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CS

versión impresa ISSN 2011-0324

CS  no.31 Cali mayo/ago. 2020

https://doi.org/10.18046/recs.i31.3712 

Artículos

El dispositivo de seguridad nacional y las prácticas tanatopolíticas en Bucaramanga, Santander (1980-1989)*

The National Security Device and the Tanatopolitical Practices in Bucaramanga, Santander (1980-1989)

Álvaro Acevedo-Tarazona** 
http://orcid.org/0000-0002-3563-9213

Andrea Mejía-Jerez*** 
http://orcid.org/0000-0002-1051-5812

Andrés Correa-Lugos**** 
http://orcid.org/0000-0002-6477-8001

** Profesor titular de la Universidad Industrial de Santander; Políticas, Sociabilidades y Representaciones Histórico-Educativas (PSORHE). Universidad Industrial de Santander (Bucaramanga, Colombia) Correos electrónicos: acetara@uis.edu.co, ORCID: http://orcid.org/0000-0002-3563-9213

*** Grupo de Investigación en Población, Ambiente y Desarrollo (G-PAD). Universidad Industrial de Santander (Bucaramanga, Colombia) Correo electrónico: andreamejia2122@gmail.com ORCID: http://orcid.org/0000-0002-1051-5812

**** Políticas, Sociabilidades y Representaciones Histórico-Educativas (PSORHE). Universidad Industrial de Santander (Bucaramanga, Colombia) Correo electrónico: andrescorrealugos@outlook.com ORCID: http://orcid.org/0000-0002-6477-8001


Resumen

En la década de 1980, la violencia, el miedo y la polarización delimitaron las políticas de seguridad implementadas en distintos países de Latinoamérica y el mundo. En Colombia, la tensión producida por el conflicto armado y el narcotráfico facultaron estrategias de orden y control social aplicadas por la institucionalidad a la población. El objetivo de este artículo es reflexionar sobre las prácticas tanatopolíticas en dicha década en Colombia y en el caso específico de la ciudad de Bucaramanga (Santander). La metodología empleada es cualitativa, por medio de una revisión documental de periódicos y semanarios de importancia nacional y local que circularon en el período establecido. El ejercicio reflexivo permite concluir que, producto de los dispositivos de seguridad, en Bucaramanga siguió un patrón de violencia que se naturalizó en las relaciones sociales y la aceptación de la limpieza social.

PALABRAS CLAVE: seguridad; tanatopolítica; violencia; control social

Abstract

In the 1980s, violence, conspiracies, and polarization marked the security policies implemented in different countries of Latin America and the entire world. In Colombia, the tension produced by the armed conflict and the drug trafficking enabled the use of order and social control strategies by the institutions against the population. The objective of this article is to reflect on the tanatopolitical practices of the 1980s in the city of Bucaramanga (Santander, Colombia). It is a qualitative research of a documentary review of newspapers and weekly newspapers, of national and local importance, that circulated in the established period. The reflective exercise allowed to conclude that, as a result of the security devices, Bucaramanga followed a pattern of national and departmental violence (including social cleansing) which ended up being socially accepted.

KEYWORDS: Security; Tanatopolitics; Violence; Social Control

Introducción

Después de la Segunda Guerra Mundial se afianzó una práctica política internacional donde el miedo por aquello considerado distinto o contrario a la norma era corruptor del statu quo. A lo largo del siglo XX, factores como el surgimiento de movimientos rebeldes; la expansión de las ideologías revolucionarias provenientes de Rusia, China y Cuba, y la Guerra Fría, modelaron las doctrinas de seguridad nacional y entrenaron instituciones castrenses para que enfrentaran amenazas internas.

Estados Unidos protagonizó la creación y aplicación de herramientas para afianzar su dominio en la región y frenar el avance del comunismo. Según Tickner (2000), la Organización de Estados Americanos (OEA), fundada en 1948, se convirtió en una plataforma política, económica y social desde la cual se vigilaba a los demás países de la región. Tanto para Silva (2009: 288) como para Leal (1992), la Revolución Cubana, en 1959, generó un impacto en las ideas de izquierda promulgadas entre movimientos cívicos, sindicales y estudiantiles. Este acontecimiento fue un punto de inflexión en la aplicación de la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN) y de dispositivos de control en el hemisferio, como el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) y la Alianza para el Progreso.

La DSN propició la idea de que América Latina libraba una guerra de baja y media intensidad contra el comunismo internacional. De acuerdo con el análisis de Velásquez (2002), Estados Unidos anexó toda la región a su dominio geopolítico y consideraba que una agresión podía gestarse desde la Unión Soviética o desde cualquier país con una democracia débil que sirviera como satélite. Por ello, la DSN solía emplear la excepcionalidad con dictaduras, estados de sitio y normas represivas que criminalizaban la protesta social y daban funciones extralimitadas a las fuerzas armadas y organismos de inteligencia, siempre y cuando cumplieran con el objetivo de eliminar las amenazas del enemigo interno. Siguiendo a Velásquez (2002), el gran éxito de la DSN fue la repulsión que algunos sectores adquirieron hacia alternativas políticas distintas a las hegemónicas. En otras palabras, el comunista era considerado como un otro que atentaba contra la moral y las buenas costumbres. A raíz de esta deshumanización del otro, es posible explicar los castigos que contemplaban el destierro, la encarcelación, la desaparición y el asesinato de personas y colectivos.

La DSN en Colombia ha sido sólida por la afinidad que tiene la nación con Estados Unidos. Dicha relación fue particular en la presidencia de Julio César Turbay Ayala (1978-1982), porque compartía la visión anticomunista de Ronald Reagan. Colombia fue el segundo mayor destinatario de ayuda militar después de El Salvador (Randall, 2017). Durante el gobierno de Turbay se implementó el Estatuto de Seguridad, el cual fue una estrategia directa para luchar contra las guerrillas comunistas y el auge del narcotráfico.

Como lo muestran Acevedo-Tarazona, Mejía-Jérez y Correa-Lugos (2019), algunas prácticas del Estatuto de Seguridad se prolongaron después de su derogación. Entre los motivos de su continuidad estaba la permisividad a las instituciones castrenses, las cuales fueron entrenadas en ideas y prácticas contrainsurgentes y que, al perder el aval judicial, actuaron de manera clandestina en alianza con agrupaciones paramilitares como Muerte a Expendedores de Bazuco (MEB), Muerte a Secuestradores (MAS), Toxicol 90, Los Magníficos, entre otros. Al respecto, Randall (2017) demuestra, mediante los documentos de inteligencia obtenidos a través del National Security Archive por recurso al Freedom of Information Panel, que, al parecer, desde 1979 se estaban gestando nexos entre altos oficiales del Ejército colombiano y los incipientes grupos paramilitares, particularmente en relación con la organización clandestina de derecha conocida como la American Anti-Communist Alliance.

