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Fronteras de la Historia

Print version ISSN 2027-4688

Front. hist. vol.18 no.2 Bogotá July/Dec. 2013

 

Yanaconas: indios conquistadores y colonizadores del Nuevo Reino de Granada, siglo XVI

SUSANA MATALLANA PELÁEZ
Departamento de Estudios de Género de la Universidad de Rutgers, Estados Unidos
susana.matallana@correounivalle.edu.co

Recibido: 5 de febrero de 2013
Aceptado: 5 de agosto de 2013


RESUMEN

Este artículo examina el rol de los yanaconas en las huestes conquistadoras de Sebastián de Belalcázar en lo que hoy es el sur de Colombia, así como algunos de los roles que cumplieron en el proceso de colonización de la Nueva Granada en los siglos XVI y XVII.

Palabras clave: Nueva Granada, siglo XVI, siglo XVII, yanaconas.


ABSTRACT

This article revisits the part played by Yanacona indians in Sebastián de Belalcázar's 1535 invasion of present-day southern Colombia and examines their role in the colonization of Nueva Granada during the sixteenth and seventeenth centuries.

Keywords: Nueva Granada, sixteenth century, seventeenth century, yanaconas.


Introducción

En una carta escrita el 30 de agosto de 1538, el gobernador de Quito, Gonzalo Díaz de Pineda, acusaba al capitán Sebastián de Belalcázar de haber casi vaciado la ciudad de todos sus habitantes. Pineda señalaba que el adelantado había "sacado más de cinco mil ánimas e acopio de vecinos, sin dejar en esta villa caballos ni recaudo necesario" (Rumazo 29-30). El gobernador se refería a la expedición que había salido de Quito a finales de enero de 1536 hacia el norte y en la cual unos doscientos españoles acompañaban a Belalcázar. Como veremos, a Pineda no le preocupaban tanto los 200 españoles que el adelantado se había llevado consigo como las otras 4.800 "almas" que su rival había reclutado.

Estas 4.800 "almas" han sido descritas por cronistas e historiadores como indios de servicio, indianos, yanaconas o anaconas. Esos apelativos disimulan mal el escaso interés que la participación indígena en las huestes de Belalcázar ha despertado entre los investigadores y lo poco o nada que se sabe sobre los miles de nativos provenientes de Quito y sus alrededores que acompañaron al adelantado en la conquista y colonización de lo que hoy es el sur de Colombia. La mayoría se ha limitado a afirmar que se trataba de "indios cargueros" cuyo papel consistía en transportar los víveres de los españoles. En el mejor de los casos, se los ha descrito como "auxiliares", sin que se haya establecido en qué consistía el "auxilio" que brindaban a las tropas de Belalcázar y, menos aún, si se trataba de un grupo homogéneo o si, por el contrario, lo integraban personas de muy diversa procedencia, etnia, rango y oficio.

Sin embargo, excavaciones arqueológicas realizadas en el Perú en el 2007, así como investigaciones efectuadas en Ecuador y Chile, y las más recientes teorías sobre migración andina prehispánica sugieren que los llamados "auxiliares" de las huestes españolas jugaron un papel más protagónico y complejo en la conquista de América de lo que se ha querido admitir hasta ahora. Asimismo, la presencia de estos indígenas en varios documentos oficiales de los siglos XVI y XVII indica que ellos siguieron desempeñando importantes funciones en la colonia una vez terminada la conquista. Lo anterior indica que bien valdría la pena preguntar de nuevo ¿quiénes eran realmente los indios que acompañaron a Belalcázar desde Quito y por qué lo hicieron? ¿Cuál fue su papel tanto en la conquista como en la colonización del suroccidente colombiano?

Indios conquistadores

En su estudio sobre la región amazónica del Ecuador en el siglo XVI, José Rumazo menciona que antes y después de la salida de Belalcázar hacia tierras neogranadinas reinaba en Quito un ambiente de mucha tensión entre los distintos lugartenientes de Francisco Pizarro (29-30). En medio de este ambiente, Gonzalo Díaz de Pineda redactó la carta en la cual acusó a Belalcázar de haber desocupado a Quito casi por completo. Rumazo afirma que, por esa misma época, Díaz de Pineda se proponía ausentarse de la ciudad, llevándose consigo mucha gente para ir a la conquista de los yumbos, pero que el cabildo se opuso a la solicitud del gobernador, argumentando que no podían sacarse más vecinos de la villa sin poner en peligro la vida de los mismos puesto que no había suficiente gente para "resistir los naturales". Cuenta Rumazo que Díaz de Pineda redactó entonces su epístola, en la que decía que cuando él había llegado de Lima había encontrado "la tierra alborotada de motines e ligas e muy necesitada de gente de los indios naturales de esta provincia porque el capitán Benalcázar se averigua y prueba haber sacado más de cinco mil ánimas" y que aquel tiempo en el que este capitán procedía de tal manera había sido el momento propicio para que el cabildo protestara (cit. en Rumazo 31).

Semejante descripción evidencia un ambiente de intensa competencia entre Belalcázar y sus lugartenientes por el recurso humano indígena que hacía posibles esas salidas. Linda Newson sostiene, en su estudio sobre el territorio de la actual República del Ecuador en el siglo XVI, que en manos de los españoles Quito se convirtió en un centro expedicionario de donde partieron innumerables excursiones en busca de nuevas conquistas (174). Según ella, lo que más exigían los españoles de los indígenas locales era su trabajo como "auxiliares" en estas empresas. Newson también sugiere que, durante la mayor parte del siglo XVI, la participación de esos auxiliares en las huestes conquistadoras fue de índole militar, y que solo hacia finales del siglo, cuando las expediciones empezaron a cobrar un carácter más misional que militar, se redujo su número en la medida en que pasaron a fungir como cargueros (174). Uno de los primeros ejemplos de colaboración militar de indígenas nativos del territorio que constituye hoy Ecuador con tropas españolas es el caso de los 3.000 "auxiliares" cañaris que, con la esperanza de librarse para siempre del yugo incaico, combatieron al lado de Belalcázar contra las fuerzas de Rumiñahui en la batalla de Tiocajas de 1534 (Newson 172).

