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versión impresa ISSN 2011-0324

CS  no.29 Cali sep./dic. 2019

https://doi.org/10.18046/recs.i29.3437 

Temas

El Estado y la regulación sociopenal de las juventudes pobres en Argentina: un marco conceptual para su análisis*

State and Socio-penal Regulation of Poor Youth in Argentina: A Framework

** Doctora en Ciencias Sociales y Magíster en Políticas Sociales por la Universidad de Buenos Aires (Argentina). Investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Argentina). Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas (Conicet-UNSAM). Correo electrónico: marinamedan@conicet.gov.ar ORCID: https://orcid.org/0000-0002-7621-5572


Resumen

Este artículo conceptual se inscribe en los debates académicos sobre el gobierno hacia la población joven en situación de pobreza y conflicto con la ley. Comienza por una revisión sobre los enfoques prevalecientes en el contexto argentino, luego presenta hipótesis sobre lo que serían sus límites y, finalmente, un marco conceptual para superarlos. La propuesta procura integrar niveles macro y microsociales, y evadir tanto las lecturas institucionalistas como las interaccionistas. Se articulan aportes foucaultianos, de la teoría feminista, la antropología del Estado, y de los estudios culturales. Complementariamente, se asume la existencia y determinación de las relaciones de dominación y subordinación en la actividad de gobierno, pero se busca reconocer la actividad humana más allá de ellas, e identificar cómo esta incide en las primeras. La referencia empírica a la que se hace alusión corresponde a los programas estatales sociopenales destinados a jóvenes, que se implementan en Argentina.

PALABRAS CLAVE: estado; gobierno; comunidad; juventud; pobreza

Abstract

This conceptual paper is framed in academic debates about government practices related to young people living in poverty and in conflict with law. It begins with a review of the prevailing approaches in the Argentinian context. Then, it presents hypotheses on what its limits would be and, finally, a conceptual framework to overcome them is presented. The proposal seeks to integrate macro and micro social levels, and to evade both institutionalist and interactionist approaches. Foucaultian contributions on feminist theory, State anthropology, and cultural studies are articulated. As a complement, while the existence and determination of domination and subordination relations in governmental activity is assumed, this paper seeks to recognize human activity beyond them and to identify how this affects the former. The empirical reference mentioned corresponds to socio-penal State programs for youth implemented in Argentina.

KEYWORDS: State; Government; Community; Youth; Poverty

Introducción

Este artículo presenta un marco conceptual para abordar la actividad de gobierno a partir de dispositivos estatales, desde una perspectiva socioantropológica. En particular, se propone el uso de este marco para analizar las formas de regulación social de la juventud en contextos de pobreza, a través de políticas sociopenales. Con “regulación”1 se adopta la definición amplia de la idea de gobierno de origen foucaultiano que propone Lynne Haney, para connotar patrones de poder y de regulación que dan forma, guían y gestionan la conducta social. Es el proceso por el cual se genera la producción y reproducción del orden social dentro del cual se incluyen instancias de regulación más sistemáticas y duraderas, y otras más coyunturales y contingentes, públicas y privadas, normativas y consuetudinarias que, lejos de ser puras, en ocasiones se solapan o se combinan. Los actores que las encarnan pueden comulgar paralelamente con los principios de organización y funcionamiento de distintas instancias (Haney, 2010). Si bien este trabajo se centra en formas de regulación estatales, “regulación” permite iluminar otras tramas de relaciones de poder y de influencia que modelan, potencian y restringen la vida de las personas2. Desde esta perspectiva, y para decirlo brevemente, aquí se aborda el problema de la construcción y gestión estatal de la relación entre juventud, inclusión y exclusión social, delito, seguridad y derechos humanos.

A inicios del nuevo siglo, este problema se encontró configurado en Argentina por una trama particular de procesos sociohistóricos que es preciso puntualizar. Por un lado, a comienzos del 2000 y luego de una década de políticas socioeconómicas neoliberales, el país experimentó un crisis social, política y económica sin precedentes que dejó a la mitad de la población en la pobreza. Como suele suceder en estas situaciones, la población infantil y adolescente resultó la más perjudicada (Castel, 1991; Saraví, 2006). En ese contexto, se contruyó la preocupación política y también académica por los jóvenes excluidos de la escolaridad y del mercado laboral (Miranda; Salvia, 1998), situación a partir de la cual surgió la difusa categoría vernácula “nini”-vinculada con la anglosajona NEET-3, que fue asociada, a su vez, con la participación de jóvenes en el delito urbano.

La preocupación por el vínculo entre juventud, pobreza y delito no fue exclusivamente social, sino que también se conectó con una nueva problematización de la seguridad. Desde mediados de los ochenta y, especialmente, durante los noventa, como parte de la restauración democrática en América Latina (aunque también vinculadas a ciertas transformaciones del mundo occidental respecto al tratamiento del crimen y la seguridad en general), se sucedieron discusiones y mutaciones en los sentidos de la seguridad y los factores que atentaban contra ella. Para el caso argentino, la cuestión militar dejó de ser el centro del asunto en los noventa, y su lugar lo ocupó el delito urbano callejero en ascenso, vinculado, en parte, al creci- miento de la pobreza (Sozzo, 2011). La marcada importancia que el delito callejero tuvo dentro de la construcción del problema de la in/seguridad, como una de las preocupaciones sociales centrales de esos años, ubicó a los varones jóvenes pobres en la mira (Kessler, 2004; 2009).

Considerando el momento actual, y aunque las caracterizaciones no son fáciles, especialistas en política penal señalan que la era kirchnerista (2003-2015) estuvo caracterizada por una serie de vaivenes: discursos y acciones punitivas orientadas al endurecimiento penal coexistieron con otras delineadas por un modelo de seguridad ciudadana que procuraba el control político de la misma y, principalmente, reformas policiales (Arslanián; Saín, 2017; Oyhandy, 2014; Saín, 2015; Sozzo, 2016). De esos vaivenes no estuvo exenta la gestión del delito juvenil (conducirla mediante inclusión social o con mano dura), ni la actualización de la legislación penal juvenil (Guemureman, 2015). Sin embargo, aunque el reconocido especialista Marcelo Saín (2016) no encuentra grandes diferencias en materia de política penal entre la gestión kirchnerista y el gobierno de tinte neoliberal del frente Cambiemos, que asumió en 2015, sí señala dos cuestiones que podrían impactar en el fenómeno que nos ocupa. Por un lado, su posición de que las políticas sociales y económicas de Cambiemos conducen, de manera indirecta, a un aumento de los delitos contra la propiedad y en situaciones de violencia4. Por otro, la habilitación, desde las estructuras gubernamentales, del uso abusivo de la fuerza.

En convivencia con estos procesos en los que la juventud en contextos de pobreza acaparaba atención tanto desde las preocupaciones por la cuestión social como de seguridad, la expansión del discurso de derechos en el campo de la regulación de la infancia y la adolescencia se extendió significativamente (Llobet, 2012; Villalta; Llobet, 2015) e impactó en cómo se gestionan los vínculos entre niñas, niños y adolescentes, y los procesos de exclusión social y conflicto con la ley penal, en particular, así como de vulneración de derechos, en general. En 2005, en Argentina se derogó la Ley de Patronato de Menores, y se sancionó la Ley 26061 de promoción y protección de derechos de niños, niñas y adolescentes, centrada en el paradigma de derechos humanos y orientada por la convención de los derechos del niño. Esta norma implicó la separación de las llamadas causas asistenciales de las penales. Ahora bien, a pesar de la sanción de esta ley, en Argentina sigue vigente un régimen penal de la minoridad que no se adecúa a los estándares internacionales a los que el país adhiere (Unicef, 2008). Sin embargo, el caracter federal del país ha hecho que algunas provincias (por ejemplo, Buenos Aires) hayan sancionado sus propias leyes con la intención de morigerar los aspectos más tutelares de aquella norma de fondo.

