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Fronteras de la Historia

Print version ISSN 2027-4688

Front. hist. vol.18 no.2 Bogotá July/Dec. 2013

 

La Polémica sobre la ubicación del altar mayor de la catedral de México y la adopción del tabernáculo-ciprés exento

FRANCISCO JAVIER HERRERA GARCÍA1
JOSÉ MARÍA SÁNCHEZ2

1Universidad de Sevilla, España
fjherrera@us.es

2Universidad de Sevilla, España
jsanche@us.es

Recibido: 20 de enero de 2013
Aceptado: 5 de agosto de 2013


RESUMEN

La construcción de la catedral de México, en su mayor parte finalizada en 1667, dio lugar a una interesante polémica sobre el espacio idóneo para ubicar su altar mayor: en el crucero o en la cabecera -en línea esta segunda opción con las catedrales españolas-. Finalmente, las autoridades eclesiásticas se inclinaron por el procedimiento tradicional, si bien, en lugar de retablo adosado al muro, se optó por un original tabernáculo eucarístico, que siguió la costumbre de algunas catedrales peninsulares construidas a partir del XVI, como la de Granada y la de Málaga. La opinión de dos importantes arquitectos cortesanos, activos en Madrid, como fueron el hermano Francisco Bautista y Sebastián de Herrera Barnuevo, resultaría determinante. El maestro Antonio Maldonado se encargaría de la construcción del tabernáculo, que resultó transformado en el siglo XVIII y desapareció finalmente a mediados del siglo XIX.

Palabras clave: Antonio Maldonado, catedral de México, hermano Francisco Bautista, Sebastián de Herrera Barnuevo, tabernáculo, virrey Mancera.


ABSTRACT

Mexico's cathedral construction, mostly completed in 1667, led to an interesting debate about the main altar ideal location: in the transept or near the apse, in accordance with the spanish cathedrals. Finally, the ecclesiastical authorities preferred the traditional method, but instead of the attached altar to the wall, they opted for an original eucharistic exempt tabernacle, which followed the tradition of some spanish cathedrals built from the sixteenth century on, like those located in Granada and Malaga. The opinion of two courtiers and important architects, active in Madrid, as brother Francisco Bautista and Sebastián de Herrera Barnuevo, was decisive. The designer and tabernacle builder was the wood carver and assembler Antonio Maldonado. During the eighteenth century the tabernacle was transformed and finally, in the mid-nineteenth century it disappeared.

Keywords: Antonio Maldonado, Mexico's cathedral, brother Francisco Bautista, Sebastián de Herrera Barnuevo, tabernacle, Viceroy Mancera.


Piramidal, funesta, de la tierra
nacida sombra, al Cielo encaminaba
de vanos obeliscos punta altiva,
escalar pretendiendo las Estrellas [...].

Sor Juana Inés de la Cruz, Primero sueño

A lo largo de los años cincuenta y sesenta del siglo XVII, la catedral Metropolitana de la ciudad de México quedaría habilitada, en lo esencial, para la celebración del culto; sus largas y costosas obras serían dadas como suficientes para tal efecto, a falta aún de una serie de detalles, considerados entonces menos urgentes: la finalización de las torres, las portadas principales y ciertos ornamentos internos y externos. Tarea esencial, desarrollada bajo el mandato del virrey, octavo duque de Alburquerque (1653-1660), fue el cerramiento de la mayor parte de las bóvedas y el cimborrio, de lo que resultó el espacio interno apto para las celebraciones, según se verificó el 1 de febrero de 1656, cuando fue depositado el Santísimo en el sagrario del altar mayor y dedicado el nuevo recinto.

Desde ese momento, con el auspicio de los sucesores de Alburquerque en la corte virreinal, conde de Baños (1660-1664) y marqués de Mancera (1664-1673), los trabajos para a ornar el interior de la catedral se aceleraron, además de que se perfeccionaron algunas bóvedas aún pendientes, en la medida que reclamaba la grandiosa fábrica. No se olvidó la adquisición de importantes enseres y muebles litúrgicos cuya financiación correspondía al patronato real, especialmente el caso que ahora nos ocupa: el tabernáculo o ciprés emplazado en el altar mayor, pieza que no fue concebida y puesta en práctica sin que mediaran debates y discusiones previas, así como las habituales consultas cursadas en la metrópoli, según veremos, y cuya documentación plantea ideas de primera línea, sobre la organización del espacio del templo y sobre el mobiliario idóneo, propias de las directrices contrarreformistas del momento (figura 1).

Haciendo uso de la documentación conocida y de otra hasta ahora poco estudiada o inédita, profundizaremos en la trayectoria constructiva de esta obra de arquitectura lignaria y de mármoles, sin igual en su especie y por desgracia desaparecida cuando aún no tenía un siglo de existencia1. Para colmo de males, carecemos de una imagen, bien fuera traza o reproducción de otro tipo, que pueda acercarnos a su compleja y abigarrada apariencia, a pesar de las continuas menciones al primer tipo de imagen gráfica, el proyecto en virtud del cual se hizo realidad. Las descripciones de la obra, no muy exhaustivas, pero suficientes para permitirnos tener una idea general de aquella "máquina" arquitectónica y escultórica, vienen a subsanar en parte tales carencias.

Tal como de continuo se manifestó en la voluntad y el deseo de virreyes, contadores y superintendentes de la fábrica catedralicia, el modelo de las catedrales españolas planeó sobre la mexicana, tanto en cuanto a principios organizadores del espacio como a usos litúrgicos y mobiliario interno. Si el esquema general, con presbiterio separado de la cabecera, capilla de los reyes en la catedral mexicana, nos recuerda el patrón sevillano, la idea de instalar una especie de templete o tabernáculo nos acerca al ejemplo granadino, cuyo baldaquino, diseñado por Diego de Siloé en 1528 y realizado en 1561, hoy inexistente, se considera el primero de la serie de los desarrollados en Andalucía (Rivas 160-162) y en las catedrales novohispanas de Puebla, primero, y México, después (Morales y Castillo 306-308). No en vano, en 1646 declaró el obispo angelopolitano, Juan de Palafox y Mendoza, en relación con el entonces levantado en la catedral de Puebla, que "se ha formado [...] el altar mayor, de la manera que en Granada y Málaga y otros edificios modernos" (Galí, Pedro 185; Morales y Castillo 307) (figura 2).

El 20 de diciembre de 1667, don Jerónimo Pardo de Lagos, tesorero y pagador de la catedral de México, le notificaba al marqués de Mancera, virrey de Nueva España, la conclusión de las obras del interior del templo metropolitano con el cierre de las últimas seis bóvedas hasta hacía poco pendientes, "que siguen al trascoro y corresponden a la plaza mayor de esta ciudad, las dos del cañón principal y las cuatro de las dos naves procesionales" (AGI, G, AM 307). En realidad esta operación había finalizado el 22 de junio anterior, pero en diciembre quedaba la insigne edificación liberada de andamios y maderajes2.

