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versión impresa ISSN 2011-0324

CS  no.36 Cali ene./abr. 2022  Epub 25-Mayo-2022

https://doi.org/10.18046/recs.i36.4743 

Artículos

Racionalidad extractivista y necropolítica de la expropiación patriarcal: un acercamiento al estudio de las masculinidades para re/pensar el poder del extractivismo*

Extractivist Rationality and Necropolitics of Patriarchal Expropriation: An Approach to the Study of Masculinities to Re/Think the Power of Extractivism

Ramón Cortés-Cortés** 
http://orcid.org/0000-0002-7685-8201

Emma Zapata-Martelo*** 
http://orcid.org/0000-0002-1623-3322

** Estudiante del Doctorado en Estudios del Desarrollo. Problemas y Perspectivas Latinoamericanas, del Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora (Ciudad de México, México). Correo electrónico: rcortes@institutomora.edu.mx

*** Doctora en Sociología de la Universidad de Texas en Austin (Estados Unidos). Profesora investigadora titular en el Colegio de Postgraduados (Texcoco, México). Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores, Nivel III, y a la Academia Mexicana de Ciencias (México). Correo electrónico: emzapata@colpos.mx


Resumen

El extractivismo es un modo de explotación que implica una racionalidad particular producida por el proceso de modernidad/colonialidad. Mediante investigación feminista, el propósito de este trabajo es repensar el poder extractivista al aportar la base conceptual para el análisis de las masculinidades en estos contextos por medio de las categorías género, trabajo y violencia. Al mismo tiempo se devela que la racionalidad moderna-colonial, bajo la cual se producen los enclaves extractivistas para fragmentar y mercantilizar los territorios, se da a través de lo que denominamos necropolítica de la expropiación patriarcal. El pacto patriarcal entre masculinidad hegemónica y masculinidades cómplices y subordinadas amplía y profundiza las desigualdades de género en los territorios de extracción. Realizar un análisis de las masculinidades en sitios extractivos permite comprender el avance del extractivismo, así como el lugar que ocupan y disputan los sujetos generizados masculinos en el sistema de relaciones de género.

PALABRAS CLAVE: género y extractivismo; necropolítica y extractivismo; despojo múltiple de la vida

Abstract

Extractivism is a mode of exploitation that implies a particular rationality product of the process of modernity/coloniality. Through feminist research, the purpose of this work is to rethink the extractive power by means of providing the conceptual basis for the analysis of masculinities in these contexts through the categories of gender, work, and violence. At the same time, the modern-colonial rationality, under which extractivist enclaves emerge to fragment and commercialize territories, is revealed to occur through what we call necropolitics of patriarchal expropriation. The patriarchal pact between hegemonic masculinity, and complicit and subordinate masculinities, broadens and deepens gender inequalities in extraction territories. Carrying out an analysis of masculinities in extractive sites allows us to understand the advance of extractivism, and the place occupied and disputed by male gendered subjects in the system of gender relations.

KEYWORDS: Gender and Extractivism; Necropolitics and Extractivism; Multiple Dispossession of Life

Introducción

  • “Necroeconomía, necroprogreso, necroterritorio,

  • necrociencia, necromasculinidad, necrorrazón,

  • necropedagogía, necrotrabajo, necroacumulación,

  • necropoder, necrosaber, necrofuturo,

  • necrorrentabilidad, necrocrecimiento,

  • necroyo, necrotú, necronosotros…

  • ¿Acaso puede el capitalismo financiero producir

  • alguna otra cosa?

  • ¿Estamos todavía vivos?

  • ¿Deseamos todavía actuar?”

  • (Paul B. Preciado, Un apartamento en Urano.

  • Crónicas del cruce).

El extractivismo es un modo de explotación a gran escala, dirigido a remover y exportar ingentes cantidades de bienes naturales -en gran parte no renovables- cuyo procesamiento es limitado o nulo, e implica la instalación de un enclave transnacional en áreas periféricas. Si bien se alude tradicionalmente a las actividades mineras y petroleras con este término, actualmente se incluyen monocultivos de exportación, pesquerías industriales y otros casos similares. Este modelo de desarrollo tiene una dimensión histórico-estructural, vinculada a la invención de Europa y la expansión del capitalismo global. Asociado a la conquista y el genocidio, el extractivismo en la región latinoamericana es de larga data y se extiende con diversos grados de intensidad desde hace más de 500 años. Y aunque desde tiempos de la invasión colonial los territorios de América Latina han sido coto de destrucción y saqueo, en la región prevalecen desde el último cuarto del siglo XX hasta el presente siglo XXI los extractivismos de tercera y cuarta generación, caracterizados por una creciente apropiación de bienes naturales en intensidad y volumen, así como por su elevado nivel de tecnificación (Composto; Navarro, 2014; Gudynas, 2009; 2013; 2015; Göbel; Ulloa, 2014; Svampa, 2019).

Sin embargo, el extractivismo no presenta únicamente dimensiones económicas, sino también epistémicas y ontológicas colonial-modernas. Dentro de esta diferencia, la operación epistémica interioriza el pensamiento no occidental, a la vez que borra saberes y otras formas de relacionarse con la naturaleza; mientras que la ontológica divide la realidad en dos zonas: la del ser y la del no ser. Al mismo tiempo, como parte del ahora capitalismo globalizado y bajo lógicas de apropiación moderno-coloniales, el extractivismo reconfigura no solo territorios, sino relaciones sociales y las subjetividades de quienes los habitan. La modernidad y la globalización, más allá de construir simples transformaciones externas que transversalizan la economía o el comercio, alteran profundamente la sociedad, la cultura y la vida cotidiana, así como los aspectos más íntimos de nuestras experiencias y, por lo tanto, el perfil de nuestras subjetividades, nuestros cuerpos y su interpretación, en las relaciones de pareja y familias, en el trabajo y en los círculos de las amistades (Hernández, 2018; Jiménez, 2015; Olavarría, 2008).

Con base en la reflexión anterior, y desde la investigación feminista, el propósito de este trabajo es doble: por un lado, se busca repensar el poder extractivista al aportar la base conceptual para el análisis de las masculinidades en estos contextos, mediante las categorías género, trabajo y violencia; y por el otro, se pretende develar que la racionalidad moderna-colonial bajo la cual se producen los enclaves extractivistas para fragmentar y mercantilizar los territorios se da a través de lo que denominamos necropolítica de la expropiación patriarcal.

El escrito se encuentra dividido en cuatro secciones. Primero, y de manera breve, se señala en qué consiste la investigación feminista. En la segunda parte se pone de manifiesto cómo el extractivismo se constituye en una racionalidad que forma parte del proceso colonialidad/modernidad, impulsado por lo que denominamos necropolítica de la expropiación patriarcal. En la tercera sección (que a su vez está subdividida en tres apartados) se señalan las bases conceptuales, a manera de acercamiento, para el abordaje de las masculinidades y el extractivismo del siglo XXI por medio de las categorías género, trabajo y violencia. Y en la última sección se presentan las reflexiones finales a modo de conclusión.

Investigación feminista para el estudio de las masculinidades

De acuerdo con Castañeda (2019), la investigación feminista se encuentra articulada entre teorías, epistemologías y metodologías feministas. Desde esta articulación se producen conocimientos, conceptos, categorías, interrogantes e hipótesis que buscan expandir los horizontes académicos, al mismo tiempo que transformar la sociedad. A partir de esta idea, queremos realizar una conexión que permita establecer un puente entre la investigación feminista y el estudio de las masculinidades en los contextos extractivos, ya que desde una posición feminista comenzaron a cuestionarse los estudios sobre el extractivismo que solo se enfocaban entonces en aspectos macro a niveles político, social, económico y ambiental, pero no tematizaban los impactos en las relaciones de género, y menos aún los problematizaban con categorías como raza o sexualidad. Como lo señala Ulloa (2014), en los análisis de las actividades extractivistas no se consideran las prácticas y las diferencias de género; al contrario, se han desencadenado violencias contra hombres y mujeres, y particularmente sobre el cuerpo de las mujeres, lo que ha generado en los sitios extractivos desigualdades de género específicas. Desde esta posición planteamos un abordaje particular al formularnos un interrogante concreto: ¿cómo, desde la investigación feminista y sus metodologías y epistemologías, pueden estudiarse los universos masculinos y masculinizados en los enclaves extractivos del siglo XXI?

