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CS

versión impresa ISSN 2011-0324

CS  no.30 Cali ene./abr. 2020

https://doi.org/10.18046/recs.i30.3844 

Artículos

Improntas africanas: la negredumbre en la novela colombiana

African Imprints: Negritude in the Colombian Novel

Darío Henao Restrepo* 

* Doctor en Letras Neolatinas de la Universidad Federal de Rio de Janeiro (Brasil), magíster en Literatura Latinoamericana y licenciado en Letras de la Universidad del Valle (Colombia). Docente e investigador de la Escuela de Estudios Literarios de la Universidad del Valle (Colombia). Fundador y director de la línea de investigación Historia, Sociedades y Culturas Afrolatinoamericanas del Doctorado en Humanidades. Director del grupo de investigación Narrativa Colombiana y Latinoamericana, del Centro Virtual Jorge Isaacs, del Simposio Internacional Jorge Isaacs, del periódico cultural La Palabra y del programa de entrevistas Conversan Dos en Telepacífico. Correo electrónico: darhenao@univalle.edu.co


Resumen

Este trabajo se propone analizar novelas colombianas que configuran una importante tradición dentro del canon de la literatura y en las cuales se destaca la presencia de los hijos de la diáspora africana: María (1867) de Jorge Isaacs, Lamarquesade Yolombó (1926) de Tomás Carrasquilla, Las estrellas son negras (1949) de Arnoldo Palacios, Changó, el gran putas (1983) de Manuel Zapata Olivella, Laceibadelamemoria (2007) de Roberto Burgos Cantor y La hoguera lame mi piel con cariño de perro (2015) de Adelaida Fernández. Con perspectiva comparativa, se mostrarán las relaciones que mantienen entre sí estas novelas para apreciar la génesis de esa representación, llevada a su máxima expresión poética por Manuel Zapata Olivella en Changó, el gran putas, ambicioso fresco histórico mítico de la diáspora africana, construido desde una visión afrocentrada, pionera en América Latina y que constituyó un aporte previo a las teorías poscoloniales.

PALABRAS CLAVE: novela afrocolombiana; códigos de representación ficcional; canon literario; narradores afrocolombianos; Changó; el gran putas; diáspora africana

Abstract

This paper aims to analyze Colombian novels that configure an important tradition within the canon of literature and in which the presence of the children of the African diaspora stands out: María (1867) by Jorge Isaacs, La marquesa de Yolombó (1926) by Tomás Carrasquilla, Las estrellas son negras (1949) by Arnoldo Palacios, Changó, el gran putas (1983) by Manuel Zapata Olivella, Laceibadelamemoria (2007) by Roberto Burgos Cantor and La hoguera lame mi piel con cariño de perro (2015) by Adelaida Fernández. From a comparative perspective, the relationships between these novels will be shown to appreciate the genesis of that representation, which was brought to its maximum poetic expression by Manuel Zapata Olivella in Changó, el gran putas, a fresco ambitious historical mythical of the African diaspora, built from an afro centered vision, pioneer in Latin America which anticipated to the post colonial theories.

KEYWORDS: Afro Colombian Novel; Fictional Representation Codes; Literary Canon; AfroColombian Narrators; Changó; el gran putas; African Diaspora

En oscuro calabozo

Cuya reja al sol ocultan

Negros y altos murallones

Que las prisiones circundan;

En que sólo las cadenas

Que arrastro, el silencio turban

De esta soledad eterna

Donde ni el viento se escucha...

Muero sin ver tus montañas

¡Oh patria!, donde mi cuna

Se meció bajo los bosques

Que no cubrirán mi tumba

(Isaacs, 2005: 235)

Esta pavorosa historia nos lleva a África. El viaje sin retorno de millones de seres esclavizados nunca desvaneció la esperanza de volver al continente natal, con profunda tristeza expresada en los versos cantados durante el funeral de Nay, la nana de María, en la novela homónima de Jorge Isaacs. Este destino y todos sus desarrollos a lo largo de varios siglos de historia configuraron el núcleo poético de la representación literaria de la esclavitud en la novela colombiana. Esos “migrantes desnudos”, como los llamó el martiniqués Édouard Glissant, transportados a la fuerza para América, fueron la base del poblamiento de esa especie de circularidad fundamental que configuró el continente (Glissant, 2005: 17).

El periplo de la trata trasatlántica, tema común en las novelas afroamericanas de la diáspora, también aparece en la literatura colombiana, donde se constituyó un canon importante de obras narrativas: María (1867) de Jorge Isaacs, La marquesa de Yolombó (1926) de Tomás Carrasquilla, Changó, el gran putas (1983) de Manuel Zapata Olivella, La ceiba de la memoria (2007) de Roberto Burgos Cantor. Las formas narrativas de esos mundos de ficción, con todas las referencias culturales y filosóficas propias de la cosmovisión de los creadores, configuran una importante tradición. Si miramos con sesgo comparativo las relaciones que mantienen entre sí estas novelas, se puede apreciar la génesis deesa representación, llevada a su máxima expresión poética por Manuel Zapata Olivella en Changó, el gran putas, ambicioso fresco histórico mítico de la diáspora africana construido desde una perspectiva afrocentrada, pionera en América Latina y adelantada de las teorías poscoloniales.

Los autores que nos ocupan escriben desde las “estructuras de sentimiento” y el horizonte intelectual que alimentan sus obras. Isaacs y Carrasquilla, con un pensamiento proveniente del humanismo liberal, visión de vanguardia para el siglo XIX y comienzos del XX, cuando la nación colombiana apenas estaba configurándose y reconociéndose a sí misma. Zapata Olivella y Burgos Cantor, con un pensamiento marcado por el humanismo marxista y las utopías alimentadas por las revoluciones socialistas. Perspectivas que admiten lecturas e interpretaciones de la historia del país, de sus realidades sociales y culturales, de los diálogos y apropiaciones de la tradición literaria propia y ajena, en el contexto de la configuración de nación, esa “comunidad imaginada” como la caracteriza Benedict Anderson (1993). En todos los casos, se trata de visiones críticas de las épocas que les tocó vivir.

Isaacs y Carrasquilla, pioneros, dentro de la literatura colombiana, en novelar el mundo de los esclavizados, compartieron con estos hijos de África sus vidas en la infancia. Isaacs recreó el universo de la hacienda esclavista en el Gran Cauca a mediados del siglo XIX; Carrasquilla, el de la minería en el área aurífera de Antioquia, en el llamado segundo ciclo del oro, a mediados del siglo XVIII y comienzos del XIX. En ambos, el universo de la infancia constituyó una de las “estructuras de sentimiento” esenciales para la escritura de las novelas. De esa experiencia emerge la influencia africana en la vida cotidiana, sobre todo en la educación de esos niños que despertaron para el mundo de la mano de sus nanas negras1.

