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CS

versão impressa ISSN 2011-0324

CS  no.25 Cali maio/ago. 2018

https://doi.org/10.18046/recs.i25.2750 

Artículos

Freud y la ciencia: un balance epistemológico**

Freud and Science: An Epistemological Appraisal

Freud e a ciência: um balanço epistemológico

Anthony Sampson* 

* Profesor Titular y Coordinador del Área Clínica del Instituto de Psicología de la Universidad del Valle. Psicoanalista. Miembro de l’École lacanienne de psychanalyse. Las traducciones del inglés y francés al español han sido realizadas por el autor del artículo. Correo electrónico: asampson@calipso.com.co


Resumen

Este artículo explora las relaciones de Freud con la ciencia de su época. Freud estaba profundamente comprometido con la visión decimonónica de la ciencia. El examen epistemológico de su obra ha estado contaminado por el análisis psicológico de su persona. Pretendo mostrar que la obra no puede ser relegada al campo de la pseudociencia por supuestas falencias personales de Freud. El psicoanálisis se inscribe plenamente en la concepción científica del mundo al cual Freud se adhería. Sostengo que, por ello mismo, el psicoanálisis será esencial para el análisis crítico de los tiempos contemporáneos.

PALABRAS CLAVE: Psicoanálisis; epistemología; historia de la ciencia

Abstract

This article explores the relationships between Freud and the science of his era. Freud was profoundly committed to the 19th century view of science. The epistemological examination of his work has been contaminated by the psychological analysis of Freud himself. It aims to show that the work cannot be relegated to the field of pseudoscience due to Freud’s supposed personal shortcomings. Psychoanalysis is fully consistent with the scientific conception of the world to which Freud belonged. the article further argues that, for precisely this reason, psychoanalysis will be essential for the critical analysis of contemporaneous times.

KEYWORDS: Psychoanalysis; Epistemology; History of science

Resumo

Este artigo explora as relações de Freud com a ciência da sua época. Freud estava profundamente comprometido com a visão decimononica da ciência. O exame epistemológico da sua obra está contaminado pela análise psicológica da pessoa de Freud. Pretendo mostrar que a obra não pode ser dada ao campo da pseudociência por supostas falências pessoais de Freud. A psicanálise se inscreve plenamente na concepção cientifica do mundo ao qual Freud se aderia. Sustenho que, por isso mesmo, a psicanálise será essencial para a análise crítica dos tempos contemporâneos.

PALAVRAS CHAVE: Psicanálise; epistemologia; história da ciencia

Nuestra contemporaneidad (me refiero al siglo XX, así como al actual) lleva la marca innegable e indeleble del psicoanálisis. El ethos moderno sería muy distinto sin la radical transformación mental que la obra de Freud produjo. Como lo han escrito el psicólogo cultural Jerome Bruner (1979) y el filósofo Thomas Nagel (1995), para nombrar solo dos pensadores contemporáneos destacados, el psicoanálisis ha significado una profunda alteración de la imagen del hombre en todas sus dimensiones: social, ética y política, y no solo en la psicológica. Además, generaciones enteras de artistas, pensadores y creadores en las áreas más disímiles de la vida humana han reconocido la poderosa influencia del pensamiento freudiano sobre su obra. Por ejemplo, el ilustre poeta inglés W. H. Auden, en su poema de 1939 «In Memory of Sigmund Freud», dejaconstancia de que Freud al morir ya no era simplemente una persona sino «todo un clima de opinión» (a whole climate of opinion). Otro ilustre ejemplo es el de Thomas Mann, que por sí solo basta para ilustrar este reconocimiento sin ambages.

El psicoanálisis representa un modo de pensamiento que ha calado hondamente incluso en las explicaciones de la psicología del sentido común. De ahí la penetración de su vocabulario en los usos de todos los días. Naturalmente las revistas de gran divulgación no han dejado de reflejar esta presencia cultural de Freud y en los últimos años han llevado múltiples veces su retrato en sus portadas. La revista francesa Le Nouvel Observateur nombró a Freud el hombre del siglo en su número del 7 de octubre de 1999 y muchas otras publicaciones le han otorgado un lugar muy destacado al lado de Einstein y otros científicos célebres.

