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 número13LA ÉTICA DEL DISCURSO ANTE EL DESAFÍO DEL (NEO)POPULISMO EN LATINOAMÉRICA Y LA RADICALIZACIÓN DE LA DEMOCRACIACIUDADANÍA PROTESTANTE Y DISIDENCIA MORAL: EL PAPEL DE LA PRENSA RELIGIOSA EN EL DEBATE SOBRE LAS LIBERTADES RELIGIOSAS DURANTE 1946-1953 índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
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versión impresa ISSN 2011-0324

CS  no.13 Cali ene./jun. 2014

https://doi.org/10.18046/recs.i13.1822 

ARTÍCULOS

 

DIALOGO E INCLUSIÓN: UNA DECISIÓN MORAL**

 

DIALOGUE AND INCLUSION: A MORAL DECISION

 

DIÁLOGO E INCLUSÃO: UMA DECISÃO MORAL

 

 

HERNÁN MEDINA BOTERO*

Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia. hcmedinab@unal.edu.co

 

Artículo de reflexión: recibido 15/01/2014 y aprobado 21/05/2014

 


RESUMEN

Este artículo presenta algunos de los rasgos característicos que, en el marco de una política deliberativa, pueden ser resaltados a propósito de la función incluyente del diálogo desde las sugerencias de autores como Jürgen Habermas y Richard Rorty. Dejando de lado la revisión de sus ideas, se intenta mostrar que la labor incluyente no puede ser cumplida únicamente por el diálogo, sino que es necesaria una decisión que nos lleve a ampliar nuestros límites morales y conversacionales para generar inclusión. Ese tipo de decisión está ejemplificado por una característica particular de los diálogos de paz que se están adelantando con la guerrilla de las FARC en la Habana, Cuba

Palabras clave: Diálogo, inclusión, moral, proceso de paz.


ABSTRACT

This article presents some of the characteristic features which, in the context of deliberative politics, can be highlighted within the inclusive function of dialogue as suggested by authors such as Jürgen Habermas and Richard Rorty. In addition to reviewing the ideas of these authors, it will demonstrate that the process of inclusion cannot be achieved simply through dialogue, but that a conscious decision must be made that leads to a broadening of moral and conversational limitations in order to make inclusion possible. This type of decision is exemplified by the peace talks between the Colombian government and the guerrillas of the FARC in Havana, Cuba.

Key words: Dialogue, inclusion, moral, the peace process.


RESUMO

A partir das propostas de autores como Jürgen Habermas e Richard Rorty, este artigo alude a algumas das características que, nos termos de uma política deliberativa, podem ser salientar–se na perspectiva da função abrangente do diálogo. Considerando a revisão das idéias destes autores, o trabalho procura mostrar que as ações da inclusão não sucedem tão–somente pelo diálogo; para gerar inclusão, são mandatórias as determinações que admitam a expansão de nossos limites morais e de comunicação. Tais resoluções são exemplificadas por uma característica particular das negociações de paz que estão efetuando–se com a guerrilha das FARC, em Havana, Cuba.

Palavras–chave: Diálogo, inclusão, moral, processo de paz.


 

 

Introducción

Existe en la literatura filosófica un aprecio fervoroso por la argumentación. Las razones se pueden ver con relativa facilidad. Somos seres humanos y, en tanto tales, somos racionales. Siendo racionales, lo menos que se espera de nosotros es que seamos capaces de argumentar. Más aún, es esta habilidad la que nos separa de cualesquiera otros animales; nos diferencia de ellos y hasta nos hace mejores, se diría. Es por eso que la argumentación debe tener un papel central en nuestras relaciones humanas. Ella puede ayudar tanto a conservar y reafirmar nuestra identidad como especie, como a establecer lazos de solidaridad mediante el diálogo.

Una idea parecida a ésta se encuentra tras la exaltación de una política deliberativa asociada a concepciones democráticas. A la vez que los modelos democráticos intentan garantizar la participación de los interesados en la toma de decisiones que los afectarán, se espera que esa toma de decisiones esté mediada por el debate público, abierto e incluyente, en el que se pone en práctica el ofrecimiento y la evaluación de razones. El objetivo general de estos modelos democráticos es que se pueda llegar a tomar, conjuntamente, las mejores decisiones para que ellas tengan un impacto positivo sobre la sociedad. Y, en general, la mejor forma de garantizar que las decisiones que se vayan a tomar sean buenas pasa por el ejercicio argumentativo con base en el cual las partes involucradas puedan llegar a un acuerdo.

Es en esta línea de ideas en donde el diálogo se instituye como uno de los mecanismos democráticos por excelencia, pues en él se encarna ese espíritu argumentativo que esperamos guíe las decisiones que determinan el rumbo de nuestra sociedad. Parece que el diálogo es una poderosa herramienta de inclusión, precisamente por la atención que, en él, tiene que estar dirigida siempre a los argumentos, y a nada más. Según esto, se puede ver en el diálogo mismo un ejercicio de inclusión. En tanto que lo que interesa son los argumentos, no debería haber, en principio, ningún problema en el establecimiento de diálogos continuados entre los interlocutores más diversos. Se esperaría que el diálogo de cabida a las más diversas opiniones: a las del católico y a las del musulmán; a las del nazi y a las del judío; a las del israelita y a las del palestino; o a las del uribista y a las del comunista. Puesto en esos términos, el atractivo que presenta el diálogo para la democracia es innegable.

Dirigiendo su atención a la práctica dialógica, diversos autores han tratado de mostrar la labor incluyente que ella puede cumplir. Este artículo tomará en cuenta la posición prescriptivista de Jügen Habermas, que intenta sacar a la luz una normatividad implícita al diálogo (siendo esta normatividad la que propicia la mencionada inclusión), así como la postura descriptivista de Richard Rorty que, sin negar la labor incluyente del diálogo, nos recuerda los peligros que este debe sortear para cumplir con su labor. Partiendo de las ideas de estos autores se espera mostrar la importancia del diálogo en la realización de un proyecto democrático para luego, apoyándonos en una característica que será presentada con ocasión de los actuales diálogos de paz entre las FARC y el Gobierno colombiano, argumentar que, pese a todo, la labor incluyente depende más de una decisión que llamaremos moral antes que de un proceso argumentativo desarrollado en el diálogo.

