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Fronteras de la Historia

Print version ISSN 2027-4688

Front. hist. vol.19 no.1 Bogotá Jan./June 2014

 

Las milicias de caballería de Buenos Aires, 1752-1805

The military cavalry of Buenos Aires, 1752-1805

RAÚL O. FRADKIN
Universidad de Buenos Aires y Universidad Nacional de Luján, Argentina
raul.fradkin@gmail.com

Recibido: 14 de julio de 2013
Aceptado: 20 de diciembre de 2013


RESUMEN

Este trabajo se propone examinar las modalidades del régimen de milicias colonial analizando la experiencia de la ciudad de Buenos Aires y su campaña. Para ello se considerará la trayectoria de ese régimen entre 1752, cuando comenzó a estabilizarse el sistema de milicias, y 1805, cuando se desencadenó el colapso del orden colonial y del régimen miliciano que se había configurado. El objetivo es reconstruir esta experiencia tratando de precisar sus alcances y la naturaleza y características de las formaciones milicianas, principalmente las de caballería. Se trabaja un corpus documental disperso y heterogéneo conservado en varios archivos y se busca sistematizar y ponderar la información disponible.

Palabras clave: Buenos Aires, caballería, Colonia, milicias.


ABSTRACT

The purpose of this paper is to examine the methods of the colonial militias system by analyzing the experience of the city of Buenos Aires and its campaign. This will be achieved through the consideration of the militias system's trajectory between 1752, when it began to stabilize, and 1805, when the colonial order and the militia regime that had been organized collapsed. My objective is to reconstruct this experience by attempting to specify its range and the nature and characteristics of the militia formations, focusing on the cavalry ones. A dispersed and heterogeneous corpus, kept in various archives, is used, with the intention to systematize and weigh the available information.

Keywords: Buenos Aires, cavalry, colony, militia.


Hacia 1805, Félix de Azara (1742-1821) estaba de regreso en Madrid tras 20 años en el Río de la Plata. Como integrante de la Junta de Fortificaciones y Defensa de Indias, estampó un lapidario diagnóstico sobre sus milicias:

La junta está bien persuadida, de que lo que dice el virrey de la superioridad de las tropas portuguesas y de su buen estado de disciplina, armamento y vestuario, es tan positivo como lo que refiere de la debilidad, desnudez y mal estado de las suyas, y de los pocos recursos que tiene. Pues, aunque según las listas hechas por el mismo virrey cuando era inspector, ascendían a 14.000 hombres, cuasi con nada de esto puede contarse; no solo por su efectiva nulidad militar, sino porque buena parte de tales milicias, como tal vez todas las de América, solo existen en las listas. (Azara, Memorias 106-109)

Si su diagnóstico se ajustaba a la realidad, era claro que los esfuerzos desplegados desde mediados del XVIII para ampliar y reglar las milicias habían fracasado. Los esfuerzos existían, aunque estaban lejos de satisfacer las aspiraciones de las autoridades. No era, por cierto, una peculiaridad rioplatense (Kuethe). Como han reconocido los mejores estudios, la información sobre las milicias es intermitente y, por momentos, hasta desconcertante para el observador que atienda más a los planes generales de reforma que a su vida cotidiana. Lo cierto es que durante el siglo XVIII la monarquía hispana adoptó un estilo de gobierno militar y las ordenanzas de milicias funcionaron como la piedra angular del Estado borbónico, pues instauraron aspectos que no eran inherentesal Antiguo Régimen y terminaron siendo antagónicos con respecto a los principios de este (Chust y Marchena 78; Dedieu). A través de dichas ordenanzas se intentó inscribir a las milicias dentro de una normativa relativamente uniforme, pero igual mantuvieron una gran diversidad, y se constituyeron en un elemento central de la construcción del poder y del orden social, y en un medio para la formación de las culturas políticas locales (J. Ruiz 12-13).

Como se demostró plenamente durante la crisis del orden colonial, el Ejército de Dotación no pasó de ser un conjunto de fuerzas signado por las diversidades regionales, estamentales y corporativas (McFarlane). Al igual que todos los de la monarquía, contaba con escasas unidades de caballería y, como consecuencia, fueron las milicias las que suministraron la mayor parte de las fuerzas de este tipo1. Conviene subrayarlo, puesto que la historiografía se ha concentrado en precisar las diferencias entre las tradicionales milicias y las nuevas disciplinadas, pero se le ha prestado menor atención a las especificidades de las milicias de caballería que dieron lugar a un conjunto de experiencias que solo en parte se ajustaron al modelo general deseado.

Por cierto, desde el señero trabajo de Halperin Donghi, el papel jugado por las milicias en la escena política ocupa un lugar relevante en la historiografía rioplatense más reciente (Cansanello; Garavaglia, "Ejército"; Sábato). Sin embargo, su repaso advierte con claridad que la atención ha estado preferentemente concentrada en el siglo XIX y es mucho menor la que se ha prestado a la época colonial. Este estudio, por tanto, se propone examinar la experiencia de las milicias de caballería de la ciudad de Buenos Aires y su campaña entre 1752 y 1805, periodo durante el cual se amplió y estabilizó el dispositivo miliciano hasta que fue completamente reformado por la crisis de 1806 y 1807. El objetivo es reconstruir esta experiencia tratando de precisar sus alcances, así como la naturaleza y características de las formaciones milicianas de caballería.

La primera reorganización de las milicias

Desde el siglo XVII Buenos Aires contaba con caballería veterana entre sus compañías del presidio. Aquella ocupaba un lugar poco habitual en las dotaciones coloniales, pues estaba formada por 4 compañías y 232 efectivos, frente a solo 4 de infantería y sus 302 hombres (Birocco). Esta situación indica la centralidad que tenía en este espacio, que aún no contaba con milicias rurales estables aunque sus pobladores no habían dejado de prestar este tipo de servicio desde la fundación de la ciudad en 1580.

Las autoridades se propusieron organizar las compañías del presidio para enfrentar a los portugueses en la otra banda del Río de la Plata, si bien hasta la década de 1750 el principal aporte para llevar a cabo esta tarea provenía de las misiones guaraníes (Avellaneda y Quarleri). Sin embargo, la ciudad de Buenos Aires también las requería para defender su frontera cercana con los grupos indígenas pampeanos y atender ambas necesidades fue abiertamente contradictorio en los momentos críticos. No sorprende, entonces, que a partir de la década de 1730 fueran repetidos los conflictos entre el gobernador y el cabildo por el sostenimiento y mando de las milicias2.