Belalcázar haría su entrada en Quito poco después. Al año siguiente, saldría hacia el norte en busca del legendario Dorado. El jesuita Juan de Velasco dice que entre aquel y su teniente general, Juan de Ampudia (quien había partido unos meses antes con una columna de avanzada), llevaban 300 españoles y 6.000 "indianos" (Historia 2: 186-188). Aunque Velasco escribió en el siglo XVIII -250 años después de los hechos- y aunque ha sido acusado de haberlo hecho "solo de memoria, sin más archivos ni bibliotecas que los recuerdos", es importante tener en cuenta que él afirma haberse aplicado "a la constante fatiga de recoger impresos y manuscritos" durante los cuarenta años que vivió en el reino antes de su destierro; haberse familiarizado con la región, producto de los numerosos viajes que realizó a lo largo y ancho de ella; haber vivido por espacio de cinco años en Popayán, y haber sido un gran conocedor de los indígenas de la zona, además de hablar su lengua con fluidez (Padre 43-44). Por lo demás, Horacio Larrain Barros, avalando las cifras proporcionadas por Velasco, estima que hacia 1580 las expediciones organizadas por los españoles a distintas zonas del territorio podían haber contado ya hasta con 20.000 indígenas en sus filas (2: 47, 53).

La reconstrucción que hizo Velasco en 1789 de la incursión de Belalcázar en lo que actualmente es territorio colombiano resulta sugestiva. Él afirma que el adelantado dividió su cuerpo expedicionario en cuatro partes:

una de solo mil indianos que adelantaban como batidores, recogiendo vituallas, y siguiendo siempre el rastro de Ampudia [...] otra de la ala izquierda por el poniente de cincuenta hombres, con mil indianos, bajo el mando del capitán Pedro de Puelles; otra de la derecha al oriente, con otros cincuenta hombres y mil indianos, bajo el mando del capitán Alonso Sánchez; y la última del centro de cien hombres y mil indianos, en que iba el mismo Belalcázar.

(Historia 1: 186-188) Esta reelaboración es interesante por varias razones. En primer lugar, porque describe la conquista española de lo que hoy es el sur de Colombia como una campaña en la cual los indios superaban a los españoles en una proporción de 20 a 1. En segundo lugar, porque no existe en ninguna parte, ni en la correspondencia de Belalcázar ni en las probanzas de méritos y servicios o en los juicios de residencia de él y sus hombres, nada que se parezca a la versión de los hechos relatada por Velasco (Garcés); por el contrario, son escasas las referencias a los yanaconas, a los que este alude bajo el rótulo de "indianos". Por último, porque el número de "indianos" que menciona Velasco es cinco veces superior al número de criados indígenas por cada soldado español que la audiencia de Santafé reportaba para la época.

Según los oficiales de la audiencia de Santafé, en 1572 el promedio de servidores indígenas por cada soldado español era de 3 a 4: "porque para ir a nuevo descubrimiento o población no hay soldado [...] que no lleve tres o cuatro indios e indias que le sirvan" ("Particularidades" 116). Luego los "indianos" que servían a los doscientos soldados españoles de Belalcázar no debían sumar más de ochocientos efectivos. Sin embargo, Velasco sostiene que al adelantado lo acompañaban 4.000 indígenas. Semejante discrepancia llama la atención y obliga a preguntar ¿por qué una banda de 200 soldados requeriría de 4.000 cargueros? Un número tan desproporcionado de hombres sin armas solo podía estorbarles. Además, si todos eran cargueros desarmados que transportaban víveres, ¿por qué habría de colocarlos un curtido estratega militar como Belalcázar a la cabeza de una expedición bélica? Cabe anotar también que el término batidor, con el que Velasco describía a los "indianos" que encabezaban esta incursión ("batidores recogiendo vituallas"), era una expresión castrense que designaba a una persona que recogía inteligencia militar, no víveres. Sin duda, muchos de esos "indianos" eran vigías que tenían la tarea de reconocer el terreno y acopiar un conocimiento útil para la excursión. Pero, ¿mil vigías? La idea resulta inoperante, por no decir absurda, desde el punto de vista militar.

Solo es posible entender la reconstrucción que hace Velasco si asumimos que subsume a miles de militares indígenas bajo la categoría de criados o yanaconas. Existe, claro, la posibilidad de pensar que este jesuita, exiliado de su tierra natal luego de que la Pragmática Sanción de 1767 decretó la expulsión de la orden de los dominios de la Corona, en un afán revanchista contra la metrópoli, haya querido exagerar el número de nativos que participaron en esa conquista, pues la única evidencia directa que favorece su versión es la estrecha coincidencia entre sus cifras y el número de "almas" referidas por Díaz de Pineda. No obstante, hay indicios circunstanciales que respaldan la narración de Velasco y que invitan a reconsiderarla cuidadosamente.

Por el mismo año en que Belalcázar se dirigía hacia el futuro territorio colombiano, Diego de Almagro marchaba hacia lo que hoy es Chile. Dice el cronista Francisco López de Gómara que Almagro partió con "quinientos treinta españoles [...] y otros muchos indios honrados" (190). Gonzalo Fernández de Oviedo indica que la expedición de Almagro salió un 3 de julio de 1535 acompañada de "mucha cantidad de indios de servicio [...] de los que por su propia voluntad siguen a los cristianos cuyo intento y mantenimiento es la guerra" (131). Por su parte, el capitán Pedro Mariño de Lovera precisa que acompañaban a Almagro "muchos indios yanaconas (que es nombre índico el cual quiere decir mozos de servicio) [...] que no solamente servían de traer leña [...] también ayudaban a sus amos en la guerra". Además, señala que "habiendo hecho alto [...] vino en busca del adelantado un indio llamado Pablo Inga, hermano de Topa Inga, que a la sazón era rey del Perú [...]. Este Pablo traía consigo sesenta mil indios de pelea, para ofrecerse con ellos" (21-23).

