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CS

Print version ISSN 2011-0324

CS  no.35 Cali Sep./Dec. 2021  Epub Dec 28, 2021

https://doi.org/10.18046/recs.i35.4871 

Artículos

“Perder es ganar un poco”: narrativas sobre la derrota de Colombia en el Mundial de Italia 90*

“Losing is a Little Victory”: Narrative Discourses on the Defeat of Colombia in the 1990 FIFA World Cup Italy

Juan Camilo Rúa-Serna** 

** Abogado y especialista en Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario de la Universidad de Antioquia (Colombia), politólogo de la Universidad Nacional de Colombia y magíster en Ciencia Política de la Universidad de los Andes (Colombia). Investigador asociado del Laboratorio de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (DescLAB). Correo electrónico: juancamiloruas@gmail.com ORCID: https://orcid.org/0000-0003-3877-168X


Resumen

Este ensayo busca reconstruir e interpretar los discursos y narrativas que se elaboraron durante la eliminación de la Selección de Fútbol de Colombia que participó en el Mundial de Italia 1990. Mediante ese ejercicio, se busca proponer una reflexión sobre los mecanismos sociales de afrontamiento de la derrota. A partir de un ejercicio de revisión y sistematización de prensa y recursos audiovisuales en el que se analizan discursos de jugadores y periodistas deportivos, se reconstruye el valor simbólico que se le asignó a la derrota y a la participación de Colombia en esa competencia. El ensayo permite observar el papel retórico, estético y ético que se puede elaborar a partir de la derrota y su relación con las identidades colectivas en el ámbito deportivo.

PALABRAS CLAVE: derrota; fútbol; discursos sociales; Selección Colombia; Mundial de Italia 90

Abstract

This article seeks to reconstruct and interpret the discourses and narratives elaborated during the elimination of the Colombian soccer team that participated in the 1990 FIFA World Cup Italy. This exercise proposes some thoughts on the social mechanisms to cope with defeat, and it is based on the analysis and organization of press articles and audiovisual resources of speeches given by players and sports journalists. With this information, we reconstruct the symbolic value assigned to the defeat and participation of Colombia in that competition. This research allows us to observe the rhetorical, aesthetic, and ethical role that can be elaborated from defeat and its relationship with collective identities in the sports field.

KEYWORDS: Defeat; Soccer; Social Speech; Colombia National Soccer Team; 1990 FIFA World Cup Italy

¿Hay hazaña más propia de América Latina que la de estos bucaneros que practicaron la dignidad rebelde del alarde sin premio?

Juan Villoro

Rueda de prensa: contexto y propósitos de este texto

Me gustaría escribir algo que fuera un cuento o un análisis o una reflexión o una interpretación sobre la derrota. Para ser más concreto, sobre el significado de la derrota para la selección Colombia de 1990. En el cuento, un hombre estaría en la tribuna del San Paolo, gritando, vociferando, insultando. Insultando a Roger Milla y gritándole a los jugadores de la selección. El hombre fijaría todas sus esperanzas en los 11 minutos restantes y recordaría los menos de 10 minutos que les tomó a Riva y Rivera darle el pase a Italia en México 70, contra la brutal aplanadora que gobernaba Gerd Müller; recordaría los poco más de 10 minutos en los que Ghiggia y Schiaffiano silenciaron al Maracaná e hicieron esos goles, únicos en la historia, sinónimos de silencio, piedras filosofales al revés que hicieron de las tribunas un encuentro fúnebre; recodaría los 8 minutos que le tomó a la Alemania de Fritz Walter ponerse en pie y anotar los dos goles que abrieron el camino para el milagro de Berna ante la poderosa Hungría. El gol de Redín auparía los ánimos del hombre de mi cuento, le trenzaría los dedos para rogar por el empate o la victoria y continuar en el Mundial.

Ese cuento (o ese análisis o esa reflexión o esa interpretación) sobre la derrota tendría que responder a una pregunta clave: ¿cuál es el valor de la derrota? ¿Qué nos dice? ¿Qué significados simbólicos y estéticos y éticos podemos ver en ella? Ese cuento (o ese análisis o esa reflexión o esa interpretación) tendría que fijarse en la derrota de Colombia en el Mundial Italia 90. 27 años, 4 meses, 13 días y 90 minutos habían pasado desde la última participación de Colombia en un mundial. Los estadios de Chile, en 1962, habían sido los últimos -y, de hecho, los primeros- que habían presenciado las posibilidades del fútbol colombiano en una competencia mundialista. Había quedado desde entonces, como máximo recuerdo, aquel empate épico ante la gigantesca Unión Soviética, en el que Marcos Coll le anotó a Lev Yashin, la Araña Negra, el único gol olímpico de la historia de los mundiales.

Tras 27 años, pues, los jugadores dirigidos por Francisco “Pacho” Maturana quisieron escribir una nueva página en la historia del fútbol colombiano. Una página en un libro que, por supuesto, ya tenía cientos de páginas escritas, bajo múltiples formas de escritura. Es decir, una historia compleja, terreno de múltiples tensiones y de todas las formas de encuentros y desencuentros; una historia con varios puntos de partida y de llegada. Trabajos como los de Galvis (2008) han señalado algunos de esos quiebres: de un primer nacimiento en los primeros años del siglo XX a un segundo comenzar tras la caída de El Dorado, esa época del fútbol colombiano en la que innumerables jugadores extranjeros vinieron a patear a las escuadras de los arcos colombianos; de la era Maturana -la del “milagro” (Peláez, 1994)- a la renovación en la primera década del siglo XXI. Otros trabajos, como el de Bolívar (2016), nos ayudan a entender, desde la experiencia de vida y los recuerdos de los jugadores, los retos, cambios y experiencias con las que tuvieron que lidiar los futbolistas de los años 60 y 70 en el fútbol colombiano, una etapa histórica en la que se vivió un proceso de profesionalización con rasgos sociales muy particulares.

La historia del fútbol colombiano, como nuestra propia historia personal, no puede tomarse, entonces, como una línea en la que hay un único punto de llegada y un único punto de partida. Ya Bourdieu (1997: 74-75) nos había advertido de los riesgos de pensar la vida como un todo, como un conjunto consistente y coherente que puede entenderse de forma lineal y teleológica, como si hubiera una orientación última que hace que cada persona llegue a convertirse en lo que es por un proceso que toma todas las formas del “destino”. Para seguir esa advertencia, la historia de vida de la Selección Colombia de 1990 no puede entenderse como un punto de llegada en el que las otras selecciones no serían más que piezas accesorias. Se trata, mejor, de un grupo humano que jugó bajo unas condiciones sociales y temporales específicas.