Por un momento, se pensó que sería posible trasladar al territorio indígena la experiencia jesuita constituyendo allí tres misiones, pero resultaron efímeras y fueron desmanteladas a comienzos de la década de 1750. Simultáneamente se dispuso contar con batidores y exploradores, y se impulsó la organización de partidas rurales de lanceros de caballería3. A su vez, en 1752, se creó un fondo municipal (el ramo de guerra) para formar, con el producido de un gravamen a los cueros exportados, tres compañías milicianas asalariadas de servicio permanente que se denominaron Blandengues de la Frontera. Su puesta en marcha estuvo plagada de dificultades y el cabildo tuvo que negociar con los milicianos el pago por adelantado de varios meses de servicio4. Por otra parte, la recaudación del ramo de guerra, oficialmente convalidada en 1760, parece no haber sido nunca suficiente, pues hasta mediados de la década de 1770 los fuertes fronterizos no se terminaron de construir y la deserción afectó recurrentemente a estas fuerzas5.

Repetidamente, el mismo Azara se ocupó de los blandengues y se expresó a favor de fomentar el establecimiento de esta fuerza en todo el espacio rioplatense. En un informe de 1796 recordaba que "de errantes y lanceros que eran los blandengues, se fijaron en varios puntos, o guardias, repartidas por la frontera, y se armaron como dragones, sirviendo en caballos propios". Concluía que era preciso deslindar claramente su servicio del que prestaban los milicianos y depositaba en ellos el futuro poblamiento de las pampas a condición de que, reclutando hombres casados y entregándoles tierras en propiedad, se los convirtiera en pobladores arraigados (Azara, Diario 35-45).

Observaciones de este tipo hicieron que la historiografía rioplatense se ocupara mucho más de los blandengues que de las milicias rurales de caballería (Mayo y Latrubesse). Sin embargo, estudios recientes han aclarado que, a partir de 1752, los blandengues fueron una milicia a sueldo y de servicio permanente y que solo en 1784 fueron convertidos en una fuerza veterana, aunque mantuvieran atributos típicos de la milicia, como el sostenimiento con recursos locales y la prestación del servicio en caballos propios (Alemano). Esos estudios corroboraron que para esa fecha también se estaba produciendo un sustancial incremento de las parroquias, alcaldías de hermandad y fuertes fronterizos, y se hizo más densa la trama de poblados rurales desde los cuales se intentaba controlar a la dispersa población del campo (Barral y Fradkin). Algunos de esos poblados se formaron en torno a las guardias fronterizas y funcionaron como núcleos mercantiles muy activos en la articulación de las relaciones interétnicas fronterizas (Galarza), al tiempo que atraían un intenso flujo de migrantes que ponían a producir nuevas tierras (Barcos). De este modo, se ha demostrado que algunos de los comandantes de los blandengues se convirtieron en importantes propietarios de tierras, pero que igualmente actuaron como portavoces de las demandas de las tropas para que se cumplieran las promesas que las autoridades les habían hecho de entregarles tierras a cambio de sus servicios (Banzato).

Cabe señalar otra comprobación que ya estaba inscripta en las anotaciones de Azara pero que no había sido suficientemente atendida, pues ella modifica la imagen legada por la historiografía tradicional: ni en su fase miliciana ni en su fase veterana los blandengues fueron suficientes para defender la frontera y, por lo tanto, no sustituyeron a las milicias sino que, por el contrario, fue necesario articular su servicio con otro, complementario y rotativo, de milicianos de caballería sin remuneración (Alemano y Carlón; Néspolo). Antes que sustituirlas, los blandengues veteranos debían contribuir a disciplinarlas. Aquí reside, justamente, el interés por el tema que se aborda en este trabajo.

Al comenzar la década de 1760, al mismo tiempo que reorganizaba el servicio de los blandengues, el gobernador Pedro de Cevallos (1756-1766) impulsó una ampliación sustancial de las milicias de ciudad y de campaña. Por entonces advertía que era claramente insuficiente el servicio de "los vecinos que hacen de dragones" en las compañías de caballería y el de los forasteros y las castas en la infantería (Néspolo 568), una observación que sugiere que la caballería gozaba de mayor prestigio social. Sin embargo, la amplitud que pretendía dárseles a las milicias de caballería obligó a ciertas concesiones, como reconocerle a la oficialidad miliciana el fuero militar y además ser poco exigentes con las "calidades" de los seleccionados para integrarla mientras se imponía el principio del alistamiento general de todos los hombres aptos6. De este modo, se alistaron 5.790 milicianos,  3.592 en la ciudad y 2.198 en la campaña, es decir, alrededor del 22 % de la población de la jurisdicción, y la composición del conjunto de milicianos reclutados reflejó la distribución  de la población total de la provincia, dado que la ciudad debía aportar el 62 %7.

En ese conjunto, la caballería debía ocupar un lugar relevante: la ciudad contaría con un regimiento provincial de caballería con 24 compañías y 1.200 efectivos, 8 compañías de pardos con 400 efectivos, 6 de indios guaraníes con 350 y 6 de indios ladinos con 300. Así, en la ciudad habría 44 compañías y 2.250 efectivos. Además, todas las formaciones  de campaña serían de caballería, de manera que   ella representaría el 76,8 % del total de milicianos y la campaña aportaría el 49 % (Beverina 272-273).

Estaba claro, entonces, cuál era la función primordial que debían cumplir estas milicias. No obstante, la dispersión de la población rural incidió en la forma de organización de ellas: mientras en la ciudad y su periferia inmediata las compañías fueron integradas en un regimiento al frente del cual se pusieron oficiales veteranos, en la campaña se formaron compañías sueltas con oficiales milicianos y en la frontera se contó con compañías a sueldo de blandengues complementadas con el servicio rotativo de otras milicias. De este modo, la reorganización tendió a configurar la distinción entre milicias de ciudad y milicias de campaña, pero también entre milicias de campaña y milicias de frontera.

Esta reforma se inició sin contar con una fuerza expedicionaria regular importante, como ocurrió en Cuba, y fue llevada a cabo por un gobernador que operó con un amplio margen de autonomía, aunque siguiendo las instrucciones que había fijado el virrey Amat para todo el virreinato peruano. En ellas se estableció que debía obtenerse una "exacta razón" de todos los habitantes "nobles, plebeyos, españoles, mestizos y mulatos", lo que puso claramente de manifiesto la amplitud que había de adquirir el alistamiento. También se estableció la obligación de formar batallones o compañías sueltas y, solo cuando el número de estas lo permitiese, constituir un regimiento "con el nombre de la capital de la provincia o de la villa o ciudad de donde sea la gente", en el cual los oficiales y sargentos gozarían "siempre del fuero militar" y los cabos y los soldados cuando se hallasen acuartelados o en campaña (Néspolo 142-146). Mientras tanto se constituyeron las asambleas de infantería y caballería destinadas al entrenamiento de las milicias8, la administración del ramo de guerra pasó a manos de oficiales reales y las fuerzas milicianas de campaña fueron puestas bajo el mando del gobernador. Comenzaba así un primer intento de centralización.

