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CS

versión impresa ISSN 2011-0324

CS  no.12 Cali jul./dic. 2013

 

DOCUMENTOS

 

MANIFIESTO DE UNA MUJER SANANDRESANA, NEGRA Y AFROCOLOMBIANA

 

 

SILVIA ELENA TORRES


 

A mis antepasados que sus pasos nos trajeron aquí y a nuestros descendientes que tienen todo un camino por recoger.

 

No voy a pedir disculpas porque mi familia llegó a la isla de San Andrés después de 1953 y mi apellido no es de origen británico o francés. No voy a pedir disculpas porque no tenga derecho a llamarme isleña raizal, así como millones de africanos no pidieron disculpas por llegar a América y al Caribe para ser la mano de obra de un sistema colonial, donde fueron traídos en condición de esclavizados y ni siquiera eran considerados personas. No pedí estar aquí, simplemente estoy. Si pidiera disculpas por eso, también tendría que pedir disculpas por usar un apellido que no me pertenece. No voy a pedir disculpas por las actuales condiciones de la isla porque me considero tan afectada como cualquier residente de estas islas.No voy a pedir disculpas por que mis ancestros bailaban cumbia, porro y mapalé, cosa que me hace sentir feliz y orgullosa, en vez de bailes de salón, como el shottish y la polka. Tampoco voy a pedir disculpas porque ellos y yo hablemos español y no creole, porque eso no lo decidí yo. Disfruto ambos bailes, y quiero decir que respeto y hablo creole.

Pero lo que no voy a hacer es pedir permiso para la defensa de mis derechos como mujer, negra, Afrocolombiana, isleña y sanandresana, porque esa posibilidad es el único legado dejado por mis ancestros, hombres y mujeres negras, cimarrones, que se rebelaron al sistema opresivo colonial, blanco, machista y clasista, que no nos consideraba con derecho de ser humanos.

El punto de partida...

Saturnina Flórez era una mujer zamba, descendiente de indios Turbacos y negros provenientes de Sabanalarga, Atlántico. Un día, Saturnina dejo su pueblo para irse a vivir a Barranquilla, donde se establece como comerciante, e inicia una relación con Severo Torres, hombre criollo de esta ciudad. La familia Torres era de zapateros artesanales de tradición, y Saturnina se dedica a ir de ciudad en ciudad y pueblo en pueblo vendiendo los zapatos hechos por los artesanos. Hacia los años sesenta, Saturnina y Severo decidieron cambiar de lugar de residencia. Después de muchas discusiones, la familia viaja a la isla de San Andrés para aprovechar el boom comercial que en ese momento irrumpía con fuerza en el contexto insular.

Cuando la familia llego a la Isla se estableció en el centro, en un barrio llamado Torrices. Era un sector con pocas casas, donde habitaban familias raizales. Saturnina comenzó un negocio de venta de comidas, víveres, zapatos y otros productos. Fue una época de gran prosperidad, así que rápidamente la familia se incorpora a la vida insular. En ese entonces Saturnina tuvo a Silvia María, su única hija, quien años después tuvo a su hija Norma Elena. Poco antes de cumplir 15 años, Norma Elena conoció al señor Juan Simancas, hombre negro nacido en Barú, Bolivar; padre de 6 hijos; de oficio músico; quien recorría toda la Isla llevando sus canciones a los lugares donde era solicitado. Un día, este hombre se llevo a Norma Elena para el continente. Meses después, ella regreso a la isla en un estado avanzado de preñez y es recibida nuevamente en el seno de la familia. De esta unión nacieron dos hijos, Silvia Elena y John Mario, quienes se criaron con Saturnina.

Mi nombre es Silvia Elena Torres, tengo 32 años, soy una mujer Afro caribeña de San Andrés Islas, Colombia. Madre soltera de un niño llamado Samuel, de profesión psicóloga y con estudios de Maestría en Estudios del Caribe. Casi toda mi vida la he pasado en las Islas. La única experiencia de vivir por fuera fue cuando estuve en Barranquilla estudiando psicología. Por esta razón, cuando me preguntan cuál es mi experiencia de vida, indudablemente respondo que ésta se asocia al hecho de haber nacido en una isla, ya que desde allí se construye un mundo, una realidad y una cosmovisión.