La clasificación a Italia 90 supuso una doble alegría. Por una parte, el simple hecho de regresar a un mundial suponía un triunfo para un fútbol colombiano que había visto 6 torneos orbitales desde las gradas; por otra, coincidieron un grupo de jugadores, cuerpo técnico y directivas que habían dado muestras de su capacidad no solo para jugar, sino, además, para hacerlo con un estilo vistoso y ganador. A nivel de clubes, ya Maturana había conquistado la Copa Libertadores de 1989, en un dramático encuentro ante Olympia de Paraguay por la vía de los penales. De esta manera, se ajustaban los “cinco centavitos” que le habían faltado al peso en las finales de 1985, 1986 y 1987, en las que América de Cali se había quedado con la celebración entre los dientes (Arango; Samper; Garavito, 2008). La Selección Colombia de 1990, cuya base era gran parte del Atlético Nacional de Maturana, parecía destinada entonces a logros de otra escala. Así lo recuerda Carlos “El Pibe” Valderrama, al recordar las sensaciones que quedaron tras la clasificación

De los momentos gratos del fútbol, ese [refiriéndose al partido contra Israel]. ¿Por qué? Porque era después de veintipico de años que no íbamos a un mundial. Después de formar un gran equipo, y una nueva generación, porque todo el mundo estaba enloquecido con el fútbol colombiano, porque teníamos muy buenos jugadores, y no podíamos perder esta oportunidad, porque después nos iba a costar mucho más. (…) Me monté en el bus para ir llorando. Porque sabíamos que habíamos logrado un objetivo inmenso para el fútbol colombiano. (Villegas, 2013)

Más allá de los resultados, la participación de Colombia en el Mundial de Italia 90 es una compleja historia que permite entender algunos rasgos de nuestra sociedad. Y uno de los capítulos más inquietantes de esa historia está en la eliminación del mundial. La derrota parece ser siempre el final de un camino, la ruptura de todas las posibilidades. En el mundo del deporte, en el contexto de un campeonato, la derrota suele ser el sinónimo de una muerte que nos manda al más allá. El objetivo de este texto no es otro que el de preguntarnos cómo se vivió la eliminación de la Selección Colombia ante Camerún, cómo se elaboró esa derrota, qué narrativas y qué explicaciones han construido los jugadores para lidiar con ella y qué narrativas se crearon desde la prensa colombiana.

En las siguientes líneas propongo una reconstrucción o una exploración o una reflexión (y a ratos quizás una invención) sobre esa derrota a partir de un ejercicio de investigación que se nutrió de la lectura y revisión de 59 artículos de prensa publicados entre el 8 y el 28 de junio de 1990, en El Colombiano, El Espectador y El Tiempo; así como de la revisión de 17 entrevistas radiales a integrantes de la Selección que participó en ese mundial, como René Higuita, Leonel Álvarez, Carlos Valderrama, Francisco Maturana, Freddy Rincón y Luis Carlos Perea, disponibles en las plataformas en línea de El Alargue, Café Caracol, 6 a.m. Hoy por Hoy y La Jugada, entre otros. La lectura de estos insumos se nutrió de ciertas categorías de análisis retomadas de bibliografía secundaria especializada en deportes y fútbol.

Para construir mis reflexiones, el texto se divide, a la manera de un juego, como un partido de fútbol hecho de palabras y papel, de la manera que sigue. En primer lugar, el lector asistirá a una charla en el camerino en la que hablaré sobre el sentido de hablar sobre la derrota y, en específico, sobre el tipo de derrota a la que estoy refiriéndome. Con esto, tendremos claridad frente al lenguaje que utiliza el texto, base indispensable para este juego de conjunto que es la relación entre lectores y escritores. En el primer tiempo del texto, la pelota estará en la cancha de los jugadores. Allí nos enfocaremos en las narrativas de los jugadores, en su voz, en sus explicaciones, en la forma en la que entienden la derrota y la tramitan y la viven y la palpan y recuerdan. En el segundo tiempo, la prensa liderará la ofensiva. Nos detendremos en sus explicaciones, sus apuestas narrativas, sus énfasis. Veremos qué sentido le dan a la derrota, cómo la entienden. Finalmente, en el silbatazo final, cuando suenen los tres pitazos fúnebres, ofreceré algunas reflexiones para cerrar el texto, sin pretender cerrar su tema: los textos, como los partidos, no tienen un final…

La charla en el camerino: ¿por qué pensar en la derrota?

Cierro los ojos y el tipo de mi cuento me dice que se siente en una lucha perdida contra el tiempo. “¿Por qué estás manecillas van tan deprisa? ¿Por qué avanzan y avanzan y avanzan?”, me pregunta o imagino que lo hace, y luego se pregunta (o imagino que lo hace) si saltar no será un buen remedio para que los minutos pasen más despacio: me argumenta (o imagino que lo hace) que si tiempo y espacio son aristas del mismo espectro, saltar tan fuerte tendría que desequilibrar el espacio y por lo tanto el tiempo. El tipo de mi cuento me hace pensar que quizás por eso se salta tanto en el estadio, para mover y detener el tiempo, los que van ganando y los que van perdiendo. El tipo de mi cuento se preguntaría por el tiempo primero y sobre la derrota después. ¿Qué podría decir de la derrota? ¿Qué se imaginaría?

La derrota es mucho más que un resultado ligado a un marcador cuantitativo, en el que de una vez y para siempre se fija un recuerdo objetivo. Un resultado -de victoria, empate o derrota- es mucho más que el registro final de un juego que se detiene y deja de producir sentidos y significados en el mundo social. A partir de los espectáculos deportivos, se producen toda suerte de sentidos, de imaginarios sociales, de narrativas en las que complejísimos actores sociales vuelcan sus formas de ver y entender el juego, pero también sus formas de ver y entender la vida. Un partido de fútbol es mucho más que los 90 minutos que pasan entre los pitazos iniciales y los finales, y la derrota no está al margen de esa disputa que se extiende en el tiempo. Al ser un campo disputado, la derrota no es una categoría estática, ni es esencialmente negativa o positiva.

Inspirado en la metodología analítica que propone Alabarces (2006) para pensar la noción de aguante, entiendo que la derrota también puede verse, más allá de un mero resultado, como una retórica, una estética y una ética.

El resultado deportivo es un fenómeno que se disputa, principalmente, a través de la palabra. Las voces de los hinchas, jugadores, escritores y periodistas buscan darle sentido y forma a lo que ocurrió durante el encuentro. Terminados los 90 minutos, los protagonistas se ensanchan, los 11 jugadores dan paso a un número indeterminado de participantes que entran en el juego de continuar el juego a través de los dientes y los labios y la lengua. Con la palabra se elaboran explicaciones, justificaciones y simbologías que le dan un valor y un significado concreto a la derrota. Es decir, se trata de una retórica que se construye desde lo colectivo, desde los tejidos de expresiones personales que se encuentran y debaten en escenarios comunicativos compartidos como la prensa o los micrófonos. Pienso entonces aquí en la retórica no como una pura construcción individual, sino como la construcción de un imaginario colectivo que se expresa a través de “mecanismos y discursos justificatorios” (Korstanje, 2009: 288). Aquí la retórica, en suma, se traduce en un vehículo, en una forma que puede llenarse de contenidos estéticos y éticos.