Sin embargo, para 1771, el regimiento provincial había reducido sus efectivos a 865 y los milicianos de campaña habían pasado a ser 1.223 (Beverina 174-175)9. Probablemente los motivos fueron varios, pero el primordial parece haber sido la resistencia de la población. Ante todo, la que ofrecía a servir en campañas lejanas, como sucedió con la deserción colectiva de las milicias del partido de Magdalena en 1762 (Birolo, "Militarización" 15). A su vez, la irregular entrega de raciones o el no pago de sueldos generaban deserciones y que muchos milicianos optaran por alistarse en las compañías de la ciudad para eludir el servicio de frontera10.

Para 1760, en un informe se sostenía que estas milicias de caballería prestaban "servicio a su costa y en caballos propios", pero al mismo tiempo se anotaba que era imposible tornarlas obedientes y subordinadas, situación atribuida a que estaban compuestas por gente holgazana e indócil y a un espacio donde la comida era abundante y barata, y "tan baratas las caballerías" que "todos andan a caballo" (Maeder 154). No extraña, entonces, que cinco años después el mismo gobernador haya admitido que no debía contarse mucho con las compañías rurales "porque la abundancia de caballos y dilatada extensión de la campaña les facilita la fuga, a que los incita su repugnancia a la guerra" (I. Ruiz 26).

Se expresaba así el dilema que afrontaban las autoridades: la estructura social ofrecía un espectro campesino dentro del cual hasta los paisanos más pobres contaban con su propia tropilla de caballos; era tentador, por tanto, descargar sobre ellos el servicio miliciano de caballería. Pero esa misma disponibilidad de recursos y la movilidad y autonomía de los paisanos restringían las posibilidades de disciplinarlos. De esta forma, el servicio estaba sometido a constantes fricciones y negociaciones, y era ineludible la mediación de los sargentos mayores y capitanes de milicia reclutados entre los vecinos más prominentes que residían en cada partido, cuya capacidad de movilización dependía del influjo personal que ejercían sobre la tropa y de sus posibilidades de mediar entre los milicianos y las exigencias de las autoridades superiores, de obtener compensaciones y de tolerar un conjunto de prácticas aceptadas. Esa tensión se puso de manifiesto en el interior mismo de la jerarquía de mando a través de las disputas jurisdiccionales entre los comandantes militares que comenzaban a instalarse en las guardias fronterizas y los sargentos mayores y capitanes milicianos. La centralización, por consiguiente, enfrentaba enormes obstáculos.

La reorganización de las décadas de 1770 y 1780

Pedro de Cevallos fue también el primer virrey del Río de la Plata (1777-1778) y recibió órdenes claras de la Corona: "es preciso sacar todo el partido posible de sus propias fuerzas y recursos, os encargo que procuréis levantar todas las milicias que puedan formarse en las provincias de vuestro mando" (I. Ruiz 16). Por ello se estableció el alistamiento obligatorio de todos los hombres aptos mayores de dieciséis años que habitaran en la campaña, incluyendo a "todo estante y habitante" y no solo a los vecinos (Documentos para la historia del Virreinato 1: 218-219).

Pero el servicio variaba por diferentes razones. Así, el regimiento provincial de caballería fue movilizado en forma muy discontinua, solo en seis años del periodo comprendido entre 1772 y 1783, y en ningún momento la movilización abarcó a la totalidad de sus efectivos, ya que el máximo que alcanzó, en 1777 y 1780, fue de un 50 %. El registro es importante, pues permite una estimación preliminar sobre una cuestión extremadamente opaca a la observación del historiador: ¿en qué medida eran efectivamente movilizados los milicianos? El dato señalado sugiere que aun este regimiento, mejor estructurado y disciplinado que los demás, solo eran movilizados esporádicamente y nunca por completo. Sin embargo, en ocasiones el tiempo de servicio podía ser muy prolongado, como sucedió en 1775 y 1783, cuando algunos efectivos fueron movilizados por seis meses continuos, pero en esos casos recibían sueldo, ración, armamento y caballos a cuenta de las cajas reales. En otras misiones, por ejemplo aquellas que tenían por objeto reforzar la defensa de la frontera, el servicio se efectuaba a ración y sin sueldo, y los caballos debían suministrarlos los vecindarios rurales (Beverina 459-464). Se advierte, entonces, que la naturaleza del servicio podía ser extremadamente variable y que para ese momento las cajas reales, mucho más regularmente provistas por el situado potosino, se hacían cargo. La evidencia también sugiere que quizás la obligación de prestar servicio con caballos y armas propios no haya sido tan frecuente como dictaba el ideal consagrado o, al menos, que era objeto de negociación y disputa. De esa manera, este regimiento miliciano cumplía la mayor parte del tiempo misiones de custodia y traslado de prisioneros o de vigilancia en puntos exactos y solo ocasionalmente era una fuerza auténticamente provincial.

El regimiento provincial concitó las mayores atenciones de las autoridades, que en 1772 decidieron depurarlo "de ciertos oficiales contraídos a ocupaciones y comercios menudos, repugnantes a tal distinción"; para ello apelaron a otros que "aunque en general no fuesen de distinguido nacimiento o circunstancias, se reputaban en el país por sujetos visibles y de suficiente calidad y decencia para los empleos concejiles y otros honoríficos" (Beverina 277). Este regimiento, por tanto, había servido en un principio para consolidar las posiciones sociales de sujetos de orígenes inciertos, pero esa tendencia fue limitada cuando se dispuso que tuviera una plana mayor veterana, que para 1798 incluía 8 capitanes, 7 sargentos, 17 alféreces y 27 sargentos de esa condición (AGS, sg 7258, exp. 15).