Pero esta celebridad ha sido ambivalente desde el principio. La obra de Freud suscitó tempranamente apasionadas adhesiones y airados repudios. Central en la contienda entre opositores y defensores de la teoría psicoanalítica siempre ha estado la figura del hombre Freud. Se ha tratado de desintrincar la vida del hombre de la obra teórica, pero en vano. Por ejemplo, hoy en día existe una pluralidad considerable de teorías y prácticas que afirman su filiación con Freud, por más que parezcan inconciliables entre sí. Lo que las unifica a todas, a pesar de sus incompatibilidades, es la sombra que sigue arrojando la persona de Freud. Él es «todavía nuestro objeto perdido, nuestro genio inalcanzable, por cuyo deceso nunca hemos hecho el duelo apropiado», es «el padre que se resiste a morir» (the father who doesn’t die), en palabras de Robert Wallerstein, entonces presidente de la Asociación Internacional de Psicoanálisis, en su alocución presidencial en el Congreso Internacional de 1987. El espectro de Freud es el que unifica al conjunto de los psicoanalistas por divergentes que sean sus posturas doctrinales.

Pero si eso es así, para sus discípulos la vida del hombre Freud forzosamente tendrá que ser objeto de culto, deberá ser ensalzada como el parangón del apasionado por la verdad, deberá ser venerada por su honestidad absoluta. Su integridad científica, su consagración infatigable al trabajo, su rectitud en los asuntos cotidianos y en el trato con sus colegas y seguidores, su moralidad sin mancha como marido hogareño y como padre ejemplar, tendrán que enfatizarse. Su biografía deberá retratar la figura de un hombre ideal. Se admitirá solo que tuvo un único vicio: el tabaco, y por eso el psicoanálisis nunca ha servido para dejar de fumar (véase la admirable novela humorística sobre este tema de ItaloSvevo, Confessions of Zeno [1964], publicada originalmente en italiano en 1923).

La consecuencia es esta: refutar el psicoanálisis se convierte en la empresa de escudriñar en el menor detalle la vida de Freud. Todos sus papeles, archivos, cartas, tarjetas postales, cuentas de hotel y de lavandería son examinados a la lupa en busca de la confirmación de algún desliz. Se pretende hallar alguna correspondencia incriminatoria para mostrar que Freud era plagiario, vanidoso, envidioso, celoso, tramposo, y que tuvo una relación clandestina con su cuñada Minna. En resumen, que era un bellaco. Los argumentos en contra de la doctrina se hacen así ad hominem. Pues si se logra desacreditar a Freud, se piensa que se habrá revelado la insuficiencia epistemológica de la obra. No es de extrañarse, entonces, que el final del siglo XX y los primeros años del siglo en curso hayan sido un momento propicio para el recrudecimiento de los ataques contra el hombre Freud. Los dos más egregios representantes de esta andanada de denuncia son, en inglés, Frederick Crews, y en francés, Michel Onfray. Incluso los autores que aparentemente se limitan a un sereno examen de los textos teóricos (Adolf Grünbaum, por ejemplo), difícilmente pueden contener su tendencia a psicologizar, en la medida en que atribuyen intenciones ocultas, denuncian tergiversaciones subrepticias y maniobras autoriales de dudosa ortografía.

La discusión epistemológica de la obra de Freud ha estado siempre viciada por este tipo de afectos que habría que llamar propiamente «transferenciales». Freud los veía inevitablemente en obra en todo proceso de transmisión del saber, y notablemente en la enseñanza.

No sé qué nos reclamaba con más intensidad ni qué era más sustantivo para nosotros: ocuparnos de las ciencias que nos exponían o de la personalidad de nuestros maestros. Lo cierto es que esto último constituyó en todos nosotros una corriente subterránea nunca extinguida, y en muchos el camino hacia las ciencias pasaba exclusivamente por las personas de los maestros; era grande el número de los que se atascaban en este camino, y algunos -¿por qué no confesarlo?- lo extraviaron así para siempre (Freud, 1976a: 248).