La relación de Mariño de Lovera es respaldada por hallazgos arqueológicos realizados en el Perú que evidencian la participación de tropas incas al lado de los españoles, como ocurrió en el caso del campo de batalla de Cotaguarcho (Cotahuacho). Las excavaciones de Puruchuco, a las afueras de Lima, han mostrado que la coya Hatun Jauja y su ejército, aliados con los españoles, resultaron determinantes en la derrota de la rebelión del Cusco, encabezada por Manco Inca Yupanqui1. Si aceptamos que, en general, los conquistadores españoles del siglo XVI emplearon estrategias similares y que en sus expediciones intervinieron vastas huestes nativas, podríamos entonces suponer que los centinelas que avistaron por primera vez a las tropas del adelantado, a medida que estas hacían su entrada en lo que hoy es Colombia, debieron contemplar un espectáculo muy distinto del que hasta ahora han querido imaginar los historiadores de la Nueva Granada.

Velasco afirma que las huestes de Belalcázar avanzaban en forma de cruz y que la marcha estaba encabezada por una columna de mil indianos. Es de anotar que el jesuita solo menciona los nombres de los capitanes españoles que comandaban el ala derecha y el ala izquierda, cada una con cincuenta soldados hispanos, mientras que asegura que Belalcázar comandaba la columna central, donde marchaban los otros cien españoles. Sin embargo, olvida mencionar el nombre del capitán que guiaba la avanzada. ¿Por qué? ¿Acaso porque, tratándose de un contingente totalmente indígena, el nombre del oficial o huaranka kamayuk que muy posiblemente lo comandaba no le parecía tan importante como para registrarlo en los anales de la historia?

La reconstrucción hecha por Velasco sugiere dos posibles escenarios. En el primero, las huestes de "indianos" habrían estado compuestas por antiguos enemigos de los incas aliados con los españoles (como las tropas cañaris que combatieron al lado del adelantado en Tiocajas); en el segundo, esas mismas fuerzas habrían sido integradas por soldados otrora pertenecientes al ejército inca, convertidos en mercenarios en esta nueva campaña europea. En cualquiera de los dos, habrían marchado de manera similar a como lo hubieran hecho en la era incaica: cien chunka-kamayuks, cada uno al mando de diez hombres; veinte picca chunka kamayuks, a la cabeza de cinco escuadrones cada cual, y diez pachac kamayuks, cada uno al frente de una compañía de cien hombres2. Fiel a la estrategia militar inca, el huaranka kamayuk que probablemente lideraba la columna de avanzada habría apostado sus boleadores y arqueros adelante, seguidos de hombres que portaban macanas, chambis y cunka chukunas para el combate cuerpo a cuerpo3. Los lanceros habrían cerrado filas en la retaguardia.

Los vigías locales, que posiblemente espiaban la progresión de esta incursión invasora, habrían divisado al cuerpo principal de la expedición, con sus alas extendidas hacia el este y el oeste, desplazándose de modo muy parecido a la columna de vanguardia. Pronto habrían detectado que la ordenada formación de boleadores, arqueros, macaneros y lanceros en cada ala escoltaba a un conjunto pequeño de españoles a caballo. El grupo más numeroso de ibéricos habría marchado en el centro, acompañado de cargueros y de otros auxiliares, un buen número de los cuales eran mujeres. De no haber sido por los hispanos y sus caballos, los vigías ubicados a la vera del camino habrían pensado que se trataba del mismo ejército que una generación antes había conquistado a los pastos que vivían al sur del río Guáitara. Estos aucarunas a sueldo seguían entonces el rastro de humo y muerte que Ampudia y sus hombres iban dejando atrás4. En este nuevo ejército europeo, los anteriormente gloriosos soldados del Imperio inca se habrían convertido en carne de cañón.

Esta reconstrucción concuerda, como se ha visto, con las conclusiones que se desprenden de hallazgos arqueológicos hechos en el Perú y de relatos como los de Mariño de Lovera y otros cronistas e historiadores, los cuales dan cuenta del papel protagónico que jugaron los ejércitos amerindios en las conquistas españolas del Nuevo Mundo. En este sentido, permite ante todo considerar seriamente el papel central que desempeñaron las huestes indígenas en la conquista del territorio de la futura Colombia5.

Orejones, aliados y soldados de fortuna

Hasta ahora, la explicación del gran número de indígenas que integraban las huestes españolas ha favorecido la idea de que ellos cumplían servicios forzados. Sin embargo, existen interpretaciones que sugieren que este fenómeno hacía parte de una dinámica migratoria más compleja, iniciada por los incas en su ofensiva imperialista y exacerbada por la conquista hispánica (Deprez 303-314; Powers; Sánchez-Albornoz; Wightman). Un análisis de cómo la presencia de nativos en las huestes de Belalcázar pudo haber respondido a prácticas instauradas por los incas en el Chinchaysuyu, durante la expansión del Tawantinsuyu, acaso nos ayude a entender, mejor que la idea del sometimiento, los motivos que llevaron a hombres y mujeres indígenas a participar masivamente de la empresa conquistadora española.

En realidad, los incas habían precedido a Belalcázar por ochenta años. En 1455, el inca Tupac Yupanqui organizó una campaña militar para ampliar la frontera norte del imperio. En 1495, mientras los españoles atracaban en las costas de Hispaniola, Huayna Capac cerraba con broche de oro la campaña de expansión que su padre había iniciado cuarenta años atrás. Luego de la decisiva batalla de Tontaqui (Atuntaqui o Hatuntaqui), en la cual cayó Caccha Duchicela, Huayna Capac desposó a la hija y sucesora de este, Paccha Duchicela, con lo cual consolidó el dominio del imperio sobre las provincias norteñas de Pichincha, Imbabura y Carchi.