Sin embargo, es posible establecer que las mismas políticas de DSN eran variables según el gobierno de turno. Por ejemplo, durante el gobierno de Belisario Betancur (1982-1986), hubo un distanciamiento con la directriz norteamericana. Con iniciativas latinoamericanistas como la del Grupo Contadora, que incluía a Venezuela, Panamá y México, proponía encontrar una salida negociada a los conflictos antes que una solución militar (Randall, 2017). El presidente colombiano dialogó con grupos guerrilleros como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el Ejército de Liberación Nacional (ELN), el Ejército Popular de Liberación (EPL) y el Movimiento 19 de abril (M19). Sin embargo, las negociaciones provocaron malestar en élites locales, sectores empresariales y terratenientes que se oponían a una soción negociada con las insurgencias, pues confundían la negociación con la rendición y, por ello, promovieron la consolidación de frentes paramilitares.

De acuerdo con Velásquez (2002) y Randall (2017), las organizaciones paramilitares fueron creadas como una iniciativa de defensa a las acciones guerrilleras, y derivaron en una ofensiva ante cualquier rasgo político alternativo contra sindicalistas, estudiantes, periodistas y defensores de derechos humanos, etc. Para contrarrestar la ofensiva paramilitar, el presidente Virgilio Barco (1986-1990) promulgó el Decreto 815 de 1989, el cual prohibió de manera expresa que los militares les suministraran armas a civiles en estados de excepción, una práctica legal recurrente desde la Ley 48 de 1968 (Randall, 2017). Sin embargo, esto no produjo cambios sustanciales en la problemática de la violencia en el país, pues nuevos capitales del narcotráfico entraron a financiar la violencia.

Ahora bien, diversas investigaciones se han interesado en comprender los matices de este fenómeno en ciudades como Bogotá y Medellín, pero en otras, como Bucaramanga, aún es parcial, pese a sufrir niveles de violencia equivalentes. Además, al ser la capital del departamento de Santander, geoestratégicamente se convierte en escenario de importancia para intereses legales e ilegales. En este departamento surgió el ELN; asimismo, desde sus orígenes, las FARC tuvieron presencia en Santander y durante la década de 1980 se expandieron hacia el Magdalena medio y la zona andina para ampliar el control de cultivos ilícitos. De igual manera, Santander se vio involucrado en el surgimiento de grupos paramilitares, en esa misma década, y de grupos de limpieza social (Guerrero; Acevedo; Fuentes, 2014). Adicionalmente, debido a que Bucaramanga, como capital ha acogido a las organizaciones cívico-populares y la movilización sindical de modo permanente (Colombia Nunca Más, s.f.), la creciente victimización de sectores sociales que cuestionaron los intereses del establecimiento en los años ochenta configura la necesidad de estudiar la violencia en la ciudad durante esa época.

La DSN es un dispositivo diseñado por Estados Unidos y aplicado a los países del tercer mundo para imponer una agenda y contrarrestar el comunismo, y dio pie al despliegue de prácticas tanatopolíticas caracterizadas por la mano dura y la extralimitación en los operativos, detenciones e interrogatorios a personas de la sociedad civil, avalados por las políticas antidrogas y contrainsurgentes norteamericanas. El presente artículo aporta al conocimiento sobre el fenómeno de la represión en el caso particular de Bucaramanga, y permite vislumbrar que la influencia militar, ideológica y cultural de la DSN produjo importantes niveles de aceptación social de las medidas represivas en la ciudad como el freno más efectivo para aquellas ideas y comportamientos que atentaran contra las buenas costumbres (Velásquez, 2002).

Este artículo se divide en seis apartados. En un primer momento, expone la metodología de investigación. Posteriormente, explora los conceptos de: dispositivo, desde la mirada de Foucault y Agamben; Doctrina de Seguridad Nacional; tanatopolítica; enemigo interno, y violencia sistémica y privada. En un tercer apartado, muestra el contexto de los dispositivos de control aplicados a nivel latinoamericano. Después, contextualiza la situación particular de Colombia en la década de 1980. Finalmente, analiza la violencia en la ciudad de Bucaramanga a partir de la coyuntura de la limpieza social. Concluye que existió una aceptación de la misma, producto de un dispositivo que recurría al restablecimiento del orden y las buenas costumbres.

Metodología

Este estudio utilizó una metodología cualitativa, cuya técnica fue la recolección documental de periódicos y semanarios de importancia nacional y local que circularon en la década de 1980, como El Tiempo, El Espectador y Vanguardia Liberal. Los dos primeros medios fueron elegidos porque cuentan con la más amplia cobertura a nivel nacional y formaron el Frente Unido, una asociación que publicó informes especiales de la violencia de la época (Banrepcultural, 2017). La decisión de elegir a Vanguardia Liberal se debió a que es el periódico más importante de Santander. En el presente artículo se analizaron 339 artículos de prensa: 126 de El Tiempo, 82 de El Espectador y 107 de Vanguardia Liberal.

La revisión documental de prensa es una de las técnicas de recolección de información cualitativa más comunes en las ciencias sociales. Desde la perspectiva de Palacio (1998: 10), la prensa es el medio de comunicación a través del cual circulan noticias, literatura y corrientes ideológicas. Este artículo de investigación recurre a la prensa siguiendo la idea de Lorenzo Arrieta y Ricardo Espinoza (2009), quienes afirman que esta dota a las ciencias sociales de una herramienta fundamental para aproximarse al conocimiento de los procesos sociales y políticos, pues los periódicos, además de documentar los acontecimientos sociales, tienen un papel importante en la formación de la opinión pública. Esta investigación es consciente de que se requiere un análisis crítico de la información recolectada, lo cual es posible contrastando diferentes tipos de periódicos y otras fuentes de información como estadísticas, columnas de opinión, historiografía y demás. La recolección de información se hizo en la hemeroteca de la Biblioteca Luis Ángel Arango y en la base de datos del Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP). Los documentos fueron almacenados y transcritos para posteriormente ser analizados en el software Nvivo.

Para contrastar la información de prensa y encontrar nueva información, se revisó la base de datos del proyecto Vidas Silenciadas. En esta búsqueda se aplicaron tres filtros: 1) el hecho victimizante: asesinato, desaparición y tortura; 2) cobertura: Bucaramanga; y 3) el victimario: paramilitar, mano negra, fuerzas militares, etc. El objetivo de utilizar esta base de datos fue dimensionar, en términos cuantitativos, el carácter de la violencia en Bucaramanga, los hechos victimizantes más frecuentes y los actores armados con mayor protagonismo.

Marco teórico y acontecimental

Dispositivos de control

Partiendo de los estudios de Michael Foucault y Giorgio Agamben, se puede entender el dispositivo como articulador de un conjunto heterogéneo de discursos, instituciones, estructuras, decisiones regulativas y leyes bajo una función estratégica. Muchas veces los dispositivos que ocupan la atención son aquellos establecidos por la normativa y las leyes, por ejemplo, la Doctrina de Seguridad Nacional. Sin embargo, los dispositivos no siempre son explícitos, también referencian a lo latente, es decir, aquello que genera temor; es aquello silencioso e invisible que coacciona y perturba el desarrollo normativo de una sociedad (Agamben, 2016). De manera que los dispositivos se desarrollan en relaciones de saber-poder, donde las prácticas discursivas y no discursivas condicionan a los actores sociales en su actuar, haciendo que existan aquellos que reprimen y quienes son reprimidos.

