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Fronteras de la Historia

Print version ISSN 2027-4688

Front. hist. vol.19 no.2 Bogotá July/Dec. 2014

 

"Si se hiciera lo de acá se extinguiría en todas partes". Conflictos, tensiones y autoridad: la acción de la justicia frente a la amenaza de la viruela en la frontera sur de Chile, 1785

"If we do Like Here it Would be Extinguished Everywhere". Conflicts, Tensions and Authority: The Action of Justice Faced with the Threat of Smallpox in Chile's Southern Border, 1785

DANIEL MORENO BAZAES
Universidad de Cantabria, España
dmbazaes@gmail.com

Recibido: 14 de enero de 2014
Aceptado: 18 de julio de 2014


RESUMEN

El 22 de enero de 1785, después de 32 días de navegación, el navío de guerra San Pedro Alcántara, de la Real Armada, logró fondear en las costas de la ciudad de Concepción, en la frontera sur de Chile, con algunos inconvenientes. Fernando Túpac Amaru y veinticuatro reos políticos sindicados como rebeldes eran parte del contingente de desterrados a bordo del navío. Pero la manifestación de una epidemia de viruelas presagiaba complejas relaciones políticas y las más horrendas experiencias. La amenaza de la plaga y lo significativo de sus prisioneros evidenciaron una serie de tensiones y fisuras en el seno de la administración colonial en una ciudad fronteriza. Sin embargo, los intentos políticos por asegurar el orden y la paz, progresivamente, se fueron desarrollando en las fronteras de lo protocolar. Fue un conflicto jurisdiccional que solo sería resuelto por el máximo tribunal de Chile, la Real Audiencia de Santiago.

Palabras clave: Conflictos, costumbre, justicia, plaga, Túpac Amaru.


ABSTRACT

On January 22th of 1785, after thirty two days at sea, the Spanish Royal Navy ship San Pedro Alcántara, managed to dock off the coast of the Concepción city, in the south Chileans borders, not without difficulties. Fernando Túpac Amaru and twenty-five political prisoners accused as participants of the rebellion, they were part of the contingent of outcasts aboard the ship. The smallpox outbreak on board presaged complex political relationships and the most horrific and painful experiences. The threat of the disease and the significance of his prisoners, brought to light a series of tensions and cracks within the administration of the colonial power, in a border town. But attempts to political to ensure order and peace, were progressively has developed on the borders of this protocol, less interesting jurisdictional conflict that would be only decided by the highest court of Chile, the Royal Audience of Santiago.

Keywords: Conflicts, custom, justice, plague, Túpac Amaru.


Introducción

La mañana del día 22 de enero del año de 1785, el navío San Pedro Alcántara de la Real Armada lograba fondear en las costas de la ciudad de Concepción, en la frontera sur de Chile (ANH, CG 967)1. Pero su arribo no estaría exento de inconvenientes. Luego de un extenso viaje desde el puerto del Callao, junto al desterrado Fernando Túpac Amaru, hijo menor del rebelde José Gabriel Condorcanqui, y otros veinticuatro sujetos sindicados como familiares y cómplices de las sublevaciones, un sigiloso enemigo comenzaba a manifestarse en el interior del navío2. A bordo se encontraba uno de los males más terribles entre los que azotaron a las gentes de mar: la peste de viruelas (Amar; Gil; González; Rubín; Tissot). La presencia de la plaga comenzaría a provocar un estado de angustia y preocupación entre los tripulantes, pasajeros y autoridades que estaban a bordo del navío, no solo por el inminente retraso en las gestiones, sino por las trágicas y dolorosas experiencias devenidas de aquella enfermedad. Al momento de fondear, en su interior yacían desconsolados 56 infelices atacados por la plaga. Junto a ellos se encontraron algunos fallecidos por las mismas circunstancias, y la situación iría empeorando progresivamente (Amodio; Moscoso; Ramírez).

No obstante, la noticia de lo ocurrido a bordo se reproduciría rápidamente, con lo que se gestaría un complejo estado de inseguridad y tensión en las esferas políticas y sociales. La amenaza de una posible propagación sobre el puerto y la ciudad y el inminente contagio en el resto del obispado significarían importantes alteraciones en el orden social y político. Además, podrían provocar drásticos cambios en el desarrollo del comercio y la economía regional (León, "Entre la alegría"; León, "La historia"; León, "Mestizos"; León, "Parlamentos"). Ante esta situación, y tras las solicitudes expuestas por parte de las autoridades navieras, don Ambrosio Higgins de Vallenar, general de la frontera, inició una serie de diligencias para dar una rápida y pacífica solución a este drama, acciones que desde un comienzo se desarrollaron a través del diálogo y la negociación. Y aunque estas negociaciones se dieron en las fronteras de lo protocolar, no estuvieron exentas de asperezas y tensiones3. La orden emitida por el corregidor de la ciudad de Concepción, don Andrés de Alcázar, advertía que el acuerdo celebrado entre las autoridades de la frontera y el capitán del navío infestado se había producido en contextos privados y no públicos, puesto que incumbía de igual forma al gobierno del puerto y frontera como al gobierno de la ciudad. Por este motivo, y apelando a la "fuerza de la costumbre", mandaba interrumpir cualquier tipo de ayuda solicitada por las autoridades navieras, salvo las necesarias para desplazarse al puerto de Valparaíso (Castillo).

Como resultado de la manifestación de la plaga a bordo del San Pedro Alcántara, una confrontación política comenzaba a gestarse. Una serie de negociaciones interrumpidas fueron el escenario de tensos diálogos y osadas estrategias entre las facciones de poder, prácticas que oscilaron entre las presiones y las resistencias y que develaron aspectos relevantes sobre las determinaciones que tomó la "autoridad" en una región fronteriza, tanto desde el punto de vista territorial como desde el punto de vista de las tolerancias e intolerancias con respecto a los tripulantes de la embarcación. Las prácticas políticas desplegadas por las autoridades empezaron a adoptar un carácter cada vez más difuso. Los intentos por restaurar la paz y restablecer el bien público se vieron dificultados y, en ocasiones, normados por maniobras al margen de la legalidad4. Así, la desobediencia, la resistencia y la amenaza adoptaron una interesante dinámica en las líneas de una microfisica del poder (Foucault). Pero al mismo tiempo fueron parte de una práctica política ambigua, que convergió con movilizaciones militares, fugas y resistencias populares, las que incluso terminaron con violentos enfrentamientos entre algunos sectores populares y agentes judiciales. Estas prácticas, al límite de la tolerancia, daban cuenta de la vorágine que significó el ejercicio de la autoridad y, además, de las nociones que recayeron sobre ella en un territorio fronterizo.