Conocida la noticia, el virrey solicitó un informe más detallado, para cuya realización se desplazaron al edificio el escribano Francisco de Zúñiga junto al arquitecto mayor del virrey, Luis Gómez de Trasmonte, y el aparejador mayor, Rodrigo Díaz de Aguilera3. Estos, tras el respectivo examen, encontraron la obra concluida en sus cinco naves, sus 51 bóvedas rematadas con toda perfección, adornadas con las armas reales y los florones, y su espacio interior limpio de escombros y enmaderados.

El marqués de Mancera le escribió el 20 de julio de 1668 a la reina regente, doña Mariana de Austria, dándole cuenta del hecho y congratulándose de que, tras 95 años de obras, estas se hubieran concluido satisfactoriamente. El marqués afirmaba lo siguiente:

ha quedado el edificio extraordinariamente hermoso, magnífico y tan fuerte que, habiéndose multiplicado y arreciado los temblores de tierra desde 29 de julio del año pasado y hecho sentimiento en las casas más fuertes de la ciudad, el templo no ha padecido en parte alguna y solo falta para su total y último adorno interior enlosar el pavimento y construir el altar. (AGI, G, AM 307)

Al parecer, desde un primer momento, el sentir, tanto del tesorero Pardo como de los capitulares, era el de que había que posponer o ralentizar los trabajos arquitectónicos pendientes y dirigir los esfuerzos a la definición y construcción de un altar mayor acorde al esplendor del nuevo templo. Así, el 30 de diciembre de 1667, el tesorero le escribía al virrey solicitándole instrucciones para continuar las obras. Las actuaciones básicas que quedaban por realizar eran, en el exterior, ejecutar sus cinco portadas -las tres de los pies abiertas a la plaza mayor y las dos del crucero- y concluir las dos torres de la fachada principal o rematar la cornisa del perímetro del edificio4, y en el interior, levantar el altar mayor, centro y principal referencia visual del templo.

El tesorero se inclinaba por la segunda opción, es decir, por la ejecución del altar y sagrario, pues ya estaba aprobado un proyecto de gran "fortaleza y hermosura", diseñado por Antonio Maldonado, que habría de lucir enormemente (figura 3)5. La cuestión, tal como ya expuso Toussaint a partir de los Autos sobre cambiar de sitio el altar mayor, documentación en parte coincidente con la que nosotros manejamos del Archivo General de Indias, no estribaba tanto en la elección del tabernáculo en vez de un retablo testero, sino en la ubicación que el mismo habría de tener, si en el crucero, bajo el cimborrio del templo, o más próximo a la cabecera, en el lugar que finalmente ocuparía y donde hoy sigue situado el altar mayor de aquella catedral (AGI, G, AM 307).

En el fondo, subyace un viejo problema de organización, por el que habría de jugarse con el espacio disponible, altar mayor y coro de canónigos, de acuerdo con los usos y prácticas de la liturgia. Como es sabido, la tradición hispana arraigada en tiempos medievales tendía a ocupar la nave con el coro y a desplazar el altar mayor hacia la cabecera del templo, ambos espacios intercomunicados por un pasillo acotado o crujía. Desde Trento, sin embargo, se propugnó volver a la solución de las primitivas basílicas paleocristianas, de manera que una estructura exenta que contenía altar y sagrario, a modo de baldaquino o ciborio, se instalaba en el crucero o cerca de la cabecera. Al localizarse la sillería coral en el propio ábside o en un sector próximo al mismo, la nave principal quedaba franca.

No vamos a entrar en el debate que, en algunos casos, generó esta alternativa en España. Pero conviene recordar dos ejemplos emblemáticos, como fueron los proyectos de la catedral de Valladolid y la parroquia de Santa María de la Alhambra, ambos de Juan de Herrera, en los que figuraba el coro en la cabecera, tras el altar (Rodríguez, "Liturgia, culto"; Rodríguez, "Liturgia y configuración"). No obstante, el peso de las costumbres ceremoniales, el gran número de canónigos integrantes de los coros y la voluntad de aislarse del pueblo permitirían la pervivencia del planteamiento modélicamente expuesto por las catedrales de Toledo y Sevilla, con nave central interrumpida por coro.

Sintetizando la cuestión, ya expuesta por Toussaint, en un primer momento la opinión del contador y tesorero Jerónimo Pardo, apoyada por el maestro mayor Luis Gómez de Trasmonte, el aparejador mayor Rodrigo Díaz de Aguilera y un amplio elenco de competentes maestros del momento, era la de adaptarse a los planteamientos tridentinos y ubicar el altar en el centro de la catedral, en el crucero, dominado por la estructura exenta del tabernáculo, mientras el coro se aproximaría a los últimos tramos de la nave central, lo que dejaría un pasillo a modo de girola entre aquel y la capilla de los reyes para permitir el tránsito procesional. La idea se sustentaba en la modernidad que evidenciaba un templo de la categoría de la basílica vaticana, desde hacía poco provista del célebre baldaquino de Gian Lorenzo Bernini. Esta solución contribuiría a que "igualmente se pudiesen gozar los oficios de todo el ámbito de tan grande templo: lo eclesiástico con mayor independencia y superioridad a lo secular" (AGI, G, AM 307). El único inconveniente advertido era la posibilidad de que el presbiterio sufriera el efecto de las corrientes de aire que ocasionalmente penetrasen por las puertas laterales, para contrarrestar lo cual se estimó suficiente la instalación de canceles en ambas aberturas (Bonet, "El coro"; Toussaint 279-280).

Antes de que las consultas pertinentes fueran elevadas al Consejo de Indias, el maestro de ceremonias, don Pedro Velázquez de Loaysa, emitió el 6 de abril de 1668 su opinión favorable a que se respetara la tradición y la respaldó con una serie de consideraciones:

Primero, el emplazamiento de la mesa de altar y el púlpito que, necesariamente irían o mirando al coro o a los tribunales y pueblo, lo cual supondría que uno de ambos se privaría de la vista del ceremonial. Si se decidía ponerlo hacia el pueblo, el coro tendría dificultad para seguir los oficios y atender con atención y puntualidad las responsiones; si, por el contrario, se disponían mirando al coro, los fieles se privarían de la ceremonia con la consiguiente falta de atención.

Segundo, advierte la pérdida de lucimiento y gravedad en las ceremonias, sobre todo en el recorrido de los caperos desde el coro hacia el altar para preentonar el gloria, incensar el altar o dar la bendición.

Tercero, por una compleja cuestión de protocolo, pues vendría a remover los graves problemas que antiguamente se habían planteado entre la preeminencia del poder eclesiástico y civil dentro del templo (entre los señores virreyes y arzobispos) cuestión que ya había quedado zanjada y que la nueva colocación del altar reactivaría. (AGI, G, AM 307; Toussaint 281)

Planteada esta reflexión, el cabildo de la catedral concluyó manifestando, con gran diplomacia, su sometimiento a la voluntad del virrey y su confianza en que, "con cristiano celo", obraría como mejor convendría.