El dispositivo está siempre inscripto en un juego de poder (...) pero también siempre ligado a uno de los bordes del saber, que nacen de él, pero, asimismo, lo condicionan. El dispositivo es esto: unas estrategias de relaciones de fuerzas soportando unos tipos de saber, y soportadas por ellos. (Foucault, 1984: 229)

Ahora bien, las personas, al estar bajo estado de coacción, buscan alternativas para expresar su descontento, temor o cualquier otra emoción, al punto que logran generar un equilibrio entre la coacción y la vida cotidiana. Con esto se quiere decir que mientras la década de 1980 representó un período de violencia desbordada, las personas continuaron con sus vidas asistiendo a cine, viendo fútbol, enamorándose y sobreviviendo. Esta es una particularidad del dispositivo, que permite mimetizarse en lo cotidiano al punto de ser naturalizado y, en algunos casos, ignorado.

Para Agamben (2016), el dispositivo es aquello que permite capturar, orientar, determinar, interceptar los gestos, conductas, opiniones y los discursos de los individuos; es decir, lo que conforma una red de saber-poder. Además, estos corresponden a formaciones que tienen la función de responder a una urgencia y producen formas de subjetividad inscritas en las personas, en sus cuerpos y ontologías. La red de poder-saber que constituye el dispositivo establece determinados efectos para lograr un objetivo político. El poder dispone de un orden determinado para funcionar, así como de un conjunto de saberes que describen, explican, legitiman, aseguran o respaldan ese poder (Foucault, 1984). De acuerdo con Agamben (2016), la existencia de los dispositivos resulta fundamental para entender los procesos de subjetivación, individuación y control, especialmente porque en dicho proceso se producen identidades y, a la vez, una sujeción a un poder externo.

Múltiples estudios sociales se han interesado en aplicar la teoría del dispositivo para comprender las relaciones de poder en diversos contextos como la escuela, la virtualidad en redes sociales, la seguridad y la política. El trabajo de Langer (2013)Los dispositivos pedagógicos en las sociedades de control caracteriza los dispositivos pedagógicos atendiendo a las prácticas de resistencia de estudiantes en contextos de pobreza urbana. Siguiendo a Foucault, el autor encuentra que cada acción en el espacio escolar penetra en el cuerpo controles minuciosos de poder.

Por su parte, el estudio de Beltrán (2017)Redes sociales virtuales como dispositivos mediáticos contemporáneos, afirma, siguiendo los conceptos de dispositivo (Foucault, 1984) y de sociedades de control (Deleuze, 1990), que las nuevas formas interactivas surgidas en el soporte tecnológico de internet constituyen nuevos dispositivos de control. El control mantiene una presencia inseparable al poder y no solamente es ejercido por las instituciones disciplinantes. El dispositivo es un concepto que se produce en las sociedades de control porque es el conjunto heterogéneo de discursos, instituciones, decisiones reglamentarias, leyes y medidas administrativas, cuyos elementos pertenecen tanto a lo dicho como a lo no dicho (Foucault, 1984).

En el trabajo de Quijano (2013)La arqueología y genealogía de Foucault desde los dispositivos de control en el quehacer político, el concepto de dispositivo es aplicado al marco de la política desde una perspectiva histórica. La aplicación de mecanismos de control crea una sociedad normalizadora (Foucault, 2007), que considera que el poder debe ser ejercido de manera constante mediante dispositivos como la empresa, la escuela, la cárcel, la sexualidad, la salud, el ecologismo, entre otros, para conseguir los fines gubernamentales. Desde una perspectiva global, la autora afirma que la internacionalización de lo gubernamental ha generado que las políticas recaigan sobre toda la humanidad; los discursos se dirigen a todo el conjunto humano y tratan de universalizarse mediante la globalización económica, los derechos humanos, el medio ambiente, el desarrollo, la salud, la educación e instituciones transnacionales.

Tanatopolítica

El asesinato y la desaparición son prácticas tanatopolíticas, pues administran la muerte de los individuos dentro de la órbita del Estado. El seguimiento, el señalamiento, las amenazas y las torturas son prácticas tanatopolíticas que no necesariamente conducen a la muerte, pero que tienen un fin represivo que doblega la vita nuda; en otras palabras, extrapolan ámbitos de las prácticas privadas de la vida, como el uso del cuerpo o la sexualidad, a otros ambientes públicos o políticos. En los Estados modernos existe un engranaje mediático y burocrático para mimetizar tales acciones de terror y hacerlas pasar por procedimientos de rutina, la gran mayoría avalados por las prácticas de la DSN.

Soberana es la esfera en que se puede matar sin cometer homicidio y sin celebrar un sacrificio: y sagrada, es decir, expuesta a que se le dé muerte, pero insacrificable, es la vida que ha quedado prendida en esta esfera. No la simple vida natural sino la expuesta a la muerte. (Agamben, 1998: 19)

Para Muñoz-Onofre (2015), la perspectiva bélica de análisis aplicada al caso colombiano en la primera década del siglo XXI no es suficiente, pues si bien existieron medidas jurídicas de excepción, se practicaron ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas y ejecutaron detenciones arbitrarias, entre otras prácticas, pues estas no fueron la única fuerza que impulsó la radicalización, la perpetuación y la normalización de la guerra. De acuerdo con esto, la tanatopolítica podría analizarse como una tecnología de producción de muerte, destrucción y aniquilación, impidiendo reconocer las estrategias más persuasivas y de gestión del consentimiento de la población a favor de la guerra. Por su parte, Criscione (2011) utiliza el concepto de tanatopolítica para analizar las prácticas represivas que causan muerte y también las prácticas represivas que no la causan. La investigación del autor se centra en la Seguridad Democrática en Colombia, entre los años 2002 y 2010. Su hipótesis principal es que la tanatopolítica es una tecnología del poder propia de la modernidad, cuyo eje no gira solo en el hecho del aniquilamiento de grupos humanos, sino en el modo en que se lleva a cabo el proceso, en los tipos de legitimación a partir de los cuales logra consenso y obediencia, y en los efectos que produce en los grupos victimizados y la sociedad en su conjunto.

La aplicación de la Doctrina de Seguridad Nacional propuesta por Estados Unidos para combatir la expansión de ideas comunistas en la América Latina evidencia la subordinación a un saber-poder. La aplicación de la misma conlleva una serie de normas legales e ilegales contra perfiles puntuales que consideran encarnan el enemigo interno. En países como Colombia, con un historial de violencia y alteridad negativa, como la deshumanización del otro, conlleva la maquinización de formas de matar, torturar y coaccionar desde la esfera de lo público y lo privado. A partir de los años ochenta, con los cambios en las lógicas políticas y económicas, se genera un proceso de guerra sucia, cuya particularidad es la legitimación por dictaduras y democracias mediante los estados de excepcionalidad. Este panorama conduce a una normalización de la violencia sistémica y privada; es decir, ver la represión como un acto cotidiano contra aquellos que subvierten la norma y están por fuera de lo establecido, aquellos que consideran como anormales.