Simultáneamente, en 1772 se formó un regimiento veterano de dragones, aunque su dotación resultó insuficiente y sus plazas nunca llegaron a estar ocupadas por completo, tanto por la ausencia de relevos venidos desde la metrópoli como por las dificultades para reclutar gente del país11. Aun así, esta tropa anfibia, como la calificaba uno de los estrategas más consultados en la época (Jomini 161), era la preferida y sirvió de modelo inicial para formar milicias de caballería. En 1787, el virrey propuso aumentar los puestos de sus compañías de 47 a 60 (AGS, sg 6802, exp. 46). Sin embargo, siempre había algunas vacantes y la mayor parte de sus efectivos eran destinados a diversos puntos de la Banda Oriental. Pensando en esto, para 1790 el subinspector sostuvo que por esa dispersión "pierden la subordinación y no se puede decir con verdad que son soldados, sino unos peones del campo, separados enteramente de toda instrucción militar" (I. Ruiz 21). De modo que la disciplina militar era también muy limitada en la caballería veterana y hacia 1801 en la capital solo había 28 dragones (AGN, s IX, s 2-9-6).

Esa escasez fue paliada con la transformación de los Blandengues de la Frontera en un cuerpo veterano y con la ampliación de su dotación (primero a 600 plazas y luego a 720), que fue puesta bajo el mando de oficiales regulares (AGN, s IX, gm 2-4-14). Inicialmente, los resultados parecen haber sido exitosos y los efectivos destinados a las guarniciones de frontera pasaron de 110 en 1761 a 270 en 1780 y 475 en 1784. Tras haberse convertido en veterano, el cuerpo llegó a contar con 685 efectivos en 1800, pero las necesidades defensivas hicieron que 320 prestaran servicio en la otra banda del Río de la Plata (AGN, s IX, G 2-9-6). A partir de entonces, esas dotaciones fueron en franco declive, desuerte que para 1808 solo había en la frontera bonaerense 225 blandengues, es decir menos que cuando eran una fuerza de milicia (AGN, s IX, cf 1-4-3, 1-5-2, 1-7-4; AGN, s IX, gm 2-9-6; AGS, sg 7300, exp. 19).

Aun así, eran la principal fuerza de caballería veterana en territorio bonaerense. Pero eran insuficientes y las autoridades apuntaron a consolidar el servicio de milicias empleando a la oficialidad veterana de blandengues para disciplinarlas. En este sentido, debe tenerse en cuenta que en 1776 se constituyó la Comandancia General de Fronteras que desde 1780 fue encargada a un oficial veterano y que ostentaría una doble condición: estando al mando del cuerpo de blandengues, era al mismo tiempo el jefe de las compañías milicianas de frontera y, en cuanto sargento mayor, el jefe de las milicias de campaña. La pretensión de centralizar totalmente el mando de estas entraba así en una nueva fase.

Pero ¿cuáles fueron los resultados? Hacia 1784 el virrey Vértiz precisó los dilemas que afrontaba, y conviene detenerse en sus argumentos. En primer lugar, identificaba las contradicciones que emergían del alistamiento general dadas las limitadas posibilidades de supervisión por parte de la oficialidad veterana: las familias, dispersas por la campaña, "repudiaban" reunirse en los fuertes fronterizos y, para realizar "la revista general" y las asambleas en cada partido, "se obligó a muchos que por ser parientes y paniaguados de los mandones de los partidos no reconocían compañía" (Revista 3: 420-441). En otros términos, la resistencia emanaba de los más diversos sectores sociales rurales.

Por ello había tenido que apelar a compensaciones. A los milicianos se les debía dar una ración en especie o 20 reales al mes, y había que aceptar que solo se instruyeran en marzo, abril, octubre y noviembre. De este modo, las autoridades tuvieron que adecuar sus exigencias a las condiciones del ciclo agrícola y, rápidamente, abandonar en la campaña la pretensión de instaurar un adiestramiento semanal. Por otra parte, también tuvieron que exceptuar del adiestramiento a los milicianos que intervenían en una expedición a las Salinas o a todos en los años de sequía12. La conclusión de Vértiz era clara: "la falta de pago puntual y vestuario ha impedido disciplinarlas". Poco quedaba de aquel ideal del servicio miliciano realizado "a su costa".

Los obstáculos provenían de una situación muy precisa: esos milicianos "aborrecen de la sujeción, la obediencia y disciplina, son propensos al complot y rebelión" y, además, mudaban de domicilio continuamente "para no concurrir a las salidas contra los infieles". Dicho en otros términos, si de acuerdo al ideal vigente los milicianos debían ser vecinos honrados y estar domiciliados en los partidos de su compañía, la obligación se había impuesto al conjunto de la población masculina libre de la campaña, y la autonomía y movilidad espacial y ocupacional de esta corroía completamente las posibilidades de subordinarla13. Esa resistencia parece haber sido persistente y en ocasiones pudo derivar en desafíos abiertos. En este sentido, Vértiz señalaba que "en campaña no tiene límites su deserción, llevándose a veces la caballada con que inutilizan la expedición". Al tiempo de servicio y al resquemor por las excepciones se sumaba así otro punto de fricción: la disputa por los caballos. De este modo, la recurrente práctica de los milicianos de desertar llevándose la caballada aparece como la contracara de la exigencia de prestar servicio en caballos propios. El problema era generalizado y Vértiz reconocía que la resistencia no anidaba solo en aquellos que podían ser calificados como "vagos" o "perjudiciales", entre quienes incluso era frecuente hallar propietarios de marcas de vacunos y caballos; era particularmente común entre los solteros pero también entre los que tenían bienes y familias, y era necesario "obligarlos a que sirvan con fuerza" (AGN, s IX, cf 1-4-5).

Importa tener en cuenta estas evidencias pues nos apartan de la imagen idealizada del servicio miliciano que se expresaba en la retórica de la documentación pública oficial y que ha impregnado buena parte de la historiografía. ¿Cuál era el efecto de todas estas restricciones? En este punto Vértiz era muy preciso: resultaba "indeterminable el número a que ascenderá el todo de las milicias de la provincia del Río de la Plata, porque componiéndose este cuerpo de muchos individuos ambulantes, está expuesto a error su cálculo" (AGN, s IX, cf 1-4.5). La movilidad y la resistencia campesina, por tanto, erosionaban las aspiraciones gubernamentales.