Es de temer que la fascinación por la figura de Freud, tanto para idealizarla como para denigrar de ella, signifique atascarse en el camino al saber e incluso extraviarlo para siempre. Es casi imposible encontrar un crítico del psicoanálisis que no sea tentado, primero que todo, por ejercitarse en el arte de la desmixtificación de la leyenda de Freud. Sin duda, la hagiografía elaborada por algunos de los primeros discípulos -novela de los orígenes parcialmente inspirada por el mismo Freud- es una ficción piadosa. Freud estuvo menos solo de lo que se ha hecho entender (Roazen, 1975). Pero, si la leyenda del «espléndido aislamiento» solo es una leyenda, esto no anula el hecho de que Freud se encontró con una hostilidad muy real por parte de muchos de quienes se habría podido esperar una respuesta muy diferente (especialmente los psiquiatras).

Desde el principio, entonces, los detractores del psicoanálisis han sido legión. Pero lo novedoso de ahora es que el Freud bashing, como lo denominan los angloparlantes, se ha convertido en una auténtica disciplina que asegura el modus vivendi de los que la practican. Frederick Crews, por ejemplo, a sus más de 80 años vuelve a atacar a Freud en su más reciente libro, Freud. The Making of an Illusion(2017). Algunos lo hacen siguiendo reglas civilizadas (Karl R. Popper y Adolf Grünbaum) y entablan discusiones epistemológicas, pero otros, los más feroces (el ya nombrado Frederick Crews, pero igualmente Han Isräels, Mikkel Borch-Jacobsen y Michel Onfray), no tienen rémoras de conciencia y se empeñan en vilipendiar al hombre y en condenar la teoría y la práctica como meras supercherías, un nuevo avatar del mesmerismo. Claro está, al lado de ellos, como ya lo he señalado, se encuentra un número muy considerable de pensadores de prestigio que piensan justamente todo lo contrario. Y es de señalar que los más celosos defensores de Freud no siempre son del gremio, es decir, no lo defienden por razones de solidaridad corporativa.

Sin embargo, debería ser apenas obvio que la cientificidad del psicoanálisis no queda demostrada simplemente por la evidencia incuestionable de la enorme influencia que ha ejercido. Crews mismo reconoce que los tres nombres más citados en la lengua inglesa son los de Shakespeare, Freud y Jesús (Crews, 2017). Igualmente va de suyo que, ni la defensa de la integridad y honestidad de la persona de Freud, ni la denuncia de sus deficiencias, nada tienen que ver con el examen epistemológico de la teoría laboriosamente creada por el fundador del psicoanálisis.

Ahora bien, no hay lugar a dudas de que un requisito para el surgimiento de la ciencia occidental fue la invención del concepto de la psique (Snell, 1982), pero la construcción de una ciencia de la mente, cuyas etapas esenciales siempre fueron obra de filósofos (Platón, Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás, Suárez, Descartes, Leibniz, Hobbes, Locke, Hume, Kant, Brentano, Peirce, Wittgenstein, etc., etc.), no ha ido al mismo paso vertiginoso de las ciencias naturales y exactas, al menos después de la revolución galileana. Muchos, desesperados por la complejidad de la tarea, han proclamado su imposibilidad de facto: así como el ojo no se ve a sí mismo, la mente no puede tomarse como su propio objeto. Se sabe que Auguste Comte menospreciaba la psicología y, supuestamente, decía que uno no puede asomarse a la ventana y simultáneamente estar abajo en la calle. Otros sostienen que ir en busca de la mente es ir en pos de la quimera: es preciso «naturalizar» la psicología y confiar en el desarrollo de la neurología para disipar las ilusiones mentales.

Freud, en cambio, renunció tempranamente a esta segunda opción (nunca quiso publicar su Proyecto de una psicología para neurólogos), pero jamás cedió a la primera. Quería hacer ciencia y creía hacerla. La voluntad de hacer ciencia, como lo dice Isabelle Stengers (1992), recorre todo el texto de Freud. Basta una sola cita de sus «Nuevas conferencias introductorias al psicoanálisis», de la Conferencia 35, «Una concepción del universo» (Freud, 1976b). Ante la insistente pregunta de si el psicoanálisis propone una nueva concepción del universo -pregunta que sin duda oculta otra: ¿es el psicoanálisis una nueva filosofía?- Freud responde tajantemente que se inscribe en la única concepción válida para el mundo moderno: la científica.