Hay en la derrota un contenido estético porque en ella intervienen debates y discursos sobre la fidelidad a una determinada forma y estilo de juego, y sobre las posibilidades que se derivan de su despliegue y práctica. Es decir, hay una estética de la derrota porque aquí la forma de jugar, el estilo de juego, adquiere un papel de primer orden en los discursos de justificación. El principio básico del que se parte es que, antes que los resultados, está la forma en que se juega, y, allí, la derrota puede ser, simplemente, la consecuencia de esa apuesta estética (García, 2016: 108). Jugar bajo una idea de lo que es un bello juego, aunque implique riesgos, aunque lleve a la derrota. El valor del estilo se convierte en un principio que guía la interpretación de lo que se constituye o no como pérdida. Dentro de las simbologías que se construyen alrededor del fútbol, como lo ha señalado Archetti (1995: 425), “los triunfos y el estilo no suelen ir juntos”. Se construye entonces un dilema estético en el que el triunfo puede llegar a ser la traición a un estilo, mientras que la derrota se vería como la prueba de la fidelidad a una forma, a una manera de ser y estar en el mundo, de entender y disfrutar del juego.

Y hay en la derrota un fuerte contenido ético porque a partir de ella y en ella se cruzan debates sobre las relaciones que se establecen entre vencedores y vencidos. La idea borgeana de que la derrota tiene una dignidad que la victoria no conoce, expresa, en últimas, una posición sobre los balances de poder que se evidencian en un resultado deportivo. La idea de que la imagen de los vencidos -silenciosos, cabizbajos- es más noble que la de los vencedores -ruidosos, humillación en los ojos y en las voces y en las manos, enfermos de arrogancia- viene a recordarnos que, mediante las victorias y los resultados, se establecen también roles y posiciones en el entorno deportivo y social. De ahí que, como lo ha señalado Abad Faciolince (2011), la celebración de la derrota es también la celebración de una postura filosófica de contenido ético, una postura que nos lleva a ponernos en el lugar de los vencidos, de los derrotados, de los silenciosos que no humillan al otro, sino que cargan con ese dolor de haber perdido con estoicismo y valentía. Es decir, celebrar la derrota es también celebrar que no nos hemos convertido en aquellos vencedores que pasan sobre los vencidos. Se trata a fin de cuentas de no ocupar -o, por lo menos, de no ocupar por mucho tiempo- el sospechoso mérito de estar en el primer lugar, de estar en la cúspide del balance de poder entre vencedores y vencidos.

El contenido ético de la derrota está dado, además, por el debate que suscita entre las ideas de proceso y resultado, entre el valor del camino y el deseo de alcanzar una meta. La pregunta sobre cuánto estamos dispuestos a entregar para obtener un resultado puede llevarse hasta el punto de cuestionar qué tanto de la propia identidad se desvanece al privilegiar la búsqueda de un resultado sobre la conservación de un estilo. Desde esta forma de ver la derrota como una justificación, perder tiene un contenido ético porque evidencia una elección moral: ser fiel a un determinado estilo, a una forma de jugar, a unas posibilidades de juego, aunque ello resulte en las consecuencias menos deseables. La tensión que se vive en el desarrollo del proceso también le da un contenido ético a la derrota. Como lo ha señalado Huizinga (1983: 24), la tensión tiene un contenido ético porque “pone a prueba las facultades de los jugadores: su fuerza corporal, su resistencia, su inventiva, su arrojo, su aguante y también sus fuerzas espirituales”. Y ese contenido ético no está dado porque la tensión se diluya ante la aparición de un resultado favorable; al contrario, la derrota puede significar una cualificación de ese reto, de esas dificultades: aguantar a pesar de haber perdido; querer seguir resistiendo, a pesar de la derrota, puede utilizarse discursivamente para construir un imaginario de valentía y de coraje a partir del temple ante la adversidad.

Primer tiempo: las narrativas de los jugadores

Higuita, Higuita, Higuita. ¿Por qué vos? ¿Por qué no la reventaste? ¿Por qué no le diste una patada tan fuerte, tan atronadora, tan inigualable a la pelota que alguno de tus guayos apestosos hubiera tomado rumbo cierto hacia la cabeza del tal Milla? ¿Ah? Decime, hombre, respondeme. Date la vuelta, dame la cara. ¿Es que no oís mis pensamientos, o qué? ¿No me oís aquí comiéndome las uñas? Imposible, Loco, el San Paolo no es tan grande. Cierro los ojos, Higuita, e imagino otro rumbo: Perea te pasa la pecosa y vos la ves como la representación de todos los males, como cabeza del diablo, como una mala noticia y ¡bum!, el rechazo nos parece a todos un trueno y termina en los cachetes de uno de los africanos bullosos de la occidental… No, no, no, qué estoy diciendo. ¿Cómo va a ser la pelota una cabeza del diablo, una mala noticia? El otro día te oí, Loco, en una entrevista, explicando el porqué de tu locura. Te oí diciéndole al periodista de turno que, desde niño, no querías otra cosa que tener siempre la pelota. No soltarla nunca. Estar con ella todo el tiempo, dormir con ella, bañarte con ella, caminar hacia el colegio haciendo vientiunas y treintaiunas y cuarenta y todas. Que no querías pasarla nunca, que querías driblar a medio equipo, dejarlos a todos regados por el campo, impedir la separación. Yo también quería lo mismo siempre, Higuita. Abro los ojos, Loquito, y qué bueno que no caíste en el mal gusto de mandar la bola hacia el azul de Nápoles. Mejor la derrota que la chambonería, mejor la derrota que jugar con miedo. Ni que estuviéramos enfrentándonos a Italia... (El tipo (o la tipa) de mi cuento)

Al preguntárseles por sus recuerdos de Italia 90, y al hacer énfasis en la eliminación, algunos de los jugadores y figuras de la Selección -especialmente Higuita, Valderrama y Maturana- muestran en sus palabras una particular preocupación por las responsabilidades frente a la derrota. Sus discursos, en este punto, giran en torno a una responsabilidad que se puede leer en doble vía, como responsabilidad colectiva y como responsabilidad individual. Estas narrativas de la responsabilidad transmiten un fuerte contenido ético en el que se juegan unas dinámicas contradictorias de despersonalización y personalización de la culpa.