Ahora nos interesa la cuestión relativa al modelo de altar-sagrario aislado y a las razones que respaldaban su introducción. No era esta, ni mucho menos, una novedad exclusiva de la sede metropolitana; ya expusimos los ejemplos de las catedrales andaluzas de Granada y Málaga, el caso del propio baldaquino romano de Bernini, a todo lo cual habría que sumar el antecedente más inmediato, también citado, como fue el de la catedral de Puebla, realizado entre 1646 y 1649, con el auspicio del obispo Palafox, y que se ha querido identificar con el representado en un cuadro del pintor Bernardino Polo (Bonet, "Retablos" 244-246; Galí, "La catedral" 176-179; Galí, "Juan" 372-374; García 23-25; Lorda) (figura 4).

Los afanes de emulación justifican que México quisiera no solo imitar sino superar la magnificencia y originalidad del aparato poblano, como efectivamente sucedió6. La idea del tabernáculo pudo haberse gestado al menos una década atrás. Es sintomático al respecto que, a partir de 1653, cuando solo estaban cubiertas provisionalmente las bóvedas con tablazón de madera, en pleno fragor de los trabajos emprendidos por el octavo duque de Alburquerque, se habilitó el presbiterio "dejando el sagrario en medio, de suerte que por cuatro rostros se goza el Santísimo Sacramento". Quizás fuera este el sagrario o tabernáculo eucarístico para el que los tallistas y escultores Pedro Ramírez y Miguel de Ena le entregaron modelos al mencionado virrey, "de cuatro rostros cada uno [...] que son de la forma que se ha de hacer el sagrario que se ha de poner en el altar mayor de la catedral" (cit. en Estrada 445). Sería, con todo, una obra de reducidas dimensiones y carácter más bien provisorio, hasta que se fraguase el modelo dispuesto definitivamente en 1673. También se debe destacar el carácter experimental de la gran estructura del túmulo destinado para la celebración de las exequias de Felipe IV, obra del citado Pedro Ramírez, instalado precisamente en el crucero en 16667.

No dejan de resultar curiosas las coincidencias del caso mexicano con uno andaluz: el debate para proveer de retablo mayor a la capilla del sagrario de la catedral sevillana no resuelto definitivamente hasta 1704, año de inicio de la construcción del gran retablo envolvente con cascarón, por desgracia desaparecido, encomendada a Jerónimo de Balbás. Aquí no tenían tan claro el modelo de la máquina que debía presidir el testero del templo, finalizado en 1656, cuando fueron cerradas las últimas bóvedas. En 1662, el canónigo y mayordomo de fábrica Alonso Ramírez de Arellano presentó un proyecto de tabernáculo exento, cuyo diseño se había hecho en Flandes, arrimado al arco del camarín de la cabecera y provisto de sagrario y cuatro altares. Existía la posibilidad de elaborarlo en mármoles o en madera dorada, opción esta última por la que se inclinaron los capitulares en virtud de su menor costo.

Así mismo, como en el caso de la catedral novohispana, hubo aquí la oportunidad de previsualizar el efecto que ofrecería el presbiterio con una estructura de esa suerte, efímera, delineada por el maestro mayor catedralicio Sebastián Ruesta para celebrar el breve de la Inmaculada, también en 1662, al tiempo que la inauguración del nuevo templo. A pesar de las loas que sobre tal artilugio vertió Fernando de la Torre Farfán, la idea sería abandonada posteriormente por las dificultades técnicas, el elevado precio, el excesivo peso para el pavimento, pero sobre todo porque la tradición orientaría sucesivas miradas hacia ejemplos de retablos convencionales. Según Torre Farfán, el tabernáculo constaba de tres cuerpos decrecientes y se articulaba de forma muy clásica, mediante columnas. Lo engalanaban una serie de esculturas, al parecer debidas al escultor Francisco de Ribas (Recio).

Un aspecto sobre el que queremos llamar la atención, también presente en México y en el caso sevillano, tiene que ver con la principal de las virtudes litúrgicas de una estructura arquitectónica aislada. Si en México la documentación insiste en la ubicación de cuatro altares acomodados en cada uno de los lados del tabernáculo y si, al amparo del primer sagrario, se celebraron cuatro misas con ocasión de la primera dedicación del templo, el 1 de febrero de 1656, en Sevilla se expresó que una de las ventajas de la empresa era la posibilidad de que "si se quisiera se pudiese a un tiempo decir cuatro misas" (Recio 58)8. Esta cuestión no hemos de desestimarla, pues fue fundamental a la hora de inclinar la balanza por un altar mayor de ese tipo, si tenemos en cuenta la constante necesidad de celebrar que tenían los sacerdotes, los canónigos y en general el clero vinculado a la catedral, con el objeto de atender a sus obligaciones de capellanías, fundaciones pías, compromisos particulares, etc. Según señalamos, el cronista Guijo relata la excepcionalidad de aquellas cuatro misas conjuntas, algo inédito hasta entonces en la liturgia catedralicia: "a la novedad de cantarse cuatro misas a un tiempo, juzgando por acto de mofa, ocurrió a la catedral todo el reino y religiones, que quedaron confusos y admirados de ver el acto más grave y más grande que la Iglesia de Dios ha usado" (51-52). Quizás, unida al ejemplo poblano, igualmente provisto de cuatro altares, la posibilidad de este tipo de celebraciones magnánimas y aparatosas orientaría las voluntades del cabildo, el arzobispo y el virrey en el momento de optar por un tabernáculo exento.

La idea de este tipo de altar se registra en documentos al menos desde diez años antes de su materialización, tal como lo deja ver el hecho de que en 1663 hubieran sido provistas seis de las veinticuatro columnas de tecali que habrían de articular los dos cuerpos del futuro monumento (Estrada 456). En 1664, por orden del virrey conde de Baños tuvo lugar el pregón para admitir "posturas" para la realización del proyecto delineado por Antonio Maldonado:

[...] por el año pasado de mil y seiscientos y sesenta y cuatro con orden del excelentísimo señor conde de Baños se trajo al pregón en la Real Almoneda la obra del altar mayor, y sagrario, de la santa iglesia catedral de esta ciudad, según la planta y montea de Antonio Maldonado, y la postura más baja que se hizo fue de treinta y siete mil pesos. (AGI, G, AM 46)

Esta primera tentativa no llegaría a buen puerto por el alto precio que exigían los artífices, cuyos nombres desconocemos. Si los 37.000 pesos parecían excesivos, e incluso se indicaba que se habían presentado "posturas" de 40.000 pesos, tampoco resolvió el asunto saber que el contador, don Jerónimo Pardo, había encontrado un artífice que lo haría por 21.000 pesos, entre los que se contaban 8.000 pesos que se le debían a don Fernando Altamirano, anterior superintendente de las obras y suegro del virrey Mancera, quien se había ocupado personalmente de encargar las 24 columnas de tecali que articularían el tabernáculo (AGI, G, AM 46) (figura 5).