El estado de sitio como norma de excepción es una medida que permite el despliegue de las prácticas tanatopolíticas a partir de distintos miedos: al otro y a las prácticas tanatopolíticas (Criscione, 2011). El filósofo Estanislao Zuleta (2015) afirmó que esta violencia configura en Colombia una mentalidad de limpieza social, la cual considera que el mejor remedio para las problemáticas urbanas como la miseria, la descomposición moral, las drogas o la pérdida de los valores tradicionales consiste en matar a aquellos que amenazan la estabilidad nacional en razón a su peligrosidad política (comunistas, líderes sociales y estudiantes) o a su anormalidad social (homosexuales, travestis, habitantes de calle). Esta mentalidad está relacionada con la implementación constante de dispositivos de seguridad nacional como los estados de excepción. Recordando lo propuesto por Agamben (2016), el dispositivo captura, orienta, determina e intercepta los gestos, conductas, opiniones y discursos de los individuos.

Doctrina de Seguridad Nacional

A partir del desarrollo del concepto de dispositivo, se podría entender la Doctrina de Seguridad Nacional como un dispositivo diseñado por Estados Unidos y aplicado a los países del tercer mundo para imponer una agenda y contrarrestar el comunismo. Esta doctrina es producto de una tensa relación política que se remonta a la década de 1960, cuando los militares adoptaron una serie de principios orientadores para abordar los problemas sociales considerados subversivos en relación con coyunturas de índole global como la guerra de Vietnam. El dispositivo propuesto para Latinoamérica se puso en práctica en 1968 con el Plan Cóndor, el cual fue un tratado de cooperación económica, tecnológica y militar entre los países suramericanos y Estados Unidos. La asistencia iba de la mano de seguimiento y vigilancia a personajes y colectivos cercanos al comunismo. El Plan Cóndor fue uno de los primeros operativos transnacionales y concebía el uso de todas las formas de fuerza, tanto legales como ilegales, para combatir las insurgencias paramilitares y parapoliciales, por ejemplo, los escuadrones de la muerte, en Colombia; la Alianza Anticomunista Argentina; y Patria y Libertad, en Chile (McShery, 2012).

Para contrarrestar estos vientos de cambio, Estados Unidos, en alianza con élites tradicionales en cada uno de los países de la región, llevó a cabo mecanismos de represión. Oficiales norteamericanos adiestraban líderes militares en la Escuela de las Américas, en Panamá. A estos equipos se les denominó mobile training teams, con operaciones y ofensivas directas de índole político y psicológico, inaugurando así una nueva escalada ofensiva bautizada como guerra sucia (McShery, 2012). Las formas para atacar a este enemigo interno eran bastante ilustrativas. En 1968 se publicó el manual “Operaciones Psicológicas”, que establecía tres categorías de dichas operaciones (PSYOPS o PSYWAR): métodos naturales, técnicos, y escondidos o secretos; estos últimos incluían compulsión física o torturas de tercer grado. Según el coronel brasilero Horacio Ballester, “en la Escuela de las Américas (SOA) enseñaban a quebrar la voluntad del oponente con la tortura” (Meyer, 2009).

La estrategia de la doctrina de seguridad es la guerra total y permanente contra los enemigos reales o potenciales del proyecto nacional a nivel interno y externo. Para llevarla a cabo, existen dos requisitos: 1) mantener una disciplina social y política de la unidad nacional, y 2) la existencia de una élite dirigente conductora del proyecto nacional (Piñeyro, 1994). El concepto de Doctrina de Seguridad Nacional abarca aspectos psicosociales, la problemática del desarrollo y la estabilidad interna.

Enemigo interno

Con la aplicación de la Doctrina de Seguridad Nacional en América Latina se adoptó la noción de enemigo interno. Siguiendo el análisis de Silva (2009), el enemigo tiene la característica de que es un otro extraño, distinto frente a los intereses de las élites gobernantes tradicionales, y amenazante del statu quo institucional. Cuando un país declara la presencia de un enemigo interno, este es descrito y señalado públicamente con el fin de producir polarización, de manera que sea la misma sociedad aquella que se encargue de señalar, ya sea por miedo a lo distinto o por la aceptación del carácter amenazante del enemigo para los intereses generales.

Un exhaustivo trabajo sobre este concepto, en el caso colombiano, es realizado por Ahumada (2007), quien afirma que, en Latinoamérica, el enemigo interno surge primero con la identificación del enemigo común: el comunismo internacional, que fue interpretado como una amenaza a la seguridad colectiva de los Estados. Esta concepción tomó un importante significado en el marco de las revoluciones socialistas, como la cubana, y en la expansión del pensamiento comunista en países de Centro y Suramérica. Entonces, la categoría de enemigo interno se definió como el centro de accionar de los ejércitos a partir de la persecución sistemática contra aquellos que pensaran y se organizaran distinto.

En la construcción de una “otredad negativa”, concurren tanto prácticas de orden discursivo como de orden material. El desarrollo discursivo tiene como momento fundacional el miedo al otro. Éste se constituye a partir de la espectacularización de alguna conducta considerada peligrosa para el orden social y para la vida de los ciudadanos; provocando miedo se genera una reacción esperada por parte de la población. (Criscione, 2011: 34)

De este modo, suprimir al enemigo interno fue asumido como un acto de patriotismo que legitimaba la guerra contra la insurgencia, criminalizando a diferentes individuos y organizaciones sociales, las cuales, en un marco de legalidad, representaban a las voces disidentes del establecimiento. En Colombia, la década de 1980 se caracterizó por la lucha contrainsurgente y la concepción del enemigo interno estigmatizado en grupos guerrilleros, o personas y grupos sociales simpatizantes de las ideas de izquierda.

Violencia sistémica y violencia privada

La violencia tiene múltiples tipologías que complejizan su análisis. Con factores como el momento histórico, el drama que la rodea o incluso el peligro de trabajar sobre acontecimientos que aún tienen repercusiones, acercar la violencia al diálogo ontológico y el constructo social es una alternativa que permite categorizar y ampliar lo que se considera como violento. Ahora bien, la violencia se puede dividir en dos tipologías: la negativa (aquella que se aplica hacia otro distinto) y la positiva (aquella que afecta al sí mismo por la necesidad de cumplir estándares de vida y consumo). La primera es aquella en la cual se centra esta discusión, pues configura la búsqueda de agredir al otro con el fin de protegerse a sí mismo; en este tipo de violencia se inscriben la tortura, los atentados, los asesinatos, las desapariciones, las amenazas, las violaciones sexuales, entre otras. Dentro de las violencias negativas sobresale la violencia sistémica, implícita en gobiernos con democracias e instituciones débiles.

