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Fronteras de la Historia

Print version ISSN 2027-4688

Front. hist. vol.19 no.1 Bogotá Jan./June 2014

 

"Para un mejor servicio al rey y a la república": formas de acceso a la burocracia civil y redes sociales en Valledupar (provincia de Santa Marta), c. 1770-1808

"For a Better Service to the King and the Republic": Forms of Access to the Civil Bureaucracy and Social Networks in Valledupar (Santa Marta), c. 1770-1808

MIGUEL ANTONIO SUÁREZ ARAMÉNDIZ
Universidad de Caldas, Manizales
msaramendiz@gmail.com

Recibido: 17 de agosto de 2013
Aceptado: 20 de diciembre de 2013


RESUMEN

Este trabajo explora la relación existente entre formas de acceso a la burocracia civil y las redes sociales de los vecinos de la ciudad de Valledupar (ubicada en un espacio periférico de la Nueva Granada) a finales del Antiguo Régimen. A través de este estudio se pretende poner en discusión la idea, imperante en la historiografía sobre la región, de que en el Caribe neogranadino fue imposible la concreción del poder institucional de la monarquía española, mostrando que las formas empleadas por los vecinos para acceder a la burocracia civil garantizaban tanto la gestión de sus intereses como la actuación del Estado en los territorios de frontera. En la realización de esta investigación, hemos encontrado como principal dificultad la carencia de libros de cabildo sobre la ciudad de Valledupar, que se superó parcialmente mediante el rastreo de información en diversos fondos del Archivo General de la Nación, así como en fondos notariales de la misma ciudad.

Palabras clave: Burocracia imperial, redes sociales, siglos XVIII y XIX, Valledupar.


ABSTRACT

This work explores the relation between forms of access to the civil bureaucracy and the social networks that existed between the neighbors of Valledupar (located in a peripheral area of Nueva Granada) at the end of the Old Regime. Through this study, it is intended to call into question a prevailing idea in the historiography about the region: that the implementation of the institutional power of the Spanish monarchy was impossible in the Caribbean region of Nueva Granada. This paper proves that the means the neighbors used to reach civil bureaucracy guaranteed the management of their interests as well as the intervention of the State in the borderline territories. During the realization of this research, the main problem was the absence of libros de cabildo about the city of Valledupar, which was overcame through the search of information in the different documentary collections of the Archivo General de la Nación, as well as in notarial documentary collections.

Keywords: Colonial bureaucracy, eighteenth and nineteenth centuries, social networks, Valledupar.


Introducción. Administración imperial y redes sociales1

Desde hace algunos años Morelli ha llamado la atención acerca de la importancia de los municipios en la gestión del poder imperial en América a finales del Antiguo Régimen. Para ella, estas entidades locales constituyeron una fuerza capaz de gestionar de manera autónoma sus propios intereses, lo que les permitió mantener siempre una convivencia con el "poder real". Esto les garantizaba a los vasallos americanos ejercer control sobre el territorio y sus recursos mediante la actuación en las esferas del poder local o como fuerza de respaldo a las autoridades locales. Adicionalmente, ello posibilitaba la aplicación de la justicia que "pertenecía al príncipe", pero reservaba "para cada ayuntamiento el gobierno político y económico de los pueblos" (Morelli 40-41). Lejos de lo que pudiera pensarse, esta autonomía no lesionaba necesariamente los intereses de la Corona, sino que potenciaba el dominio que tenía sobre sus posesiones americanas, pues ponía en funcionamiento el poder institucional en aquellas zonas donde el poder del rey se hacía más difuso, especialmente en los territorios de frontera (Barral y Fradkin).

De acuerdo con Balmori, Voss y Wortman, el poder institucional representaba para los vecinos de los pueblos de América un medio eficaz que permitía completar y potenciar sus actividades económicas, sostener preeminencias sociales y ejercer un control sobre economías locales, casas, tierras y mercados urbanos (45). Zúñiga señala que la administración imperial representó una fuente de "distinciones, títulos y cargos" que los diferentes actores intentaron "acaparar para 'hacerlos fructificar'" y, si era posible, "patrimonializarlos" (54). Moutoukias ha planteado que la Corona española se beneficiaba de estas redes y alianzas en la medida en que la presencia y actuación de los vasallos (y sus redes) constituía la base informal sobre la cual reposaba "la comandancia política y militar indispensable en el funcionamiento de las instituciones imperiales" (896). Estas perspectivas permiten entender que las redes y alianzas de los vecinos de las diversas municipalidades pusieron en marcha las instituciones que garantizaban el gobierno imperial en los diversos territorios americanos de la Corona española.

Así, no resultan extraños fenómenos como la concentración del poder en unas pocas familias, sin mayor oposición de las autoridades virreinales o provinciales. Por una parte, porque tales autoridades o bien carecían de la fuerza necesaria para oponerse, o bien participaban de dichas alianzas. Por otra parte, porque con frecuencia se aducía que no se contaba con el número de individuos capaces de asumir los cargos de la administración civil a consecuencia de la supuesta "pobreza" de las plazas, por lo cual debían valerse de los pocos elementos que se hallaban en los territorios, especialmente en las fronteras. Esteargumento sirvió, con frecuencia, para conseguir los avales requeridos por los vecinos para participar del poder institucional de la ciudad. Así las cosas, aun cuando las autoridades del virreinato o de la provincia podían negarse a reconocer algún nombramiento o venta de cargo, el modo de "control" más eficaz que tenían era la fuerza de oposición de los demás vecinos de la localidad y de los pobladores rurales, quienes ocasionalmente se constituían en un contrapeso al poder que ejercían los ministros locales.

Las familias prominentes de Valledupar aprovecharon tales circunstancias para intervenir de forma constante en la administración cívicomilitar. Grupos familiares como el de Juan Manuel Pumarejo Casuso, militar español graduado como sargento mayor y enviado a la ciudad en la campaña borbónica de control de las fronteras, constituyen una muestra interesante de la articulación entre poder institucional y redes sociales. Para 1776 Pumarejo Casuso ostentaba el cargo, que desempeñó en dos ocasiones, de teniente de gobernador, el de justicia mayor y el de corregidor de naturales de Valledupar2. En 1786 figuraba como teniente de gobernador en el remate hecho por José Gregorio Tavena del cargo de escribano y, nuevamente, en 1796 sería designado por dos años (AGN, epm 6, ff. 951 r.-952 v.). Paralelamente, cumplió funciones militares en calidadde capitán de granaderos del regimiento de Infantería de Milicias de Riohacha (ANV 8). En 1779 fue nombrado comandante de escuadrón, capitán de la primera compañía y miembro de la plana mayor del regimiento de Dragones de Valledupar, uno de los últimos cargos que ocupó antes de su fallecimiento (Suárez, "Los dragones" 115). En algunos testamentos familiares se señala que se ejerció como juez subdelegado de tierras y caminos, sobre lo cual no se cuenta con mayor información.