Hay, en primer lugar, una narrativa que se teje sobre la idea de las responsabilidades compartidas. En un juego de conjunto, los errores nacen de equivocaciones comunes. La derrota se lee aquí ya no como un resultado causal en el que la jugada del último jugador es la variable independiente que ocasionó la debacle, sino como un fallo mucho más complejo de una táctica. Falla la táctica y su implementación, el despliegue de una propuesta de juego; una falla en la que, en diversos grados, todos los jugadores tienen parte. Los discursos de los integrantes de la Selección transmiten el contenido ético de la derrota cuando dejan ver, en sus palabras, la idea de que perder puede ser la consecuencia de asumir un determinado estilo, de defender una cierta concepción del juego. Higuita, uno de los jugadores que ha sido señalado como uno de los máximos culpables, señala que, en realidad, su estilo de juego estaba pensado en un trabajo para el equipo, que “no era un trabajo como de individualismo, ‘El Loco’, no; era un trabajo más de equipo, que me necesitaban como líbero, y yo me veía también en esa necesidad de colaborar en esos achiques de líbero” (Villegas, 2014). Una explicación similar ofrece Valderrama, que, al preguntársele por las responsabilidades individuales en el Mundial de Italia 90 -se había sugerido, incluso, que antes del partido se presentaron desencuentros económicos con la Federación-, sostiene que ese era, simplemente, su estilo de juego, y que, en el caso de Higuita, no era la primera vez que hacía ese tipo de jugadas; antes bien, ellas servían como empuje emocional y de coraje para el equipo:

Esa era una parte de motivación que el ‘Loco’ nos daba a nosotros, por eso lo hacía, lo que pasa es que ahí salió malo y fue en el Mundial. Esa fue la diferencia. A veces teníamos partidos malos y el ‘Loco’ salía y nos motivaba, con esas salidas, para salir adelante. Eso nos daba confianza y no fue la primera vez. Yo me acuerdo de un Wembley, el primer partido que jugamos contra Inglaterra. Que ese equipo nos tenía allá y dale y dale y, de pronto, el ‘Loco’ salió y ya ahí el equipo cambió y dijimos: “No, señor. Vamos pa’ lante”. (Villegas, 2013)

La narrativa de la solidaridad en la derrota nace de relaciones de empatía que se tejen en el grupo, a partir de un escudo protector que se forma a través de la palabra. Maturana fue clave en elaborar una defensa del conjunto, al evitar señalar, en todas sus declaraciones, a un responsable individual de las derrotas del equipo (Galvis, 2008: 47). La derrota se explica, desde su punto de vista, desde la implementación de un sistema de juego. Para Maturana, las salidas de Higuita, por ejemplo, no obedecían a repentinos impulsos, ni a una esencial irresponsabilidad en la estructura de su personalidad. El sistema de juego de la Selección, en línea, propiciaba que, en algunas oportunidades, esta se ensanchara por la búsqueda del balón de algunos de sus hombres, evento en el cual la pelota terminaba en la zona colombiana y allí tenía que estar Higuita, como líbero, como último hombre, para rechazarla. Incluso, cuando Higuita decidía amagar, se activaban varios dispositivos de seguridad para precaver los posibles riesgos (Clopatofsky, 1990b: 219-220).

Estas narrativas sobre el papel del estilo de juego pueden leerse tanto desde un contenido ético como desde un contenido estético. Maturana, en algunas de sus entrevistas, ha señalado la idea de que se puede vivir con un fracaso, pero no “negociando principios y valores” (Peláez, 2009). Se puede perder, pero siempre y cuando se mantenga la fidelidad a una idea de juego que se desea trasmitir y mantener. Esta fidelidad se enlaza también con lo estético, en la medida en que el estilo de juego que defendía la Selección era un juego vistoso, de riesgos, que expresaba una identidad y una bandera que se quería defender. Es decir, se establecía un compromiso (una ética) con la idead el fútbol espectáculo (una estética). Esta conciencia había surgido algunos años antes del mundial, como lo manifiesta el mismo Maturana: “Regresamos de la Copa América con una bandera adicional en nuestros mástiles: la del fútbol espectáculo, de cuyo rescate nos habíamos encargado” (Clopatofsky, 1990b: 18). Las palabras de un cruzado. Cierro los ojos e imagino a Maturana trajeado de una extraña armadura, ya no blanca y con una cruz roja estampada en el pecho, sino multicolor, con su ejército de piratas melenudos y barbados, defendiendo la bandera del estilo, del fútbol espectáculo. Una bandera que expresa, ante todo, la defensa de una dignidad estética, de una idea de aquello que es jugar bonito. Así lo dice Maturana:

Difícilmente verán a los once colombianos metidos en su arco o botando el balón para sacar un empate con Alemania. Tengan la seguridad de que, si en alguna contingencia corremos el riesgo de perder un juego en los últimos minutos por salir desde nuestro campo tocando el balón, dominándolo, vamos a salir derrotados porque nunca renunciaremos a nuestra filosofía de juego. (Clopatofsky, 1990b: 232)

Esta narrativa de la responsabilidad compartida convive, sin embargo, con las atribuciones de responsabilidades individuales. Aunque se habla de una solidaridad que nace de la ejecución de un estilo de juego de conjunto, algunos integrantes de la Selección sintieron un señalamiento mayor que el de otros de sus compañeros. Maturana y René Higuita, y especialmente este último, han tenido que “responder” a muchas más preguntas que sus compañeros. Maturana ha señalado que los directores técnicos, al diseñar los planteamientos de juego, son los que suelen cargar con el peso de la culpa; así lo expresa cuando dice que cuando se pierde, “el porcentaje es del 100% para el técnico, porque es más fácil asumir responsabilidades, y cuando se gana, el porcentaje es de los jugadores” (Arizmendi, 2006). Pero más que el técnico, ha sido quizás René Higuita uno de los jugadores que ha tenido que cargar con más intensidad el peso de la eliminación en Italia 90, pues, como veremos en la siguiente sección -sobre las narrativas de la prensa- su imagen se convirtió, en primera instancia, en un símbolo de la derrota. Al preguntársele sobre el gol de Milla, señala que es un gol doloroso, por lo que significó para el resultado y por la eliminación, pero insiste en la responsabilidad compartida de todo el equipo. Sin embargo, nos dice, el único responsable terminó siendo él:

Y yo digo: aquí hay otro responsable. Acá, el mayor responsable es Redín, porque nosotros vamos 1 a 0 y vamos tirando todo, entonces cuando Redín hace el 2 a 1 dice: “Si Higuita no se equivoca, entonces…” Ahí uno dice: “¡eh!”, entonces quién sabe pues si Redín hubiera hecho el empate… Entonces, cuando uno ve que hay como una injusticia de un pasado que en eso no existe, pues enfrento y acepto la responsabilidad. Al arquero siempre lo muestran sacando el balón de adentro… (Peláez, 2010)

La solidaridad se resquebraja y se expresa un sentimiento de injusticia al asignársele a él la responsabilidad, cuando, desde su punto de vista, hay elementos que no pueden preverse ni controlarse. Incluso si no se hubiera equivocado, podemos leer en este fragmento, nada garantiza que Redín hubiese hecho el gol del empate. Quizás, ese gol fue una reacción del equipo ante la segunda anotación de Milla; quizás no se habría producido de ninguna otra manera. Es decir, entra en la construcción de una responsabilidad la difusa idea de un “quién sabe qué hubiera pasado si...”, cuya carga se convierte en una injusticia con la que lidiar. Es por esta razón, quizás, que Higuita se muestra reacio a hablar sobre sus fracasos. A la pregunta de Peláez, en esa misma entrevista -hecha con motivo de su retiro del fútbol-, sobre sus fracasos, Higuita le contrapregunta, con la misma decisión con la que salía del arco a regatear, “¿por qué tengo que mencionar los fracasos? No, yo tengo que mencionar son las virtudes. Para qué mencionar los errores cuando todo el mundo los está viendo. No, eso para el libro…”. Con ello, quizás Higuita nos está mostrando que entiende el papel que tienen los otros en la elaboración de una derrota. En buena medida, el primer capítulo de ese libro fue escrito por la prensa en el momento mismo de la eliminación. En las siguientes líneas interpretaremos algunas de sus páginas.