De mi niñez, la mayoría de mis recuerdos son felices: vivía en el barrio School House, en una casa familiar, con mis abuelos, mi mamá y mi hermano. Mi infancia transcurrió normalmente, estudiando en una escuela pequeña del mismo nombre del barrio, dirigida y coordinada por dos mujeres raizales que nos enseñaban danzas y rondas tradicionales de la isla. En esa época realmente no era consciente de que existían diferencias entre los nativos raizales y las personas que no lo eran, tal vez porque en el sector donde vivía la mayoría de gente no era raizal o porque también yo me sentía muy identificada con lo que nos enseñaban las “seños” isleñas en la escuela.

Cuando aún no cumplía nueve años, nuestras condiciones cambiaron. Primero murió mi abuelo Severo y después mi abuela Saturnina. Fue un duro golpe para nosotros, ya que perdimos a quien había sido la razón de la llegada a San Andrés. Con mucha incertidumbre tuvimos que irnos de School House a vivir una temporada al barrio Santana, uno de los barrios “informales” de la isla. Allí vivía la mamá biológica de mi mamá y sus otros seis hijos. Irnos a este barrio fue una experiencia durísima en la medida en que no estábamos acostumbrados al ruido, a la venta de vicios, y a la violencia que allí se vivía producto de los enfrentamientos entre pandillas de los jóvenes de este barrio, los del Cocal, y el Cliff. Creo que en esta primera fase no vivimos más de un año en el barrio; sin embargo creo que esta etapa de mi vida ha sido una de las que más ha marcado mi forma de concebir la vida.

Al poco tiempo, mi mamá se fue a vivir con un nativo de la isla, por lo que yo comencé a quedarme por largas temporadas en la casa de la mamá de él, una mujer raizal mayor llamada la señora Neta. Para mí, esto significo el regreso de una figura de abuela, que aunque bastante estricta, me brindaba amor y me criaba como si fuera una nieta más. Me agradaba mucho la rutina de levantarse y desayunar con té y pan isleño, y ayudarla en los oficios de la casa. El tiempo convivido con ella fue para mí un lindo paso por la vida, ya que, por más que hago memoria, todavía no tengo conciencia de que Neta me tratara de una manera diferente al resto de nietos por el hecho de no ser raizal. De ese momento no recuerdo que entre los nietos existiera algún tipo de diferencia entre los nativos y los que no lo éramos. Unos años después, producto del comportamiento rebelde de mi hermano y buscando un lugar más tranquilo para él, nos fuimos a vivir a San Luis en Harmony Hall Hill, (uno de los sectores raizales tradicionales), en los terrenos de la familia Suarez O’Neill y Suarez Corpus. Prontamente fuimos aceptados y nos vinculamos a este lugar como si fuéramos parte de esta familia. Al inicio fue muy emocionante porque la vida era completamente diferente a lo antes visto. Desarrollamos una relación muy fuerte con el mar y con la tierra. Pasábamos mucho tiempo en la playa, y también hacíamos excursiones al monte, a los terrenos de nuestros vecinos. Mi hermano y yo aprendimos a hablar creole e hicimos un grupo de amigos del sector.