Las estructuras establecidas en el sistema social se ocupan de la persistencia de las condiciones de injusticia. Fijan las relaciones de poder injustas y, en consecuencia, la diferencia de oportunidades en la vida, sin manifestarse como tales. Su invisibilidad hace que las víctimas de la violencia no tomen conciencia directa de la relación de dominación. Ahí reside su eficiencia. (Han, 2017: 217)

La violencia sistémica va mucho más allá de la tensión existente entre la injusticia y el establishment. Slavoj Zizek (2008: 18), en su análisis sobre la violencia en la sociedad rusa a principios del siglo XX, señala que la violencia sistémica es aquella que “incluye las más sutiles formas de coerción que imponen relaciones de dominación y explotación”. En Colombia, en la década de 1980, la violencia radicaba en la regularización y cotidianización de la barbarie. De este modo, la coacción es parte constitutiva del accionar institucional para controlar a comunistas, sindicalistas, estudiantes y manifestantes. Sin embargo, dicha violencia se desbordó cuando las instituciones militares perdieron el aval del Estatuto de Seguridad para aplicar métodos represivos contra todo aquel considerado enemigo interno.

La suspensión del Estatuto de Seguridad, en 1982, junto a las iniciativas de paz por parte del presidente Belisario Betancur con los distintos grupos armados al margen de la ley, configuraron el escenario para que iniciara una guerra sucia o mejor definida por Estanislao Zuleta (2015) como violencia privada, dentro de la cual no solo estaban involucrados algunos policías, militares y funcionarios de seguridad del Estado, sino también grupos paramilitares y narcotraficantes, los cuales fueron definidos posteriormente como agentes intrasistémicos1. La hipótesis de Zuleta es que la debilidad y desinstitucionalización del Estado, a causa de los estados de excepción, incuba una forma de violencia compleja que tiene el objetivo de liquidar la oposición política desde cualquier medio.

La influencia estadounidense en la represión latinoamericana

La década de 1980 estuvo marcada por una atmósfera de miedo y terror en el ámbito internacional. La Guerra Fría fue una coyuntura emblemática que abarcó casi medio siglo XX, e influyó problemáticas político-económicas y ambientales en todo el mundo. En el marco de este conflicto, específicamente durante los años ochenta, los avances tecnológicos demostraron la factibilidad de arrasar con la humanidad. Los desastres nucleares como Chernóbil en Ucrania y la crisis por las políticas atómicas entre potencias mundiales generaron tensiones políticas y sociales que sumieron a la población en un miedo generalizado.

En Latinoamérica se gestó y desarrolló una Doctrina de Seguridad Nacional, donde la noción de seguridad fue asumida como responsabilidad militar en respuesta a distintos factores: miedo a la revolución o al cambio, inestabilidad económica del capitalismo y avances en armamentos nucleares y tecnología militar (Lewis, 1989). La influencia norteamericana en el concepto de seguridad nacional puede apreciarse, según Leal (1992), a través de cuatro facetas principales: panamericanismo institucional, ideología política, intervencionismo político y estrategias militares. El panamericanismo es el compromiso adquirido por Estados Unidos en 1947 para defender el continente americano de injerencias militares externas; desde entonces, el entrenamiento militar de latinoamericanos en dicho país y en la zona del canal, en Panamá, facilitó la transferencia de la concepción estadounidense de seguridad nacional a los ejércitos de la región. Por su parte, la ideología política planteada por el país norteamericano consistió en mantener el statu quo como la situación más segura, tanto en el plano nacional como en el internacional. En este último plano, procuró el sostenimiento del orden jerárquico y las posturas hegemónicas mediante el rechazo al comunismo y la pobreza, entendidos como factores amenazantes de la estabilidad regional (Leal, 1992). Esto justifica la relación política asimétrica de Estados Unidos y América Latina, y la imposición de gobiernos autoritarios en Paraguay, Chile, Argentina y Panamá, los cuales usaron prácticas de mano dura violando los derechos humanos, financiando el paramilitarismo y restringiendo la libertad de prensa y opinión (¿Cuáles son las dictaduras…?, 2019).

A finales de la década de 1980, muchos de estos gobiernos auspiciados por Estados Unidos llegaron a su fin por acciones colectivas, movilización cívica y una apertura democrática; sin embargo, la influencia estadounidense deriva a una nueva etapa de control y vigilancia de guerra a baja intensidad, la cual fue un nuevo estilo de resolución de conflictos en momentos de deterioro económico y reducción de los márgenes de negociación en la región para enfrentar los nuevos peligros suramericanos (Leal, 1992). Es decir, con la incursión del narcotráfico, los conflictos en la región adquirieron mayor complejidad por la existencia de carteles de la droga que no solo afectaron la seguridad y la economía de los países, sino que también significaron un gran problema para Estados Unidos, por ser un país consumidor.

Ahora bien, la influencia estadounidense en América Latina es entendida por Russell y Tokatlian (2003) desde dos grandes estrategias, fundamentadas en la existencia de una relación asimétrica: la autonomía y la aquiescencia. La primera, según los autores, ha sido la más practicada y de mayor legitimidad en la región, pues ha buscado restringir el uso abusivo del poder por parte de Estados Unidos, y ampliar los lazos económicos y políticos de la región. La segunda gira en torno a la admisión del statu quo y la aceptación total de los intereses estadounidenses, con el fin de preservar el apoyo y obtener beneficios materiales y políticos. El carácter asimétrico de la relación es visible al ver que ambas estrategias han estado presentes.

Por una parte, los países latinoamericanos se han apoyado en Estados Unidos para resolver los problemas internos y regionales como la subversión y el tráfico de drogas, y por otro, se ha caracterizado por mantener una relación de asociación, es decir, una alianza. En ese sentido, la relación se ha gestado a partir de intereses compartidos. Una buena parte de la literatura existente se empeña en presentar el vínculo entre Estados Unidos y Latinoamérica desde una perspectiva de dependencia, pero el concepto de la asociación sugiere un tercer camino que consiste tanto en la adquisición de algunos márgenes de acción autónomos por parte de los países de América Latina como en la continuación de la dependencia (Tickner; Morales, 2015), la cual se evidencia en el apoyo militar y económico para luchar contra los principales problemas de la región.

Dispositivos de control y prácticas tanatopolíticas en Colombia

A finales de la década de 1970, Colombia enfrentó una crisis económica por el aumento de la deuda externa; como medida para afrontar el problema, se eliminaron algunos subsidios e incrementaron costos de servicios públicos y la canasta familiar (Toro, 2016). Estos ajustes generaron malestar en la ciudadanía y fueron uno de los detonantes para llevar a cabo el paro cívico de 1977 impulsado por sindicatos y movimientos sociales (Archila, 2016). Para miembros del gobierno, como el ministro de Trabajo, Rafael Pardo, el paro estaba permeado por grupos insurgentes. Apoyándose en la fuerza pública y los medios de comunicación, el Gobierno inició una campaña oficial de desprestigio a iniciativas de protesta. Sin embargo, el paro tuvo tal acogida que colapsó las principales ciudades del país y nodos de desarrollo petroquímico como Barrancabermeja. El impacto del paro en el capital político del Gobierno generó una mala imagen. El siguiente presidente, Julio Cesar Turbay, para prevenir una situación similar adoptó un decreto represivo que daba facultades extraordinarias a los militares, en otras palabras, convirtió la excepcionalidad en el uso cotidiano de la fuerza legítima del Estado.