El referido importe de 21.000 pesos, que se habría reducido a 13.000 pesos si descontamos el precio de las columnas alabastrinas, en principio satisfizo. Sin embargo, debieron existir serias dudas sobre la posibilidad de que esa cantidad resultase suficiente para acometer lo proyectado por Maldonado, pues el virrey le ordenó a este emprender una nueva traza ajustada a dicho presupuesto. Ante todo, la autoridad no quería que en el transcurso de los trabajos el coste se hiciera insuficiente y las obras se prolongaran durante años. Dice el contador de fábrica, en una carta dirigida al virrey años después, en 1672:

[...] habiendo parecido a Ud. muy crecida esta postura con el celo que siempre le asiste al mayor servicio de su majestad y ahorro de su hacienda se sirvió vuestra mandarme obrar algunas diligencias extrajudiciales mediante las cuales hice que el maestro Antonio Maldonado volviese a formar la planta y diseño, que es la que demuestro por haber de ser esta el gobierno de dicha obra, y solicitando maestro de entera satisfacción, lo he hallado, que con las condiciones que se expresan en el papel que es con esta, juzgo lo ejecutará por solos trece mil pesos, en tiempo de un año, entregándoseles mil pesos al principio de cada mes, habiendo de poner luego en la dicha santa iglesia lo que se fuere obrando, para que desde luego se goce. (AGI, G, AM 46)

Según se desprende de las palabras del contador, Maldonado procedería a una reducción de lo inicialmente previsto, acomodando la obra a las disponibilidades monetarias del cabildo y las arcas reales. Por otra parte, se dejan ver las intenciones originales de buscar a un maestro hábil, distinto al proyectista, aunque finalmente se optaría por encomendarle a este último, Antonio Maldonado, la dirección de los trabajos.

A pesar de la superación de inconvenientes y dificultades, la obra se iba a demorar varios años, sin duda producto de la insuficiencia de caudales y de las últimas operaciones de cerramiento de bóvedas, pero en especial debido a la discusión sobre el emplazamiento del altar mayor al que ya hemos aludido. El debate, como en otros casos, se prolongó a lo largo del tiempo y derivó en consultas cursadas al Consejo de Indias, al propio rey y, en última instancia, a expertos arquitectos cortesanos, tal como había sucedido en 1614, cuando se solicitó el parecer del arquitecto madrileño Juan Gómez de Mora acerca de la planta y alzado del templo. El 10 de abril de 1668, el cabildo hizo suyo el sentir del maestro de ceremonias, como dijimos, en el sentido de abogar por la tradición. Así se lo comunicó al virrey Mancera en un largo informe en el que se argumenta la conveniencia de adaptarse a la distribución de las catedrales de Sevilla y Toledo, en las que se basó su liturgia, modelo adoptado así mismo por la primitiva catedral mexicana, ya desaparecida (AGI, G, AM 307; Toussaint 281).

Ante las grandes diferencias de opinión entre los maestros de obras y un importante sector del clero y del personal adscrito a la iglesia metropolitana, Mancera optó por desentenderse del problema recurriendo a opiniones emitidas en la otra orilla del océano. En carta fechada el 22 de julio de 1668, el virrey informó de la diatriba a la reina regente, doña Mariana de Austria. Destacaba en la epístola que su ánimo "fue poner el altar debajo de dicha cúpula y que la santísima custodia fuese adorada desde las cuatro partes del templo", opinión autorizada, según él, por la prestigiosa basílica romana de San Pedro "y de casi todas las más principales de Italia" (AGI, G, AM 307), entendidas como expresión de la modernidad y de las conveniencias postridentinas. Sin embargo, el marqués expresaba lo siguiente:

[...] no he querido resolver esta materia por no incurrir en uno de los riesgos como sería forzoso mudando el altar y el coro aunque sea mejorándolos de sitio contra el gusto y dictamen de los mismos que le ha de servir y gozar o erigiéndole o fabricándole (por darle gusto) donde no me parece que es la razón según reglas de buena arquitectura. (AGI, G, AM 307)

Anexado a la misiva iba todo el expediente de autos a los que había dado lugar tal cuestión. Tenemos ahí la mejor prueba de la importancia que le fue concedida así como el enconamiento de ambas posturas, pues el virrey mandó a imprimir dichos autos y a acompañarlos, en cañón de hojalata, de la planta del templo, "con denotación de los lugares que hoy tienen provisionalmente el altar mayor y el coro, y de los que según mi corta inteligencia pudieran y debieran tener" (AGI, G, AM 307).

El 29 de enero de 1669, la reina regente le respondió al marqués agradeciendo sus informes sobre la conclusión de la catedral y elogiando su diligencia con las obras, y añadió en última instancia: "en el punto que mira a la parte donde se ha de colocar el altar mayor se queda mirando y se os dará aviso de lo que se resolviere" (AGI, G, AM 307). El ansiado aviso habría de demorarse más de un año, pues solo el 26 de junio de 1670 los afamados arquitectos cortesanos, el hermano jesuita Francisco Bautista (1596-1679) y el discípulo de Alonso Cano, Sebastián de Herrera Barnuevo (1619-1671), emitieron un breve informe en el que se mostraban de acuerdo con seguir la tradición de las catedrales españolas disponiendo el tabernáculo próximo a la cabecera y el coro en medio de la nave. Los argumentos esgrimidos por ambos expertos son bastante claros y muy expresivos de la mentalidad religiosa del Barroco en España, cuando el desarrollo de capillas específicas para el Santísimo era una realidad. Basándose en la necesidad de resguardar el Santísimo, los arquitectos afirmaron:

Habiendo precedido el reconocer la traza del templo y demás papeles que la acompañan con toda atención, y considerados los ejemplares que se proponen desde México y los que tenemos a la vista en los más celebrados templos, antiguos y modernos, así en España como en Italia y otras provincias de la cristiandad y en siglos más retirados, lo que también nos dicen las Sagradas Letras y los escritores profanos que dieron preceptos en esta materia a la posteridad fundados en arte y razón, y atendiendo al uso y comodidad de las iglesias catedrales de nuestros tiempos, nos parece ser debido a la mayor decencia del culto divino, que en los palacios de los príncipes no sea visto el Señor desde la puerta, pues se aumenta el respeto cuanto mayor es la diligencia en buscarle, ganando a grados, desde el atrio hasta el lugar de la adoración, el retiro del sancta sanctórum y cuanto más celan una y otra cortina, la deidad crece más la veneración y así estará más bien el altar mayor en el sitio señalado en la traza con la letra "C", que está frontero a la capilla de los reyes, retirado más adentro de la media naranja. Este es nuestro parecer fundado en los ejemplares que se insinúan y en el sentir de personas doctas en las ceremonias eclesiásticas y peritas en la arquitectura con quienes se ha comunicado y que se ajusta a los debidos espacios de la planta de tan ilustre templo. (AGI, G, AM 44; AGI, G, AM 307)

Volveremos luego a tratar este escueto pero importante parecer, hasta ahora prácticamente ignorado, aunque haya sido citado ya en la documentación catedralicia conocida9. Pero antes debemos relacionar las posteriores actuaciones, hasta la contratación y la puesta en marcha del proyecto.