Esta última provincia constituía, junto con la de Nariño, una sola región cultural habitada por los pastos. Los incas habían logrado conquistar a los pobladores del Carchi, pero no consiguieron dominar a los que moraban al norte de la provincia, los cuales conservaron su autonomía. Después, siguiendo su habitual protocolo de conquista y colonización, trasladaron a muchos de ellos hacia el sur, a lugares tan apartados como el lago Titicaca. Newson afirma que en el valle de Quito había varios asentamientos de pastos y que en el mismo Quito, en Tumbaco, había uno (131). Esto indicaría que los habitantes de esa zona estaban familiarizados con las gentes que provenían del norte del río Carchi. Es posible que las consideraran como algo más que forasteras; tal vez hasta tenían parientes en la frontera.

Sin duda, los unía una compleja red de lazos y filiaciones, pues el Tawantinsuyu se había afianzado sobre la base de una política de interculturalidad fundada en un patrón relacional que estaba, a su vez, vinculado a la permeabilidad de las fronteras étnicas que posibilitaba y promovía la interacción regulada de distintos grupos étnicos (Hernán). La región estaba habitada por un gran número de migrantes, hombres y mujeres cuyos padres o abuelos habían sido reubicados en la zona tan solo unas cuantas décadas atrás. Pedro Cieza de León, que viajó por ella entre 1536 y 1548, describe un territorio en plena conmoción: "En el Perú no hablan otra cosa los indios, sino decir que los unos vinieron de una parte y los otros de otra, y con guerras y contiendas los unos se hacían señores de las tierras de los otros" (116). En ese entonces, una nueva ola de invasores desestabilizaba la región.

Aunque la historiadora Karen Powers señala que la compleja superposición de gentes y culturas -resultante de las conquistas aborígenes, incaicas y españolas que tuvieron lugar en los Andes ecuatorianos entre los siglos XV y XVI- hace casi imposible la tarea de recomponer la demografía y la etnohistoria del área (13-14), es fácil ver que ese territorio no podía albergar una gran cohesión social: las lealtades y alianzas que existían debían ser precarias, por no decir otra cosa. En este escenario, puede que los intereses de españoles e indígenas hayan coincidido más de lo que suele pensarse. Es probable que esta nueva coyuntura les brindara a aquellos pastos, que cuarenta años atrás habían sido desplazados por los incas hacia el sur, la oportunidad de regresar a sus hogares originarios. De haber sido así, la idea de enrumbarse hacia el norte en compañía de las tropas de Belalcázar no les habría resultado del todo extraña.

Desde luego, muchos de los indígenas que marcharon con Belalcázar rumbo al norte lo hicieron como ayudantes de toda suerte. Mariño de Lovera, al referirse a los nativos que en 1535 se encaminaban hacia Chile con Almagro, lo dice claramente: eran "muchos indios yanaconas [...] mozos de servicio" (23). Pero anota inmediatamente que "también ayudaban a sus amos en la guerra" (23).

Un amparo de libertad redactado en Santafé en 1590, por solicitud de una india de nombre Elena, permite entrever, así mismo, el rol militar que los yanaconas desempeñaron en la conquista y pacificación de la Nueva Granada. Según el documento, Elena estaba solicitando este recurso de protección porque, a pesar de que era dueña de una tierra llamada Chucuni, dos españoles, vecinos de Ibagué, pretendían desalojarlos a ella y a sus parientes: "digo que yo la dicha Elena tengo un pedazo de tierra que lo heredé de mis padres los cuales lo ganaron en otros tiempos con la lanza en la mano de otros enemigos [...] dicha tierra [...] se llama Chucuni" (AGN, CI 66, ff. 619 r.-624 v.). En el Diccionario indio del Gran Tolima, del lingüista Pedro José Ramírez Sendoya, la palabra Chucuni aparece como el nombre de una vereda a las afueras de Ibagué, habitada originalmente por "indios yanaconas del Perú" (236). Pero lo que más llama la atención en el documento referido es el argumento que Elena esgrime para justificar su reclamación. Ella demuestra que pertenecía a una segunda generación de yanaconas cuyos padres habían peleado al lado de los españoles. A cambio de este "auxilio", los padres de Elena, muy probablemente, habían obtenido el derecho de asentarse de manera libre en un repartimiento llamado Chucuni.

Igualmente, en la obra de Juan de Castellanos se encuentra una estrofa que evoca el rol militar que los yanaconas habrían cumplido en las huestes de Belalcázar, en una de las ocasiones en que la villa de Timaná fue atacada por los yalcones6. Incluso, el pasaje dice que no todos eran soldados rasos, sino que había orejones entre ellos7. Fray Pedro Simón también describe una batalla que habría tenido lugar en 1544 entre las tropas de Belalcázar y los paeces, en la cual algunos orejones habrían peleado al lado de los españoles8. La crónica de Mariño de Lovera indica, en el mismo sentido, que por el año en que Belalcázar partía en busca del Dorado, una parte del ejército inca se unía a las tropas de Almagro que se dirigían hacia Chile. A la cabeza de esa fracción se hallaba Pablo Inga, hermano del inca reinante. Los testigos que Pablo Inga citó luego en una probanza confirman el hecho: "vio como yendo camino de Chile iban con el dicho Pablo muchos principales y señores" (cit. en Vidal).

Si "muchos" orejones participaron de la expedición de Almagro hacia Chile en 1535, no es imposible suponer que otro tanto hubiese ocurrido con la de Belalcázar hacia la futura Colombia, como refieren Castellanos y Simón. Frank Salomon nos recuerda que "el régimen híbrido producido en la primera etapa de la invasión española interpuso, entre la pequeña minoría conquistadora y la mayoría aborigen, una capa de exoficiales del Tawantinsuyu" (59). Después de todo, la incorporación de tropas y de oficialidad indígena a las filas hispánicas cumplía el doble propósito de restarle hombres y mandos a los territorios dominados -posibles combatientes y dirigentes en un levantamiento- y a la vez engrosar los contingentes destinados a nuevas incursiones.