Asimismo, sus familiares hicieron parte de la administración de la ciudad, antes y después de la Independencia. Los dos hijos mayores del primer matrimonio de Pumarejo Casuso, Manuel José y José Antonio, fueron alcaldes ordinarios, el primero en 1799 y el segundo en 1797 y 1806. En 1796, Manuel José, siendo su padre el encargado de la verificación de las elecciones por petición del gobernador, fue elegido como síndico procurador general de Valledupar. Los dos hijos del segundo matrimonio participaron en la administración republicana de manera temprana. A través de la única hija de Pumarejo Casuso, Manuela Josefa, se formaron vínculos entre la familia y otros miembros de la burocracia de la municipalidad. El primer esposo de esta, Francisco Cardona y Sierra, fungió como alcalde ordinario, y su hijo José Francisco Cardona era administrador de la renta de correos en 1807. En segundas nupcias, Manuela Josefa se casó con su primo José Antonio de las Cajigas Pumarejo, quien fue alcalde ordinario en 1795 y 1798, notario de familias del Santo Oficio y regidor fiel ejecutor de la ciudad hasta el momento de su muerte en 1801 (ANV 6, 8). Otro sobrino de Pumarejo Casuso, José Valerio de las Cajigas, remató en 1806 el cargo de regidor fiel ejecutor que había desempeñado su hermano, y figuró como alcalde en 1811 y, durante la República, en 1827 (ANV 13, 17).

En otros casos, la administración civil constituía un medio para reforzar las alianzas familiares que habían logrado algunos sujetos como resultado de su ascenso económico. Tal fue el caso de los hermanos Juan José y Vicente José de Armas, al parecer hijos de Bartolomé de Armas, un hacendado que había hecho parte del gobierno de la ciudad. Juan José estaba casado con María Jacinta Loperena y Ustáriz, hermana de María Concepción Loperena, quien se había vinculado a la muy reconocida familia Díaz Granados3. En 1788, De Armas remató el oficio de regidor decano por la cantidad de 75 pesos, y obtuvo la aprobación de su título ese mismo año (AGN, epm 2, ff. 625 r.-671 v.). En 1796 aún figuraba como regidor decano, en una disputa con el teniente de gobernador Juan Salvador Anselmo Daza, quien solicitó que se le quitase la "vara" a De Armas por encontrarse encargado de la renta de tabacos y pólvora de la ciudad. Por medio de su matrimonio, De Armas había emparentado con otros funcionarios, entre los cuales estaba José Vicente Ustáriz (alcalde de primera nominación en 1793), primo de las hermanas Loperena. En 1802 y 1803, Juan José aún estaba desempañando el oficio de regidor decano y administrador de tabacos de Valledupar. Vicente José de Armas figuraba como procurador general de la ciudad en 1793 y fue alcalde ordinario de la misma en 1795, 1801 y 1807 (ANV 6, 9, 12). En 1802 fungía como administrador de correos (ANV 10). La hermana de Juan José y Vicente José, María Antonia de Armas, emparentó con los Pumarejo gracias a su matrimonio con José Antonio Pumarejo y Mujica.

Como en el resto del mundo hispanoamericano, esta articulación entre las redes sociales y el poder imperial se lograba por el uso de los canales institucionales propios de la política hispánica, mediante los cuales los vecinos podían comprar cargos y ser elegidos o nombrados en la administración cívicomilitar. Ello complejiza el análisis de la administración imperial, en cuanto que esta no puede ser solo observada desde el punto de vista del aparato burocrático, sino también desde la perspectiva de las relaciones dinámicas, que tenían una función diferenciadora en los espacios locales. En estos, el poder institucional adquiere una doble significación, social e institucional, dado que los sujetos que hacen parte de tales aparatos burocráticos son al mismo tiempo miembros de la comunidad (Colmenares, "Factores" 74-77).

Este artículo apunta a explicar uno de los elementos implicados en el análisis de la burocracia imperial en las localidades: las formas de acceso al poder institucional. Para esto hemos centrado nuestro estudio en la ciudad de Valledupar, una urbe fronteriza de la provincia de Santa Marta habitada por pobladores urbanos y rurales4. Entre ellos se encontraba un grupo considerable de vecinos "notables" cuyo ascenso social estaba determinado, entre otras cosas, por el desarrollo de actividades agropastoriles que, de forma regulada, debían servir para abastecer las plazas de Cartagena, Santa Marta y Riohacha, y por el establecimiento de relaciones económicas no reguladas con comerciantes de diversas naciones a través de las costas de la provincia de Riohacha. Estos vecinos asentados en la frontera, que se contaban "entre los más capaces, idóneos y prestantes", aprovechaban las condiciones mínimas requeridas para estimular la creación de nuevos cargos, ocupar los existentes y sostener el poder imperial en las fronteras y "pequeños destinos" (Ezpeleta 52). Nos concentraremos en el estudio de las formas de acceso que hemos podido evidenciar de momento: elecciones, compras de cargos y gestión de nuevos empleos5.

La elección de cabildantes en 1794 y 1796

Las elecciones celebradas por los cabildos constituían uno de los medios de acceso al poder institucional en las ciudades. Se trataba de un privilegio concedido por el rey que permitía la designación de sujetos en distintos cargos, designación que posteriormente debía ser avalada por las autoridades provinciales y por el virrey. En el caso de Valledupar, estas dignidades eran las de alcaldes ordinarios y de la Santa Hermandad y la de síndico procurador general; hacia la década de 1790 se agregarían la de alcalde pedáneo del sitio de Barrancas y la de los comisarios de barrio de la ciudad. Pese a las limitaciones de la información, tenemos noticias de dos certámenes realizados en Valledupar, en 1794 y 1796 (AGN, epm 9, ff. 341 r.-349 v., 201 r.-212 v.), en las que se ponen de manifiesto la incidencia de las relaciones sociales en la escogencia de los nuevos ministros y las dificultades propias de las elecciones.

El proceso de las elecciones iniciaba mediante orden recibida por el gobernador de la provincia, quien le encargaba al cabildo elegir el 1.° de enero del año siguiente a los nuevos miembros de la misma corporación. El gobernador designaba al teniente de gobernador o a otro sujeto como verificador de las elecciones, y era esta persona quien debía leer la regulación que facultaba a los ministros locales para elegir a sus sucesores, además de exhortarlos a que escogiesen entre los individuos más prestantes e idóneos, que no fuesen deudores de la Real Hacienda y que guardasen y mantuviesen la paz en el vecindario. Para cumplir esa función el gobernador escogió, en 1794, al teniente de gobernador José Manuel Alonso Fernández de Castro y, en 1796, al capitán de granaderos don Juan Manuel de Pumarejo Casuso.

El día de la elección se congregaban los miembros del cabildo con el verificador a fin de dar inicio a la selección de los sujetos que, según su consideración, cumplían con los requisitos para ocupar las plazas que podían someterse a elección. Tanto en 1794 como en 1796, los cabildantes dijeron haber votado de forma unánime. Tras la selección, se convocaba a los favorecidos a la sala capitular para que, comprometiéndose a cumplir con las obligaciones inherentes a sus cargos, prestasen juramento. Antes de esto último, los vecinos debían expresar si aceptaban o no cada nombramiento. En caso de aceptar, el nominado debía presentar a los fiadores que lo respaldarían en el ejercicio de sus oficios y a los cuales también se les tomaba juramento. Al finalizar el proceso, se daba por concluida el acta con la firma de todos los presentes, incluso los elegidos. El verificador debía notificar la realización de las elecciones a las autoridades de la provincia enviándoles una copia del acta respectiva. El gobernador, a su vez, elevaba al virrey copias de las actas de todo el proceso, que le habían hecho llegar los miembros del cabildo, y de los dictámenes de su asesor con el fin de proceder a confirmar o negar la elección realizada.