El cabildo deseaba ver cumplido el objetivo de determinar la disposición del altar; una vez efectuado este trámite, podría acometerse la obra del tabernáculo, el sagrario, la crujía, las tribunas para el virrey y los tribunales, etc. Prueba de esa necesidad es la carta que le dirigió a la reina el 4 de mayo de 1669, en la que le rogaba celeridad en la toma de las decisiones precisas:

La fábrica de este magnífico templo y catedral suntuosa que a tan crecidas expensas de la liberalidad cristiana y religiosa grandeza de vuestra majestad se ha labrado, se halla hoy sin altar mayor y sagrario, en que con la decencia y lucimiento y ornato que pide obra que vuestra majestad ha hecho, se coloque el cuerpo de Cristo sacramentado para que todos los fieles le rindan reverente culto y las adoraciones debidas: fin solo a que mira toda la hermosa fábrica de este primoroso edificio y aunque para efecto de labrar dicho altar y sagrario por disposición del conde de Baños, que gobernaba por vuestra majestad este reino, se condujo a esta iglesia cantidad de piedra tecali, se comenzaron las columnas y con efecto se labraron algunas, porque después acá no se han continuado su labor y se ha suspendido su construcción, suplicamos a vuestra majestad con todo rendimiento, se sirva con su piedad católica y religioso celo de mandar se continúe, perfeccione y acabe que será de universal consuelo a todos estos reinos. (AGI, G, AM 307)

Tales dilaciones y distracciones en la ejecución del templete, evidentemente relacionadas con la insuficiencia de caudales y la lentitud de la Audiencia Real para dar los libramientos oportunos, llamaron la atención del Consejo de Indias, que instó a apresurar la conclusión de la obra a través de la autoridad real. La misiva dirigida al virrey por parte del consejo, el 12 de junio de 1670, lamentaba aquella situación del siguiente modo:

En todo este tiempo no se halla ningún despacho que hable de la fábrica, de la custodia o del sagrario y altar mayor de la iglesia de México, que es de la que trata esta carta del cabildo eclesiástico de 4 de mayo de 1669, que da motivo a todo lo referido. Ni tampoco se halla que el virrey marqués de Mancera hable de esta materia en las cartas que últimamente vinieron en la flota de este año de 1670. (AGI, G, AM 307)

Para urgir la ejecución inmediata del altar sería provista, además, una real cédula fechada el 9 de julio de ese mismo año, de cuya recepción dio cuenta el virrey Mancera el 21 de noviembre de 1670. Este, después de darse por enterado del dictamen pericial de Herrera y Bautista, hizo los siguientes compromisos:

[...] que el dicho altar mayor se ponga en el sitio que iba señalado en la planta con la letra "C" que está frontero a la capilla de los reyes retirado más adentro de la media naranja, mandándome vuestra merced que en esta conformidad disponga se ejecute y que dé cuenta a vuestra merced de haberlo hecho. Y cumpliendo con el tenor de dicha real cédula, ordené luego que la recibí se hiciese notoria al maestro arquitecto de la fábrica del templo, y que se entregase un testimonio a don Gerónimo Pardo de Lago, superintendente de dicha fabrica que daría las ordenes convenientes sobre su más precisa y literal observancia, y quedan ejecutadas ambas diligencias desde 13 del mes pasado. (AGI, G, AM 44)

Pese a todas las premuras y prisas, faltaban dos años para que la ejecución del altar comenzara a ser una realidad, dos años en el transcurso de los cuales no se dieron testimonios indicativos de que se hubieran tomado medidas de especial relevancia. Por un informe del maestro mayor de fábrica, Luis Gómez de Trasmonte, de diciembre de 1672, sabemos que los trabajos habían transcurrido con lentitud, especialmente el labrado de las veinticuatro columnas de tecali y la ocupación de los oficiales en terminar otros elementos importantes del templo, como las portadas:

En las ocasiones que, o para dar enjugo a dicha portada o por falta de algún material de los que se compone se ha dejado de trabajar en ella, se ha ocupado la gente en ir labrando las columnas de tecali o jaspe para el altar mayor, según las medidas de la montea del maestro Antonio Maldonado, y están labradas veinte y cuatro de que se ha de componer el altar, que son de singular hermosura y perfección (que su existencia tiene reconocida) y, vencida esta dificultad, tendrá más corriente la ejecución de dicho altar. (AGN, RH 94, f. 217 r.)

Estas palabras constituyen un buen testimonio de la lentitud que implicaba tallar las columnas del noble material y de la celeridad de los trabajos una vez finalizadas, tal como vienen a confirmarlo otros documentos. El ensamblaje y la talla de la madera eran prácticas más habituales y de ejecución más rápida. Desde que comenzaron estas actividades, los trámites para firmar el contrato se precipitaron; el 20 de diciembre, el maestro Antonio Maldonado estableció las condiciones con base en las cuales se acordaría el compromiso (AGI, G, AM 46)10. Las mismas serían aprobadas el 9 de enero del siguiente año, 1673, en una junta a la que asistieron el virrey, los tribunales, los oficiales de la audiencia, los alcaldes del crimen, etc., y que dio por buenos los requisitos y proyectos estipulados por el maestro y presentados por el mayordomo, Jerónimo Pardo (AGI, G, AM 46). Resueltas las últimas reticencias y los últimos trámites, el 14 de ese mes se otorgó el compromiso entre Pardo y Maldonado, a quien asistían como fiadores, y suponemos que también como oficiales del tabernáculo, su hijo Pedro y el maestro ensamblador y arquitecto Juan Montero (AGI, G, AM 46; AGN, RH 94, ff. 207 r.-212 v.; Castro, "Juan"). Se estableció el plazo de un año, el precio de 13.000 reales y la obligación de comenzar los trabajos tan solo tres días después, el 17 de enero.