En suma, si bien desde la restauración democrática los adolescentes y jóvenes se configuraron como un sector social específico sobre el cual intervenir desde la política pública (más allá de su consideración como estudiantes), el despliegue normativo y la consecuente institucionalidad creada a partir de estas transformaciones hicieron que cuando la asociación entre juventud, inclusión y exclusión social, e in/ seguridad, se reconstruyó desde la política pública, el bienestar de los y las jóvenes pobres apareció complejamente articulado con la preocupación por la inseguridad, el delito y la peligrosidad juvenil.

En este contexto, en los primeros quince años del siglo se crearon sistemas de protección de derechos de infancia y adolescencia, con masivos programas de inclusión social juvenil, y sistemas especializados de justicia penal juvenil, así como en algunos aislados dispositivos de prevención social del delito juvenil5. Desde entonces, la preocupación sobre la ocurrencia del delito juvenil tiene un lugar garantizado entre las razones que justifican las intervenciones sociales sobre jóvenes en situación de vulnerabilidad. Más allá de sus particulares misiones y dependencias, este tipo de iniciativas comparten dos elementos centrales.

En primer lugar, coinciden en un discurso de regulación organizado en torno a guiar -más voluntaria o compulsivamente- a los adolescentes hacia la elaboración de un proyecto de vida autónomo, que aprovechen el apoyo estatal, y asuman la responsabilidad subjetiva por sus actos (especialmente quienes han cometido delitos). Este elemento no solo es importante porque inscribe el tipo de políticas en una forma predominante de gobierno basada en la activación individual y la responsabilidad, sino porque la apelación a la autonomía y la responsabilidad es un marcador de edad a través del cual se distingue a estas políticas de las destinadas a la infancia. En este sentido, el papel de las familias (de los niños o jóvenes) es central en la distinción de las políticas y también en cómo se distribuyen los derechos y la carga de la responsabilidad sobre el bienestar entre el Estado y los sujetos. Mientras parecería claro que la infancia requiere para su supervivencia (y tiene derecho a) la protección de otros, respecto de adolescentes y jóvenes -sobre todo si pertenecen a sectores populares- esta afirmación es debatida: su protección estaría condicionada a la activación individual para merecerla. Con formas más estrictas o más tolerantes (Medan, 2014), a los jóvenes de sectores populares se les exige que tomen decisiones correctas, que consigan los recursos materiales y simbólicos para vehiculizarlas o, eventualmente, que asuman las consecuencias de sus acciones.

En segundo lugar, estos programas comparten el dar centralidad a la “comunidad”, que se presenta como una tecnología de gobierno (Crawford, 1998; De Marinis, 2004; Sozzo, 2008). El abordaje comunitario que asumen supone una dimensión territorial (los programas funcionan en sedes ubicadas en los barrios donde viven los adolescentes) y una relacional, en la medida en que múltiples actores (institucionales o individuales) deben comprometerse en apoyar estos proyectos de vida autónomos de los adolescentes. Desde el planteo institucional de estos dispositivos, se supone que este anclaje comunitario -en términos geográficos y sociales- sería el ideal para la gestación del proyecto de vida autónomo que se espera de los jóvenes. Sin embargo, tal como se esbozó en un trabajo anterior (Medan, 2018), el panorama en la comunidad parece ser más complejo que el previsto por la lógica institucional. Los programas encuentran límites a su intervención: en los barrios existen condiciones amenazantes que estimulan la participación diferencial de jóvenes en acciones riesgosas que contradicen las orientaciones que debería tomar aquel proyecto de vida autónomo y responsable propuesto por los programas. Otras formas de regulación estatales, paraestatales, informales, ilegales o comunitarias (accionar policial, economías ilegales, patrones de consumo del mercado, construcciones identitarias entre pares, mandatos hegemónicos de género, discursos de las iglesias, etc.) ofrecerían recursos a los y las jóvenes a cambio de que se comporten según unos criterios que no coinciden con los que llevarían hacia un proyecto de vida autónomo, responsable y racional en la gestión de los riesgos (O’Malley, 2006). Dadas estas coordenadas, surge la pregunta general que guía este trabajo sobre cómo se construye y se gestiona el problema de la regulación de las juventudes pobres en Argentina; o, en otra palabras y reconociendo inspiración en el trabajo de Norbert Elias (2016), ¿qué condiciones específicas -culturales, institucionales, infraestructurales, relacionales- permiten que la regulación estatal de las juventudes pobres en Argentina sea tal como es?

Investigaciones que abordaron el problema

En los últimos veinte años, la academia argentina6 se ha ocupado, desde distintos enfoques, de la regulación estatal de adolescentes y jóvenes, y sus vínculos con el desorden, la peligrosidad y el delito. Desde la sociología del sistema penal, se inauguró, a fines de los noventa, una línea de estudios sobre las formas de administración de justicia penal y de castigo para la infancia y adolescencia, así como sobre los procesos de reformas de los sistemas de justicia (Daroqui; López; Cipriano-García, 2012; Guemureman, 2010; 2015; Guemureman; Daroqui, 2001). Estos trabajos construyeron conocimiento detallado sobre “la cadena punitiva”, señalaron el problema de la deficiencia de los datos y procuraron describir acabadamente los ribetes de la tarea judicial.

Menos enfocada en las instituciones, la sociología del control social también se ocupó tempranamente de la delincuencia juvenil (Pegoraro, 2002). En los primeros años del siglo XXI, se explicó el llamado “delito amateur” (Kessler, 2004), se lo inscribió en un clima de época, y distinguió su despliegue del de las carreras delictivas (Kessler, 2004; Míguez, 2004; Tonkonoff, 2003). Algunos de estos trabajos se volvieron una referencia obligada por haber desmitificado la amenazadora figura del “joven delincuente”. Al contrario, ubicaron las prácticas delictivas de los jóvenes en una trama cotidiana, precaria, improvisada, con condicionamientos de clase, pero también de edad y, sobre todo, guiada por una concepción de la ley existente, pero difusa y ambigua. También cuestionaron la desconexión de estos jóvenes con la escuela y el trabajo, señalando sus inserciones débiles en la primera, y la alternancia entre el mundo laboral y el delito. Más adelante, la antropología y criminología (Cozzi, 2018; Cozzi; Mistura, 2014) siguieron la pista a la relación entre jóvenes, ilegalidades y violencias urbanas; el valor de estos trabajos radica, sin dudas, en la reposición de las propias perspectivas de los jóvenes. En estos estudios, las políticas públicas no son el foco de la atención, pero componen el panorama con el que las y los jóvenes se relacionan, dentro del cual la policía es una figura destacada.

Otro conjunto de estudios vinculados con la investigación científica y los organismos de derechos humanos trabaja sobre la violencia institucional y policial, tanto en los lugares de encierro como en las calles (Centro de Estudios Legales y Sociales, 2016; Cozzi, 2018; Lerchundi; Bonvillani, 2015; Plaza-Schaefer, 2018)7.