Al llevar a cabo una investigación feminista sobre el estudio de las masculinidades en relación con el extractivismo, consideramos sugerente el planteamiento de Harding (1988) sobre los rasgos metodológicos1 que una investigación de este tipo debe cumplir, a saber: i) definir su problemática desde la experiencia y perspectiva de las mujeres, así como el empleo de esta experiencia como un indicador significativo de la realidad con la que se deben contrastar las hipótesis; ii) los objetivos de la investigación y análisis feminista no se encuentran disociados de los orígenes de los problemas de investigación, es decir, de las explicaciones de los fenómenos sociales que a las mujeres les interesan y necesitan; y iii) situar a la investigadora o investigador en el mismo plano crítico que el objeto de estudio tiene, esto es, explicitar la manera en que el género, clase, raza y rasgos culturales de quien investiga y, si es posible, que la misma persona señale cómo todo esto ha influido en la investigación.

En lo que respecta a la relevancia de la metodología feminista para nuestro trabajo, esta permite eliminar los enfoques y métodos patriarcales que prevalecen en la mayoría de las metodologías tradicionales, como se indicó en el inicio de este apartado sobre el tipo de enfoques que prevalecen en el estudio del extractivismo -esto es, consideran las relaciones de género como algo irrelevante-. Al implementar la metodología feminista, dice Bartra (2012), estos sesgos son eliminados. En el mismo sentido, esta metodología nos permite estudiar el lado no visibilizado y una contraparte importante de las relaciones de género, en las que los varones se mueven y asumen diferentes posiciones sociales. Al proponer este abordaje de las masculinidades, parafraseando a Faur (2004), se descentra el foco casi exclusivo sobre las mujeres y se visibiliza la identidad genérica de los hombres, al considerarlos productos y productores de sentido en estos contextos de extracción de bienes naturales.

En línea con el razonamiento anterior, consideramos importante a Cazés (2016) cuando apunta que, al realizar estudios de género sobre varones, en términos metodológicos es necesario tener presente que todo estudio de género conlleva el ejercicio del dominio y el poder; implica no solo el establecimiento de jerarquías entre los géneros, sino entre quienes guardan complicidad en ese dominio; el ejercicio del poder de unos hombres sobre otros debe identificarse y comprenderse de manera diferencial respecto a las complicidades y pactos entre hombres iguales, que crean y despliegan redes de poder aun desde la desigualdad. Aquí, el principio metodológico reside en los espacios y las formas de opresión de género que se dan de forma desigual entre hombres con diferentes posiciones sociales, pero también de los pactos que generan entre ellos.

Según Blázquez (2017), la epistemología feminista está abocada a analizar la manera como el género influye en las concepciones del conocimiento, en la persona que conoce y en las prácticas utilizadas para investigar, preguntar y justificar. Mediante esta epistemología se identifican las concepciones dominantes y prácticas de atribución, apropiación y justificación del conocimiento que, de forma sistemática, pone en desventaja a las mujeres y a las minorías sexo-genéricas porque se las excluye de la investigación, se les niega autoridad epistémica, se denigran los modos y estilos cognitivos femeninos de conocimiento, y se producen teorías que inferiorizan a las mujeres con respecto al modelo masculino. Asimismo, se producen teorías de fenómenos sociales que invisibilizan las actividades e intereses de las mujeres y las poblaciones feminizadas. Además, se busca producir conocimiento científico y tecnológico que no reproduzca y amplíe las jerarquías de género.

Desde la epistemología feminista podemos mencionar que adoptar esta forma de producir conocimiento para nuestra propuesta resulta provechoso, dado que se hace desde un compromiso político con la teoría e investigación feminista: desafiar el paradigma patriarcal del estudio del extractivismo y echar luz sobre el papel de los hombres en las relaciones de género en los contextos extractivos, además de producir conocimientos que permitan comprender de mejor manera las dinámicas y constantes transformaciones de las relaciones sociales en los enclaves extractivos. Así, se hace patente desde la investigación feminista que estudiar las masculinidades es importante para comprender el papel que ocupan los sujetos masculinos y masculinizados, y en ocasiones mujeres masculinizadas, en las disputas que se despliegan en el sistema de relaciones de género, y entender las desigualdades que ha tenido el modelo extractivo sobre los cuerpos y vidas de los hombres, y sobre las mujeres y otras corpo/subjetividades feminizadas.

Extractivismo y necropolítica de la expropiación patriarcal

En los últimos años, la categoría extractivismo ha cobrado un gran auge en la producción de conocimiento relativo a las ciencias sociales y al abordaje de los problemas relacionados con la destrucción, saqueo de bienes naturales y disputas territoriales en los países del Sur Global. Sin embargo, este proceso subyace a la colonización y conquista. Como lo señalan Blanco y Romero (2004), la riqueza acumulada por parte de los pueblos originarios marcó el inicio de la colonización, y la búsqueda de metales preciosos fue el aliciente para la conquista: fungió como motor del genocidio, brutalidad y violencia contra las poblaciones originarias de estas tierras. De igual modo, Galeano (2004) menciona que a la rapiña le siguió la explotación sistemática en los socavones de las minas, el trabajo forzado indígena y la esclavitud de la población africana que fue arrancada de su continente. Esta forma de expolio supuso la implantación de dinámicas económicas y políticas coloniales, además de la imposición de un dominio cultural que atraviesa todos los aspectos de la vida como los conocemos hoy. Ese dominio, un complejo cultural establecido como paradigma universal de la racionalidad moderna y de relación entre la humanidad y el resto del mundo, en donde Europa es el modelo referencial, es lo que Quijano (1992) llama colonialidad/modernidad, cuyo origen se remonta a 1492 y al surgimiento del Nuevo Mundo.

De acuerdo con Dussel (2000), existen dos conceptos de modernidad. El primero es eurocéntrico, provinciano y regional: alude a una emancipación o salida de la inmadurez por medio de la razón como proceso crítico, que abre a la humanidad a un nuevo desarrollo del ser humano; cumplido en Europa esencialmente en el siglo XVIII, está constituido por diversos acontecimientos históricos como la Reforma, la Ilustración y la Revolución francesa. Esta visión es denominada eurocéntrica debido a que toma como punto de partida solo sucesos acontecidos al interior de Europa, y en su posterior desarrollo no necesita más que a la propia Europa para explicar su devenir. El segundo concepto de modernidad es en sentido mundial: consiste en "definir como determinación fundamental del mundo moderno el hecho de ser (sus Estados, ejércitos, economía, filosofía, etc.) 'centro' de la Historia Mundial" (Dussel, 2000: 46). El autor señala que hasta el año 1492 no había existido la Historia Mundial. Antes de esa fecha, los imperios o sistemas culturales coexistían. Luego de la expansión lusitana del siglo XV y su llegada al Extremo Oriente en el siglo XVI, y del descubrimiento2 de América, el planeta entero se torna el lugar de una sola Historia Mundial.

De acuerdo con Lander (2000), con el inicio del colonialismo en América -al que de forma paralela corrió el extractivismo- no solo se forjó la organización colonial del mundo, sino que se conformó la organización colonial de los saberes, lenguajes, memoria e imaginario. Este suceso marca el punto de partida de un largo proceso que culminó en los siglos XVIII y XIX, momento en que, por primera vez, se organiza la totalidad del espacio y del tiempo, y en el que todas las culturas, territorios y pueblos del planeta, presentes y pasados, son asimilados y dirigidos por una gran narrativa universal y global. La modernidad, apunta Mignolo (2000), tiene un lado oscuro que Quijano (1998) denomina colonialidad del poder. Este patrón de poder determinó una serie de jerarquizaciones sociales que han persistido entre lo europeo y lo no europeo, y se manifiesta en todos los dominios: político, económico y no menos en lo cultural (Quijano; Wallerstein, 1992). Luego de la represión y eliminación sistemática, se implantaron patrones de expresión que correspondían al grupo dominante: imágenes, creencias y saberes. Se actuó no solo a nivel material, sino en lo epistemológico y ontológico. En adelante, quienes sobrevivieron no tendrían otras formas de expresión -intelectual o plástica formalizada y objetivada- propias, sino a través de los patrones culturales impuestos (Quijano, 1992).

