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Fronteras de la Historia

Print version ISSN 2027-4688

Front. hist. vol.18 no.2 Bogotá July/Dec. 2013

 

¿Perjudiciales o Beneficiosas? la discusión sobre el impacto económico de las reformas borbónicas en Buenos Aires y su entorno

DANIEL SANTILLI
Instituto Ravignani, Conicet
Universidad de Buenos Aires, Argentina
dvsantilli@gmail.com

Recibido: 20 de enero de 2013
Aceptado: 5 de agosto de 2013


RESUMEN

El presente trabajo remite a una discusión historiográfica siempre renovada acerca de la influencia de las reformas borbónicas en la economía de las colonias americanas. Luego se trabaja con la hipótesis de que, para Buenos Aires y su entorno inmediato, tales reformas fueron beneficiosas. Con el fin de probarla, se utilizan series de datos demográficos, de recaudación decimal, de consumo de granos y carnes, de movimiento comercial, de fiscalidad, de salarios y de precios. Pese a que no se puede atribuir a los reformadores la intencionalidad del resultado, la conclusión acerca de la utilidad de los cambios será afirmativa.

Palabras clave: Buenos Aires, economía, fiscalidad, historiografía, reformas borbónicas.


ABSTRACT

This paper refers to a constantly renewed historiographical discussion about the influence of the Bourbon reforms in the economy of the American colonies. Our hypothesis is that such reforms were beneficial for Buenos Aires and its hinterland. In order to prove it we use demographic data as well as information about decimal collection, grains and meat consumption, commercial movement, taxation, wages and prices. Although a previous intention of the reformers cannot be argued, the conclusion is affirmative.

Keywords: Buenos Aires, economy, taxation, historiography, Bourbon reforms.


Introducción

Las estructuras económicas que la historiografía reconoce como posteriores a la Independencia se comenzaron a construir en la ciudad de Buenos Aires y su campaña a lo largo del siglo XVIII, pero recibieron un fuerte impulso a partir de las reformas borbónicas. Las modificaciones económicas, políticas, jurídicas y estratégicas que Felipe V y sus seguidores introdujeron en sus dominios le darían el espaldarazo definitivo al crecimiento ulterior de esta remota región del imperio. La legalización del monopolio comercial de Buenos Aires sobre todo el extremo sur del continente, la creación del Virreinato del Río de la Plata, la instalación de su burocracia en la capital de la nueva entidad política y el incremento de la actividad comercial llevarían al crecimiento de la novel metrópoli e impulsarían el desarrollo del mercado de los alimentos e insumos que le serían proporcionados por la inmediata campaña. Casi al mismo tiempo, el desarrollo del mercado internacional, que le asignó a la región del río de la Plata el papel de abastecedora de subproductos ganaderos, incorporó a esta última al comercio mundial y, a principios del siglo XIX, con la avanzada de la revolución industrial, le permitió sustituir exitosamente la plata potosina por los cueros como bien de intercambio. Estas modificaciones condujeron a la economía porteña a una inmejorable situación para aprovechar las ventajas que, en la segunda mitad del siglo XIX, ofrecía el mundo mientras se conformaba la primera globalización.

El crecimiento económico de la región, limitado a la ciudad y su entorno, quedó claramente reflejado en los índices, tanto demográficos como comerciales, fiscales, de consumo, etc., que veremos más adelante. Si bien el proceso ya se había iniciado cuando se produjeron la reformas que más influyeron en el Río de la Plata, como la creación del virreinato y la instauración del libre comercio según lo entendían los Borbones, la curva ascendente que observaremos en muchas de las variables del último tercio del siglo XVIII tiene que ver con las consecuencias de tales reformas.

Sin embargo, no es posible atribuirles a los reformadores la intención de generar un proceso de crecimiento en Buenos Aires, y menos a la luz de los resultados, ya que la ciudad terminaría desplazando a la misma metrópoli y encabezando el movimiento independentista de esta región. Aun cuando buena parte de las motivaciones de los funcionarios borbónicos tenían que ver con la búsqueda del despegue económico de vastas zonas del imperio (Pérez), no se puede afirmar que estas consideraciones incluyeran a la región del Río de la Plata, con respecto a la cual las razones de las reformas se relacionaban más bien con cuestiones de estrategia militar y recaudo fiscal (Gelman, "La lucha"). Por lo tanto, se puede entender el desarrollo de las fuerzas productivas de Buenos Aires, al igual que la independencia de estas colonias, como un efecto no buscado o no esperado.

Nuestro propósito central será, entonces, tratar de ver cómo diversos indicadores económicos fueron influidos por los efectos de las reformas, tanto positiva como negativamente, y la manera en que ese influjo ha sido discutido por la historiografía local y también por una parte considerable de la historiografía latinoamericana.

La historiografía y las reformas borbónicas

La imagen que describimos en el párrafo anterior podría emparentarse con la pintura que mostró el padre de la historiografía argentina, Bartolomé Mitre. La liberalización que habían producido las acciones de los Borbones en el Río de la Plata había influido, según él, no solo en la economía sino, más importante aún, en la conciencia política de la élite criolla de Buenos Aires; se había despertado el adormecido espíritu de la nación que empujaría el proceso de emancipación argentina. Mitre atribuyó al libre comercio que despuntó con las reformas borbónicas el papel de despertador de conciencias nacionales que introdujeron el deseo de obtener la libertad política, lograda con la revolución de mayo1.

Sin embargo, el liberalismo económico, al cual adhería el historiador y futuro presidente de la nación, solo pudo implantarse totalmente en el país, de acuerdo con él, durante la etapa dominada por su presencia política, luego de la caída del gobernador Juan Manuel de Rosas. Por lo tanto, aquella explicación era funcional para sus intereses políticos de los años 1850 en adelante.

Esa poderosa interpretación, utilizada por el liberalismo imperante en la segunda mitad del siglo XIX, fue refutada apenas bien entrado el último cuarto del siglo XX. Es decir, reinó en las escuelas y la academia por más de cien años, de modo que incluso los detractores del liberalismo y de la figura de Mitre la usaron2. Solo la reinstauración de la vida democrática permitió el florecimiento de estudios que pusieron en duda las afirmaciones de Mitre y sus seguidores. Son los trabajos de José Carlos Chiaramonte (Ciudades; "Formas") los que permiten replantearse la existencia del pensamiento nacional en los revolucionarios de 1810, tal como lo concebía Mitre, y el anacronismo de imaginar que en ese momento ya estaba presente la idea de nación que se desarrollará más tarde.