En 1794, fueron elegidos Andrés Pinto Cotrín como alcalde de primera nominación o voto, Vicente Sebastián Gutiérrez como alcalde de segundo voto, el subteniente de milicias José Manuel Ustáriz como procurador general, el subteniente de milicias Prudencio Gutiérrez y Juan Antonio Vanegas como alcaldes de la Santa Hermandad, Pedro Francisco de Soto y Nicolás Baute como comisarios de barrio y José Calixto Arciniegas como alcalde pedáneo del sitio de Barrancas. Posteriormente, en 1796, fueron elegidos como alcaldes ordinarios Agustín de la Sierra y Juan José del Río, como procurador general Manuel José de Pumarejo (hijo del verificador de las elecciones en cuestión), como alcaldes de la Santa Hermandad Pedro Vanegas y José María de Fez, como alcalde pedáneo del sitio de Barrancas José Miguel Arias y como comisarios de barrios Juan Marcos Bravo y Rafael José Cardiles. Como hemos señalado, la elección de estos ministros ponía de manifiesto tanto las dificultades de la administración civil como el papel que cumplían las relaciones sociales de los vecinos en la misma elección.

Uno de los fenómenos que se dieron en ambos procesos tuvo que ver con la vacancia de los cargos al momento de la elección. Por eso en las designaciones no participó el cabildo en pleno, bien porque algunas plazas no estaban ocupadas, bien porque los funcionarios que las ocupaban tenían algún tipo de licencia para no estar allí. En 1794, por ejemplo, solo intervinieron el alcalde ordinario don José Vicente Ustáriz, el regidor alguacil mayor José Francisco Rodríguez, el regidor depositario general don Pedro Santiago Molina y el regidor decano Juan José de Armas, mientras que estuvieron ausentes el alcalde ordinario de segunda nominación o voto José Casimiro Ramos y el regidor alférez real Apolinar de Torres y Arellano (AGN, epm 9, f. 342 r.). Por su parte, en 1796 estaban los alcaldes ordinarios Bartolomé Ustáriz y José Antonio de las Cajigas, el alguacil mayor José Francisco Rodríguez, el regidor depositario general Pedro Santiago de Molina y el regidor de número con funciones de decano Juan José de Armas. En esa ocasión no se contó con la presencia del teniente de gobernador Juan Salvador Anselmo Daza, según se dijo porque se encontraba ocupado "en los asuntos de su ministerio", ni con la del escribano de la ciudad, quien estaba enfermo (AGN, epm 9, ff. 202 r.-202 v.)6.

Si bien las elecciones transcurrieron en relativa calma, en ambos casos se cometieron errores en la medida en que se designó a sujetos impedidos para desempeñar las funciones que les habían sido asignadas. Esta parece ser una constante de las elecciones en la América española: la falta de "aplicación de las reglas sobre el derecho de voto" (Herzog, La administración 67). Tras conocer el resultado de las elecciones de 1794, el gobernador de la provincia pidió el concepto de su asesor, Manuel Campuzano, sobre el proceso. Para Campuzano, los cabildantes habían incurrido en un fallo al elegir a Pinto Cotrín, pues habían hecho una mala interpretación de la Ley 5ta Título 3ro del Libro 4to sobre las municipalidades7. Esta ley permitía la reelección de alcaldes ordinarios, pero exigía que transcurrieran dos años hasta la nueva elección, por lo cual la elección no podía producirse antes de 1795, por haber sido electo en 1792. Es decir, solo podía reelegirse al haber pasado tres años.

Además, Campuzano argumentaba que esta medida debía aplicarse en América porque no existían tantos oficios como en España, donde las elecciones "se celebraban con solo un año de hueco" por disposición del Auto 3, título 11, libro 2 de Castilla8. De lo contrario, "sería proceder con notoria injusticia, pues todos los ciudadanos, adornados con las cualidades y circunstancias que requieran las leyes son acreedores a semejantes elecciones, debe este honor repartirse con igualdad entre ellos" (AGN, epm 9, 345 v.-346 v.)9.

Con este argumento, Campuzano pidió que se declarara nula la elección de Pinto Cotrín y que se colocara a otro en su lugar. La orden fue confirmada el 6 de marzo de ese año por el gobernador de la provincia, Antonio de Samper, quien envió copia de la resolución al teniente de gobernador de Valledupar, Fernández de Castro, y al virrey, para que fuera a su vez confirmada por ellos. Este último aprobó la sentencia el 13 de mayo siguiente. La elección de los demás funcionarios fue ratificada.

La insistencia en nombrar a Pinto Cotrín indica la existencia de lazos entre este y sus electores. Él había participado en negocios junto a miembros de las familias Pumarejo, Maestre, Ustáriz y Fernández de Castro, entre otras. Uno de esos individuos era Bartolomé Ustáriz, cuñado del regidor depositario general Pedro Santiago Molina, otro de los electores de Pinto. Así mismo, este había hecho negocios con el verificador de las elecciones de 1794, Fernández de Castro. Por supuesto, Pinto no era el único que tenía relaciones dentro del cabildo; las conexiones de los elegidos con sus electores estaban a la orden del día: José Manuel Ustáriz era esposo de Pastora Josefa de Armas, hija del regidor decano de la ciudad Juan José de Armas, al momento de ser nombrado como procurador general; el regidor decano había estado casado con María Jacinta Loperena, cuñada del verificador de las elecciones en ese momento, José Manuel Alonso Fernández de Castro; Vicente Sebastián Gutiérrez, designado como alcalde de segundo voto, había actuado en representación y como fiador de varios vecinos de la ciudad, entre ellos el regidor depositario general Molina (gráfica 1).

Algunos de los elegidos en 1796 también tenían vínculos con los ministros que participaron en la elección. El caso más diciente fue el del procurador general Manuel José de Pumarejo, quien era hijo del verificador del proceso, Juan Manuel Pumarejo, primo-cuñado del alcalde de ordinario José Antonio de las Cajigas, y además le había servido como fiador a uno de los comisarios de barrio recién elegidos: Rafael José Cardiles. Estas vinculaciones tan estrechas no fueron objeto de rechazo ni por parte del asesor del gobernador ni por parte de otra autoridad.

Los "errores" procedimentales también se dieron en las elecciones de 1796. En esta ocasión el fallo se presentó al escoger a Agustín de la Sierra. Tras ser convocado a la sala capitular del cabildo, De la Sierra agradeció el nombramiento, pero se negó a aceptarlo argumentando que era vecino de la ciudad de Valencia de Jesús, en donde había estado empleado en calidad de regidor decano. Además, arguyó que, pese a las reformas que se estaban adelantando en el regimiento de milicias disciplinadas de Riohacha, aún gozaba del fuero como coronel de milicias, por lo cual se hallaba ampliamente impedido para el desempeño de la función asignada (AGN, epm 9, f. 203 v.).

Anteriormente, el cabildo había intentado obligar a De la Sierra a que cumpliese con sus obligaciones como vecino de la ciudad, pues según los cabildantes no las estaba cumpliendo10. De la Sierra era un militar español vecino, como ya se dijo, de Valencia de Jesús, pero residente en Valledupar, en donde se había establecido tras la muerte de su primera esposa, Bernarda Campuzano (hermana de Miguel Campuzano, asesor del gobernador), y donde contrajo nupcias en dos ocasiones con hijas del hacendado local José Francisco Maestre. De la Sierra tuvo una importante participación en la política de poblamiento de la provincia de Santa Marta a finales del siglo XVIII así como en los cuerpos de milicias de la misma provincia, donde llegó a ser "capitán a guerra", y de la de Riohacha, donde alcanzó el rango de coronel de milicias (Herrera; Sánchez).