En lo que respecta a los procesos de ocupación destructiva por parte de los grupos humanos colonizadores, estos se hicieron bajo la idea de que todo lo extraído se hace sin idea de restitución. Dicha ocupación, fue hecha bajo dos modalidades extractivistas: la implantación de monocultivos y la explotación minera, donde la expoliación se manifiesta rapaz y depredadora en la búsqueda de beneficios económicos instantáneos. Además de la incorporación de los grupos humanos originarios a la asimilación capitalista moderno-colonial, la naturaleza3 también fue incorporada en posición subalterna bajo la noción de tierra como un recurso que puede explotarse de forma desmedida, acompañado por los descubrimientos imperiales (Alimonda, 2011). El descubrimiento imperial, según De Sousa (2006) contiene dos dimensiones: una empírica -el acto de descubrir- y otra conceptual -la idea de lo que se descubre-. Al contrario de lo que se piensa, la dimensión conceptual antecede a la empírica: la idea sobre lo descubierto dirige el acto del descubrimiento y sus consecuencias. La especificidad de la dimensión conceptual de los descubrimientos imperiales es la idea de la inferioridad de lo otro. El descubrimiento no se confina a instituir esa inferioridad, sino que la legitima y profundiza. Lo descubierto se encuentra lejos, abajo y en los márgenes, donde tal ubicación es la clave para justificar las relaciones entre descubridor y descubrimiento. Esta lógica, según Alimonda (2011), se articula subordinando a lo descubierto, para luego colonizarlo y explotarlo.

Con lo dicho, el extractivismo no solo ha implicado un modo de saqueo y exportación de bienes naturales, sino una racionalidad y forma de relacionalidad particular que presenta dimensiones epistemológicas y ontológicas (Grosfoguel, 2016). Lo que supone el extractivismo no es solo una simple extracción, sino que conlleva la supresión de todas las relaciones que dan sentido a lo que sea que se extraiga. No solo es tomar, es robar: se toma sin consentimiento, sin pensar, sin cuidar, inclusive sin dimensionar los impactos que tiene la extracción sobre todos los seres vivos, humanos y no humanos, que habitan el territorio; esta lógica siempre ha formado parte del colonialismo y la conquista. El colonialismo ha extraído siempre lo indígena -el conocimiento indígena y las mujeres indígenas- de los pueblos indígenas (Simpson; Klein, 2017). De ahí que Gudynas (2013) señale que el extractivismo no supone la simple extracción, sino que está encaminado a violar derechos, por lo que propone la idea de extrahecciones. Con este concepto el autor se refiere a las situaciones de apropiación de bienes naturales que traspasan los límites sustantivos para violar derechos, ya sean de las personas o de la naturaleza4, haciendo uso de la violencia y arrancándolos de las comunidades y de la naturaleza misma. De este modo, la extrahección representa el caso más agudo en el gradiente de apropiación de este tipo de bienes.

La relacionalidad que produce el extractivismo ontológico está guiada por la ganancia económica: mientras se sostenga la acumulación del capital, no importan las consecuencias sobre los otros seres. Tal como señalan Simpson y Klein (2017), el extractivismo va acompañado de la asimilación. La tierra se considera un recurso. Los seres vivos del mundo animal y vegetal también lo son. Cultura y conocimientos son recursos. Los propios cuerpos son un recurso, pues representan la posibilidad de expandir, mantener y sostener el sistema extractivista-asimilacionista. Esta actitud y forma de asimilación del mundo, según Grosfoguel (2016), es egolátrica, y forma parte de las sociedades que se formaron a través de una historia de colonialismo, patriarcado, capitalismo e imperialismo; es decir, formadas y organizadas mediante el expolio de las riquezas, el trabajo y los conocimientos de los pueblos que se consideran racialmente inferiores, y sobre las mujeres para el beneficio de hombres machistas que se consideran a sí mismos meritoria y privilegiadamente superiores a ellas, y que las perciben también como un recurso siempre disponible para su explotación. Estas sociedades son inviables a futuro, tanto próximo como lejano, porque se basan en el robo y la destrucción de los demás, lo que se traduce en el aniquilamiento de la reproducción social y material de las bases que sostienen la vida.

Además de haber una extracción física, Simpson y Klein (2017) apuntan a una de tipo intelectual y cognitivo. Este extractivismo epistémico desecha los saberes que no son útiles por no cumplir el patrón racional cientificista como el de indígenas, afrodescendientes, campesinos, populares, lo cual es la base ideológica del extractivismo económico. Sin embargo, si esos saberes son útiles al capital, despoja a las comunidades de sus ideas y las descontextualiza, despolitiza y asimila para deglutirlas mediante lógicas occidentalo-céntricas. En este caso, su objetivo está dirigido a mercantilizarlas en los circuitos del capital financiero global, o para ser apropiadas por la maquinaria de la academia occidental en aras de adquirir capital simbólico. La descontextualización ocurre en ambos casos, y en los dos se vacían sus contenidos políticos y radicales para facilitar su mercantilización. La racionalidad extractivista está orientada a apropiarse de los conocimientos originarios y tradicionales para que las empresas transnacionales los conviertan en patentes privadas, o para que la academia occidentalizada simule la producción de ideas originales y adquiera copyrights sobre ellas. Esta depredación se encuentra orquestada por la maquinaria económica/académica/política/militar/imperial occidental y sus gobiernos títeres del Sur Global, regidos por las élites occidentalizadas (Grosfoguel, 2016; Hernández, 2018).

En su origen, la dimensión racional y ontológica que produce el extractivismo tienen en común lo que hemos denominado necropolítica de la expropiación patriarcal. Primero, es importante señalar que la modernidad/colonialidad conllevó siempre el ejercicio de un biopoder no solo sobre la naturaleza y los territorios, sino sobre los cuerpos humanos subordinados por la dominación (Alimonda, 2011). En el mismo sentido, Machado (2012) menciona que el saqueo colonial que perdura hasta nuestros días es un fenómeno indivisiblemente ecológico, económico, político, cultural, epistémico, semiótico y biopolítico. Esta expropiación, que es a la vez geográfica e histórica, no solo supone el arrebato territorial y de todo lo que acontece y reside en dichos territorios, sino la colonización de los cuerpos. El propio Machado (2012) señala que existe una biopolítica de la expropiación, encaminada a extraer la vida como tal, en todas sus formas y en todas sus dimensiones: expropiación ecológica que socava las bases naturales de las fuentes y medios vitales que hacen materialmente posible la existencia. Sin dichas fuentes y medios, los cuerpos se encuentran faltos de las energías que posibilitan su hacer, expropiados de sí en la raíz misma de su hacer que es obrar. Lo que se expropia, además de la energía vital, es el obrar de los cuerpos. De manera simétrica se desgarra el cuerpo-territorio, el cual se encuentra en la base de la dominación biopolítica.

No obstante, la biopolítica extractivista (Hoetmer, 2017), concepto elaborado a partir del pensamiento de Foucault, no solo supone la invasión de la vida entera por parte del poder extractivista, es decir, la producción e imposición de otras lógicas materiales, institucionales y simbólicas inherentes al extractivismo, impuesta por agentes extraterritoriales que se pone a circular en todas las relaciones sociales de los enclaves de extracción; sino que se produce activamente un mundo de muerte. La biopolítica, que se apuntala a partir del "hacer vivir, dejar morir", es insuficiente para explicar el extractivismo en las geografías como la latinoamericana y otras del Sur Global. De ahí que Mbembe (2011) aluda a la conceptualización decolonial del término biopolítica de Foucault bajo la idea de necropolítica.