La normatividad habermasiana

En su teoría de la acción comunicativa, Habermas se vale, para presentar la normatividad que guía nuestras prácticas comunicativas, de los elementos fundamentales desarrollados por autores como Austin y Searle en sus teorías acerca de los actos de habla, por una parte, y de la separación entre la orientación al éxito y la orientación al entendimiento, por otra. Esta normatividad tomará la forma de presupuestos inevitables. Siempre que un par de agentes establezcan relaciones comunicativas, éstos tendrán que ceñirse a aquellos presupuestos para garantizar el logro del consenso, el cual se muestra como el fin principal de la acción comunicativa.

Partiendo del análisis de los actos de habla, Habermas argumenta que con un mismo acto de habla un actor establece diferentes pretensiones de validez, de forma que en toda acción comunicativa están en juego, a la vez, tres pretensiones de validez1. Éstas son las pretensiones de verdad, de rectitud y de veracidad. Cuando se pretende verdad unos enunciados, se pretendo que estos se refieran correctamente al mundo objetivo, el mundo de los objetos que todos percibimos como idéntico. Por su parte, al pretender la rectitud de una emisión, una persona espera que lo que dice sea acorde a las reglas y normas que constituyen el mundo social. Finalmente, si se pretende ser veraz, lo que se persigue es mostrar fielmente algo del mundo de determinadas vivencias subjetivas.

Para ver cómo estas tres pretensiones de validez juegan a un mismo tiempo, tomemos el ejemplo de un participante de un seminario que entiende la emisión 'por favor, tráigame un vaso de agua', proferida por el profesor, como un acto de habla orientado al entendimiento2. El alumno puede rechazar bajo tres aspectos esa emisión. En primer lugar, puede responder al profesor que él no tiene el derecho a tratarlo como su sirviente, con lo que pone en duda la rectitud del acto de habla. Esto es, pone en duda que este se ciña a normas vigentes o comúnmente aceptadas. En segundo lugar, puede cuestionar la emisión indicando que lo que pretende el profesor es dejarlo en una posición de desventaja con respecto a los demás estudiantes. Según esto, se pone en cuestión que la intención de calmar la sed, asociada normalmente a la emisión en cuestión, sea la que motiva al profesor a pedir el vaso de agua. Más bien, el profesor no estaría siendo sincero, no estaría siendo veraz. Finalmente, el alumno puede poner en duda ciertas cuestiones de hecho que son necesarias para que pueda cumplir la solicitud del profesor. Puede responder, por ejemplo, que el grifo más próximo está demasiado lejos, de manera que es imposible que regrese antes de que termine la sesión. Así pues, se cuestiona la verdad de ciertas proposiciones cuya verdad debe estar garantizada para que pueda cumplirse la acción exigida por el acto de habla3.

Las distintas formas de evaluación muestran que la susceptibilidad de crítica es un rasgo fundamental de los actos de habla en tanto que plantean pretensiones de validez. De ahí que Habermas intente sacar conclusiones que atañen a la racionalidad de las emisiones con las que se plantean aquellas pretensiones de validez. En sus palabras, todos los individuos 'plantean con sus manifestaciones simbólicas pretensiones de validez que pueden ser criticadas o defendidas, esto es, que pueden fundamentarse' (Habermas, 1999: 25). Con esto, la racionalidad de una emisión o manifestación queda reducida a su susceptibilidad de crítica o fundamentación. Precisamente, la expresión 'pretensión de validez' apunta en esa dirección. Cuando pretendemos validez para nuestros enunciados, para nuestras afirmaciones, esperamos poder mostrar que ellos están fundamentados en pruebas y buenos argumentos. Es decir que, llegado el caso, nuestras emisiones lingüísticas pueden ponerse en cuestión, y quien las emite deberá estar dispuesto a argumentar a favor de ellas para lograr su aceptación por parte de los demás hablantes; de lo contrario, su pretensión de validez se mostrará como infundada y tendrá que ser rechazada.

El análisis de los actos de habla presenta, entonces, tres pretensiones de validez que todo hablante que intente interactuar comunicativamente debe suponer tanto para sus actos de habla como para los de los demás. Éste, además, nos lleva a dirigir la mirada al concepto fundamental de orientación al entendimiento, pues, según Habermas, sólo cuando los actores están orientados al entendimiento cabe exigir el cumplimiento de las pretensiones de validez presupuestas.

La distinción clave entre la orientación de la acción al éxito y la orientación al entendimiento se entiende, intuitivamente, como una distinción que un hablante competente de un lenguaje puede realizar entre situaciones en las que trata de ejercer un influjo sobre los otros, y situaciones en las que intenta entenderse con ellos. Es decir, la distinción se traza entre situaciones en las cuales lo único que interesa es conseguir egoístamente los fines perseguidos, y situaciones en las que a los interlocutores les interesa comprender el sentido en el que las emisiones de unos y otros son aceptables, para luego tomar una postura acerca de esas emisiones: aceptarlas o rechazarlas (y, adicionalmente, para emprender acciones conjuntas basados en acuerdos, es decir, en emisiones aceptadas conjuntamente). Más aún, Habermas considera que el logro del entendimiento es inmanente como telos al lenguaje humano4 (Habermas, 1999: 369), esto es, que el fin último del lenguaje es lograr el entendimiento. Y si ese es realmente el fin al que tienden las interacciones medidas por el lenguaje, los demás fines que quieran alcanzarse con ellas tendrán que ser subsidiarios de aquel. Así, por ejemplo, el logro del éxito por medios lingüísticos será entendible sólo en la medida en que se nota que quien intenta conseguir su éxito egoístamente se vale de la expectativa que su interlocutor tiene de que los presupuestos de la comunicación estén mínimamente satisfechos. Sólo en la medida en que mi compañero de conversación tome mis expresiones como sinceras, ajustadas a las normas e implicando la verdad acerca de ciertas proposiciones, podré lograr mi éxito egoísta. Si, por el contrario, él intuye correctamente que intento engañarlo de alguna forma, el logro de mi éxito se tornará más difícil.