El cabildo se negó a desistir de su intención de nombrar como alcalde a De la Sierra, con el argumento de que este había renunciado al cargo de regidor decano en 1795 (ANV 6). Además, tenía casa poblada en Valledupar y se encontraba sin casa en Valencia de Jesús por la cesión que había hecho a favor del hijo de su primer matrimonio11. Por tanto, desde la perspectiva del cabildo, era vecino de Valledupar. Adicionalmente, los cabildantes señalaban que el empleo de coronel de milicias y capitán pacificador de la nación chimila no parecía "obstar a la obtención del empleo de alcalde ordinario porque en cuanto a lo primero son cortas en el día las funciones", mientras que "las dos salidas [para pacificar a los chimilas] las podrá ejercer con más condecoración". Así mismo, señalaban que "esta república en el día se halla con necesidad de un sujeto de las calidades y circunstancias que en dicho señor coronel concurren" (AGN, emp 9, f. 204 r.).

Por ello, le solicitaron al gobernador, Antonio de Samper, que emitiera una resolución al respecto. La petición fue enviada el 2 de enero de 1796. El 26 de ese mismo mes, Samper le remitió la solicitud a don José Múnive y Mozo, que actuó como su asesor en esa ocasión por cuanto don Manuel Campuzano había sido cuñado de De la Sierra y se hallaba impedido para dar un dictamen. Múnive y Mozo le indicó al gobernador que, aun cuando el regimiento de milicias de Riohacha estuviera siendo reformado, De la Sierra continuaba en posesión de su fuero y que, como no había renunciado a él sino que le había sido retirado "por razones de estado" (ninguno de los oficiales que habían ejercido en Riohacha podían hacerlo en los cuerpos de milicias de reciente creación), no se lo podía obligar a renunciar a dicho fuero para tomar el encargo de alcalde. Sugirió, por lo demás, que se elevase consulta al virrey (AGN, epm 9, ff. 208 v-.209 r.).

El gobernador acogió el dictamen de Múnive y Mozo el 5 de febrero y el 15 se comunicó con el virrey para que este declarase "lo que fuere de su superior agrado". Con base en el juicio de su asesor y del asesor del gobernador de Santa Marta, el virrey determinó que De la Sierra debía seguir gozando de su fuero de guerra y que no había de ser forzado a ocupar el cargo de alcalde, decisión que fue confirmada el 16 de julio de 1796 (AGN, epm 9, ff. 210 r.-211 v.).

Las ventas de cargos en Valledupar

La compra y venta de cargos en la burocracia local y virreinal fue una constante promovida por la Corona española, como medio para obtener recursos que financiaran sus urgencias económicas en Europa (Arnold; Burkholder y Chandler; Büschges; Herzog, La administración; Moutoukias). Dado que se trataba de una "verdadera trasferencia patrimonial que daba derecho a reventa a particulares" (Herzog, La administración 70), la regulación sobre este tipo de transacciones era estricta y requería de la puesta en marcha de una serie de acciones que a menudo prolongaban y hacían más dispendioso el acceso a la burocracia: las autoridades imperiales imponían "precio, término y condiciones de ejercicio" al aspirante que deseaba ocupar un cargo mediante compra, mientras que el aspirante debía cumplir con tantas o más exigencias que aquellos que por gracia o elección habían logrado obtener un nombramiento, pues en ocasiones tenía que recurrir a probanzas de su linaje, así como al pago de los trámites correspondientes para lograr la final aprobación de la venta, lo cual elevaba los costos de la postulación y hacía que en muchos casos se presentaran largos periodos de vacancia antes de que un cargo fuera ocupado12.

Las autoridades locales tenían la tarea de rematar los cargos y de indicarle al vecindario cuáles eran los empleos vacantes y los requisitos para ocuparlos. Asimismo, debían velar por la realización de los pagos acordados y por que el aspirante tuviera las capacidades mínimas para desempeñar las funciones respectivas. Los remates públicos de las plazas tenían lugar tras la muerte o renuncia de quienes las habían ocupado previamente, pero también cuando no era admitida una postulación o cuando se creaba un nuevo cargo susceptible de ser vendido. La venta era decidida finalmente por las autoridades virreinales. En Valledupar, este proceso corría al cuidado del teniente de oficiales reales, que era el encargado de la administración de la Real Hacienda de la ciudad (AGN, hc 21, f. 384 r.), en compañía de dos o más ministros del cabildo que conformaban con él la junta de la Real Hacienda. Como señaló una de las personas que ocupó este puesto, el teniente de oficiales reales debía "remover los oficios de regidores, y escribanías vacantes de esta república, de la inacción de posturas en que han quedado, después de haberse pregonado por el término legal, bajo las disposiciones y formalidades de avalúo que previenen las leyes" (AGN, epm 9, f. 944 r.).

Esto implicaba que debían darse unos pasos específicos antes de hacer la venta de un cargo: 1) informar al cabildo de los empleos disponibles con el fin de proceder al avalúo de cada uno (para llevar a cabo este avalúo se designaba a algunos vecinos prestantes que hubiesen ocupado cargos); 2) notificar a la Junta de Hacienda acerca del avalúo para que fuese aprobado por este organismo; 3) realizar pregones diarios por un mes, al cabo del cual se esperaba tener alguna postulación. En los casos examinados este procedimiento fue infructuoso pues no siempre se encontraban aspirantes después de haber hecho los pregones. Al menos así sucedió en las ventas que tuvieron lugar entre los años de 1770 y 1809, según las fuentes consultadas.

La venta también podía producirse por solicitud directa de algún interesado en un cargo vacante. En este caso el procedimiento era el siguiente: 1) El aspirante podía presentarse ante el cabildo para solicitar el remate (generalmente, esto ocurría varios meses e incluso años después de que la Junta de Hacienda de la ciudad hubiese intentado vender el cargo en cuestión). 2) Elevada la solicitud por parte del aspirante, los cabildantes debían pedir la autorización del gobernador o del virrey, que eran los únicos con potestad para aprobar el remate. 3) El aspirante y el cabildo tenían que cumplir con los trámites respectivos para dar inicio al proceso. El cabildo promovía un nuevo pregón por treinta días, para anunciar la venta al precio determinado, mientras que el aspirante debía llevar a cabo las diligencias necesarias para lograr la aprobación de su postura (presentar fiadores, demostrar que estaba habilitado, requerir testimonios que diesen cuenta de su integración a la comunidad). 4) Un esclavo realizaba los pregones obligatorios, treinta en total, para encontrar un contendor. Cada día de pregón, el escribano o uno de los alcaldes de la ciudad anotaba en un libro y certificaba que el pregón había sido efectuado y que no se habían presentado nuevas posturas (en los casos estudiados no se presentaron otras postulaciones). 5) Concluidos los treinta pregones, se hacía por último uno más en la puerta de la casa capitular, hasta las doce del mediodía. Si no se recibían otras posturas, había que anunciar la única realizada y la venta de la plaza al individuo que había hecho el ofrecimiento. Para esto, se enviaba al pregonero a que dijera la fórmula "no hay quien puje, ni quien dé más" por tal o cual oficio, y a que repitiera la cifra de remate del cargo. Tras tres pregones se daba por cumplida la ceremonia mientras el pregonero vociferaba: "Que buena, que buena, que buena y vendida". Estos elementos se encuentran en todas las solicitudes de ventas de cargo que se han estudiado.

