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Revista eleuthera

Print version ISSN 2011-4532

Rev. eleuthera vol.22 no.2 Manizales July/Dec. 2020  Epub June 07, 2021

https://doi.org/10.17151/eleu.2020.22.2.15 

Diversidad y Justicia Social

Emociones, conflicto y educación: bases para pensar la educación emocional para la paz*

Emotions, conflict and education: factors to consider the emotional education for peace

Gina Paola Alzate-Henao1 

Mónica María Bedoya-Rojas2 

Aura María Fajardo-Sandoval3 

Ángela Del Pilar Hoyos-Mejía4 

Esteban Ocampo-Flórez5 

1 Universidad Católica Luis Amigó. Manizales, Colombia. E-mail: gina.alzatehe@amigo.edu.co. orcid.org/0000-0001-5239-2411. https://scholar.google.es/citations?user=miaiNoEAAAAJ&hl=es.

2 Centro de Estudios Avanzados en Niñez y Juventud - CEANJ, alianza UManizales y CINDE. Manizales, Colombia. E-mail: mmbedoya76068@umanizales.edu.co. orcid.org/0000-0002-7215-6894. https://scholar.google.com/citations?user=xobfj_YAAAAJ.

3 Centro de Estudios Avanzados en Niñez y Juventud - CEANJ, alianza UManizales y CINDE. Manizales, Colombia. E-mail: amfajardo75721@umanizales.edu.co. orcid.org/0000-0001-9632-1260. https://scholar.google.es/citations?user=UYFkuwIAAAAJ&hl=es&authuser=1.

4 Centro de Estudios Avanzados en Niñez y Juventud - CEANJ, alianza UManizales y CINDE. Manizales, Colombia. E-mail: adhoyos74722@umanizales.edu.co. orcid.org/0000-0002-9290-2698. https://scholar.google.es/citations?user=6zmSYYYAAAAJ&hl=es.

5 Pontificia Universidad Javeriana. Bogotá, Colombia. E-mail: eocampo@javeriana.edu.co. orcid.org/0000-0003-0929-6859. https://scholar.google.es/citations?user=Au8d1t8AAAAJ&hl=es.


Resumen

Objetivo.

Analizar tres categorías conceptuales presentes en la investigación “Educación Emocional para la Paz en ambientes escolares, una aproximación desde las percepciones de los actores”, a saber, emociones, conflicto y educación.

Metodología.

Revisión de bibliografía especializada para reconocer tanto elementos comunes en cada categoría como las relaciones entre estas.

Resultados.

Se proponen cinco consideraciones claves para pensar la educación emocional para la paz: que sea vivencial, transversal, que promueva valores y actitudes sobre el cuidado de sí y el respeto por la diversidad, que sea evaluable y que se realice colaborativamente con toda la comunidad involucrada.

Conclusión.

Una educación que responda a los desafíos de la época asume el desarrollo socioafectivo, una concepción positiva de conflicto y entornos de aprendizaje significativo y colaborativo, como elementos esenciales para la construcción de sociedades pacíficas, solidarias y equitativas.

Palabras clave: emociones; educación emocional; conflicto; convivencia; educación para la paz

Abstract

Objective:

To analyze three conceptual categories present in the research “Emotional Education for Peace in school contexts, an approach from the perceptions of the actors” namely emotions, conflict and education.

Methodology:

Review of specialized bibliography to recognize the common elements in each each category as well as the relationship between them.

Results:

Five key factors are proposed to think about emotional education for peace: that it be experiential, transversal; that it promotes attitudes and values around self-care and respect of diversity; that it be possible to evaluate; and that it be carried out collaboratively with the whole community involved.

Conclusion:

An education that responds to the challenges of the current times assumes socio-affective development, a positive conception of conflict, and meaningful and collaborative learning environments as essential elements for the construction of peaceful, supportive and fair societies.

Key words: emotions; emotional education; conflict; coexistence; education for peace

Introducción

“[las] emociones son las que dominan las conductas, disposiciones y acciones”

Humberto Maturana.

En la construcción de antecedentes para la investigación “Educación Emocional para la Paz en ambientes escolares: una aproximación desde las percepciones de los actores”, tres categorías centraron la atención tanto por su relación implícita y explícita con el acontecer de la existencia humana -que se deduce de su reiterativa presencia en el rastreo bibliográfico-, como por su importancia para este ejercicio comprensivo: las emociones, el conflicto y la educación. La consulta de las bases de datos Google Académico, Dialnet, Elsevier, Research Gate y Scopus, reveló más de 130 artículos científicos relacionados, de los cuales 54 se tuvieron en cuenta para la construcción de este documento.

Los artículos se registraron en una matriz de referencias para facilitar su clasificación de acuerdo con las categorías conceptuales iniciales de la investigación, a saber, emoción, educación emocional, conflicto, convivencia, paz y emociones en relación con diferentes ejes transversales. A partir de esta clasificación, se identificaron las tres categorías objeto de este artículo y que sirvieron de base para elaborar las reflexiones en torno a la educación emocional para la paz.

A continuación, se establecen los puntos de partida, conceptos que transversalizan este escrito, para proseguir con la identificación de los elementos constitutivos de cada categoría y las relaciones entre estas. A partir de dicho análisis se presenta una propuesta con cinco consideraciones para pensar la educación emocional para la paz. Finalmente, la conclusión.