En una línea donde se encuentran los propios estudios, algunos analistas pusieron atención en las nuevas políticas de prevención social del delito que, articuladas con componentes de políticas de bienestar, enlazaron el campo de la seguridad con el de la cuestión social. Los enfoques desde la sociología del control social privilegiaron un análisis institucional (Ayos, 2013; Sozzo, 2008), y discutieron la forma y efectos de las articulacines securitarias-sociales de las políticas. Otros trabajos, desde una perspectiva socioantropológica, se enfocaron en las implementaciones de los programas y en las interacciones entre trabajadores y jóvenes en los barrios (Font; Broglia; Cozzi, 2011; Mancini, 2015). En línea con estos últimos trabajos, se ha procurado comprender los modos de regulación “blandos” del Estado hacia los jóvenes “en riesgo”, que representan una preocupación para aquel en la medida en que, para decirlo muy genéricamente, comprometen la seguridad y el orden actual, así como la reproducción del orden social futuro (Medan, 2014; 2017). Estos trabajos reconocen, como antecedentes, estudios sobre la regulación estatal de las infancias pobres en la “era de los derechos” de la niñez (Llobet, 2009).

Entre las varias contribuciones de los antecedentes mencionados, vale rescatar, primero, los hallazgos sobre la sociabilidad juvenil en relación al delito y las violencias, desde una perspectiva que no esencializa sus posiciones ni trayectorias, y que subraya su inscripción cotidiana en una trama de actores sociales e instituciones donde las fronteras entre lo legítimo e ilegítimo son difusas y contestadas. Luego, interesa mencionar aquellos sobre la estructura, lógica y funcionamiento del sistema penal y sus distintas agencias, incluyendo sus abusos. Sin embargo, presentan limitaciones para avanzar en una comprensión densa de la forma que adquiere la regulación estatal de las juventudes pobres.

En primer lugar, algunos análisis de políticas estatales que buscan reconstruir su dimensión organizacional producen descripciones de tal sistematicidad y coherencia interna en las que poco espacio queda para hacer preguntas sobre los arreglos coyunturales, la contingencia y el devenir no deliberado de la práctica estatal. Tampoco suelen incluir la perspectiva de los sujetos de dichas regulaciones. Finalmente, los análisis no ponen atención, salvo excepciones, a las formas en que combinaciones específicas de diferenciaciones sociales como la clase social, el género, el momento del ciclo de vida y la etnia son configuradas en la práctica estatal, habilitando o constriñendo formas de distribución y reconocimiento (Fraser, 1997); menos aún se considera el modo en que operan, interseccionalmente, estas diferenciaciones sociales en la experiencia cotidiana de los sujetos de la regulación8.

Estas limitaciones podrían surgir, en principio, por adoptar una concepción totalizadora del Estado y sus efectos, que minimizaría la atención a la doble tarea estatal de producir redistribución y reconocimiento (Fraser, 1997). Complementariamente, algunos trabajos parecerían asumir una nítida frontera entre lo estatal y lo no estatal, que, en el caso que aquí nos ocupa, terminaría ubicando a la “comunidad” (en contraposición a la perversidad del Estado en su ala represiva) como un espacio homogéno, diferenciado y preferente que el estatal; a su vez, esto contribuiría a una descripción mistificada de la misma que acarrearía efectos restrictivos en la comprensión de esta como tecnología de gobierno. Los estudios centrados en el Estado también podrían adolecer del sesgo de invisibilizar otras fuentes de regulación u otras figuras de autoridad (Haney, 2004; Miller; Rose, 2008; Roitman, 2004) presentes en los espacios de implementación de políticas.

En segundo lugar, las limitaciones podrían provenir de una apropiación del legado foucaultiano en su versión “fuerte” (Everet, 2009), que prioriza analizar la conducción de la conducta por sobre la contraducta; así invisibiliza el hecho de que las personas se resisten y también hacen uso de su relación con el Estado.

Una última razón podría vincularse al hecho de que estos estudios, por haber querido ocupar una posición clara en la interpretación material de los fenómenos sociales vinculados a la desigualdad, hayan subestimado la dimensión cultural y moral de las prácticas sociales, que lejos de manifestarse en un plano ideacional, tienen un correlato material en las formas en las que funciona el gobierno.

Estas limitaciones condicionan el abordaje articulado de diferentes dimensiones del asunto: el nivel de las definiciones de los problemas en un determinado contexto histórico en el cual una serie de fenómenos se imbrican; la arquitectura de bienestar diseñada por el Estado con base en redistribuciones y reconocimientos específicos; y la dimensión de las prácticas cotidianas y las negociaciones entre los agentes estatales y las personas. Para el problema que aquí se encara, algunas preguntas empíricas en relación a estos niveles serían: ¿qué sentidos adoptan y cuáles son las implicancias prácticas del discurso de la autonomía y de la responsabilidad subjetiva -ambas categorías privilegiadas de la regulación de jóvenes de sectores populares-?, ¿con qué tipo de estrategia de gobierno se vincula la apelación a la comunidad?, ¿qué condiciones sociales, culturales y materiales en las intervenciones estatales posibilitan y restringen las expresiones de los y las jóvenes?, ¿qué posiciones de la experiencia de los y las jóvenes resultan determinantes en sus “encuentros” con las regulaciones estatales?, y ¿de qué modo las intervenciones estatales regulan las desigualdades en las relaciones etarias, de clase, de género y étnicas?

Con estos interrogantes en el horizonte, este marco conceptual procura estimular formas de análisis de lo social (más allá de la actividad estatal) que orienten comprensiones menos etnocéntricas y que habiliten a considerar al otro como uno legítimo. Específicamente, busca aportar articulaciones teóricas a los marcos interpretativos sobre las formas en las que Estado construye y gestiona poblaciones adolescentes y jóvenes. El interés principal es iluminar las relaciones de mutua determinación entre la práctica estatal y su entorno social y cultural, para así discutir las explicaciones sobre la ineficacia de las políticas basadas en la malversión entre el diseño y la implementación. Por otro lado, enfocarse en la regulación estatal de las nuevas generaciones es útil porque permite captar cómo se genera la reproducción y la transformación social en una sociedad dada (Llobet, 2009); en esos procesos, el equilibrio entre inclusión y control es clave, especialmente en relación con los adolescentes, quienes, a diferencia de los niños, deberían gradualmente tomar más decisiones de forma autónoma, como parte de su independencia. Sin embargo, en un contexto de amplias privaciones sociales y del avance del punitivismo hacia los sectores populares, como Argentina, aquella autonomía prometida (y a la vez exigida) parece dejar a los y las jóvenes pobres en una situación de mayor desamparo social, responsabilización individual y criminalización penal.

Para avanzar en la comprensión del problema, entonces, este marco articula aportes de la teoría feminista del Estado, desarrollos anglofoucaultianos, de la historia cultural y otros provenientes de la antropología. El trabajo comienza ubicando espaciotemporalmente el problema y luego se divide en dos apartados. Primero, aborda los conceptos de gobierno y Estado, con atención a la comunidad; de esta forma problematiza la dimensión de las definiciones del problema así como la arquitectura de necesidades (Haney, 2002) que se despliega para encararlo. El segundo apartado se ocupa de la dimensión de las prácticas e interacciones y procura enmarcar, teóricamente, un análisis sobre la eficacia y productividad del Estado en estas regulaciones. Finalmente, se ofrecen unas reflexiones generales.