Fijemos la atención en algunos casos que muestran la importancia de las vinculaciones sociales para el acceso a la burocracia imperial, por medio de la compraventa de cargos. En 1770, Pedro Santiago Molina y Zúñiga solicitó la aprobación del oficio de regidor depositario general de la ciudad de Valledupar, que había logrado adquirir "en público remate" (AGN, epm 1, ff. 863 r.-898 v.)13. En su petición, Molina recordó que el cargo se encontraba vacante desde hacía más de nueve años, luego de la muerte de quien lo había ocupado previamente, su padrino Pedro Santiago de Mendoza, por lo cual ofreció la suma de 150 pesos (AGN, epm, 1, ff. 886 r.-886 v.). En marzo de ese año, el teniente de gobernador Bartolomé Martín Maestre, su tío materno, ordenó la realización del avalúo, que fue encargado al capitán de caballería Vicente Sebastián Maestre y al sargento mayor de milicias Pelayo Loperena por ser "personas de honor, integridad, y celo, y que han obtenido empleos de esta república"14. Ellos determinaron que el aspirante debía pagar la suma de 200 pesos "porque les parece lo acostumbrado y lo que se puede dar por la miseria del país" (AGN, epm 1, ff. 871 v.-872 v.); una miseria a la que se aludía cada vez que se queríajustificar la baja en el costo de un empleo o conseguir alguna clase de ayuda, gracia o privilegio por parte de las autoridades imperiales. Tras el avalúo y los trámites respectivos en la ciudad, donde fue admitida la postura del aspirante, se le indicó la suma determinada que debía pagar.

Sin embargo, Molina debió someterse nuevamente al proceso, esta vez con el traslado de su solicitud a la ciudad de Santa Marta. Dicho traslado pareció obedecer a la necesidad de evitar el cuestionamiento sobre la venta del cargo. El nuevo proceso se llevó a cabo entre el 3 de julio y el 1 de agosto de 1770, lapso en el que no se encontró ningún postor. Molina logró la aprobación el 6 de agosto de 1770 en Santa Marta, pero tuvo que esperar la autorización final del virrey, que tardó unos meses más, hasta mayo de 1771, cuando Blas de Valenzuela, procurador de número de la Real Audiencia, actuando a nombre de aquel, finalmente la consiguió. A pesar de que para Molina este proceso fue dispendioso, la obtención del cargo pareció dar excelentes frutos, pues en 1796 aún figuraba como titular del mismo. Estamos, efectivamente, ante una transferencia patrimonial del poder de la Corona a un sujeto. El hecho de que Molina aspirara a reemplazar a quien hasta morir había estado en el cargo, nada menos que su padrino, podría entenderse como el intento de conservación de un empleo que se había convertido en patrimonio familiar, intento que estaba respaldado por el encargado de poner en circulación las plazas vacantes, en este caso su tío, con quien además tenía una relación bastante cercana. Esto último se evidenció en el caso de la quema de las casas de los vecinos del sitio de Cepeda, ordenada por Maestre para que Molina pudiera comprar las tierras ocupadas por estos pobladores rurales.

En otros casos, además de cumplir con el requisito de pagar el "justo precio" por el cargo, se debió recurrir a las probanzas de linajes e integración a la comunidad, en procura de obtener la aprobación de un remate. Así sucedió en septiembre de 1806, cuando don José Valerio de las Cajigas solicitó el remate del oficio de regidor fiel ejecutor de la ciudad (AGN, epm 10, ff. 693 r.-718 v.). Cajigas, de origen español, había llegado a Valledupar hacia finales de 1780, gracias a las gestiones que su tío don Juan Manuel de Pumarejo Casuso y su hermano José Antonio de las Cajigas llevaron a cabo para promoverlo. José Valerio tenía 36 años de edad cuando aspiró a comprar el cargo de regidor fiel ejecutor, que se encontraba vacante desde 1801 y cuyo anterior ocupante había sido su fallecido hermano José Antonio. En agosto de 1805, las autoridades de la ciudad intentaron rematarlo, junto con otras plazas que se encontraban vacantes y para las que no se hallaban postores. Llegó a ser concedido a Francisco Tomás Gutiérrez, quien murió antes de recibir el título. En ese momento, el cargo fue avaluado en 120 pesos.

En su solicitud, Cajigas argumentó haber sido vecino de Valledupar por más de diez años, que a su familia se le había reconocido su condición de hidalguía y que además tenía una conducta arreglada y pacífica. Para probar lo anterior, en 1806 solicitó ante el alcalde ordinario de la ciudad, Juan García, que se tomara declaración a "tres personas principales de la mayor excepción", a quienes debía preguntarse sobre el pasado familiar de Cajigas y su posición en la ciudad. Con presencia del escribano José Dolores Céspedes, se citó al regidor alcalde mayor provincial de la ciudad Juan Antonio Daza (cuñado de Juan Manuel Pumarejo Casuso y tío político de José Valerio Cajigas) y a los comisarios de barrios José Gregorio Morón y Vicente José de Armas, "sujeto idóneo, y vecino de esta ciudad", y todos respondieron favorablemente a las interrogaciones planteadas por Cajigas. La información fue avalada posteriormente por varios miembros del cabildo, entre los cuales se encontraban Andrés Pinto Cotrín, José Antonio de Pumarejo (primo de José Valerio de las Cajigas), Juan Antonio Daza y Juan Nicolás Maestre (gráfica 1).

Con todos estos avales y contando con la cercanía de su tío a la administración virreinal en Santafé, la venta del cargo a favor Cajigas fue admitida. Esto no sería nada raro si no se hubiesen cometido grandes errores procedimentales en ella. El 8 de septiembre de 1806 se dio inicio a los pregones para la adjudicación del cargo, pero de los treinta exigidos por ley solo se hicieron ocho, el último de los cuales tuvo lugar el 16 de septiembre. El 22 del mismo mes la Junta de Hacienda de la ciudad, conformada entonces por el contador oficial real Juan de Plaza y por el alcalde de segundo voto Juan García, avaló el proceso y ordenó que se notificara a Cajigas del remate que se haría el 28 de septiembre. Como de costumbre, el acto se llevó a cabo en la puerta del cabildo, con los respectivos pregones realizados hasta las doce del mediodía por un esclavo, pero no se presentaron nuevas postulaciones. Después de esto, se levantó el acta y se compulsaron copias para que Cajigas solicitara la aprobación del virrey. Durante el proceso se obvió la aprobación previa del virrey y del gobernador, y no se buscaron, como en el caso anterior, otras postulaciones en la capital de la provincia. En noviembre de 1806, Cajigas obtuvo un concepto favorable del fiscal asesor del virrey, quien argumentó que, pese a que el cabildo había efectuado la venta sin el debido permiso, ante la distancia que había entre Valledupar y la capital virreinal y la escasez de sujetos que pudieran ocupar los cargos, debía aprobarse. Como solía ocurrir, el virrey aceptó el dictamen del fiscal y, a finales de noviembre de 1806, autorizó el nombramiento de Cajigas, cuyo título se libró el 21 de febrero de 1807.