Los anteriores elementos se conjugan en una acción comunicativa. Ésta se refiere a la interacción entre, al menos, dos sujetos capaces de lenguaje y de acción que entablan una relación interpersonal e intentan entenderse acerca de una situación de acción para poder coordinar sus planes de acción por medio del común acuerdo (Habermas, 1999: 124). En dicho acuerdo es fundamental la interpretación de la situación que hagan las partes, pues basados en ella se logrará la negociación de definiciones de la situación que sean susceptibles de consenso. Esto significa que las partes, al ponerse de acuerdo acerca de cuál es la situación actual de acción y de las implicaciones que la toma de unas u otras decisiones pueda tener sobre esa situación, pueden lograr acuerdos que guíen su accionar subsecuente. Ahora bien, el acuerdo que se da en este tipo de acciones es logrado por medios lingüísticos y, en tanto tal, implica la presuposición mínima de que cada parte que interactúa comunicativamente entabla ciertas pretensiones de validez con sus actos de habla.

En este punto cabe destacar el importante papel que la argumentación tendrá que realizar en el diálogo y en las acciones que con base en él se tomen. Las acciones comunicativas realizarán un papel inclusivo por medio del acuerdo racional: en éstas se espera que los actores puedan lograr un consenso que haya sido producto de la coacción sin coacciones del mejor argumento. Si la cuestión pasa por entendernos, no sería aceptable que el acuerdo alcanzado sea impuesto por alguna de las partes que interactúan: simplemente a eso no le llamamos 'entendernos'.

Una visión bastante esquemática del proceso de coordinación de la acción al que nos venimos refiriendo, sugiere que nos encontramos ante dos individuos que interactúan comunicativamente. El primero ejecuta un acto de habla con el que están vinculadas las pretensiones de verdad, rectitud y veracidad. Esa emisión podrá ser criticada bajo cualquiera de los tres aspectos. Pero, en situaciones normales de habla, la forma de la emisión (que sea una exclamación, que indique lo que se debe hacer, que diga cómo son las cosas, etc.) establece el aspecto preferente bajo el que habrá de ser evaluada. Si le digo a alguien que el desempleo bajó en los últimos tres meses con respecto al año pasado, en caso de crítica, esperaré preferentemente que me diga que eso es falso. En cambio, si le pregunto por qué deja que su mujer vote en las elecciones, podría decirme que no hay ninguna ley que lo prohíba, o que la que había dejó de existir hace algunos años. Volviendo a nuestro esquema, el oyente, ante el acto de habla, toma postura con un 'sí' o con un 'no' ante la pretensión de validez, esto es, la acepta como válida o la cuestiona5. Finalmente, cuando se alcanza un acuerdo (cuando el oyente toma postura con un 'sí'), el oyente (y el hablante) orienta(n) su(s) acción(es) conforme a las obligaciones de acción convencionalmente establecidas (Habermas, 1999: 380).

Con lo dicho hasta aquí, sale a relucir buena parte de la normatividad que está detrás del diálogo, y que ha de servir como medio coordinador de acciones. No obstante, los señalados hasta aquí no son los únicos presupuestos que debe cumplir el diálogo. El proyecto de una pragmática universal, llevado a cabo por Habermas, se pone por tarea identificar y reconstruir las condiciones universales del entendimiento posible (Habermas, 1996: 299). Dentro de esas condiciones universales destacará la libertad de coerción, tanto de los participantes en el diálogo como del acuerdo que en él sea alcanzado. Esto significa, nuevamente, que el acuerdo sólo debe ser motivado racionalmente. En esta misma línea, no debe haber distorsiones sistemáticas6 en la interacción, al tiempo que debe estar garantizada la igual oportunidad de unos y otros interlocutores para mostrar sus puntos de vista, hacer sus argumentaciones y evaluar las de los demás.

Diálogo, argumentación e inclusión

Hasta ahora, se han mencionado aisladamente los elementos del diálogo que serían garantes de inclusión en la propuesta de Habermas. A continuación, se ofrecerá un breve sumario que permitirá presentar dichos elementos de una forma un poco más ordenada. Habermas entiende que las personas están siempre inmersas en un lenguaje y en unas formas de vida determinadas, y que en ese contexto tienen que interactuar y comunicarse unas con otras. El autor, en consecuencia, concibe su teoría de la acción comunicativa como una explicación de por qué las personas no pueden menos que implicarse en prácticas comunicativas y asumir, al hacerlo, ciertas presuposiciones pragmáticas (Habermas: 2004: 35–6). Dichas presuposiciones se desprenden, desde su punto de vista, del análisis que ofrece de las acciones sociales orientadas al entendimiento (acciones comunicativas).

En este tipo de acciones, los participantes deben presuponer mutuamente que se refieren a lo mismo, esto es, (i) que con sus emisiones se están refiriendo a un mundo objetivo que es común para todos, (ii) que ellos son racionales, y (iii) que los enunciados que producen mediante actos de habla tienen una validez incondicionada (Habermas, 2006: 31–2). El concepto de racionalidad habermasiano reúne en buena medida las características de las presuposiciones mencionadas. Habermas (1999: 42) afirma que '[l]lamamos racional a una persona que se muestra dispuesta al entendimiento y que ante las perturbaciones de la comunicación reacciona reflexionando sobre las reglas lingüísticas'; y, más adelante, que '[n]uestras consideraciones pueden resumirse diciendo que la racionalidad puede entenderse como una disposición de los sujetos capaces de lenguaje y de acción. Se manifiesta en formas de comportamiento para las que existen en cada caso buenas razones. Esto significa que las emisiones o manifestaciones racionales son accesibles a un enjuiciamiento objetivo'. En este sentido, un agente es racional si se guía por la normatividad comunicativa, esto es, si se orienta al entendimiento y asume responsablemente sus presupuestos. El agente racional, así pues, es el que supone a la vez las pretensiones de verdad, rectitud y veracidad para sus emisiones lingüísticas. Al hacerlo, asume que, llegado el caso, puede ofrecer argumentos para fundamentar sus pretensiones ante los demás7.

Esas mismas presuposiciones están implicadas en lo que el autor llama 'argumentaciones', 'conversaciones', y en lo que nosotros llamaremos diálogo (como una de las diversas prácticas discursivas). Habermas entiende por 'argumentación' el tipo de habla en que los participantes tematizan las pretensiones de validez que se han vuelto dudosas y tratan de desempeñarlas o de recusarlas por medio de argumentos (Habermas, 1999: 37). En la 'conversación', el entendimiento ya no es medio para armonizar planes de acción, sino que es el fin mismo del proceso. Por ende, la conversación no tiene que estar inmersa en contextos de acciones subsecuentes al proceso comunicativo. Dejando de lado las diferencias técnicas entre estas formas de interacción, Habermas se refiere a los presupuestos sacados a flote por su análisis pragmático formal como presupuestos del habla argumentativa (Habermas, 1996: 322). Entendiendo que tanto la acción comunicativa, como las conversaciones y diálogos involucran a la argumentación, es de esperar que los presupuestos de la primera sean extensibles a las demás. Adicionalmente, si la acción comunicativa espera ser algo más que un constructo teórico y espera referirse a las interacciones efectivas que se presentan en el mundo, es necesario que la ampliación mencionada (es decir, que los presupuestos de la acción comunicativa sean aplicables a otras formas de interacción discursiva) tenga lugar.