De este modo, el siguiente artículo pretende reflexionar, desde una mirada cultural, acerca de las nociones sobre la autoridad en un escenario de tensión y conflicto entre los sectores políticos, populares y administrativos, es decir, profundizar en aquellos horizontes, soslayando el problema de la rigidez cultural (Chartier; Darton)5. Por este motivo, a través de un análisis interpretativo y bajo un enfoque microhistórico, se pretende visualizar una serie de elementos referentes a la variabilidad y el comportamiento de las relaciones de poder en situaciones límites (Geertz; Ginzburg, "Microhistoria"; Ginzburg, "Señales"; Ginzburg, Mitos; Levi, "Microhistoria"; Levi, "Sobre la microhistoria"). Se trata de observar pequeñas huellas e indicios, y "medir el peso y amplitud" de aquellos elementos simbólicos y de las relaciones que es posible observar en los diversos espacios y contextos (Dosse; Ginzburg, El hilo; Ginzburg, "Señales"; Iggers). En consecuencia, más allá de presentar una mirada local sobre la manifestación de la plaga de viruelas, el presente estudio se configura como una instancia para confrontar estructuras, mecanismos y nociones polarizadas respecto al ejercicio de la autoridad, es decir, como una comprensión más profunda sobre la disciplina y el control social en contextos administrativos desplegados en una ciudad fronteriza durante las últimas décadas del siglo XVIII (Mantecón, "Formas").

Antecedentes de un conflicto

Por "considerarlos perjudiciales en este [reino] y capaces de levantar otra rebelión" (AGI, l 9, f. 10 v.), el virrey del Perú, don Agustín de Jáuregui, en cumplimiento de la real orden emitida por Teodoro de la Croix, daba instrucción de arresto y destierro de todo aquel que fuese sindicado como familiar o cómplice de la rebelde familia Túpac Amaru (AGI, l 9, f. 10 r.)6. Esta fue una representación del poder político que se gestaba en nombre del orden y a través de una serie de procedimientos judiciales desplegados en el valle de Vilcabamba y en otros parajes. Como resultado, 69 individuos fueron conducidos en calidad de desterrados a bordo de la fragata El Peruano y del navío de guerra San Pedro Alcántara (AGI, l 90, f. 657 r.)7.

Pero en un acto de violencia, y que además rompía con cualquier tipo de diálogo y negociación que se hubiese desarrollado entre los rebeldes y la Corona (Bourdieu; Hobsbawm), don Agustín de Jáuregui incluía entre los desterrados del reino a Fernando Condorcanqui, hijo menor del rebelde José Gabriel Túpac Amaru, quien hasta ese momento recibía educación cristiana en el Colegio de los Naturales8. En este escenario, el embarque de Fernando Túpac Amaru en calidad de reo asumía un carácter altamente politizado, era una manifestación de la autoridad real a través de la imposición del orden y el desarraigo. Este designio, mientras extinguía el "inicuo apellido" de aquel reino, se erguía como una representación del poder regio; se daba por "cumplida la voluntad del soberano en todas sus partes" (AGI, l 9, f. 10 v.).

Dadas estas circunstancias, el día 14 de abril de aquel año, comenzaba el traslado de los reos de Estado hacia el puerto de Cádiz (Gay). Sin embargo, mientras la flota navegaba en dirección al Cabo de Hornos y a la altura de la isla de Chiloé, el capitán del navío San Pedro Alcántara, don Manuel Fernández de Bedoya, debido a una serie de desperfectos en el bajel, decidió arribar de forma urgente al puerto de Concepción (AGI, l 89, ff. 652 r.-654 r.). Pero tras fondear en la ensenada de la isla de la Quiriquina, durante la mañana del 20 de junio de aquel año, el comandante del navío resolvió pasar al puerto de Talcahuano para desembarcar la pólvora y depositarla en el fuerte de Gálvez. En efecto, el comandante Fernández de Bedoya decidió desembarcar a los reos "a fin de reconocer el estado del buque, determinar si se podía reparar allí, o transportarse hasta el Callao" (AGI, l 56, f. 481 r.).

No obstante, debido a la delicada naturaleza de las disposiciones, don Juan Baptista de la Rueda, comandante de aquella plaza, advertía a las autoridades locales que las gestiones debían realizarse con un piquete de tierra dada la escasez a bordo del navío. Por este motivo, el general de la frontera, don Ambrosio Higgins de Vallenar iniciaba las movilizaciones militares pertinentes. Hizo marchar "dos destacamentos para ese destino, uno de infantería y otro de dragones", y advirtió a las autoridades navieras "la obligación de resguardar el desembarco de la familia de Túpac Amaru y otros reos de Estado" (AGI, l 56, f. 482 r.).

La urgencia con la cual se ejecutaron las movilizaciones militares comenzaba a develar una serie de preocupaciones en la región. Según el gobierno de la frontera, las disposiciones cumplidas por el comandante Bedoya se presentaban como hechos gravísimos y perjudiciales, lo que desembocó, incluso, en acusaciones formales contra las autoridades navieras responsables. Pero aquellos alegatos se fundaban en las posibles consecuencias que podía acarrear "semejante revolución en un país casi circundado de indios infieles, constantemente adictos a alborotos y novedades mandados por caciques atrevidos y otros caudillos de profunda cavilosidad" (AGI, l 56, f. 482 r.).

De acuerdo con las autoridades, en aquella plaza no había puesto seguro "y libre de la comunicación de mestizos y aun indios jornaleros de las tierras" (AGI, l 56, f. 483 r.). Por este motivo, era necesario extremar las condiciones de seguridad, ya que "podría llegar el caso desgraciado de escaparse alguno de los principales, especialmente ese jovencito hijo de José Gabriel Túpac Amaru, tomando asilo entre estos indios de Chile, y resultar consecuencias muy fatales, al servicio del rey, descomponiendo la tranquilidad y buena subordinación" (AGI, l 56, f. 483 r.).

El temor a una posible comunicación entre los naturales, los mestizos y los Túpac Amaru era originado por un proceso gradual de ingobernabilidad producto del incremento del bandidaje, el despliegue de la insubordinación y la incipiente ola de violencia interpersonal. La frontera se articulaba como una sociedad a la que poco le importaba el Estado de derecho monárquico y el admapu (derecho consuetudinario mapuche), como un espacio tosco e independiente, poblado por hombres y mujeres que rehusaban someterse a las autoridades (León, "Parlamentos" 93). Entonces, una posible sublevación local podía atentar contra las redes comerciales desplegadas en la región. Pero, a su vez, el deterioro del comercio significaría el declive del control político y económico.

