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Fronteras de la Historia

versión impresa ISSN 2027-4688

Front. hist. vol.19 no.1 Bogotá ene./jun. 2014

 

El pecado en la Nueva España

ENRIQUE NIETO ESTRADA, COORD.
México: Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo
2012 - ISBN: 9786074822984, 6074822980 - 262 pp.

ROGELIO JIMÉNEZ MARCE
Universidad Iberoamericana, Puebla, México


El pecado, en sus diversas manifestaciones, ha sido un objeto de estudio privilegiado por los historiadores. Se debe aclarar, sin embargo, que en el pasado no se usaba ese término para referirse a él sino que se hablaba de delitos, expresión que denotaba que se trataba de infracciones que atentabancontra el orden divino y el humano. A través de los procesos del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, se han podido conocer las diferentes transgresiones y malos comportamientos en los que incurrían los individuos, así como los mecanismos, tanto judiciales como punitivos, que se empleaban para reprimir aquellas acciones que se consideraban nocivas para el resto de la colectividad.

El pecado no solo se consideraba un asunto teológico, sino que hundía sus raíces en la sociedad para darle un sentido normativo. Desde esta perspectiva, es importante advertir que el pecado tenía una doble connotación: por un lado, mostraba la fragilidad de la relación que se establecía con Dios y, por el otro, evidenciaba una regulación del comportamiento moral y social. La introducción de la noción de responsabilidad y de una ética cristiana sustentada en el Decálogo permitió tener un mayor control de las acciones individuales. Estos cambios, acaecidos en el siglo xiii, condujeron a una reformulación de los pecados, de tal manera que se transitó de una ética social y comunitaria a una introspectiva e individualista. Este hecho sería fundamental, pues se crearon minuciosas clasificaciones de los pecados, de acuerdo con las cuales tanto la palabra y el pensamiento como la acción y la omisión podían ser objeto de persecución.

Es importante advertir que tales clasificaciones respondían a las circunstancias socioculturales, de modo que en algunos momentos cierto tipo de pecados alcanzó predominio sobre los demás. Por ejemplo, la avaricia ocupaba un lugar especial dentro del orden moral, debido a que el desarrollo comercial de la Baja Edad Media había llevado a la consolidación de una economía mercantil en la que el dinero se convirtió en la medida de todas las cosas. Sin embargo, en el siglo XVII, la lujuria desplazó a la avaricia puesto que la represión de la sexualidad se convirtió en uno de los objetivos prioritarios de la campaña de moralización postridentina. Así, se establecieron cuatro categorías de delitos sexuales: la fornicación, la bigamia, la solicitación y la sodomía. Lo interesante del asunto es que estos pecados permitieron que las transgresiones sexuales pasaran de ser una cuestión social de la que se ocupaba la justicia, a ser un tema más propio de la esfera individual. No se debe pensar que la Iglesia solo buscaba reprimir los comportamientos desviados; por el contrario, instituyó una serie de mecanismos que tenían por objeto restablecer la relación del hombre con Dios. Aunque la educación de los fieles, sustentada tanto en lo visual como en lo oral y lo escrito, pretendía difundir las verdades doctrinales con la intención de lograr la cohesión social, la confesión sería el instrumento que ayudaría a la Iglesia a regir las conciencias, no solo por medio de la absolución de las faltas sino también por las posibilidades que daba para enseñar los principios de la fe. En este sentido, el confesor adquirió un doble papel: el del censor social que procuraba erradicar el mal y el del maestro que contribuía a corregir los errores doctrinales.

Estas ideas se encuentran presentes, de una u otra manera, en los diversos artículos que conforman El pecado en la Nueva España. Este libro es producto de un esfuerzo del coordinador, Enrique Nieto, por integrar los resultados de las investigaciones que se presentaron en el simposio homónimo, que se llevó a cabo en el marco del VII Congreso de la Investigación Social en México, organizado por la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo en 2011, así como otros trabajos relevantes en relación con la temática que se propuso en ese momento. El pecado en la Nueva España se compone de diez artículos. Seis de ellos analizan pecados de pensamiento (Jiménez Marce), de palabra escrita (Ramos Soriano), de idolatría (Márquez Ramírez), de lujuria (Villafuerte García), de infidencia (Durán Sandoval) y de otras creencias (Hamui Sutton); los otros cuatro se ocupan de textos que buscaban normar los comportamientos transgresivos en materia de comercio (Nieto Estrada y Menéndez González), de estrategias para salvar el alma (Baz Sánchez) y de educación visual sustentada en el imaginario del infierno (Vergara Hernández). Aunque las investigaciones siguen distintos derroteros, se pueden encontrar algunos puntos en común cuya mención es útil para reflexionar sobre los aportes del texto en cuestión: la interpretación del pecado en función de la otredad, la comprensión del mismo como una ruptura de la normatividad y el estudio de los mecanismos que se empleaban para devolver a los pecadores al buen camino.