El papel inclusivo del diálogo puede ser extraído de las consideraciones anteriores. En el diálogo lo relevante son los argumentos, no su procedencia. En este sentido, no hay razón para excluir a nadie de un diálogo por su etnia, su orientación sexual o sus creencias religiosas o políticas, por ejemplo. Si lo que cuenta son los argumentos, todos los participantes del diálogo están en pie de igualdad. Sus propuestas y razones serán evaluadas de igual forma, con independencia de las contingencias que determinen a quienes las ponen en la mesa. Por otra parte, esa igualdad viene pareja con la libertad que cada quien tiene de intervenir en el diálogo, siempre que tenga un aporte que hacer a este. Nadie puede impedir a otro su libre participación en el diálogo, al igual que nadie puede imponer a otro un acuerdo. El acuerdo que se da entre participantes de un diálogo en condiciones de igualdad debe ser producto de su libre asentimiento a las razones y pretensiones en juego, y no de imposiciones autoritarias o ejercicios de poder.

La práctica discursiva es, entonces, una que propicia ámbitos de inclusión en torno al ejercicio racional de la argumentación entre distintos individuos. Allí ellos están en una posición simétrica en cuanto a su igualdad y libertad: sus argumentos y la fuerza de estos es lo que debe tenerse en cuenta (aun cuando se pueda decir, en un sentido, que los individuos que los formulan son diferentes, eso no hace que el valor de sus argumentos lo sea). El peso de los argumentos, en cuanto a su procedencia, es el mismo, y ellos serán evaluados en tanto ofrezcan buenas o malas razones. Acá, las buenas razones son las únicas que tienen una autoridad especial. Basados en ellas, los participantes del diálogo fundan, libremente, un consenso.

El proceso argumentativo, adicionalmente, debe permanecer abierto a todas las objeciones relevantes y a todas las correcciones y mejoras de las circunstancias epistémicas. Sólo esto garantizará que las razones que fundan el acuerdo sean las mejores. Lo dicho queda recogido en las que Habermas considera las cuatro presuposiciones pragmáticas más importantes de una argumentación:

[a] carácter público e inclusión: no puede excluirse a nadie que, en relación con la pretensión de validez controvertida, pueda hacer una aportación relevante; [b] igualdad en el ejercicio de las facultades de comunicación: a todos se les conceden las mismas oportunidades para expresarse sobre la materia; [c] exclusión del engaño y la ilusión: los participantes deben creer lo que dicen; y [d] carencia de coacciones: la comunicación debe estar libre de restricciones, ya que estas evitan que el mejor argumento pueda salir a la luz y predeterminan el resultado de la discusión (Habermas, 2006: 56–7).

Habermas, según esto, piensa en contextos argumentativos a los que cualquier persona tenga acceso; esto es, a los que cualquier persona pueda asistir a informarse y de los que, igualmente, pueda tomar parte usando la palabra y formulando sus propios argumentos. En dichos contextos, además, es imprescindible la honestidad de los hablantes al expresar sus opiniones. Sólo así, piensa Habermas, podemos concebir que los argumentos que son base de un acuerdo sean los mejores argumentos. Ahora bien, atendiendo al presupuesto [a], resulta patente que en la versión habermasiana del diálogo, su normatividad trae consigo la inclusión. Quien se involucra en diálogos y pretende convencer a los demás mediante argumentos, debe cumplir mínimamente con el supuesto de la inclusión: no puede, en principio, oponerse a dialogar con nadie8.

Rorty: ¿Se aplica la teoría de Habermas a los diálogos reales?

Las consideraciones de Habermas conforman una imagen del diálogo en donde éste aparece como aquel lugar que per se propicia la inclusión, entre otras cosas porque parece conjugar especialmente bien los valores de la libertad y la igualdad. Del lado de la igualdad, el diálogo presupone una simetría de los puntos de vista que están en juego: ninguno de ellos es privilegiado de entrada, sino que todos tienen igual valor; esto es, son tenidos igualmente en cuenta, son evaluados con respecto a los mismos estándares justificativos. Según estas consideraciones, es posible señalar que los participantes en el diálogo, en la versión habermasiana, están en una posición simétrica unos con respecto a otros. Ninguno se ubica unos escalones arriba o debajo de los demás por las diferencias que lo distingan de ellos (ser el presidente de un partido político, pertenecer a una comunidad indígena, ser un homosexual o ser un nazi, por ejemplo). Es decir, ningún individuo representa una autoridad que pueda, asimétricamente, determinar el resultado del diálogo, o que pueda indicar cuál posición, al final, resultará favorecida.

Esa misma característica del diálogo apunta al aspecto de la libertad. En estos términos, los participantes de un diálogo (en lo que tiene que ver con el asentimiento que den a las posiciones en disputa) están libres de cualquier coerción que pueda ser ejercida por algún tipo de autoridad. Se trata, en este caso, del lado negativo de la libertad: todos se suponen libres de coerción. Ahora bien, del lado positivo, cabe decir que cada individuo es libre para expresar sus puntos de vista y argumentar de la forma que crea pertinente, sin importar lo disparatada que su posición pueda sonar a los oídos de los demás participantes. Es más, la determinación de qué tan disparatada es una opinión tendría que ser, cuando menos, un resultado provisional del diálogo, y no un juicio anterior al ejercicio dialógico que sirva como punto de partida para dejar de lado la opinión en cuestión.