Las posibles arremetidas de los grupos marginales y, sobre todo, del estado mapuche constituían una de las grandes amenazas para la consolidación del poder en la región. Esto se debió fundamentalmente a que la sociedad mestiza se desarrolló al margen de la institucionalidad, reproduciendo sus propios códigos y formas de sociabilidad. La vida en la frontera significaba un tránsito constante entre el incipiente comercio, las fechorías de los grupos marginales y los intentos de las autoridades por controlar no solo a los sujetos, sino también las rutas de comunicación y comercio, ya que muchos de ellos entraban a comerciar, otros a jugar, la mayoría a cometer las peores tropelías. A simple vista, era evidente que la construcción del espacio público y el desarrollo de la gobernabilidad en la frontera sur del Bío Bío no tenían por principal obstáculo la resistencia militar de los mapuches, sino la obstinada voluntad de los mestizos fronterizos (León, "Entre la alegría" 292).

Ante esto, Ambrosio Higgins no solo desistía del propósito de desembarcar en Concepción a los rebeldes del Perú, sino que además, a través de las gestiones militares y políticas desplegadas en el puerto, intentó evitar cualquier trato o conversación entre los reos y los naturales, "sin excepcionarse en la orden a este fin ni aun los mismos españoles de estas provincias" (AGI, l 56, f. 482 r.).

Sin embargo, tras las diligencias hechas por las autoridades locales y los intentos por reparar el navío, durante el mes de agosto de aquel año el San Pedro Alcántara, por decisión del propio comandante Bedoya, regresaba al puerto del Callao. Pero aquellas maniobras ejecutadas sin la aprobación virreinal, sumadas a los alegatos de don Ambrosio Higgins, dejarían al descubierto la severidad protocolar en contextos administrativos. Al momento de arribar al puerto del Callao, las autoridades virreinales hacían efectivo el arresto del comandante Bedoya, a bordo del propio buque, mientras se iniciaban las averiguaciones para medir las responsabilidades en estos hechos (AGI, l 89, f. 652 r.).

Un cargamento de miedos y desolación

Tras haber sido designado como nuevo capitán del San Pedro Alcántara, el día 20 de diciembre del año de 1784 don Manuel de Eguía izaba las velas en el puerto del Callao para retomar las diligencias dispuestas a su cargo. Y luego de 32 días de navegación, la mañana del día 22 de enero del año de 1785, el navío de la Real Armada regresaba a las costas de Talcahuano. Pero este arribo no estuvo exento de inconvenientes.

A los siete días de haber zarpado del puerto del Callao con rumbo al puerto de Cádiz, comenzó a manifestarse uno de los más temidos males. Pequeñas pústulas asomadas en el cuerpo de un par de tripulantes significaron que un comensal más o menos común y más o menos temido se había colado a bordo de la embarcación al momento de partir del puerto virreinal. Estas señales, sin duda, presagiaban las más horrendas y dolorosas experiencias: las viruelas hacían su aparición sigilosamente a bordo del San Pedro Alcántara, instaurando la inseguridad y el temor, y dejando en su primera manifestación un hombre fallecido y otro que había logrado escapar con "felicidad".

Pero la situación a bordo comenzaría a agravarse de manera tal que, al fondear en las costas de Talcahuano, la "plaga" se había diseminado en gran parte de la tripulación. A consecuencia de ello, el número de infestados había ascendido a 56 virolentos, además de otros 20 tripulantes afectados de otras "calenturas malignas" (Piquer). Ante tales circunstancias, la plaga comenzaría a provocar estragos y angustia entre los navegantes y, con ello, dolor y sufrimiento. A los desgraciados solían aparecerles algunas inflamaciones en los ojos, la respiración se les aceleraba y, a medida que se les quitaba el sudor, les quedaba un quejido que por lo general les duraba muchas horas (Fernández 4). Pero, además, una serie de ideas rondaban entre los tripulantes.

Estos pensaban que el solo hecho de inhalar la hediondez y putrefacción de las deyecciones ventrales podría causar su contagio, por lo que la inquietud y la ansiedad por parte de los navegantes eran el reflejo de la angustia e inseguridad (Delumeau 30). Así, los miedos a un posible contagio veían su justificación en los cuerpos demacrados y en el oculto espectáculo que brindaban los infestados a la espera de alguna ayuda o de un "buen morir" (Lara; Lugo; Vargas y Cogollos). Se trataba de una terrible amenaza para quienes se encontraban en el interior del barco, pero también para todos los habitantes la ciudad de Concepción. Los rostros ocultos a bordo del navío y el silencio de la distancia no hacían más que revivir los más profundos temores que amenazaban a los puertos y ciudades, no solo por el daño que podría causar la enfermedad sobre los cuerpos, sino por su capacidad de destruir el desarrollo, la continuidad y la articulación del comercio, de la política y de los intereses eclesiásticos de la región.

Ante este escenario, comenzaron a desarrollarse las solicitudes protocolares de costumbre, instancias de diálogo y negociación que se constituían como el medio más efectivo para cortar con los horribles estragos de la plaga y, así, poder continuar el viaje hacia España.

En una primera solicitud, las autoridades navieras informaron sobre el alto número de infestados, por lo que esperaban la inmediata habilitación de un paraje para la atención y la subsistencia de los enfermos. Pero, además, don Manuel de Eguía manifestaba la urgente necesidad de ser auxiliado, por lo menos, con cincuenta hombres, de preferencia europeos que pudiesen subir a bordo, y especificaba que aquellas gestiones debían comenzar inmediatamente a efectos de no atrasar la comisión real. Igualmente, expresó que se debían tomar las precauciones necesarias para evitar una posible deserción, para lo cual pidió poner algunas partidas volantes de caballerías en la playa y los sitios que fuesen estratégicos, y que si algún tripulante sin licencia para desembarcar era capturado en tierra, debía recibir veinte azotes (ANH, CG 967, of. 1). Finalmente, fue solicitada una habilitación para dejar bajar a los oficiales que venían a bordo y al capellán don Ramón Sepúlveda (ANH, CG 967, of. 1; ANH, CG 967, of. 3, ff. 178 r.-179 v.)9.

Pero en respuesta a las solicitudes emitidas por las autoridades navieras, el general de la frontera, don Ambrosio Higgins, se vio en la obligación de convocar una junta con los miembros del cuerpo militar, del Ministerio de Hacienda Real y del Comercio, para acordar la asistencia del navío infestado y el resguardo de las gentes de tierra (ANH, CG 967, of. 3, f. 182 r.).

Efectivamente, se constituyó aquella junta, y el gobierno local hizo efectivo el deber de obediencia a los mandatos de las autoridades virreinales. En ella se verificaron y se discutieron las posibles consecuencias que podrían provocar el contagio y la propagación de la plaga sobre la ciudad y el obispado, considerando que "hace más de un siglo no había tenido lugar la introducción de algún accidente" y que todos los habitantes del obispado se encontraban expuestos al riesgo del contagio y a una posterior desolación, por lo que se planteó la imposibilidad de depositar a los enfermos en algún lugar del continente a menos que fuera en la isla de la Quiriquina (ANH, CG 967, of. 2). Pero asimismo se expuso que no era posible reclutar a los europeos que se exigían para el reemplazo de la tripulación, aludiendo a que la gran mayoría de los individuos se habían "ocultado" al arribo del navío.