Pero si los españoles tenían evidentes razones para reclutar combatientes aborígenes, ¿qué motivos animaban a estos a engrosar las huestes europeas? Indudablemente tenían varios, pues, como hemos visto, el rótulo de yanaconas con el que los cronistas designaron indistintamente a los indios que participaron de la empresa conquistadora cobijaba a una masa heterogénea de individuos, entre los que se contaban orejones, soldados rasos y ayudantes de toda clase. Los orejones, ciertamente, se percibían a sí mismos como hombres libres involucrados en una campaña en la cual eran aliados de los invasores, antes que sirvientes en una marcha forzada. En cuanto a los soldados rasos y "mozos de servicio", la solicitud de amparo de la india Elena nos ofrece una pista: la ocupación hispánica de las futuras tierras colombianas les habría proporcionado la esperanza de mejorar sus condiciones de vida.

Los incas, en su meteórica expansión, habían creado una casta de hombres y mujeres sin tierra que debían alquilar su fuerza de trabajo al mejor postor. Y los mejores postores ahora eran los españoles. La posibilidad de acompañar a estos en esa aventura militar infundía en los yanaconas la ilusión de conquistar un pedazo de tierra propio, la tan anhelada chagra, junto con un estatus mínimo. Las tropas europeas pueden haber representado una instancia expedita de integración y promoción social para miles de aborígenes que de por sí tenían muy poco que perder. Al menos era la ocasión de distanciarse, tanto física como socialmente, de los indios que iban quedando atrás para trabajar en las encomiendas y las minas. Los españoles habrían capitalizado muy pronto las aspiraciones y frustraciones de un sector marginado de la población del Tawantinsuyu. Irónicamente, el mismo grupo de hombres y mujeres que habían hecho posible el ensanchamiento del Imperio inca impulsaría entonces la expansión del Imperio español.

Soldaderas

Pero las huestes indianas de conquista no estaban compuestas solo por antiguos enemigos, exoficiales y exsoldados del imperio; al lado de estos hombres y de aquellos que oficiaban como cargueros, marchaban cientos de mujeres. En este sentido, el relato de Velasco no solo desconoce a los aucarunas, también invisibiliza a las mujeres quechuahablantes que hacían parte de esta expedición. Castellanos y Simón, sin embargo, las mencionan en su recuento de lo que fue la expedición de Belalcázar al norte de Quito9. Una lectura conservadora de la información proporcionada por los oficiales de la audiencia de Santafé indica que el promedio de mujeres indígenas que acompañaban al adelantado y sus tropas podía estar entre doscientas y ochocientas: "no hay soldado [...] que no lleve tres o cuatro indios e indias que le sirvan" ("Particularidades" 113). El arqueólogo norteamericano Terence D'Altroy argumenta que la presencia de grandes contingentes de mujeres en los ejércitos incas era bastante común: "las unidades del ejército marchaban en compañía de un número importante de mujeres, la mayoría de ellas parientes de los soldados. Las mujeres se encargaban de la cocina y atendían a los heridos y enterraban a los muertos después de las batallas" (216).

Si los españoles enlistaban en sus ejércitos tropas indígenas y estas, a su vez, solían ser acompañadas por un gran número de mujeres, no debe sorprendernos que Belalcázar haya incorporado una cantidad tan importante de mujeres quechuahablantes en sus filas, sobre todo teniendo en cuenta que los hispanos tendían a adoptar aquellos rasgos de la cultura inca que se adaptaban a sus propósitos, como lo afirma la historiadora Ann Wightman (2). Pero hay otras razones que podrían explicar la concurrencia de tantas mujeres indígenas en las fuerzas conquistadoras. María Rostworowski sostiene que, antes de que los españoles desembarcaran en el Perú, las epidemias de origen europeo ya habían causado estragos entre la población y que, a consecuencia de esta situación, las mujeres del Tawantinsuyu se habrían visto obligadas a incrementar su participación en la guerra, especialmente en lo que se refería al apoyo logístico (6). Con la llegada de los ibéricos y la aguda competencia que se entabló entre capitanes por el recurso humano indígena, esta coyuntura se habría exacerbado, lo cual explicaría la considerable presencia femenina entre los hombres de Belalcázar.

Rolando Mellafe afirma que las tropas invasoras solían constituir verdaderas microsociedades migratorias, estratificadas y compuestas por diferentes elementos (132-133). La relación de Mariño de Lovera evidencia la participación en ellas de más de una categoría de auxiliares indígenas o yanaconas: había aborígenes que se desempeñaban como cargueros propiamente hablando; pero también había miles de exsoldados y exoficiales del Imperio inca, aliados y mercenarios al servicio de los españoles, antes que siervos. Había, igualmente, miembros de la nobleza incaica u orejones, un número significativo de mujeres y, muy probablemente, antiguos enemigos del Imperio inca.

Todos ellos confluyeron en la empresa conquistadora hispánica, en la cual empezaron a ser agrupados indistintamente bajo la voz quechua yanacona(s), aunque muchos no se habrían identificado como tales, pues en el Imperio inca este apelativo designaba a una casta específica de súbditos cuyas principales características eran haber sido desarraigados y estar al servicio de la nobleza. Con la llegada de los españoles, la antigua noción de yanacona(s) comenzó a denotar, no ya un segmento particular de la población del Imperio inca, sino a todos aquellos antiguos súbditos del inca que de una u otra manera -sin importar distinciones de etnia, rango, categoría social u oficio- pasaron a servir a los europeos. Como veremos, el campo significativo de esta noción seguiría evolucionando durante la Colonia.