Juan José Vértiz y Salcedo conocía bien la realidad que describía, pues antes de ser virrey entre 1778 y 1784 se había desempeñado como gobernador entre 1770 y 1776. Como tal había impulsado el alistamiento masivo. Según recordaba, en 1774 había incorporado a "6.122 vecinos y forasteros españoles y 1.349 de castas", sumas en las cuales, aclaraba, estaban comprendidos "los padres de familia, todos sus hijos, los estancieros, labradores, jornaleros y transeúntes". La composición del servicio miliciano, por consiguiente, excedía con creces a aquellos considerados como vecinos. Sin embargo, Vértiz no extraía un balance positivo de tamaña generalización del alistamiento, pues había dificultado el disciplinamiento de las milicias; por ello, se justificaba, se había apartado de las directivas recibidas y había optado por reducir el número de milicianos reglados fomentando, en cambio, las milicias urbanas "con proporción al número de cada vecindario" (Revista 3: 420-441). Se advierte, de esta manera, el atolladero en que había desembocado el arreglo de las milicias: se buscaba un alistamiento para incorporar a todos los milicianos en compañías provinciales, regladas y disciplinadas, pero había tenido que optarse por limitar sus alcances y formar compañías urbanas.

A pesar de tantas restricciones, y de la incertidumbre sobre su estatuto, las compañías sueltas se fueron consolidando. Habían comenzado a formarse improvisadamente en la década de 1740 y se ampliaron en los años sesenta de ese siglo. Hacia 1780 contaban con 2.300 hombres, pero en 1790 ese número se había reducido a 2.152 y para 1799 a 1.967 (AGN, s IX, s 28-7-4; Beverina 272-282; Revista 2: 379-380). Estos datos sugieren que los niveles de alistamiento no se ajustaban al crecimiento de la población rural.

Con todo, el número de compañías sueltas se mantenía o, incluso, aumentaba. En cada una debían alistarse individuos de un mismo partido o paraje. El partido era una jurisdicción forjada en torno a una parroquia y al frente de la cual estaba un alcalde de hermandad, un juez territorial lego reclutado de entre los vecinos notables. La configuración de esta jurisdicción había comenzado en la década de 1730 pero recién se multiplicó en la de 1780 (Barral y Fradkin), momento en el cual ya habían comenzado a incrementarse las compañías sueltas.

Como ya se dijo, las había de dos tipos. Las compañías de la campaña eran movilizadas cuando era necesario; las de frontera prestaban un servicio rotativo en las guarniciones. Al parecer esa distinción emanó de las prácticas antes que de las normas y fue necesaria cuando avanzó la línea de frontera, un proceso que estaba sostenido más en el crecimiento de la población rural, cuya tasa era particularmente alta, que en la eficacia de la fuerza militar14. Esto era producto del flujo migratorio que recibía un territorio donde las personas que llegaban hallaban mayores oportunidades de acceso a la tierra y de constituir hogares campesinos autónomos, posibilidades laborales con salarios más altos y monetizados, y un régimen de trabajo menos coactivo que en sus regiones de origen. De ese modo, se configuró una sociedad rural en la cual la mayor parte de las unidades productivas eran pequeñas y medianas (Garavaglia, Pastores). Era ese variado espectro de productores dedicados a la labranza y lacría de ganados el que suministraba la base de sustentación para expandir el servicio miliciano de caballería; pero la misma autonomía y movilidad de dichos productores restringía su subordinación y forzaba a una suerte de negociación permanente del servicio en el ámbito local.

En la tabla 1, hemos sistematizado la información de la revista general de las milicias efectuada a fines de 1799, la más precisa y detallada de las que hemos hallado.

Como se puede observar, había cinco compañías sueltas de milicias asignadas a los fuertes fronterizos, con una dotación de 503 efectivos, y 36 compañías de campaña que sumaban 1.967 efectivos. Todas eran de caballería y contaban con oficiales y suboficiales milicianos, aunque el mando directo de las primeras estaba a cargo de los jefes veteranos de los fuertes. Esas compañías complementaban a los blandengues veteranos (unos 685 hombres para 1800), de modo que en la campaña se disponía de 3.155 efectivos de caballería: si todos, blandengues y milicias, se hubieran movilizado conjuntamente, las segundas habrían aportado el 78 % de los efectivos y hubieran representado el 9 % del total de la población rural.

En el cuadro se advierte que el número de compañías por partido y el promedio de efectivos por compañía presentaban importantes variaciones. Eran más altos en los partidos más cercanos a la ciudad, lo que pareciera explicarse porque en ellos era notoriamente más estable el número de compañías que el de sus efectivos15. Esto ratifica que el alistamiento miliciano no se correspondía con la población existente y que las compañías sueltas eran la principal fuerza de caballería. Pero esto les impuso restricciones a las autoridades, que tuvieron que resignarse a que el entrenamiento de tales fuerzas no se realizara ni semanalmente ni cuatro veces al año, sino tan solo en dos turnos de seis días consecutivos, uno en otoño y otro en primavera, "cuando los milicianos no se emplean en siembras ni cosechas". En consecuencia, del ideal de 52 días de ejercicios anuales aspiraban tan solo a cumplir 12, aun cuando la alimentación corría "por cuenta de la Real Hacienda" (Beverina 324-325). Y ni así se podía asegurar que todos asistieran: a mediados del año 1800 las autoridades estaban en condiciones de hacer intervenir en los 6 días que duraba la asamblea a 1.424 individuos, es decir, el 72 % de los efectivos alistados en las compañías sueltas de campaña (AGN, s IX, s 28-7-4). No era poco, pero era mucho menos de lo deseado.

La reorganización de las fuerzas al comenzar el siglo XIX

En 1790 se elevó a la Corona un informe de las fuerzas disponibles. Enfatizaba que las milicias se componían de todos los vecinos capaces de tomar las armas, "sin distinción de estado ni otra consideración", de entre catorce y sesenta años, con lo cual parece haberse rebajado la edad mínima. A su vez, advertía que las de la ciudad "no tienen declaración de regladas ni de urbanas", que los títulos de sus oficiales habían sido despachados por el virrey y reconocía que "están puestos en el posible buen pie de que son susceptibles por las circunstancias del país". A pesar de ello habían sido útiles en la guerra contra los portugueses y los indios y una real orden de 1781 les había reconocido el fuero militar a oficiales, sargentos y cabos. Respondían, así, al estatuto de las milicias disciplinadas pero no habían sido declaradas como tales. Por ello, y para "hacer apreciables a los sujetos de más distinción y comodidad los empleos de estas milicias", se proponía que el rey las declarara como regladas y designara a sus oficiales. Sin embargo, fuera de esta recomendación quedaban las compañías sueltas (Beveria 450-454).