De este modo, la junta resolvió dejar a los enfermos en la referida isla, pero advirtió que era fundamental cortar la comunicación entre el navío y la gente de tierra durante la cuarentena, ya que las condiciones de la tripulación eran cada vez más deplorables y el riesgo de contagio era aún mayor. Por este motivo, recomendó la opción de que la nave regresara al puerto de Valparaíso, donde los afectados podrían encontrar ayuda en el Hospital del Rey, y en donde sería posible suplir a la tripulación fallecida, para que posteriormente se reintegrara a las funciones en Talcahuano y la embarcación prosiguiera su viaje a España. Pues, de lo contrario, se arriesgaban a la considerable desolación de los habitantes del obispado (ANH, CG 967, f. 183 r.).

Tras aquellas resoluciones, don Manuel de Eguía expresó que el arribo a la isla y la permanencia en ella perjudicarían de sobremanera la empresa naviera, ya que retrasarían las comisiones a Europa, y en estas circunstancias, los responsables del retraso serían las autoridades de la ciudad (ANH, CG 967, of. 5). Por esto, de forma "amenazante", mencionaba la importancia de dicha empresa para los intereses reales, y que si llegaba a atrasarse, no podría pasar por el Cabo de Hornos en periodo estival, lo que posiblemente originaría las "más malas y funestas consecuencias". Y a esto agregaba que él quedaría sin la menor responsabilidad por dichos retrasos. No obstante, el comandante Eguía decidió mantenerse en medio de la bahía de la Quiriquina hasta recibir una nueva y definitiva resolución por parte de las autoridades (ANH, CG 967, f. 187 r.). Un acto de resistencia y la presion politica comenzaban a manifestarse en las costas de Talcahuano.

Debido a lo anterior, el comandante Eguía convocó a una junta de guerra y marina para evaluar las disposiciones dadas por el gobierno de la frontera. En ella se examinaron los antecedentes y, tras una serie de intervenciones y recomendaciones de los oficiales que estaban a bordo del navío, las providencias ofrecidas por las autoridades de la frontera fueron aceptadas. En esta negociación se estipuló la transferencia del navío al fondeadero de la isla de la Quiriquina, además del suministro de víveres e insumos necesarios, para evitar el roce con la gente de Talcahuano en tanto fuera posible, y se reiteró la necesidad de poner cuatro o cinco hombres en el sitio de Tumbes para vigilar la zona y, así, impedir la deserción y fuga de los marineros hacia el continente (ANH, CG 967, ff. 188 r.-189 r.).

Aparentemente, aquella negociación llegó a su fin y, aunque no estuvo exenta de prácticas extraprotocolares, el orden público se buscó a través del pacto y el diálogo. Pero mientras las diligencias comenzaban a ejecutarse, el general de frontera, don Ambrosio Higgins, informó a don Manuel de Eguía sobre una delicada situación que se estaba desarrollando en la ciudad de La Concepción.

En su comunicado, advirtió sobre el hallazgo de una orden de gobierno publicada por el corregidor de la ciudad, don Andrés de Alcázar, que "mandaba a detener todo progreso de las providencias anteriormente acordadas" (ANH, cg 967, of. 4). Este hecho marcaría un punto de fricción en las relaciones políticas, con lo que se gestaría un interesante conflicto jurisdiccional.

La justa consternación

Ante la gran consternación que sintieron los habitantes de la ciudad de Concepción al enterarse de lo sucedido a bordo del navío San Pedro Alcántara y a poco de iniciarse las negociaciones entre el capitán del navío y las autoridades de la frontera, el corregidor de la ciudad, don Andrés de Alcázar, con la intención de prevenir las funestas consecuencias que podría provocar la permanencia del navío en el puerto de Talcahuano, decidió realizar una junta extraordinaria del cabildo. Durante ese mismo día, citó a los vecinos, al clero secular y eclesiástico, a los ministros de la Real Hacienda, a los comandantes de cuerpos militares del vecindario, al comercio y al licenciado don Mariano Pérez de Saravia, abogado de la Real Audiencia, en calidad de asesor (ANH, CG 967, ff. 200 r.-200 v.), para discutir la situación del navío y revisar las solicitudes y ayudas efectuadas por el general de la frontera.

En términos jurisdiccionales, se consideraba que las gestiones realizadas por el corregidor estaban dentro de los límites de la "prudencia", como el espíritu de las demás virtudes morales (Fortea), por lo que su intervención se ajustaba a la "ley" y a la "fuerza de la costumbre"; la conciencia permitiría al corregidor obrar de acuerdo con la ley natural, la divina y la humana, mientras la sabiduría le proporcionaría la discreción y el conocimiento preciso para gobernar la república y administrar correctamente la justicia (Castillo).

Según el corregidor Alcázar, la amenaza de la plaga era una cuestión pública que involucraba a todos los estamentos de la sociedad, pero los arbitrios dados por Ambrosio Higgins se habían establecido en un contexto "privado"; la junta celebrada por él, en donde se resolvió dar socorro y providencias al navío infestado, se había desarrollado en la propia casa del gobernador de la frontera, cuando era un hecho que incumbía de igual forma a la ciudad y al gobierno del puerto y frontera. Por este motivo, la "población" se manifestó en contra de ello.

Los asistentes a la junta exclamaron que la consternación del puerto de Talcahuano, de la ciudad y de todo el obispado se debía a que el navío se hallaba a 6 leguas de Concepción y a solo 3 leguas del puerto de Talcahuano; ante cualquier variación del viento norte se podrían transmitir por la atmósfera algunas columnas, globos o "turbiones" de ovas e insectos virolentos, lo que podría afectar considerablemente la estabilidad de todo el obispado (ANH, cg 967, f. 201 v.). Pero aquella declaración "pública" no lograba dimensionar la problemática en su totalidad y solo representaba parte del temor y el descontento, puesto que la plaga no era el único inconveniente en este caso.

Las explicaciones que los contemporáneos le daban a la transmisión de las enfermedades durante el siglo XVIII fueron determinantes para gestar y articular un estado de preocupación generalizado entre la población y las autoridades de la ciudad10. La asociación de los terribles síntomas de la plaga con la forma de vida licenciosa de los marineros, además del contingente desterrado a bordo del barco, influyó para que la junta del cabildo celebrada por don Andrés de Alcázar expusiera su rechazo a las políticas puestas en marcha por Ambrosio Higgins: el miedo y el bien público confluían a un mismo fin.