Se podría decir que San Luis era el lugar ideal para nosotros hasta que comenzamos a conocer el submundo de la cultura adolescente raizal. Mientras socialmente todo era perfecto y la iglesia era un punto de referencia, en los fines de semana era común ver grupos de jóvenes que tomaban alcohol, consumían algunas drogas y se jugaban la vida corriendo motos y tratando de hacer parte del grupo de los capos del barrio. En esa dinámica, mi hermano y yo quedamos atrapados en la mitad. Esto afectó muchísimo a mi hermano, ya que buscaba la forma de entrar en este mundo como fuera. Cuando John murió, fue el momento en que se despertó en mí la conciencia que existían diferencias entre los nativos y los que no lo éramos. Me dolieron mucho los señalamientos que se hicieron alrededor de la muerte de mi hermano, y que su muerte fuera vista como producto de un acto de vandalismo de un joven paña, y no como una consecuencia de una sociedad que por dentro también se estaba transformando a pasos acelerados. Para mí, así como mi hermano murió, lo pudo haber hecho cualquiera de mis otros amigos raizales intentando ser popular y demostrando que podía ser tan bueno con la moto como cualquiera de ellos. Pero el hecho de que él fuera paña desató un señalamiento en el barrio que yo no había sentido antes. San Andrés y San Luis se hicieron pesados para mí y a los seis meses me fui a Barranquilla a estudiar psicología.

De mi época universitaria tengo muy buenos recuerdos. Conocí gente maravillosa que hasta el día de hoy son como mi familia. Aprendí otros códigos éticos y morales, y también aprendí que para ser alguien no importaba tu procedencia o la importancia de tu familia. Aquí me hice adulta, me enamoré, me hice profesional y mamá. También en esta época empecé a tener conciencia sobre el ser una mujer negra, lo que para mi ha sido el tener conciencia étnica y racial. En San Andrés, la mayoría de las personas somos negras y eso hace que no tengamos mucha noción de lo que son las sociedades donde las comunidades Afrodescendientes son minorías. En cambio, en Barranquilla la gente negra es muy poca, la mayoría de ella Palenquera, y además se encuentra asentada en sectores bastantes deprimidos de la ciudad. Cuando llegue allí, me di cuenta del nivel de desigualdad que existía entre el resto de la población y la gente negra, lo cual en San Andrés no era tan evidente. Por eso, después de mi paso por Barranquilla, reivindico el ser una mujer negra, Afrodescendiente.

Cuando quedé embarazada y me di cuenta de lo difícil que era empezar una vida adulta en esta ciudad, sola y con un niño, tomé la decisión de volver a San Andrés. Sobre mi hijo, tengo que decir que tomé la decisión de ser madre soltera y que él naciera por fuera de la Isla. En primer lugar, siempre quise tener un hijo y, en segundo lugar, quería que naciera libre de rollos identitarios. En Barranquilla nunca le iban a preguntar por su apellido o por su familia, él era un barranquillero más y un habitante del planeta tierra.

Volver a la isla fue doloroso; sobre todo porque era algo que no deseaba hacer. No quería revivir el dolor que me produjo la perdida de mi hermano y, adicional a esto, venir con un niño nacido en el continente porque sabía que iba a significar algunos cuestionamientos. Al llegar, mi primer trabajo fue como psicóloga de la policía, justo en un momento en que las relaciones entre las instituciones del Estado y algunos representantes de algunas organizaciones raizales estaban muy tensas. Se habían presentado inconvenientes graves, algunos con muertos, entre las Fuerzas Armadas y esta población. Ahí comprendí, aparte de que se reafirmaban las diferencias entre los raizales y el resto de la población de la isla, que algunos no nos querían aquí. Sentían que les estábamos robando algo. De nuevo me sentí en la mitad de una situación que no entendía. Por un lado, yo era una mujer que había nacido en San Andrés, y que se había criado muy cerca de la comunidad raizal; por otro lado, también sentía que debido a mi ascendencia, el malestar que manifestaban los raizales con los pañas también lo sentía contra mí.

A mediados de la década de los 2000, fue una época bastante dura. Estar entre el mundo raizal y el mundo paña hacía que me cuestionara cuál era mi papel en la sociedad insular. En 2007 inicie mis estudios de Maestría en Estudios del Caribe en la Universidad Nacional. El primer semestre de la maestría se realizo en Cartagena, y en el marco del Seminario Internacional de Estudios del Caribe comencé a conocer sobre los procesos de colonización, esclavitud y mestizaje vividos en el Gran Caribe. Esta situación me ayudo a confirmar que en el Caribe las dinámicas de cambios poblacionales son una constante. Posteriormente, en la Conferencia de la Asociación de Estudios del Caribe, realizada en San Andrés, conocí a muchas personas del Gran Caribe, y me di cuenta de que, aunque algunos hablaban español, otros inglés o francés, sentíamos que había algo que nos unía. La gente proveniente del Gran Caribe no era muy diferente a mí y al resto de la población sanandresana.