Entiendo, pues, que una cosmovisión es una construcción intelectual que soluciona de manera unitaria todos los problemas de nuestra existencia a partir de una hipótesis suprema; dentro de ella, por tanto, ninguna cuestión permanece abierta y todo lo que recaba nuestro interés halla su lugar preciso. Es fácilmente comprensible que poseer una cosmovisión así, se cuente entre los deseos ideales de los hombres. [El psicoanálisis] como ciencia especial, una rama de la psicología -psicología de lo profundo o psicología de lo inconsciente-, es por completo inepta para formar una cosmovisión propia, debe aceptar la de la ciencia (Freud, 1976b: 146-147).

Freud se indigna contra los que repudian tal visión del universo por considerarla pobre y desconsoladora y no atender las exigencias del espíritu y las necesidades del alma humana. Pues considera que «espíritu y alma son objeto de investigación científica exactamente como lo son cualesquiera otras cosas ajenas al hombre» (Freud, 1976b: 147), y es el psicoanálisis el que ha contribuido a la concepción científica del universo al haber «extendido la investigación al ámbito anímico» (Freud, 1976b: 147). Así, el llamado «cientismo» de Freud no es otra cosa que su asentimiento al ideal de la concepción científica del mundo. Ideal ciertamente lejano y exterior, porque es «un programa cuyo cumplimiento se difiere al futuro» (Freud, 1976b: 147). La ciencia aquí y ahora tiene inevitables limitaciones, pero

no es cierto que marche ciega, a los tropezones, de un ensayo a otro, que permute un error por otro. En general trabaja como el artista con el modelo de arcilla: modifica sin descanso el esbozo grosero, le agrega y le quita material hasta conseguir un grado satisfactorio de parecido con el objeto visto o representado (Freud, 1976b: 161).

A su vez, Freud parece haber aceptado que, en correspondencia con este ideal de la ciencia, debe haber, en todo momento histórico dado, una ciencia ideal. Esta se constituye mediante una operación que abstrae ciertos rasgos de una ciencia particular y que luego son fijados como criterios normativos para toda ciencia posible. Esa ciencia ideal freudiana parece encarnarse en las figuras históricas de Helmholtz, Mach y Boltzmann (Milner, 1995). De paso, es interesante observar que el ateísmo pugnaz de Freud y su materialismo a ultranza forman parte de su incondicional asentimiento al ideal de la ciencia decimonónica. Por encima de todo, quería evitar que el inconsciente fuera tomado como un nuevo avatar del espiritualismo.

Pero es así como justamente Freud cayó indefenso en las manos de los epistemólogos dogmáticos. Su propia concepción epistemológica idealizante, que es la misma de sus detractores, fue empleada en contra suya, pues la conjunción del ideal de la ciencia con una imaginaria ciencia ideal -la del momento histórico- conduce inevitablemente a una compulsión legislativa incontrolable.

Por eso, es útil, una vez más, el contraste entre Freud y Jung. Las embestidas antifreudianas, que marcaron el final del siglo XX y se repiten de nuevo en nuestros días, no tuvieron ningún paralelo en un ensañamiento de los críticos con el hombre Jung, ni hubo una despiadada arremetida epistemológica contra su obra. Nadie combate a Jung, sencillamente porque él nunca asumió la postura cientista y nunca asintió al ideal de la ciencia.

Ahora bien, el dogmatismo en epistemología proviene de la tendencia legisladora de los metodólogos. Obsesionados por mantener una clara delimitación entre ciencia y no ciencia, pretenden volver la epistemología una disciplina normativa. Creen poseer criterios a priori de cientificidad que permiten una definición general de la diferencia entre ambos dominios, pero en vano se buscará tal definición general, debido a la extrema variabilidad de las disciplinas científicas mismas. Y raras veces son los metodólogos científicos quienes hayan hecho alguna contribución real a la ciencia que sea. Su enorme abstracción e idealización constituirían una asfixiante camisa de fuerza si fueran realmente asumidas por los científicos en sus actividades cotidianas. La perentoria exigencia de rigor se convertiría rápidamente en un «rigor mortis mental», según la expresión de Paul Feyerabend (1978), quien sostiene que si los científicos obedecieran a los epistemólogos dogmáticos sería el fin de la ciencia tal como la conocemos actualmente.