Indios colonizadores

En su descripción de la expedición de Belalcázar, Velasco nos dice que la mayoría de los indígenas que lo acompañaban murieron en el valle del Patía. Los historiadores Kathleen Romoli y Luis Fernando Calero afirman que los indios que acompañaban al adelantado no murieron solo a causa del tórrido calor de los valles del Patía sino también debido a que fueron ellos quienes encajaron en primera instancia las bajas por cuenta de los ataques de los sindaguas (Calero 55-59; Romoli 258). Sin embargo, la ubiquidad de los yanaconas en los documentos oficiales del siglo XVI sugiere, o bien que un número suficiente de ellos sobrevivió, o bien que este grupo hacía parte de un patrón más amplio de migraciones de quechuahablantes hacia tierras ubicadas al norte de Quito que se repetiría a lo largo del siglo XVI.

La recurrente presencia de hombres y mujeres yanaconas en textos coloniales indica, así mismo, que estos jugaron un papel primordial en la colonización de lo que hoy es el suroccidente colombiano. El historiador Ary Campo Chicangana asegura que al menos 17.000 yanaconas se establecieron allí a lo largo del siglo XVI: "más de 17.000 Yanakunas [...] fueron separados violentamente unos, y por voluntad propia otros, y trasladados como guerreros, agricultores, pastores y cargueros. Algunos murieron guerreando, otros se fueron quedando a lo largo de la ruta recorrida por los invasores españoles" (31)10.

En las páginas siguientes examinaremos algunas de sus apariciones en documentos de los siglos XVI y XVII, que constituyen un testimonio del rol que cumplieron en la constitución de la Nueva Granada.

Intermediarios culturales

Muchos yanaconas perecieron en los valles del Patía a manos de los sindaguas. Avanzando como carne de cañón en la línea de fuego, habrían sufrido las primeras bajas a causa del ataque de los que Castellanos describe como escuadrones altamente disciplinados de guerreros (718; parte 3, canto 3). Muchos, sin embargo, sobrevivieron.

Treinta años después de la incursión inicial de Belalcázar y 950 km al norte de la frontera del actual territorio del Ecuador, el jueves 16 de mayo de 1569, uno de esos sobrevivientes -"indio lengua anacona de Quito cristiano y ladino"- se dirigía a una multitud reunida en la plaza de mercado de Tunja (AGN, CI 70, ff. 613 r.-621 v.). El "indio lengua anacona" estaba retransmitiendo la última proclamación del alcalde de la ciudad. Al parecer, aunque los españoles habían conquistado el lugar hacía tres décadas, les preocupaba que los lugareños estuvieran empeñados en seguir con sus vidas como si los europeos jamás hubiesen puesto un pie en la región. No es posible determinar si se trataba de una retransmisión literal, pero sabemos que el lengua yanacona, "muy diestro en la lengua de los dichos naturales", se dirigió a la multitud en chibcha:

En la ciudad de Tunja [...] doce días mes de mayo de mil quinientos sesenta y nueve años, el [...] licenciado Juan López de Cepeda, oidor y alcalde [...] dijo que por cuanto [...] es informado que todavía los caciques principales e indios de esta provincia [...] tienen sus santuarios e ídolos y templos y hacen uso de otros ritos y areitos diabólicos antiguos en ofensa de nuestro señor Dios [...] queriéndolo remediar [...] mandaba que de aquí en adelante ninguno ni algunos zaques principales e indios, así chontales como ladinos y cristianos conversos por años, no tengan ni consientan tener ni usar de los dichos santuarios ni ídolos. (AGN, CI 70, ff. 613 r.-621 v.)

El documento indica que el intérprete yanacona lo reportó todo fielmente porque estaba acompañado de Sebastián Ropero y Hernando Avendaño, "mestizos hijos de los que entienden su lengua de estos indios como nacidos en esta dicha ciudad", quienes habían sido encargados de vigilar que la traducción hecha por aquel fuese fidedigna. Lo que no explica es por qué Ropero o Avendaño no transmitieron ellos mismos el contenido del decreto. Pues, como "mestizos hijos de los que entienden su lengua de estos indios", su lengua materna era el chibcha, no así la del intérprete yanacona. Además, Ropero y Avendaño encarnaban una autoridad local que aquel no tenía. Entonces, ¿qué era lo que hacía de ese traductor un intermediario ideal para los españoles?

Los decretos del alcalde revelan una situación en la cual los europeos estaban lejos de tener el control, a tal punto que incluso los indios ladinos, aquellos que habían sido convertidos en los treinta años transcurridos desde la conquista de la región, estaban huyendo y juntándose con los chontales. Esto explicaría por qué las autoridades coloniales de la ciudad sentían que era necesario situar a dos mestizos -dos hombres cuya lengua materna era el chibcha, pero cuyas lealtades estaban con los españoles- al lado del intérprete yanacona para cerciorarse de que el contenido del mensaje fuera transmitido en forma veraz. Sin embargo, al optar por un traductor indígena, esas mismas autoridades parecen haberse inclinado por una estrategia conciliadora que les permitiera manejar el estado de anarquía al que se estaban enfrentando. Habían elegido a alguien con quien los locales podían relacionarse, alguien capaz de derrotar la desconfianza de los colonizados, en suma, capaz de ganarse los corazones de la multitud que lo escuchaba. En semejante situación, los indios amigos, como llamaban los españoles a los aborígenes que colaboraban con ellos, eran no solo útiles sino preferibles a los propios mestizos.

Indios amigos y carne de cañón

El mundo que este edicto nos permite vislumbrar se caracterizaba por un equilibrio precario que los españoles no dominaban del todo. Esta circunstancia favoreció la entrada en escena de intermediarios culturales como ese lengua yanacona. Poder mediar entre europeos y locales les brindaba a estos agentes del diálogo intercultural la posibilidad de ejercer cierta influencia sobre ambas facciones. No obstante, al mismo tiempo que sostenían relaciones privilegiadas con ellas, eran percibidos con desconfianza desde los dos sectores. Para los locales, se trataba de colaboradores de los colonizadores; para los hispanos, de colaboradores que podían conspirar contra ellos y traicionarlos, y a los que, por lo tanto, había que vigilar de cerca.