De otro lado, para una parte significativa de la historiografía, las reformas borbónicas fueron la punta de lanza del progresismo en España y sus colonias. Ese progresismo estaba encarnado en el libre comercio y en el despotismo ilustrado que intentaba devolverle al Estado los resortes fundamentales del manejo económico a través del fortalecimiento de la fiscalidad y de la transparencia de sus funcionarios (Brading).

Parcialmente, esta imagen se mantiene3. No obstante, hacia la década de 1990 empezaron a aparecer escritos que refutaban ese papel benéfico, en la praxis, de las reformas borbónicas. Se comenzó por criticar los objetivos prácticos de las mismas, más allá de las declamaciones, es decir, de los fundamentos últimos de los Borbones y sus funcionarios. En ese sentido, si tales reformas fueron provechosas para la Corona en algún aspecto, este fue el de la recaudación fiscal. En efecto, el incremento de los ingresos del Estado durante la vigencia de aquellas fue muy importante, a tal punto que le permitió a la Corona española recuperar hasta cierto punto la preponderancia en Europa a partir de su potencia militar (Brading). Pero el crecimiento estaba fundado en gran medida en el blanqueamiento de operaciones comerciales antes no permitidas y que para entonces, merced al reglamento de libre comercio y otras normativas más específicas sobre la actividad, debían ser declaradas y se debían pagar los impuestos que correspondían (Moutoukias; P. Pérez). El mayor impulso a la recaudación fiscal provenía de la minería mexicana. El volumen de ingresos procedentes de allí le permitió a la Corona hacer un papel decoroso en las guerras del Caribe y en las de la independencia de las colonias británicas de Norteamérica, pero generó en la primera década del siglo XIX, como ya lo ha explicado Carlos Marichal, la bancarrota de Nueva España.

Por otro lado, al abrir la mano del comercio con el resto del mundo, aunque fuera mínimamente, la Corona generó un crecimiento "hacia afuera" de las economías que podían integrarse al mercado mundial como proveedoras de materias primas y alimentos. Esto significó, según Pedro Pérez Herrero, el inicio de la reversión de un proceso que se había desarrollado prácticamente desde la colonización y la puesta en marcha de los grandes centros mineros, el proceso de lo que Carlos Assadourian ha llamado sistema de la economía colonial, que consistía en el funcionamiento de un mercado interno cuyos polos eran tales centros productivos, por ejemplo el Potosí sudamericano. La aparición de intereses mayores por fuera de este circuito provocó la desestructuración del mercado interno, cuyos espacios dejaron de mirar hacia el interior. Esto, conjuntamente con el aumento de la presión tributaria del nuevo Estado borbónico, trajo aparejada una desmonetización de la economía. Además, también se dio un proceso inflacionario, motivado por la reducción de la ley de la moneda decretada por el monarca (P. Pérez).

En definitiva, había un panorama bastante desolador, de acuerdo con Pérez Herrero, recubierto por un manto de prosperidad aparente que caería a fines del siglo XVIII y permitiría observar la descarnada realidad: inflación, desmonetización, desatesoramiento, vuelta al autoconsumo por parte de los campesinos, aumento de la presión fiscal, etc. Asimismo, una de las principales consignas de los defensores de las reformas borbónicas, la instauración del libre comercio pautado, representaba para algunos un reforzamiento del monopolio, no una liberalización (Moutoukias).

Buenos Aires y las reformas borbónicas

Sin embargo, no parece haber sido esta la situación de Buenos Aires. Mitre aplaudía la instauración del libre comercio allí, y ello a pesar de las largas disputas que debieron dar sus partidarios ante los comerciantes monopolistas concentrados en el consulado de comercio. Para los defensores del libre mercado, las reformas borbónicas habían sido el impulso inicial a los postulados del liberalismo económico, la apertura total del comercio, lo que se había reforzado con la Independencia y logrado su más prístina concreción con la instauración de gobiernos de ese signo a partir del derrocamiento de Juan Manuel de Rosas. Desde la Revolución de Mayo hasta la caída de Rosas se había producido la lucha entre las fuerzas progresistas y los retardatarios, los caudillos y el sistema desplazado en 1852, en la que había resultado triunfador el nuevo régimen, según la interpretación del futuro presidente.

Como dijimos con anterioridad, esta construcción no fue discutida por más de cien años, ni para apoyarla ni para criticarla. La llamada nueva escuela histórica, continuadora a principios del siglo XX de la visión mitrista, compartía a grandes rasgos esa visión de la historia económica de Buenos Aires (Levene). Asimismo, el revisionismo, surgido alrededor de 1930 y encarnado en el accionar de los liberales porteños, discutió la visión propuesta por Bartolomé Mitre desde la vereda de enfrente porque supuso que era, no sin razones, la historia oficial, la historia escrita por los que ganaron el enfrentamiento entre unitarios y federales. Con todo, el revisionismo no refutó la idea de la nacionalidad preexistente a la revolución, aunque consideró que las reformas borbónicas habían sido perjudiciales para las economías del interior porque con el libre comercio habían permitido que productos importados, con los cuales esas economías no podían competir, las invadieran.

Las imágenes contrapuestas surgen en la década de 1990, a un tiempo con la historiografía americanista en general. En un sugestivo artículo, Zacarías Moutoukias discute varios de los argumentos sobre los cuales se construyó la historia optimista de las reformas borbónicas. En primer lugar, considera que la nueva estructura legal absorbió el comercio ilegal de cueros, que ya comenzaba a destacarse en el Río de la Plata, por lo que en realidad no hubo un aumento productivo. Algo similar, indica el autor, pasó con la cantidad de barcos que ingresaban en forma legal al puerto de Buenos Aires, que experimentó un alza importante, mientras que, por ejemplo, comprobando la reducción del decomiso de buques en el estuario, se puede ver que disminuyeron los rastros de ingresos ilegales a Colonia, situada en la costa norte del Río de la Plata.

Pero, observando los cuadros y gráficos del trabajo de Moutoukias, donde se incluye una aproximación al comercio ilícito en la etapa previa a la promulgación del reglamento de libre comercio de 1778, se percibe que las cifras de exportación de cueros en esta etapa son superadas ampliamente por las del periodo posterior (788). Otros estudiosos del tema han mostrado un efecto similar: que la suma de comercio oficial y comercio prohibido fue superada sobradamente a partir de 1778, aunque con los altibajos motivados por las guerras europeas (Jumar, "Le commerce"). Moutoukias se apoya en las oscilaciones de la recaudación del diezmo de cuatropea en la campaña de Buenos Aires, durante el periodo en que la exportación de cueros estaba creciendo en forma ininterrumpida. Sin embargo, sabemos que las exportaciones de cueros por el puerto de Buenos Aires no se correspondían con la producción de su campaña, sino con la de espacios vecinos como la Banda Oriental, Entre Ríos y Santa Fe (Garavaglia, "Crecimiento"; Rosal y Schmit).