Segundo tiempo: las narrativas de la prensa

La Selección Colombia que participó en los mundiales de 1990 y 1994, nos dice Juan Villoro (2006), jugaba como si hubiera tenido permiso para perder, jugaba como si ya hubiera jugado, como si nada estuviera ya en disputa. Las narrativas de la prensa pueden entenderse como una evidencia empírica de esa intuición literaria. Hay allí un discurso de orgullo que nace del estilo de juego de la Selección y, especialmente, del carisma y personalidad de sus jugadores. El riesgo, la tensión que produce jugar como juegan, se transmite como un logro en sí mismo. El mensaje implícito que puede leerse allí es una invitación a continuar con la esencia de esa forma de ser y estar en el mundial. Ese orgullo es particularmente evidente frente a un jugador como Higuita. No hay, de hecho, en ninguno de los artículos revisados -¡ni en uno solo de ellos!- alguna voz de crítica a su manera de jugar. La prensa se deshacía en elogios, embrujados por un juego que les parecía un evidente regalo del futuro. Higuita era un símbolo de la sublevación, de la innovación, de la ruptura de lo establecido.

En este punto, el papel de los medios de comunicación para pensar el fútbol y la derrota resulta de la mayor relevancia. Como lo han mostrado los trabajos de Portelli (1991) y Frydenberg (2013), los medios de comunicación contribuyen a la constitución del fútbol como un campo de disputas ideológicas. Aquí parto de una premisa básica que está en Frydenberg: los medios de comunicación no tienen un papel pasivo, no se limitan simplemente a difundir información, o a formar al público. Los medios ayudan a visibilizar e influyen en la cristalización de ciertas narrativas y ciertas formas de entender el fútbol y de entenderse como parte de ese espectáculo. Es decir: son partícipes de la organización y práctica del juego. Y esto, claro, también tiene consecuencias a la hora de asumir una derrota. Si la prensa es partícipe y permite un determinado estilo de juego, y construye discursos de orgullo sobre él, cuando ese estilo falla, la narrativa busca algún grado de coherencia -nunca absoluta, jamás unánime- y se muestra más empática y solidaria y, de esta forma, las opiniones e informaciones que se transmiten pasan del plano de la inculpación y la agresividad al de la compañía moral.

La prensa, al construir una legitimación discursiva del estilo de la Selección, intervenía en la forma misma de desarrollar el espectáculo. El apoyo que se ejerce a través de la palabra nunca es neutral, y revela apuestas y visiones sobre el juego. De lo que se trata, en definitiva, es de problematizar la visión de la comunicación del deporte como mera transmisión, como mera transferencia de información, para ver las potencialidades que se abren en esta comunicación, al entender que ella también es un campo de mediaciones en el que se producen interrelaciones entre agentes sociales (Meneses; Avalos, 2013: 41).

Algunos de los artículos señalan la admiración que despierta la Selección Colombia en otros técnicos (“Colombia es empeño, humildad y sacrificio”, 1990), y aquí es particular el caso de Sacchi, técnico del Milan, entonces uno de los clubes más poderosos de Europa. Sacchi se había enfrentado a Maturana en la Intercontinental, en un apretado partido que se fue a la prórroga y en el que el italiano venció. De esto, nos dice el artículo, nació una admiración que se extiende a la Selección. Otros artículos hacen énfasis en el coraje de Colombia a la hora de enfrentar a seleccionados de peso (Vélez, 1990a), con ocasión del empate ante Alemania. La idea de que Colombia es grande contra los grandes y chico contra los chicos constituirá, en la derrota ante Camerún, uno de los referentes más constantes de explicación de la eliminación.

Pero, quizás, la narrativa de orgullo más poderosa se construyó en torno a la idea de la fidelidad a un estilo particular, al estilo sudamericano. Una declaración de Maturana (“Somos fieles al estilo…”, 1990) resulta particularmente diciente, al decir que fueron fieles a ese estilo sudamericano, “que siempre los caracterizó” y que, por ello, “independientemente de lo que suceda de ahora en adelante”, lo importante es que intentaron algo. Se juega aquí con la idea de que Colombia era el único país realmente diferente, el único novedoso del campeonato: “No he visto a ninguna otra escuadra que haya presentado argumentos futbolísticos distintos, pues el torneo es toda una imitación de México 86, sin que se vea entre esos equipos copia a la misma gente que tenía Bilardo” (“Colombia es el único diferente”, 1990).

Aquí es clave, para comprender el contenido estético que tiene el discurso justificatorio sobre la derrota, acudir a la categoría de artista libre (Elias, 1991), que se “opone” a la de artista funcionario. Digo “opone”, entre comillas, porque son categorías móviles: los artistas pueden hacer tránsitos de la una a la otra. El artista funcionario es funcional a un interés que está por fuera de la esfera de sus deseos personales. Aquí, el arte que se crea obedece a directrices externas, desde un canon externo. Ese canon, nos dice Elias, nos muestra unos valores concretos que determinan formas de expresarse que imponen ciertas élites, un gusto que expresa una tradición. El artista libre, por su parte, confía en sus dotes individuales y expresa un arte que nace de sí mismo, de sus apuestas y deseos individuales. El artista tiene independencia y poder frente a quienes consumen su arte. La narrativa de orgullo que se establece por jugar con una fidelidad al estilo sudamericano y por romper con la imposición de jugar bajo el esquema de México 86, puede verse como una expresión de esa distinción. La Selección Colombia, en los discursos de la prensa, jugó de una forma distinta a la que planteaba el campeonato mundial. El canon era expresado por todos los demás equipos que, al decir de Maturana, jugaban como en México 86. México 86 impuso un canon de juego que quería ser copiado para garantizar resultados. Las selecciones no jugaban de acuerdo a su estilo -según esta narrativa-, ni proponían una forma personal de jugar, sino que se ajustaban de manera funcional a lo que imponía una cierta meta compartida: vencer. Colombia, sin embargo, buscó salirse del molde.