En este escenario, la junta recurrió a elementos tan válidos como la ley. A través de la memoria colectiva, la fuerza de la costumbre hacía valer su autoridad. Fueron reproducidos una serie de hechos ocurridos con anterioridad, y se acentuó que la "justa providencia" y el "actuar" del cabildo habían logrado evitar las más funestas consecuencias en todo el obispado; fue recordado un hecho sucedido treinta años antes, cuando el navío La Esperanza, comandado por don Juan Bonet, llegó al puerto de Talcahuano con un "accidente de viruelas" en el que solo unos pocos tripulantes del navío habían sido contagiados con la enfermedad.

En dicho arribo, la tripulación entera se sometió a una serie de disposiciones establecidas por la junta; se practicó una estricta cuarentena en la Canaleta de Tumbes, situada al frente de la isla de la Quiriquina, y allí se albergó a los enfermos, se descargó los caudales y se limpió el navío y todo elemento material con vinagre. A pesar de ello, después de largo tiempo y de haber tomado aún más precauciones, se conoció en el puerto de Talcahuano un accidente de viruelas transmitidas, como se decía, por algunos insectos u ovas que, sin duda, se propagaron por el aire o a través del contacto con algún utensilio de aquella embarcación. Y de no haberse decidido enviar al contagiado a la montaña, donde fue enterrado después de su muerte, hubiese sido inevitable el contagio de otras personas (ANH, CG 967, f. 202 r.).

También fue recordado por los asistentes de la junta, como una forma de ejercer presión política hacia el gobierno militar y las autoridades del navío, lo sucedido a bordo del barco La Begona. Este había llegado al puerto de Talcahuano con tres accidentados de viruelas y, aunque pasó su cuarentena en la isla de la Quiriquina, el contacto con la vela que les había servido de cobertor a los enfermos provocó la infección de unos habitantes de Talcahuano que fueron trasladados prontamente a la referida isla, donde fallecieron.

El recurso a la "costumbre" se estableció como un mecanismo fundamental entre los asistentes a la junta del cabildo, un recurso justificado por las leyes y en cuyo "uso" no escatimaron para legitimar la autoridad del cabildo. En este contexto, los asistentes a la junta también mencionaron que años antes había llegado al puerto de Talcahuano el navío Fenix, que conducía mercancías desde Valparaíso, y que al arribar se diseminó una enfermedad llamada chavalongos, que azotó a la ciudad de Santiago y luego a Talcahuano y a Concepción (Ferrer). El Fenix no llevaba ningún tripulante enfermo, pero sí se argumentó que había insectos en su interior que infectaron los efectos transportados (ANH, CG 967, f. 202 r.).

Los temores de la ciudad de Concepción se hacían presentes recordando lo funesto que había sido el accidente de viruelas en todo el obispado. Por esto, las presiones continuaron y se hizo referencia a hechos "muy lejanos", como el de la epidemia de 1561, cuando se llegó a tomar la determinación de incendiar las casas donde se hallaban los enfermos. Además, se mencionó que hacía cincuenta años, la peste había devastado esos territorios, y que, ochenta años antes, también había causado mucha desolación. Se añadió que, durante estas dos fatales épocas, había aumentado el conflicto con los "enemigos fronterizos", que pusieron en posición de combate todos los lances para ejercitar su desleal conducta y, luego de que supieron de las dolencias del obispado, "lo estrecharon hasta la agonía con dos sublevaciones" (ANH, CG 967, f. 203 r.).

Las anteriores referencias respaldaban las resoluciones tomadas por el corregidor Alcázar, y con ello su autoridad política y la capacidad de tomar decisiones en un contexto de crisis y conmoción, pues "es tanta la autoridad de la costumbre, que se le debe reverencia como madre, porque se equipara al derecho natural, y la mayor parte del mundo se gobierna bajo sus costumbres" (Castillo 427). Según el corregidor, era "justo el recelo" recaído en el San Pedro Alcántara, ya que las inquietudes y conmociones revivían aquellas experiencias; el miedo de ser contagiados por la plaga solo era superado por el temor a ser atacados por los naturales, "los cuales verían una oportunidad de conflicto contra los españoles, como lo intentaron en la última sublevación" (ANH, CG 967, f. 203 r.).

Desde el plano de las estrategias, la junta comenzaba a constituirse como un espacio en el cual los discursos y las presiones políticas se matizaban con los peores miedos de los sectores dirigentes; el mal ocasionado por la enfermedad podría ser mucho más grave, ya que si lograba esparcirse, se malograrían las cosechas, las gentes aterradas huirían a las montañas, la Iglesia perdería sus rentas decimales, habría escasez de medios de mantenimiento, la ciudad sería desamparada debido al retiro de sus habitantes a las haciendas de campo, la tropa se arruinaría y, finalmente, las rentas de la Corona y el comercio se destruirían con las faltas de entradas y circulación.

Con tales reflexiones, la junta exponía los graves perjuicios que podría traer la permanencia del San Pedro Alcántara en las costas de Talcahuano, el espectáculo más tétrico y desolador para las gentes del reino y la religión (ANH, CG 967, ff. 203 v.-204 r.). Las funestas consecuencias no solo afectarían al obispado, sino también al propio navío y a su comisión, ya que si esta accedía a la cuarentena, aumentarían los infestados, se perdería el tiempo benigno para cruzar el Cabo de Hornos y peligraría el regreso de la nave a España. Pero si se desistía de ella, los miserables enfermos tendrían toda la asistencia en el hospital de Valparaíso, además de que el barco sería dotado de tripulación, pasaría la cuarentena y podría continuar con la empresa pasando libre por el puerto de Talcahuano.

Con estos argumentos, la junta intentaba gestar un acuerdo "pacífico" con las autoridades navieras, pero si el comandante Eguía no aceptaba el pacto, sería responsable de todo el perjuicio que resultase de su comisión. De hecho, en un contexto de presiones y responsabilidades políticas, el corregidor Alcázar hacía alusión a la irresponsabilidad y a la negligencia por parte del comandante Eguía. Según su acusación, a los siete días de haber salido del puerto del Callao y con la enfermedad a bordo, el capitán debió haber regresado o haber tomado dirección al puerto de Valparaíso para liberar al obispado de un terrible y fatal accidente.

La junta hacía efectivo el poder que recaía en ella como entidad corporativa, y era el corregidor quien tenía la facultad de representar los intereses de la ciudad. Así, las acciones políticas llevadas a cabo por Andrés de Alcázar fueron entendidas como la buena gobernación de la ciudad; trató y ordenó las cosas corporativas que tocaban a la policía, la conservación y el buen encaminamiento de los hombres. Por tanto, la ciudad quedaba bajo el cuidado del corregidor, quien tenía la potestad de actuar como un padre frente a las problemáticas que ahí ocurriesen, de establecer el bien común mientras la junta del cabildo representaba la unión de los ciudadanos, lo que hacía la perfecta ciudad y república (Castillo 302).