Además, el crecimiento de la circulación comercial hacia el interior y desde el interior, del que Moutoukias da cuenta, no se condice con el tamaño del mercado local, según el autor. No obstante, esto podría ser funcional para nuestra hipótesis acerca de la potencia del mercado urbano de Buenos Aires como activador de producción para su propio consumo. Y desmentiría la versión del achicamiento de la economía interior. Desde el punto de vista del autor, habría habido una continuidad estructural del crecimiento, por lo que las reformas borbónicas no habrían influido en ese sentido. Para Moutoukias, "las reformas borbónicas no significaron un intento de liberalización sino de remplazo de un corporativismo pactista y federativo, con comunidades básicas relativamente autónomas, por otro centralizado que facilitara un control fiscal igualmente centralizado" (802). Más que la discusión económica, a nuestro entender, Moutoukias focaliza su argumentación en desvertebrar la presuncion mitrista del origen ancestral de la Nación.

Un trabajo más actual, que discute también esta imagen del efecto beneficioso de las reformas borbónicas sobre la economía porteña, es el de Martín Cuesta. El autor estima, en concordancia con el trabajo de Moutoukias, que dichas reformas no tuvieron ninguna influencia en el crecimiento económico de Buenos Aires durante el siglo XVIII; considera que el mismo se inició antes de que fueran tomadas las principales medidas borbónicas con relación al Río de la Plata: la creación del virreinato y la promulgación del reglamento de libre comercio. Para probarlo, analiza cuatro aspectos: el aumento de la población, las variaciones de los precios, el desempeño de la Real Hacienda y la producción de bienes.

En cuanto al primer aspecto, como no existen censos generales de toda la región antes de 1744, Cuesta no puede probar que el crecimiento de la población se inició en la primera mitad del siglo. Pero resulta interesante la verificación de que la estructura ocupacional no se modificó grandemente entre 1744 y 1815; el sector terciario (comerciantes, funcionarios, empleados, etc.) siguió correspondiendo al 46 % de los pobladores que manifestaban tener una ocupación, mientras que en el primario se incrementó el porcentaje de los agricultores en detrimento del de los ganaderos. De modo que si el autor no puede probar su hipótesis inicial sobre el momento del despegue del crecimiento demográfico, establece la continuidad de la estructura productiva, lo que abonaría su propuesta de la no influencia de las reformas borbónicas. En cambio, el aumento de los agricultores, por definición productores de alimentos, podría estar indicando un aumento del mercado urbano de consumo, ya que los proveedores de servicios no producen alimentos, pero sí los demandan.

Por el lado de los precios, las variaciones que Cuesta encuentra en algunos de los ramos analizados, como la sal, la carne, el trigo, todos de producción local, responden más a efectos de la oferta y la demanda que a efectos de aumentos permanentes en los mismos, según el autor. Por ejemplo, el incremento del precio de la sal tuvo que ver con la belicosidad de los indios, en cuyas tierras se encontraban las salinas. Cuesta muestra que los precios de los principales bienes de consumo no sufrieron modificaciones mayores a lo largo del siglo. De acuerdo con esto y con la opinión de María Inés Moraes ("Los precios"), las alzas o bajas de los precios no pueden utilizarse como un elemento para determinar el impacto de las reformas borbónicas. Nosotros agregamos que tampoco pueden utilizarse para deducir variaciones en la producción, ya que en un espacio abierto como Buenos Aires, donde una porción grande del territorio se encontraba sin explotar y donde había un flujo constante de población destinada a ocuparse de ese menester, la oferta podía responder a la demanda sin que se produjeran movimientos de los precios. La estabilidad de los precios no debe indicar necesariamente estancamiento productivo.

Con respecto al tercer factor que toma en cuenta, los ingresos y egresos de la Real Hacienda, Martín Cuesta demuestra un aumento de la recaudación a partir de las reformas borbónicas, pero ello no es inevitablemente un indicador de incremento productivo, ya que puede informar acerca de la mayor capacidad del Estado borbónico para percibir impuestos. Cuesta expone, y esto es sugerente para nuestro cometido, que la caja de Buenos Aires, si se excluyen el ingreso por situado y los gastos militares, no era deficitaria. Es decir que se autosostenía sin requerir del ingreso adicional que significaba la remesa de Potosí, que era absorbida por el mantenimiento de la fuerza militar radicada en la ciudad. No aclara el autor si este cálculo incluye o excluye a la burocracia estatal. Tampoco queda claro el papel de las remesas de plata enviadas a España. De todos modos, resulta interesante pensar que el aporte del situado podía generar la incorporación de los soldados, y de otros empleados que percibían sueldos de la misma fuente, a la masa de los consumidores urbanos.

La interpretación de los diezmos como indicadores de la producción, el cuarto punto analizado por Cuesta, tiene inconvenientes. Ya ha sido dicho que en muchos casos los precios pagados por los remates de diezmos reflejan más las expectativas sobre la cosecha y sobre el mercado que la magnitud de la producción en sí. Pero, de todos modos, constituyen el único elemento que sirve para evaluar la producción en etapas preestadísticas, como dice Moraes ("La recaudación") reafirmando lo que ya había dicho Garavaglia (Economía). De cualquier manera, la evaluación que hace Cuesta de la evolución de la producción agropecuaria resulta concordante con su hipótesis: la producción comienza a crecer alrededor de mediados de siglo, tanto si se considera su valor nominal como si se deflacta este valor por el índice de precios agropecuarios que creó el autor para tal efecto.

En definitiva, Cuesta demuestra que el crecimiento de la economía porteña fue impulsado por razones internas más que por las condiciones internacionales o la apertura del comercio, como buena parte de la historiografía lo entrevió. Sin embargo, reconoce que las reformas borbónicas generaron un incremento de la recaudación fiscal que al cabo terminó regresando al mismo mercado al que se gravaba (178).

De modo que el motor del incremento productivo de Buenos Aires no fue el mercado externo sino el interno; no fueron los cueros para el mercado exterior, sino la carne y el trigo para abastecer a los habitantes de la ciudad los que impulsaron ese primer crecimiento. Claro que, como veremos, las exportaciones de cueros eran manejadas desde Buenos Aires, por lo que la actividad económica que generaban incrementaba a su vez el consumo y la población de la ciudad y su entorno.