Discusión

Puntos de partida El diccionario define Convivir como “vivir en compañía de otro u otros” (RAE, 2014). Esta acción es innata en el ser humano en la medida en que somos animales sociales; basta con referirse -por ejemplo- a las primeras etapas de vida humana, para entender que su supervivencia depende de otros. En ese ejercicio de convivir tiene lugar el conflicto; como lo enuncia Vinyamata, “los conflictos son el motor y la expresión de las relaciones humanas (...) Es la forma de enfrentarse a él [conflicto] lo que va a determinar su transformación” (como se citó en Caballero, 2010, p. 155; López y Guaimaro, 2013, p. 63).

Cada persona tiene una experiencia vital particular que configura su subjetividad, y con ella sus comportamientos y emociones, los cuales no siempre se corresponden con las de otros. La manera como se afrontan esas diferencias estará seguida por una respuesta en función de su resolución violenta o pacífica. La segunda opción posibilitará la existencia de relaciones intersubjetivas basadas en el reconocimiento del otro y, por ende, sociedades cuyos valores y principios estén cimentados en la solidaridad, la cooperación y el respeto por la diversidad. Puede afirmarse entonces que en el ejercicio de la convivencia está, al mismo tiempo, la meta y el reto de los grupos humanos.

Ese acontecer de la vida -y del conflicto- con otros implica la vivencia de emociones, mecanismo biológico por excelencia que permite responder ante determinadas situaciones de manera acorde con las valoraciones y percepciones que cada uno asigna a lo que acontece con sí mismo y con el mundo que le rodea, en función de la supervivencia y -en un sentido más profundo- del bienestar.

Será la capacidad de controlar las respuestas innatas e impulsivas producidas por la emoción, junto con el nivel de inteligencia emocional, lo que incidirá directamente en el mecanismo a través del cual se dará solución a un conflicto: por vía pacífica o agresiva (Gutiérrez, Cabello y Fernández, 2017; Patiño et al., 2015). Dicho control de la respuesta impulsiva es posible a través de la educación.

Educar, por su parte, aparece definido como “dirigir, encaminar, doctrinar” (RAE, 2014). A través de esta se transmiten generacionalmente los saberes, costumbres, valores e ideologías, entre otros, que cada grupo social -e históricamente determinado- estima adecuados para su supervivencia, tanto biológica como social. Dos instancias son trascendentales en este proceso: la familia y la escuela (Canchala, Rosales y Vargas, 2016; Rodríguez, López y Echeverri, 2017).

La familia es el espacio primario de socialización, lugar de adquisición de las bases éticas, morales y comportamentales que tendrá en común este reducido grupo social. La escuela, por su parte, es el escenario que utiliza la sociedad para transmitir los valores, ideologías (Martín y Ramos, 2015), tradiciones, cultura y, en términos generales, los elementos que permitirán a los individuos compartir una idea de realidad común.

Por ser la escuela el espacio donde convergen tantos individuos con las ideas de mundo aprehendidas de su grupo familiar, simultáneamente con lo que la sociedad a través de los contextos escolares transmite, éste se constituye en el lugar predilecto para analizar las emociones y el conflicto que permean el transcurrir de la vida con otros. También nos acerca a la comprensión de las expectativas, mentalidades y acciones presentes en el proceso de transmisión de valores e ideologías, tanto de grupos sociales familiares, como de la sociedad en general. A propósito, Martínez y Quintero (2016) retratan acertadamente las afirmaciones anteriores: “En el contexto educativo, los estudiantes y las estudiantes viven de manera intensa relaciones inmersas en pasiones en las que se pone en juego visiones del mundo que negocian y renegocian cotidianamente” (p. 302).

Emociones

En el estudio sobre las emociones se encuentran varios enfoques: el filosófico clásico de Platón y Aristóteles y uno más actual con Descartes, Hume, Spinoza y Kant, Husserl, Scheler, Sartre, entre otros; el evolucionista con Darwin, Ekman y Plutchik; el psicofisiológico con James y Lange y las cognitivas con Lazarus, Schachter y Singere, Lang y Frijda. Estos autores han puesto bases para las más actuales teorías de Damasio (2007), para quien la emoción es “un conjunto de cambios que tienen lugar a la vez en el cerebro y el cuerpo, por lo común producidos por un determinado contenido mental” (p. 305), y de Nussbaum (2014) quien reconoce la emoción como reacciones que “implican necesariamente valoraciones cognitivas, formas de percepción y/o pensamiento cargados de valor, dirigidas a un objeto u objetos” (p. 33).

Existen diferentes emociones, Sánchez y Ortega (2004, como se citó en Gómez, Romera y Ortega, 2017) mencionan cuatro: la ira, la tristeza, el miedo y la alegría, y destacan también la influencia que la cultura tiene en el desarrollo de estas, según el grado de adecuación de los individuos ante las normas y valores promovidos por el contexto. De otro lado, Bisquerra y Lazarus identifican y clasifican 13: “a) emociones positivas: alegría, humor, amor y felicidad; b) emociones negativas: ira, miedo, ansiedad, tristeza, vergüenza, rechazo; y c) emociones ambiguas: esperanza, sorpresa y compasión” (como se citó en Jaqueira, Lavega, Lagadera, Aráujo y Rodríguez, 2014, p. 21).