En este contexto, se acordó acercarse al navío infestado para informarle a su capitán la decisión que había tomado la junta de que debía retirarse al puerto de Valparaíso, en cuyo hospital podría dejar a los enfermos y en donde sería factible conseguir el recambio de gente europea que pedía.

Para esta comisión, se nombró al licenciado don Mariano Pérez de Saravia, abogado de la Real Audiencia, y a don Vicente Córdova y Figueroa, regidor del ilustre cabildo de Concepción, como encargados de exhortar al capitán del navío y velar por que se tomasen las disposiciones necesarias para no subministrar los auxilios al San Pedro Alcántara, a excepción de los que precisara para trasladarse a Valparaíso (ANH, CG 967, f. 204 r.). A través del exhorto, la ciudad ejercía su derecho y autoridad. Pero, dentro de un contexto que abarcaba presiones políticas, temores e intereses colectivos, comenzó a desarrollarse una nueva estrategia de resistencia política por parte de las autoridades del navío.

Los diputados designados para expresarle "urbana y políticamente" la resolución del acuerdo público al comandante del navío San Pedro Alcántara expusieron que el día 26 de enero, cerca de las 10 de la mañana, llegaron en el bote de don Pedro Santos Arguaín al costado del navío, por la parte de estribor, y junto al comandante don Manuel de Eguía le informaron, "de parte de la ciudad", las funestas consecuencias que con justa razón se preveían de permanecer aquel barco en el fondeadero de la isla de la Quiriquina.

Pero tales resoluciones fueron rechazadas inmediatamente por las autoridades del navío. El comandante Manuel de Eguía manifestó que le era imposible poner en práctica aquel designio porque, según la "certificación de sus cirujanos", hacerse a la mar con sesenta virolentos y dieciocho o veinte afectados por otras enfermedades supondría exponer a toda la tripulación al contagio, lo que sería irreparable incluso en el puerto de Valparaíso. Esta situación obligó a los diputados a cargo del exhorto a regresar a la bahía de Talcahuano sin poder realizar las gestiones dispuestas por la junta (ANH, CG 967, ff. 206 r.-207 r.). Después de tal negativa, los diálogos entre las autoridades comenzarían a tensionarse de forma más abrupta a partir de la noticia del establecimiento de una enfermería en la isla de la Quiriquina, por lo que las autoridades de la ciudad decidieron tomar precauciones a través de variadas estrategias de vigilancia y control sobre el navío (ANH, CG 967, f. 208 r.).

Debido a la imposibilidad de expulsar el bajel de las costas de Talcahuano, se resolvió acordonar las costas con tropas militares y compañías milicianas para evitar el comercio y los tratos de las gentes de dicha embarcación con las de tierra. También se ordenó, nuevamente, que nadie recibiese carta ni especie que hubiese sido conducida en la citada nave, "y aquel que en ello incurriese, siendo plebeyo, recaería una pena de doscientos azotes, que se le darían irremediablemente en la plaza del puerto, además de ser desterrado por seis meses a las obras públicas del rey" (ANH, CG 967, f. 194 v.; Moreno), y siendo de clase o contando con alguna circunstancia que lo librara, sufriría la prisión de 6 meses y 100 pesos para auxilios de los virolentos. Esta orden se publicó en el puerto de Talcahuano y en el de Penco (ANH, CG 967, f. 194 r.).

Dadas las continuas negativas de abandonar el fondeadero de la Quiriquina, el día 26 de enero, el corregidor Alcázar decidió librar una orden escrita con este mismo fin. Para transmitirla, fue designado don Francisco Javier de Manzanos (ANH, CG 967, ff. 195 r., 209 v.). Siguiendo aquella orden, tras acercarse al navío, el comisionado le comunicó a un oficial de guardia que venía de parte de la ciudad a hacerle saber un exhorto al comandante don Manuel de Eguía. Pero en aquel momento, desde el borde del pasamanos, el comandante respondió que no admitía exhortos ni los oía si no venían regulados por el general de la frontera, actitud que Francisco de Manzanos rechazó y en respuesta a la cual incluso le ofreció dejar el exhorto original para que contestase, pero Eguía tampoco quiso admitirlo, solo respondió que "la ciudad no tenía las facultades" para exhortarlo, por lo que el comisionado mandó largar remos y volver al puerto de Talcahuano (ANH, CG 967, ff. 209 v.-210 r.).

Debido a aquellas circunstancias, el corregidor Alcázar decidió librar un exhorto a don Ambrosio Higgins y a los señores tesoreros y contadores oficiales reales, para que ninguno de ellos suministrase ayudas al navío San Pedro Alcántara a menos que fueran para ir a Valparaíso (ANH, CG 967, f. 210 r.). Pero las gestiones políticas llevadas a cabo por Alcázar se vieron drásticamente perturbadas por una serie de hechos aparentemente politizados en un contexto de tensiones de autoridad.

Tras ser enviado el exhorto al señor contador, el mismo día respondió que "en virtud de su obligación no podía ni debía dejar de suministrar los auxilios correspondientes al navío a menos que lo precediera una orden del superior Gobierno", por lo que no podía acatar dicho exhorto; a su vez, el señor tesorero no respondió cosa alguna, según mencionó el escribano Joseph Pérez de Almazán (ANH, CG 967, f. 211 r.). Pero un hecho aún más intrigante ocurrió cuando el documento fue llevado a don Ambrosio Higgins.

Al llegar al castillo de Gálvez para realizar las gestiones estipuladas, el regidor y alguacil mayor don Felipe de Córdova y Figueroa fue notificado por el sargento mayor don Domingo Álvarez de que su señoría se encontraba enfermo, por lo que no podría firmar el exhorto. Pero, asumiendo la posibilidad de una recuperación, el encargado de estas diligencias se mantuvo desde las 6:30 de la tarde esperando la salida o mejoría del general de la frontera. Así, alrededor de las 9 de la noche, pasó nuevamente por el palacio y preguntó si don Ambrosio Higgins se había restablecido para poder hacerle firmar el exhorto. Sin embargo, otra vez se le informó que aún seguía enfermo y que debido a esto no podía pasar adelante, motivo por el que Córdova decidió volver a la ciudad (ANH, CG 967, f. 212 r.).

Pero, al llegar a Concepción, don Felipe de Córdova informó de un hecho bastante irregular sucedido en el castillo de Gálvez. Según el delegado, mientras esperaba la firma del general de la frontera, el sargento mayor Domingo Álvarez le dijo de forma "amenazante" que "si dentro de dos minutos no salían del puerto de Talcahuano los haría poner presos en el castillo de Gálvez" (ANH, CG 967, f. 212 v.). Este mismo testimonio fue expresado por don Juan Joseph de Voya y por Domingo Gorostiaga, cada uno de los cuales dijo que el sargento Álvarez llamó al cabo de escuadra y que "le dio una orden fatal contra él [Córdova] y su compañero, [...] que le oyó proferir sus nombres y apellidos, y que después en el camino de regreso a la ciudad, el comisionado le informó que la orden había sido que si se detenían dos minutos en Talcahuano serían puestos presos" (ANH, CG 967, ff. 213 r.-214 r.).