En una epistemología no dogmática, los criterios son elaboradas a posteriori. Es decir, los epistemólogos ratifican después, no es su función descalificar autoritariamente de antemano. El punto de vista de la epistemología «no es la teoría general de toda ciencia y de todo enunciado científico posible; es la búsqueda de la normatividad interna en las diferentes actividades científicas, tal como han sido efectivamente puestas en obra» (Foucault, 2001a: 1591). En otros términos, la historia de las ciencias no puede ser disociada de la epistemología para que esta deje de ser «la simple reproducción de los esquemas internos de una ciencia en un momento dado» (Foucault, 2001a: 1590-1591).

Así, la investigación científica es mucho menos ideal de lo que ciertos epistemólogos nos quisieran hacer creer. Pero por ello mismo también es mucho más contingente e interesante. Esto no quiere decir que adopto las posiciones críticas más extremas a la ciencia de algunos «sociólogos del conocimiento» (escuela de Edimburgo), quienes han centrado su mirada preponderantemente en los factores extrínsecos a la ciencia: su financiación, su dependencia del complejo industrial-militar, la determinación de sus prioridades investigativas por razones de conveniencia social e incluso gubernamental -lo cual no quiere decir que lo que estos sociólogos denuncian no sea cierto-.

El punto de vista epistemológico, articulado con la historia de las ciencias, ciertamente demuestra discontinuidades, rupturas, correcciones sucesivas que revelan que la distinción error-acierto, el criterio que distingue la verdad de la falsedad, importa y no puede ser soslayada. Sin embargo, el error no tiene por qué confundirse con la vulgar charlatanería, pues «‘el error’ constituye no el olvido o la tardanza en la realización prometida, sino la dimensión propia de la vida de los hombres e indispensable al tiempo de la especie» (Foucault, 2001a: 1594). Por lo demás, los anatemas arrojados por los epistemólogos jamás han afectado a los verdaderos charlatanes: los astrólogos ocupan en todos los periódicos del mundo un lugar prominente y tolerado.

Sea como sea, juzgado por sus propios criterios severos de idealidad científica, Freud ha sido condenado por muchos de los metodólogos contemporáneos: Popper y Grünbaum son solo dos de los más conspicuos. Los filósofos que lo defienden lo hacen sin comprometerse con respecto a su cientificidad, o bien porque sencillamente no creen en los criterios de los epistemólogos, o bien porque piensan que las ciencias humanas deben regirse por un modelo hermenéutico. Esta última corriente, que se origina en la exégesis bíblica, pretende que la causalidad inconsciente de los síntomas, sueños y lapsus es asunto de una semántica del deseo.

El máximo proponente de esta doctrina fue el filósofo Paul Ricoeur, quien, en el célebre Coloquio de Bonneval sobre el inconsciente (bajo la dirección de Henri Ey), presentó en 1960 una ponencia intitulada «El consciente y el inconsciente». Ricoeur inicia su ponencia aseverando que «el filósofo contemporáneo encuentra a Freud en los mismos parajes que Nietzsche y que Marx; los tres se elevan ante él como los protagonistas de la sospecha, los que quieren penetrar las máscaras» (Ey, 1970: 440). El filósofo Ricoeur se sitúa en la confluencia de tres líneas de pensamiento: la teología protestante, la filosofía de la historia de Hegel y la fenomenología husserliana, tal como se aprecia en varias de sus obras y en particular en La symbolique du mal -incluida en la edición española que lleva por título Finitud y culpabilidad (Ricoeur, 1991)-.

Ricoeur propone, en su sedicente «epistemología del psicoanálisis», que el inconsciente freudiano está constituido por una hermenéutica; es decir, que es «relativo al sistema de desciframiento o de descubrimiento de una clave» (Ey, 1970: 444); y, más adelante, que el inconsciente «está ‘constituido’ por el conjunto de las etapas hermenéuticas que lo descifran» (446). Pero, de hecho, no hay una sola hermenéutica, sino dos, una para la consciencia y otra para el inconsciente: «hay, pues, dos hermenéuticas: una vuelta hacia el surgimiento de los símbolos nuevos, de figuras ascendentes [...], otra, vuelta hacia el resurgimiento de los símbolos arcaicos» (1970: 452). Y, unas cuantas líneas después, Ricoeur dice categóricamente: «el inconsciente es origen, génesis, la consciencia es fin de los tiempos, apocalipsis» (453). Cinco años después del Coloquio de Bonneval Ricoeur publicará De l’interprétation (1965), donde desarrolla en detalle el programa expuesto en 1960.