La necropolítica es una tecnología política diferenciada cuyo objeto es la masacre poblacional, además de ser una tecnología que desborda las fronteras de la estatalidad. La especificidad del necropoder es contundente: se trata de gestionar multitudes, especialmente diaspóricas, y extraer bienes naturales por medio de masacres poblacionales que no discriminan entre enemigos internos y externos (Gigena, 2012). Implica, como lo dice Fuentes (2012), relaciones sociales afianzadas en el ejercicio de la fuerza y en el giro autoritario de las prácticas. Sin embargo, no debe pensarse en ella como un ejercicio exclusivo de los aparatos gubernamentales, sino más allá: se constituye como una estructura del sentir que se disemina a todos los espacios sociales; es un sentido común que define conductas e implica gozos, y es más efectivo en términos de reacción en sistemas legales ambiguos y laxos.

En la necroplítica, o política de la muerte, el poder y sus armas se despliegan con el propósito de destruir por completo a las personas y de crear mundos de muerte, formas singulares y nuevas de existencia social en las que una gran cantidad de poblaciones están sometidas a condiciones de existencia que les otorgan el estatus de muertos vivientes (Mbembe, 2011). A diferencia de los regímenes biopolíticos que se conducen por el "hacer vivir, dejar morir", en los necropolíticos opera el "hacer morir, dejar vivir" que, como lo señala Gigena (2012), va más allá de una simple inversión de términos, dado que el poder se ejerce de forma desequilibrada en cada binomio; en ambos prevalece el carácter activo del primero, mientras el segundo guarda un carácter pasivo-ausente. Bajo la necropolítica se despliegan tecnologías de explotación y aniquilación corporal tales como la masacre, el feminicidio, la ejecución y las desapariciones forzadas, la trata y el comercio sexual, y los dispositivos legales y administrativos que ordenan y sistematizan los efectos o causas de las políticas de muerte. Su materialización se lleva a cabo mediante dispositivos como prácticas discursivas, políticas, instituciones, leyes y cuerpos policiacos, que, de manera conjunta, producen lugares de abandono, aislamiento, expulsión, encierro, contención y muerte (Estévez, 2018; Villalobos; Ramírez, 2019).

Cuando nos referirnos a la necropolítica de la expropiación patriarcal, aludimos a una noción que pretende articular y dar cuenta de las imbricaciones que existen hoy entre colonialismo, patriarcado y capitalismo como ejes de dominación. Estos encuentran un mecanismo particular que se echa a andar con el extractivismo en territorios localizados en países del Sur Global que, pese a considerarse improductivos, son fundamentales para la acumulación del capital y el traslado de bienes naturales hacia el Norte Global. Al hablar de dominación, apunta Hernández (2020), es necesario señalar la acción entrecruzada de estos tres sistemas, los cuales, por medio de complejos andamiajes, estrategias y prácticas, mantienen la imposición de un solo sentido de lo común al dividir la realidad en zonas visibles y no visibles. Las primeras abarcan todo lo que se encuentra legitimado por los imaginarios coloniales dominantes; mientras que las segundas, o zonas no visibles, comprenden todo aquello que se resiste a la instalación y pervivencia de dichos imaginarios.

Parafraseando a Navarro y Gutiérrez (2018), podemos afirmar que la necropolítica de la expropiación patriarcal es el modo de producción5 contemporáneo que se presenta como una amalgama triangular que va a urdir colonialismo, capitalismo y patriarcado, donde el vértice de cada uno sostiene a los otros dos; amalgama y triada violenta que fragmenta cada vez más la separación sociedad/naturaleza. Por su parte, Hernández (2020) señala que el capitalismo es inherente al colonialismo y viceversa; y asumir que el colonialismo terminó sin contemplar su imbricación con el capitalismo, mantiene otros productos de su acción conjunta en una zona invisible. Al fragmentar o hacer un análisis por separado de estos, se encubre que ambos forman parte de la misma trama y que la preponderancia de uno produce la periferia del otro. En lo que respecta al patriarcado, esta misma autora indica que con la colonización se impuso un sistema de relaciones jerarquizadas entre hombres y mujeres, que más tarde permitió que las repúblicas independientes emergieran totalmente determinados por este; si el colonialismo capitalista suprimió lo comunal, el colonialismo patriarcal lo hizo con las formas comunales de relación.

Al plantear una imbricación entre capitalismo, colonialismo y patriarcado, evocamos la interseccionalidad que Kimberlé Crenshaw acuñó en 19896 como herramienta analítica para dar cuenta, según Viveros (2016), de un conjunto variado de opresiones no jerarquizadas por motivos raciales, de clase y género, los cuales son imposibles de separar. Según Golubov (2016: 197), esta herramienta "permite detectar las múltiples discriminaciones que se entrecruzan de tal forma que cotidianamente producen la subordinación y la marginación de las mujeres, en distintos niveles de la vida pública y privada". Al realizar un análisis interseccional se deben tomar en cuenta las lógicas macrosociológicas y microsociológicas: cuando las estructuras de desigualdad tienen efectos microsociales sobre las vidas concretas de las personas, se habla de interseccionalidad; sin embargo, cuando los fenómenos sociales producidos son a nivel macro y están implicados los sistemas de poder en la producción, organización y mantenimiento de las desigualdades, se alude a sistemas de opresión entrelazados (Viveros, 2016). De este modo, con la necropolítica de la expropiación patriarcal se da cuenta del entrelazamiento del colonialismo, capitalismo y patriarcado como sistemas de opresión inseparables en contextos extractivistas; estos últimos deben ser mirados de forma situada y localizada, de acuerdo con sus particularidades y contexto histórico.

Bajo la necropolítica de la expropiación patriarcal se producen mundos de muerte, en donde se anulan las posibilidades vitales de las poblaciones al contaminar los cuerpos de agua, al restringir el acceso a la tierra que proveía la alimentación a través del cultivo de sistemas productivos endolocales de pequeña escala, al destruir sus vínculos ancestrales con la naturaleza, y al arrasar completamente los ecosistemas y destruir montañas, entre muchas otras acciones. De ahí que Navarro (2015) hable de un despojo múltiple de la vida. Los mundos que produce el poder de la necropolítica de la expropiación patriarcal son necrosados; colonizan los cuerpos y los precarizan a causa de las enfermedades derivadas del trabajo en las actividades extractivas; los desplazan a la zona del no ser (Hernández, 2018), o lo que Butler (2010) denomina aquellas vidas que no son merecedoras ni dignas de ser lloradas: esas que no son objeto de duelo porque, en realidad, no cuentan como vidas.

Como una forma de comprender los mecanismos bajo los cuales opera la necropolítica de la expropiación patriarcal, y como un esfuerzo teórico por analizar desde la epistemología y metodología feminista la implicación que tiene este necropoder sobre los cuerpos y territorios, sugerimos la apuesta sobre el estudio de las masculinidades en los enclaves extractivos como un giro de tuerca que, a su turno, permita la problematización de las relaciones de género para pensar el lugar que ocupan y disputan los sujetos generizados masculinos en este sistema de relaciones en dichos contextos. Si bien podría realizarse una lectura e inferir el devenir hombre y lo masculino en estos territorios a partir del análisis de las relaciones de género en trabajos como los de Castro (2015), Salazar y Rodríguez (2015), Cortés (2017), García (2017), Erpel (2018) y Velázquez (2019), no se ha indagado en problematizar la articulación que hay entre las categorías género, trabajo y violencia en la constitución de los sujetos masculinos en los contextos extractivos. Al respecto, Hoffmann y Cabrapan (2019) afirman que son pocos los estudios que realmente han hecho el esfuerzo de investigar el universo masculinizado en estos escenarios. Del mismo modo, reconocemos que lo que a continuación se presenta es un primer acercamiento: si bien es meramente teórico y requiere trabajo empírico, constituye el punto de partida para pensar las masculinidades, su producción y reproducción en los contextos extractivistas en el siglo XXI.