Coincidimos con Martín Cuesta cuando menciona que la proyección hacia atrás en la historia de la exitosa apertura de la producción porteña al mercado externo es simplemente una maniobra historiográfica, aquello que Chiaramonte considera un anacronismo ("La antigua"). El crecimiento de la economía porteña, y en esto no concuerdo con Cuesta, estuvo dado en gran parte por la importancia de las reformas borbónicas, sobre todo la creación del virreinato y la capitalización de Buenos Aires, que generaron una masa de consumidores con dinero en los bolsillos para alimentarse. A ello se le agrega la apertura del puerto, que le dio la llave del comercio legal con todo el espacio interno dependiente de Potosí, ciudad que funcionó como un succionador de plata que concluía en Buenos Aires. Una considerable proporción de esa plata volvía al mercado citadino, pero nada hubiera sido posible si Buenos Aires no hubiera tenido una producción (del litoral, no propia aún) que ofrecer en ese mercado atlántico abierto entonces: los cueros4.

El impulso de la economía rural

Un breve repaso de las modificaciones que se produjeron en el último cuarto del siglo XVIII se debe iniciar con aquello que más influencia tuvo en la entonces campaña de Buenos Aires, una estrecha franja de tierra que corría paralela al río Paraná y al Río de la Plata, cerrada hacia el sudoeste por el río Salado5.

La designación de Buenos Aires como capital del nuevo virreinato fue la chispa que dio comienzo a un profundo proceso de explotación de esas tierras6. Si ya antes de las reformas la ciudad era un polo de absorción de recursos alimentarios producidos por su hinterland, como vimos en la sección anterior, a partir de dicha designación este efecto se multiplicó. No solo había que dar de comer a más gente, sino que esta gente contaba entonces con un mayor potencial económico para consumir. La conversión de Buenos Aires en capital hizo que se instalaran en ella una cantidad de funcionarios venidos de Europa y de otras regiones del imperio. A su vez, el asentamiento de fuerzas militares que debían proteger la ciudad y la puerta posterior del Potosí incrementó los requerimientos alimenticios. A ello se agregó una población flotante proveniente de zonas del litoral y del interior (blancos pobres y mestizos), así como de la península (españoles en busca de mejor fortuna que en su tierra)8. Esto hizo crecer a la población de la ciudad, que pasó de 11.220 individuos en 1744 a 49.737 individuos en 1815 (Indec; Moreno y Mateo), a una tasa de 2,12 % anual acumulado, tasa que no se repetiría hasta muchos años después, entre 1854 y 1869.

Pero no solo aumentó la cantidad, sino también la calidad de los consumidores. Para el mantenimiento de la estructura burocrática y de las fuerzas militares en este renovado espacio, fue necesario insuflar en la ciudad una cantidad de dinero no producido aún por su movimiento económico, aunque este hubiera comenzado en la primera mitad del siglo. La monarquía consideró que el centro minero de Potosí, entonces dependiente del nuevo virreinato, debía proporcionar la plata necesaria a través del situado. Y se trató de una magnitud de plata desproporcionada, teniendo en cuenta el tamaño de la ciudad. El situado ascendió a 20 millones de pesos fuertes en el lapso 1791-1805 (Halperin 52). Como punto de referencia, podemos utilizar el monto que por el mismo concepto recibía La Habana de México para la misma época, monto que, además de contribuir al desarrollo de industrias y servicios en la isla de Cuba, se usó para construir la flota y armar el ejército que intervino en los conflictos de finales de siglo en el Caribe y en la guerra por la independencia de Estados Unidos (Marichal 41). Buenos Aires, con una responsabilidad mucho menor en cuanto a la participación estratégica en el imperio, recibía cerca de la mitad, el 42 %, de lo que anualmente era enviado a La Habana. Esta inyección de plata en un mercado tan reducido debía indudablemente darle a la economía un impulso antes insospechado.

Aunque de algún modo buena parte de esa plata ya llegaba a la nueva metrópoli rioplatense, ahora era legal y arribaba en mayor cantidad. De esos 20 millones, 8,6 millones se enviaban a España; el resto, más lo que producían los impuestos al comercio y otros ingresos percibidos en el virreinato (que equivalían a 13 millones), quedaba en la caja de Buenos Aires (Halperin 52-53). Con ello se les pagaba a los funcionarios y al personal estable del virreinato, a los proveedores de bienes y servicios del Estado y a las fuerzas militares estacionadas en la capital y las fronteras (Halperin 60). Este impulso económico recibido por la región en virtud del cambio de su estatus político y militar en el Imperio español se tradujo en un incremento de actividades destinadas al consumo de los habitantes de Buenos Aires. El primer indicador de ello es el simultáneo aumento demográfico de la población rural y la de la ciudad, según se puede apreciar en la gráfica 1.

La población urbana sumaba casi el doble de la rural en 1744, pero dada la tasa de crecimiento de esta última de 2,78 % se fueron acortando las distancias hasta que en 1822 ya estaban iguales. La polinómica de la población rural es bien clara al respecto: la curva ascendente comienza en la década de 1770, mientras que la de la urbana es prácticamente lineal-ascendente. Este intenso proceso de incremento demográfico se basaba en la recepción de migrantes del interior del virreinato, lo que sugiere lo atractivo que podía resultar para esos habitantes la incursión temporal o definitiva en la región costera. Las diferencias salariales y las posibilidades de instalarse en tierras vacías y no explotadas eran las razones que empujaban la migración. Pronto se agregaría la necesidad de huir de regiones cuya economía se había estancado y seguiría estancada hasta la segunda mitad del siglo XIX, por lo menos (Gelman, "La gran"). El aumento demográfico continuó en la campaña, a tal punto que hacia 1836, fecha del siguiente recuento, la cantidad de habitantes rurales había superado a la de los urbanos en un 35 %. En 1869, cuando se llevó a cabo el primer censo nacional, había en la provincia 495.107 individuos, de los cuales solo el 36 % vivía en la ciudad. Para esa época la estrecha franja costera dominada por la civilización hispano-criolla se había triplicado.

El crecimiento demográfico se apoyaba en la ampliación de la economía. Si bien los elementos que tenemos para medir el desarrollo de esta en su conjunto son aún deficientes, podemos sacar conclusiones a partir de algunos aspectos de las actividades económicas que ya han sido estudiados. Estos indicadores evidencian, sin lugar a dudas, que el incremento de la economía era el acicate para atraer población; una obviedad, por cierto.