Desarrollo

Definiciones y arquitectura de necesidades

El Gobierno. La vida cotidiana de los y las jóvenes de sectores populares destinatarios de políticas sociales de inclusión social y prevención del delito juvenil está condicionada y se despliega en relación a múltiples instancias de regulación que inciden en sus campos posibles de acción. Puede pensarse que sus relaciones familiares, de pares, con vecinos, con distintas figuras y fuentes de recursos legales e ilegales, con marcos interpretativos propios de su entorno sobre la ley y la justicia, así como las regulaciones dominantes de género, su creencia en discursos sociales, como los religiosos, conforman -de forma no sistemática ni deliberada- “proyectos de gobierno” sobre los y las jóvenes, en tanto procuran orientar su conducta y elaboran expectativas sobre ellos y ellas, del mismo modo que los programas sociales buscan hacerlo al proponerles gestar proyectos de vida autónomos. La expresión “proyectos de gobierno” retoma, en sentido amplio, la noción foucaultiana de gobierno. Esta idea supone una actividad de conducción sobre la conducta de otros y sobre uno mismo, que puede darse en el seno de relaciones interpersonales y privadas, en instituciones sociales y comunidades (De Marinis, 1999; 2005; Dean, 1999; Foucault, 2003; Miller; Rose, 2008).

Ahora bien, mientras el Estado es un elemento clave de la actividad de gobierno, no es el único, y este señalamiento es central en la propuesta de considerar las múltiples instancias de regulación que inciden en la vida cotidiana de los y las jóvenes. “Gobierno” permite captar todas las otras influencias, modelos, criterios, motivaciones y fuentes de orientación que nutren las percepciones y prácticas de los sujetos a los que las prácticas estatales pretenden regular. Así, existe una diversidad de fuerzas y grupos, y una multiplicidad de matrices pequeños que administran la existencia social y subjetiva, que buscan regular la vida de los individuos y las condiciones dentro de determinados territorios en búsqueda de objetivos variados (Miller; Rose, 2008). Mientras estas autoridades pueden ser seguidas y admiradas, también pueden ser cuestionadas y contestadas -aún en relaciones asimétricas de poder-; es decir, la conducción de la conducta incluye la existencia de la contraconducta, un campo de respuestas, reacciones, resultados e invenciones, porque no existen las relaciones de poder sin puntos de insubordinación (Foucault, 2003)9. Este tema se retomará en el segundo apartado.

El Estado. Al centrar la atención sobre el Estado como uno de los elementos del gobierno, vale problematizar cómo se trama con esas otras múltiples autoridades del mismo e, incluso, en ocasiones, se imbrica con ellas. No obstante, antes de ahondar en ello, es preciso destotalizarlo y conceptualizarlo a sabiendas de que la definición del mismo tendrá consecuencias analíticas, empíricas y políticas (Haney, 1998).

La teoría feminista sobre el Estado (especialmente los trabajos de Nancy Fraser y Lynne Haney) ha señalado que el Estado es un ente conformado por aparatos redistributivos e interpretativos, y que regula mucho más que solo relaciones materiales o entre clases sociales. También inspecciona e incide en una multitud de otras relaciones sociales, incluyendo de género y edad. En esos procesos, adscribe significados a una variedad de roles sociales y define los comportamientos apropiados de distintos grupos de sujetos. Podría decirse que una primera dimensión de la regulación es la de las definiciones.

El Estado es centralmente un intérprete de necesidades y, a partir de ellas, crea provisiones y mecanismos para satisfacerlas. Esa articulación de concepciones de necesidades históricamente específicas es incorporada en políticas sociales y prácticas institucionales (Haney, 1996). Así, construye la segunda dimensión del problema, la “arquitectura de necesidad”, mediante la cual se define quién es necesitado, en qué términos y cómo hay que satisfacer dichas necesidades (Fraser, 1991; 1997; Haney, 2002). En este sentido, las políticas sociales pueden ser entendidas como la producción de un conjunto de reglas, normas, valores y restricciones objetivadas. No obstante, dicha producción no está simplemente determinada a priori por las definiciones y las arquitecturas, sino también por procesos de negociación de sentidos enmarcados en relaciones de dominio y violencia simbólica, que se transforman en contextos de disputa por la interpretación de identidades y derechos (Fraser, 1991). Esta constituye la tercera dimensión analítica del asunto que interesa considerar. De estas negociaciones surgirá lo que será interpretado como normalidad o anormalidad y, entonces, se constituirán las cláusulas subjetivas de inclusión (Llobet, 2009) y, correlativamente, los procesos de construcción de la exclusión social.

El gobierno a la distancia y la comunidad. La tarea de gobierno y cómo el Estado contribuye con ella no es un fenómeno en abstracto: tiene características propias según los contextos sociohistóricos. En la introducción se realizaron algunas notas sobre cómo es construido y gestionado de una manera específica, en Argentina, el vínculo entre juventud, exclusión y delito. Ahora interesa agregar algunas otras consideraciones más generales sobre las formas de gobierno contemporáneo, en el que los modelos más tradicionalmente asociados al Estado de bienestar o al welfare penal parecen haber perdido hegemonía. En términos amplios, se asume la ubicación del problema en el capitalismo tardío y se siguen algunas descripciones que lo han caracterizado como neoliberal o postsocial (De Marinis, 2002; Rose, 1996). El modo de gobierno contemporáneo sería uno “a la distancia” (Miller; Rose, 2008), en el cual el Estado se habría economizado en un context de hibridez (De Marinis, 1999; 2011; Haney, 2010).

Un trabajo clásico de Nikolas Rose (1996), siguiendo aportes foucaultianos, introdujo la pregunta por la muerte de lo social y el advenimiento de un tipo de gobierno a la distancia (De Marinis, 2002; Haney, 2010; Miller; Rose, 2008). El carácter distante del gobierno se configuraría, en parte, verticalmente, transfiriendo a las autoridades locales programas que previamente dependieran del nivel central, con la consecuente carga y responsabilidad por formular sus lineamientos e implementarlos. Otra forma de distanciamiento se produciría horizontalmente, mediante la diversificación de instituciones, actores y sus prácticas para la atención de un problema. Ambos tipos de distanciamiento no implican un Estado ausente o retirado, al contrario, la actividad de gobierno se optimiza y se economiza (De Marinis, 1999; 2011).

En esta economización de la estatalidad, la reinvención de la “comunidad” es un elemento central (De Marinis, 2011; 2012). Desde hace más de cien años, existe una pluralidad de debates sobre el término que Pablo de Marinis (2012) ha agrupado en cinco registros como: antecedente histórico de la sociedad moderna, tipo ideal de relaciones sociales, escenario utópico de un futuro venturoso, artefacto tecnológico orientado a la reconstitución de los lazos desgarrados de la solidaridad social, y núcleo sustrato de la vida en comunidad. En general, la “comunidad” es central para pensar el lazo social y arrastra buenas resonancias: connota una idea de pertenencia, de un nosotros distinto a otros, de “avanzar [o retroceder] en cursos comunes de acción sobre la base de ciertos rasgos compartidos” (De Marinis, 2011: 94). Especialmente, dado el habitual funcionamiento perverso del sistema carcelario, se argumenta que las estrategias alternativas al encierro -comunitarias- son intrínsecamente mejores (Haney, 2010). Así se invisibiliza el carácter amenzante de la comunidad o el barrio: jóvenes que afirman que las juntas10 les impiden alejarse del delito y las drogas, chicas que sufren violencia de género especialmente en sus hogares, la presencia inevitable de vecinos adultos que observan con atención las acciones juveniles para hechar a correr un sinfín de rumores sobre sus comportamientos desviados. En efecto, distintas investigaciones han demostrado que, en la comunidad, el control social puede ser más agudo que en las instituciones estatales (Haney, 2010; Wacquant, 2011).