Hacia 1797, la defensa de la ciudad y su campaña dependía completamente de las milicias, pues los efectivos veteranos, contando entre ellos unos 400 blandengues, solo eran 506; en cambio, los de milicias eran 1.845, sin contar a los integrantes de las compañías sueltas cuyo número era desconocido por las autoridades pero cuyo enorme peso había sido confirmado por la revista de 1799 (Beveria 397). Esa situación explica por qué se pusieron a sueldo cuatro compañías de infantería y una de caballería. Con todo, ante las dificultades encontradas para completar sus plazas, en 1800 se dispuso reclutar forzadamente a "los varios mozos hijos del país que viven sin oficio y no han sido alistados en el regimiento, ya porque se completó su número de 693 plazas, ya porque el no tener habitación fija ha imposibilitado el poderlos alistar" (Birolo, "Un sistema" 33). Claramente, por su composición y su modo de reclutamiento, esa fuerza miliciana se aleja por completo de la imagen estilizada que se ha forjado en la historiografía del miliciano como vecino.

Análogas dificultades afrontaba el reclutamiento de blandengues. Aun así, esa tropa veterana constituida por "gente del país" transformó el ejército regional: el cuerpo bonaerense, la Compañía Veterana de Blandengues de Santa Fe y el nuevo cuerpo de Montevideo formado en 1797 terminaron por darle una configuración muy peculiar en el contexto imperial, de modo que para 1802 los efectivos veteranos de caballería debían ser el 51 % de las plazas veteranas y en la práctica alcanzaban el 65 % de las existentes (Beverina 206). ¿Caballería veterana? Sí, pero muy peculiar y de carácter híbrido dado que no había perdido su matriz miliciana: eran una fuerza reclutada y sostenida con recursos locales, y sus efectivos tenían la obligación de enrolarse con caballos propios (Fradkin, "Tradiciones").

Buenos Aires contaba así con un regimiento de caballería que no había sido declarado como reglado pese a su carácter provincial y con una extendida estructura de compañías sueltas sin estatuto preciso. A resolver esta situación apuntó el reglamento miliciano de 1801, que no solo formalizó la distinción entre milicias disciplinadas y urbanas sino que también mantuvo la diferenciación entre regimientos y compañías sueltas. Sin embargo, implicaba cambios: para la ciudad se estipuló la formación de un regimiento de voluntarios de caballería dotado de cuatro escuadrones y 724 plazas, en el cual debían servir los habitantes de la periferia de la ciudad, y se estableció un nuevo regimiento denominado Voluntarios de Caballería de la Frontera de Buenos Aires, compuesto de 4 escuadrones y dotado con 1.204 plazas. Pese a ello el reglamento no se proponía acabar con las compañías sueltas. Por el contrario, preveía que siguieran funcionando 45 con un número indeterminado de plazas, aunque aclaraba que serían "consideradas como regladas"16. Regladas pero sin oficialidad veterana al mando y con goce del fuero.

De este modo, la ciudad contaría con una fuerza miliciana de 1.518 efectivos, de los cuales el 47 % correspondía a la caballería; la campaña contaría con al menos 3.659 efectivos, estimando que las compañías sueltas, cuyo número se ampliaba, no sumarían menos de los 2.455 hombres de 1799. Como todas eran de caballería, puede calcularse que la jurisdicción contaría con una caballería miliciana de 4.383 efectivos, el 84 % del total de milicianos. Y si a esa fuerza miliciana rural se le suman los 685 blandengues, puede concluirse que de una población de campaña estimada en 34.000 habitantes debía alistarse un 12 %. Claramente, la nueva estructura intentaba robustecer las fuerzas de caballería y el peso que en ellas debían tener las milicias.

El reglamento era obra del marqués de Sobremonte, subinspector de armas, entre 1797 y 1804, y virrey desde entonces hasta 1807. Hacia 1802 el marqués presentó un detallado informe de la situación de las fuerzas virreinales en el cual precisaba la notable disminución de los efectivos veteranos y el fracaso de los intentos de reclutamiento. Esto se debía tanto al hecho de que "todo esfuerzo es en vano para promover en estos países la afición al servicio del soldado, por la abundancia de los efectos necesarios para la vida en la campaña y la libertad que esta ofrece", como al hecho de que la bandera de recluta establecida en La Coruña "no pudo enviar ni un hombre" durante la última guerra (Beverina 437-443). La solución que imaginaba Sobremonte era completamente inviable: que desde la metrópoli se mandara un refuerzo de 1.795 veteranos; en su defecto, reiteraba el pedido de instalar una bandera de recluta en Málaga, transformar el regimiento de infantería en dos nuevos de dragones e imponer nuevas cargas al comercio interior para sostener a las milicias.

Tales condiciones sugieren que la aplicación efectiva del nuevo reglamento miliciano debió haber sido muy limitada y que, pese a sus pretensiones, las autoridades no podían sino convalidar la diversidad de formaciones milicianas. Así, en 1805 decidieron que en la campaña y en su frontera se formasen compañías "de milicia urbana, sin fuero sino en el caso de estar en servicio en compañías sueltas" (Beverina 328-329). Esta situación explica la indefensión de la ciudad frente a la invasión inglesa de 1806 y el nuevo contexto que suscitó: el colapso del arreglo de las milicias y la masiva formación de nuevos cuerpos de voluntarios de condición híbrida, pues prestaban un servicio continuo a sueldo y gozaban del fuero, pero elegían o confirmaban a sus oficiales y no estaban sometidos a una oficialidad veterana. A partir de entonces, se abrió una situación completamente nueva para las milicias que iba a signar la experiencia revolucionaria (Halperin).

Una cuestión decisiva

A comienzos del siglo XIX las autoridades parecen haber conseguido una importante capacidad para movilizar a los milicianos, aunque no en las circunstancias que deseaban. Lograron que los milicianos asistieran a los ejercicios doctrinales, pero tuvieron que aceptar condiciones que, de alguna manera, impusieron ellos: que los ejercicios se realizaran en los tiempos muertos del ciclo agrícola y que les suministraran el alimento y la leña. Hasta qué punto los milicianos servían a su costa era, entonces, objeto de constante discusión.

Llegados a este punto, una consideración resulta central. Milicianos y blandengues debían prestar servicio en sus propios caballos y por eso las autoridades habían preferido conformar una fuerza veterana de blandengues sostenida por el ramo de guerra en lugar de ampliar los regimientos de dragones pagados por la Real Hacienda, que tenía que suministrarles los caballos17. De este modo, aun cuando el blandengue tenía un prest superior al del miliciano de infantería, "este exceso queda compensado con que está obligado a vestirse, a comer y a montar siempre caballos propios, no debiendo tener menos de cinco" (Azara, Memorias 100). En ese sentido, el sueldo mensual de un miliciano de caballería y de un blandengue veterano era de 10 pesos, más alto por tanto que el que percibían los otros soldados veteranos, entre 7 y 8 pesos, o el del resto de los milicianos, que oscilaba entre 6 y 7 pesos (Documentos para la historia argentina 2: 35-44). Lo mismo se pretendía de los milicianos: que aportaran sus propios caballos y que tuvieran por lo menos cinco. Cuando no era factible, se imponían auxilios en esta especie a los vecinos de la campaña y solo en muy contadas ocasiones las autoridades parecen haber procedido a comprar un número significativo de caballos a los productores (AGN, s IX, cf 9-1-15).