Un concepto presente a lo largo de esta exploración, y que constituye el primer elemento de esta categoría, corresponde a la inteligencia emocional (IE) propuesto por Mayer, Salovey y Caruso (2004), definida como “la capacidad de razonar sobre las emociones, y de las emociones para mejorar el pensamiento” (p. 197). Implica cuatro habilidades: percibir las emociones con exactitud, entenderlas, acceder y generar aquellas que faciliten el pensamiento, y manejarlas tanto para promover el desarrollo emocional como intelectual (Mayer et al., 2004, pp. 197- 199). Diferentes estudios evidencian que a mayor IE menor presencia de conductas agresivas y de acoso escolar, así como una mayor cantidad de conductas prosociales, tanto en niños y niñas, como en adolescentes (Garaigordobil y Maganto, 2011; Gutiérrez et al., 2017).

A propósito de la IE y sus beneficios, el segundo elemento da cuenta de uno de sus componentes, la regulación emocional. Esta alude que, si bien experimentar emociones es inevitable, lo que sí puede manejarse es el tipo de acción que surge como respuesta. Esta habilidad a su vez implica el control cognitivo, “habilidad para inhibir una respuesta preponderante y con cierto grado de automaticidad, en favor de otras respuestas que necesitan de la puesta en marcha de procesos atencionales más elaborados” (Gutiérrez et al., 2017, pp. 43-44).

Desarrollarla toma tiempo; de ahí la recomendación de iniciar con su instrucción desde edades tempranas y mantenerla durante la adolescencia (Gutiérrez et al., 2017; Patiño et al., 2015; Manrique, Zinke y Russo, 2018), en especial por sus beneficios frente a la reducción de conductas agresivas en niños y adolescentes (Gutiérrez et al., 2017), y como estrategia de superación y reconciliación (Čehajić-Clancy et al., 2016; Goldenberg et al., 2016; Halperin, 2013; Halperin & Pliskin, 2015; Hameiri, Bar-Tal & Halperin, 2014 como se citaron en Manrique et al., 2018, p. 136).

Sin duda la IE, y con ella la regulación emocional, facilitan establecer relaciones más armónicas. Generan en el individuo mayor conciencia sobre la repercusión de sus acciones en relación con su entorno. Sin embargo, desde una perspectiva teórica que considera las emociones como valoraciones cognitivas que hacen los individuos sobre la realidad, en función de lo que estiman beneficioso y adecuado para su vida (Nussbaum como se citó en Martínez y Quintero, 2016); no basta solo con conocer y aplicar técnicas para regularlas. Desde esta perspectiva, que a su vez constituye el tercer elemento de esta categoría, se considera que las emociones por sí mismas contienen una carga axiológica importante:

[...] las emociones son una reacción directamente relacionada con aquello que afecta lo que consideramos importante en nuestra jerarquía de valores. En cada situación de entusiasmo, tristeza o perplejidad, se inquieta en mayor o menor grado lo más íntimo del Yo, y con ello, los fines con los cuales se justifica vivir una vida digna de ser vivida. Y este es el lugar en que las emociones adquieren una dimensión moral: ellas remiten emotivamente a los valores con que se argumenta el sentido de la existencia. (Martínez y Quintero, 2016, p. 304)

Las emociones pasan de ser consideradas algo más que solo reacciones casi-involuntarias ante los estímulos del entorno. Tras la vivencia de una emoción lo que está en disputa son los valores y principios que cada individuo estima adecuados para una vida digna; por ende, definen la manera como estos responden en las relaciones con otros y con su contexto. Como lo señala Ahmed:

Los encuentros emocionales con otros crean límites o deconstruyen tales límites, [...] las emociones desempeñan un papel crucial en las formas en que las personas se unen, se mueven hacia lo lejos en relación con los demás y constituyen cuerpos colectivos. (Como se citó en Zembylas, 2012, p. 469)

Al estar presentes en las interacciones cotidianas de las personas, tienen una estrecha relación con el conflicto y la convivencia; por ende, es indispensable incluirlas en las discusiones actuales sobre educación.

Conflicto

El acto de con-vivir y el conflicto ocurren simultáneamente; no es gratuito que los dos son inherentes al ser humano. En ese proceso de ser y estar con otros se presentan diferencias, situaciones que confrontan a unos con otros. En clave de convivencia y ambientes pacíficos, el reto del conflicto no es el conflicto en sí mismo sino la forma en que se tramita. Ya lo expresaron Girard y Koch: “[el conflicto] es una dinámica interpersonal o intergrupal que refleja contradicciones y controversias que, bien manejadas, generan procesos constructivos basados en la buena comunicación” (como se citó en Quiñónez y Mendieta, 2017, p. 319).

Es así como la convivencia constituye un elemento clave para comprender el conflicto. Patiño et al. (2015) conciben la sana convivencia como “el estado de armonía que se logra consigo mismo y con los demás al ser capaces de expresarse y relacionarse con los otros sin que las emociones negativas les afecten, a pesar de las diferencias” (p. 274).

En este ejercicio de convivir aparece el segundo elemento de esta categoría: la resolución de conflictos, es decir, las “estrategias para enfrentar y dar solución a dificultades que surgen al convivir con otros” (Patiño et al., 2015, p. 275). Como lo muestran otros investigadores, la resolución de conflictos está atravesada por las competencias emocionales. Caballero (2010) refiere que las habilidades sociales son “las herramientas básicas que permiten regular los conflictos” (p. 164); Rodríguez (2015) manifiesta que “brindan la posibilidad de establecer una postura empática y asertiva con lo que viven los otros” (p. 71); otros autores señalan la posibilidad que ofrecen de identificar y manejar las propias emociones, con el fin de permitir la gestión adecuada de los conflictos (Córtes, Torres, López, Pérez y Pineda, 2016, p. 20).