Prueba de la centralidad de la comunidad en la regulación estatal es que la mayoría de las políticas públicas apela a la comunidad (De Marinis, 2012; O’Malley, 2011). Concretamente, en los últimos 20 años la imbricación de los sistemas de protección y de control penal encuentra en la “comunidad” el espacio privilegiado desde donde llevar adelante estrategias de inclusión social y prevención del delito juvenil (Dammert; Alda; Ruz, 2008; Selmini, 2009; Shaw; Travers, 2007; Sozzo, 2008).

Hibridez ypluralidad de regulaciones. Dentro del modelo del gobierno a la distancia y reinvención de la comunidad, se reconfigura la estatalidad. Lynne Haney coincide en que esa economización del Estado no implica el retiro estatal, sino un cambio de aspecto: se crea un entorno de hibridez estatal, y estados satélites. Estas novedades son fruto de la desconcentración y descentralización de la actividad de gobierno que fragmenta y pluraliza las autoridades del mismo. Los estados satélites son desprendimientos del central, que orbitan alrededor de él, pero con lógicas propias. Así, los dispositivos de regulación incluyen lineamientos, discursos, lógicas de acción y financiamiento, tanto de administraciones estatales como de organizaciones de la sociedad civil. Debido a ello, los estados satélites tienen una sobrecarga de tareas derivadas del rendimiento diferencial de cuentas hacia las múltiples agencias de las que dependen, y una adecuación a sus expectativas. Pero, también, esta dependencia más diversificada los dota de mayor autonomía y menor rigidez institucional, lo cual redunda en que los estados satélites sean más permeables a influencias culturales del entorno y de otras agencias. Esto les permite diseñar estrategias de diferenciación, alianza y supervivencia, pero, a su vez, es posible que esta apertura y porosidad los debiliten, por mandatos divergentes que pueden colisionar.

Así, la estatalidad que se propone observar se despliega en este contexto donde existe una pluralización de las autoridades de la regulación, a la que se suman las influencias culturales provenientes de medios de comunicación, discursos médicos, educativos o de las culturas populares y economías morales de la comunidad en donde los dispositivos operan.

Adicionalmente, en este particular escenario de gobierno, la apelación al prudencialismo de los actores (O’Malley, 2011) implica que “la mayor parte de energía de la regulación provenga de los gobernados mismos” (De Marinis, 1999: 21). Programas de inclusión social y egreso del sistema penal juvenil de la provincia de Buenos Aires destinados a jóvenes son emblemáticos en este sentido, y apelan a la noción de autonomía como categoría nativa de regulación11. La firma de actas-acuerdo entre programas y jóvenes, y la insistencia en que aprovechen la oportunidad de cambiar, suponen un sujeto racional que evalua costos y beneficios de acceder a un programa social, y decide libremente sobre su destino. La libertad se volvió un mantra político (Miller; Rose, 2008) y premisa de las formas contemporáneas de poder; es una libertad regulada que requiere que los individuos comparen lo que han hecho, lo que han alcanzado y lo que podrían ser o deberían ser. Esta actividad se promueve a través de distintas tecnologías del yo y discursos terapéuticos, sustentados en la gestión individual de los riesgos (Castel, 2004; Garland, 2005; Haney, 2010; O’Malley, 2006; Rose, 1996; Schuch, 2008)12.

Las prácticas e interacciones, y sus efectos en la eficacia y productividad estatal

Diversos autores señalan que el gobierno es una operación fallida, pues la regulación nunca es perfecta. ¿De dónde provienen, entonces, los límites a la eficacia de las prácticas estatales? Aquí se propone pensar estos límites, esquemáticamente, desde dos ámbitos. Por un lado, hacia dentro del propio Estado. Tal como han desarrollado Miller y Rose (2008), los propios agentes y entidades que imparten la dominación utilizan los recursos que tienen en función de sus propios objetivos, que no siempre concuerdan con aquellos que les fueron encomendados; estos propios y diversos fines pueden ser fruto de la multivocalidad del Estado antes descrita, que transmite diversos mensajes a sus destinatarios (Haney, 2004; Medan, 2014)13. Pero, además, interesa argumentar que la propia experiencia de los sujetos limita la actividad de regulación estatal.

Los límites del Estado. En cuanto al Estado, más que delimitar la “existente” frontera entre lo estatal y la sociedad o la comunidad, es relevante interrogar sobre sus intercambios y porosidades. Mientras que Foucault no asumía como obvia la existencia de esa frontera, Haney (2010) señala que, al menos, es altamente porosa, tal como expone en su caracterización de la hibridez estatal. Por su parte, la antropología del Estado provee herramientas sugerentes, especialmente, para abordar regulaciones vinculadas con la legalidad/ilegalidad.

Veena Das y Deborah Poole (2008) exploran la noción de “margen” como constitutivo del Estado, y proponen que las formas de la ilegalidad, la presencia parcial y el desorden que parecen habitar los márgenes del Estado son, en realidad, formas que constituyen las condiciones necesarias para su concreción; en esos sitios, el Estado está continuamente redefiniendo sus modos de gobernar y legislar. La noción de margen como constitutiva permite entender el funcionamiento de la ley y la excepción no como oposiciones, sino como elementos complementarios y necesarios de la regulación. Indagar en los márgenes permite comprender aquellas figuras representantes del Estado que pueden atravesar la aparentemente clara separación entre las formas de imposición y castigo legales y las extralegales; la policía sería la figura paradigmática en este caso. Pero, también, podría serlo un trabajador del programa estatal de inclusión social juvenil que, habitante del barrio en donde el Estado pretende instaurar la ley, conoce las transgresiones, las tolera o, incluso, las justifica. ¿Cuánto de sus acciones y de su legitimidad para encararlas corresponde a su papel como empleado estatal y cuánto debe a su pertenencia a la comunidad?14 .

A su vez, Das y Poole (2008), así como Roitman (2004), insisten en que la pluralidad de autoridades de regulación no socava el poder de regulación del Estado. Al contrario, esas otras formas -permitidas, aunque no legalizadas estatalmente- se ocupan de prácticas que el Estado no podría regular directamente (por ejemplo, el accionar extralegal de la policía, pero también la omisión que un efector estatal hace sobre actividades ilegales de la comunidad). En efecto, tal como se ha señalado en otras oportunidades (Medan, 2014; 2016), esta tolerancia a determinadas prácticas de los jóvenes, por parte de los trabajadores sociales comunitarios, constituye una forma clave de regulación; esta, al mismo tiempo que es una práctica de poder que aumenta el control social, puede representar también un factor de protección15. Así, la pluralidad de regulaciones genera que las personas mantengan relaciones con diversas figuras de autoridad a nivel local, lo cual no implica una oposición a la autoridad estatal, sino que evidencia lo borroso de las fronteras entre el Estado y la sociedad, y la variedad de relaciones de intercambio que son posibles desde una perspectiva que trascienda un enfoque meramente normativo. Así, la navegación entre estas arenas porosas permite discutir con lecturas esencialistas sobre el Estado y las políticas sociales16.