En primer lugar, veamos el diezmo. En las gráficas 2 y 3 se puede apreciar que el crecimiento del diezmo sobre la producción agropecuaria, en general, fue constante durante todo el siglo, con un escalón en la década de 1760. Lo interesante, como dijimos en el acápite anterior, es que la deflactación por el índice de precios influye mínimamente, cosa que podría leerse como que la oferta de productos acompañó continuamente a la demanda, por lo cual no se generaron modificaciones en los precios. Asimismo, es de notar que la cuota del diezmo sobre la producción de granos aumentó en forma más pronunciada de lo que lo hizo la imposición sobre el ganado. Es evidente que aún no había llegado la era del cuero para la campaña de Buenos Aires; los cereales proporcionaban casi el 80 % del diezmo en la ciudad entre 1782 y 1786, cifra que descendió al 70 % veinte años después (Garavaglia, "Crecimiento", 36-45).

Veamos ahora la cosecha de trigo, el principal cereal de consumo en Buenos Aires (gráfica 4). Una progresión del diezmo sobre el trigo indica que se cosecharon 73.700 fanegas en 1784 y 140.000 en 1806, lo que implica un aumento a una tasa del 3 % anual. La tendencia es claramente ascendente desde antes de 1750; desde luego, como indican los especialistas, la reconstrucción de la cosecha a partir de la evolución del diezmo tiene los inconvenientes que ya citamos.

La producción de cereales para el consumo de la ciudad y luego, a medida que crecían, de las urbanizaciones que se fueron conformando en la campaña de Buenos Aires siguió aumentando, aunque con avatares debidos a la competencia de harinas importadas a partir de 1820. Sin embargo, durante el rosismo y sobre todo en la década de 1840, gracias a la quietud política y a la bonanza económica, la producción se estabilizó y logró una cierta continuidad en cuanto a su rentabilidad, tal vez por primera vez en la historia (Djenderedjian)8. La producción de granos se dirigía mayormente al mercado interno y solo ocasionalmente se exportaron cereales9. La mano de obra necesaria para el cultivo, en especial en tiempos de cosecha, hacía imposible obtener precios competitivos más allá del Río de la Plata, y solo de manera eventual podían llegar trigos del interior10.

Pero no solo de pan vive el hombre; es posible deducir el aumento de la producción ganadera para el abasto de la ciudad del incremento de los novillos consumidos en ella. Veamos la gráfica 5.

Se percibe en ella la tendencia al crecimiento; salvo el escalón de 1787, encontramos continuidad en la serie. Esta tendencia coincide con el índice de diezmos que mostramos en las gráficas 2 y 3. Hay que tener en cuenta que si el estimado de la cosecha de granos se conformaba a partir de la masa del diezmo, en este caso las cifras provienen de otro tipo de fuentes.

El ingreso de animales creció a razón del 4,1 % anual. Este crecimiento se moderó en la etapa siguiente, durante la guerra de independencia, y se estabilizó una tasa de alrededor del 2 %, que se conjugaba con un descenso del consumo per cápita, según estima el mismo Garavaglia en otro trabajo ("De la carne"). También debe considerarse que, a diferencia del cereal, el ganado no procedía exclusivamente de la campaña de Buenos Aires, sino de otras regiones del litoral o de la misma Banda Oriental. Lo que ocurría era que el costo del flete terrestre hacía imposible que los cereales llegaran a la ciudad porteña a un precio competitivo, salvo en ocasiones muy puntuales. En cambio, el vacuno se autotransportaba y, para ello, solo se requería arrieros.

En un escrito reciente, María Inés Moraes trabaja con la masa del diezmo de Buenos Aires y Montevideo ("La recaudación"), motivada por un estudio publicado unos años antes por Newland y Coatsworth, quienes afirman que hubo una caída en la producción agrícola per cápita de la región litoral. Más allá de la crítica de Moraes a los objetivos y fuentes del trabajo de Newland y Coatsworth, la autora confirma tal reducción y estima que la producción agrícola de Buenos Aires descendió desde el número índice 167,79 en 1757 al 113,24 en 1800 (22-23).

Hemos tratado de aplicar el mismo criterio en relación con nuestros números, que no son los mismos de Moraes, ya que nosotros trabajamos con fuentes secundarias, con datos elaborados por diversos investigadores. A pesar de estas diferencias y otras sobre la población, nuestro cálculo estimativo marca tendencias parecidas, según se aprecia en la gráfica 6.

Se nota una caída importante del consumo ocasionada por el mayor crecimiento de la población que de la producción, por lo menos hasta la década de 1780. A partir de ese momento se revierte la tendencia. Pero la cosecha de trigo vuelve a caer poco antes de la revolución. Como dijimos, estas cifras corresponden a la conversión del diezmo en cosecha, lo que resulta peligroso sobre todo en la etapa revolucionaria, por los trastornos que el cambio violento ocasionó en la percepción del diezmo (Di Stefano). Por lo tanto, la última caída, hasta 1819, debe tomarse con sumo cuidado. No pasa lo mismo con el ingreso de novillos para consumo, que parece haberse estabilizado a fines de siglo y mantenido en las décadas iniciales del siglo XIX.

Moraes plantea dos hipótesis sobre este devenir. La primera es que la economía agraria era insuficiente para el crecimiento de la población, y la segunda, que la masa del diezmo reflejaba realmente la producción. Coincidimos con la autora en cuanto a la negativa contundente de la primera hipótesis, ya que implicaría el replanteamiento inmediato de los motivos de la migración, supuestamente originada por la prosperidad que ofrecía la región, además de la observación de que los precios no se habrían modificado como es debido ante una insuficiencia de la producción. Parece más probable el segundo planteo, pero ello llevaría a repensar en un contexto amplio los estudios sobre la producción colonial y a tener que buscar fuentes alternativas cuyo hallazgo resulta poco probable ("La recaudación" 19-20). Lo que sí es evidente es que si muchos indicadores ofrecen una visión optimista, es difícil que sea tenido en cuenta uno solo que contradiga dicha visión. Tal vez, como lo propone Jorge Gelman, debamos pensar en otros indicadores para medir la actividad económica de la ciudad (comunicación personal), contemplar el crecimiento del sector terciario de la economía, expuesto por Cuesta en la comparación de censos y del que habla Jumar en relación con el abastecimiento de los barcos en el puerto de Buenos Aires (Jumar et al., "El comercio")11.

Claro está que el crecimiento de la economía se muestra mucho más vigoroso cuando se analiza el sector externo. Veamos la exportación de cueros medida en unidades.