Rorty, por su parte, resalta que las características de inclusión, igualdad y libertad no son necesariamente atributos intrínsecos del diálogo. Habría, según éste, que añadir algo al diálogo para asegurarle estos rasgos tan deseables. En primer lugar, Rorty consideraría ingenuo pensar que el solo hecho de entrar en interacciones dialógicas nos sumerja en contextos simétricos, en los que todos los puntos de vista estén en posición de igualdad. Piénsese por ejemplo en el judío que trata de convencer, basado en sus creencias religiosas, a una junta médica de lo inapropiado de someter a sus pacientes a transfusiones sanguíneas. Los médicos, y también algún observador neutral del diálogo, no podrían menos que considerar fuera de lugar el punto de vista del judío. A pesar de que él insista en defender su posición, la mejor alternativa para la junta médica es apartar de tajo las consideraciones religiosas, puesto que 'no vienen al caso'. La situación se puede extender a una buena cantidad de contextos dialógicos. No es poco frecuente encontrar contextos en los que hay opiniones que, de entrada, tendrán más valor que otras, o que serán especialmente consideradas debido a su procedencia.

Esto último tiene que ver, en segundo lugar, con el reconocimiento de que en los diálogos hay muchas variables que están en juego. Este reconocimiento se revela, según Rorty, a través de la simple descripción de contextos específicos de diálogo, esto es, de situaciones reales en las que acudimos al diálogo. Al describir tales contextos se percibe que es prácticamente imposible apartar, en el diálogo, los intereses de los participantes, así como la influencia y el poder que puedan ejercer por sus contingencias. Es evidente que, por ejemplo, resulta más fácil para un senador de la República 'imponer' sus opiniones a ciudadanos del común con los que dialoga, debido a su posición y a la presión que otros participantes (u observadores) del diálogo puedan ejercer a favor del mismo.

Así las cosas, la ausencia de coerción puede ser un bello ideal, pero extraño y difícil de alcanzar. La coerción en un diálogo es fácilmente propiciada por los participantes que en él ostentan algún estatus social privilegiado, desde el cual es fácil ejercer presiones que alteren las decisiones tomadas sin observancia de los argumentos. En casos extremos, la presión puede ser física. No obstante, según lo dicho, pareciera que Rorty, con su posición descriptivista acerca del diálogo, está más bien aceptando, ya sea la exclusión que ellos puedan propiciar, ya sea el hecho de que los contextos de diálogo no son necesariamente espacios en los que se expresan paradigmáticamente la libertad, la igualdad y, a través de ellas, la inclusión. Al aceptar que en un diálogo los argumentos no son lo único que cuenta, el autor está delando de lado las características que, se supone, lo animan a ser un conversacionalista, alguien interesado en el diálogo continuado.

Las consecuencias que se siguen de una u otra posición –la normativista en el caso de Habermas; la descriptivista adoptada por Rorty– son bastante diferentes. Según la primera, ante contextos de diálogo como el de nuestro senador imaginario, tendría que negarse que allí hay un verdadero diálogo, pues no se cumplen los presupuestos normativos sacados a la luz por Habermas, dejando de lado una intuición que sugiere que las partes sí están dialogando. Claro está, también podría decirse que la interacción que se presenta no es comunicativa (y tratar de trazar una distinción netamente teórica entre acción comunicativa y diálogo9), apelando a su distinción entre orientación al éxito y orientación al entendimiento. En todo caso, cabría sugerir, esto es sólo otra forma de decir que allí no hay diálogo genuino. Por otra parte, ante el mismo contexto, pero siguiendo esta vez la posición rortiana, tendría que aceptarse que sigue habiendo diálogo aun cuando en éste estén involucrados intereses particulares y elementos extra–argumentativos que puedan afectar el acuerdo, dejando de lado cualquier supuesta distinción entre orientación al éxito y orientación al entendimiento, entre interacciones estratégicas e interacciones comunicativas. Con ello, sin embargo, parecería quedar a un lado la inclusión que se pretende para el diálogo.

Entre normas y descripciones ¿Qué tanto hacer por la inclusión?

Valdría la pena caracterizar la situación del siguiente modo. Habermas, al situar las simetrías, la igualdad y la libertad como supuestos inevitables del diálogo, puede situarnos ante lo que podría llamarse un 'quietismo ciego'. La recomendación habermasiana, en estos términos, es: 'usted encárguese de dialogar, la inclusión no tendrá más opción que aparecer'. Es decir, la recomendación es que dialoguemos porque al involucrarnos en diálogos nos estamos involucrando, ipso facto, en contextos inclusivos. Esto, no obstante, equivale a negar los diferentes factores extra–argumentativos que, de hecho, afectan las interacciones dialógicas. Dichos factores resultan sumamente difíciles de aislar, y pueden ser precisamente los enemigos de la inclusión. Hablo de un 'quietismo', entonces, porque no convoca a hacer algo más por la inclusión que dialogar, ajustarse a las normas vigentes que rigen un diálogo y tratar de llegar a acuerdos ciñéndose a ellas. De lo demás se encargará el diálogo mismo. Y puede decirse que es 'ciego' porque, según eso, la actitud está guiada por una confianza irrestricta en el diálogo, por una fe ciega en él. De nuevo, 'usted encárguese de dialogar, que del resto el todopoderoso diálogo se ocupará'.

Rorty, en cambio, sugiere una tensión acaso más interesante. Plantea algo como: 'reconozcamos que hay una gran diversidad de factores –que no se agotan en la argumentación–, que afectan el curso y resultado de un diálogo. Pero, precisamente por eso, no podemos recostarnos y pensar que el trabajo inclusivo lo hará el diálogo mismo. Esforcémonos, entonces, por propiciar contextos simétricos, de igualdad, en los que el diálogo pueda llegar a generar inclusión'. Puesta así, la discusión se reduce a la disyuntiva entre la aceptación de unas simetrías dadas de antemano, sacadas a la luz por el diálogo mismo, y la iniciativa que nos empuja a la creación de simetrías (o situaciones simétricas) allí donde es evidente que no existen. Se trata, aquí, de una disyunción en términos de quietismo o activismo. La tensión de Rorty se da, pues, entre una aceptación que se considera totalmente sensata y una propuesta que invita a cambiar eso que ha sido aceptado. Aceptemos que el diálogo puede generar exclusión debido a todos los factores que lo afectan de una u otra forma, pero trabajemos por construir las condiciones en las que el diálogo podría ser provechoso, podría ser incluyente. Si usted quiere, trabajemos por construir las condiciones en las que el ideal habermasiano (de una inclusión que inevitablemente venga adherida al diálogo) funcione.