Masculinidades y extractivísimo en el siglo XXI

De acuerdo con Fraser (1996), el género es un principio básico de la economía política y es también un ordenador cultural, que estructura modelos dominantes de interpretación y valoración. Es, como lo señala Lamas (2016), un conjunto de creencias, atribuciones y prescripciones culturales que establecen lo propio de hombres y mujeres en cada sociedad, utilizado para entender conductas individuales y procesos sociales. Por su parte, Amigot y Pujal (2009) mencionan que el género es un dispositivo de poder: además de producir la propia dicotomía del sexo y de las subjetividades vinculadas a ella, produce y regula las relaciones de poder entre hombres y mujeres. Esta noción permite comprender que, aun cuando el poder circula en todas las relaciones sociales, el dispositivo de género opera de diferentes maneras subordinando a las mujeres, hecho que se olvida en algunos análisis del poder.

Cuando se habla de género, deben destacarse los aspectos relacionales; es decir, son resultados de la acción. El género es situado, pues depende del contexto social en el que tiene lugar. Por esto es imprescindible tener presente la diversidad de situaciones que se dan en diferentes contextos, y tomar en cuenta otras categorías como la clase social y la etnia (Jiménez, 2015). Por su parte, Cruz (2018) señala que cuando se habla de "hombre", se alude a un sujeto que se constituye a partir del sistema de relaciones de género. Por medio de esta categoría, que es conceptual y analítica (no solo descriptiva), es posible identificar en los individuos concretos y particulares, comportamientos, prácticas corporales, significados, sistemas de estructuración de las emociones y estructuras mentales que se han edificado a lo largo de la historia en los sistemas sociales y culturales, los cuales han tomado como base la genialidad masculina. Siguiendo a este mismo autor, al hablar de "masculinidad" no solo se alude a los rasgos, actitudes, comportamientos, creencias y significados vinculados y atribuidos a los sujetos sexo-genéricos masculinos, sino al ordenamiento y funcionamiento de una lógica de poder que trasciende los cuerpos de hombres, mujeres y personas no binarias. En ese sentido, la masculinidad está relacionada con el ejercicio del poder y con la posición de poder que los varones detentan en la matriz de género.

En el modelo de las relaciones de género hay un tipo de masculinidad que ocupa una posición preponderante, denominada masculinidad hegemónica (Connell, 2015). No solo es una representación predominante, sino un modelo social hegemónico que impone una manera particular de configuración de la subjetividad, la corporalidad, la posición existencial de los hombres y de los hombres comunes, y suprime la jerarquización social de las otras formas de ser hombre, sobre todo en los tiempos de la globalización homogeneizante donde la masculinidad hegemónica también lo es (Bonino, 2002). Esta figura hegemónica, diría Kimmel (1997), "es un hombre en el poder, un hombre con poder, y un hombre de poder"7.

El pensamiento masculino o relativo al ser hombre se funda sobre la base de la productividad, la seguridad, la disposición de mando, la capacidad para la toma de decisiones, la heterosexualidad y la aceptación de correr riesgos sobre la salud que se alejan del cuidado de sí y de cuidar a otros seres con los que se establecen vínculos afectivos (Muñoz, 2012). Por su parte, Olavarría (2000: 11) menciona que ese modelo de predominancia masculina caracteriza a los hombres "por ser personas importantes, activas, autónomas, fuertes, potentes, racionales, emocionalmente controladas, heterosexuales, son los proveedores en la familia y su ámbito de acción está en la calle". Es un sujeto autorreferencial que se concibe a sí mismo como la medida del mundo y otorga legitimidad al resto de corporalidades y subjetividades que concibe como residuo o al margen de él, que no lo constituyen como sujeto y representan objetos de los que puede disponer en cualquier momento.

Particularmente en México y América Latina, existe un modelo hegemónico de masculinidad percibido como un esquema construido a partir de la socialización, donde el varón se presenta como dominante en función de la discriminación y subordinación de las mujeres, y de otros hombres que no se circunscriben a este modelo (De Keijzer, 2003). Los estudios sobre varones en la región muestran que no existe una idea de masculinidad unitaria y estable, sino que debe hablarse de complejidad, ambigüedad, contradicciones y diversos significados de las masculinidades (Jiménez, 2015). En suma, debe hablarse de estas últimas.

Si bien la masculinidad, en tanto configuración de una práctica dentro de las relaciones de género signada por la dicotomía y la desigualdad, requiere una contraparte para su propia definición, sus opuestos e inferiorizados, los/as otros/as no masculinos, son elementos fundamentales en su construcción (Bonino, 2002; Connell, 2015). No solo es necesaria la feminidad, sino otras masculinidades. En ese sentido, Connell (2015) habla de masculinidades cómplices y masculinidades marginadas: las primeras están representadas por aquellos hombres que, pese a no cumplir con el mandato de la masculinidad hegemónica, obtienen dividendos (beneficios) patriarcales de la subordinación de las mujeres; mientras que las segundas aluden a las relaciones entre las masculinidades de las clases dominantes y aquellas atravesadas por el proceso de racialización o clase.

Terminada la reflexión que hace pensar las masculinidades y sus elementos centrales, se da paso a otra categoría fundamental para el segundo objeto de este escrito: el trabajo.

Extractivismo y trabajo: ¿des/igualdades natural/es?

Para respaldar el avance del extractivismo se despliegan estrategias que, en conjunto, constituyen lo que Composto y Navarro (2014) llaman dispositivo expropiatorio. Dentro de estas estrategias se encuentran el consenso y la legitimidad, que consisten en difundir entre las poblaciones las bondades del crecimiento económico, el desarrollo y progreso que entrañan la actividad extractiva. Este consenso se logra mediante la promesa de empleo a la población local. En este plano hay un aspecto crucial al pensar masculinidades: la división sexual del trabajo. Como lo indica Jiménez (2015), esta última juega un papel preponderante en la construcción de desigualdades entre los géneros, pues ha estado basada en la división entre lo público y lo privado.

La división sexual del trabajo produce un conjunto de actividades necesarias para la reproducción social de la vida. No obstante, hay una distinción entre actividades consideradas como prestigiosas y otras carentes de prestigio e invisibilizadas. Las primeras son realizadas en gran medida por los hombres y son consideradas productivas; mientras que las segundas las desempeñan primordialmente las mujeres y se piensan como no productivas. En nuestra sociedad moderna, el valor que se atribuye al trabajo productivo hace que las nociones de trabajo y mujer queden imaginariamente disociadas: las amas de casa, madres o esposas -configuradores de la identidad femenina en la modernidad- no se conciben, en esencia, como trabajadoras (Serret, 2008).

En la modernidad, uno de los referentes más importantes de los individuos es el trabajo. La ética distintiva que acompaña a la sociedad capitalista otorga un alto valor a la riqueza que se obtiene por medio del esfuerzo individual, y considera a la propiedad, alcanzable mediante el trabajo, el centro mismo de la idea de hombre. Esa idea de hombre es uno singularizado, autoconsciente, e integrante de la sociedad civil y no miembro de la comunidad doméstica (Serret, 2008). La identidad masculina se encuentra construida a partir de la idea del hombre como sostén y protector del hogar, y proveedor de los bienes que la familia requiere. Al mismo tiempo, la sociedad refuerza en el varón la voluntad de aceptar este mensaje, privilegiándolo con el monopolio del poder y el predominio y ocupación del espacio público (Jiménez, 2015). A partir del trabajo, la ocupación de lo público y el uso privilegiado históricamente de la palabra, los hombres toman el control de las decisiones políticas y tienen lugar los intercambios simbólicos y materiales.

Los hombres, considerados por excelencia sujetos trabajadores y proveedores, son quienes tienen el primer encuentro con los hombres representantes de las corporaciones extractivas. Entre ellos se llegan a acuerdos sobre la renta/venta de la tierra, de los puestos de trabajo e incluso de los desplazamientos de las comunidades y las viviendas familiares, como lo señalan los trabajos de Castro (2015), Cortés (2017) y Cortés, Zapata y Ayala (2019). Además de que son ellos quienes reciben y utilizan el dinero que pueden llegar a obtener de esos pactos, y como lo expresa Álvarez (2014), existe más posibilidad de que las compañías transnacionales coopten a los hombres debido a la relación que existe entre ellos y la proveeduría; a su turno, esto puede llevarlos a tener más poder sobre las mujeres y desembocar en episodios de violencia.