A partir de ese momento, las labores transcurrieron, parece, con celeridad y sin problemas que las retrasaran. El cabildo se obligó a proveer el basamento y, por una carta dirigida al rey el 3 de marzo de ese año, sabemos que el virrey le había enviado ya al monarca el modelo del altar compuesto por planta y montea, y que se vanagloriaba, para satisfacción de su majestad y sus reales cédulas, de estar a punto de finalizar la obra:

[...] que para el día 7 de septiembre de este año, sin interrupción, la obra de la portada principal quede fenecida, perfecto y colocado el dicho sagrario y altar, [...] y aunque [en] la escritura otorgada por el artífice no queda obligado a dar acabadas para el mismo plazo sino para el 17 de enero de 1674, los veintisiete bultos de que consta la obra, espero que mediante el premio que de mi hacienda le he ofrecido, ha de concluirse toda con anticipación. (AGI, G, AM 46)

Ni qué decir tiene que Mancera preveía ya el final de sus días al frente del virreinato y que el altar mayor venía a rematar su gestión como virrey, así como su ejemplar empeño en las obras de la catedral. Todo ello nos hace entender las prisas por ver acabada, bajo su mandato, la soberbia "máquina". Los acontecimientos que se sucedieron a continuación avalan esta idea, pues la construcción sería estrenada el 15 de agosto de 1673 (Toussaint 118). Pero en aquel entonces la estructura arquitectónica no disponía aún de todas las veintisiete esculturas que debían integrarla, por lo cual Mancera declaró que, a pesar del plazo de un año, todo estaría perfeccionado el 20 de noviembre, fecha en la que tomó posesión como virrey el duque de Veragua (AGI, G, AM 47). El altar y sagrario catedralicio era la guinda que venía a coronar su paso por la Nueva España al servicio del rey.

Conocemos con bastante precisión el final de los días de este primer ciprés, de los tres con los que habría de contar la catedral. A partir de 1742 sería renovado por completo, bajo la dirección de Jerónimo de Balbás. Esta renovación tuvo en el estípite, la hoja de cardo y toda la gramática ornamental inherente a la nueva modalidad de retablos sus principales razones de ser (figura 6). También, el deterioro de ese primer ciprés debió influir notablemente en esta puesta al día del presbiterio catedralicio. Sin embargo, en el proyectado por Balbás serían aprovechados varios elementos fundamentales de la obra de Maldonado: las columnas de tecali y la totalidad de sus esculturas, si bien algunas debieron ser repuestas11. Sobre esta cuestión volveremos más adelante.

Respecto a la estructuración general, las condiciones que acompañaban el contrato, así como las pinturas y litografías que reproducen la obra de Balbás desde 1742, cuya tipología se acomodaba al monumento anterior, permiten intuir la organización en tres cuerpos decrecientes, el último coronado por una especie de cúpula de nervios libres. El zócalo, también de mármoles, tendría notable altura. Considerando que se hablaba de veinticuatro columnas de tecali, parece lógico que cada uno de los frentes del primer cuerpo incorporara columnas pareadas, y el segundo, una a cada lado de sus aberturas, de menor escala que las inferiores. Tanto las basas como los capiteles eran de madera tallada y sobredorada, y se ha desechado ya la idea de Toussaint de que fueran salomónicas, como en la capilla de los reyes de Puebla (Estrada 458). La talla, probablemente a base de tarjas, roleos y hojas carnosas, debió intensificarse en el banco y el primer cuerpo, así como en la media esfera que cubría este último. Guiándonos por la información proporcionada por las condiciones, los pedestales debieron exhibir niños atlantes y la cúpula citada contendría la figura de Dios Padre o la del Espíritu Santo. El resto de la iconografía, de las veintisiete esculturas de bulto tantas veces citadas en la documentación, fue igualmente precisada, como ya lo destacó Toussaint (117). El párrafo correspondiente a las condiciones contractuales lo deja todo muy claro:

Con el primer cuerpo se han de repartir doce cuerpos, o bultos, que serán los doce apóstoles, o los que se eligieron, los cuales han de ser de buena escultura, y según arte en sus movimientos, proporciones y ropajes, y sobre los cuatro cimborrios los cuatro evangelistas, o los que se eligieren y sobre los macizos de la sotabanco del segundo cuerpo ocho ángeles, o santos los que se eligieren y en el centro la Virgen Santísima de la Asunción, que los dichos bultos han de ser de muy buena escultura y sobre la dicha linternilla ha de rematarse un bulto del señor san Miguel, que por todos han de ser veinte y siete cuerpos. (AGN, RH 94, ff. 207 r.-212 v.)

Durante su apresurada ejecución, se efectuarían algunos cambios permitidos en el contrato, en los que se especifica respecto a los santos que podían ser los sugeridos o los que se eligieren. Así, en el informe remitido al rey por parte de Mancera, encontramos novedades con relación a lo previsto inicialmente. En efecto, en el primer cuerpo fueron dispuestos los doce apóstoles, agrupados en tríos en cada ángulo. En el sotabanco del segundo cuerpo hubo cambios: en lugar de los ocho ángeles antes contemplados, se habló entonces de "los ocho patriarcas de las religiones", lo que debía referirse a las representaciones de san Benito, san Agustín, santo Domingo, san Bernardo, san Francisco, san Pedro Nolasco, san Ignacio y san Cayetano (AGI, G, AM 47). Los cuatro pequeños cimborrios que recubrían parte de los altares fueron coronados, no con los cuatro evangelistas, sino con los cuatro doctores de la Iglesia latina: san Ambrosio, san Agustín, san Jerónimo y san Gregorio Magno. Además, esta es la advocación a la que fue consagrada la catedral: "La imagen de Nuestra Señora de la Asunción sobre el trono de querubines y ángeles que ocupa el medio del segundo cuerpo" (AGI, G, AM 47). Así mismo, parece ser novedosa la imagen de san José ubicada en la linterna, de la que nada dice el contrato, pero se respetó el remate de la obra, destinado para la figura de san Miguel Arcángel.

El tabernáculo dieciochesco, pese a aprovechar la mayor parte de las esculturas del anterior, incorporaría novedades: apóstoles sobre el banco; los ocho patriarcas sobre algunas de las columnas del primer cuerpo y, en el segundo, a los pies de los patriarcas, medallas con santos o santas de medio cuerpo en relieve. En la linterna superior se repartirían los arcos de cada uno de los cuatro lados entre san José, cuyo protagonismo seguía siendo evidente, santa Ana, santa Isabel y san Joaquín. Sobre los cuatro estípites figuraban ahora los cuatro evangelistas. Es difícil, en todo caso, hacerse una idea de la distribución exacta de las figuras, incluso contando con la inapreciable fuente gráfica que es la acuarela de la coronación de Iturbide en 1822, en la que podemos intuir algunas, como los cuatro evangelistas y los patriarcas, en el banco del segundo cuerpo, pero prácticamente nada más.

Respecto a la iconografía, parece claro que el punto de partida para la elección de los temas lo señalaba el anterior sagrario, al que ya hicimos alusión, en el que aparecían profetas, los cuatro doctores, los evangelistas, ángeles pasionarios y que era rematado por san Miguel Arcángel. En parte, este coincidía con el tabernáculo de Maldonado.