Sería posible caracterizar la sugerencia rortiana como un llamado a la eliminación de asimetrías y a la creación de simetrías. O, igualmente, como un intento de crear las condiciones bajo las cuales el diálogo pueda ser garantía de inclusión, partiendo de la aceptación de que los diálogos que encontramos en la vida cotidiana son afectados por elementos que no se agotan en los elementos argumentativos. No es lo mismo un diálogo entre dos personas cercanas de la misma familia que uno entre dos completos extraños. No es lo mismo un diálogo entre dos personas con una larga trayectoria de investigación académica en ciencias sociales que uno entre un académico de ese tipo y un bachiller colombiano. No es lo mismo un diálogo entre dos personas del común que uno entre el presidente de la República y una de ellas. En fin, los roles que podemos asumir dentro de una sociedad pueden afectar las simetrías que debería haber en un diálogo. Igualmente puede hacerlo el acceso que unos y otros tengan a la información, o a la educación, o la forma en que los interlocutores han sido criados y han llegado a pensar lo que actualmente piensan, a querer a quienes actualmente quieren, a odiar a quienes odian.

La propuesta es hallar los medios para garantizar que las partes que dialoguen estén en una situación similar en lo que a acceso a la información y capacidad argumentativa respecta. Pero, tal vez más importante, se trata de crear algún nicho de creencias comunes que puedan organizar a las partes en torno a proyectos compartidos; de poner la atención en aquellas cosas que pueden unir en tanto comunidad más que en aquellas que destacan diferencias específicas. Rorty propondrá concentrarse en torno a la idea de que debe evitarse el sufrimiento y la humillación humanos, por lo pronto. Esta idea queda recogida en su propuesta de educación sentimental: la idea de que nos eduquemos para hacernos sensibles al sufrimiento de cada vez más y más congéneres, empezando por esa sensibilidad que tenemos hacia el sufrimiento de nuestra familia cercana, pero ampliando paulatinamente su alcance a círculos que, por ahora, son más lejanos, como el círculo de miembros de nuestro barrio, nuestra ciudad, nuestro país, e incluso nuestro mundo. Si hay algo que nos vincule universalmente, será mejor crearlo que buscarlo en algún precepto o presupuesto dado a nosotros por quién sabe qué. Antes que por el reconocimiento de un deber ante nuestros semejantes, hemos de trabajar por la creación de dicho deber. Es la tarea que nos queda, luego de haber desacreditado y eliminado los supuestos y doctrinas que llevaron a nuestros antepasados europeos a unos ideales ilustrados (igualdad, libertad, fraternidad), si queremos seguir trabajando por estos.

Una decisión moral

Cabría concluir con un análisis brevísimo sobre un aspecto de los diálogos de paz que se adelantan actualmente entre el Gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC en La Habana. El 4 de septiembre de 2012, el Gobierno anunció el inicio de un proceso de paz con dicho grupo armado. El anuncio resultó inesperado para algunos, a pesar de los rumores que circulaban por esos días sobre acercamientos entre el Gobierno y la guerrilla. Concluidas las conversaciones exploratorias, llevadas a cabo en secreto, el presidente Juan Manuel Santos anunció un acuerdo con las FARC para iniciar los diálogos de paz. Tales conversaciones exploratorias constituían la primera fase de tres planeadas. La segunda involucró los diálogos que actualmente se llevan a cabo en la Habana sobre los seis puntos pactados. Finalmente, en caso de un feliz término de los diálogos, se espera la fase de implementación de los acuerdos alcanzados.

Después de más de cinco décadas de conflicto interno, y de algunos intentos de acercamiento entre los gobiernos de turno y los grupos guerrilleros (entre los cuales destaca el fallido proceso de paz que tuvo lugar bajo el mandato de Andrés Pastrana y su recordada zona de distensión), un anuncio como éste no dejó de causar diferentes reacciones. Estas reacciones que han abarcado un amplio espectro, desde el rechazo absoluto a dialogar con terroristas hasta el optimismo incondicionado en un nuevo proceso que pudiera resultar en una paz duradera. Sea como fuere, las condiciones del actual proceso hacen que sea inadecuado aplicar viejos juicios basados en experiencias pasadas. En especial, es de destacar que las mesas de conversación se han establecido por fuera del territorio colombiano, que se ha negado la posibilidad de una zona de distensión, y que las operaciones militares han continuado con normalidad (al igual que las actuaciones guerrilleras).

Según las posturas que se han comentado a lo largo de este ensayo, el espacio del diálogo debe ser un espacio que propicie la inclusión mediante la evaluación equitativa de los argumentos que, libremente, cada una de las partes formula. Esto implica una igualdad, cuando menos formal, entre los interlocutores. Además de esto, sería importante garantizar el acceso igualitario a la información relevante para la toma de decisiones que pudiera darse en el transcurso del diálogo. Finalmente, se espera que los acuerdos alcanzados no sean impuestos autoritariamente por una de las partes, ya sea haciendo uso de su poder (social, político, económico o el que fuere) o de la violencia. Parece que si se logra que un diálogo cumpla con estos requisitos mínimos, podrá ayudar a generar inclusión.

El contexto colombiano presenta, sin embargo, situaciones en las que ni siquiera parece posible el diálogo entre diversos interlocutores. Mucho menos podría esperararse que se cumplan los requisitos recién mencionados. La actitud que los distintos gobiernos colombianos han tenido históricamente ante la opción de dialogar con grupos guerrilleros ha sido de rechazo. Si se quiere, el lema más fuerte que hay detrás de esa actitud es: 'el gobierno no dialoga con terroristas'. Ante una amenaza para la paz como las guerrillas, y ante un declarado enemigo militar, no hay otra vía que la de la lucha armada. La consigna es, entonces, que no se debe dialogar con los guerrilleros, más bien debe acabárselos militarmente. Y esta actitud ha rodeado todos los años de conflicto, dejando siempre de lado el plano dialógico. Pero este rasgo no es exclusivo de los contextos de decisión acerca de cómo debe ser la relación entre Gobierno y guerrilla. Es, más bien, un rasgo presente en la mayoría de contextos que puedan prestarse para la discusión. Ni nos interesa dialogar con todo el mundo, ni estamos dispuestos a hacerlo. O, para ponerlo de otro modo, no consideramos a cualquier persona como un compañero conversacional, ni siquiera como uno posible.