Las tensas relaciones entre las autoridades del navío y las de la ciudad dejaron a la vista serias fisuras en el seno de la administración colonial. Una tensión jurisdiccional develaba un difícil equilibrio de poder y, por ende, las distintas y difusas formas que asumió la autoridad en una región fronteriza donde el ejercicio de esta osciló entre las prácticas dialogadas y negociadas, por un lado, y aquellas carentes de todo protocolo, por otro.

No obstante, paralelamente a la llegada del navío a las costas de la ciudad y a las gestiones políticas iniciadas por las autoridades, comenzaron a desarrollarse una serie de movilizaciones entre los sectores populares. Incluso, llegaron a producirse actos violentos en nombre del "bien público", el "orden" y la "paz" en un puerto tan lejano como el de Valparaíso.

Los miedos, las reacciones y la acción de la justicia

Los rumores y noticias versaban sobre la posible propagación de la epidemia en la ciudad y proyectaban las más desoladoras y angustiantes imágenes del daño y el castigo; los habitantes veían cómo la malignidad de la plaga se hacía presente de forma "oculta" y "silenciosa" dentro del navío y a través del enrarecido ambiente gestado por las fuertes tensiones políticas entre las autoridades respectivas.

Al ser un foco de incubación de uno de los más terribles y dolorosos males que azotaron a las sociedades coloniales, la imagen del navío solo podía provocar temor y desesperación. Las noticias de lo acaecido en la isla de la Quiriquina se divulgaron rápidamente entre las poblaciones de Concepción, e incluso el rumor llegó a reproducirse en el puerto de Valparaíso, en el marco de la urgencia del reemplazo de la tripulación fallecida e infestada. Pero la velocidad con que se propagaron los rumores en el interior de las poblaciones se constituyó como una señal de alarma y "aviso" entre los sectores subalternos, no solo por la gravedad del accidente, sino por las acciones político-militares que comenzarían a gestarse, acciones que oscilaron entre el miedo y la resistencia (ANH, CG 967).

Los rumores anunciaron que las milicias estaban realizando levas para el reemplazo de la tripulación fallecida e infestada en el San Pedro Alcántara, situación que provocó la desaparición progresiva de los individuos que se encontraban en las cercanías de los puertos, en las chinganas, en las pulperías y en otros lugares públicos normalmente concurridos, como las calles, plazas y caletas. La mayor parte de ellos optó por esconderse, otros decidieron huir; algunos, por desconocimiento o por el simple afán de afrontar las circunstancias, permanecieron inamovibles, aunque eso significara arriesgarse a ser capturados por las milicias. Pero un hecho excepcional dejaría entrever lo frágil de la autoridad en un contexto de crisis y conmoción colectiva.

A los pocos días de haber fondeado el navío en Talcahuano, una noche, alrededor de las 2:30 de la madrugada, fueron enviadas por las autoridades de gobierno dos patrullas de doce hombres cada una, bajo la tutela del teniente Manuel Bazán y del subteniente Joseph Vicente (ANH, CG 814). Dichas patrullas tenían claras instrucciones de inspeccionar el lugar y recoger a la mayor cantidad de hombres europeos y chilenos útiles para el reemplazo de la tripulación diezmada, lo que se llevó a cabo en algunas zonas de Valparaíso, excepto en la zona de El Almendral, a donde ya había sido enviado el ayudante Manuel Navarrete a cumplir las mismas diligencias.

En un intento por reclutar la mayor cantidad de sujetos para el reemplazo de la tripulación, y sin que sus miembros supieran que serían testigos de una sucesión dramática de hechos, la patrulla comandada por el subteniente Joseph Vicente se precipitó al interior de una pulpería que, según la información entregada anteriormente por las autoridades político-militares, sería un lugar propicio para hallar sujetos que fuesen de utilidad, ya que normalmente este tipo de establecimientos eran regentados por hombres y mujeres de dudosa reputación y servían de centro de juegos, expendio de alcohol y lugar de prostitución (Carmagnani 71).

Tras ingresar a la pulpería, la patrulla halló al amo de la casa junto a otros sujetos y, en un rápido recuento, notó que había alrededor de cinco hombres, a los que el subteniente Joseph Vicente ordenó amarrar inmediatamente. Los individuos no opusieron mayor resistencia a las detenciones, pero al momento en que se intentó capturar al pulpero, este exclamó gritando que "¡Ni Cristo Padre lo amarraría a él!" (ANH, CG 814, f. 134 r.). Desde aquel instante, entre los gritos y forcejeos, la situación comenzó a tensarse dramáticamente.

El pulpero no había acabado de protestar las detenciones de los otros hombres cuando, posiblemente como un acto de resistencia o preso del miedo y de la angustia, desenvainó una daga y de "forma formidable" arremetió contra el sargento Izasilio Saavedra, a quien le propinó una mortal puñalada que le causó tal herida que sus tripas e intestinos salieron de su cuerpo inmediatamente (ANH, CG 814, f. 134 v.)11. Pero al observar tan cruel y sanguinaria escena, el alférez que formaba parte de aquella patrulla actuó rápidamente lanzando una estocada al pulpero, el cual en el mismo instante realizó un rápido movimiento torciendo su espalda como un arco, con lo que logró esquivar el ataque. Aprovechando dicho movimiento y con tal astucia, embistió al alférez y le propinó un piquete mientras solo recibió una herida en la mano izquierda (ANH, CG 814, f. 134 v.).

Sin embargo, los hechos anteriores fueron el preámbulo de una escena aún más horrenda y dramática. Los presentes fueron testigos de cómo las maniobras llegaban a un punto crítico en el que la violencia y la angustia se convirtieron en factores determinantes de las decisiones y acciones de los individuos. Después de haber recibido la herida en la mano y caer al suelo, el pulpero logró levantarse y, al mirar a su alrededor, "volvió facineroso sobre la tropa, hecho un toro furioso, y conociendo su estado, si llegaba a la tropa podría cometer mil atrocidades" (ANH, CG 814, ff. 134 v.-135 r.). A consecuencia de ello, el subteniente Joseph Vicente, rápidamente, optó por librarse del pulpero "antes que acabara con todos", por lo que ordenó a un soldado que hiciera fuego contra la amenaza que constituía el dueño de la casa; en el acto, el soldado ejecutó la orden, y con "prontitud y acierto" introdujo la bala por el hoyo de la garganta del pulpero, "quedando el sitio sin decir Jesús" (ANH, CG 814, f. 135 r.).