Al llegar a este punto, y siguiendo a Connell (2015), se produce una relación de dominación y subordinación específica entre dos grupos de hombres estructurados de acuerdo al género. Por un lado, se encuentra una masculinidad hegemónica representada por los hombres empresarios o profesionales del sector extractivo, que detentan la posición dominante y buscan imponer una posición de mando en la vida social; y por el otro, una masculinidad marginada por una cuestión de clase o racializada (hombres campesinos/obreros). En este encuentro, ambos grupos performan de alguna manera el encuentro colonial-moderno entre los hombres españoles y los habitantes varones de Abya Yala que, siguiendo a Segato (2016) y Paredes (2008), sería el cruce de patriarcados y el encuentro entre colonizadores y el posterior hijo de la captura colonial. Sin embargo, la masculinidad marginada tiene también un carácter cómplice, pues aprovecha los dividendos patriarcales del espacio público para obtener cierto beneficio de la subordinación de las mujeres al espacio doméstico: las prebendas de pactar con los empresarios-colonizadores. Masculinidad hegemónica y masculinidad(es) marginada(s)/cómplice(s) producen una doble subordinación de las mujeres. La primera tiene lugar al seguir los designios colonial-modernos de los hombres empresarios, con los cuales los mismos hombres de la comunidad aceptan las imposiciones de control sobre el territorio; y la segunda, al utilizar a los hombres de la comunidad como vehículos y operadores de su discurso, a cuyos designios se sujetan las mujeres. Al hacer esta afirmación tomamos como referencia los trabajos realizados por Castro, Zapata, Pérez y Corona (2015), y Cortés et al. (2019): se documentan en ellos dos casos de desposesión por extractivismo minero, en los que las mujeres tuvieron un papel minorizado en la renta de la tierra para su explotación y el desplazamiento de sus comunidades para la construcción de infraestructura minera.

Vinculados al trabajo se encuentran dos aspectos que permiten el reforzamiento de las relaciones desiguales de género y contribuyen a lo que García-Torres, Vázquez, Cruz y Bayón (2020) denominan (re)patriarcalización de los territorios. El primero corresponde a la distribución de salarios precarios concedidos a los hombres de las comunidades que ya tenían una posición de poder como hombres; el pago del trabajo en dinero abona a hacer más grandes las diferencias entre hombres y mujeres al interior de la vida comunitaria, lo que conduce a un aumento de la violencia contra ellas. El segundo, a su vez, a partir de la (re)patriarcalización del territorio con la llegada de las empresas extractivas donde el trabajo se da en un entorno de alta explotación; esto lleva a los hombres a consumir sustancias como el alcohol, que causa, entre otros efectos, un aumento de la violencia -de carácter sexual, inclusive- hacia las mujeres (Colectivo Miradas Críticas del Territorio desde el Feminismo, 2014).

De este modo, la implantación de las dinámicas extractivas conforma territorios (re)patriarcalizados en los que se aviva la emergencia de sujetos que refuerzan los estereotipos de masculinidad hegemónica. En estas nuevas relaciones patriarcales, que convergen con relaciones jerárquicas de género previas, el ámbito masculino se encuentra asociado al dominio y control, mientras lo femenino queda vinculado a la imagen de la mujer pasiva, cuidadora, símbolo del atraso, pobre e ignorante, dependiente, objeto de control y abuso sexual (Fundación Rosa Luxemburgo, 2013; García-Torres, 2017). El extractivismo provoca una (re)patriarcalización del territorio dado que conforma en los territorios un nuevo orden patriarcal, el cual se apoya en estructuras capitalistas y patriarcales previas y actuales que posibilitan el despojo territorial, reproduciendo, ampliando, profundizando y refuncionalizando un orden jerárquico de género (Colectivo Miradas Críticas del Territorio desde el Feminismo, 2017; Cortés et al., 2019).

Siguiendo el razonamiento anterior, y en consonancia como lo que mencionan Burin (2007) y Serret (2008), la diferencia sexual, en este caso elemento central en la distribución de roles, no solo sigue una lógica atributiva, sino también distributiva. Mientras la casa es el espacio donde se ritualiza la dominación de lo femenino y los lugares sociales que se ocupan son subordinados (hecho representado en niñas[os] y ancianas[os]), el espacio público es el resultado de la actuación de los valores masculinos por parte de hombres virtuosos, quienes pueden obtener posiciones de poder y autoridad. La subordinación de las mujeres, así como la separación de las esferas de la producción y reproducción, han sido pilares fundamentales de los procesos de acumulación del capital (Federici, 2010). Se trata de un modelo económico capitalista y patriarcal que, bajo la división social y sexual del trabajo, ha impuesto a las mujeres el asumir las actividades de cuidado, al tiempo que explota su condición de reproductoras (Bolados, 2018).

Ahora bien, es importante mencionar que las mujeres han tenido, en los últimos años, un papel protagónico y decisivo en las luchas antiextractivistas que recorren América Latina, justo porque las fragmentaciones y daños que ha producido el extractivismo atentan contra la reproducción de la vida, es decir, contra el conjunto de actividades materiales, afectivas y simbólicas que por lo regular han sido invisibilizadas, minorizadas, inferiorizadas, feminizadas y naturalizadas por el capitalismo-patriarcado-colonialismo, pero que representan al mismo tiempo la base de la extracción y creación de valor (Navarro; Gutiérrez, 2018). Al respecto, Cruz (2020) menciona que las mujeres se han constituido como sujetos políticos que han desafiado al gran capital desde sus prácticas cotidianas de reproducción, y desde ese lugar han construido su reflexión política para defender sus territorios; a esto se suma la forma como han vivido la organización en defensa del territorio y la forma en la que han puesto el cuerpo en la lucha pese a la violencia sistémica que experimentan a diario, no solo por parte del Estado y de las corporaciones, sino de sus propias comunidades por haber trascendido el rol tradicional de mujeres.

En relación con lo anterior, las mujeres han organizado y tejido un conjunto de estrategias y esfuerzos para defender sus territorios y tramas comunitarias; hay un despliegue de politicidad unida a la defensa de la vida, que atraviesa el reconocimiento y valoración de sus esfuerzos en el plano organizativo, productivo y reproductivo a nivel comunitario, pero también por la conformación de un cúmulo de saberes y capacidades físicas, políticas, espirituales y emocionales que han disputado para reconstruir condiciones de vida digna (Navarro, 2019). He aquí algunos ejemplos: en México, las mujeres que participaron en el Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra, en contra de la construcción del Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México (Carrillo; Zapata; Vázquez, 2009); en Centroamérica, las mujeres se han movilizado en contra de megaproyectos asociados al Plan Puebla Panamá, la megaminería y las presas hidroeléctricas; a partir de 2009, en Guatemala, la lucha de las mujeres xincas fue emblemática ante la minería en la montaña de Xalapán; en Bolivia, la Red Nacional de Mujeres en Defensa de la Madre Tierra, creada en 2013, ha dado la batalla en contra del extractivismo minero (Colectivo Miradas Críticas del Territorio desde el Feminismo, 2017); en Colombia, La Movilización de las Mujeres Afrodescendientes por el Cuidado de la Vida y los Territorios Ancestrales emergió en 2014 como una estrategia colectiva en defensa de los territorios amenazados por la minería ilegal en el Norte del Cauca (Sañudo; Quiñones; Copete; Díaz; Vargas; Cáceres, 2016); en Chile nació en 2015 la organización Mujeres de Zonas de Sacrificio en Resistencias en contra del Complejo Industrial Ventanas, que transformó por completo el paisaje costero para servir de soporte al extractivismo minero-energético de más de quince empresas de alta toxicidad y peligrosidad (Bolados et al., 2017); muchas otras experiencias similares recorren Abya Yala en contra del extractivismo, en donde las mujeres han dado ejemplo de lucha.