El momento más significativo para mi descubrir identitario fue cuando salí por primera vez del país rumbo a la Habana. Estando en Panamá, a los agentes de la aduana y a las personas con que hablaba les costaba identificar de donde era. Algunos pensaban que era Dominicana, otros de Colon (Panamá) e incluso algunos creían que era Cubana o de las Antillas. De esta experiencia se despertó en mí la conciencia por visibilizar mi identidad de Afro-caribeña. Es decir, además de reivindicar mi condición de ser una mujer negra, se despertó en mi la importancia de visibilizar mi pertenencia al mundo Caribe.

Con estas dos experiencias entendí que podría ser de cualquier parte del Gran Caribe: nuestros cuerpos, colores y rostros, son un producto histórico que nos caracteriza como pueblo y que nos permite ver la existencia de un pasado, una memoria y una cultura común. Desde ahí comencé a reflexionar sobre la importancia de visibilizar nuestra pertenencia al Caribe como región, pero también como una condición cultural. Pensando en las islas, y en el momento de tensión social que se estaba viviendo, muchas preguntas comenzaron a llegar ¿Si tanto pañas como raizales pertenecemos a este mundo Caribe, por qué seguir reproduciendo la existencia de diferencias?, ¿Por qué no pensar mejor en las cosas que compartimos por encima de las que nos diferencian?

Después de estas experiencias, y luego de mi trabajo con jóvenes desde distintas instituciones, traté de ponerme por encima de los conflictos internos y de continuar una vida que aportara a la superación de estos discursos segregacionistas entre raizales y pañas. Fue así como fruto del trabajo en la maestría hice mi tesis de grado sobre la “construcción de identidades en contextos multiétnicos”. En ella intente describir las distintas formas en las que se puede ser un sanandresano: como raizal, árabe, residente, teniendo en cuenta los distintos procesos históricos vividos en este territorio.

Mi objetivo con esta postura era lograr hacer comprender que como sociedad insular, lo más importante es lograr la convivencia y la sustentabilidad del territorio a partir del reconocimiento y respeto de las diferencias de los distintos grupos humanos que aquí habitamos. Sin embargo, en los últimos años se han agudizado las reclamaciones de algunos grupos raizales, y con ellas se han institucionalizado algunas prácticas de exclusión en los procesos de participación política, llegando a ser incluso discriminatorias para la población no raizal. Es por ello que hace algunos años comencé a trabajar en pro de la defensa de los derechos de la población Afrodescendiente no raizal, nacida y residenciada en la isla. Lo hago porque considero que en este nuevo juego de poder, tal como lo contempla la Constitución de 1991 y las otras normas complementarias, las poblaciones que no se definen étnicamente son las que están siendo más vulneradas.

En el caso de San Andrés, los residentes no raizales somos los más afectados ya que muchos viven en situaciones de pobreza y vulnerabilidad, y porque además en este momento todos los beneficios están orientados a la población raizal. Por ende, no nos incluyen en las políticas públicas,

Con este nuevo enfoque, reconocemos los derechos territoriales y ancestrales del pueblo raizal sobre las islas, pero también queremos que, como grupo humano, los Afrodescendientes nacidos en las islas tengamos la oportunidad de acceder a la oferta institucional en pro del mejoramiento de nuestras condiciones de vida. Creo que sólo con el reconocimiento de los derechos de unos y otros podemos hacer frente a las situaciones de vulnerabilidad que se presentan en las islas. Solo la búsqueda de consenso sobre el destino de las islas es lo que nos va a permitir mejorar como sociedad y ser perdurables en el tiempo.