Si se desea, no obstante, propiciar la inclusión que podría generar el diálogo, es preciso que de alguna manera se asegure el diálogo constante y extendido. Desde la perspectiva kantiana, podría buscarse Algún deber universalista que, podría sostenerse, se tiene con el diálogo. Pero es difícil ver de dónde pueda venir tal deber. Es difícil ver qué me podría obligar, o cómo podría considerarme obligado, a hablar con cualquier interlocutor que se me aparezca. La propuesta no es, en todo caso, encontrar algún deber de tal tipo. Es decir, se espera aquí encontrar alguna ley universal que sea vinculante y cuyo reconocimiento obligue a dialogar. Ahora bien, se espera igualmente, con Rorty, poder encontrar una forma de ampliar nuestros límites morales, de ampliar el grupo de personas con las cuales nos sentimos en el deber de dialogar. El proyecto real tiene que ser ese. La inclusión debería venir por tal vía.

Valdría la pena ofrecer una explicación a lo anterior. Estaríamos dispuestos a aceptar la función integradora e incluyente del diálogo, esto es, a aceptar que la participación en contextos dialógicos nos sumerge, de una vez, en contextos incluyentes. Esto, básicamente, porque el diálogo exhibe elementos que garantizan la libertad de opinión y la igualdad en la evaluación de las posturas con independencia de su procedencia. Se trata, en este caso, de la versión habermasiana. A pesar de considerar que las garantías de libertad e igualdad dialógicas no deben ser abandonadas únicamente al todopoderoso diálogo, sino que debemos hacer algún esfuerzo humano por ofrecerlas, cabe insistir en que estaríamos dispuestos a aceptarla. Sin embargo, de nada valdría que las garantías de libertad e igualdad vengan parejas con el diálogo si nos encontramos indispuestos para hablar con otras personas; si, por ejemplo, no estamos dispuestos a hablar con el vecino de otra región del país, o con el compañero universitario que es comunista, o con nuestro procurador de afinidades nazis. Si la inclusión viene garantizada por el diálogo, lo primero que hay que propiciar es el acercamiento dialógico: la disposición a sostener conversaciones con las más diversas personas de las más diversas opiniones. De nada sirve el diálogo sin dialogantes. Y a falta de un deber que nos obligue a ello, la propuesta es encontrar los caminos que nos permitan ver en los demás posiciones dignas de ser escuchadas y de ser tenidas en cuenta. Esto, definitivamente, debe ser parte de un proyecto educativo. Un proyecto que por ahora sólo quedaría mencionado, pero que ameritaría ser desarrollado con más detalle.

¿Qué tiene que ver en todo esto el proceso de paz que se está desarrollando? Éste nos muestra el rasgo característico que ejemplifica la decisión moral que estamos llamados a tomar. El solo anuncio de un acercamiento de corte dialógico entre el Gobierno y la guerrilla fue un avance importante en lo que a inclusión se refiere. Hay una diferencia abismal entre tratar al otro como alguien con quien el diálogo está vetado, como –en este caso– un terrorista, y tratarlo como un interlocutor. La simple aceptación de la guerrilla como un interlocutor válido comienza a eliminar asimetrías que son obvias antes del diálogo. Claramente sigue habiendo, luego de iniciado el diálogo, asimetrías que lo afectan de diversas formas, y habría que hallar la forma de lidiar con ellas para que su influencia en las decisiones tomadas en el contexto del diálogo sea menos determinante que la influencia argumentativa. Pero concentrarnos ahora en ello nos desviaría del punto. Lo importante, para nuestro caso, es el reconocimiento del otro como un interlocutor válido; ese es el primer paso hacia la inclusión. Ese reconocimiento, que luego nos llevará a un contexto dialógico, determina de cierta manera lo que nos es permitido esperar de nuestro interlocutor y lo que, para él, es válido exigir de nosotros. Así pues, se espera, cuando menos, que el diálogo esté dirigido por las justificaciones que hayan de determinar los acuerdos a los que se llegue y la ruta de acción a seguir.

Habrá notado el lector que lo hasta aquí dicho tiene bastantes tintes habermasianos. Sin embargo, seguir en su línea de pensamiento y continuar un análisis de los actuales diálogos de paz en términos de teoría de la acción no nos llevaría muy lejos. Por ejemplo, según la teoría nos veríamos forzados a afirmar que la interacción entre gobierno y FARC no es comunicativa, sino estratégica, de modo que, en realidad, no se pueden suponer por cumplidos todos los presupuestos de la comunicación que la teoría quiere sacar a la luz (y, por eso mismo, no podría hablarse, realmente, de un diálogo entre gobierno y guerrilla). Desde el punto de vista de la teoría, habría que decir que estos diálogos de paz se establecen como un medio para la solución de un problema. No es, entonces, una interacción en la que los interlocutores tengan la firme intención de entenderse. En ese sentido, habría que decir que la interacción es estratégica: allí está en juego un cálculo, hecho por cada una de las partes, que le permita a cada una de ellas sacar el mejor provecho del diálogo para sí mismas. A la guerrilla le interesa obtener reconocimiento y participación política. Al gobierno, por su parte, no le interesa entrar en una discusión acerca de, por ejemplo, las bases económicas que están detrás del modelo de desarrollo que guía sus políticas públicas. En general, hay puntos en los que uno y otro interlocutor no está dispuesto a ceder siquiera un milímetro. Hay creencias que nunca estarán sujetas a evaluación y justificación10. Y, de hecho, en muchos contextos así debe ser11.

Digo, entonces, que seguir esa línea habermasiana conduciría a afirmar que allí no hay un diálogo real, sino otra cosa. Pero afirmar eso es, definitivamente, ir en contra de nuestra intuición. Claro que ahí hay diálogo, podría decirse, sólo que hay varios elementos que hacen más compleja la pintura y la alejan de lo que sería un diálogo ideal. Por otra parte, negar que allí haya diálogo alguno no es políticamente conveniente. De hecho, sería posible indicar que no es siquiera relevante en términos prácticos. Lo mejor es aceptar que entre las partes se está dando un diálogo y esforzarnos por actuar para propiciar unas condiciones en las que él pueda llegar a feliz término.