La mezcla, propia de Ricoeur, de la teología protestante, de Hegel y de Husserl, suscitó mucha crítica en diversos sectores. Por mi parte, me limitaré a observar que es muy difícil de articular una explicación etiológica convincente a partir de una sinonimia y de una «clave» o símbolos supuestamente arcaicos y originarios que permitirían la interpretación hermenéutica de un síntoma contemporáneo. Por lo demás, parece poco probable que a Freud, el judío sin dios en la expresión de Peter Gay (1987), le hubiera complacido escabullirse tomando esta opción hermenéutica, de raíces teológicas, y es mucho más seguro que habría preferido entrar en abierta lid con sus opositores dogmáticos.

Pero la historia de la propuesta de considerar al psicoanálisis como una hermenéutica no termina con Ricoeur. Unos pocos años después del Coloquio de Bonneval, en 1964, se celebró otro famoso coloquio, esta vez en Royaumont, y la figura elegida para las ponencias y discusiones fue la de Nietzsche. Ente los muchos oradores se destacó Michel Foucault. Su ponencia se intitula «Nietzsche, Freud, Marx» (Foucault, 2001b), precisamente los mismos tres pensadores que Ricoeur había presentado como «los protagonistas de la sospecha». Foucault los junta para resaltar su similitud en lo que concierne a sus «técnicas de interpretación». Y Foucault también arranca con la sospecha. Pero es para hacer ver cómo la sospecha es inherente al uso del lenguaje mismo. Se sospecha que el lenguaje no dice exactamente lo que dice e, igualmente, se sospecha que el lenguaje desborda su forma puramente verbal y que todo lo que nos rodea habla: la naturaleza, el mar, el susurro de los árboles, los rostros, las máscaras, etc. Enseguida, Foucault establece el repertorio de las técnicas interpretativas basadas en la «semejanza» que eran corrientes en el siglo XVI, con el fin de mostrar la radical novedad de las técnicas interpretativas introducidas en el siglo XIX por Nietzsche, Freud y Marx y que rigen aún hoy en día. Así, Foucault se empeña en construir una concepción de la hermenéutica moderna y, al hacerlo, se diría que hace todo lo posible por demoler lo sustentado por Ricoeur en su ponencia en Bonneval y en su ulterior libro De l’interprétation -según Didier Éribon (2011: 297- 298), Foucault sentía una profunda antipatía hacia Ricoeur y en uno de sus cursos se propuso «demoler» metódicamente el sistema de este-.

No tengo modo alguno de saber si Foucault asistió al Coloquio de Bonneval; es factible, ya que en 1960 estaba de regreso a París después de su estadía como funcionario del gobierno francés en Hamburgo. En 1964, cuando tuvo lugar el Coloquio de Royaumont donde Foucault presentó «Nietzsche, Freud, Marx», Ricoeur aún no había publicado su libro sobre Freud (1965), y las actas del Coloquio de Bonneval solo se publicaron en 1966. De manera que Foucault no pudo haber leído el texto de Ricoeur. Solo puedo conjeturar que Foucault escuchó personalmente dicha ponencia o fue informado por otros de las palabras de Ricoeur. Sea como sea, el escrito de Foucault es una refutación sistemática de Ricoeur -sin nombrarlo- en su esfuerzo por mostrar en qué consiste la «hermenéutica moderna» en oposición a la antigua. En primer término, lo que los tres autores (Nietzsche, Freud, Marx) tienen en común es el gesto compartido de una transformación de la naturaleza del signo mismo. Su espacialidad deja de ser homogénea y, sobre todo, la profundidad no debe entenderse como la interioridad, sino como la exterioridad. Foucault insiste en que la interpretación es siempre una interpretación de una interpretación, que es a su vez interpretación de otra interpretación y así al infinito. La experiencia de la locura es siempre inminente, como lo ilustra la historia de Nietzsche. «La muerte de la interpretación ocurre cuando se cree que hay signos, signos que existen previamente, originalmente, realmente, como marcas coherentes, pertinentes y sistemáticas» (Foucault, 2001b: 601-602).