Zapata Olivella y Burgos Cantor vivieron una relación más compleja con la negritud, por sus orígenes en el Caribe colombiano -Lorica y Cartagena-; ambos estuvieron en sintonía con la fuerte presencia de negros, mulatos y zambos, comprendieron y visibilizaron sus inestimables contribuciones a la sociedad colombiana. Fueron animados por el compromiso de revelar una historia olvidada, con la ventaja de poder participar del vasto movimiento social, político y cultural, a lo largo del siglo XX, de valorización del aporte africano a la cultura occidental2. Esa primera aproximación comparativa exhibe la coincidencia en ocuparse de realidades del pasado, en las cuales los negros son sujetos sociales, expresan su intimidad y, como es obvio, con los comprensibles matices del papel social a partir del cual escribe cada uno.

En Colombia, la población venida de África fue determinante en tres regiones: el Pacífico, Antioquia y el Caribe. Estos territorios configuran los escenarios de las novelas más importantes. Aquí serían válidas las palabras de William Faulkner sobre los negros de su amado condado imaginario Yoknapatawpha: “Ellos perduraron”. En Macondo también. África está aquí: los novelistas desentrañaron las verdades más íntimas y dolorosas de esa historia. La mayoría de los esclavizados entró por Cartagena, uno de los puertos más importantes del comercio de esclavos en las Américas, desde donde fueron llevados a diversas regiones de Colombia. Según el historiador Germán Colmenares (1997: 89), acá llegaron doscientos mil africanos. En Cartagena eran vendidos para las minas de oro y para las haciendas del Cauca, de Antioquia y del Caribe, tierras donde llegaron cristianizados para contribuir con su trabajo, los saberes y la cultura que trajeron en su memoria. Pese a la brutal deshumanización a la que fueron sometidos nunca dejaron de resistir, de rebelarse, de afirmar sus formas de pensar y de vivir. La esclavitud, como decía el escritor James Baldwin (1967), al referirse a su historia en las Américas, representa la serpiente en el Jardín del Edén. Realidades fervientes e inevitables para los novelistas nacidos en ellas y estímulo para desentrañar tanto la brutal inhumanidad de la esclavitud como su lado libertario.

La historia de cómo fue representada la “negredumbre” admite una diversidad de tonos y matices. Zapata Olivella precisa a qué se refiere con este concepto:

Cuando menciono la negredumbre me refiero a esa sombra oculta de que hablan los filósofos yorubas y bantúes, viva en el ritmo, en la palabra que palmotea en las invocaciones a los muertos. Sentimiento africano que ilumina nuestra mirada más profunda, la herida más dolorosa, la risa más desafiante. (Zapata Olivella, 2011: 176)

Se evidencia en esta idea la conexión con el concepto de inconsciente colectivo de Carl Jung, que alude a la parte de la psique que retiene y transmite la herencia psicológica común de la humanidad, la memoria colectiva que moldea las diversas culturas y civilizaciones. A esta idea llegó Zapata Olivella a través desus maestros, el antropólogo Rogerio Velásquez y el psicoanalista Francisco Socarrás (Caicedo Ortiz, 2013: 304).

Dista mucho la representación de la negredumbre del padre Alonso de Sandoval -sacerdote jesuita, compañero de Pedro Claver en su actividad de evangelización de los esclavizados que llegaban a Cartagena de Indias, en el siglo XVI-, en su libro Tractatus de Instauranda aethiopum salute (1627), de la recreación de la esclavitud en María (1867) de Jorge Isaacs; La Marquesa de Yolombó (1926) de Tomás Carras quilla; Memorias del odio (1953) de Rogerio Velásquez; Las estrellas son negras (1949) de Arnoldo Palacios; Changó, el gran putas (1983) y El fusilamiento del diablo (1986) de Manuel Zapata Olivella; El amor y otros demonios (1994) de Gabriel García Márquez, y La ceiba de la memoria (2007) de Roberto Burgos Cantor. Cada autor opera la representación literaria con la cosmovisión de su época.

Es el caso, por ejemplo, de Burgos Cantor, al retornar a los acontecimientos de los tiempos del padre Sandoval para instaurar una mirada renovadora y posicionar en el centro a los propios esclavos. El jesuita está al servicio del proyecto colonizador español, en los tiempos del Tribunal de la Santa Inquisición, creado en Cartagena de Indias por medio de cédula real de Felipe III en 1610, con el objetivo de perseguir y castigar otros credos diversos del cristiano, entre los que estaban las prácticas y rituales religiosos que los africanos habían traído consigo de su África natal. Burgos Cantor reconstruye en La ceiba de la memoria una mirada polifónica en la cual los esclavizados (Benkos Biojó y Analia Tu Bari), como protagonistas centrales, alternan de tú a tú con los padres Sandoval y Claver.

El asunto también fue tema central en dos novelas de autores cartageneros: La pezuña del diablo de Alfonso Bonilla Naar (1970), y Los cortejos del diablo (1970) de Germán Espinosa (1985). Estas novelas recrean el mundo de intolerancia y dominación durante la Inquisición en Cartagena, donde además de la esclavización de los cuerpos también se imponía el control del espíritu. La evangelización de los africanos por la Iglesia, forma de rentabilizar la economía esclavista, adoptó como estrategia la demonización de sus religiones3 y sus prácticas, por la cual se pretendía hacerlos renegar de todos sus saberes botánicos, rituales mágicos y creencias traídas de África (Maya, 1998). De esa manera, se estigmatizaba y pretendía desarticular la base de la cultura africana llegada al continente: su visión sagrada del mundo. La resistencia esclava adoptó muchas formas hasta conseguir la libertad y poder reconstruir su identidad con lo que consiguieron conservar4.

La travesía transatlántica en los navíos negreros será un motivo central en varias novelas. La pionera es María. En ella se cuenta la historia de la princesa africana Nay, a quien el destino convierte en esclava en una hacienda del Cauca donde será la nana de María. Su vida es contada por Efraín, quien en la infancia escuchó las historias de boca de Feliciana (el nombre cristiano de Nay); esto lo sabemos cuando está próxima a morir. En su entierro, los esclavos de la hacienda entonan el bello canto de despedida y nostalgia de su África natal, citado como epígrafe de este ensayo (Isaacs, 2005).