La discusión presentada llama entonces nuestra atención hacia proyectos alternos y complementarios al diálogo mismo que puedan garantizar la inclusión. Por una parte, siguiendo la línea de rechazo a cualquier tipo de autoritarismo, y aceptando que en los diálogos del día a día se presentan injerencias que pueden ser autoritarias y determinar en buena medida el resultado de ellos, debemos pensar en formas de evitar que esas injerencias se hagan presentes, tratando de reducir los rasgos determinantes del diálogo a rasgos netamente argumentativos. Por otra parte, la discusión deriva en una conclusión que, sin duda, puede llamarse moral. Aun si fuese el caso que los contextos dialógicos fueran inevitablemente contextos de inclusión, es un hecho que no estamos dispuestos a dialogar con cualquier persona, con cualquier posible interlocutor; de hecho, no consideramos a cualquiera un posible interlocutor. Lo que queda por hacer es, entonces, pensar en estrategias que nos lleven a querer dialogar con los demás, a querer confrontarnos con los más diversos puntos de vista, a estar dispuestos a tenerlos en cuenta seriamente, no sólo a regañadientes. (La cuestión no es ser tolerantes 'porque toca'; eso es sólo hipocresía12).

Para el actual caso colombiano, lo que requerimos con urgencia es la creación de estrategias que nos orienten a dejar de lado el rencor que, con razón, podamos tener contra los distintos grupos guerrilleros. Buena parte de la decisión de dialogar con ellos, de permitirles la posibilidad de integrarse al resto de la sociedad civil, pasa por ese abandono. En estos términos, lo que hace falta es cultivar algunas virtudes que, precisamente, llamamos democráticas: por ejemplo, la disposición al diálogo con las personas más diversas. Tal vez el mejor lugar para comenzar con la inclusión no sea el diálogo aislado; quizás sean más importantes las etapas previas a este.

 


NOTAS

* El presente artículo hace parte de los resultados de una investigación presentada por el autor para optar por el título de Magister en Filosofía. La tesis lleva por título 'Democracia, diálogo e inclusión'.

1 No obstante, en algunas ocasiones Habermas habla de cuatro pretensiones de validez. Sumada a las de rectitud, verdad y veracidad, está la pretensión de inteligibilidad (Habermas, 1996: 121). Sin embargo, esta suele obviarse en tanto que se toma más como un presupuesto de la comunicación en general –y no de la acción comunicativa–, pues ella no puede darse si no se cumple con el requisito mínimo de que las emisiones sean inteligibles.

2 Esto es, un acto de habla hecho en el contexto de una acción comunicativa. El ejemplo es tomado de Habermas (1999: 392).

3 Una proposición en juego en el ejemplo podría expresarse del siguiente modo: 'No es imposible que una persona pueda ir por el vaso de agua y regresar antes del final de la sesión'.

4 Para una crítica a la idea de que el entendimiento sea el fin del lenguaje humano puede consultarse Brandom (2000a).

5 En caso de cuestionarla, Habermas considera que es necesario involucrarse en alguna interacción discursiva para argumentar a favor y en contra de la pretensión de validez para resolver la cuestión. En este ámbito reflexivo sobre la acción comunicativa, se dejan de lado las presiones de la acción para decidir únicamente acerca de la validez de la pretensión puesta en cuestión. Esta es una de las diferencias importantes que Habermas ve entre lo que denomina acción comunicativa y lo que llama discurso. En la primera los actores están inmersos en contextos de acción; en el segundo, estos son dejados de lado. En cualquier caso, las 'inevitables presuposiciones' de la primera también están presentes en el segundo, siendo especialmente relevante la pretensión que se ha puesto en cuestión y sobre la que se está decidiendo (por ejemplo, la verdad de una proposición). Un caso relativamente especial tiene que ver con las pretensiones de rectitud. En el ámbito de la acción comunicativa lo que se suele poner en duda es la existencia de una norma, una costumbre, un valor difundido, entre otras. Pero sobre lo que se decide en el discurso, para Habermas, usualmente no es si la norma está en vigencia o no, sino si debería estarlo. La cuestión no es ya sobre la vigencia de una norma, sino sobre su validez.

6 Al hablar de distorsiones sistemáticas en la comunicación, Habermas se refiere, por ejemplo, a engaños repetitivos que unos interlocutores efectúan sobre otros, o a situaciones que hagan que el sentido de las afirmaciones de unos u otros interlocutores sea alterado sistemáticamente.

7 En este sentido, para Habermas, cuando un hablante entra en una interacción comunicativa y realiza actos de habla, debe estar dispuesto, por ejemplo, a dar por zanjada una cuestión cuando se ha dado una res96 Hernán Medina Botero puesta satisfactoria, a retirar una afirmación cuando queda clara su falsedad, o a seguir él mismo el consejo que da cuando se encuentra en una situación igual que la del oyente (Habermas, 1999: 362).

8 Al menos mientras este tenga algún aporte relevante que hacer al diálogo.

9 Una distinción de este talante sería cuando menos inconveniente, pues hace inaplicable el modelo teórico habermasiano –por su alto grado de idealización– a las interacciones reales mediadas por el lenguaje; o sería, en el peor de los casos, sencillamente irrelevante.

10 De hecho, hay algunos puntos que no pueden estar en discusión y deben ser la base de un posible acuerdo. El Estado de Derecho es uno de ellos. La legitimidad del Estado es otro.

11 Podría decirse también que el carácter público y la atención a cualquier aporte importante no están adecuadamente cumplidos. Poco o nada sabemos del transcurso del diálogo. Siempre debemos esperar varios meses para que tener noticia de unos escuetos comunicados conjuntos, y no sabremos mucho acerca de los acuerdos parciales logrados hasta que las conversaciones no toquen los seis puntos que están en la agenda, es decir, hasta que lleguen a su fin. Acerca de los aportes relevantes al diálogo es de resaltar que el gobierno haya abierto varios medios, principalmente acudiendo a internet, para que cualquier ciudadano del común pueda hacer conocer sus propuestas. Confiemos en que al menos alguien las lea.

12La cuestión tampoco es, solamente, intentar eliminar las asimetrías que se presentan en lo que concierne a acceso a la información y a capacidad argumentativa (según los términos en que se caracterizó, líneas arriba, la postura de Rorty). Si bien eso es deseable, no es lo único que debe hacerse. De nada nos serviría tener una sociedad altamente capacitada para argumentar, y con un amplio acceso a la información, si ninguno de sus individuos está en la disposición de dialogar y argumentar con sus congéneres de opiniones y caracteres más diversos.


 

REFERENCIAS

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