A nivel individual, se construyó un discurso de orgullo sobre Higuita que lo elevó a símbolo de la personalidad y estilo de la Selección. Un discurso en el que Higuita “no es el loco, ni el sobrador, ni el fanfarrón. Es René Higuita el inigualable, el de las condiciones innatas insuperables, el de la convicción, el de la calidad” (“Higuita. El grito de combate”, 1990). Un Higuita que, como lo afirmó Valdano en una columna de opinión publicada por 2 diarios nacionales, mostraba el talento de un verdadero adelantado a su tiempo, y por ello merecía ese apodo de “Loco”, reservado a quienes venían de un tiempo más allá del tiempo, de un futuro todavía no escrito (Valdano, 1990). Un discurso que, ciertamente, reconocía las dudas previas que se tenían sobre la participación de Higuita en el Mundial, cuando se pensaba que “el mayor peligro, y hasta irresponsabilidad era traer a un certamen de este peso a un portero de la irracionalidad de René Higuita” (“Se necesitan dos René Higuita”, 1990); pero que, al mismo tiempo, veía la materialización de un estilo que valía la pena replicar en la Selección, un estilo de chispa y vida.

El enfrentamiento ante los alemanes fue un escenario que propició estas narrativas de orgullo y satisfacción frente al desempeño de Higuita. Así, vemos que algunos artículos señalaban declaraciones de algunos integrantes del seleccionado alemán en las que afirmaban que no les gustaría tenerlo en el equipo, pues cada intervención suya les “causaría escalofríos” (“‘Higuita me provoca escalofríos’”, 1990). Aquí hay un énfasis en un elemento que retomaré en las siguientes páginas: el drama, lo que produce jugar bajo ese estilo, que no puede ser asumido por cualquiera, ni siquiera por los favoritos a ganar el campeonato. Estas declaraciones fueron acompañadas de otras, dichas por el propio Higuita, en las que señalaba que no le tenía miedo a la artillería alemana, sino que, antes bien, deseaba que saltaran a la cancha sus mejores jugadores (“Higuita: ‘No le temo a la artillería alemana’”, 1990).

La construcción de una narrativa de orgullo sobre un Higuita que es jugador y artista se transmite, de paso, a toda la Selección, pues como lo señalaba Valdano, “si es cierto que ‘ser artista es atreverse a fracasar’, tan artista es Maturana como Higuita. Uno por arriesgar y el otro por confiar en el riesgo” (Valdano, 1990). Lo mismo podría decirse, entonces, de los demás integrantes de la Selección, artistas del riesgo, malabaristas en la cuerda floja, por ser partícipes del peligro compartido. Esta construcción de orgullo, creo, generó que la narrativa que se estableció después de la eliminación fuera mucho más empática y solidaria, como veremos en los párrafos que siguen. Esto, claro, no debe hacer pensar que se creó un discurso homogéneo y único, y aquí es útil Portelli (1991). La idea de las disputas ideológicas es clave para entender el fútbol y las narraciones que se crean en torno a él como un campo en el que coexisten significados y valoraciones no siempre idénticas. La narrativa sobre la derrota de la Selección, aunque pueda entenderse bajo unos signos compartidos, bajo un lenguaje común, en realidad es variopinta y ofrece diferentes explicaciones para lo que pasó. La derrota parece dulce, pero también es agria y la responsabilidad es compartida y, sin embargo, por lo menos implícitamente, se materializa en un jugador que la representa (Higuita). Hay deseos que se encuentran y complejizan la lectura, porque sí, caímos, caímos de una bella manera, pero podríamos haber no caído y continuado. Aquí señalo tres retóricas concretas sobre la derrota.

La responsabilidad del “Loco” Higuita

Una primera línea descansa sobre la culpabilidad de Higuita. Higuita fue, en buena medida, la representación de esa derrota (“Colombia: chao al mundial”, 1990). Algunos artículos señalan que la derrota vino cuando Higuita se equivocó, y que esa equivocación, que algún día iba a llegar, llegó en el momento menos indicado (“Colombia pagó caro su error”, 1990). Esta idea del error esperado en el momento más inesperado se repite constantemente, con el énfasis de que fue precisamente el error del “hombre que fue bandera de Colombia en el Mundial” (“Una amarga despedida”, 1990). De hecho, salvo El Colombiano -el periódico regional de Antioquia, la tierra de René-, todas las publicaciones usaron imágenes exclusivamente de Higuita para acompañar los textos de los artículos en los que se hablaba de la derrota, durante los primeros días.

Vale la pena hacer una anotación sobre el cubrimiento diferencial que hicieron los medios frente a Higuita. Además de que El Colombiano incluyó imágenes de otros jugadores en los artículos sobre la derrota, las imágenes en las que figuraba Higuita resultaban menos derrotistas: en ellas se deja ver el momento en el que el jugador, a pesar de perder el dominio sobre la pelota, decide perseguir a Milla, aunque sabiéndose vencido.

Algunos de los artículos reproducen las ruedas de prensa en las que Higuita participó. En ellas, el jugador deja ver que tiene conciencia de la carga que tendrá que asumir en términos de responsabilidad y asume la crítica que recibe, aunque con la salvedad de que no cambiará su estilo de juego. Un importante elemento es que busca desmentir la idea de que juega de la forma en que juega para dar un espectáculo que va más allá de lo futbolístico. Su estilo de juego, nos dice, está orientado hacia las necesidades del equipo y hacia la consecución de la victoria:

Y no es que piense primero en el espectáculo y luego en el resultado. En el fútbol siempre hay que salir a ganar y eso es lo que hago. Es un estilo que mis compañeros comprenden, que tiene la total confianza del técnico y que, repito, me ha dado resultado. (“René Higuita: ‘lo siento, pero hoy me equivoqué’”, 1990)

Este énfasis en el error de Higuita revela la especial carga a la que son sometidas los arqueros, cuyos errores terminan por ser más protuberantes y evidentes que los de los demás (“‘Por ser arquero son más protuberantes los errores’”, 1990; “Goleado René Higuita”, 1990). Aquí se anota una idea clave para la construcción de la culpabilidad: la visibilidad de quien comete el error. Los arqueros son notables cuando se equivocan, sus errores no pasan desapercibidos y eso pasa, quizás, porque lo que sigue inmediatamente al error es la concreción del gol. De la misma forma que tenemos dificultades para identificar los procesos sociales que se esconden tras nuestras tragedias sociales y políticas, de la misma manera que confundimos lo inmediato con la razón fundante, de la misma manera que simplificamos el conjunto de factores que intervienen en la construcción de nuestra realidad social, así mismo terminamos por asumir que la responsabilidad del gol está solo en el último que tocó la pelota…

Pero, además de la culpabilidad, la narrativa incorpora un espacio para la redención, para la reivindicación del caído. Hay, en últimas, un agradecimiento que se expresa en el hecho de que Higuita ayudó a transmitir una imagen de Colombia que se alejaba de aquella tan ligada a la violencia del narcotráfico de finales de los años 80 (Clopatofsky, 1990a). Una redención que parte de una mirada empática sobre la persona, sobre lo que podrían haber vivido él y su familia (“En la casa de René Higuita…”, 1990). Incluso el cubrimiento del regreso de la Selección al país nos deja ver el cariño con el que fueron recibidos los jugadores y, especialmente, Higuita.