A la luz de la gráfica 7, el incremento de los volúmenes de cueros exportados es incuestionable, más allá de las críticas acerca de la falta de datos sobre la economía paralela (Moutoukias). La mayoría de estos cueros, como ya dijimos, no era producida en la campaña de Buenos Aires, sino en el resto del litoral y en la Banda Oriental. Pero, dado que los comerciantes de la nueva capital controlaban el mercado, la mayor parte de las utilidades se quedaba en la ciudad y servía para adquirir productos de ultramar, ante todo luego de la pérdida de Potosí y el acceso a su plata. Los vaivenes que se notan en la línea de las cantidades tienen que ver con las vicisitudes políticas y militares que afectaban el mercado externo; pero la tendencia es al crecimiento sostenido, y se consolidará en los años siguientes hasta llegar a su máximo desarrollo en la década de 1840 (Rosal y Schmit).

Gráfica 7

Moraes, considerando que la producción de cueros no está contemplada en los índices de consumo, la incorpora para elaborar un índice de ingresos agrarios per cápita que invierte la imagen anterior de insuficiencia construida desde la perspectiva del consumo, lo que nuevamente demuestra que no es correcta la deducción que se hace a partir de los diezmos12. De todos modos, y como ya se ha aclarado en numerosas ocasiones, un índice per cápita no refleja la desigualdad en el ingreso, por lo que es posible que el sector exportador hubiera estado apropiándose de ese surplus de ganancia sin revertirlo al resto de las actividades, es decir, funcionando como enclave. Aunque no parece ser esta la situación de la ciudad de Buenos Aires, visto el crecimiento de los otros índices.

Asimismo, la importación de productos, medida a través de los derechos de aduana (gráfica 8), creció a pasos tanto o más espectaculares que la exportación. Podemos cometer aquí algún error ya que no tenemos en cuenta las posibles variaciones de las alícuotas, pero, dado el volumen del incremento, suponemos que no influyeron tanto como para variar las conclusiones a las que han arribado los especialistas.

En valores nominales, se pasó de 1 millón de pesos en 1790 a 8 millones de pesos en 1816. Entre 1791 y 1800 la tasa de crecimiento de los gravámenes pagados en la aduana de Buenos Aires fue del 2,49 % anual. En el periodo siguiente, 1801-1810, se notó un reflujo que hizo bajar el monto nominal, con una tasa negativa del 0,41 % que refleja, según Halperin Donghi, las dificultades de la última etapa del imperio borbónico para mantener una relación fluida con sus colonias. Pero en la década revolucionaria, en la que no solo se experimentó la instauración total del libre comercio, sino también hechos negativos para la recaudación, como la guerra misma, la tasa de crecimiento fue del 17,68 %, con lo que la aduana se perfiló ya como la principal fuente de recursos del Estado. Si bien estos ingresos no son exactamente una muestra del movimiento del mercado interno de Buenos Aires sino de todo el virreinato, puesto que la ciudad era la única puerta de entrada de mercancías para todo el espacio, pueden utilizarse como una demostración del poder de compra de sus mercaderes y del nivel de movimiento comercial que había en ella. La curva ascendente lo hace notorio.

Pero veamos ahora una estimación del movimiento interno del comercio de la ciudad, nuevamente a través de fuentes fiscales (gráfica 9).

Las gráficas 8 y 9 son bastante similares13. El comercio interno, o por lo menos los gravámenes que extrajo el Estado de él, se comportaba igual que la importación. Salvo por el periodo 1811-1815, cuyo gran ascenso pudo haber sido una respuesta a la caída anterior o tal vez el reflejo de una acción de recaudo exitosa por parte de la Hacienda, asediada por los gastos de la guerra de independencia. De todos modos, y a pesar de las similitudes, el crecimiento de la importación fue bastante mayor; si comparamos las tasas extremas de ambos indicadores, 1791-1819, el crecimiento de la importación fue de casi el 10 % anual, mientras que el del comercio fue del 6 %. Esto es coherente con la apertura mercantil verificada en el periodo.

Puede haber reservas acerca de sacar conclusiones sobre el movimiento de la economía a partir de fuentes fiscales, en especial cuando los actores y las circunstancias de las percepciones son cambiantes, como en este caso, en el que se pasó de un régimen desprestigiado a otro que se supone más legítimo, y de una situación de relativa paz interna a momentos de conmoción. Sin embargo, podemos afirmar, después de entrecruzar todos los datos que estamos viendo, que el mercado interno citadino creció fuertemente y que es razonable que eso se haya notado en la recaudación de impuestos.

Otro indicador para observar son los gastos del Estado en relación con aquello que puede haber significado una retroalimentación a la economía. Hablamos de remuneraciones a particulares. Veamos la gráfica 10.

Las modificaciones que produjo la guerra en las salidas de caja del Estado son perfectamente visibles. En el periodo 1801-1805 comenzó una espiral ascendente del gasto militar, que alcanzaría más del doble de la cifra inicial y cuyo componente principal eran los sueldos de militares de todo rango, desde brigadieres generales hasta milicianos. Luego, una vez concluida la participación de Buenos Aires en las guerras de independencia, el valor volverá casi al mismo nivel que tenía al principio del periodo, según muestra la polinómica.

A diferencia del crecimiento del gasto militar, el de los sueldos pagados al personal civil fue más moderado, a razón del 0,98 % anual, incremento bastante limitado si se tienen en cuenta los cambios que se estaban produciendo en el papel del Estado y en los precios de los bienes, como veremos después. De todos modos, hubo un lapso de incremento más marcado entre 1796 y 1800 que más tarde se diluyó.

El tercer rubro de análisis, "otras remuneraciones", incluye retribuciones a empleados eventuales, como peones, artesanos y tripulantes, y a partir de 1806, pagos de artillería, armería y marina, que Halperin considera un subsidio al sector popular. En este caso, el crecimiento de punta a punta de la serie, a razón del 0,66 %, fue menor que el de los sueldos de civiles, pero en el momento más álgido de la revolución, los diez años que van de 1806 a 1815, la tasa de incremento de este rubro fue del 5,14 %, y entre 1811 y 1815, del 9,45 %.

No se puede dudar de que, tratándose de pagos a sectores urbanos o militarizados que no producían mientras estaban reclutados, estos montos revertían al consumo y aumentaban la demanda de alimentos y otros bienes14. Si consideramos, con Halperin, que el 30 % de los hombres en edad de trabajar estaban movilizados, debemos pensar que la influencia de estos hombres era esencial no solo en el consumo, sino en el mercado de mano de obra, en la motivación del refuerzo de la ola migratoria (82). El mismo autor calcula que el Estado les transfirió a los sectores populares, de un modo u otro, el 40 % del total de sus gastos en el periodo 1807-1810, cifra que llegó al 48 % en 1810 y que luego cayó al 25 % hacia 1815 (129). Al margen de las consideraciones políticas y sociales acerca de la relación élites-sectores subalternos, esta importante suma, en definitiva, redundaba en el consumo.