En los años ochenta, los gobiernos de Turbay, Betancur y Barco se vieron enfrentados a una intensificación de la violencia por parte de las guerrillas, los narcotraficantes y la aparición de grupos paramilitares (Randall, 2017). El Estatuto de Seguridad del presidente Turbay Ayala (1978-1982) y el Decreto 1038 de 1984, vigente hasta 1991, buscaron contrarrestar la escalada de la violencia producto de la consolidación del narcotráfico y reprimir las ideas comunistas promovidas por grupos insurgentes. Estos dispositivos de control dieron pie al despliegue de prácticas tanatopolíticas caracterizadas por la mano dura y la extralimitación en los operativos, detenciones e interrogatorios a personas de la sociedad civil, avalados por las políticas antidrogas y contrainsurgentes norteamericanas. De acuerdo con Crandall (2002), y Pardo y Tokatlian (2010), los intereses estratégicos estadounidenses en Colombia reforzaron, en esta década, una lógica impositiva que redujo la autonomía del país, afianzando así una dependencia ideológica y económica.

Las prácticas tanatopolíticas desplegadas a partir de la implementación de la guerra de baja intensidad contra el narcotráfico y la insurgencia se basaron en el miedo como sentimiento para coaccionar. Uno de sus objetivos fue desincentivar las expresiones políticas alternativas, pues el temor a la desestabilización institucional eliminó la línea distintiva entre civiles con ideas críticas y combatientes revolucionarios. Esta es una clara evidencia de que el poder cuando está fragmentado divide, causa miedo y somete (Han, 2019).

El miedo se convirtió en una emoción frecuente para estudiantes, escritores, periodistas, caricaturistas, humoristas y políticos con puntos de vista críticos. Prácticas tanatopolíticas como el asesinato, la desaparición, las amenazas, los señalamientos y la intimidación fueron frecuentes. Algunos casos fueron los asesinatos de personalidades públicas como Rodrigo Lara Bonilla, ministro de Justicia, en 1984; Jaime Pardo Leal, abogado y político de la Unión Patriótica; Héctor Abad Gómez, médico defensor de derechos humanos, en 1987, y Luis Carlos Galán, en 1989; además de artistas amenazados como Carlos Vives o el caso más representativo de Gabriel García Márquez, quien tuvo que exiliarse en México (ver Figura 1). Si bien el asesinato como medio de coacción social y terror político no es novedoso, lo que cambió en la década de 1980 en Colombia fueron los móviles, el modus operandi y quiénes estaban detrás de la muerte como instrumento para ejercer poder.

Fuente: El Espectador (12 de abril de 1981).

FIGURA 1 El exilio de Gabriel García Márquez 

En este ambiente, pertenecer a un sector crítico o tener ideas alternativas implicó vivir bajo amenaza y persecución. La extralimitación de las fuerzas del Estado y organismos de inteligencia, como el B-2 del Ejército y el F-2 de la Policía, incrementaron las denuncias por violaciones a los derechos humanos. Ante las pruebas violatorias, la Procuraduría General de la Nacional presentó, en 1981, un detallado informe donde expuso cómo miembros de unidades policiacas de inteligencia cometían ejecuciones. Los militares y policías negaron las pruebas, pero el ministro de Gobierno, Germán Zea, afirmó que gran parte de las acusaciones eran ciertas. De hecho, un reporte de Human Rights Watch (2000) sostiene que la mitad de las 18 brigadas del Ejército colombiano estaban conectadas con las actividades paramilitares. El 9 de junio de 1982, el presidente Turbay decidió que el orden público había sido restablecido, levantó el estado de sitio y derogó el Estatuto de Seguridad (Jiménez, 2009). Sin embargo, derogar este estatuto no significó el fin de las medidas extrajudiciales o la persecución a las ideas revolucionarias, pues fueron las mismas fuerzas del Estado las que continuaron haciendo seguimiento e investigaciones, ahora sin el aval de la ley. Esta clandestinidad agravó la represión e hizo que de las torturas y el encarcelamiento se pasara al asesinato selectivo sin justificación. No es coincidencia que de 1980 a 1990 la cifra de los asesinatos aumentara 2,510 %; los casos de desaparición, 1,543 %; y los de tortura, 80 % (Colombia Nunca Más, 2003).

Dispositivos de control y prácticas tanatopolíticas en Bucaramanga

Bucaramanga es una ciudad intermedia y capital del departamento de Santander. A inicios de 1980 no sobrepasaba los 300 000 habitantes; sin embargo, se encontraba en un proceso de crecimiento demográfico acelerado debido al desplazamiento forzado del Magdalena Medio, reflejado en asentamientos urbanos en la periferia y desigualdad social evidenciada en la prostitución, la drogadicción y un alto índice de criminalidad (Rojas, 1981). Estos problemas eran manejados con mano dura. La escasa eficiencia de la justicia hizo que esta misma se privatizara. Según la base de datos del proyecto Vidas Silenciadas, durante los años ochenta se registraron cerca de 2000 casos de asesinatos y desapariciones forzadas en Santander, y 200 casos en Bucaramanga. Esto, sin tener en cuenta la latencia del subregistro. La mayoría de estos hechos fueron responsabilidad de grupos de limpieza social, como la Mano Negra, el Escuadrón de la muerte; grupos paramilitares como Muerte a Expendedores de Bazuco (MEB), Muerte a Secuestradores (MAS), Toxicol 90, los Magníficos; y agentes del Estado como F-2, B-2, organismos de inteligencia, Ejército en alianza con paramilitares, DAS, Grupo de Operaciones Especiales del Ejército (GOES), y Comando Antiextorsión y Secuestro del Ejército (CAES). De acuerdo con la Figura 2, la dinámica de violencia en el departamento de Santander coincide con el de la ciudad de Bucaramanga, la cual registró en el año 1988 la cantidad más alta de hechos victimizantes.

Fuente: elaboración propia con información de la base de datos Vidas Silenciadas (Colombia Nunca Más, 1999)

FIGURA 2 Asesinatos y desapariciones forzadas en la década de 1980 en Bucaramanga 

Al ser tantos los casos, se encuentran perfiles y modus operandi característicos de las formas de coaccionar bajo la violencia privada. Los grupos de limpieza social se valieron de las desigualdades y la marginalidad de los jóvenes que llegaban a vivir en asentamientos en la periferia de la ciudad para vincularlos a la criminalidad como una forma de vida donde lo único necesario era saber matar; el uso de motocicletas de alto cilindraje, pero de rápida aceleración, y de armas semiautomáticas se vinculó a esta labor. Los paramilitares, por su parte, legitimados por algunos sectores sociales de tendencia política tradicional, y fundamentados en la idea de la seguridad nacional, actuaron indiscriminadamente durante los años ochenta en Bucaramanga. En el caso del Ejército, presuntamente en alianza con grupos paramilitares, también jugó un papel muy importante en la implantación del orden social. Muchos de los testimonios de detenciones y torturas encontrados en la prensa hacen referencia a actores con características muy claras de pertenencia a las Fuerzas Militares, ya sea por la vestimenta, la forma de hablar o el peinado, quienes bajo la idea de la seguridad nacional como principal deber institucional, se valían del poder que representaban para establecer control.