Otros señalan que el hecho de convertir a Higuita en un chivo expiatorio no es otra cosa que la consecuencia con la que tienen que lidiar los que “hacen historia” (Vélez, 1990b). Es decir, un revanchismo que nace de la incomprensión de un estilo que se sale de los moldes. Incluso, algunos días después de la derrota, se empezó a retomar la idea de que a Higuita le esperaba una carrera prometedora, llena de éxitos, en la que podría desplegar su talento y estilo (“Higuita será superior a Gatti”, 1990).

Del triunfalismo a la derrota, lo que se pierde cuando se gana

Otra importante línea retórica descansa sobre la tesis de que Colombia perdió como consecuencia del triunfalismo de haber empatado ante Alemania y de haber llegado a octavos de final. Esta explicación descarta las responsabilidades individuales y se detiene en el colectivo. Aquí se habla de un “triunfalismo vano” y de un “folclorismo” que nos hizo creer que, después de un empate, habíamos rozado el cielo (“Colombia creyó rozar el cielo”, 1990). Es decir, la celebración del empate ante los alemanes nos habría llevado “de la euforia a la depresión. De la alegría contenida a las lágrimas sentimentales” (Peláez, 1990). Este triunfalismo está ligado, además, a una subestimación implícita sobre el rival, Camerún.

La línea explicativa básica es que la derrota es más dolorosa, más amarga, porque estábamos enfrentando a un equipo al que podríamos haberle ganado. Es decir, contra un rival que no era invencible, “con debilidades y falencias” (“Una amarga despedida”, 1990; “Colombia: chao al mundial”, 1990). A Colombia podría haberle correspondido Italia, pero al jugar con Camerún, se había asumido que era un equipo que, sobre el papel, podría derrotarse. Uno de los artículos lo señala de manera directa, casi brutal: la derrota resultaba más dolorosa porque “la caída ante Camerún significaba quedar por fuera del Mundial, cederle el puesto a un equipo aparentemente más débil, más inexperto, más torpe” (“Sin tiempo para llorar”, 1990). Se retoman, pues, las líneas discursivas que se habían establecido ya desde las fechas previas a la eliminación, cuando se sostenía que Colombia se crecía ante los grandes y se empequeñecía ante los pequeños. Aquí podemos ver uno de los choques de las retóricas sobre la Selección, pues, por una parte, se construye un orgullo frente al juego que respeta un estilo, lo que podría leerse como una forma de resistencia frente a las formas hegemónicas de jugar -el canon de México 86- y frente a los grandes equipos con los mayores recursos técnicos y financieros, pero, al mismo tiempo, hay un lenguaje que resulta agresivo contra la Selección camerunesa, al decir que la derrota duele más por haber sido ante un equipo al que Colombia podría haberle ganado. Es decir, se establece la idea de que Colombia era superior y de que tendría que haberle ganado a Camerún, lo que niega la propia historia deportiva de ese equipo y su contexto concreto.

La derrota como parte de un proceso

Bajo esta línea retórica, la eliminación de Colombia debe leerse como parte de un proceso más amplio en el que los triunfos y derrotas se leen a la luz de unos objetivos (“¡Cumplimos!”, 1990; “Nostalgia sí, frustración no!, 1990; “A Colombia le debemos el homenaje de la comprensión”, 1990). Es frente al cumplimiento de esos objetivos que puede dársele una dimensión a la eliminación: allí, en esos balances generales, la derrota cumple un papel preciso en un juego que se extiende más allá de los 90 minutos, en un camino que toma más de 1 o 2 encuentros. Esos objetivos, ligados a la clasificación y a superar lo hecho en Chile 62, fueron cumplidos, y lo que sigue después de la derrota es continuar un proceso que resulta prometedor, lleno de luz (“Colombia creyó rozar el cielo”, 1990), en el que participa un grupo humano que tiene una voluntad de continuar con el despliegue de su estilo y habilidades (“‘El fútbol es de logros, no de merecimientos’”, 1990); un balance que, como lo sostuviera el profesor Marroquín1, toma en cuenta que en ese proceso se partió de una historia propia y de una estructura y una organización con la que trabajar (“‘Llegamos lejos’”, 1990). Se trata de una nueva forma de entender la derrota, de dimensionarla, de ponerla en un contexto. Un triunfo sobre el propio pasado. Colombia nunca había avanzado a octavos de final y, en esa oportunidad, esa marca se superó, como si se tratara de una forma concreta de la victoria.

Este tono se mantiene cuando se habla del regreso, del retorno de la Selección al país (“Bienvenida, Selección Colombia”, 1990). Se mantiene, pero también se hace más festivo, más esperanzador. El regreso de los “gladiadores” -palabra usada por algunos periodistas- toma toda la forma de un regreso hacia el futuro. Regresar después de una eliminación, sí, pero para retomar el rumbo, para repensar el camino.

Aquí la idea de los “gladiadores” que caen y regresan para retomar el camino también permite que pensemos en un elemento clave para entender el partido de la eliminación: la categoría de drama y transfiguración.Gumbrecht (2006), al hablar sobre la memoria y la transfiguración en el deporte, señala la relación que hay entre competencia y drama. Gumbrecht acepta que, efectivamente, a los atletas y a los espectadores los motiva el deseo de ganar. Los atletas quieren ganar y los espectadores quieren ver a su equipo ganar, pero ello se ha sobredimensionado. La consecuencia de este sobredimensionamiento es que se ha prestado poca importancia al impacto que tiene el drama sobre la forma en que vemos y recordamos los eventos deportivos. Desde la propuesta de este autor, el drama de la competencia es el responsable de la transfiguración de los grandes atletas en nuestra percepción y nuestra memoria.