El ensayo de Silvia Hamui resulta de particular interés, debido a que evidencia los procesos de inclusión y exclusión en los que estaban insertos los judíos, aunque esta situación no resultaba privativa de ese grupo sino que afectaba a todos los sectores minoritarios que conformaban la sociedad novohispana. Tal era el caso de los mulatos, considerados un peligro para la estabilidad social, pero al mismo tiempo valorados por su capacidad para el trabajo. Una de las propuestas relevantes del estudio de Hamui es que los judíos invertían el imaginario católico, pues no se consideraban pecadores sino que otorgaban esa valoración a los otros, es decir, a sus perseguidores. Así, el judío no solo realizaba una reafirmación de lo propio a partir de la presencia del otro, el católico, sino que le quitaba a este el argumento central para perseguir sus creencias, en virtud de que pensaba que no había cometido ningún tipo de pecado y, por lo mismo, no se lo podía juzgar como un infractor. En este sentido, el yo se definía en función de aquello que no era. Bajo este supuesto, el que los judíos blasfemaran, injuriaran a Cristo o se burlaran de los símbolos sagrados no constituía un pecado grave, sino una manera de reafirmar sus principios, su libre albedrío y su identidad. Según la concepción cristiana, la persecución del pecador era necesaria porque este transgredía el orden religioso y social. La acción delictuosa merecía un castigo tanto en la vida presente como en el más allá, de suerte que los pecadores sufrirían penas de acuerdo a la gravedad de sus pecados.

Se creía que los pecadores eran agentes activos que amenazaban con premeditación el orden natural y sagrado del mundo debido a que se aislaban de la comunidad cristiana y del cuerpo de Cristo. El discurso cristiano enfatizaba el papel del diablo como causante del mal, pero sobre todo como el elemento que unificaba a los pecadores en su guerra contra Dios y la humanidad. Cualquiera podía convertirse en servidor del demonio y, por ello, cada uno debía temerse a sí mismo, pues el yo podía trocarse en el otro. Transformar a los pecadores en siervos de Satán implicaba su deshumanización, lo que ayudaba a verlos como organismos patológicos que debían ser eliminados, pues ellos eran los causantes de los desordenes que asolaban al mundo y que ocasionaban las desgracias de la humanidad.

La tradición teológica mencionaba que el mundo estaba dividido en dos cuerpos: el místico de Cristo, al que se adscribían los fieles, y el de Satanás, que estaba conformado por paganos, judíos, herejes, hechiceros y pecadores. Esta división mostraba el mundo como un campo de batalla entre las fuerzas del bien y del mal. Si los pecadores eran los agentes del demonio, debían ser eliminados para mantener el equilibrio cósmico, con lo que no solo se justificaba el castigo de los pecadores, sino también su exclusión del imaginario cristiano de la salvación. De acuerdo con lo anterior, resulta comprensible la existencia de diversos instrumentos que buscaban que los hombres retornaran al buen camino. Ejemplo de ello eran los libros conocidos como despertadores cristianos, que han sido analizados por Sara Gabriela Baz. Esta autora plantea que en dichos libros se utilizaba el temor como medio para inducir a los lectores a comportarse cristianamente, bajo amenaza de correr el peligro de condenarse.

Los despertadores, al igual que las representaciones visuales, buscaban enseñarles a los fieles cristianos, como lo hacían las Ars moriend, el camino que debían seguir antes de que la muerte los alcanzara, situación que se volvía primordial, pues se entendía que los hombres no solo tenían una inclinación connatural a pecar, sino que se olvidaban de buscar los medios para salvarse. Como los despertadores intentaban estimular las emociones del lector, recurrían a imágenes y palabras que generaran sentimientos de pena y dolor por las malas acciones cometidas. Este tipo de libros no eran los únicos que procuraban cambiar las conciencias; existían otros (las instrucciones de mercaderes, por ejemplo), que son analizados por Nieto y Meléndez, en los que se planteaban una serie de pautas para corregir ciertas prácticas comerciales que, sin ser pecaminosas, podían llegar a serlo.