En lo que respecta a las estrategias propiamente dichas, López, Andrade y Correa (2016) encontraron que las causas que llevan a pedir perdón son de naturaleza motivacional. De igual manera, Cortés et al. (2016) plantean que “La propuesta de las competencias socioemocionales en relación con los hallazgos sobre perdón y reconciliación (o competencias ciudadanas) remiten a la necesidad de educar para la paz” (p. 24). En cualquier caso, la inteligencia emocional y la resolución de conflictos son elementos que influyen positivamente en las relaciones sociales (Patiño et al., 2015, p. 275).

Ya se ha dicho que el conflicto en sí mismo no es el inconveniente, pero la forma en que se soluciona sí. En términos generales hay dos vías para hacerlo, a través de conductas agresivas o bien de manera pacífica. Dichas opciones corresponden al tercer y cuarto elemento de esta categoría, respectivamente.

La conducta agresiva es definida por Anderson y Bushman (2002, como se citó en Gutiérrez et al., 2017) como “aquella que trata de dañar a otra persona, la cual está motivada a evitar dicho perjuicio” (p. 40). De las investigaciones realizadas por Gutiérrez et al. (2017) de un lado, y por Patiño et al. (2015) de otro, puede inferirse que las conductas agresivas provienen de las respuestas impulsivas y casi automáticas de los seres humanos ante ciertos estímulos que, en este caso, corresponden a estímulos negativos. Se expresan de diferentes formas, desde la agresión verbal y física, hasta la agresión indirecta, caso del cyberbulling (Ortega, Elipe y Calmaestra, 2009).

Obrar a través de conductas agresivas generará más respuestas de esa misma índole, con las respectivas implicaciones que tal situación plantea. “A propósito, Marx sostenía que los seres humanos construyen su propia historia pero no bajo su libre albedrío, sino bajo las circunstancias que el presente les plantea y que han sido legadas por el pasado” (Gallardo como se citó en Cerdas, 2015, p. 139). Esta afirmación se corresponde con los hallazgos de Costello, Eoley y Angold quienes afirman que los niños pequeños con dificultades conductuales y emocionales de inicio temprano, aumentan el riesgo de desarrollar dificultades como abandono escolar, violencia y abuso de drogas en la adolescencia y en la edad adulta (como se citó en Webster-Stratton, Gaspar y Seabra-Santos 2012, p. 158).

Por otro lado, la solución de conflictos por la vía pacífica requiere primero una revisión del origen de la concepción de paz que maneja el mundo occidental. Lederach (como se citó en Pasillas, 2002) explica que esta ha sido heredada de las civilizaciones griega y romana; de la primera se heredó la comprensión de esta como un estado de armonía o ausencia de guerra; de la segunda, un acuerdo legal que ponía fin a las hostilidades. Esto provoca, según Pasillas (2002), una tendencia a valorar positivamente la guerra, al punto de considerarla motor de desarrollo y, en contraste, considerar la paz como un momento en el que no ocurre nada, un momento “entre guerras”, es decir, una concepción de paz negativa (p. 5). Galtung (2014), por su parte, percibe asimetría en estas -la paz y la guerra-:

[...] mientras la guerra es tan activa, tan llena de heroísmo y hazañas; la paz es más inactiva, incluso aburrida. [...] La paz solo puede ser atractiva si enlazamos la educación con la acción, la educación para la paz como parte de un programa de acción pacífica. (p. 14)

Por tanto, la paz positiva existe, según Galtung, cuando la justicia social ha reemplazado a la violencia estructural y, en contraste con la paz negativa, no se limita a la idea de librarse de algo, sino que incluye la idea de establecer algo que no está presente (como se citó en Cabezudo y Haavelsrud, 2010, p. 74). Lederach por su parte, invita a concebir la paz como un fenómeno más amplio de lo que la cultura occidental ha considerado hasta ahora, y que incluye “armonía, justicia social, bienestar, relaciones justas, tranquilidad interior, estado de la mente bien ordenado” (como se citó en Pasillas, 2002, pp. 5-6). Estas concepciones hacen un llamado a deconstruir, desde lo profundo de la herencia cultural de occidente, los imaginarios que se tienen sobre el concepto y las implicaciones de la paz.

A partir de lo encontrado con la revisión bibliográfica de esta categoría se puede afirmar, primero, que conflicto no es lo mismo que guerra o violencia; al contrario, es un suceso positivo, una “fuerza motivadora del cambio personal y social” (Galtung como se citó en Caballero, 2010, p. 155; López y Guaimaro, 2014, p. 62). Segundo, puede constituirse en una herramienta que genere confrontaciones constructivas, que propicie el establecimiento de acuerdos y propuestas colectivas que privilegien las relaciones humanas desde la diversidad (Fisas, 2011). En palabras de Anaida Pascual Morán, vocera de la Cátedra UNESCO de Educación para la Paz, se debe educar para la “paz conflictual” (Canchala et al., 2016, p. 58).

Tercero, y en línea con lo anterior, debe educarse desde el conflicto en vez de evitarlo (Caballero, 2010; Fisas, 2011); ahí los contextos educativos tienen un rol fundamental en la consolidación de propuestas estructuradas y sistemáticas para el desarrollo de competencias y habilidades que ayuden a las sociedades a desarrollar comportamientos prosociales y no violentos.