Juan Friede cita un informe de 1562 en el que se denuncian los excesos cometidos por el teniente Luis de Guevara contra los naturales durante una expedición punitiva organizada para castigar la rebelión de los quimbayas de 1557. Guevara fue acusado de abusar de ellos de tal manera que incluso los indios yanaconas, aliándose con los indios de la localidad, se habían rebelado contra los españoles: "porque una india yanacona llegó a la población de Anserma para 'invocar e incitar a todos los caciques de esta provincia' [...]" (Friede 76).

Pero a los yanaconas también se los usaba como carne de cañón en la lucha contra los indios de guerra o rebeldes. Prueba de qué tan arraigada era esta práctica es un informe de 1603 sobre la guerra contra los pijaos. En una carta dirigida al presidente de la audiencia de Santafé, don Juan de Borja, el cabildo de Ibagué describe cómo un grupo de diez soldados españoles habían salido de esta última ciudad disfrazados de yanaconas para unirse con doscientos indios amigos en procura de tenderles una trampa a los pijaos: "los vecinos con su pobreza se animan a defenderse [...] han salido ahora diez españoles arcabuceros en aviso de yanaconas con sus cabelleras disfrazados y doscientos indios amigos que van en su alcance de los dichos indios salteadores" (Ortega 61).

El costo de tan estrecha asociación con los españoles era alto para los yanaconas. Como aliados de aquellos, a menudo eran el blanco favorito de los indios rebeldes. Los europeos lo sabían y los usaban a su acomodo, colocándolos en la línea de fuego. Que esas alianzas podían resultar peligrosas se puede ver, por ejemplo, en un informe de 1542 sobre la primera rebelión de los quimbayas. Allí, un indio de nombre Apaca testificó que el cacique Yamba "había matado a una india llamada Isabel y a los yanaconas que la acompañaban" (Friede 25). Sin embargo, la posibilidad de obtener chagras a cambio de servicios constituyó un fuerte aliciente, durante 280 años de gobierno colonial, para aliarse con los españoles. El siguiente caso ilustra las complejidades de la lucha yanacona por hacerse con tierras durante la Colonia.

Hábiles políticos y agentes de mano de obra

En 1696, don Tomás Quimbaya, el gobernador indígena de los yanaconas que vivían en Neiva, acudió a los estrados judiciales. Don Tomás le había solicitado a la audiencia de Santafé que les permitiera a los yanaconas que estaban a su cargo reubicarse a las afueras de Neiva, en un poblado otrora habitado por los indios dujos. En su petición, Quimbaya afirmaba que los abusos del gobernador español, don Juan Marruto, se habían hecho intolerables y que, para evitar que los indios huyeran, era necesario autorizarles el reasentamiento que requerían:

El fiscal protector por Tomás Quimbaya gobernador de los indios anaconas de la ciudad de Neiva dice le informan que en el corto tiempo que ha que llegó por gobernador de ella don Juan Marruto [...] son como piezas tan miserables como dichos indios [...] les ha compelido su misma necesidad por redimirse de las vejaciones intolerables que experimentan a acudir a esta corte [...] y que para que no se les continúen, representan que el único medio para conseguirlo es la mudanza de dichos indios para lo cual refieren que a un cuarto de legua de esta dicha ciudad de Neiva hay un pueblo llamado los dujos que ha venido en suma disminución adonde piden ser agregados [...] y concediéndose por vuestra señoría lo referido ofrecen [...] fundar en dicho pueblo de los dujos cien almas y que es muy posible que a vista de su fomento y del alivio que con el tiempo reconocieren se agreguen muchas más [...] remedio y reparo único para que no se ausenten y anden dispersos en perjuicio de la Real Hacienda. (AGN, CI 62, ff. 95 r.-105 v.)

La audiencia de Santafé accedió a la solicitud y les ordenó a las autoridades de la ciudad de Neiva llevar a cabo la reubicación de los indios. Pero estas se negaron a hacerlo. En una audiencia acontecida en Neiva, el oidor don Diego de Rojas y Vargas citó a varios testigos yanaconas que declararon que, a excepción de los azotes que un tal Bernabé había recibido, los indios no recibían malos tratos. Con todo, un testigo de la parte de los yanaconas sostuvo que los indios se habían dispersado mucho antes del castigo recibido por Bernabé "por no tener tierras en donde poblarse". A pesar de esto, el oidor insistió en que la ciudad no podía prescindir de los yanaconas.

No es claro si la audiencia de Santafé aceptó la apelación de las autoridades de Neiva (el documento está incompleto), pero este caso es un buen ejemplo de los intereses en juego en la lucha de los yanaconas por la tierra y de la manera en que estos intentaban negociar a su favor. Como el escrito lo indica, para la época, la población de dujos había sido diezmada. Es evidente que don Tomás y los suyos habían detectado esta situación y la posibilidad que les brindaba de hacerse con una tierra convenientemente localizada al lado de sus rozas. La reubicación que pedían les ahorraría el tener que someterse a los abusos de los vecinos y encomenderos de Neiva. Pero los yanaconas constituían una fuente de mano de obra barata de la cual la ciudad se negaba a prescindir. En todo caso, don Tomás sabía muy bien que los funcionarios de la Corona estaban más preocupados por asegurarse de que los indios pagaran tributos que por cualquier disputa entre estos y los encomenderos. Y debía saber que el argumento presentado por él, en el sentido de que los indios a su cuidado empezarían pronto a huir si no se les permitía reubicarse -lo cual haría imposible la recolección de tributos entre ellos-, era poderosísimo a oídos de los funcionarios reales.