Los elementos dramáticos fueron fundamentales en la eliminación de Colombia en Italia 90. Un partido disputado, reñido en los minutos reglamentarios y que se va al alargue, ante una Selección a la que, sobre el papel, podía ganársele. Un 0 a 0 que se suspende en el aire durante tanto tiempo y en el que la posibilidad de un error se vuelve más costosa. Equivocarse al filo del final se presiente como una puñalada de la que no hay posibilidad de levantarse. Ingresa al campo Milla, un jugador de 38 años. 38 años que en el fútbol es sinónimo de retiro a la ultratumba. Hace el primer gol, pero Colombia puede empatar y prolongar la ilusión. Y viene el error, ¿de Higuita?, ¿de Perea?, ¿del equipo?, y el gol. Es una caída dramática. Dramática la carrera de Higuita tras Milla, tan inútil y, precisamente por eso, por lo inútil de esa carrera que no podrá impedir el gol, el drama se realza. Este dramatismo ya había sido adelantado por la prensa, al registrar las opiniones de algunos jugadores y técnicos de otras selecciones. Uno de ellos -como ya lo he señalado- decía que, con Higuita, tendría un infarto asegurado. Los colombianos también, ese día y siempre, estuvieron al borde de un infarto. El drama que interviene en la percepción y la memoria para transfigurar a Higuita y a la Selección y sus triunfos y derrotas tiene que ver, también, con el pulso que se intensifica.

Lo que esto logra, en últimas, es una reducción en la importancia que se le asigna a perder. Es decir, allí se forjan los elementos para que recordemos ese mundial, no solo porque nos eliminaron en octavos ante Camerún, sino por la forma en la que caímos ese día. Una derrota en el tiempo reglamentario, por 2 goles del montón, aburridos y sin vida, quizás, nos habría hecho pensar más en la derrota por sí misma. En su lugar, caímos, sí, pero qué espectacular caída. Gumbrecth (2006: 78) también se refiere a esto cuando dice que todos los espectadores y los hinchas hacemos una inversión emocional en el juego, y que esa inversión emocional no se pierde, incluso cuando perdemos, siempre y cuando sea en un evento dramático y bello.

Pitazo final: algunas reflexiones para cerrar el encuentro

A través de la palabra, la derrota no se vuelve una victoria. Sin dejar de ser una pérdida, sin dejar de inscribirse con dolor en el presente de los que la viven y en el pasado de quienes la recuerdan, alrededor de las pérdidas se elaboran complejas narrativas mediante las cuales jugadores, hinchas y prensa expresan sus visiones sobre el fútbol. En ese sentido, como hemos visto, la derrota no señala una muerte, ni es necesariamente la marca de un final. No es un correlato deportivo del ir al más allá, ni una metáfora del fin de una historia. Al contrario, en ella se articulan y despliegan nuevos juegos que, en buena parte, se transmiten y tramitan a través de la palabra.

Como he intentado mostrar en estas páginas, la derrota puede elaborarse, compartirse, pensarse y recordarse a partir de una retórica que se nutre de contenidos éticos y estéticos. Algunos de los relatos de los jugadores y técnicos dejaron ver un contenido ético ligado a la defensa de un estilo táctico y la construcción de un proceso en el que estaba en juego una identidad. Estas narrativas contrastan con las de la prensa, enfocadas en construir unas explicaciones que, aunque con fuertes contenidos éticos, daban un lugar protagónico a lo estético, a la defensa del fútbol espectáculo. Estos diversos énfasis nos dejan ver que, si bien la prensa construyó una retórica de orgullo sobre el estilo de la Selección, la lectura de ese estilo no era unívoca. Lo que en la prensa podía verse como la apuesta por un talento que despliegan jugadores con personalidades tan particulares, tan exóticas, tan rebeldes, en el discurso de los jugadores y técnicos era visto, en muchas oportunidades, como una apuesta por un estilo táctico de juego, con sus propios órdenes y lógicas internas. Es decir, lo que unos veían como una renuncia a la victoria para mantener un estilo vistoso por su valor intrínseco, otros lo veían como la búsqueda de una forma particular y propia de lograr una victoria.

En la exploración de estas complejas narrativas, tres líneas retóricas resultaron particularmente interesantes. La primera, sobre la personalización de la derrota, nos dejó ver las lógicas de culpas y redenciones que se establecieron sobre jugadores concretos y, particularmente, sobre Higuita. Aquí intenté proponer una reflexión crítica sobre la forma en que, a la hora de entender nuestros fracasos futbolísticos, y quizás también como sociedad, somos incapaces de dar una mirada de conjunto, que se pregunte por relaciones multicausales, complejas, profundas, difíciles de percibir con la primera mirada. La segunda línea retórica nos acercó a la idea del “triunfalismo” como imaginario que se construye sobre las victorias parciales. Se trata, sin lugar a dudas, de una línea explicativa que merece una problematización más amplia, pero que, en todo caso, permite ver las difusas líneas que se establecen en el discurso sobre las victorias y las derrotas. La tercera línea, mucho más optimista y dulce, permitió descubrir la importancia de la idea de proceso en la construcción de los proyectos deportivos y, principalmente, en la tramitación de los altibajos que se presentan en su tejido.

Se trata, por supuesto, de unas reflexiones siempre parciales, que resisten otras miradas y muchas más preguntas. Valdría la pena, quizás, preguntarse por la forma en que ese proceso social y narrativo de lidiar con la derrota se ha transformado en el tiempo. ¿Cuáles fueron, por ejemplo, las narrativas que se construyeron sobre la eliminación de Estados Unidos 94? ¿La idea de proceso habrá tenido el mismo peso o se habrá pensado en el agotamiento de un proyecto deportivo? ¿Cuál fue, en ese momento, el valor del estilo de juego para pensar en los resultados? ¿Cuáles son los paralelos que podrían establecerse entre las figuras de Higuita y Escobar2 en la construcción de un culpable? Una ampliación en la línea de tiempo que se propuso en este trabajo podría abrir, incluso, una oportunidad para pensar e identificar transformaciones en la sensibilidad frente a la violencia. Como han señalado Elias y Dunning (1992), el deporte nos ayuda a entender los límites que se imponen las sociedades para permitir o sancionar la violencia física. La derrota es un momento en el que se ponen a ¿prueba? esos límites, por la frustración que se puede desencadenar y las emociones que allí se despiertan. Pensar en los cambios en las lógicas de gestión de la derrota podría contribuir, entonces, a pensar sobre la forma misma en la que se transforman esos límites.

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* Ensayo realizado con recursos propios en el marco de la Maestría en Ciencia Política de la Universidad de los Andes. El ensayo se elaboró en el marco del seminario Política, Fútbol y Cultura Popular.

1Luis Alfonso Marroquín (1948-2020) fue el primer técnico en llevar a la Selección Colombia a un mundial sub-20 en 1985. Fue promotor de destacados jugadores colombianos, entre ellos René Higuita.

2Andrés Escobar fue un futbolista colombiano. Durante el Mundial de Estados Unidos 94, marcó un autogol que contribuyó a la eliminación de la Selección Colombia. Ese mismo año fue asesinado en la ciudad de Medellín, en el parqueadero de un restaurante, por narcotraficantes que lo habían recriminado previamente por su error.

Cómo citar/How to cite Rúa-Serna, Juan Camilo (2021). “Perder es ganar un poco”: narrativas sobre la derrota de Colombia en el Mundial de Italia 90. Revista CS, 35, 155-179. https://doi.org/10.18046/recs.i35.4871

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