La conclusión resulta clara: si el Ejército colonial dependía de las milicias para contar con una caballería numerosa, de alguna manera ello dependía, a su vez, de la capacidad de reproducción de la economía campesina. Al descargar sobre milicianos y blandengues la tarea de proveerse de caballos, las autoridades lograban reducir el gasto fiscal trasladando a otros parte de los costos. Pero una solución de este tipo suponía una transferencia del excedente del trabajo campesino en términos de tiempo y bienes producidos. Y, dado que la inmensa mayoría de los pequeños productores, y aun de los peones y jornaleros, solían ser propietarios de sus tropillas, se entiende la intención gubernamental de extender el servicio miliciano al conjunto de la población masculina libre y no solo a aquellos hombres considerados como vecinos. Al hacerlo, las autoridades ampliaban los márgenes que tenían los paisanos del común para llegar a ser reconocidos como tales.

En este sentido, cabe conjeturar que uno de los límites que podía encontrar la movilización de la caballería miliciana estaba dado por la propia estructura de la producción ganadera, que tenía en los caballos su medio de producción principal18. Una movilización masiva y continuada de las milicias de caballería podía afectar el equilibrio de la producción ganadera y las condiciones de reproducción campesina. Si algo tenían claro los milicianos era que su servicio no debía ser continuo, prolongado o alejado de sus domicilios; es decir, había entre ellos una franca resistencia a servir como milicianos provinciales.

A modo de conclusión

De acuerdo a lo expuesto, puede advertirse que los sucesivos esfuerzos para arreglar las milicias no fueron fruto de un plan preconcebido sino de decisiones que, inspiradas en una concepción general, debían ajustarse a las restricciones y necesidades imperantes. Si la pretensión era contar con milicias territoriales que prestaran un servicio auxiliar de caballería de carácter provincial, que estuvieran subordinadas a las autoridades superiores y los mandos veteranos y que pudieran ser movilizadas lejos de sus zonas de residencia, tal objetivo estuvo lejos de alcanzarse y ni siquiera fue factible lograrlo plenamente poniendo compañías a sueldo o convirtiéndolas en veteranas.

Se advierte que la aspiración gubernamental era contar con masivas fuerzas de caballería miliciana, pero se enfrentó con la capacidad de resistencia que tenía la población rural. Las condiciones, las características y la amplitud del servicio miliciano de caballería fueron, entonces, resultado de una gama de factores entre los cuales la voluntad oficial terminó por no ser decisiva. En esas circunstancias, se ensayaron modalidades peculiares adaptadas a las restricciones, como bien lo ejemplifican los blandengues.

Por cierto, Buenos Aires no fue el único lugar donde las autoridades coloniales formaron compañías milicianas de lanceros de caballería, pero a diferencia de lo sucedido en la costa novohispana, por ejemplo, aquí no se incluyó a los pardos y morenos (Serna; Vinson III); por otra parte, aunque la ciudad contó con compañías milicianas de pardos y morenos libres de infantería (como lo hicieron las principales urbes hispanoamericanas) e incluso en 1764 se organizaron algunas de caballería, no ocurrió lo mismo en su campaña. Ello parece explicarse por las características de la sociedad rural y la fluidez y menor cristalización de las distinciones sociales en un ambiente en el cual el color estaba muy lejos de asegurar una posición. Bien lo reflejaban los padrones, que para 1744 calificaban al 82 % de la población rural como blanca y para 1815 al 73,6 % (Goldberg 287).

A su vez, la formación de compañías de indios que se dio en la ciudad a mediados del siglo XVIII no parece haber sido replicada en su campaña, donde, a diferencia del norte novohispano o del área misionera, no se constituyeron fuerzas auxiliares indígenas, salvo unas pocas compañías de naturales subsumidas en las compañías sueltas. Esto se comprende tanto por el temprano agotamiento de las reducciones como por el fracaso de instalar misiones en su frontera.

La situación bonaerense tampoco ofrece semejanzas con la peruana, donde la nobleza y las clases terratenientes hallaron en los rangos milicianos la posibilidad de consolidar y ampliar su poder (Marchena 193-207). Aquí no existía esa nobleza y los mayores terratenientes eran parte de la élite urbana y muy reacios a prestar servicio de milicia; lo prestaron, en cambio, aquellos propietarios de menor envergadura que vivían en la campaña pero que estaban lejos de conformar una clase terrateniente consolidada y eran, en rigor, toda una gama de medianos productores (Garavaglia, Pastores 316-332; Mayo).

Las compañías sueltas terminaron por ser la forma más característica de las milicias de caballería de campaña y, al parecer, las portadoras de una tradición que fue sedimentando, junto al alistamiento generalizado, una conciencia social muy refractaria a las excepciones y privilegios. Esa tradición era también de resistencia a las campañas prolongadas y alejadas de los parajes de residencia, a la subordinación a oficiales veteranos, a la integración en regimientos o a alistarse en cuerpos veteranos o milicias a sueldo y de servicio permanente. Emblemático, en este sentido, fue lo que sucedió con la compañía miliciana de caballería puesta a sueldo a fines de siglo, que debía contar con 110 efectivos pero nunca pudo completarlos (AGN, s XIII, lr 23-1-11). Las autoridades debieron apelar a auténticas levas para llenar las plazas vacías en esas formaciones milicianas, lo que tornó extremadamente borrosas las diferencias entre cuerpos veteranos y milicianos.

La situación solo podría entenderse por la pertinaz resistencia campesina a perder su movilidad y autonomía, resistencia que encontraba sustento material en la existencia de otras oportunidades laborales y en la producción doméstica. Era una manifestación más de la tan reclamada escasez de brazos, la queja más frecuente de patrones y jefes militares, en torno a la cual se construyó el estereotipo de la vagancia y que se tradujo en la generalización de una práctica social: el pago por anticipado de los salarios, un hecho que los milicianos habían forzado ya en las primeras tentativas de ponerlos a sueldo.