Ahora bien, la sustracción de mano de obra a consecuencia del reclutamiento, mal endémico de la campaña de Buenos Aires, habría traído aparejado un aumento de la demanda y de los salarios de no haber sido por el continuo acceso de migrantes que presentamos en la gráfica 1. Sin embargo, esto no quiere decir que la oferta satisficiera la demanda, porque la fuerza de trabajo es solo uno de los factores de la producción, no el único. Por lo tanto, podría haberse producido un proceso inflacionario de los precios de los bienes de consumo (gráfica 11).

El índice secular elaborado por Martín Cuesta muestra claramente que no hubo modificaciones en los precios a lo largo del siglo XVIII. Las oscilaciones que él observa en los valores de algunos bienes tienen que ver, más bien, con modificaciones coyunturales y momentáneas de la oferta y la demanda. Su curva entronca casi perfectamente con el índice que construyó Lyman Johnson partiendo de datos de 1776: una fase ascendente en la curva de Cuesta empalma con una fase semejante en la de Johnson hasta 1781, cuando comienza una etapa descendente de acuerdo con ambos investigadores. Los últimos datos del primero son de 1791, lo que no nos permite ver si la curva sigue descendiendo como se observa en el trabajo del segundo autor, cuya curva cae continuamente hasta 1794. A partir de ese año, solo tenemos la curva de Johnson, que muestra un ascenso permanente hasta llegar al índice 240, es decir, un 140 % más que el índice del año 1776. Sabemos que Buenos Aires sufrió una temporada de sequías entre 1803 y 1806 que se refleja en el pico que mencionamos; luego, la curva decae, pero nunca llega a estar por debajo del índice 160, que parece ser su piso. Puede ser entonces que este nuevo nivel se corresponda con la demanda motivada por el mayor poder de consumo de los asalariados y artesanos.

Es posible relacionar este último nivel de consumo con el derrame que llevó a cabo el Estado entre 1806 y 1815 y que se confirma por el nivel del salario que calculó Lyman Johnson para el mismo periodo15. Según este, hubo un alza del salario desde inicios del siglo que se acentuó luego de 1806 y llegó a un número índice de 180 en 1810. Dentro de esa subida, se nota un incremento comparativamente mayor de la mano de obra no especializada, precisamente la que era movilizada con frecuencia para la milicia (Johnson, "Salarios" 154-155)16.

Sin embargo, ese aumento de los sueldos de los trabajadores de la ciudad solo alcanzaba a compensar los incrementos de los precios. En la gráfica 12 se puede ver que el salario real estuvo por debajo del nivel de 1776 hasta 1788, cuando lo superó, para luego fluctuar hasta 1800, cuando tomó un camino descendente del que comenzó a recuperarse en 1806, con la militarización de Buenos Aires.

Aunque coincidimos con Cuesta en torno a la quietud de los precios de los bienes de consumo a lo largo del siglo, no podemos dejar de mencionar que hubo precios que sí se movieron en la segunda mitad del siglo XVIII, según se puede ver en la gráfica 13.

En principio, todos los precios muestran tendencia al alza, por lo menos desde 1800 y en algunos casos desde antes. Por ejemplo, los bueyes. Sabido es que estos animales eran utilizados en la agricultura y en el transporte, y que su precio comience a subir en este corte a partir de 1770 es significativo. El valor de las vacas empezó a incrementarse en 1800, aunque parece que venía bajando desde la década de 1770; la subida desde 1810 se explica por sí sola: el cuero sería cada vez más importante para la economía rioplatense y pronto se agregarían los saladeros. La evolución del precio de las yeguas, esenciales para la producción de mulas, muestra la estabilidad que tenía ese mercado antes de la pérdida de Potosí. El valor de la tierra llegó a su piso en 1780; a partir de ese momento comenzaría a crecer y las décadas siguientes lo pondrían en la cúspide de las alzas.

Estas cifras no nos permiten reparar en la tendencia de todo el siglo XVIII; puede muy bien tratarse de movimientos que, vistos a lo largo de un siglo, no manifiesten una clara tendencia. Estamos de acuerdo con Enriqueta Quiroz en que la periodización puede convertirse en un argumento engañoso.

¿Conclusiones? Una agenda para la investigación

La historia es la suma de un sinnúmero de variables, de manera que el cambio de una de ellas puede llegar a modificar enteramente el resultado, convertir el razonamiento en pura ficción. No vamos a volver sobre la conocida idea de las consecuencias del aleteo de una mariposa en Pekín; solo queremos dejar constancia de la volubilidad de los estudios históricos, de las infinitas posibilidades que tienen, por lo que atribuir un efecto determinado a un conjunto preestablecido de variables puede resultar inverosímil.

Por ello, la afirmación contundente de que las reformas borbónicas no tuvieron influencia en el desarrollo de los acontecimientos se aleja del rigor historiográfico tanto como la afirmación contundente de que ellas fueron la causa exclusiva del desarrollo posterior. Parece más racional ubicarse en una posición intermedia, reconocer cierta influencia, como lo hace Garavaglia al decir que las reformas borbónicas "tuvieron un efecto muy grande para acentuar algunos cambios que hacía tiempo se estaban esbozando" ("Crecimiento" 52). O como lo hace Halperin Donghi al referirse al ascenso rioplatense, "que la creación del virreinato sin duda no inicia, pero sí consagra y acelera" (28).

Sin embargo, creemos haber demostrado que, dado el estado actual de los conocimientos, puede pensarse que las reformas borbónicas influenciaron poderosamente los procesos económicos y los desarrollos de la ciudad de Buenos Aires y de su entorno, integrándolos como antes no había sucedido.

El efecto integrador porteño se realizó en dos frentes. Por un lado, hacia el interior de la campaña, requiriendo bienes de consumo, alimentos sobre todo, que pudieran llegar a un precio competitivo a la ciudad. Este fue un problema que limitó el acceso a esta campaña y solamente se solucionó cuando se instalaron los ferrocarriles, pero es una etapa que queda fuera de nuestro análisis. Por otro lado, en el frente externo se realizó el proceso de integración requiriendo bienes pasibles de ser exportados, como los cueros. Así se integraba el litoral, que formaba parte del espacio económico rioplatense y cuyas pieles curtidas llegaban a precios competitivos a Buenos Aires. Más allá del litoral, el costo del flete terrestre hacía imposible trasladarlos, salvo cuando se aprovechaba la vuelta de la carreta vacía. Pero, además, el ganado era más caro que en la campaña porteña, lo cual impedía que el negocio fuera rentable17.