Nunca sabremos lo que Freud hubiera pensado de su inclusión en ese trío de pensadores. Es posible que haya sonreído por dentro al ponerse al descubierto su hermandad con Nietzsche, con quien le unían estrechos vínculos (disimulados por Freud) como lo ha argumentado Paul-Laurent Assoun (1984). En público, quizá lo habría «desestimado», para emplear uno de los conceptos forjados por él mismo. Pero, de Marx... ¡qué decir!

Adolf Grünbaum (1999), nuestro epistemólogo severo, nunca propuso la hermenéutica como salida para solucionar el estatuto científico incierto del psicoanálisis, pero concede que este al menos posee una potencia «heurística», que es la que le podría prometer nuevas perspectivas en el futuro. La heurística, según el Diccionario Enciclopédico Salvat (1954), es el «arte de descubrir, que da reglas e indicaciones metódicas para llegar a adquirir nuevos conocimientos, valiéndose, por ejemplo, de hipótesis felices o de principios que, aun no siendo verdaderos, llevan por buen camino la investigación». Los anglosajones, a partir de una célebre carta de Horace Walpole, han acuñado el término de «serendipity»: una aptitud para hacer descubrimientos felices por azar (los franceses ya hablan corrientemente de la serendipité; y en español la última edición del Diccionario de la Real Academia ha autorizado los vocablos serendipia y serendípico).

Hubo mucho de azar en el nacimiento del psicoanálisis, sin duda. Y Freud -también sin duda- poseyó la aptitud de la serendipity. Sin embargo, si no fuera por su tan mentado «cientismo», Freud no habría tenido la tozudez de persistir en su camino, hacer los descubrimientos que hizo y lanzar las audaces hipótesis que formuló. Que estas no sean experimentalmente verificables, ni que su teoría, ni en conjunto ni a nivel local, sea «falsable» en términos popperianos, no quiere decir que el psicoanálisis no sea un producto de la civilización científica, de una concepción científica del mundo, inscrito por entero en el campo de la racionalidad.

Permítanme detenerme brevemente en la crítica de Popper a Freud. Popper se refiere a Freud y al psicoanálisis en varias de sus obras (Popper, 1972; 1982; 1983). Pero es en Realism and the Aim of Science (1983) donde Popper hace su análisis crítico más extenso de Freud y elige La interpretación de los sueños como el texto con el cual poner a prueba su distinción entre el «verificacionismo» y la «falsabilidad». Esta oposición entre estos dos procederes no es tan idiosincrásica como pueda parecer a primera vista. Detrás de ella está la ruptura de Popper con las tesis verificacionistas del Círculo de Viena y los positivistas lógicos; igualmente, corresponde a su repudio radical de la inducción, el «induccionismo» como método científico. Popper sostiene que los científicos deben empeñarse en «falsar» sus teorías y no en verificarlas. No obstante, como preámbulo a su crítica, Popper expresa una gran admiración por Freud y su obra: «[La interpretación de los sueños] contiene más allá de toda duda razonable, un gran descubrimiento. Yo al menos me siento convencido de que existe un mundo del inconsciente, y que los análisis de los sueños de Freud son fundamentalmente correctos» (Popper, 1983: 164). Lo que Popper reprocha a Freud es simplemente que sea verificacionista y no falsacionista. Es decir que comprueba, confirma, corrobora que los hechos (los casos clínicos) corresponden a la teoría y no pone a prueba una teoría alterna que podría falsar la suya.

Popper, en su prefacio a Conjectures and Refutations(1972: vii), sostiene lo siguiente:

El modo en el cual el conocimiento progresa, y especialmente nuestro conocimiento científico, es mediante injustificadas (e injustificables) anticipaciones, mediante intuiciones, mediante soluciones tentativas a nuestros problemas, mediante conjeturas. Estas conjeturas son controladas por la crítica; es decir, por refutaciones intentadas, que incluyen pruebas severamente críticas. Puede que sobrevivan a estas pruebas; pero nunca podrán ser justificadas positivamente; no pueden ser establecidas como absolutamente verdaderas, ni siquiera como «probables» (en el sentido del cálculo de probabilidad). La crítica de nuestras conjeturas es de importancia decisiva: al resaltar nuestros errores nos hace comprender las dificultades del problema que estamos tratando de resolver.