No obstante, hay que tener presente la acotación de Kessler y Fink (2008), quienes advierten que:

[…] la resolución de los problemas de violencia no depende solo de “informar a la mente”, es decir, proporcionar información a través de prácticas educativas tradicionales, sino incidir en aquellos espacios ubicados más allá de la razón, localizados en el corazón y el espíritu de los individuos. (Como se citó en García y Kreisler, 2014, p. 6)

Esta observación invita, de manera implícita, a considerar la emoción en los procesos educativos; de forma explícita, a repensar los modelos pedagógicos que solo propicien la transmisión de información.

Educación

En las escuelas hay más ‘cabezas’ que corazón, mucha ‘más mente’ que cuerpo, mucha más ‘ciencia’ que arte; mucho más ‘trabajo’ que ‘vida’, muchos más ‘ejercicios’ que ‘experiencias’ […] mucha más pesadumbre y aburrimiento que alegría y entusiasmo. (Toro como se citó en Fernández y López, 2014, p. 125)

Los elementos que componen esta categoría son aquellos que tienen en común la educación para la paz y la educación emocional, y que el rastreo bibliográfico permitió identificar; a saber, escuela, crítica a la educación tradicional, áreas del conocimiento que propician la enseñanza y el aprendizaje de la educación emocional y para la paz, estrategias pedagógicas y cooperación.

Si bien en un apartado anterior (puntos de partida) se introdujeron los conceptos de educación y escuela, es preciso retomarlos dada su trascendencia en este análisis; además, el segundo constituye el primer elemento. La educación implica los contenidos morales, éticos, ideológicos, políticos e históricos que una sociedad aspira y espera transmitir a sus nuevas generaciones. Podría entonces afirmarse que la educación es a la sociedad lo que el cerebro es al cuerpo. No requiere de una figura como la escuela para existir, pues ha estado presente desde siempre y su manifestación más inmediata y básica se da en los procesos de crianza.

En las sociedades contemporáneas el acto de educar, entendido en un sentido más amplio y general que el que brinda la familia, se concreta en la escuela. Al reunir a la porción más joven de la sociedad, se considera como el “espacio idóneo donde fraguar la transformación de la realidad, realizando una aportación a través de la educación para la consecución de una sociedad más justa e igualitaria” (Rodríguez, 2016, p. 246); también como un espacio privilegiado para hacer propaganda y moldear las mentes jóvenes en beneficio de las estructuras de poder que gobiernan la sociedad (Martín y Ramos, 2015, p. 78) y, desde luego, es un “lugar de conflicto, de búsqueda y construcción de alternativas” (Fernández, 2006, p. 252).

Así, el escenario escolar se configura como espacio ideal para el reconocimiento del mundo de las emociones, dado que están implícitas en los valores y principios de los sujetos, inmersas en sus interacciones y, más ampliamente, en la convivencia.

En estrecha relación con la escuela, un reclamo común de los autores consultados es el llamado a cambiar el modelo de educación actual, conocido también como educación tradicional o, en palabras de Freire (1969) “educación bancaria” (p. 52). Se caracteriza por transmitir o depositar conocimiento fragmentado, lo que impide desarrollar currículos integrados; es lineal de manera que año tras año se enseñan los mismos contenidos, independiente de que sean pertinentes o no; se desarrolla de forma homogénea, desconociendo la diversidad de capacidades que pueden encontrarse en el aula de clase; incentiva la competencia, y con ello actitudes como el egoísmo, el individualismo o las conductas hostiles; privilegia la memorización y la repetición por encima del desarrollo de otras habilidades y procesos cognitivos, como los utilizados en procesos investigativos (Cabezudo, 2012; Calvo, 2009; Canchala et al., 2016; De Vicente y Marco, 2016; Hernández, Luna y Cadena, 2017; Lira, Vela y Vela, 2014; Rodríguez et al., 2017; Zaritzky 1999 como se citó en Rosales, 2009).

Si bien la escuela es el espacio idóneo para gestar transformaciones sociales, la forma en la que se ha orientado este proceso presenta críticas de fondo. Una de ellas tiene que ver con los valores transmitidos y contrapuestos a la construcción de sociedades solidarias, justas y respetuosas de la diversidad. Este mismo reclamo se mantiene al revisar las condiciones en que se recomienda implementar la educación para la paz y la educación emocional. Lira et al. (2014), por ejemplo, cuestionan la presencia de docentes especializados por áreas específicas de conocimiento como obstáculo para garantizar la implementación integral de la educación para la paz.

No obstante, en un acto de adaptación a las condiciones actuales del sistema, otros autores dan cuenta de aquellas áreas del conocimiento provechosas para implementar una y otra educación: la educación artística, el área de lengua castellana, la educación cívica, la educación física y la educación ética y en valores.

El arte dramático, incluyendo el cine (Zaplana, 2003), es medio que, según Laferrière y Tejerina (como se citó en De Vicente y Marco, 2016), es propicio para desarrollar los valores de solidaridad, responsabilidad y respeto, el trabajo en equipo y la comprensión del entorno. Asimismo, incentiva el desarrollo de habilidades comunicativas y la capacidad de reconocer y controlar las emociones (Cruz, Caballero y Ruiz, 2013; Laferrière, 1999; Navarro, 2009; Ruiz de Velasco, 2000; Tejerina, 1997 como se citaron en De Vicente y Marco, 2016).

