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Pensamiento palabra y obra

versão impressa ISSN 2011-804X

Pensam. palabra obra  no.16 Bogotá jul,/dez. 2016

 

Editorial

¿Tiene el arte un nuevo discurso para saberse incorporado a una sociedad que, ella misma, ha cambiado de manera dramática sus formas de saberse, sentirse y oírse? La incorporación en los sistemas educativos formales del arte en el último siglo y medio, ¿ha aportado a las transformaciones, transfiguraciones y transgresiones de las culturas?

La práctica artística, tan asociada a la genialidad de ciertas figuras o miembros de la especie, en muchos lugares de enunciación sigue manteniendo el arquetipo del arte y del artista como sujetos privilegiados o inspirados, una suerte de mesías poéticos que nos alumbran al resto de los mortales, con la genialidad de sus manufacturas.

Sin embargo, es posible que el primer elemento de ruptura que haya provisto la inmersión de la formación artística en la academia haya sido justamente su academización. Lo que en su momento, para muchos de quienes hoy profesamos un trabajo artístico, fue un adjetivo útil al momento de desestimar nuestro paso por las aulas, hoy se convierte en regla de profesión, por algo que parece inestimable: la universalización a la que se expone quien pisa la academia.

Como se sabe, la academia no enseña nada, es el sujeto en formación quien dispone de sus rutas de aprendizaje, incluso en los más herméticos templos del saber. La configuración de un "ser estético" resulta de una compleja red de conexiones que van fraguando una manera particular de entender el mundo, y de reaccionar ante él a través de una idea que se forma obra o discurso, para comunicar una poética.

Pero quizá lo más importante de esta inmersión del campo del arte en los lugares de la academia, en la sistematización de los saberes, en el reconocimiento del carácter técnico y repetible de un enunciado "inspirado", sea la posibilidad de que por este universo pase la sociedad, la humanidad, la persona. En otras palabras, la pérdida de un privilegio de los elegidos. Suena algo demagógico, pero la academia convierte en accesible el arte para la comunidad. Es su democratización.

Y es en ese lugar en el que, desde la década de los años sesenta y setenta, pretende situarse el arte en la escuela, a partir de una negación rotunda: Se educa en el arte no para la producción o el consumo (aquel que no sea un buen artista en su formación, será un privilegiado consumidor), sino para el conocimiento.

Más allá de los escenarios en los que el arte sirve como recurso lúdico o recreativo, emerge con fuerza la idea de una práctica educativa útil para la formación compleja y crítica de la persona, desde la formación básica, y no necesariamente en el foco del arte centrado sobre sí. En otras palabras, la educación artística en la escuela no debería centrarse en la formación sobre el teatro, o sobre la música, o la pintura y la expresión plástica, o sobre cualquier área canónica del campo artístico, sino sobre las implicaciones cognitivas, implícitas en el momento didáctico de encarar y resolver un problema, un enunciado.

Seguramente una obra de Gógol, o de Stravinsky, o del pintor Francis Bacon contiene una trama, un saber que implica un orden y una estructura que pone al límite la experiencia de conocer, de enunciar, de saber. El saber como justificación de la existencia humana. En otras palabras, su valoración no es implícita a la obra, sino a lo que contiene de conocimiento tal obra.

Así, la academia que antes en el ámbito artístico se miraba con recelo, da con determinación el siguiente paso: preparar los dispositivos de enunciación que permitan encarar los problemas del arte en la educación, distintos a la manera de comprender un arte o una práctica artística. Y para ello urgimos la configuración de los ciclos posgraduales que se ocupen de problematizar este ámbito de la experiencia social.

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