El mensaje de este conjunto iconográfico parece evidente; no olvidemos que el centro del primer cuerpo estaría ocupado por el sagrario con la eucaristía. Los apóstoles son los pilares de la Iglesia de Cristo; los doctores, los intérpretes de las Sagradas Escrituras que iluminan a los hombres sobre la esencia y la naturaleza de Dios; los patriarcas de las principales órdenes religiosas simbolizan la difusión de la fe cristiana por el mundo y la conversión de los infieles; mientras que san José, no lo perdamos de vista, es tenido por padrino de la evangelización novohispana (Cuadriello). San Miguel es el arcángel guardián que desde lo alto vigila y protege de la herejía.

Volviendo a uno de los asuntos en los que ahora queremos hacer especial hincapié, el relacionado con la consulta cursada a Madrid por el virrey Mancera y con la respuesta de los arquitectos Sebastián de Herrera Barnuevo y Francisco Bautista (AGI, G, AM 307), no podemos pasar por alto la importancia que ambos tuvieron a la hora de definir el modelo de los tabernáculos exentos del Barroco. Esto permite señalar que, si bien los dos maestros discrepaban del punto de vista de sus colegas mexicanos, del virrey y de los administradores de la obra respecto al emplazamiento del altar mayor, no recelaban para nada de la elección de una estructura aislada a modo de elemento centralizador, en lugar de un retablo acomodado junto al testero. Sin duda, aunque el virrey remitió luego el diseño de la pieza a la reina regente, en la planta que Herrera y Bautista consultaron, con el fin de determinar el lugar idóneo para el presbiterio y el altar, figuraría también el plano esquemático del ciprés. Recordemos que en el informe emitido por ambos se alude a la "traza y demás papeles", lo que sugiere la posibilidad de que entre lo enviado a Madrid se hubiera incluido el proyecto del tabernáculo exento.

El proyecto novohispano fue así sometido a la consulta de dos innovadores arquitectos tracistas y adornistas de sobrada fama en el entorno cortesano, ambos expertos precisamente en edículos aislados, como habían tenido sobradas ocasiones de demostrar. Así, el hermano jesuita Francisco Bautista, antes de consolidarse como arquitecto tracista, ejerció como ensamblador y diseñador de retablos (Rodríguez, "El arquitecto"), entre los que sobresalen el de los jesuitas de Alcalá de Henares (1620-1625) y, especialmente, el tabernáculo exento de las Bernardas, de la misma ciudad (1620), al que se tiene por el primero de la serie de altares exentos barrocos elaborados en el área cortesana (figura 7).

Debemos recordar, además, su participación como ejecutor en la construcción del túmulo para celebrar las honras fúnebres del rey Felipe III (1621), según la traza de Juan Gómez de Mora, y ya en los años postreros de su dilatada trayectoria, el diseño de otra obra emblemática como estructura aislada, tal es el baldaquino del Cristo de los Dolores, de la capilla de la Orden Tercera de Madrid (1664-1666) (Bonet, "El túmulo" 289-296; Rodríguez et al. 181-182, 225-226; Tovar 149). No conviene pasar por alto, de otra parte, una cuestión que se menciona en su "carta necrológica": la confianza depositada en él por el Consejo Real, "que muchas veces le hizo árbitro en pleitos de estas materias, saliendo siempre con nueva estimación por lo acertado de su consejo y resolución" (Tovar 142). Así parecen demostrarlo la consulta que se le hizo desde la lejana Nueva España y el posterior acatamiento de sus dictámenes por parte del clero y las autoridades.

No le iba a la zaga al lego jesuita, en cuanto a experiencia en la construcción de tabernáculos y baldaquinos, el segundo de los maestros consultados, Sebastián de Herrera Barnuevo, personalidad emblemática del dominio de las tres artes, ideal heredado de la concepción renacentista del artista perfecto, y discípulo de Alonso Cano. De su mano, la retablística y la arquitectura madrileñas de mediados del XVII cobraron un claro impulso en la senda del Barroco, como precisamente lo atestigua su principal proyecto de tabernáculo eucarístico y relicario: el previsto para la capilla de San Isidro, finalmente desestimado y conocido a través del célebre dibujo de la Biblioteca Nacional de España (1659-1660) (Bonet, "El túmulo" 285-296; Díaz 67-70; Santiago 64; Tovar 115-118; Wethey 18-19). Esta obra era un verdadero prodigio de ornato de ascendencia canesca, con sus cortinajes, su gran despliegue escultórico y la inclusión de columnas salomónicas como elemento sustentante aspectos. Estos hacían de ella un arquetipo en el desarrollo de su tipología en el ámbito de la retablística y la arquitectura barrocas españolas. No cabe duda de que, de haberse materializado, habría estado entre las creaciones cumbres en ese campo.

Otra vez en este caso, de forma parecida al del hermano Bautista, la arquitectura efímera de carácter funerario completó la experiencia de Herrera Barnuevo en la composición de tabernáculos o baldaquinos exentos. Así lo demostró en su día Antonio Bonet Correa a la luz del importante lugar ocupado por el túmulo diseñado por aquel para las honras fúnebres de Felipe IV, en 1665 ("El túmulo"). En esta misma línea investigativa, Joaquín Lorda ha propuesto la dependencia formal del tabernáculo de San Isidro con respecto al levantado en 1646 en la catedral de Puebla de los Ángeles, el cual pudo ser conocido en Madrid mediante la traza que llevada hasta allí por el obispo Palafox, a su regreso de tierras novohispanas en 1650 (437). Es difícil aceptar esta conjetura, pues no parece haber obstáculos para entender el diseño de Herrera como consecuencia de la evolución del ornato barroco madrileño y como fruto de su personal discurrir artístico, además de que el tabernáculo angelopolitano no se caracterizaba, según sabemos por las descripciones del mismo12, por especiales recursos barrocos en su estructura, por ejemplo columnas salomónicas.

Los cipreses de la capital virreinal y de Puebla fueron directa consecuencia de los que se intentaron instalar en algunas catedrales e iglesias andaluzas, partiendo del consabido baldaquino de la catedral de Granada habilitado en 1561 y desmontado en 1614, y que fue en realidad continuador de la tradición italiana del cibrium, de ascendencia medieval, pues incluía bajo la cúpula, sustentada por sus cuatro columnas, la mesa de altar (Rivas 160-162; Rosenthal, "Del proyecto" 112-113). Se ha supuesto que la respuesta inmediata al tabernáculo granadino fue el erigido en la catedral de Málaga en 1588, de acuerdo con trazas del italiano Cesare Arbassia y con pinturas del mismo que completaban un rico programa iconográfico bíblico y eucarístico (Pérez y Romero 20; Sánchez 41-52). Sin embargo, este último tabernáculo, hecho con mármoles y jaspes, era una estructura turriforme con dos cuerpos y remate que se acomodaba mejor a la ensayada luego en México y, por desgracia, también desaparecida.