Quiero hacer una cita, un poco más extensa aun que la anterior, de Freud, tomada de Pulsiones y destinos de pulsión (1976c: 113):

Muchas veces hemos oído sostener el reclamo de que una ciencia debe construirse sobre conceptos básicos claros y definidos con precisión. En realidad, ninguna, ni aun la más exacta, empieza con tales definiciones. El comienzo correcto de la actividad científica consiste más bien en describir fenómenos que luego son agrupados, ordenados e insertados en conexiones. Ya para la descripción misma es inevitable aplicar al material ciertas ideas abstractas que se recogieron de alguna otra parte, no de la sola experiencia nueva. Y más insoslayable todavía son esas ideas -los posteriores conceptos básicos de la ciencia- en el ulterior tratamiento del material. Al principio deben comportar cierto grado de indeterminación: no puede pensarse en ceñir con claridad su contenido. Mientras se encuentran en ese estado, tenemos que ponernos de acuerdo acerca de su significado por la remisión repetida al material empírico del que parecen extraídas, pero que, en realidad, les es sometido. En rigor, poseen entonces el carácter de convenciones, no obstante lo cual es de interés extremo que no se las escoja al azar, sino que estén determinadas por relaciones significativas con el material empírico, relaciones que se cree colegir aun antes que se las pueda conocer y demostrar. Solo después de haber explorado más a fondo el campo de fenómenos en cuestión, es posible aprehender con mayor exactitud también sus conceptos científicos básicos y afinarlos para que se vuelvan utilizables en un vasto ámbito, y para que, además, queden por completo exentos de contradicción. Entonces quizás haya llegado la hora de acuñarlos en definiciones. Pero el progreso del conocimiento no tolera rigidez alguna, tampoco en las definiciones. Como lo enseña palmariamente el ejemplo de la física, también los conceptos básicos fijados en definiciones experimentan un constante cambio de contenido.

«Convenciones», «colegir», «no tolera rigidez alguna», «un constante cambio de contenido»: se diría que Freud era popperiano avant la lettre.

Retomemos, entonces, el hilo: no basta con decir que el psicoanálisis no es una ciencia natural como la física o la biología. Está claro que no es una ciencia conforme al modelo galileano de la matematización de lo empírico. Pero, a la inversa, el psicoanálisis constituye una seria interrogación respecto a los límites del saber científico. La ciencia pretende apresar lo real en las redes del saber. Su operación consiste en circunscribir e inscribir lo real en una escritura formalizada. No obstante, de ese saber así constituido siempre escapa un resto, un residuo que revela la incompletud de todo sistema simbólico (Le Gaufey, 1991). El psicoanálisis se ha hecho cargo de ese resto -lo que Michel Foucault llamaba la negatividad de la condición humana-: el sexo, el amor, la agresión, la muerte, la locura, así como el esfuerzo del ser humano por trascender los límites de su condición: lo que Freud designaba como la sublimación.

Para concluir, reproduzco las palabras de Thomas Mann, a quien aludí al comienzo de este texto:

La revelación analítica es una fuerza revolucionaria. Con ella ha venido al mundo un alegre escepticismo que desenmascara todos los engaños y subterfugios de nuestras propias almas. Una vez despierta y alerta no se puede volver a dormir. Se infiltra en la vida, corroe su torpe ingenuidad, le libra del fardo de su propia ignorancia, la desemocionaliza; por decirlo así, le inculca el gusto del understatement como lo llaman los ingleses, de las palabras sobrias en vez de las rimbombantes, del culto que ejerce su influencia mediante la moderación, la modestia (Mann, 1947: 150).

En los tiempos actuales marcados por la retórica rimbombante, inflamatoria, racista y sexista de los demagogos populistas, el siglo XXI necesitará más que nunca de las palabras sobrias y modestas del psicoanálisis.

Referencias

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** Artículo reflexivo.

Cómo citar Sampson, A. (2018). Freud y la ciencia: un balance epistemológico. CS, (25), 13-29.

Recibido: 07 de Febrero de 2018; Aprobado: 31 de Mayo de 2018

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