En este caso, se ponen en evidencia varios elementos. Por un lado, las dificultades para lograr la ocupación de los cargos, que obligaban a transgredir las normas al punto que se hacían las diligencias con tanta celeridad que no se daba lugar a otras postulaciones. Por otro, el peso de las relaciones sociales, no solo del postulante, sino de su familia, que posibilitaron la venta del cargo y la aprobación final en Santafé, donde no solo no hubo oposición sino que se justificó el remate. Por último, el hecho de que Cajigas pretendiera el oficio que había desempeñado su hermano evidencia una cierta heredabilidad de los cargos o cuando menos la intención de patrimonializarlos. El caso muestra la importancia que tenía ser vecino de la ciudad y cómo se facilitaba el acceso a esta condición al pertenecer a las redes sociales, que eran necesarias para la integración de la comunidad (Herzog, "La vecindad"; Herzog, Vecinos).

La gestión de nuevos cargos

La de 1790 fue una década de crecimiento del poder institucional en la ciudad de Valledupar, crecimiento que culminó en 1799 con la formalización del sistema de milicias como consecuencia de la creación del regimiento de Dragones de Valledupar. La fundación de este regimiento permitió que muchos de los vecinos que hacían parte de la administración civil o sus familiares accedieran también a la oficialidad militar (Suárez, "Los dragones"). Como sabemos, los nuevos cargos en la administración civil-militar constituyeron un medio propicio para reforzar los vínculos y las redes de los vecinos, y satisficieron tanto los intereses particulares como el interés del Estado de ampliar su actuación en las fronteras. Este proceso fue resultado no solo de la disposición de la Corona, sino sobre todo de la gestión de los vecinos que procuraron la apertura de otros espacios de poder. De ahí el que, desde la década de 1780, se registrara el esfuerzo del cabildo por crear el cargo de comisario de barrio, para "cuidar de los delitos y pecados públicos". En la misma década, específicamente en 1787, el cabildo inició las gestiones para que se le permitiese elegir a los alcaldes pedáneos en San Juan, San Antonio de Badillo y San Antonio de Jobo, tres de los principales sitios de la jurisdicción de Valledupar. Comisarios de barrios y alcaldes pedáneos constituyeron, a finales de ese decenio y en los primeros años del decenio siguiente, los cargos que, obedeciendo a la necesidad de funcionarios que ayudaran a salvaguardar la paz y el orden público, más interesaron a los vecinos y cabildantes15.

Los nuevos funcionarios debían ayudar a regular posibles excesos y pecados públicos que se presentaran en Valledupar y en poblaciones de su jurisdicción,además de contribuir a descargar a los cabildantes de algunas tareas que no se consideraban propias de sus funciones de control y vigilancia de los pobladores urbanos y rurales de la ciudad. Cada uno de estos cargos implicaba labores específicas dentro de la administración. Los comisarios de barrio tenían que cuidar de los delitos y pecados públicos, y ejecutar acciones tendientes a la prevención de los crímenes, así como colaborar en la detención de delincuentes y la dispersión de juegos y bailes.

La gestión de estos empleados se inició en 1787, pero la aprobación del cargo solo se obtuvo en 1791, cuando el gobernador de la provincia les informó a los cabildantes que habían sido facultados para elegir a dos alcaldes comisarios de barrio. Según reconocía el cabildo, estos oficios le daban la posibilidad de mejorar el "servicio al rey y la república". Sin embargo, en 1792 los cabildantes seguían esperando la información necesaria para el "arreglo" de los dos cargos y la oficialización del otorgamiento de las facultades para proceder al establecimiento de los mismos. Luego de haber intentado infructuosamente que el gobernador les enviara dicha información en 1791, se la solicitaron al virrey Ezpeleta (AGN, epm 6, ff. 16 r.-16 v.), quien la remitió finalmente en junio de 1793 (AGN, epm 6, ff. 22 v.-23 r.). Pese a la tardanza, la elección se realizó en 1794. Como se evidenció líneas arriba, los sujetos elegidos estaban vinculados a sus electores, lo cual garantizó que los vecinos notables tuvieran algún grado de influencia sobre estos nuevos funcionarios.

Dada la carencia de información judicial sobre la ciudad, no ha sido posible dar cuenta del desenvolvimiento de las labores de estos alcaldes comisarios de barrios. Pero, a partir de los documentos con los que se cuenta, se ha podido determinar que existían tensiones generadas por el control de dichos cargos. Una de estas disputas se presentó en 1802, cuando el alcalde comisario de barrio Juan Nepomuceno Radaban elevó una representación ante el virrey por un hecho que él consideraba un "maltrato" a su jurisdicción. Según señaló Radaban, el comandante del cuerpo de milicias de la ciudad, en coalición con los ministros del cabildo, había iniciado contra él y su compañero una campaña de desprestigio que consistía en desconocer las decisiones que ellos habían tomado, de acuerdo con él "arregladas a las instrucciones de este superior gobierno [del virrey]". Para Radaban, los cabildantes miraban con desprecio el empleo que ellos desempeñaban, lo cual se deducía de los comentarios que hacían ante el vecindario "que siempre concurría a sus llamamientos", en el sentido de que los comisarios de barrio "no somos jueces, ni ministros de justicia, sino unos meros ejecutores de los alcaldes ordinarios, que no tenemos autoridad para hacer comparecer ante nosotros a ningún sujeto, ni que podemos hacer sumario de los hechos que se nos ofrecen". Por esta razón, solicitaban del virrey un pronunciamiento contra el comandante de armas y los cabildantes para que no se "maltratara más su jurisdicción" (AGN, epm 2, ff. 715 r.-715 v.).

El asunto no parece haber tenido mayor trascendencia pues no hay registros de la respuesta del virrey (ni siquiera como anotaciones al margen de los documentos). En parte, tal vez, porque si bien el comandante de armas y los cabildantes se expresaban de forma peyorativa, la función de los comisarios, y de ello debían ser perfectamente conscientes, era en efecto de ejecución. Sin embargo, esta disputa jurisdiccional respondía a un hecho mucho más trascendente (al menos para estos individuos) pues se trataba del "desprestigio" de su oficio, del desconocimiento de su importancia simbólica ante el vecindario y por tanto de su prestigio personal. Además, la agresión provenía de sujetos con mayor autoridad, jurisdiccionalmente hablado, y con tanto o más reconocimiento social que ellos. Así las cosas, el ataque personal se convertía en un ataque institucional.

En 1805, el alcalde ordinario Andrés Pinto Cotrín y el comisario de barrios José Manuel Bravo entraron en conflicto. Según señalaba el primero, dado que el "alcalde ordinario por depósito de vara" Vicente Maestre se encontraba indispuesto de salud, había tenido que recurrir a Bravo para que procediera con su orden a la persecución de tres reos que se habían fugado. De acuerdo con la argumentación de Pinto, el comisario Bravo, en alianza con el comandante del cuartel, se negó a atender el llamado y a obedecer su providencia. La queja del alcalde ordinario fue presentada ante el gobernador con el fin de que este tomara las disposiciones necesarias para el castigo del comisario y la "corrección del comandante por haber desatendido sus deberes". Al mismo tiempo, Pinto solicitaba que el virrey, usando sus amplias facultades, decidiera cuál debía ser el "desagravio de la justicia". Nuevamente, no encontramos respuesta del virrey (AGN, epm 6, ff. 168 r.-171 v.).

