles contra las Provincias Unidas, con grabados que ilustran la ejecución de nobles holandeses rebeldes. El segundo libro es una traducción de la Brevísima, con una portada casi idéntica a la anterior, cuyas pocas modificaciones, incluyendo el título diverso, podría indicar que las masacres de los indios habían sido acaso menos ''cueles y horribles'' que aquéllas perpetradas por los españoles en las Provincias Unidas. Evidentemente, los holandeses estaban dispuestos a compararse a sí mismos con los indígenas, y el rasero de ese contraste era la barbarie de la dominación española.

Por cierto, podría observarse que he elegido como caso a partir del cual desarrollar mis argumentos que las ideas que propondré enseguida pueden aplicarse sin mayores inconvenientes a las imágenes figurativas, aquéllas características de un modelo de representación con objetivos miméticos que predominó en Occidente entre el Renacimiento y la emergencia del arte moderno y las vanguardias. En efecto, buena parte del arte contemporáneo ha tendido a cuestionar las relaciones tradicionales entre representación y realidad y, en los modos más diversos, a privilegiar la abstracción, la expresión, la indiferencia estética, la velocidad y la performance. Los límites de mi conocimiento respecto de la producción artística y visual contemporánea hacen que no pueda más que proveer una respuesta tentativa a esta objeción. Siguiendo el ya esbozado intento de Burucúa (2006) de compatibilizar la teoría de la representación con la noción warburguiana de Pathosformel, quisiera sugerir al respecto la posibilidad de que en el arte contemporáneo no mimético predomine la dimensión patética de la forma y no el contenido de la representación ni su dimensión transitiva. Sin embargo, ese predominio del pathos constituye también una concentración emotiva transida por la complejidad social y psíquica de la vida contemporánea y, hasta cierto punto, da cuenta de ella. Esto no implica, en modo alguno, que esté postulando la ausencia de carga patética en el arte clásico, sino que simplemente propongo una primacía de este aspecto en el caso contemporáneo. Es así como Jackson Pollock ha afirmado que:

[...] el artista moderno vive en una era mecánica y tiene medios mecánicos de representar los objetos en la naturaleza, tales como la cámara y la fotografía. El artista moderno trabaja y expresa un mundo interno, expresa la energía, el movimiento, de fuerzas interiores. El artista clásico expresaba su mundo mediante la representación de objetos, mientras que el artista moderno lo hace mediante la representación del efecto que los objetos tienen sobre él'' (Harrison y Wood, 2003).

Nótese, entonces, que incluso en esta variante de la expresión contemporánea las artes se orientan también a un intento de dar cuenta de la experiencia moderna, particularmente del impacto que ésta tiene sobre la vida psíquica y emotiva.

 

III

La complejidad del caso de las representaciones de los bárbaros debe haber puesto en evidencia que el estudio de las representaciones y, particularmente, el de las representaciones visuales y las relaciones entre texto e imagen, enfrenta algunos desafíos importantes. Parte de estas dificultades se explican por la diferencia entre la pintura y la historia, que bellamente expuso Felibien (1725) citado por Marin (1995): ''La pintura es diferente de la historia. Un historiador se hace entender por medio de una combinación de palabras y una serie de discursos que forman una imagen de las cosas y sucesivamente representan la acción deseada, pero como el pintor sólo tiene un momento para exponer lo que desea expresar en la tela, a veces es necesario que una muchos eventos previos para hacer el objeto que expone comprensible. En ausencia de esta fusión, quienes ven su trabajo pueden quedar tan poco informados del suceso como si un historiador en lugar de contar su historia relatara su conclusión''. Pero también existe, tal como han sostenido Louis Marin (1993) y Roger Chartier (2001), una irreductibilidad de la imagen a la palabra y el intento de transformar una imagen en discurso es una magia de la retórica que corre el riesgo de convertir lo visible en el lenguaje privado de un individuo hablando consigo mismo.

Las cuatro advertencias esbozadas por Peter Burke (2001) respecto del uso de imágenes para la investigación historiográfica aparecen como una síntesis apropiada de las precauciones a adoptar frente a estos peligros, que puede extenderse también al estudio de otras formas de representar. En primer término, las representaciones no brindan acceso directo al mundo social del pasado, sino a visiones contemporáneas de ese mundo. En segundo lugar, el testimonio de las representaciones debe ser ubicado en una serie de contextos (culturales, políticos, materiales), que incluyen las convenciones artísticas de un período, los intereses tanto de los artistas, como de sus comitentes y las funciones previstas de las imágenes. Tercero, un conjunto de imágenes es siempre más confiable que una imagen individual. Esto podría interpretarse en dos sentidos, i.e., la acumulación de grupos de imágenes contemporáneos y la construcción de series temporales que permitan observar continuidades, rupturas, apropiaciones y apartamientos. Por último, tanto en el caso de las imágenes cuanto en el de los textos, el historiador debe leer entre líneas, dar importancia a los detalles pequeños pero significativos, considerar las ausencias relevantes y usarlas como claves de acceso a lo que no se sabía o se buscaba ocultar.