La experiencia cotidiana como límite al Estado. Anteriormente, se postuló que la eficacia del Estado encuentra límites que pueden explicarse atendiendo a la experiencia de las personas que están bajo su regulación. Una de las razones por las cuales los análisis sobre la eficacia de las políticas pasan por alto la experiencia subalterna, o popular, radicaría en la alineación con los desarrollos de la biopolítica. Al respecto, Veena Das (2012) contraargumenta y sostiene que las personas, aún las pobres, son mucho más que lo que la biopolítica definió que fueran. Por ello, es necesario conocer y comprender la experiencia juvenil popular al momento de analizar la eficacia y productividad del Estado. Sobre “experiencia”, más allá de las bibliotecas existentes alrededor del concepto, se asume la noción como una relación, y al respecto se hacen tres señalamientos.

Primero, la experiencia es fruto de la intersección de posiciones de clase, edad, género y etnia. Al enfocarse en distintas experiencias concretas, uno u otro clivaje tendrá presencia más fuerte en la determinación de aquellas que, a su vez, compatibilizan más o menos con las expectativas que el Estado tiene sobre los y las jóvenes. Por ejemplo, respecto a los peligros de la circulación en las afueras del barrio, la vulnerabilidad de las chicas estará más vinculada al acoso de hombres, y la de los chicos al hostigamiento policial. En la búsqueda de empleo, la residencia en determinado barrio, como marca de clase, negativiza a mujeres y varones, pero a ellas su condición de género y su eventual maternidad las alejan de los perfiles admitidos. Por su parte, la edad -no biológica, sino relacional, y en virtud de lo que los jóvenes asumen como ser chicos o ser más grandes- parecería clave para entender otras situaciones: por ejemplo, la relación con las familias y en qué medida son o no una interlocución válida para los y las jóvenes. También, el hecho de que esta interlocución positiva no exista o no funcione como idealmente se estima podría representar un límite a la regulación estatal cuando los programas basan sus objetivos en el supuesto de que la familia tiene que colaborar.

En segundo lugar, la experiencia no debe ser pensada como una esencia ni una categoría fundacional, ni analizada como mera racionalidad, siempre intencional, u oposicional o vinculada con la resistencia (Das, 2015; Ortner, 2016; Scott, 1991; Thompson, 1995). Tampoco debería leerse la aceptación, el acomodamiento o incluso la defensa de lo establecido por parte de los sectores populares como simple “falsa conciencia” (Hall, 2016; Haney, 2010; Thompson, 1995), al considerarlas conservadoras o reproductoras de desigualdades. Al contrario, hay que legitimarlas y, en tal caso, procurar advertir el despliegue de lo que Edward Thompson (1995) llamó “economía moral”. Esta, dentro de un grupo, se conforma por los supuestos morales sobre cómo tienen que ser las cosas, lo moralmente aceptable, lo justo y lo injusto, en el marco de relaciones sociales. La economía moral guía las acciones de las personas en la vida cotidiana, se refiere a las funciones propias de los distintos actores dentro de la comunidad y supone una visión del bien público. Esta categoría puede ayudar a abordar preguntas con las que frecuentemente lidian los investigadores desde una perspectiva de promoción de derechos humanos. ¿Cómo comprender que los varones jóvenes -usuales víctimas de la violencia institucional- elijan enrolarse en las fuerzas de seguridad, o que las mujeres jóvenes pobres -que tienen altas chances de morir por las complicaciones de abortos clandestinos- no abracen las causas que piden por la despenalización de la práctica?

Para la recuperación de la experiencia como categoría situacional y relacional, el planteo de Das (2012) respecto a la ética ordinaria resulta útil, pues esta es usada a diario por las personas para orientar las prácticas y acomodarse a vivir con otros. Esa orientación no está determinada apriori: en cada caso se evalúa (no en términos de costo y beneficio), y se postula que algo es situacionalmente malo o bueno. Das sostiene que aún en las relaciones efímeras hay rastros de la ética: atender a las cosas que corresponde hacer. La ética tiene relación con la ley, pero solo en la medida en que las personas cumplen las reglas cuando tienen algo de sentido para ellas.

En la tarea de entender cómo los y las jóvenes se relacionan con su entorno, prestan complicidad, y evaden o contestan ciertas regulaciones, enfocarse en la ética cotidiana permite comprender las relaciones con sus familias, pares y con otras figuras de referencia. Contemplando la ética ordinaria pueden explicarse las múltiples afinidades manifestadas que, a los ojos de una mirada abstracta, podrían sonar contradictorias. Esta ética es también una herramienta analítica útil para comprender las expresiones de afecto por parte de operadores(as) estatales hacia los y las jóvenes, así como los gestos éticos que procuran protegerlos(as) de exposiciones que los(as) vulneren, camuflar situaciones vergonzantes y resguardar aspectos de su intimidad (Das, 2012); aún, incluso, cuando eso habilite la ilegalidad en un dispositivo de control social como lo es, en parte, un programa social.

Entre el Estado y las personas: margen de maniobra e interdependencia. Desde el comienzo del artículo se propuso un análisis de las políticas que considerara tanto sus definiciones, infraestructuras y lineamientos programáticos como las interacciones cotidianas entre el Estado y las personas. Así, se procura escrutar la eficacia del Estado, pero también su productividad, considerando lo que produce deliberadamente -y no solo en términos de opresión- y, especialmente, aquellas consecuencias no previstas de su acción u omisión, así como la manera en que las personas que interactúan con él hacen uso de los recursos que este pone a su alcance.

Lynne Haney (2002) señala que el Estado, además de distribuir recursos y reconocimientos a nivel nacional, organiza, a partir de ellos, espacios a nivel local para que los beneficiarios maniobren discursiva, práctica e institucionalmente, y para que participen, con ciertos límites establecidos, en el reclamo de derechos y la definición de las necesidades. Así, el Estado, ampliando el margen de maniobra y facilitando recursos para que los destinatarios conecten sus diferentes necesidades y protejan sus intereses, procura la interdependencia (Fraser; Gordon, 1994; Haney; Rogers-Dillon, 2005). Esta se refiere a las conexiones entre instituciones y espacios de ayuda para extraer recursos redistributivos y simbólicos a las que los(as) beneficiarios(as) pueden acceder, tanto mediante sus propias articulaciones como por la medida en que el Estado facilite (o al menos no restrinja) estas relaciones.

Entonces, los programas sociales ¿cuánto habilitan o bloquean que las personas pongan en vinculación diferentes fuentes de apoyo? Indagar en las formas como el Estado modela la desigualdad usando el lente de la interdependencia permite no solo advertir los espacios que el este habilita, sino observar las estrategias de los(as) beneficiarios(as) para optimizar su red de recursos e incluso arreglar los problemas que las políticas no pueden solucionar, al conectar recursos o direccionarlos mejor de lo previsto institucionalmente (Haney; Rogers-Dillon, 2005).

Un análisis así de la productividad del Estado da cuenta de la concreción de sus objetivos y del desarrollo de capacidades en los sujetos. En efecto, los términos de la práctica gubernamental pueden volverse focos de resistencia, por ejemplo, cuando los sujetos aprenden a usar los discursos de la regulación y a negociar con constreñimientos y opresiones (Haney, 1996; Kandiyoti, 1988; McNay, 2004), o hacen una reconstrucción selectiva de estos (Thompson, 1995).