Otro aspecto importante relacionado con el trabajo es la salud masculina. Para comprender el cuidado de la salud en varones, es importante poner en el centro las formas de subjetivación y los elementos simbólicos por medio de los cuales asimilan el mundo y su contexto cultural, en el que se implican los órdenes económicos, sociales, políticos y normativos que regulan su forma de ser y hacer -en otras palabras, su identidad genérica-, dentro de lo cual un elemento fundamental de la masculinidad y sus mandatos es el ser proveedor (Jiménez, 2015; Muñoz, 2012). Determinados por su rol como proveedores de la familia, los hombres sacrifican sus cuerpos en las actividades de extracción cuyas consecuencias no solo atentan contra ellos mismos, sino que violan derechos humanos y ambientales fundamentales: a un ambiente libre de contaminación, al agua potable y a la salud, entre otros (Bolados, 2018).

La experiencia vital tiene un papel importante: en el caso masculino, los códigos culturalmente legitimados impiden, reprimen o desencadenan un conjunto de acciones que pueden conducir a la pérdida de la salud (Muñoz, 2012). De ahí que De Keijzer (1997) señale que ser varón es un factor de riesgo, pues el ser hombre debe probarse y reafirmarse de manera constante; ello implica el nulo cuidado de sí, que no solo atenta contra su propia vida en aras de demostrarse a sí mismo y, sobre todo, a otros hombres, que se es "muy hombre", poniendo en riesgo la vida de mujeres, niñas, niños y otros hombres. De tal suerte que en los trabajos asociados al extractivismo, como el petrolero o la megaminería, se produzcan accidentes laborales a causa de la poca o nula precaución tomada por los hombres y su intento de refrendar de manera reiterada su masculinidad.

El siguiente apartado articula la triada que permite pensar las masculinidades y el extractivismo: las violencias.

Extractivismo y violencia: ¿elemento consustancial?

Acosta (2014) señala que las violencias de todo tipo se configuran como un elemento consustancial al extractivismo. A partir de esta afirmación, proponemos que para estudiar la violencia en un contexto extractivista resulta útil el modelo triangular de la violencia propuesto por Galtung (2004). Este autor plantea pensar la violencia a modo de triángulo. En el pico superior sitúa la violencia directa, que se manifiesta de manera visible de forma física o verbal; en la base (lo invisible) coloca sus causas, esto es, las violencias cultural y estructural. La primera alude a las estructuras sociales que producen un daño en la satisfacción de las necesidades humanas esenciales como producto de la estratificación social, es decir, sin utilizar la violencia directa; mientras que la segunda consiste en aquellos aspectos simbólicos de la cultura, tales como la religión y la ideología y el lenguaje o la ciencia, entre otros, utilizados para justificar o legitimar las violencias directa o estructural (Galtung, 2016; La Parra; Tortosa, 2003).

En el caso de la violencia estructural, podemos considerar las condiciones de pobreza y abandono que tienen las comunidades aledañas a los enclaves extractivistas, así como la desigualdad y exclusión sociales de las personas. En la parte de la violencia cultural, a su vez, es posible encontrar estereotipos, idealizaciones y afirmaciones -relacionadas, incluso, con la religión- sobre lo que debe ser un hombre o una mujer. En ambos casos, debe considerarse el papel que tienen los varones en el gran entramado de las relaciones sociales, los dividendos patriarcales que obtienen de su posición en relación con las mujeres y otras identidades, y los pactos patriarcales que pueden establecer intragenéricamente con otros hombres a fin de legitimar la violencia cultural y obtener beneficios que la propia estructura social les da por ser hombres, aun subordinados por pertenecer a cierta clase social o por estar racializados.

Sobre la violencia directa, el foco de atención debe situarse sobre las agresiones cuando las comunidades se movilizan y se oponen a la desposesión y destrucción de sus modos de vida por parte de las empresas extractivas. Esta violencia sobreviene cuando no es posible capturar a la población a través de formas no violentas como el trabajo, por lo que se despliegan las estrategias de criminalización, represión y militarización y contrainsurgencia (Composto; Navarro, 2014). En este aspecto, los hombres, sus masculinidades y el pacto patriarcal desencadenan violencias contra mujeres y otros seres de la desigualdad que resultan centrales para la acumulación del capital. Cruz (2018) menciona que la violencia masculina es una manera de vínculo que refuerza el sentido de ser hombre, de alcanzar una posición en las relaciones intra e intergenéricas, y de conseguir el reconocimiento por sus pares masculinos y por parte de las mujeres, además de ejercer su subordinación. Al respecto, Garda (2007) menciona que reflexionar desde la perspectiva de género acerca de la violencia institucional, como la guerra, las masacres o el terrorismo, es hablar de invenciones meramente masculinas porque en sus manos se encuentra el uso del poder de las instituciones del Estado; con esto, hablar de violencia política es hablar de violencia masculina, pues son principalmente hombres quienes luchan por ese poder a través de la violencia institucional.

Las violencias que experimentan las mujeres defensoras de los territorios son particulares, pues pasan por agresiones en su contra que incluyen acoso, agresiones verbales de tipo sexual, persecuciones y violaciones, incluso colectivas (Carvajal, 2016), hasta llegar al asesinato. Este tipo de violencias contra las corporalidades femeninas, y en particular las de tipo sexual, no son crímenes que obedezcan a móviles sexuales, sino a perpetraciones ejercidas por medios sexuales (Segato, 2012). Son empleadas con fines utilitarios no solo para establecer una división entre los sexos, sino entre los mismos hombres, con el propósito de definir hegemonías y subalternidades. La violencia permite afirmar el poderío entre grupos de hombres; a través de ella se obtiene la aprobación de otros hombres, pues son ellos quienes evalúan y de quienes requiere el reconocimiento para ser hombre. De ahí que la masculinidad sea una aprobación homosocial (Kimmel, 1997). Al no existir un documento formal de rendición, la destrucción moral de los hombres colonizados es afincada en los cuerpos de las mujeres (Segato, 2016).

La dimensión sexual es significativa para analizar la relación entre la ocupación de los cuerpos femeninos por medio de la violación sexual y la ocupación territorial para el despojo de los bienes naturales. Son procesos que se manifiestan al mismo tiempo y responden a las lógicas de un capitalismo neoliberal en cuya reproducción han sido esenciales las desigualdades de género, pues controlar el cuerpo de las mujeres a través de la violencia sexual es una manera de declarar el control del territorio de las personas colonizadas (Hernández, 2015).

Otro fenómeno de la violencia atravesado por el género en estos contextos corresponde al asesinato de mujeres defensoras de los territorios. En América Latina han sido una constante, por mencionar algunos, el de Betty Cariño en 2012, integrante de la Red Mexicana de Afectados por la Minería; Bertha Cáceres en 2016, lideresa en la defensa del río Gualcarque frente a la construcción de la represa de Agua Zarca, en Honduras (Carvajal, 2016). Como bien lo señala Vásquez (2016), el asesinato como acto de violencia extrema se asocia, al menos, con un tipo de masculinidad dominante. Por lo que matar, como acto performativo, implica correr riesgos, embestir, violentar, amedrentar, así como certeza, firmeza e incapacidad de sentir que, en términos semánticos, remiten a la hombría, la virilidad y la masculinidad.

La violencia masculina expresada en el asesinato de mujeres por el simple hecho de ser mujeres y por defender los bienes naturales comunes, es lo que Timm (2018) llama feminicidio extractivista. En estos crímenes las empresas tienen, sin duda, una responsabilidad; pero, en esencia, son el Estado y su institucionalidad los actores a los cuales es posible exigir y hacer responsables por no impedir que los emporios extractivos desplieguen su poder ilimitado en detrimento de la vida y, sobre todo, por colaborar con ellos a través de la militarización de los territorios y el sostenimiento de procesos de criminalización de la protesta social.