No obstante, quedan puntos poco claros en este análisis. Se discute aún, con argumentos válidos, si el crecimiento del siglo XVIII fue espoleado por la economía externa o si el desarrollo solo contó con motivaciones internas. Se sostiene que las variaciones en la subida de los índices de precios indican aumento de la actividad económica; en cambio, su estabilidad indicaría estancamiento. Se pone en duda, con razón, la validez de las cifras decimales, ya que su recolección estaba muy influenciada por variables políticas. Se considera, también, que la recaudación fiscal puede haber aumentado por una mayor actividad económica o simplemente por una mayor presión. Se estima que la actividad portuaria generó, per se, un incremento de la producción para el abastecimiento de los buques surtos en el puerto. Se comparan valores de salarios en relación con una misma actividad a lo largo de lapsos muy prolongados, sin tener en cuenta las variaciones productivas o tecnológicas, ni tampoco la disponibilidad de factores.

Para poder despejar y aclarar estas cuestiones, hacen falta más investigaciones empíricas; construir series de precios en distintas regiones, tanto al por mayor como al por menor; elaborar canastas de consumo diferenciadas asimismo por regiones; averiguar más acerca de los montos del diezmo; recolectar información sobre guías de transporte; revisar los manifiestos de importación; indagar sobre el abastecimiento de los buques en etapas posteriores a las ya trabajadas; volver a leer fuentes que ya fueron expurgadas, aplicando nuevas metodologías o avances técnicos de los que no se disponía décadas atrás. Igualmente, hace falta aplicar esas nuevas tecnologías en relación con las fuentes fiscales ya trabajadas. Y, por encima de todas las cosas, hace falta descubrir más documentos que nos permitan evaluar mejor los datos citados.

Finalmente, hay que tener claro que cualquier explicación es funcional para un determinado objetivo, pero que probablemente no lo sea para otro: desestimar la versión rosista-mitrista de la nacionalidad no implica negar las razones del crecimiento de la economía porteña, por ejemplo; dar cuenta del crecimiento de la economía porteña no supone negarlo con respecto a otros espacios. Y, por supuesto, hay que tener presente también que en historia nunca está dicha la última palabra, la definitiva explicación. Quedamos a la espera del aleteo de la mariposa en Pekín.


Notas
1 Dice Mitre en su Historia de Belgrano: "Ellos [los estudios económicos de Manuel Belgrano] contribuyeron más poderosamente aún a preparar la revolución política que estalló más tarde, la que fue precedida por la revolución económica del comercio libre, que emancipó mercantilmente a la colonia de su metrópoli, triunfo pacífico al cual no es extraño el nombre y la influencia de Belgrano" (63).
2 Tanto la nueva escuela histórica (Levene, Ravignani) como las diferentes versiones de la izquierda (Puigross, Ramos) y las distintas formas del revisionismo (Irazusta, Rosa, Ortega) aceptaron casi sin hesitación la explicación mitrista acerca del origen de la nacionalidad.
3 Un resumen de las diferentes visiones historiográficas sobre los efectos de las reformas borbónicas en el conjunto de la América española se puede encontrar en Jorge Gelman ("La lucha").
4 Se conoce como litoral la región regada por los ríos Paraná y Uruguay, las actuales provincias de Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, y la costa fluvial de Buenos Aires y de la actual República Oriental del Uruguay.
5 Toda la elaboración cuantitativa de esta sección se basa en cifras publicadas por diversos autores; salvo que lo consignemos, no hemos utilizado fuentes primarias para este trabajo.
6 No caben dudas de que las modificaciones producidas también influyeron en otras zonas del entonces virreinato, sobre todo en el litoral y en lo que Fernando Jumar denomina el homogéneo espacio económico rioplatense y su complejo portuario, pero nuestra intención es recortar dicho espacio para analizar el caso de la ciudad de Buenos Aires y su entorno inmediato (Jumar, "Lo que la revolución"; Jumar et al.).
7 Sobre los migrantes peninsulares, tenemos ahora el estudio de reciente publicación de Mariana Alicia Pérez.
8 Una discusión provechosa sobre la tasa de rentabilidad, la utilización de mano de obra y el tipo de economía en el campo de la producción de cereales en la primera mitad del siglo XIX se presenta en el volumen 31 del Boletín Ravignani (Míguez, Gelman y Djenderedjian).
9 Paradójicamente, fue en plena crisis revolucionaria cuando se logró exportar mayores cantidades de harina, lo que se volvería a repetir en la década de 1830 (Djenderedjian 147-161).
10 Sobre la producción triguera en el Río de la Plata puede verse el trabajo de Gelman ("Una región") y acerca de un caso de trigo del interior en el mercado de Buenos Aires, Farberman.
11 Ello implicaría considerar que el incremento del tráfico ultramarino por Buenos Aires, entre 1720 y 1778, antes del momento que estamos analizando, generó un aumento de la producción del entorno inmediato de la ciudad, en cuanto a bienes y servicios que hasta entonces no producía. Para los autores, esta nueva actividad suscitó la prosperidad que explica la ausencia de "crisis típicas de Antiguo Régimen" (Jumar et al., "El comercio").
12 Moraes estima que los cueros exportados no se incluían en el diezmo porque el ganado era aún cimarrón; si era así en la Banda Oriental, no lo era en el caso de Buenos Aires porque ya todo el ganado formaba parte de rodeos y, por lo tanto, debía estar incluido en el registro de reproducción anual sobre el que se pagaba el diezmo ("Los precios").
13 Los R2 de ambas gráficas no son muy diferentes, lo que indica su cercanía, aunque parece un tanto más coherente la de importaciones.
14 Este efecto fue observado por Lyman Johnson en su estudio acerca del efecto del establecimiento del ejército de Cevallos para recuperar Colonia del Sacramento y de la posterior militarización de la ciudad en 1806-1807 (Workshop 221).
15 Johnson estima que la instalación del ejército de Cevallos en Buenos Aires propició el inicio del proceso inflacionario de los artículos de consumo, luego incrementado a partir de 1806 debido a la militarización relacionada con las invasiones inglesas (Workshop 221). Recordemos que el asentamiento militar de Buenos Aires estuvo íntimamente ligado con las reformas borbónicas.
16 Al respecto, Halperin Donghi proporciona testimonios acerca de la rigurosa paga a los milicianos de Buenos Aires, así como de su relativo alto nivel (85).
17 Véase el caso del ganado cordobés en Gelman y Santilli.


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Sala X (X) 25.

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