Colonización desde los márgenes y legitimidad de excepciones. Al describir el contexto de hidridez se señaló que los dispositivos estatales resultaban más permeables al entorno por sus propias necesidades de sobrevivir en un entorno menos estable y direccionado por la descentralización y desconcentración estatal, pero también por el proceso que Das y Poole (2008), y Roitman (2004) nombran “colonización desde los márgenes” que sucedería cuando discursos y prácticas propias de los sectores populares o subalternos se traman y, de algún modo, modulan las prácticas estatales. Esta colonización podría deberse a la debilidad de las instituciones que deben reafirmarse en el terreno comunitario incorporando elementos propios de la cultura subalterna en su reafirmación hegemónica ante la posibilidad del avance del desorden; además, esta colonización puede ser de utilidad al propio gobierno para dar la imagen de que defiende los intereses de los subalternos y reconoce sus demandas o, efectivamente, hacerlo.

En sintonía, en trabajos anteriores se ha advertido cómo el hecho de que operadores(as) de programas considerasen legítimas las definiciones de necesidades de los beneficiarios(as) modeló, en parte, un tipo de gobierno de la “juventud en riesgo” que se caracterizó como tolerante (Medan, 2014). Esa tolerancia no es simplemente una aceptación resignada de algo casi inevitable, o un modo alternativo de operativizar la regulación y el control social; se funda también en que los operadores toleran ciertas acciones porque empatizan con elementos propios de esas otras regulaciones presentes en los márgenes, porque pertenecen a las mismas comunidades en las que trabajan o tienen una cercanía sociocultural que los(as) lleva a reconocerse más en esas dinámicas comunitarias que en las propuestas institucionales. A su vez, reconocen la desproporción entre las expectativas y exigencias institucionales y las posibilidades de los y las jóvenes para cumplirlas.

Asumir la incidencia que los discursos y prácticas populares y sus sentidos de justicia pueden tener en la acción de gobierno al analizar políticas requiere reconocer que ni estas ni sus destinatarios(as) se rigen solo por un esquema racional. También precisa asumir la eficacia de unos supuestos morales que pueden ser difíciles de imaginar en otro contexto. ¿Cómo explicar, de otra manera, que no se suspenda el beneficio de una ayuda económica a un joven beneficiario de un programa de prevención del delito que reincide en las prácticas ilegales? La economía moral que nutre las explicaciones populares sobre el delito tiene peso y genera efectos concretos en las formas de regulación juvenil. El operador estatal legitima momentáneamente la ilegalidad y, en ese proceso, no solo se legitima por la capacidad de declarar excepciones, sino que se aparta de su función de punir el incumplimiento para garantizar la vida (Das, 2011). Tal como señalan agentes estatales, esas excepciones son centrales en la medida que, si no se realizan en el momento justo, “corremos el riesgo de no verlos más” (coordinadora de un programa de prevención del delito, entrevista, 07.06.2011). Esto es, de no mediar la tolerancia, los o las jóvenes se distanciarán de las intervenciones sociales estatales que procuran protegerlos(as), y podrán ser captados(as) por la policía o las redes ilegales.

En este punto, la edad es un elemento clave. Probablemente, la flexibilidad, adecuación y excepción de los actores estatales se vinculen, además, con su entendimiento sobre la vulnerabilidad propia de la edad de los sujetos -en tanto transición de posiciones sociales de la infancia a la adultez-, en cruce decisivo con sus condiciones de clase que no les permiten desplegar la autonomía fomentada.

Agencia. No menos importante es considerar, en este marco conceptual, la idea de agencia17. Interesa sostener que, sin necesidad de buscar ni encontrar transformaciones normativas, se pueden percibir las formas en las que, a partir del desvío, se puede generar agencia (que nunca es meramente individual) o mutaciones orientadas a la ampliación de derechos. Siguiendo a Ortner (2016), “agencia” implica acciones -y, en particular, políticas- que tienen una mediación en la subjetividad y suponen una intencionalidad activa. En la administración de justicia penal juvenil, por ejemplo, podría pensarse en qué medida el delito como desvío implica agencia de las familias que demandan al Estado y logran el accionar de la justicia penal para la restitución de derechos vulnerados que antes del delito eran invisibilizados (Medan; Villalta; Llobet, 2018); o cómo la maternidad adolescente, ícono del desvío, es tomada por jóvenes acusadas de delinquir para asumir una posición social valorable y demandar apoyo estatal seleccionando el discurso dominante que señala que las mujeres delinquen por estar solas y no poder mantener a sus hijos (Medan, 2014). Tal como lo evidencian algunos trabajos (Haney, 2002; Llobet; Milanich, 2014), las personas, en su relación con el Estado, permanecen alrededor de su desvío y tratan de extender o redibujar fronteras del acceso a la asistencia estatal.

En suma, el gobierno -como se propone entenderlo- es fruto de estos encuentros, marcados por la dominación y la desigualdad, pero también por colonización, por las economías morales compartidas, las excepciones habilitadas y la agencia de los sujetos. La eficacia y productividad del Estado están, en parte, determinadas por el resultado de esta ecuación en los márgenes.

Reflexiones finales

Este trabajo propuso una red conceptual para analizar la regulación social y del rol del Estado en ella, atendiendo a las relaciones e intercambios -desiguales- entre la dominación y la subalternidad. Específicamente, construyó un marco analítico para comprender la regulación sociopenal estatal de jóvenes de sectores populares en Argentina, donde coexisten llamados a la inclusión social de las nuevas generaciones y promoción de medidas alternativas al proceso penal, con acalorados pedidos de baja en la edad de imputabilidad penal y revalorización, en materia de seguridad, del paradigma del orden por sobre el de la gestión de la conflictividad (Binder, 2009).

Primero, este marco caracterizó la actividad de gobierno, al Estado y las formas que este asume en un particular contexto histórico donde ciertos elementos cobran centralidad: la comunidad y los discursos sobre la responsabilidad, la activación individual, la gestión de los riesgos y la autonomía. Luego, abordó el nivel de las interacciones y las negociaciones entre las estrategias de gobierno -en su multiplicidad y diferentes niveles- y las personas jóvenes, en posiciones sociales que intersectan edad, clase, género y etnia. Se enfatizó en que, si bien la actividad de gobierno construye estas personas, su experiencia excede esta construcción y, a su vez, la modela.

De la trama de ideas articuladas se subrayan, especialmente, dos de ellas, que podrían hilvanar la comprensión de la regulación estatal de jóvenes de sectores populares. En primer lugar, considerar el carácter híbrido de la regulación estatal parece clave para captar las figuras de autoridad -las distintas instancias de regulación- presentes en los territorios donde habitan los y las jóvenes. La condición híbrida de la regulación permite asumir los intercambios -algunos más buscados y otros más sufridos- entre el Estado y diversas fuentes de emanación de sentidos hegemónicos que tienen eficacia en la vida cotidiana de las personas. Esta hibridez parecería remitir a la “comunidad”, pero en un examen más exhaustivo son sus polifonías, idealizaciones, trampas y, sobre todo, su dinámica relacional, conflictiva y coyuntural lo que marca su impronta. Pensar en términos de “hibridez” implica considerar la extensión del control social, pero también permite visibilizar la flexibilidad de la regulación que habilita tanto gestiones diferenciales como transformaciones de diverso orden.

En segundo lugar, el argumento que sostiene que una de las tareas estatales centrales es generar excepciones capta particularidades relativas a posiciones específicas de los grupos a regular. Especialmente, que la condición etaria es un terreno fértil para habilitar excepciones en ciertos contextos. Mientras adolescentes y jóvenes se califican normativamente como un sujeto especial de protección, su cobertura es discutida. A la histórica cuerda floja por la que transitan los jóvenes entre la vulnerabilidad y la peligrosidad, actualmente se le suman exigencias de activación y responsabilidad en un contexto de menores soportes. En esa encrucijada, habitualmente cae sobre ellos más control y castigo que protección. Pero, también, otras estrategias estatales traman compleja, y hasta perversamente, el discurso de derechos con el de la activación y responsabilización individual. Desde allí, resuelven excepciones que contemplan lo dificultoso de ejercer la esperada autonomía juvenil en una desventajosa intersección de clase, edad, genero y etnia, en un contexto en el que la protección de los jóvenes pobres es desafiada por el discurso de la inseguridad.