El entusiasmo de volver a África aparece como una constante en muchos relatos de la esclavitud en las Américas. En el ensayo dedicado a María, Manuel Zapata Olivella reconoce la novela como la primera en introducir el tema de los africanos en la literatura colombiana5. La vida de Nay como princesa en África y sus amores con el guerrero Sinar, el infortunio de ser aprisionados, separados y embarcados como esclavos para las Américas, su llegada primero al Caribe y después a Turbo, donde será vendida al padre de Efraín, quien trae a Esther, la pequeña hija de un primo judío que acababa de enviudar en Jamaica y a quien bautizará como cristiana con el bíblico nombre de María. La llegada a una hacienda del entonces Estado del Cauca, su vida hasta la muerte con su hijo, Juan Ángel, configuran el periplo completo de muchas mujeres que llegaron a trabajar en las tareas domésticas de las haciendas del valle del río Cauca. Los XL, XLI, XLII, XIII y XLIV, conocidos como la historia africana, por décadas ignorada por la crítica, narran el trágico destino de Nay en la horrible travesía a bordo de la nao negrera.

Cuando despertó de ese sueño quebrantador y espantoso, se halló sobre cubierta, y solo divisó a su alrededor el nebuloso horizonte del mar. Nay no dijo ni un adiós a las montañas de su país. Los gritos de desesperación que dio al convencerse de la realidad de su desgracia, fueron interrumpidos por las amenazas de un blanco de la tripulación, y como ella le dirigiese palabras amenazantes que por sus ademanes tal vez comprendió, alzó sobre Nay el látigo que empuñaba, y… volvió a hacerla insensible a su desventura. (Isaacs, 2005: 223)

Después vendrá, ya en América, una de las decisiones más dolorosas y valientes de las mujeres esclavas en todo el continente: el aborto y el infanticidio como formas de resistencia a la esclavitud. En el golfo de Urabá, cerca de Turbo, llevaron a Feliciana, embarazada de Juan Ángel, a la casa del comerciante irlandés William Sardick, donde fue bien recibida por su esposa Gabriela, una mestiza cartagenera, quien le enseñó a hablar español. A esta mujer Nay le dio a conocer sus intenciones de matar al bebé:

-¿Los hijos de los esclavos, si mueren bautizados, pueden ser ángeles? La criolla adivinó el pensamiento criminal que Nay acariciaba, y se resolvió a hacerle saber que en el país en que estaba, su hijo sería libre cuando cumpliera diez y ocho años. Nay respondió solamente en tono de lamento: -¡Diez y ocho años! (Isaacs, 2005: 228)

Nay tuvo suerte de ser comprada por el padre de Efraín, ya de regreso de Jamaica con Ester, camino a su hacienda en el Cauca. Otros episodios trágicos de la travesía eran las muertes de los africanos: algunos por enfermedades, otros porque preferían el suicidio al cautiverio. A esa dura realidad se sumaba el dolor experimentado por Nay, en cada puerto, cuando se separaba de sus compañeros de viaje, de sus malun gos, a los cuales no volvería a ver jamás. En estas separaciones se perdían lazos comunitarios, la lengua y muchos saberes. Zapata Olivella vuelve a esta historia, la amplía y la humaniza, en el estremecedor relato de la travesía en el navío negrero Nueva India, durante 1560, en Changó, el gran putas. Alude el relato a sus formas de comunicación por provenir de tribus que hablaban distintas lenguas. El capitán Coutinho, al mando de la nao negrera, habla antes de salir del puerto:

Los esclavos no duermen atentos a los tambores. Nunca antes percutieron con tanto brío. Hemos tomado todas las precauciones contra un asalto, apostando guarniciones a lo largo de los caños. El último propio en bajar vino de Onitsha y apenas trae razones ya conocidas por nosotros desde aquí: el tam tam parece no terminar nunca. Nada se pudo arrancar a los esclavos Irokos traídos ayer en dos barcazas. Los hemos encerrado aparte, pero esos negros se comunican todo con la mirada. El silencio, los ojos son su mejor lengua no importa de qué tribu provengan. (Zapata Olivella, 2010: 83)

La marquesa de Yolombó (1926), después de María, elabora un amplio fresco sobre la vida de los africanos traídos a las minas de oro en Antioquia. Se iniciaba en América Latina, en sintonía con otros lugares, un fuerte movimiento de rescate de la cultura africana, de reconocimiento de sus contribuciones a la cultura occiden tal. Isaacs recreó el universo de la hacienda en el Gran Cauca, a mediados del siglo XIX; Carrasquilla, el de la minería en el área aurífera de Antioquia, en el ciclo del oro, a mediados del siglo XVIII y comienzos del XIX. En ambos casos, nos enfren tamos con la representación literaria de universos sociales e históricos donde se da cuenta de la configuración de nuestras regiones teniendo en cuenta la contribución significativa de los africanos en diversos aspectos de la vida material y espiritual, su agricultura, culinaria, religión, lengua, música, artes, arquitectura… la lista es larga y resta mucho por reconocer, por hacerla visible.

En La marquesa de Yolombó, evocación histórica de esa “Antioquia ida”, como decía Carrasquilla, encontramos la recreación más completa del universo de los esclavizados, con lo que significó la extracción de oro en la Antioquia colonial. En ese conjunto histórico social novelado, sobresale la gran capacidad de Carrasquilla para penetrar en la cultura negra y en el papel de la mano de obra esclava, sin la que no se explicaría, en gran parte, el funcionamiento de la sociedad colonial.

En esta obra encontramos, siempre en condición subalternizada, conviviendo con las familias españolas que detentan el poder sobre el poblado minero de San Lorenzo de Yolombó, a muchos personajes negros protagonistas de acciones y conflictos con esta elite minera. Este cuadro de las relaciones amos esclavizados se narra bajo la perspectiva de un narrador omnisciente, que a veces parece adoptar la perspectiva “de esa gente patriarcal” de las que Carrasquilla era hijo. Esto no le impide, sin embargo, dar cuenta de ese mundo y aproximarse, hasta donde le fue posible, a la intimidad de los personajes en condición de esclavizados6. Lo mismo ocurre con Jorge Isaacs, hijo de un hacendado esclavista, que rescata en María las memorias de su infancia con los esclavos para mostrar cuán importante fue su contribución a las diversas actividades de la economía, la vida social y la cultura. Los cuatro capítulos dedicados a la Nay en Sinar7 hacen un sentido y poético homenaje a la historia de la diáspora africana.