Resulta evidente que en ese programa resuenan las ideas propuestas por Carlo Ginzburg (1999) en relación, por un lado, con el método warburguiano y, por otro, con la posible existencia de un paradigma indiciario. Respecto del primer punto, en sus Notas sobre un problema de método Ginzburg insistió en que Warburg rechazaba una historia del arte estetizante y se proponía considerar a las representaciones visuales a la luz de los testimonios históricos (alusiones, comitentes) que iluminan su génesis y significado, al tiempo que buscaba interpretar las representaciones como fuente sui generis para la reconstrucción histórica. En cuanto al segundo punto, el autor italiano propuso un nuevo paradigma indiciario para la ciencia histórica, basado en el de médicos, historiadores del arte, psicoanalistas y detectives de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX; aunque con una historia que podría remontarse a la cacería y la adivinación prehistóricas. Los exponentes de ese paradigma buscan, a partir de síntomas, indicios o rasgos pictóricos, acceso a claves que den cuenta de un conjunto de hechos pasados, la autoría de una obra de arte (o de un crimen) o la causa de una enfermedad presente. Se trata de un modelo individualizante y universalizador al mismo tiempo, atento en el estudio de la cultura tanto a los grandes cuadros de la sociología y de la antropología cuanto a los microfenómenos y a los detalles que componen la trama de cualquier proceso histórico acotado. Pero existe otra obra de Ginzburg (2001) que, aunque no responde a las inquietudes y advertencias de Burke, es fundamental para nuestros propósitos. Allí, el investigador italiano defiende a la historiografía de lo que considera su ''reducción a la retórica'' por parte de Hayden White (1973). Al respecto, Ginzburg recuerda que la retórica aristotélica reserva un lugar fundamental para la prueba y la evidencia. Se trata de una retórica referencial, vinculada a relaciones sociales y de poder, olvidada por los relativistas escépticos que omiten esta dimensión. El estudio de las retóricas echaría entonces luz sobre el poder de un grupo o una cultura para definir estándares de justicia o dictar lo que debería saberse. La tarea del historiador sería, entonces, situar la retórica de un documento en el mundo al que refiere, como evidencia de los vínculos de dominación. La dimensión referencial de la retórica se convierte de esa manera en un instrumento de investigación mediante el cual los historiadores buscan conocer el mundo. Quisiera proponer que los historiadores pueden también aproximarse a las imágenes en busca de esas referencias, concentrando su atención sobre lo que Marin llama la dimensión transitiva de la representación para buscarlas, pero atendiendo también a otros documentos en los que los vestigios de la dimensión reflexiva se han vuelto evidencia o prueba. Evidentemente, las relaciones de fuerza se encuentran encarnadas en las representaciones, de modo que no es el historiador quien las asigna a partir de su propia retórica, sino que las descubre en ellas, porque en el proceso mismo de la representación se inscriben de modo indeleble en el objeto que representa.

Todo esto recuerda también las ideas de Raymond Williams (1980), para quien el análisis de la cultura no se aboca solamente a sus objetos, sino que también aspira a desvelar las contradicciones que llevaron a su desarrollo, en las cuales pueden también descubrirse las relaciones de dominación que marcan la vida de una cultura. Tradiciones, instituciones y formaciones se ven involucradas en la construcción social de esa vida, que condicionan los modos de organización de las relaciones entre productores culturales e instituciones sociales que regulan su reconocimiento social y organizan su producción. Si bien Williams no se ocupa de imágenes, sino de literatura, el intento de construir una teoría de las especificidades del material propio de la producción cultural podría también legítimamente abarcar aquéllas, pues en cuanto productos comunicativos, constituyen signos utilizables y son, como el lenguaje, evidencia de un proceso social continuo sobre el cual, a su vez, ejercen presiones.

Si sumamos a estas ideas las reflexiones warburguianas respecto de la fuerte carga emotiva y patética de las imágenes, parecen claras tanto su importancia cuanto las peculiaridades de su incorporación para el estudio de las relaciones sociales y culturales del pasado. Pues, evidentemente, la multiplicidad de sentidos posibles que se encarnan en las imágenes, así como el hecho de que se concentren en ellas fuertes y primarias emociones de una cultura, las vuelven tan complejas cuanto plenas de significaciones y vestigios de una sociedad particular. A esa riqueza de sentidos se suma, asimismo, el hecho de que en general las imágenes se vinculan con otras imágenes, pero también con una multiplicidad de textos, a la hora de adquirir los componentes que las dotan de lo que, por comodidad y siguiendo al ya citado Greenblatt, podríamos llamar su energía social. En cuanto representaciones, entonces, las imágenes comparten con otros dispositivos la producción de un poder social y cultural que nace de su carácter dual, transitivo y reflexivo. Pero su relación con las prácticas sociales y materiales es específica, y un conocimiento de esas particularidades es ineludible a la hora de comprender sus modos de construcción de sentido.

 


NOTAS

1 El presente artículo ha sido producido en el marco del proyecto de investigación ''Las masacres del mundo moderno: narrar, representar, comprender'', acreditado en la Universidad Nacional de San Martín, Buenos Aires, Argentina. Quisiera agradecer a los evaluadores anónimos designados por CS por llamar mi atención sobre importante bibliografía no incluida originalmente en el artículo.


 

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