La migración indígena para escapar a las demandas españolas de mano de obra, a las reducciones y al pago de tributos constituyó un dolor de cabeza para los funcionarios coloniales durante el siglo XVI. Karen Powers afirma que a lo largo y ancho de los Andes, las palabras ausentes, forasteros y rezagos aparecían por todas partes en los informes de los burócratas (45). La respuesta de la audiencia de Santafé a la petición de don Tomás indica que la sombra del ausentismo y los rezagos tributarios aún los mortificaba a finales del siglo XVII. La endémica falta de mano de obra que aquejaba a las colonias hacía de gobernadores indígenas como este -que en ocasiones lograban obtener ventajas al enfrentar los intereses de la Corona con los de encomenderos y vecinos- proveedores de una fuerza de trabajo ideal.

Es de anotar que don Tomás consiguió despertar entre los funcionarios reales la expectativa de un mayor recaudo tributario argumentando que la reubicación de los yanaconas en el antiguo poblado dujo atraería a otros indígenas (yanaconas y forasteros) que, al asentarse allí, también pagarían tributos. Powers afirma que las reducciones y el estatus de los yanaconas eran muy apetecidos en la región andina por migrantes indígenas no-yanaconas que buscaban escapar de las encomiendas, la mita y el pago de tributos (46). Dado que estos hombres y mujeres llegaban a suplir la mano de obra de los pueblos y reducciones que estaban bajo jurisdicción real, los funcionarios de la Corona se hacían los de la vista gorda, mientras que los caciques yanaconas se veían favorecidos en la medida en que los migrantes contribuían a la economía de las parcialidades y aumentaban su capital político. Resguardos como el de don Tomás florecieron a todo lo largo del camino real de Quito, desde Popayán hasta Neiva, y de allí hasta Ibagué. Eventualmente, el olfato de hombres como él para agarrar las oportunidades y negociar con las autoridades españolas les permitió a las comunidades yanaconas obtener tierras y prosperar.

A pesar de que los historiadores y cronistas de la Colonia nunca reconocieron la envergadura y relevancia de la participación de los yanaconas en la constitución de la Nueva Granada, los funcionarios de la administración colonial comprendieron muy bien el valor y la utilidad de dicha población. Como indios amigos, los yanaconas eran vigilados de cerca y, siempre y cuando fuera conveniente, consentidos por los españoles. Como fuerza de trabajo, por su anterior condición social dentro del Imperio inca, estaban más familiarizados con la lógica laboral de los europeos que las culturas locales, que rechazaron esa lógica tenazmente. Como intermediarios, demostraron ser indispensables, franqueando las barreras lingüísticas y culturales que existían entre europeos y locales. Como aliados militares, constituyeron el grueso de unas tropas sin las cuales la conquista desde el sur del futuro territorio neogranadino no se habría llevado a cabo.

En este proceso de conquista y colonización, los yanaconas desempeñaron, a menudo simultáneamente, papeles disimiles aunque no por ello excluyentes: conquistadores y carne de cañón, aliados y soldados de fortuna, soldaderas y colonizadoras, intermediarios culturales, proveedores de mano de obra y hábiles políticos. La evidencia sugiere que, intentando mejorar sus condiciones de vida, participaron de ese proceso en calidad de sujetos agenciadores de su propia historia. Por todo lo anterior, su importancia como aliados y socios de los españoles en la conquista y colonización de lo que ahora es el sur de Colombia no puede desconocerse.


Notas
1 Guillermo Cock y Elena Goycochea han exhumado setenta esqueletos en Puruchuco: solo tres muestran señales de haber muerto por el embate de armas españolas. Efraín Trelles afirma que, en el juicio que tuvo lugar años después, los herederos de Pizarro sostuvieron que la defensa de Lima había implicado una alta erogación del patrimonio familiar y que la Corona debía recompensarlos. Pero la Corona llamó a varios testigos indígenas que dijeron que la mayor parte del combate había tenido lugar entre indígenas y que los españoles que habían participado lo habían hecho rodeados de nativos que los protegían (The Great).
2 Kamayuk era el nombre que se le daba a un oficial del ejército inca; chunka, picca chunka, pachac y huaranka designaban distintos rangos militares en el ejército inca (Bravo, Macías y Aguilar 27).
3 Chambis: mazos cubiertos de púas; cunka chukunas: hachas de cobre o piedra.
4 Aucaruna: soldado inca.
5 Véanse las crónicas de Pedro Cieza de León sobre la conquista de la región andina y de Bernal Díaz del Castillo sobre la de México; y, más recientes, los trabajos de Espinoza y de Ruiz-Esquide.
6 Juan Marchena afirma que, aunque la credibilidad de Castellanos ha sido cuestionada, debemos recordar que él participó, entre 1544 y 1554, de varias de las expediciones que se organizaron durante la conquista de la Nueva Granada (27-43). Por su parte, Bernardo Tovar Zambrano y Carlos Eduardo Amézquita afirman que, a pesar de que no tomó parte en la campaña contra los yalcones, Castellanos conoció a varios de los capitanes españoles que participaron en ella (237-238).
7 "Hicieron en los fuertes sus garitas / [...] Entraron muchos indios yanaconas / [...] Por ser algunos dellos orejones / Cursados en belígeras cuestiones" (Castellanos 919; parte 3, canto 8).
8 "Los indios de servicio yanaconas [...] mostraron sus voluntades [...] porque como habían bajado del Perú y eran orejones, los más querían volverse allá" (Simón 3: 113; cap. 25).
9 "Muchos indios e indias de servicio / Que por acá llamamos yanaconas / [...] Caminaron la vía del oriente" (Castellanos 878; parte 3, canto 4). "Con gran carruaje de yanaconas y otros indios e indias sirvientes [...] comenzó su jornada a la parte del oriente" (Simón 3: 25; cap. 4).
10 Además de su investigación en el Archivo Central del Cauca y en el Archivo Eclesiástico de San Francisco (Popayán), Campo Chicangana se basa en documentos del Archivo del Cabildo Indígena de Guachicono (Cauca) y del Archivo del Cabildo Indígena de Rioblanco (Cauca).


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