A partir de una lectura atenta de La marquesa de Yolombó, inferimos mucho de la economía de la esclavitud y la legislación pertinente, de los orígenes tribales de los esclavos, el tratamiento y las relaciones entre sí y con las otras clases, las relaciones sexuales entre amos y esclavos, además de cómo sus creencias, hábitos y tradicio nes culturales se entretejían con lo hispánico e indígena. Un aspecto como el de la contribución culinaria africana tiene en esa novela una recreación muy compleja del papel de las negras en la cocina, tanto en las casas como en las minas8. Llaman la atención las descripciones de la belleza de ciertas mujeres negras:

Narcisa, en cambio, y por humorismo de la suerte, es tipo acabado de hermosura. En el Congo hubiera sido reina, y de reyes descenderá, probablemente. Es una criatura tan negra, de un negro tan fino y tan lustroso, de formas tan perfectas, de facciones tan pulidas, que parece tallada en azabache, por un artista heleno. El blanco de esos ojos y los dientes rutilan en esa obscuridad; uno como musgo de seda le cubre la cabeza; andares y movimientos son cadencias; veneno letal le recorre todo el cuerpo. (Carrasquilla, 2008: 205)

La ceiba de la memoria indaga sobre la esclavitud en Cartagena para ofrecernos una lúcida reflexión sobre los sufrimientos humanos y el anhelo de libertad en tiempos de la Inquisición. En relación con la fundacional María, la novela de Bur gos Cantor profundiza ese bello canto que los negros entonan en el entierro de la negra Nay (Feliciana), la nana de María e Efraín. Reconstruye el universo sugerido en el poema de Jorge Isaacs e introduce un cambio significativo, por primera vez en la novela colombiana: una esclava ciega relata su propia vida de infortunios, asimismo lo hace Benkos Biohó9. Analia Tu Bari reivindica poéticamente a Nay10. Desdobla su consciencia para contar todos sus sufrimientos y la indignación que la mueve: “Yo no vine. Me trajeron. A la fuerza. Peor que una prisionera. Sin mi voluntad. Arrancada. Comenzaron a matarme” (Burgos Cantor, 2007: 35). Su voz denuncia con ironía sutil los negros cazadores que entregaban a su propia gente, para luego ser embarcados e iniciar el escalofriante viaje en el vientre de las naos negreras. Del dolor de exilio, su memoria se llena de coraje: “Lo que me dispongo a ser en esta tierra extraña es una ceiba. Guardadora de acciones. Una ceiba de tallo engrosado que bañe con su savia traída de otros territorios esta tierra de la cual siento ya no saldremos nunca” (Burgos Cantor, 2007: 74). Con estas palabras, Analia Tu Bari recupera una memoria poetizada en el título del libro.

La trama de la novela va siendo urdida hasta constituirse en un vasto sistema de vasos comunicantes. Todos tienen que ver con todos: Thomas Bledsoe, biógrafo del padre Claver; el profesor “criollo” Roberto Antonio, padre del autor; los jesuitas Pedro Claver y Alonso de Sandoval, dedicado al consuelo y la cristianización de los esclavos; Dominica Orellana, esposa de un funcionario del reino, y su cómplice Magdalena Maleaba; Benkos Biohó, el rey del Matuna, líder de los palenqueros; Analia Tu Bari, consciencia atormentada del tráfico negrero; y los personajes sin nombre que corresponden a la biografía de Roberto Burgos, que está detrás de esa extensa meditación sobre la libertad y la condición humana.

En 1934, Sofonías Yacup (1990) escribió un libro de artículos y pequeñas crónicas, Litoral recóndito, con el que pretendía llamar la atención sobre una región olvidada a pesar de haber sido, desde los tiempos de la Colonia hasta la llegada de las multinacionales que extraían oro y platino en el siglo XX, generadora de riqueza con el trabajo de la población negra e indígena. Primero, bajo el régimen de la esclavitud y, después, de la explotación asalariada por parte de las compañías norteamericanas. Estas realidades no oscurecen las vigorosas tradiciones culturales de esa región, por las cuales sus intelectuales y artistas lucharon, con el objetivo de darles voz y reconocimiento11.

Si Jorge Isaacs dio cuenta del mundo de la esclavitud en el siglo XIX, en su célebre novela, con vastas referencias al entorno geográfico del Pacífico colombiano -en ese entonces parte del Gran Cauca-, en el siglo XX serán los habitantes del Chocó los protagonistas con sus realidades de miseria y abandono social de la región. Arnoldo Palacios escribe Las estrellas son negras (1949), recreación poética de la pobreza y la falta de medios para el progreso afrodescendiente en el Chocó. “Hambre” es el título de la primera parte de este libro, una situación angustiosa de miseria económica, imperante hasta hoy en esa región de Colombia. Para la escritura de la novela, Palacios se inspiró en un libro que también influyó a Zapata, Cahier d´un retour au pays natal (1939), de Aimé Césaire. Existe una profunda relación entre el négrillon somnolent, del poema del martiniqués, con Irra, el chico famélico de Las estrellas son negras. Vale citar el poema:

Y ni el maestro en su clase, ni el sacerdote en el catecismo le arrancarán una palabra a este negrito soñoliento, no obstante la energía con que tamborilean ambos su cráneo tusado, porque es en los pantanos del hambre donde su voz se atascó de inanición (una palabra una sola palabra y os dispenso de la reina Blanca de Castilla, una pala bra una sola palabra, ved ese salvaje pequeño que no sabe ni siquiera uno de los diez mandamientos de Dios) / Porque su voz se orina en los pantanos del hambre, / y no se puede arrancar nada, verdaderamente nada, /de ese vaguito / salvo un hambre que no sabe ya trepar a las jarcias de su voz / un hombre torpe y sin voluntad, / un hambre enterrada en lo más profundo del Hambre /de este famélico morro. (Césaire, 2008: 14)

Aquel cerro famélico, próximo a Basse Pointe, el pueblo de Césaire en Martinica, puede ser cualquier barriada (favela), villamiseria o barrio pobre del Caribe o de las Américas. Irra padece la asfixiante miseria en uno de esos lugares de Quibdó, a las márgenes del río Atrato, junto con su madre, una humilde lavandera cada día más enferma, y sus dos hermanas. El narrador muestra la psicología del personaje en situación de pobreza extrema. A la manera del Ulises de James Joyce, la novela de Palacios concentra todo el drama en un solo día y lo que conmueve al lector es el drama interior vivido por el joven Irra y sus acciones infructuosas para encontrar alternativas. La ciudad próspera, como continúa siendo hoy en Colombia, nada ofrece a los habitantes de la ciudad miserable simbolizada en el mundo de Irra. Ni el amor por Nive consigue redimirlo, porque vendrá la tragedia del suicidio. No puede marcharse como lo hacen muchos, y no tiene otra alternativa que seguir luchando en el mundo con el bien más precioso y la última palabra del libro: libertad. El viaje espiritual de Irra, en medio de tanta miseria, lo conduce a la epifanía de sentirse libre, “una humilde alegría”, después de presenciar una pelea entre sus compañeros de aventuras en el río. El fragmento final da cuenta de esa transformación espiritual:

Irra sintió su alma invadida de confianza. Y si alguien hubiera observado de cerca su rostro se hubiera contagiado de una humilde alegría purísima. Se agachó a recoger la talega empantanada y la puso sobre el muro. Se dirigió al borde de la playa. Se arremangó los pantalones y la camisa. Se introdujo en el río, en el agua, hasta las rodillas. Inclinado se lavó la cabeza y la cara. El agua estaba tibia. Hubiera querido desnudarse y meterse un baño completo. Como tantos baños agradables, cantando otras veces allá en la playa, horas antes del amanecer, a la tarde, a medianoche, a todas horas... Bebió agua en el cuenco de la mano. Se enjuagó la boca y arrojó el buche de agua. Volvió a beber y se restregó los dientes con el índice untado de arena. El agua le supo terrosa. Se lavó las piernas, los brazos. Y ensanchando el pecho respiró libre. ¡Libre! (Palacios, 1998: 164)

Como Zapata Olivella haría años más tarde, en Chambacú, corral de negros (1965), en el relato de Palacios el personaje se transforma en un arquetipo de la pobreza. Como señala Óscar Collazos, en el prólogo a la edición citada, nos conmueve, en las veinticuatro horas de su joven vida, no tanto la pobreza, sino los disturbios mentales que provoca, desde la depresión de ánimo hasta el caos de la ira. Palacios traza una frontera entre la ciudad próspera y la ciudad miserable. La búsqueda sin suerte de una salida, en medio de las “ruinas circulares” de su realidad, solo tiene un desen lace espiritual, muy a la manera de los pobres en la obra del novelista brasilero João Guimarães Rosa. Irra, como Miguilim en “Campo Geral”, cuento del libro Corpo de baile, es preparado para las luchas espirituales y materiales. Ambos personajes dan testimonio de la posibilidad de superar la pobreza material en el plano espiritual, pues la estrechez de imaginación y de comprensión, la falta de inventiva, la escasez de solidaridad y de libertad interior, constituyen el mayor impedimento para encarar la miseria. Palacios hace que su personaje hable desde el interior de su tragedia sin apelar en ningún instante a la piedad o la conmiseración. Se torna en una experiencia individual e interiorizada del hambre, convertida en delirio de la conciencia, como destaca Collazos en el citado prólogo. El hambre está en el centro de la pobreza, en el corazón de un mundo de condenados a sufrirla sin que nada se haga para impedirlo. Estos dramas ocurren en el Chocó, una región de población negra.

Zapata Olivella, como su amigo Arnoldo Palacios, con quien compartió ideas y proyectos desde finales de los años cuarenta, también incursiona en las realidades de los pobres urbanos de Cartagena de Indias, en Chambacú, corral de negros. Escrita después de su viaje a Estados Unidos, con lo aprendido en los meses pasados en Harlem -emblemático barrio negro de Nueva York-, la novela está marcada por un fuerte realismo social, incorpora la temática racial y la consciencia negra, y las sitúa en un contexto afrodiaspórico.

No es casualidad que Chambacú, corral de negros nació a los pies de las murallas. Nuestros antepasados vinieron para acá traídos para construirlas. Los navíos negreros atestados de esclavos provenientes de toda África. Mandingo, Wolof, Minas, Carabalis, Biáfaras, yorubas, más de cuarenta tribus. (Zapata Olivella, 1963a: 189)

Un hecho histórico, el fusilamiento de Manuel Saturio Valencia, en Quibdó (1907), será novelado primero por Rogerio Velásquez en Memorias del odio (1953), después por Teresa Marínez de Varela en Mi Cristo negro (1981) y, por último, por Manuel Zapata Olivella en El fusilamiento del diablo (1986). La infamia cometida con este hombre motivó las obras de estos escritores a ocuparse de las desigualdades, injus ticias y postración material de los afrodescendientes de la región y la devastación traída por los colonos blancos y las compañías extranjeras. Como observa Teresa Martínez de Varela (1981: 17), en su biografía novelada: “Manuel Saturio desde la infancia fue revolucionario; luchó contra la pobreza hasta vencerla; contra la ignorancia hasta dominarla”. Saturio nació en Quibdó, en 1867, y fue fusilado por las tropas del gobierno del general Rafael Reyes, el 7 de mayo de 1907. Fue músico, folclorista, soldado en la Guerra de los Mil Días y abogado. Su pecado fue la rebeldía, luchar por el cambio social en Chocó.

El texto de Rogerio está contado como una confesión, al estilo del esclavo norteamericano Nat Turner, donde Saturio da su versión de los acontecimientos. Antes de ser fusilado dice:

Estaba en un medio donde el negro labra su pan, el lecho y el sepulcro. Ese negro desea gobernase por sí mismo y Colombia no le deja. Yo hacía parte de esa mayoría que desea edificarse con su substancia. La fatalidad me persiguió. (Velásquez, 1997: 53)

Por su parte, Teresa Martínez de Varela asume el periplo de la vida de Manuel Saturio como el de un mártir, como el de Cristo, para novelar su vida, exaltando su grandeza mística y política. La riqueza documental acopiada por la autora, más que la factura literaria, de apropiación técnica del género de la novela moderna, sin duda aportó para otros proyectos creativos posteriores. Vale, eso sí, señalar la conciencia panafricanista sobre la discriminación por parte de Saturio Valencia, cuando habla del trato déspota y autoritario con los suyos en Quibdó:

Yo infiero Evaristo que el vía crucis de mi raza no terminará jamás. Por la prensa norteamericana se sabe que la repulsión hacia los negros en los Estados Unidos es despiadada. El presidente Abraham Lincoln fue vilmente asesinado por un esclavista obcecado en el racismo.

Es muy cierto y doloroso todo esto -le repuso Evaristo-.