Al respecto del cine, Zaplana (2003) señala que es “un instrumento poderoso a la hora de catalizar valores y actitudes y de recrear cada una de las concepciones que sobre el hombre y su mundo ha generado la propia realidad social del ser humano” (p. 302). Ciertamente, la imagen es una fuente de estimulación cuya riqueza puede aprovecharse al educar para la paz y en emociones. A través del cine de guerra con fuerte carga de mensajes antibélicos, se promueve la reflexión sobre los valores a promover y desarrollar para lograr una convivencia pacífica y democrática.

La educación cívica es otra área que favorece el desarrollo de habilidades sociales y emocionales que promueven la cultura de paz. Se destaca el programa de competencias ciudadanas en Colombia, enfocado en el desarrollo de competencias cognitivas, comunicativas, integradoras y emocionales; estas últimas comprendidas como “las capacidades para responder constructivamente ante las emociones propias y ante las emociones de los demás” (Chaux, Lleras y Velásquez, 2004, p. 22). Dicho programa permite a los individuos reconocer que en los procesos educativos no solo se adquieren conocimientos académicos, sino también habilidades sociales que tienen directa incidencia en el desarrollo personal e incluso en el proyecto de vida. Por esa razón el centro de su pedagogía radica en brindar oportunidades para que los estudiantes desarrollen sus competencias a través de la puesta en práctica de estas en contextos cada vez más complejos (Chaux et al., 2008).

La educación física también contribuye de manera directa al desarrollo de estas habilidades, ya que como lo plantea Sáez de Ocáriz, Lavega, Mateu y Rovira (2014), “a través de situaciones motrices, se activa una trama extraordinaria de relaciones entre los participantes con una repercusión directa en la adquisición de competencias sociales que pueden contribuir a la mejora de la convivencia escolar” (p. 312).

Finalmente está el área de educación ética y valores humanos, descrita como un “espacio eminentemente interdisciplinario, transversal y complejo del que no se puede derivar una pedagogía y didáctica específica, sino que debe atender a la conjugación de múltiples estrategias y prácticas de enseñanza y aprendizaje” (Rivas, 2017, p. 31).

La formación en valores juega un papel fundamental para propiciar espacios pacíficos en el aula de clase. Sánchez y Ortega (como se citó en Gómez, Romera y Ortega, 2017), plantean que cuando el ajuste a las normas y los valores es escaso, aparecen emociones como la culpa o la vergüenza, que evitan que se transgredan estándares, al centrar la actitud del agresor en reparar el malestar o daño causado por la actuación inmoral. En cambio, cuando la actuación es coherente con los valores aprendidos e imperantes en el contexto social inmediato, el sentimiento es de orgullo y empoderamiento, lo que incrementa la probabilidad de mantener esa conducta o realizarla en futuras ocasiones.

Al respecto de las estrategias pedagógicas, el juego y la música se destacan como recursos privilegiados tanto en educación emocional como en educación para la paz. Catzoli (2016) plantea que el juego, además de enseñar estrategias para la resolución de conflictos, invita a la cooperación, promueve el respeto por la diversidad (p. 442) y desarrolla la empatía (Catzoli, 2016, p. 442; Patiño et al., 2015; Madero, 2016). El juego constituye un “recurso pedagógico extraordinario para promover programas basados en relaciones sociales pacíficas que garanticen la igualdad de género y el equilibrio psicoafectivo de los participantes (Reardon y Roche como se citó en Jaqueira et al., 2014). La música “puede despertar, evocar y fortalecer cualquier emoción o sentimiento” (Madero, 2016, p. 44). Adicionalmente, pueden utilizarse desde edades tempranas; de hecho, el juego contribuye positivamente en los procesos de maduración de niños y niñas, “pues facilita el crecimiento, conduce a relaciones de grupo y al fortalecimiento de la comunicación consigo mismo y con los demás.” (Manrique et al., 2018, p. 135).

Otras estrategias pedagógicas también mencionadas, muchas de las cuales comparten la característica de ejecutarse en equipo, son: debates, estudios de caso, lluvia de ideas, pequeños grupos de discusión, dibujo, películas y documentales (Garaigordobil y Maganto, 2011, p. 110), juegos de roles (Garaigordobil y Maganto, 2011; Patiño et al., 2015), y en el marco de la educación superior se mencionan también las tutorías grupales y el análisis de textos de corte social (Martínez, 2016).

El último elemento de esta categoría se incluyó debido a la cantidad de veces en que se mencionó al igual que sus ventajas, a saber, la cooperación. La revisión bibliográfica permitió identificar, por un lado, la necesidad de que esté presente entre los miembros que conforman la comunidad educativa, por otro, los beneficios de su presencia en actividades para la formación pacífica y emocional.

En términos de educación para la paz, es clave la implicación de todos los actores que intervienen en el proceso de formación (Caballero, 2010; Canchala et al., 2016; Rodríguez et al., 2017): familia, directivos, docentes, estudiantes y la comunidad como tal; inclusive de otros sectores de la sociedad civil (Hernández et al., 2017) y “organizaciones no gubernamentales” (Cabezudo, 2012, p. 144).

Para demostrar sus beneficios, por un lado, Chandy (2007, como se citó en Garaigordobil y Maganto, 2011) evidenció que aquellos programas para la prevención de la violencia juvenil en los que se trabajó junto con padres de familia, demostró mejores resultados con los adolescentes. Por otro lado, Caballero (2010) encontró que en “los centros educativos donde existen medidas organizadas y estructuradas para la participación de los estudiantes, como es el caso de la elaboración y gestión de las normas de clase, hay mayor receptividad por parte de éstos, lo que contribuye a un buen clima escolar” (p. 163). Adicionalmente, Savater (2000) menciona la cooperación como una de las pautas de la ciudadanía, además de la autonomía, la participación y la solidaridad (como se citó en Calvo, 2009, p. 71).