El ejemplo más completo de cuantos tenemos noticia, todavía conservado aunque dividido, es el conjunto de baldaquino-tabernáculo realizado para la colegiata de Santa María de Antequera. Primero, de 1578 a 1580, tuvo lugar la elaboración del baldaquino, a modo de cibrium, sobre la mesa de altar, claramente derivado del modelo granadino, hasta el punto de que se consideró que su diseño era obra de Siloé. Posteriormente, entre 1610 y 1617, el pintor Antonio de Mohedano se encargó del proyecto y el ornato del tabernáculo clasicista (figura 8), que desde entonces estuvo dispuesto bajo el baldaquino, hasta que a finales de siglo fueron separados, de manera que este ocupa hoy el presbiterio de la parroquia antequerana de San Pedro y aquel preside el altar mayor de la colegiata de San Sebastián de la misma ciudad (Llordén; Jesús Romero 113-118; José Romero 165-166).

Es posible que este tabernáculo ejerciera influencia en las ideas desarrolladas más tarde en la Nueva España, habida cuenta de las marcadas líneas clasicistas de su estructura y de su composición de dos cuerpos y remate cupular, a pesar de que no podemos plantear conjeturas por la desaparición tanto de los ejemplos andaluces precedentes como de los casos mexicanos estudiados. Pero de lo que no cabe duda es de que la experiencia cortesana, por un lado, y la fructífera trayectoria andaluza en materia de altares aislados compuestos de baldaquinos y tabernáculos, por el otro, están detrás y explican la intención de las catedrales angelopolitana y mexicana de imitar las catedrales andaluzas.

La polémica que hemos visto entre dos sectores del cabildo de la catedral de México no fue del todo estéril. De ella salió la elección de un modelo de tabernáculo, aun cuando no lo que hubiera sido una novedad rotunda en el ámbito hispano, es decir, la ubicación del mismo en el crucero del templo y no en el extremo de la nave central, donde se ha perpetuado el altar mayor. Indudablemente, esa solución hubiera resultado más adecuada en una planta centralizada, no en un templo de desarrollo longitudinal como este. Pesaba aquí la idea de ascendencia paleocristiana de instalar el altar bajo cúpula, ensayada también en la cabecera de la catedral de Granada (Rosenthal, "La catedral"). Con todo, no parece que la fórmula hubiera funcionado en el caso novohispano, por las características de la planta, muy distante de una cruz griega; y pese a la convicción de algunos capitulares, el ejemplo vaticano tampoco venía al caso, ni formal ni conceptualmente, pues se trataba de un auténtico martrium, noción ajena al templo mexicano.

A pesar de la continuación del esquema de origen medieval, altarcrujía-coro, logró evitarse que el retablo testero cerrara el presbiterio, con lo que el espacio del altar ganó en profundidad y transparencia, de modo análogo a lo que ocurrió en otra de las consideradas catedrales siloescas, la de Jaén. Así, quedaban aseguradas, por un lado, la tradición y, por el otro, la adaptación a los postulados contrarreformistas, aireados por el cardenal Carlos Borromeo, en relación con la conveniencia de los templetes aislados en la composición de los altares mayores: "Este tabernáculo, brillantemente elaborado y aptamente y bien unido entre sí, esculpido igualmente con pías imágenes de los misterios de la pasión de Cristo Señor, y decorado, mediante el juicio de un varón perito con artificios de oro en ciertos lugares, exhiba la forma de ornato religioso y venerable" (19).

Al margen de otras consideraciones iconológicas, como el significado bíblico, el tabernáculo era una pieza única para la potenciación del culto, la adoración y la liturgia en torno al Santísimo, por cuanto resultaba visible desde distintos puntos y disponía de varios altares, según explicábamos anteriormente. Desde luego, la imagen no iba a ser la gran sacrificada en la elección, pues el despliegue de la misma sobre el banco, los edículos interiores, las cornisas y los remates eran abundantes y variados, lo que fortalecía el sentido escenográfico y barroco de aquella malograda pieza ornamental.


Notas
1 La historia constructiva de la catedral nueva de México está recogida en el soberbio trabajo de Manuel Toussaint. Sobre los orígenes de la fábrica, véase el reciente trabajo de Cuesta Hernández. Respecto a los cipreses barrocos de la catedral mexicana, destaca la información contenida en Estrada, Toussaint (117-120; 278-283) y Tovar (101-105).
2 El proceso de cerramiento de las distintas bóvedas había sido puntualmente documentado desde unos años antes (Ramírez 1: 47-60; Sariñana 5-18).
3 Luis Gómez de Trasmonte, maestro mayor desde 1656, era hijo del maestro de obras extremeño Juan Gómez de Trasmonte. Sobre aquel y sobre Rodrigo Díaz de Aguilera, véanse Castro ("Los maestros") y Martha Fernández (91-105).
4 La fachada principal fue emplazada sobre la capilla de San Miguel, última de la nave del evangelio; tenía ya concluido su primer cuerpo, y quedaba solo por realizar el cuerpo superior y su linterna.
5 Al respecto, Guillermo Tovar de Teresa ha concretado una sucinta biografía de Antonio Maldonado, en la que aporta los contratos de ejecución de numerosos retablos desaparecidos en la ciudad de México y otras ciudades, como Querétaro, Celaya y Apam (Repertorio 294).
6 No olvidemos que desde México llegaron a Puebla arquitectos como José Castelazo, quien, en 1647 fue comisionado para que inspeccionara lo hasta entonces construido del ciprés poblano (Galí, Pedro 188).
7 La posible influencia del túmulo funerario en las propuestas asumidas de inmediato, respecto a la ubicación del tabernáculo en el mismo punto, ya fue señalada por Alfonso Rodríguez Gutiérrez de Ceballos ("Liturgia, culto" 294).
8 Gregorio Guijo define la primera dedicación del templo mexicano como excepcional y como causante de gran expectación entre los fieles y el propio clero allí congregado. Una de las notas más llamativas del hecho, según él, fue la perfecta coordinación de los cuatro oficiantes (51-52).
9 Berlin dio a conocer la noticia de la intervención de ambos maestros, sin significar su importancia (31), como tampoco lo han hecho autores posteriores. Sus documentos, recogidos también por Rodríguez Gutiérrez de Ceballos ("Liturgia, culto" 299), proceden del Archivo General de la Nación de México.
10 Estas condiciones concuerdan con las que figuran en el contrato conservado en el Archivo General de la Nación de México.
11 Al respecto, Guillermo Tovar de Teresa anota que en el contrato otorgado por Balbás en 1741 se dice lo siguiente: "es condición que se ha de dar toda la escultura que tiene la obra antigua la que se ha de reducir a la nueva, en caso que las maderas estén sanas, como también lo restante de su obra por lo seco. En caso de que se pueda aprovechar algo, pues quitando las columnas lo restante queda inútil y perdido por ser obra irregular para otro fin cualquiera que no sea el que al presente es" (cit. en Tovar de Teresa, Gerónimo 102-105).
12 En especial, la célebre "Carta al rey", de Juan de Palafox, y la de Fernández de Echeverría y Veytia, recogidas ambas por Galí (Pedro 185-186).


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