Además -continuó Saturio-, a raíz de este luctuoso acontecimiento, se organizó una secta secreta de consignas diabólicas en contra de los negros, llamada KU KLUX KLAN. Tal parece que los blancos chocoanos o residenciados allá, pretenden hacer lo mismo. (Martínez de Varela, 1981: 97)

Con más distanciamiento y elaboración estética, con más recursos técnicos de la novela moderna, El fusilamiento del diablo (1986) de Zapata Olivella avanza en el tratamiento de la vida de Manuel Saturio Valencia, en la recreación del ambiente social y político de la época, en especial los conflictos de los obreros con la compañía minera, para la cual las luchas lideradas por él resultaban subversivas, por tanto, intrigan ante las autoridades locales para que sea fusilado como escarmiento para el resto de los negros. Zapata Olivella la escribió diez años antes que Changó, el gran putas (1983), hecho importante de anotar, pues el ejercicio técnico y de tratamiento del personaje de Saturio le mostró el camino para la escritura de su saga épica de la diáspora africana en las Américas. Como una epifanía, Saturio se fue transformando en la imaginación de Zapata Olivella en personaje mítico, protegido y animado por los ancestros y dioses africanos. Con esta clave se narra Changó, el gran putas.

Sin duda alguna, la novela más ambiciosa en relación a la presencia africana es Changó, el gran putas, al contar la saga de 500 años desde su partida del África: la travesía en los barcos negreros, la llegada a diversas zonas del continente -Estados Unidos, el Caribe, México y Brasil-, la primera revolución negra en Haití, los movimientos de independencia en Colombia, México y Brasil, y por último, los movimientos civiles de los negros norteamericanos en el siglo XX. Zapata Olivella expresa en este libro la profunda convicción de que en los horrores de la travesía trasatlántica venía incubada la resistencia, la lucha por la libertad y la solidaridad, circunstancias que los africanos enfrentaron con sus dioses y sus lenguas hasta donde les fue posible. Changó, el gran putas se inicia con un poema épico -“La tierra de los ancestros”- que da cuenta de los dioses tutelares de la religión yoruba y toda su cosmovisión. Esta es la concepción de mundo que ordena toda la trama histórica de la novela y el destino de los africanos que llegaron a América en los barcos negreros, según la explicación mítica, por la maldición de Changó.

De Odumare, creador del universo, fuente de luz y oscuridad, semilla de vida y muerte, provienen todos los dioses del panteón africano, que como los de otras cosmogonías, cada uno simboliza uno o varios aspectos de la vida y son protectores de los seres humanos. En Changó, el gran putas, aparecen ejerciendo sus roles sobre el destino de los africanos que llegaron a América. En primer lugar, Obatalá: oricha de la creatividad, la claridad, la justicia y la sabiduría; Odudúa: primera mujer mortal, oricha de la Tierra, esposa de Obatalá, con quien procreó a Aganyú y Yemayá; Aganyú: primer hombre mortal, quien con Yemayá dio a luz a Orungán, quien viola a su madre, Yemayá, la diosa de las aguas. De esta relación incestuosa nacen los catorce orichas sagrados: Changó: espíritu de la guerra y el trueno, del fuego y de los tambores; Oyá: patrona de la justicia que ayuda a fortalecer la memoria; Oba: esposa de Changó, protectora de los mineros; Oshún: oricha del amor y del oro, concubina de Changó; Dada: oricha de la vida, protectora de los vientres fecundos, vigilante de los partos; Olokún: hermafrodita, armoniza el matriarcado y el patriarcado que rigen las costumbres de los ancestros; Ochosi: oricha de la flechas y los arcos, ayuda a los cazadores a acechar el venado, vencer al tigre y huir de la serpientes; Oke: orisha de la alturas y las montañas; Orun: oricha del sol; Ochú: diosa de las trampas del amor y concubina de Changó; Aye Shaluga: oricha de la buena suerte; Oko: oricha de la siembra y de la cosecha; Chankpana: amo de los insectos, de la protección, lava las heridas de los enfermos; Olosa: protectora de los pescadores, anuncia las tormentas y sequías.

Todo este santoral yoruba aparece en el poema épico que desde un comienzo prefigura el destino de los africanos en América. Será la kora, especie de arpa de los juglares yorubas, la que acompañará el canto que va a narrar Ngafúa, quien, invocan do la voz de su padre Kissi Kama, todos sus ancestros y los orichas sagrados, tiene la misión “de cantar el exilio del Muntu (...) la historia de Nagó / el trágico viaje del Muntu / al continente exilio de Changó”. Será un canto reparador bajo la sombra de los ancestros, un canto “para que el nuevo Muntu americano / renazca del dolor / sepa reír en la angustia / tornar en juego las cenizas / en chispa sol las cadenas de Changó”. Ngafúa es la voz omnisciente que, entre los vivos y los muertos, el pasado, el presente y el futuro, va a recordar una historia que ha estado bajo la protección de los dioses a quienes siempre invoca. Todo esto en consonancia con el principio filosófico del Muntu, cuyo plural es Bantú, que rige la elaboración poética que hay en Changó, el gran putas. Como se explica en la Bitácora, este principio implica una connotación del hombre que incluye a los vivos y difuntos, así como animales, vegetales, minerales y cosas que le sirven, de tal manera que se trata de una fuerza espiritual que une en un solo nudo al hombre con su ascendencia y descendencia inmersos en el universo presente, pasado y futuro.

La partida del continente africano se debe a la maldición de Changó, relatada en el poema por Ngafúa, a consecuencia de haber caído en desgracia por haber combatido a sus hermanos -Orún, Ochosí, Oke, Olokún y Oko-. Esto desató la ira de Orúnla, dueño de las Tablas de Ifá y señor de la vida y la muerte, y de Omo Oba, el primero y único hombre inmortal proscrito por Odumare a vivir sepultado en los volcanes, quienes arrojan a Changó de la Oyo imperial y coronan al noble Gbonka. Todos los soberbios que se alzaron contra Changó van a ser condenados al destierro en otros mundos lejos de África. Ngafúa, en sueños, oye la maldición de Changó que condena a los que lo expulsaron a ser objeto de la avaricia de las Blancas Lobas,

mercaderes de los hombres, / violadoras de mujeres / tu raza / tu pueblo/ tu lengua/ ¡des truirán! Las tribus dispersas / rota tu familia / separadas las madres de tus hijos / aborrecidos / malditos tus Orichas / hasta sus nombres / ¡olvidarán! (Zapata Olivella, 2010: 67)

Todos estos sacrificios a consecuencia de la maldición de Changó se van a redimir en América, según los designios de este, escuchados por Ngafúa. Fecundada por el Muntu, la nueva tierra parirá un niño, “hijo negro / hijo blanco / hijo indio / mitad tierra / mitad árbol / mitad leña / mitad fuego / por sí mismo / redimido” (Zapata Olivella, 2010: 68). Quien completará el esperanzador destino de los hijos de Changó en el nuevo continente, será la libertad. Rompiendo las cadenas de la esclavitud, “¡Los esclavos rebeldes / esclavos fugitivos, / hijos de Orichas vengadores / en América nacidos / lavarán la terrible / la ciega / maldición de Changó!” (Zapata Olivella, 2010: 70). Será Changó quien les dará su fuerza espiritual a los esclavos para renacer en el nuevo continente. Sea en los Estados Unidos, en las diversas islas del Caribe, en Brasil, Colombia o Perú, los africanos van a jugar un papel decisivo en los destinos de estas naciones porque sus luchas libertarias se conjugaron con las de independencia en el siglo XIX.