De igual manera, incluir actividades pedagógicas cooperativas presenta ciertos beneficios: la convivencia pacífica (De Vicente y Marco, 2016; Jaqueira et al., 2014), la experimentación de emociones positivas intensas (Lagardera y Lavega 2011; Lavega et al., 2011 como se citaron en Jaqueira et al., 2014), la capacidad de expresarlas (Bisquerra como se citó en Jaqueira et al., 2014), la presencia de actitudes empáticas, solidarias y de respeto a los demás (Lagardera y Lavega como se citó en Jaqueira et al., 2014), la mejora en el autoconcepto e incluso el incremento de cogniciones positivas sobre los inmigrantes (Garaigordobil y Maganto, 2011, p. 109).

Consideraciones frente a la educación emocional para la paz

La educación para la paz supone preparar al individuo para que procure la armonía en las relaciones humanas en todos los niveles. Incluye la concientización y la búsqueda de soluciones concretas; reconoce la importancia de educar, desde las primeras edades, en las normas de convivencia y de este modo construir conocimientos (en casa, la escuela y los lugares públicos) basados en las experiencias personales y sociales que preparen a las nuevas generaciones para vivir en paz, en una sociedad con mayores cotas de justicia. La educación para la paz revela que los conflictos son oportunidades educativas para aprender a construir otro tipo de relaciones y prepararnos para la vida, aprendiendo a hacer valer y respetar nuestros derechos de una manera no violenta. (Zurbano como se citó en Lora, 2014, p. 130)

La anterior cita, además de reflejar la estrecha relación que existe entre la educación emocional y la educación para la paz, pone de manifiesto la necesidad de crear e implementar programas de educación emocional para la paz en los que se pueda articular de manera intencional la tríada emoción-conflicto-educación. Caso del Programa Pisotón, un programa de desarrollo psicoafectivo y educación emocional, implementado con niños y niñas colombianos, el cual contribuye “a la necesidad de sanación y reconciliación, promoviendo la convivencia pacífica, sostenible e incluyente, que supone el fin del conflicto bélico” (Manrique et al., 2018, p. 145).

Como se ha develado, la educación emocional y la educación para la paz conservan similitudes frente a la manera metodológica de implementarse, las herramientas a utilizar y, sobre todo, el objetivo que persiguen: lograr que el con-vivir entre seres humanos -así como su relación con el medio natural y animal que les rodea-, por más diversos que sean, ocurra en términos del reconocimiento y el respeto por el otro, para alcanzar así un verdadero bienestar personal y social.

A continuación, se exponen algunas consideraciones finales de cara a la implementación de acciones, estrategias o programas en el ámbito escolar, en clave de educación emocional para la paz.

La primera: que sea vivencial. Es necesario intencionar aprendizajes desde la experiencia, pues las emociones y los conflictos ocurren dentro y fuera de los contextos escolares y a lo largo de toda la vida. Jares (1999, como se citó en Catzoli, 2016, p. 436) por ejemplo, sostiene que la educación para la paz debe ser una experiencia práctica: caracterizada por el proceso de sentir (qué sentimos), pensar (reflexionar) y actuar (qué podemos hacer), lo que conlleva a utilizar las competencias emocionales para responder de manera asertiva al conflicto. Por su parte, las estrategias de afrontamiento, la empatía y la alta estabilidad emocional son capacidades que requieren potenciarse para lograr afrontar situaciones conflictivas y resolverlas de manera adaptativa (Mestre, 2012, p. 1273).

Segunda consideración: que sea transversal. En línea con la anterior, esta consideración reclama su presencia intencional y permanente en la cotidianidad del aula y de los procesos educativos. Por un lado, por los beneficios que representa la inteligencia emocional en la articulación de los procesos afectivos y cognitivos en el aprendizaje; a propósito Goleman (1996, como se citó en Rodríguez, 2015, p. 56) menciona que el intelecto predice solo el 10% del éxito en la vida, y que el coeficiente intelectual no tiene nada que ver con lo bien que le pueda ir a una persona; lo que marca la diferencia es el coeficiente emocional, que no es fijo en la existencia sino que continúa mejorando a través de cada década de vida.

Por otro lado, por la urgencia de contar con una educación que forme ciudadanos para el conflicto (Fisas, 2011), democráticos (Cabezudo, 2012), capaces de perdonar y de reconciliarse con los otros diferentes de sí (Cortés et al., 2016). En últimas, porque la adquisición de este tipo de conocimientos y habilidades es trascendental para la vida con otros.

Tercera consideración: que uno de sus focos principales esté dirigido a promover valores y actitudes que privilegien el cuidado de sí y el respeto por la diversidad, con criterios éticos para proteger su integridad y la de los otros. De acuerdo con Sandoval (2013, como se citó en Medrano, 2016, p. 298) la paz será integral y posible mientras se proponga educar en el camino de la diversidad y la cultura. Por otra parte, el cuidado es un valor moral universalizable pero no surge como tal únicamente de la reflexión racional a priori, sino que surge a partir de la observación de la experiencia, a partir de una antropología que nos indica una conexión entre la práctica del cuidado y la paz (Comins como se citó en Bernal, 2016).