Como en el conflicto anterior, esta disputa jurisdiccional se convirtió en una pugna por el sostenimiento de preeminencias simbólicas, en un juego de poder en el que cada uno buscaba salvaguardar su propio honor imponiéndose o resistiendo al adversario. De ahí que lo que se le pedía al virrey, al parecer distante del cumplimiento del deber de cada funcionario, aun cuando en realidad hiciera parte de la función misma, fuera nada menos que una reivindicación del honor agraviado: el desagravio a la justicia (esto es, al honor de quienes la encarnaban) o que se pronunciara contra el maltrato a la jurisdicción (es decir, contra el maltrato al honor del funcionario afectado por el desprestigio de su poder). En síntesis, en estos enfrentamientos estaba en cuestión tanto el control de los cargos como el honor mismo de los funcionarios, lo cual evidencia la compleja situación que debía enfrentar la administración civil en un contexto fronterizo, donde los individuos "escapaban al control del poder virreinal y a una acción efectiva del poder estatal" (Conde 39).

Además de la designación de los comisarios de barrios, el cabildo también procuró controlar el proceso de elección de los alcaldes pedáneos de algunos puntos ubicados dentro de la jurisdicción de la ciudad, que era cabeza de partido16. Por ello, en 1795 solicitó la autorización del virrey para nombrar los alcaldes pedáneos de los sitios de San Juan, San Antonio de Badillo y San Antonio de Jobo (AGN, epm 6, ff. 172 r.-175 v.). Al parecer, para hacerle frente a la dispersión de la población de la jurisdicción del cabildo valduparense. Badillo y San Juan se encontraban al norte del partido de Valledupar, mientras que Jobo estaba en el noroccidente, en inmediaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta. Se trataba, pues, de espacios bastante alejados, lo que en ocasiones impedía la aplicación oportuna de la ley. Desde 1787, el cabildo había impulsado la creación del oficio de alcalde pedáneo para que "administrase justicia, celase los pecados públicos y persiguiese los delincuentes" cuando los "ministros ordinarios de esta ciudad no pudiesen ocurrir oportunamente al remedio de los frecuentes casos que sucedían por su distancia considerable" (AGN, epm 6, f. 173 r.).

A finales de 1780, el cabildo de Valledupar recibió la aprobación para nombrar alcaldes pedáneos en su jurisdicción. Sin embargo, todo indica que no logró ejercer un dominio efectivo sobre estos cargos, pues en 1790 elevó una representación ante el virrey en la que argumentaba que en los sitios respectivos se habían producido desórdenes que, pese a la figura del alcalde pedáneo, no habían podido ser controlados. La razón de esto era la incomunicación ocasionada por la inexistencia del servicio de correos en Valledupar, por lo que llegó a darse el caso del extravío de la correspondencia dirigida a la ciudad. Valiéndose de estas razones, los cabildantes le solicitaron nuevamente al virrey, el 5 de febrero de 1795, que les concediera la facultad de elegir anualmente al alcalde pedáneo de esas localidades (AGN, epm 6, f. 174 r.)17. En abril de 1795, tuvieron en sus manos una respuesta escueta sobre dos representaciones que habían elevado ante el virrey, en 1787 y en 1790, pero esta poco decía sobre las decisiones relativas a la solicitud de febrero de 1795. Todo indica que solo se aprobó la elección del alcalde pedáneo de Barrancas, como se mostró a la luz de los registros de las elecciones de 1794 y 1796. Este funcionario, posiblemente, debía hacerse cargo también de la aplicación de la justicia en San Juan y Badillo, dada la cercanía de estas poblaciones.

En 1794, fue elegido como alcalde pedáneo de Barrancas José Calixto Arciniegas y en 1796, José Miguel Arias, natural y vecino de Valledupar que había hecho parte de la oficialidad del cuerpo de milicias de la ciudad. El desempeño de las funciones del alcalde pedáneo de Barrancas y la relación de este con el cabildo de Valledupar son asuntos que deben ser indagados con mayor detenimiento. De momento, la documentación con la que se cuenta y la ausencia de un archivo del cabildo no nos permiten dar cuenta de estas cuestiones. Lo que resulta claro es que la lejanía de Barrancas con respecto a la cabeza de partido tuvo alguna influencia en la asignación de un funcionario de esta naturaleza. Barrancas se encontraba en los límites con la provincia de Riohacha, a unos dos días de camino de Valledupar, en el trayecto que conducía de esta ciudad a la de Riohacha a través del valle formado entre la Sierra Nevada de Santa Marta y la Serranía del Perijá.

Otro elemento importante relativo a la creación de estos cargos y a los nombramientos tiene que ver con "el fortalecimiento del cabildo por encima de las medidas centralizadoras de los Borbones", como ha evidenciado María Victoria Montoya en relación con Antioquia (29). Este último aspecto podría explicar la importancia que adquirió la formalización del sistema de milicias en la ciudad, lo que a su vez evidencia la significación que tenía en este contexto fronterizo la burocracia imperial, tanto para el control del territorio por parte de la Corona como para la gestión de los intereses particulares de los vecinos y pobladores.

Reflexiones finales

Con los elementos señalados se ha intentado demostrar el peso que tenían tanto las relaciones de los vecinos de Valledupar en el acceso al poder institucional de la ciudad como las instituciones imperiales en la gestión de los intereses de los vecinos de la municipalidad. La historiografía sobre la región, que ha enfatizado la imposibilidad de concreción del poder institucional en el Caribe neogranadino, ha obviado con frecuencia el hecho de que este proceso no es solo el resultado de la imposición del poder imperial sobre sus posesiones americanas, sino de una constante negociación entre los pueblos y las autoridades metropolitanas. Se requieren más trabajos sobre diversos aspectos de la política hispánica en la región que pongan atención a la compleja articulación de las relaciones, las prácticas de los sujetos y el crecimiento del poder imperial; ello permitirá trascender la visión tradicionalmente aceptada de un Caribe neogranadino desordenado y alejado del control estatal.

Como vimos, los vecinos hicieron uso de todos los medios legales posibles para acceder a las instancias del poder local, con lo cual se enlazó el interés del Estado por contar con sujetos beneméritos con aspiraciones propias en los pequeños destinos. Ello fue posible gracias al crecimiento económico que experimentó la ciudad. El poder institucional permitió reforzar las aspiraciones de estos sujetos en ascenso a ser reconocidos por el vecindario en virtud de sus calidades como vecinos notables. Esto podría explicar los esfuerzos liderados por los miembros del cabildo para gestionar y controlar nuevos cargos en la burocracia civil y en la milicia.

Los entrecruzamientos de redes sociales y poder institucional nos permiten matizar la idea de un Caribe neogranadino carente de institucionalidad y deberían llevarnos a dar cuenta de los distintos universos de gobernabilidad que gestaron los habitantes de estas zonas de frontera en el proceso de concreción del poder institucional en la región. Esta tarea resulta dispendiosa por la carencia de libros de cabildo y registros judiciales, fuentes vitales para los estudios de la política en el mundo hispánico. En este punto habría que decir que se hacen necesarios más trabajos sobre diversos aspectos de las relaciones entre poder institucional y redes de poder de los vecinos: sobre las prácticas institucionales, la construcción de estructuras de poder, los usos de la justicia y el gobierno por parte de los pobladores rurales, entre otros temas que superan en gran medida el objetivo planteado para este estudio.