Las prácticas tanatopolíticas fueron medidas represivas para administrar la vida y la muerte de los individuos, así, las detenciones, torturas, asesinatos, desapariciones y amenazas se convirtieron en parte de la vida cotidiana, causando miedo entre la ciudadanía. Un caso particular es el sucedido al trabajador de Ecopetrol, Manuel Salvador Guerrero Angulo, quien fue detenido, interrogado, torturado y posteriormente dejado en libertad:

Con las señales de heridas causadas por las botas militares y los lazos con los cuales fue amarrado, Manuel Salvador Guerrero Angulo denunció las torturas de que fue objeto por parte de personal del Batallón Nueva Granada. El siete de marzo a las once de la mañana, dos hombres vestidos de civil llegaron hasta la casa de Manuel Guerrero para solicitarle que se sirviera acompañarlos al Batallón Nueva Granada para que el coronel le hiciera unas preguntas. Poco después, le quitaron la billetera con los documentos y lo pasaron al calabozo para que esperara allí el interrogatorio. [Al día siguiente] lo llevaron ante el medico del Batallón, quien lo examino y le pregunto si había sido torturado, Manuel Guerrero respondió que no y acepto firmar el papel que certificaba “buen trato” porque él, a pesar de que no lo dejaron dormir con las preguntas y que no le dieron comida, no había recibido golpe alguno. Después de la visita médica lo llevaron a un taller donde un oficial le tapo la cara con una toalla, colocándole por encima un hilo para amarrársela. Luego tomaron sus manos y las amarraron atrás del cuerpo con otro hilo que parecía nylon y le dieron varias vueltas. “Entre dos personas me cogieron y me metieron de cabeza en una caneca con agua. En tres oportunidades me metieron en esa caneca, hasta que perdí el conocimiento” afirmo Manuel Guerrero. Cuando despertó, sintió que alguien caminaba por sus piernas, con botas que herían su piel. Le colocaban las botas en el estómago para que le saliera el agua y luego lo volvieron a meter a la caneca. (Correa, 1985)

Este testimonio es una muestra de cómo la detención de decenas de personas se dio en medio de procesos irregulares, ingresándolas a los calabozos con nombres falsos para ser interrogadas y torturadas. En muchas ocasiones, las prácticas tanatopolíticas fueron llevadas al extremo con la muerte. La tortura fue un mecanismo de intimidación sobre el otro, señalado en ocasiones sin las pruebas suficientes. Los actores armados reprodujeron relaciones de poder y dominación que se imponían en el cuerpo de las personas expresando una barbarie que desconocía la humanidad del otro. La subordinación implica someter al otro mediante una directa relación de poder, lo cual se traduce como el propósito de ejercer una acción disciplinaria (Foucault, 1984).

Con llamadas telefónicas intimidatorias, seguimientos a los domicilios y la aparición de panfletos amenazantes, inició una serie de detenciones ilegales, desapariciones y asesinatos. Uno de los hechos más recordados del sicariato en Bucaramanga fue el asesinato del médico Carlos Toledo Plata. El 10 de agosto de 1984, paramilitares del MAS lo abordaron cuando subía a su Renault 12 para dirigirse al Hospital San Juan de Dios: una motocicleta con dos hombres a bordo se acercó al vehículo, el parrillero descendió y le disparó con un revólver calibre 38 (Colombia Nunca Más, 1999). Días después, los perpetradores publicaron un comunicado donde daban la razón de la muerte y amenazaban a aquellos con tendencias políticas similares a Toledo Plata. Un rasgo de la matanza social es el anonimato que encubre a quienes la ejecutan; actúan y desaparecen, dejando huella de su presencia nada más que en los cadáveres exánimes tirados en la calle (Centro Nacional de Memoria Histórica [CNMH], 2015). Con el asesinato de Toledo Plata, los colectivos y partidos de izquierda iniciaron acciones conjuntas con plantones y marchas en rechazo a la ola de violencia.

Si bien, según las estadísticas, los años más violentos de los ochenta fueron 1984, 1988 y 1989, para Bucaramanga la preocupación ciudadana fue constante desde el momento en que el Estatuto de Seguridad creó las condiciones necesarias para que la ciudad se convirtiera en un lugar de miedo y terror. Por ejemplo, la periodista Leonor Uribe, en un artículo de El Espectador publicado el 1.º de septiembre de 1979, hacía una reflexión sobre la situación de miedo para la época y afirmaba que:

por acción, por omisión, por cualquier causa, podemos ser señalados como actores o cómplices de grupos subversivos, los cuales, con tanto aspaviento, no desaparecerán, sino que se harán más fuertes (…) como vamos, vamos muy mal. Una sociedad acosada por el miedo no puede realizar nada constructivo (…) nos vemos acosados por el miedo a los hampones, los raponeros, los secuestradores (…) y es muy grave también que tengamos miedo a quienes deben defendernos de los malhechores. (Uribe, 1979)

Dispositivos de seguridad como los estados de excepción fueron, en un momento dado, una medida del Estado para responder a una urgencia, pero en su utilización, tal como propone Agamben (2016), produjeron subjetividades que determinaron la forma de pensar, actuar y la razón de ser de las Fuerzas Militares, las cuales, incluso cuando no tenían permiso para ajusticiar civiles, lo siguieron haciendo, complejizando el conflicto nacional. Como afirmaba un columnista en El Espectador, a finales de la década de 1970: “Gobierno y Fuerzas Armadas han subvertido el orden en cuyo nombre dicen actuar. La Nación está maldita, sumida en cruel guerra casera” (Mendoza, 1979). A pesar de que la función principal de las Fuerzas Armadas no era combatir al enemigo interno, la permanente excepcionalidad constitucional y el entrenamiento constante de militares en la Doctrina de Seguridad Nacional hizo que estas labores fueran asumidas como inherentes a la institución militar.

Las prácticas tanatopolíticas respondieron al fenómeno del anticomunismo y a la concepción del enemigo interno, dos fenómenos que influenciaron la forma de pensar de la sociedad y que animaron la conformación de grupos de violencia privada (paramilitares y de limpieza social), los cuales actuaron muchas veces en alianza con la fuerza pública, con el objetivo común de restablecer el orden, generando no solo en Bucaramanga, sino en todo el país, la sensación de estar viviendo ante una amenaza constante de muerte. La privatización de la justicia por medio de un fenómeno conocido como limpieza social era efectuado por grupos ilegales conformados por agentes intrasistémicos, cuyo objetivo consistía en eliminar de manera expedita personas en situación de vulnerabilidad debido a problemas estructurales como la pobreza, la desigualdad y la discriminación. Asimismo, fueron centro de ataques personas con posiciones políticas distintas al establishment, por ser consideradas un peligro para la estabilidad del país. La particularidad de esta práctica tanatopolítica reside en el pretexto de ser perpetrada como una alternativa para devolver el orden social.