Algunos sectores de la Iglesia consideraban que los libros eran instrumentos privilegiados para transmitir principios de teología moral a seglares no cultivados, motivo por el que no se podía permitir que existieran textos que cuestionaran las costumbres y la moral establecida. Ante tal hecho, como lo refiere en su artículo Ramos Soriano, fue necesario que la Inquisición estableciera la censura de libros con la idea de evitar que se difundieran aquellos saberes que no estaban permitidos. La Iglesia era la única autorizada para definir lo que se debía creer, pues se decía que ella había recibido el conocimiento sobrenatural que Dios había revelado. Dudar de la fe implicaba un agravio en contra de Dios y un menosprecio de las otras virtudes teologales.

Ahora bien, las autoridades eclesiásticas buscaban que la concepción del pecado se convirtiera, entre otras cosas, en un mecanismo de control de las acciones, pero, como se advierte en varios de los artículos, el discurso moral que sustentaba la creencia estaba alejado de la situación social y cultural que se vivía.

Un ejemplo de lo anterior se encuentra en el trabajo de Lourdes Villafuerte, que muestra que se crearon diferentes mecanismos para tratar de restringir el pecado de la lujuria, pues la concepción moral y social imperante consideraba la virginidad como un bien preciado que permitía comprobar la estricta vigilancia que los padres habían ejercido sobre las acciones de sus hijas, además de que evidenciaba que las buenas conductas podían triunfar sobre el placer sexual desordenado. Es de advertir que el discurso de la represión de la sexualidad se limitaba al ámbito de las mujeres. Los casos presentados en la investigación de Villafuerte, al igual que los que aparecen en otros artículos, como el de Jiménez Marce, reflejan que las reglas morales y sociales no se cumplían al pie de la letra. Con la intención de ejercer una mayor presión sobre los infractores, el discurso religioso enfatizó que un pecado podía ser causante de mayores desgracias y hasta se llegó a plantear que existía, por denominarla de alguna manera, una cadena de pecados que comenzaba en el pensamiento, que llevaba de manera inevitablea la acción y, con ello, a la incursión en el pecado. En este sentido, reprimir el pensamiento se convertía en una premisa para lograr un buen comportamiento.

Es de destacar que el miedo al más allá se convirtió en uno de los puntos centrales de la predicación, lo que se explica por el hecho de que, en los periodos de renovación moral, los teólogos acentuaban la crueldad de los castigos que serían aplicados en la otra vida, tal como se observa en el texto de Arturo Vergara a la luz de las representaciones del infierno plasmadas en una iglesia situada en un medio agreste como lo es Xoxoteco, en el estado de Hidalgo. Vergara señala que los murales sobre el infierno fueron utilizados por los agustinos no solo como una forma de adoctrinar a los indígenas, sino también con la intención de lograr el control de los otomíes, que continuaban con sus antiguas prácticas idolátricas, situación que se observa igualmente en el caso de Tlaxcala, como lo indica el texto de Márquez Ramírez. Aunque los religiosos estaban convencidos de que la supresión de las religiones indígenas resultaba fundamental para su transformación cultural, lo cierto es que el proceso resultó azaroso y no siempre se logró el cometido. De ello dan fe los escritos de Hernando Ruiz de Alarcón y de Jacinto de la Serna, que buscaron extirpar las prácticas idolátricas en otras regiones del Virreinato de la Nueva España. El que los murales y los libros de Ruiz de Alarcón y De la Serna hubieran sido realizados en las primeras décadas del siglo XVII evidencia que la enseñanza de la doctrina cristiana no había rendido los frutos esperados.

Considero que el mayor aporte de este libro es mostrar que el estudio de las prácticas pecaminosas, o delictuosas, todavía puede arrojar pistas novedosas y que el tema no se ha agotado, sino que, por el contrario, los viejos problemas deben ser abordados con nuevas preguntas y enfoques metodológicos. Quizás lo único que se puede criticar a la obra es la inclusión del texto de Felipe Durán, cuyo análisis no da cuenta de la importancia que el pecado de la infidencia tenía en un contexto dominado por la guerra. La infidencia constituía un pecado mayor en cuanto cuestionaba las estructuras de gobierno instituidas por la divinidad.

Para finalizar, quiero mencionar que este libro ayuda a pensar en la manera en la que el pecado se erigió como uno de los elementos centrales de un sistema normativo que buscaba controlar las actividades individuales.

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