Por último, la lectura del feminicidio extractivista entraña un pacto masculino: aquel entre los hombres de las corporaciones y los hombres del Estado, ambos seleccionados por la masculinidad hegemónica. Como lo indica Connell (2015), la política es, siempre, política de los hombres. Ellos tienen el control sobre los recursos y los procesos que sostienen este poder. Es evidente que no son las únicas fuerzas que lo conforman, pero sí tienen influencia en cuestiones como la violencia, la desigualdad, la contaminación y el desarrollo mundial. La política de la masculinidad se ocupa de la conformación del poder generalizado que se desprende de estos elementos. Así, el feminicidio extractivista, y otros como la tortura, el asesinato y la persecución, incluso entre hombres, corresponden a fenómenos derivados del mismo sistema de violencia, reproducido precisamente por la masculinidad hegemónica (Estévez, 2017).

Conclusiones

En este artículo se expuso que a través de la investigación feminista es posible repensar el poder del extractivismo en los distintos territorios del Sur Global, los cuales se han convertido en enclaves neocoloniales del siglo XXI. La investigación feminista permite problematizar las masculinidades como parte de las relaciones de género que no habían sido consideradas en los estudios sociales y de género sobre el extractivismo. También se realizó la conexión entre las categorías de género, trabajo y violencias como una apuesta metodológica para el estudio de las masculinidades en sitios extractivos dado que, si bien se han realizado algunos trabajos que problematizan las relaciones de género en estos contextos, y en los que se infieren el ser y devenir hombre, falta llevar a cabo un trabajo de investigación específico sobre este tema. De modo particular, si se busca emplear esta propuesta teórica, deben considerarse los elementos históricos y contextuales del enclave que pretenda estudiarse, ya que el patriarcado, articulado con el colonialismo y el capitalismo produce formas y realidades situadas que ameritan estudiarse con detenimiento.

Se ha desarrollado aquí la idea de necropolítica de expropiación patriarcal como un intento de mostrar que a la racionalidad que dirige el extractivismo, junto con la relacionalidad que produce este modelo en los territorios, subyacen el racismo colonial y la política de la muerte o necropolítica, en articulación con el capitalismo y el patriarcado. Con esta noción, se puede simplificar el carácter operativo del en-trecruzamiento de estos tres sistemas de opresión y dar cuenta de la imbricación que hoy ocurre entre ellos. Al mismo tiempo, con este concepto se pretende comprender el carácter fragmentador y disociativo que producen los enclaves extractivistas del siglo XXI en los territorios: se busca dar cuenta de que la gestión que se hace de las poblaciones en la región latinoamericana en dichos enclaves no alcanza a ser explicada por completo con la noción de biopolítica de la expropiación, pues la extracción de bienes naturales siempre ha estado acompañada de masacres poblacionales y genocidios, sumados al hecho de que las personas que habitan las comunidades lo hacen bajo la condición de muertos vivientes, en mundos necrosados por el poder articulado del capitalismo, colonialismo y patriarcado.

El vínculo entre masculinidades y extractivismo posibilita repensar y poner en entredicho cómo se siguen configurando las lógicas patriarcales y extractivistas a cinco siglos de la conformación del mundo moderno-colonial, por medio de lo que hemos denominado necropolítica de la expropiación patriarcal. Realizar un análisis de las masculinidades en sitios extractivos permite comprender el avance del extractivismo, así como el lugar que ocupan y disputan los sujetos generizados masculinos en el sistema de relaciones de género.

El trabajo es un elemento que juega un papel central y determinante para la ocupación territorial por parte de los emporios trasnacionales, ya que a través de él se logra acceder y cooptar a las comunidades rurales y campesinas. Los hombres de las comunidades no solo son los primeros en sucumbir ante la promesa del empleo por su papel histórico como proveedores, sino que es en manos de ellos donde queda el destino de las comunidades y de la vida de todas las personas. Masculinidad hegemónica y masculinidades cómplices y subordinadas sellan el pacto patriarcal que materializa el despojo de los territorios, recrea el encuentro de hace cinco siglos entre los colonizadores españoles y los habitantes masculinos de Abya Yala, con los que mujeres y otras corpo/subjetividades quedan al margen de estas decisiones que acontecen en el espacio público; el pacto patriarcal amplía y profundiza las desigualdades de género en los territorios de extracción. Al mismo tiempo, el trabajo resulta perjudicial para la salud masculina ya que, en el intento de probarse a sí mismos como hombres, estos se ven orillados a correr riesgos y provocar accidentes que atentan contra su propia vida, la de otros hombres y la de mujeres, niños y niñas.

En lo que respecta a las violencias, se debe de ir más allá de los hechos violentos en los enclaves extractivos -tales como la represión de la protesta social, la contrainsurgencia o el feminicidio extractivista-, ya que concentrarse solo en estos fenómenos de violencia directa invisibiliza otras formas veladas que atraviesan la vida cotidiana de las personas y que son pasadas por alto, (léanse las violencias estructural y cultural), las cuales subyacen y justifican, respectivamente, los sucesos de violencia extremos. Con esto no se pretende minimizar la violencia física, sino que debe profundizarse en este fenómeno para poder comprender de forma más lúcida sus consecuencias.

Si bien es cierto que la necropolítica de la expropiación patriarcal impone un modo necrosado sobre la vida, las luchas y estrategias que las mujeres latinoamericanas han implementado acuerpándose contra el extractivismo, han sido fundamentales para sostener la producción de lo común y de las bases materiales y simbólicas que sostienen la vida en sus territorios. Al considerar fundamentales las luchas de las mujeres, se desmitifica su carácter pasivo ante la embestida extractivista y la concepción tradicional y estereotipada de las mujeres en los roles de madres, amas de casa o esposas. Al romper con su papel social tradicional, se fractura la necropolítica de la expropiación patriarcal. Al respecto, se han señalado aquí ejemplos de estas luchas en distintos países de la región; no obstante, son solo algunos de los tantos casos que recorren el subcontinente. Incluso si sus luchas no son abiertas y condensadas en movimientos explícitamente de mujeres, siempre se encuentran presentes en los movimientos sociales contra la desposesión: desempeñan funciones importantes, resignifican los roles de género al interior de estos espacios, adquieren elementos y experiencia para constituirse como protagonistas políticas y realizan trabajos de cuidado que son imprescindibles para la reproducción social de estos movimientos8.

Finalmente, es importante señalar que, al estudiar el extractivismo o seguir pensando las implicaciones de este modelo en la región latinoamericana, deben incluirse de forma invariable el análisis feminista y el papel que tienen y disputan los sujetos masculinos en el sistema de relaciones sociales de género. De no hacerlo, seguirán reproduciéndose patrones de producción de conocimientos patriarcales; el mismo conocimiento seguirá siendo patriarcal; y se perpetuarán las desigualdades de género en los propios trabajos que se desarrollen, así como en el plano material de la vida social. Para evitar que continúe este ejercicio del poder androcéntrico, es imprescindible la investigación feminista.

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* Este artículo se deriva de la tesis de maestría “Megaminería y género: el costo del oro para las mujeres de Cerro de San Pedro, San Luis Potosí”, y constituye el proyecto de tesis doctoral sobre masculinidades y extractivismo minero de Ramón Cortés; ambos financiados por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología de México.

1 Énfasis propio.

2Énfasis propio.

3Utilizamos esta noción tomando en cuenta que la propia idea de naturaleza representa una invención del pensamiento occidental moderno-colonial. Énfasis propio.

4El autor alude a la naturaleza como sujeto de derechos, derivado de que la Constitución de Ecuador la ha reconocido como tal a partir del año 2008.

5Énfasis propio.

6Como parte del argumento legal de defensa de las trabajadoras afrodescendientes contra la compañía General Motors.

7Énfasis del autor.

8Sobre esta afirmación, véase Cortés, Zapata, Ayala y Rosas (2018).

Cómo citar/How to cite Cortés-Cortés, Ramón; Zapata-Martelo, Emma (2022). Racionalidad extractivista y necropolítica de la expropiación patriarcal: un acercamiento al estudio de las masculinidades para re/pensar el poder del extractivismo. Revista CS, 36, 51-84. https://doi.org/10.18046/recs.i36.4743

Recibido: 30 de Marzo de 2021; Aprobado: 17 de Agosto de 2021

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