En cambio, el servicio esporádico en compañías sueltas halló menos resistencia. Ellas, de alguna manera, parecen haber constituido un espacio social apto para forjar solidaridades y una ideología del servicio de milicias que solo en parte respondía a la oficial, que consideraba como inherente al servicio la negociación de las condiciones de prestación del mismo y la capacidad de mediación de una jefatura legítima. Las consecuencias de ese legado habrían de revelarse plenamente durante la revolución.


Notas
1 Entre 1714 y 1810 el Ejército de Dotación en América contaba con un 15 % de efectivos de caballería. Entre las milicias la situación era muy desigual. De acuerdo al listado de cuerpos milicianos proporcionado por Marchena, puede calcularse que, entre 1760 y 1810, las unidades de caballería y dragones eran el 39,7 % de las milicianas, pero en algunas zonas como Nueva España, Perú, Chile, Chiloé y el Río de la Plata rondaban o superaban el 50 %, mientras que en otras zonas el porcentaje era muy inferior (119-125).
2 Al respecto, véanse las sesiones del cabildo entre noviembre de 1740 y febrero de 1741 (Archivo, serie 2, t. 8: 193-260).
3 Cabildo del 19 de enero de 1745 y del 20 de mayo de 1746 (Archivo, serie 2, t. 9: 17-18; Archivo, serie 2, t. 9:163-164).
4 Cabildo del 15 de junio de 1752 (Archivo, serie 3, t. 1: 215-216).
5 Para 1776, el Tribunal de Cuentas informaba que "las compañías nunca están completas ni pagadas, pues hoy se debe mucho dinero a esta tropa que desde el año de 61 no se les ajusta de su haber" (Documentos para la historia del Virreinato 1: 9).
6 En el cabildo del 4 de junio de 1762 se dispuso que debía alistarse "toda la gente, así vecina como forastera que habita en esta ciudad" y se ratificaba que gozaban "del fuero militar los oficiales y soldados de las compañías de milicias de esta ciudad" (Archivo, serie 3, t. 3: 51-70).
7 Los datos sobre la población de la jurisdicción en ese momento no son seguros, pero se ha estimado que para 1760 rondaba los 25.000 habitantes (Maeder 141). Más firme es otra estimación: hacia 1778 un 62 % de la población fue empadronado en la ciudad (Massé 150).
8 Existió también, desde algún momento que no hemos podido precisar y hasta 1779, una asamblea de dragones: "Estado que demuestra el importe a que ascienden mensual y anualmente los sueldos de los oficiales, sargentos, tambores y cabos de que se componen las tres asambleas de Infantería, Caballería y Dragones de estas provincias del Río de la Plata" (Documentos para la historia de Argentina 2: 31-33, Buenos Aires, 27 de marzo de 1779).
9 No obstante, hacia 1779 se seguía registrando la existencia de las compañías de indios, negros y pardos libres y se había agregado una de mestizos, pero lamentablemente no conocemos sus dotaciones: "Reglamento en que se prescriben los sueldos mensuales que deberán gozar en lo sucesivo las tropas e individuos empleados en el real servicio en los varios destinos de estas provincias del Río de la Plata formado a consecuencia de la real orden del 7 de noviembre de 1777 para que por este se hagan los respectivos ajustes por los oficiales reales de Buenos Aires" (Documentos para la historia Argentina 3: 35-44, 20 de diciembre de 1779).
10 Así, por ejemplo, el sargento mayor de las compañías de Magdalena avisaba que hombres "me quieren sacar los ojos por carne, sal, yerba y tabaco y ya no los podré sujetar mucho tiempo aquí", y años después reiteraba que "les estoy conteniendo en los que puedo, porque no me dejen solo". Y el mismo tipo de reclamos llegaban desde otros puntos de la frontera (Mayo y Latrubesse 44-45).
11 Aunque las autoridades reconocían que los habitantes eran más proclives a incorporarse al regimiento de dragones que al de infantería, las dificultades para completar las plazas fueron insolubles. En 1794 el virrey Arredondo solicitó establecer una bandera de recluta en Málaga, pero la solicitud fue denegada (AGS, sg 6806, exp. 14).
12 Las expediciones a las salinas situadas en territorio sometido a control indígena podían suponer una movilización de centenares de milicianos. Hacia 1784 el cabildo seguía disputando que su jefatura recayera en sargentos mayores milicianos. Argumentaba que "la gente de campaña se acomoda mejor con los jefes de su clase, y no rehúsan el militar bajo sus órdenes, como siempre lo han hecho con feliz suceso: al contrario se experimenta con los militares, bien porque les repugna su especie de mando que quieren sujetarle a todas las reglas de la milicia, o porque las resultas de sus empresas no han sido siempre efectivas" (Documentos para la historia del Virreinato 1: 209, "Oficio del cabildo de Buenos Aires al gobernador intendente", Buenos Aires, 10 de julio de 1786).
13 Bien lo ejemplifica la comunicación que el 27 de setiembre de 1783 se envió desde Lobos: un capitán llamado Marcos Flores informaba que faltaban 10 soldados para completar su compañía pues "de los que tengo dados en las listas de revista no se han encontrado por no tener casa ni existencia en parte ninguna" (AGN, s IX, cf 1-4-5).
14 Aunque la población de la ciudad era mayor que la de la campaña, se ha calculado que, entre 1744 y 1778, la tasa de crecimiento medio anual de la primera fue de 2,21 % y la de la segunda de 2,27 %; pero entre 1778 y 1810, mientras que la de la primera fue de 1,78 %, la de la segunda llegó a 3,24 % (Gelman 103).
15 En Areco había 6 compañías que sumaban 321 milicianos en 1770; 296, en 1779; y 330, en 1799. Las 5 compañías de Magdalena contaban en 1779 con 381 milicianos y en 1799 solo con 271 (AGN, s IX, cf 1-4-1; AGN, s IX, s 28-7-4).
16 Al respecto véase Reglamento para las milicias regladas de infanteria y caballeria del Virreinato del Rio de la Plata.
17 Al parecer, hasta 1777 cada compañía recibía 20 pesos mensuales adicionales por la responsabilidad de sus capitanes de mantener los caballos (Documentos para la historia argentina 2: 22).
18 Se ha estimado que los equinos generaban a fin del siglo XVIII un 6 % de la recaudación del diezmo de cuatropea (Garavaglia 104), y que representaban un 13 % del stock de las estancias, pero debe advertirse que parte de ese stock estaba conformado por yeguadas destinadas a la cría de mulas (Djenderedjian 261).


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