El 19 de abril de 1986 aparecieron los primeros móviles de grupos autodenominados de limpieza social en Bucaramanga. El primer caso documentado por la base de datos Vidas Silenciadas ocurrió en La Cemento, al norte de la ciudad. Este sitio fue en un espacio estratégico para arrojar cadáveres durante toda la década de los ochenta. En 1987, las autoridades le atribuyeron cerca de 80 muertes a la Mano Negra. Asimismo, entre 1988 y 1992 fueron ejecutados cuatro ataques masivos en los que cayeron aproximadamente 40 personas (Santos, 2016). La forma de actuar de los grupos estaba determinada por buscar a sus víctimas en barrios populares. Por ejemplo, el 3 de junio de 1986 fueron asesinados tres jóvenes en el barrio La Cumbre; los cuerpos presentaban impactos de bala de distinto calibre entre pistolas y fusiles. Semanas después, el 25 de junio, en una zona de tolerancia de la ciudad de Bucaramanga, un grupo movilizado en motocicletas asesinó de veintidós disparos a María y Zenaida, dos mujeres transgénero del sector (Colombia Nunca Más, 1999).

La limpieza social es el síntoma de una violencia en la que se fusiona la represión ejecutada por miembros intrasistémicos, el auge del paramilitarismo y el narcotráfico, hasta conducir a una degradación de lo que se considera la justicia y el uso legítimo de la fuerza por parte del Estado (Ortiz, 1991). La polarización creada a partir de la idea de enemigo interno hizo que la limpieza social ganara aceptación con el fin de protegerse a sí mismo del otro distinto y amenazante. Como evidencia el informe Limpieza social: una violencia mal nombrada, del Centro Nacional de Memoria Histórica (2015), no solo fue terror lo que causó la limpieza social, también fue el consentimiento. Aunque no se puede generalizar esta actitud ciudadana, pues en Bucaramanga diversas organizaciones como los sindicatos y el movimiento estudiantil rechazaron las violaciones a los derechos humanos, otra parte de la población veía la limpieza social con buenos ojos, como una medida expedita para resolver los problemas de delincuencia e inseguridad. Un ejemplo es la nota periodística de Vanguardia Liberal del año 2016, en la cual se habla del clamor de la ciudadanía bumanguesa por el regreso de la Mano Negra, como si, a pesar del temor, el fenómeno de los años ochenta hubiese tenido aceptación social (Santos, 2016).

Esta actitud no solo era visible en la población. La institucionalidad no mostró una mínima voluntad encaminada a contener la reproducción de las prácticas tanatopolíticas como la limpieza social. Pese a la ocurrencia de un alto número de casos, el Estado se abstuvo de lanzar una política pública dirigida a detener su desborde. En lugar de reconocer la problemática, se omite, no aparece en los programas de Gobierno, no forma parte de las campañas políticas, el Congreso no las incorpora en sus leyes, salvo un debate a finales de la década de los ochenta cuando el entonces ministro de Gobierno, César Gaviria, denunció la existencia de 128 grupos repartidos entre paramilitares y escuadrones de exterminio (CNMH, 2015). Hasta el momento, ninguna entidad del Estado se ha ocupado de rastrear ni registrar la limpieza social de los años ochenta. El silencio estatal juega un papel trascendental en el consentimiento social de una violencia privada agenciada por grupos ilegales que se muestran ante la sociedad como los restablecedores del orden y la seguridad.

La historia de la violencia de los años ochenta en Bucaramanga da la razón a Estanislao Zuleta (2015), cuando afirmaba que la mentalidad de limpieza social era considerada por el establishment como el mejor remedio para males de las ciudades como la miseria, la descomposición moral, las drogas o la pérdida de los valores tradicionales.

Conclusiones

La ciudad de Bucaramanga, durante la década de 1980, sufrió una transformación social producto del miedo y la represión ejercida a sectores políticos alternativos y población vulnerable mediante dispositivos de seguridad y prácticas tanatopolíticas en su mayoría de mano dura. Los grupos represores actuaron siguiendo de cerca los lineamientos geopolíticos y las dinámicas locales de control social que buscaban frenar el avance del comunismo en la región. Basándose en el miedo a un enemigo interno, justificaron y avalaron prácticas paranoides que dejaron como resultado decenas de víctimas de la violencia.

La Doctrina de Seguridad Nacional fue un dispositivo que moduló las interacciones sociales simétricas y asimétricas entre instituciones y estructuras, y era de naturaleza lingüística y no lingüística. Estados Unidos moldeó un dispositivo en ocasiones indescifrable, cuya finalidad era generar una atmósfera anticomunista en la región de manera activa y violenta, así como otra pasiva y discursiva. La práctica de este dispositivo condujo a la administración de una tanatopolítica con la extrapolación de esferas privadas a la vida pública por medio de un control político y moral de los ciudadanos. Estas prácticas, caracterizadas por ser de mano dura, incentivaron la deshumanización del otro distinto de la norma, al considerarlo un monstruo cuya solución expedita era la destrucción. En este ambiente de zozobra, tanto la población como la institucionalidad, en muchos casos, guardaron silencio y esto conllevó la generación de un sentido o excusa para el asesinato sistemático. El silencio de la institucionalidad jugó un papel importante en la aprobación de una violencia privada agenciada por grupos ilegales que se mostraron ante la sociedad como los restablecedores del orden y la seguridad. La normalización de la violencia en la ciudad respondió al miedo al otro categorizado como enemigo interno. La limpieza social fue una práctica justificada como la manera más expedita para solucionar problemas estructurales como la desigualdad, la pobreza y la discriminación.

Este artículo aporta a la comprensión de la violencia en Bucaramanga, lo cual contribuye a llenar un vacío en el estudio de la represión agenciada por grupos intrasistémicos fundamentados en dispositivos de control y prácticas tanatopolíticas para recuperar el orden y la estabilidad social. Con este aporte, no solo es posible conocer el pasado, sino entender la forma como se configuran las sociabilidades en el presente, las cuales están moduladas por la concepción de la violencia que dio sentido a las formas en que se habitaba la ciudad. Si bien este es un aporte importante, es necesario seguir indagando, acudir a los testimonios de la población y dilucidar las características de las violencias en la ciudad, y así discernir entre barbarie y mano dura.

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1 Son actores que, aunque apoyaban o desplegaban acciones ilegales, podían actuar dentro de la legalidad como defensores del Estado (Samper, 2019: 15).

Cómo citar/How to cite: Acevedo-Tarazona, Álvaro; Mejía-Jérez, Andrea; Correa-Lugos, Andrés (2020). El dispositivo de seguridad nacional y las prácticas tanatopolíticas en Bucaramanga, Santander (1980-1989). Revista CS, 31, 159-186. https://doi.org/10.18046/recs.i31.3712

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