El muntu americano va a ser simbolizado por el hijo de Sosa Illamba, quien muere al darle a luz en el barco negrero. Nagó es el escogido navegante, “capitán en el exilio / de los condenados de Changó” (Zapata Olivella, 2010: 45). Antes de tocar tierra en el nuevo continente se produce la rebelión de los esclavos que provocará que el barco sea incendiado por los blancos y se hunda con toda la tripulación. De las aguas de la muerte, desangrada al tener a Nagó, Sosa Illamba le entrega el niño a Ngafúa para salvarlo del naufragio, como la semilla de la innumerable familia del Muntu que se esparcirá por América. Esta visión alegórica se cierra con una premonición:

Como estaba escrito, al tercer día, divisamos las distantes costas. Entre la algarabía de los pericos las mujeres indias esperaban al Muntu en la playa para amamantarlo con su leche. Suavemente humedezco su cuerpo con saliva para atezarle la cuerda de sus huesos. Y suelto, nadó solo, en busca del nuevo destino que le había trazado Changó. (Zapata Olivella, 2010: 146)

Un destino que los negros van a enfrentar con muy poco o nada de lo que pudieron traer consigo. Las circunstancias los van a llevar a mezclarse con blancos e indígenas en un rico proceso de transculturación y mestizaje en el que su acento aparece de diversas maneras en la vida material y espiritual del continente.

A continuación, el libro recrea los tiempos de la Inquisición. La historia de Cartagena de Indias, narrada por Domingo Falupo (nombre cristiano de Benkos Biohó), al cual Pedro Claver utilizó como traductor (lenguaraz), en su misión evangelizadora, para contrarrestar las brutalidades de la esclavitud, y contra las cuales se organiza la resistencia liderada por el propio Benkos Biohó. En la convivencia y aprendizaje de Domingo con Claver va a mostrarse el gran conflicto espiritual entre africanos y españoles, pues los conocimientos para la cura de enfermedades, rituales religiosos y los cantos de los esclavos, con su inseparable tambor, serán perseguidos y demonizados por el Tribunal de la Santa Inquisición. Como les dice Benkos a sus ancestros:

Los africanos no tendremos más padres espirituales que los blancos. Tratarán de matar nuestra magara, pintándonos el alma con sus miedos, sus rencores y pecados. Y cuando nos veamos en un espejo con la piel negra, no nos quedarán dudas de que somos los hijos de Satán, pues, según predican, el Dios blanco hace a sus criaturas a su imagen y semejanza. (Zapata Olivella, 2010: 175)

La rebelión organizada por Benkos, en compañía de María Angola, se urde en medio de las persecuciones del Tribunal del Santo Oficio, al que finalmente es sometido por la traición de Sacabuche. Al igual que muchos otros, sus respuestas ante las imputaciones de la Inquisición son de férrea y altiva defensa de sus creencias, y alegato contra la inhumanidad de la esclavitud. Pupo Moncholo, otro negro preso junto con Benkos por el Tribunal, cuenta lo que este le dice a uno de sus ancestros que lo visita: “No moriré por apóstata, sino por glorificar a Changó y a mis Orichas”. Y, ante los argumentos de Claver para quese arrepienta, contesta seguro: “Te equivocas, mi infatigable perseguidor, la única eternidad está en el Muntu” (Zapata Olivella, 2010: 234). Benkos fue velado en Palenque de San Basilio como gran líder de las luchas por la libertad.

La novela más reciente sobre Cali y el Pacífico, El demonio en la proa (2008), del caleño Edgar Collazos, recrea el mundo de los negros en la ciudad colonial, y sus relaciones y conflictos con los blancos, así como la solidaridad e intercambios con los indígenas. Los negros del Vallano, la parte baja de Cali, en la pequeña ciudad colonial, eran acusados de portadores congénitos del mal de Satanás o Changó, lo que rememora los tiempos de la Inquisición en Cartagena. El voseo era atribuido a los acentos de las lenguas africanas llevadas a la oralidad del español aprendido de los amos españoles, impronta que no ha mudado mucho en el habla popular de los caleños desde la fundación de la ciudad. Los mulatos y los negros, por más de doscientos años, trabaron una guerra fonética contra la censura de la Iglesia y contra los aristócratas blancos de La Merced, logrando la victoria lingüística, imponiendo el voseo y sus declinaciones verbales a toda la población (Collazos, 2008: 151).

En su más reciente novela, En tierra extraña (2017), Collazos vuelve a recrear la vida de los esclavizados en los tiempos de Jorge Isaacs, su participación en las guerras civiles, sus levantamientos por la abolición y las formas de resistencia en la segunda mitad del siglo XIX. Con ácida ironía, se muestran las tensiones protagonizadas entre los esclavos y las elites blancas, en particular, los conflictos vividos en el terreno de la vida sexual, los abusos e hipocresías de la elite blanca, escudados bajo la simulación de moralidad y buenas costumbres cristianas. Las relaciones vividas en lo sexual eran peligrosas, y con riesgo para la vida del esclavizado, como es el caso de Goro, a quien Jimena, la hija de un blanco, obliga a tener sexo con ella y acaba acusándolo, situación que lo arroja a huir hasta que le dan muerte. A veces, estas situaciones son tratadas con ácida ironía, como en la confesión del padre Ángel Cabal con una joven blanca de la elite caleña:

Padre, cometí un pecado muy grande

¿Cuál pecado, hija?

Me acosté con un negro, padre

¿Y estás arrepentida?

Sí, padre

¿Cuántas veces lo has hecho? Muchas, padre

¿Y si estás arrepentida por qué lo vuelves a hacer? No sé, padre, creo que el negro me ha hecho brujería

Cuando te busque grita para que los blancos vengan a socorrerte Padre, soy yo la que busca al negro, ¿tengo perdón, padre?