Notas
1 La elaboración de este artículo fue posible gracias a la financiación recibida por parte de la Vicerrectoría de Investigaciones y Postgrados de la Universidad de Caldas, a través de la Convocatoria para la Adquisición de Dotación Tecnológica, versión 2013-II.
2 La dignidad de teniente de gobernador fue creada en Valledupar durante el gobierno del virrey Messía de la Cerda, y se le agregó la función de corregidor de naturales. El oficio podía desempeñarse por dos años o más "según fuese la necesidad" de la localidad (AGN, epm 8, ff. 759 r.-907 v.).
3 Considerada una heroína de la Independencia, María Concepción Loperena estaba casada con José Manuel Alonso Fernández de Castro Díaz Granados, miembro de una familia reputada por "noble" y originaria de Santa Marta (Suárez, "Redes" 33-35).
4 La ciudad de Valledupar se encuentra ubicada en el norte de la actual República de Colombia, en el valle formado entre la Serranía del Perijá y la Sierra Nevada de Santa Marta, y que es bañado por los ríos Cesar, Guatapurí, Badillo, Ariguaní y otros menores. Fue fundada en 1550 y se constituyó desde entonces, junto con otras poblaciones, en uno de los asentamientos que debía servir para ejercer control en el hinterland de la provincia de Santa Marta. Para el siglo XVIII, la ciudad controlaba un partido homónimo en cuya jurisdicción reposaban las poblaciones de San José de Barrancas, Fonseca, Espíritu Santo, San Juan del Cesar, Badillo, El Jobo y los pueblos de indios de San Isidro de los Atánquez, Santo Tomás de Villanueva, El Rosario y Marocasa, Santa Ana de los Tupes, San Sebastián de Rábago, San Lucas del Molino, Becerril del Campo, además de algunos "sitios" y poblados de gente libre, cercanos a las haciendas y hatos. Hacía 1793, la ciudad contaba con unos 3.677 habitantes (12.000 en su jurisdicción), lo que la convertía en la segunda ciudad con mayor número de pobladores de la provincia, superada apenas por Ocaña, y por encima de la propia capital: Santa Marta (Tovar et al. 507-519).
5 Este estudio hace parte de nuestro interés por develar el funcionamiento de la administración cívico-militar en el interior de la provincia de Santa Marta. Esperamos contar en unos años con suficientes indicios que nos permitan presentar un panorama completo de la cuestión en el que se aborden aspectos como la composición de los cabildos de las ciudades del hinterland, la administración de justicia, el funcionamiento del poder institucional (civil y militar).
6 Para 1794, el escribano único de la ciudad, José Gregorio Tavena, había presentado su renuncia. Por esta razón, no existe certeza de si los documentos fueron elaborados por él o si, en su lugar, algún miembro del cabildo asumió la tarea. Solo en 1798 se volvió a postular alguien para ocupar este cargo.
7 No hemos encontrado la ley mencionada, pero existe una referencia similar en las Leyes de Indias que señala lo siguiente: "Los alcaldes ordinarios no pueden ser reelegidos en los mismos oficios hasta pasados dos años después de haber dejado las varas; y en las ciudades donde residiere audiencia real, asimismo no lo pueden ser en estos, ni otros, sin haber dado primero residencia. Y ordenamos al virrey, o presidente, que nombre un oidor, o alcalde que la tome, y proceda conforme a derecho" (Recopilacion, lib. 5, tít. 3, ley 9).
8 Una referencia similar se encuentra en las Leyes de Indias, donde se señala "que los elegidos para oficios de los cabildos y concejos no puedan ser reelegidos en los mismos oficios, no otros ningunos del concejo de esta forma: los alcaldes, a los mismos oficios de alcaldes hasta pasados tres años después que dejaren los dichos oficios, ni a otros ningunos del concejo, que tuvieron voz y voto en él hasta pasados dos años, y los otros oficiales del concejo, que tuvieron voz, y voto en él, hasta ser pasados dos años, que los dejaron; y que ellos pasados, pueden entrar en la elección, y ser elegidos, conforme a la orden y costumbre que hubiere en cada ciudad, villa o lugar" (Recopilacion, lib. 4, tít. 9, ley 18).
9 El Diccionario de autoridades define la palabra ciudadano como "lo mismo que un hombre bueno", un habitante de la ciudad con una condición intermedia entre el "caballero" y el "oficial mecánico" o trabajador manual, es decir, como un "vecino" (199).
10 Si bien, como ha mostrado Herzog, cada población definía los criterios de inclusión o exclusión de la vecindad, la adquisición de la condición de vecino era en parte resultado de la residencia en una localidad, el estatus adquirido en ella como resultado de la reputación de los sujetos y la integración en la comunidad. Tal condición concedía derechos (principalmente el uso de las propiedades comunales y ser elegido en los cargos del poder institucional) e imponía obligaciones (pagar impuestos y contribuir a las obras públicas, residir en la localidad, servir en las milicias locales y contribuir en la defensa de la población) ("La vecindad").
11 De la Sierra tenía tres casas en Valledupar, en una de las cuales habitaba, y contaba con varios hatos en la misma ciudad y en Valencia de Jesús. En 1793 le cedió al hijo de su primer matrimonio, el presbítero Ignacio de la Sierra, algunas propiedades que tenía en esta última y que consistían en una casa y unas posesiones en la hacienda Pesquerías.
12 Por ejemplo, para agilizar el proceso de aprobación, el aspirante debía pagarle a un procurador de la capital virreinal los gastos de envío de los documentos, de las certificaciones que necesitara para demostrar que cumplía con los requisitos de ley, incluidos el de no tener deudas con la Real Hacienda y el de haber saldado los impuestos respectivos para ocupar el cargo.
13 Pedro Santiago de Molina y Zúñiga era hijo de Pedro Santiago de Molina y Zúñiga y Mariana Antonia Maestre, hermana del entonces teniente de gobernador Bartolomé Martín Maestre. Se casó con María del Carmen Gutiérrez de la Vega, con quien tuvo por lo menos seis hijos. Murió en alrededor de 1797 o 1798. Una de sus hijas contrajo matrimonio con José Dolores Céspedes, escribano de la ciudad desde finales siglo XVIII hasta la década de 1820 (Suárez, "Redes").
14 La aprobación estuvo a cargo de Bartolomé Martín Maestre debido a que para entonces no se había creado la figura del teniente de oficiales reales, que aparece en los registros a partir de la década de 1780.
15 Al mismo tiempo, el interés en esos cargos respondía a la lógica manifestada por el virrey José Manuel Ezpeleta en la relación de mando destinada a su sucesor, Pedro de Mendinueta. De acuerdo con Ezpeleta, se requería reducir el número de jueces en unas partes y aumentarlo en otras. Para él, solo debían constituirse nuevos empleos en las zonas donde hubiera prosperidad, con el fin de evitar que los nuevos funcionarios se convirtieran en una carga gravosa para los pueblos. En su relación de mando, Mendinueta manifestó haber acatado dichas recomendaciones (201-202).
16 Los alcaldes pedáneos actuaban como un órgano ejecutivo encargado del gobierno local de una población de pequeño tamaño (sitio, aldea, pueblo o pedánea) situada dentro de la jurisdicción de alguna ciudad cabeza de partido. Cumplían funciones parecidas a las de los alcaldes de la Santa Hermandad, pero limitadas a la localidad donde ejercían sus labores, y estaban sujetos al cabildo de la ciudad que tenía la jurisdicción administrativa sobre dicho sitio o pedánea. Un estudio reciente ha mostrado la difícil actuación de estos jueces en el caso de la ciudad de Antioquia (Montoya).
17 Firmaron la representación Juan Salvador Anselmo Daza, José Francisco Rodríguez, Pedro Santiago Molina y José Vicente Maestre.


BIBLIOGRAFÍA

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