La cuarta: que sea evaluable. Es decir, que pueda valorarse en función de los cambios que su implementación revele en los ambientes escolares, especialmente frente a las relaciones que establecen los diferentes actores de la comunidad educativa. Este debe ser un proceso continuo, integral, dinámico y formativo, donde no sólo se verifiquen avances en la adquisición de conocimientos y en el desarrollo de las competencias; sino que también debe evidenciar transformaciones en la convivencia, en las formas de expresar la aceptación y el respeto por la diferencia, en la creatividad para solucionar conflictos y, sobre todo, en la coexistencia de ideas de mundo opuestas.

La escuela representa un espacio de educación emocional fundamental para el desarrollo ético-moral de los alumnos, en tanto que brinda oportunidades para practicar actitudes democráticas, aprender a resolver conflictos de forma no violenta y aprender a regular sentimientos de enojo y frustración. (García y Kreisler, 2014, p. 6)

Quinta consideración: que su implementación involucre a la comunidad educativa entera. Esta es quizás la consideración más álgida pues no solo requiere que las anteriores cuatro ocurran; además exige de todos los actores coherencia y cooperación. Chaux (2011) lo ejemplifica así:

[...] si se quiere promover que los estudiantes sean capaces de manejar sus conflictos de manera pacífica, los adultos de la institución también lo deben hacer, no solamente en los conflictos que tienen con sus estudiantes, sino también en los conflictos entre ellos: entre profesores, entre profesores y directores, entre directores y padres de familia, entre otros. (p. 83)

Dado que la emoción y el conflicto hacen parte de la existencia humana, la educación emocional para la paz requiere el involucramiento consciente de todos los actores de la escuela, en especial -pero no de manera exclusiva- de aquellos que desempeñan roles de poder o autoridad ante los estudiantes.

Una comunidad educativa, donde todos sus miembros trabajan cooperativamente por lograr un cambio de mentalidad y actitud frente a la convivencia, es un foco de transformación social con potencial para transformar un grupo social determinado en el nivel micro, y una sociedad entera en el nivel macro. Al fin y al cabo, la paz no es un estado dado per se sino un acontecimiento, un estado que se construye entre todos (Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología, 2007, p. 16) de manera positiva, creativa y no violenta (Galtung como se citó en Fisas, 2011, p. 4).

Para cumplir con estas consideraciones se pueden retomar principios como los planteados por Ávila y Paredes (2010): “El aprendizaje significativo, la organización cooperativa del aprendizaje, aprender a aprender y el desarrollo socioafectivo” (p. 169). Un aprendizaje significativo que permita internalizar el conocimiento con base en la propia experiencia. La actividad cooperativa para posibilitar el desarrollo de habilidades sociales; además, es uno de los principios comunes entre la educación para la paz y la educación emocional. Aprender a aprender para desarrollar capacidades que le permitan reconocer su propio potencial de aprendizaje, buscando reflexión frente a sus conductas y adquisición de herramientas para solucionar situaciones de conflicto. Finalmente, el desarrollo socioafectivo como eje articulador para generar sentimientos positivos hacia sí mismo y hacia los demás.

Conclusión

La convivencia pacífica y el manejo del conflicto se ven influenciados por una serie de factores sociales que se deben enfrentar y transformar, lo que implica un cambio de mentalidad, actitudes individuales y colectivas para el empoderamiento y la acción (Cerdas, 2015, p. 136). Por lo tanto, como idea general, puede pensarse una propuesta de educación emocional para la paz como un proceso que comprometa la toma de conciencia crítica, la reflexión alrededor de la experiencia cotidiana, el fomento de la expresión libre y la participación, llevando a la práctica los principios de convivencia y solidaridad.

Sin lugar a dudas, se debe propender por una educación orientada a que los estudiantes aprendan a convivir, tengan un mejor desarrollo y pongan en práctica las habilidades sociales necesarias para la existencia de una cultura de paz, una cultura que requiere necesariamente de la educación emocional.

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* Este artículo se elaboró en el marco de la investigación “Educación Emocional para la Paz en ambientes escolares: una experiencia desde las percepciones de los actores”, desarrollada entre el 2017 y el 2019, y que desde una aproximación cualitativa, de alcance comprensivo y enfoque inductivo, se propuso comprender las percepciones de niños, niñas, agentes familiares y docentes, frente a los cambios en los ambientes escolares de dos instituciones educativas oficiales de la ciudad de Manizales, a partir de la implementación de un Programa de Educación Emocional para la Paz - PEPaz, el cual fue diseñado e implementado por el equipo investigador. Se utilizó la etnografía cognitiva como método para recoger la información y el análisis del discurso para su análisis. Los resultados de la investigación demuestran que los cambios percibidos por los diferentes actores fueron positivos respecto a la manera de relacionarse, y permitió concluir que existe una relación directa entre la paz y las emociones, por el nexo que se evidenció entre la vivencia de emociones positivas con la presencia de comportamientos pacíficos como la ayuda y el cuidado.

Como citar este artículo: Alzate, G. P., Bedoya, M. M., Fajardo, A. M., Hoyos, Á. y Ocampo, E. (2020). Emociones, conflicto y educación: bases para pensar la educación emocional para la paz. Revista Eleuthera, 22(2), 246-265. DOI: 10.17151/eleu.2020.22.2.15.

Recibido: 06 de Abril de 2019; Aprobado: 05 de Mayo de 2020

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