El apareamiento con animales y con negros es un pecado grave, busca a Dios a través de la oración y pídele que te perdone. (Collazos, 2017: 48)

El erotismo vivido desde la óptica de una esclava será protagonizado por Nay en La hoguera lame mi piel con cariño de perro (Fernández, 2015) 12, novela escrita por la caleña Adelaida Fernández. La luminosa metáfora del regreso al África inspira la reescritura de María, ahora desde el mundo de los esclavizados, desde el punto de vista de Nay, su nana, quien asume con orgullo su nombre africano. Así, la autora salda una vieja deuda de la novela colombiana con la mujer negra esclava. Ahora sí desempeñando el papel protagónico. Nay cuenta el mismo mundo narrado por Efraín en la novela de Isaacs, con mirada libertaria; dueña de sí misma, nos adentra en la rebeldía y el cimarronaje de los esclavizados en las haciendas del valle del río Cauca en el siglo XIX, en medio de la Guerra de los Supremos, liderada por el ge neral José María Obando. Este trasfondo histórico, dominado por las sublevaciones antiesclavistas, influencia las acciones de Nay, determina su carácter y tenacidad para luchar por la libertad. En esta historia, el amor funciona como bálsamo contra el dolor, la pérdida y el exilio; acicate para poco a poco ir urdiendo su viaje de regreso a África con su hijo Sundiata.

Este breve recorrido deja claro cómo la novela colombiana dio y sigue dando cuenta de la contribución africana a la nación colombiana. Personajes como Nay e Analia Tu Bari, Narcisa, Benkos Biohó, Frutos, Sierva María, Nagó, Manuel Satu rio Valencia, Irra y Sacramento nos dicen mucho del pasado y del presente de los afrocolombianos. Como otros personajes memorables, ellos conquistaron su lugar en el espacio simbólico de la literatura y expresan el hecho de ser parte vital de la conformación de la nacionalidad colombiana. Memoria, historia y olvido son tres instancias conjugadas en las historias de estos personajes; ellos iluminan el imagi nario de la nacionalidad y nos incentivan para meditar la relación humana con el pasado, la aventura escrita, el sufrimiento, la resistencia y la libertad.

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1 En esas memorias de la infancia, como lo hiciera el brasilero Gilberto Freyre (1983) en su monumental libro Casa Grande & Senzala (1934), Carrasquilla encuentra la sustancia vital para explorar la cultura antioqueña y poner en escena la contribución africana. El propio Faulkner, tan influyente en los escritores latinoamericanos, dedicó Desciende, Moisés a su nana negra, Mammy Caroline Barr (1840-1940), con las siguientes palabras: “Que nació en la esclavitud y que dio a mi familia una fidelidad sin límites ni esperanza de recompensa y a mí inconmensurable devoción y amor” (Faulkner, 1960: 7).

2En el caso de América Latina, vale destacar autores como Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, Luís Palés Matos, Emilio Ballagas, Aimé Césaire, Jorge Amado, Fernando Ortiz y Gilberto Freyre, entre muchos otros, que iniciaron en los años 1920 el movimiento por la valorización de la contribución de África al continente americano.

4Sobre las formas de resistencia y negociación en el período esclavista, focalizado en el caso brasilero, el historiador João José Reis (1989), en su libro Negociação e conflito. A resistência negra no Brasil escravista, hace aportes esclarecedores sobre estos procesos.

5Se trata del ensayo: “María: testimonio del romanticismo americano”, publicado en Letras nacionales, revista fundada por Zapata Olivella (1966: 15 44).

6El punto de vista desde el que se narra es determinante para entender la cosmovisión que preside la novela. En el caso de la cultura negra, sin que Carrasquilla haga parte de ella, es evidente que se trata de una aproximación a ese otro subalternizado por la vía de la representación novelesca, valiéndose de sus recuerdos infantiles con los esclavos, de la memoria familiar, de la tradición oral y de un vasto material histórico que compendió durante años para escribir esa novela.

7Ver Henao Restrepo (2005). La perspectiva de análisis de este ensayo alimenta el presente trabajo y hace parte de una investigación en curso sobre la representación del negro y su cultura en la novela colombiana.

8 Germán Patiño (2007), autor de un libro ilustrativo sobre la influencia de los negros en la cocina del Valle del Cauca, Fogón de negros, tiene una conferencia sobre las influencias en el caso de Antioquia a partir de Carrasquilla: “Tomás Carrasquilla y las influencias africanas en la formación de la cultura culinaria antioqueña”, presentada en el evento sobre gastronomía en Medellín (2009).

9Al respecto de las voces narrativas en Ceiba, Kevin García (2007) señala: “La primera es la voz del testimonio, y del violentado, la voz de Analia Tu Bari y Benkos Biohó. La segunda es la voz del señalado, del doliente que agoniza sin la posibilidad de controlar el movimiento de su cuerpo, sin la esperanza de una cura; es empleada exclusivamente para la narración de Alonso Sandoval. La tercera persona es la narración que recoge conocimiento de la vida de Dominica de Orellana, Pedro Claver, Thomas Bledsoe y de los personajes secundarios”. Sobre la estructura general de la obra ver el ensayo de Ariel Castillo (2007).

10Ambos personajes fueron princesas en su África natal. Debido a las luchas internas en sus lugares de origen acaban embarcadas como esclavas para América. Nay era descendiente de los Ashanti, pueblo de Ghana en el África Occidental; Analia viene de una tribu de Angola. El padre Alonso Sandoval en su Tractatus de instauranda aethiopum salute (1627) hace un levantamiento completo de la procedencia de los esclavos y de las lenguas que llegaron a Cartagena en los navíos negreros.

11En la colección Clásicos Regionales de la Universidad del Valle, iniciada en 2005, bajo mi dirección, fueron publicados los más importantes escritores del Pacífico colombiano. Otro tanto fue realizado con la Biblioteca Afrocolombiana (19 volúmenes) publicadas por el Ministerio de Cultura de Colombia, en 2010.

12Esta obra mereció el premio a mejor novela Casa de las Américas en el año 2015. Con el título Afuera crece un mundo, fue publicada por la editorial Seix Barral (Fernández, 2017).

Cómo citar/How to cite: Henao Restrepo, Darío (2020). Improntas africanas: la negredumbre en la novela colombiana. Revista CS, 30, 73 95. https://doi.org/10.18046/recs.i30.3844

Recibido: 15 de Febrero de 2019; Aprobado: 10 de Enero de 2020

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