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* Este artículo se enmarca en el proyecto “La regulación social de las y los jóvenes en condiciones de desigualdad. Articulaciones inestables entre políticas de ‘inclusión’ para prevenir el delito juvenil y otras prácticas estatales y formas de sociabilidad cercana”, financiado por la Agencia Nacional de Investigación Científica y Tecnológica de Argentina, 2016-2018, radicado en el Laboratorio de Investigaciones en Ciencias Humanas (Conicet-UNSAM) y dirigido por Marina Medan. Asimismo, agradezco a mis compañeras y compañeros del Programa de Estudios Sociales en Género, Infancia y Juventud del Cedesi (EH-LICH-UNSAM/Conicet), por los aportes realizados en la discusión del borrador de este trabajo.

1 Se utilizan comillas para señalar palabras o expresiones usadas irónica o metafóricamente, o al querer poner atención sobre ellas por su polisemia y para indicar conceptos o expresiones propias de algún autor(a) o corriente. La letra cursiva se reserva para indicar términos propios de los actores o expresiones nativas.

2Ellas son regulaciones sociales, vinculadas con relaciones de clase, edad, género y etnia, pero también culturales y afectivas, producto de vínculos familiares, entre pares y surgidos en el seno de formas de sociabilidad cercana -relaciones más o menos sistemáticas entre personas o grupos, o con prácticas (organizadas o no) e instituciones, y que están relativamente circunscritas al espacio geográfico de residencia o de habitual circulación de las personas implicadas-. De estas relaciones, emanan formas de regulación en las que se construyen, negociadamente y con diferentes manejos de poder, particulares ideas y prácticas legítimas e ilegítimas, que pueden no coincidir con los marcos normativos vigentes en cierto territorio. Lo que Thompson (1995) llamó “economía moral” de un grupo sería una fuente de regulación social en el sentido propuesto.

3En un trabajo reciente de Ana Miranda (2015) se analiza críticamente esta categoría, se explican las razones de la profusión de su uso, pero también sus efectos sobre la estigmatización de jóvenes de sectores populares y, sobre todo, sus implicaciones para la invisibilización de la actividad de las mujeres jóvenes de sectores populares, mayormente alejadas de la escolaridad y el empleo formal a causa de la desigualdad de género que las confina, en gran medida, a tareas domésticas y de cuidado no reconocidas ni valoradas.

4Si bien lejos está de sostenerse aquí una correspondencia entre pobreza y delito, sí interesa señalar que, respecto al delito urbano, existe una vinculación entre este y la desigualdad (Cerro; Meloni, 2004).

5En 2001, se creó un pionero programa nacional de prevención social del delito juvenil, Comunidades Vulnerables, dependiente del Plan Nacional de Prevención del Delito; en 2006, en la provincia de Buenos Aires, se creó el primer programa masivo de inclusión social juvenil, Proyecto Adolescente, que en 2009 fue convertido en el Programa Envión.

6No es el objetivo de este trabajo hacer un estado del arte del tema, pero sí interesa señalar algunas de las contribuciones más significativas.

7Aunque no directamente enfocado en la relación entre las fuerzas de seguridad y los jóvenes -sino sobre la venta callejera-, el reciente trabajo de Pita y Pacecca (2017), sobre la gestión de ilegalismos en la ciudad de Buenos Aires, contribuye a la comprensión de la distribución diferencial de la legalidad y la violencia. Esta signa, habitualmente y de modo particular, la relación entre policías y jóvenes de sectores populares, y se constituye como una de las instancias de regulación más significativas de la cotidianeidad juvenil.

8En relación a la consideración del cruce entre los clivajes de clase social, edad y género, vinculado a la peligrosidad, el delito juvenil y la feminidad, el trabajo de Silvia Elizalde (2005) constituye un aporte pionero y central.

9Vale remarcar, no obstante, que sostener que las variadas instancias de regulación y fuentes de autoridad puede ser cuestionadas y contestadas no desconoce que algunas de ellas, especialmente en el ámbito de las agencias del sistema penal y de la policía en particular, gozan y usan, en esa ya de por sí relación asimétrica de poder, el “plus de poder” que les otorga la estatalidad (Cozzi, 2018). Ese “plus de poder” se vincula con el argumento desarrollado por Michel Misse (2007), en relación a la existencia de “mercancías políticas” que entrarían en juego junto con las mercancías ilegales, en los intercambios entre policías y jóvenes que tienen prácticas delictivas. El uso analítico de estas categorías en investigaciones empíricas puede encontrarse en Cozzi (2018).

10Término local que se refiere a pares, en general, usado peyorativamente.

11Un programa emblemático de este tipo es el Envión, con muy amplia cobertura geográfica y poblacional en la provincia de Buenos Aires, el mayor distrito del país. Se dirige a jóvenes entre 12 y 21 años en situación de vulnerabilidad social y tiene como misión la inclusión social. Esto se traduce en actividades tendientes a la reinserción escolar, formación en oficios y recreativas. Además, brinda asistencia alimenticia y otorga una beca (transferencia condicionada de ingresos) mensual a los y las jóvenes que participan de las actividades y establecen una suerte de contrato con el programa, orientado a diseñar un proyecto de vida. El programa funciona en sedes ubicadas en los barrios populares donde viven los y las jóvenes y es operado, en general, por un equipo de trabajadores sociales, psicólogos, promotores comunitarios y talleristas. Además, existen modelos de programas similares que, específicamente, asocian la salida del delito juvenil y su prevención con la inclusión social, algunos de los cuales han sido estudiados en trabajos anteriores (Medan, 2017). Finalmente, con un discurso institucional también centrado en que los y las jóvenes asuman el compromiso y la responsabilidad de orientarse en un proyecto de vida autónomo, existen programas de egreso de instituciones penales cerradas, como lo es Autonomía Joven, que comenzó en 2016.

12Sobre los potenciales efectos de desempoderamiento y revictimización de las “tecnologías del yo”, ver Haney (2010) y McKim (2008).

13Esto no asume, no obstante, que el Estado carezca de direccionalidad.

14Mientras excede las posibilidades de extensión de este trabajo abordar más en profundidad el legado foucaultiano al respecto, este planteamiento trae, sin dudas, reminiscencias del desarrollo de Foucault (2008) sobre la gestión diferencial de los ilegalismos.

15Esta capacidad de los actores estatales de “tolerar” ciertas prácticas podría ser leída en clave de “mercancía política”, al seguir la propuesta de Misse (2007).

16 Luisina Perelmiter (2012) ha hecho interesantes aportes en este sentido.

17La extensión de este trabajo no permite ampliarlo tanto como sería necesario, pero al respecto puede seguirse el trabajo de Ortner (2016).

Cómo citar/How to cite: Medan, Marina (2019). El Estado y la regulación sociopenal de las juventudes pobres en Argentina: un marco conceptual para su análisis. Revista CS, 29, 243-272. https://doi.org/10.18046/recs.i29.3437

Recibido: 22 de Febrero de 2019; Aprobado: 09 de Mayo de 2019

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