El violento espectáculo dejó un cuadro adornado por la sangre. Esta, esparcida sobre el suelo, no hacía más que reflejar la resistencia puesta por el pulpero y el agónico dolor del sargento Izasilio Saavedra, quien falleció a las 6 de la tarde del día siguiente, mientras que el alférez herido continuó su recuperación a cargo de un cirujano que veía con buenas esperanzas su alivio. Pero esta no fue la única imagen que dejó el trágico suceso; el silencio de la noche y las innumerables rendijas fueron propicias para que los gritos y forcejeos, y más aún el ruido del disparo propinado al pulpero, se propagaran. Estos hechos alarmaron a la población, causaron un estado de gran inseguridad y preocupación entre los individuos y desencadenaron "la huida de los pocos que con mucha reserva vivían en algunas casas" (ANH, CG 814, f. 135 r.)12.

A consecuencia de ello, estos hechos marcarían el fracaso de las gestiones político-militares desplegadas en la ciudad de Valparaíso y la consolidación de los rumores que recorrían los cerros de la ciudad. Pero, además, la violencia con que actuó el pulpero permite una doble lectura: dimensionó el complejo escenario que significó embarcarse en aquel navío infestado, y también se presentó como una experiencia popular a la luz de la cual es posible observar la amplitud y el peso que asumió la autoridad en una situación tan crítica como esta.

En efecto, las autoridades informaron a don Ambrosio de Benavides que habían sido recorridos los montes, las quebradas, las caletas y los contornos de la ciudad, pero solo se había logrado capturar a nueve hombres. Estos serían transportados a la mañana siguiente hacia la ciudad de Concepción a cargo del sargento Bartolomé Navarrete, quien estaría escoltado por doce milicianos y cuatro artilleros de la dotación de la ciudad de Valparaíso para evitar la deserción de los reclutados y recoger a todo hombre de la misma clase que se encontrase por los caminos (ANH, CG 814, f. 135 v.).

Y mientras seguían desarrollándose las movilizaciones militares para el reemplazo de la tripulación fallecida y contagiada en el San Pedro Alcántara, las tensas relaciones entre las autoridades navieras y los representantes de la ciudad continuarían. Pero esta vez los reclamos y quejas del capitán, don Manuel de Eguía, pasaron formalmente a manos del tribunal de la Real Audiencia de Chile.

La solicitud de intervención por parte del tribunal le urgía evaluar las "responsabilidades" y las "obligaciones" en tan friccionadas relaciones. Se trataba de un intento de procurar la paz y restituir el orden, ahora en un contexto de mediación y arbitraje judicial. La invocación a la justicia era una clara señal del quiebre en las relaciones políticas; el tenso diálogo llegaba a un punto de ruptura.

Y aunque las autoridades del navío informaron, en un documento con fecha de 31 de enero, que la epidemia a bordo se había cortado por completo, la situación distaba mucho de llegar a su término. Al examinar los informes y antecedentes, el tribunal de la Real Audiencia decidió abrir un expediente para evaluar el problema y dictar una resolución definitiva en el asunto; el problema de la plaga quedaba supeditado a la fiscalización de las prácticas y determinaciones políticas, y las gestiones administrativas y la buena gobernación serían evaluadas por el máximo tribunal.

Dado el conflicto suscitado por la llegada del San Pedro Alcántara, el fiscal encargado de evaluar las responsabilidades en los hechos mandó reunir los precedentes necesarios de la causa, por lo que inmediatamente ordenó tomar declaración de lo ocurrido a don Ambrosio Higgins. Este manifestó haber actuado en todo momento con el fin de atajar la internación de tan peligroso contagio, y a través de los antecedentes entregados al fiscal, el comandante de la frontera procuró dejar en claro que cada una de sus gestiones fue dispuesta "al servicio del rey y de la causa pública". Según declaró:

en el curso de estas ocurrencias no podía esperarse de que estuviese tranquilo el fervoroso espíritu del corregidor mucho menos el del licenciado Saravia su dignísimo asesor, como vieron ambos ruidosamente el espíritu del pueblo, y la falta de facultades en el puerto, y mares de Talcahuano, fue suplida por los vehementes exhortos que fulminaron sobre el caballero de Eguía. (ANH, CG 967, f. 199 r.)

Pero en medio de la descripción de estas gestiones, Ambrosio Higgins expuso un par de irregularidades en el orden administrativo: primero se refirió al "desprecio" con el cual fueron recibidas las notificaciones del corregidor Alcázar, y además señaló que, "con un modo no menos irregular", había sido exhortado a "que no subministrare auxilio ninguno a un bajel del rey tan encargado en la última orden del señor virrey" (ANH, CG 967, f. 199 r.).

Con esta declaración, Ambrosio Higgins justificaba el buen actuar del corregidor, aunque al mismo tiempo lo responsabilizaba de haber desarrollado algunas gestiones fuera de los márgenes protocolares dispuestos para estas situaciones. De este modo, debía reconocerse el mérito de un proceso que se había desplegado bajo los términos de la "buena subordinación" y de las atenciones que merecen los buques del rey, que a su vez deberían ofrecer la misma hospitalidad. Y en un acto que pretendió dar término pacífico al juicio y que manifestaba un interesante manejo político de la situación, Higgins expresó que podría elevar quejas formales, "en nombre de Gobierno político", contra el comandante Eguía, pero que esto dilataría en exceso las diligencias judiciales y, teniendo en cuenta las tantas circunstancias que aún debían desenvolverse, no se podía caer "en estas ridiculeces" (ANH, CG 967, f. 199 r.).

Tras esta declaración y la revisión detallada de cada maniobra hecha por el gobierno de la frontera y de la ciudad, el fiscal interviniente en el caso manifestó que, para poder contestar con la debida instrucción, le parecía indispensable poseer noticias ciertas sobre la distancia desde el fondeadero de Talcahuano hasta la isla de la Quiriquina, y comprobar la peligrosidad de la navegación en aquella zona.

Para esta diligencia fue comisionado el ingeniero don Leandro Badarán, quien debía realizar durante esa misma noche los peritajes pertinentes. Así, bajo su criterio y recomendación, se manifestó que la navegación entre la isla y Talcahuano no tenía nada de peligroso, pero por ningún motivo el navío debía regresar al puerto de Talcahuano, y que los auxilios necesarios debían suministrarse en el mismo fondeadero donde se encontraba, paraje donde además podría recibir toda su carga, "precaviendo siempre la inmediata comunicación con los apestados" (ANH, CG 967, f. 215 r.).

A la luz de estas recomendaciones, el fiscal expuso que los "temores y recelos" de los habitantes no podían ser más "justos" y que se debía tratar con seriedad la posible propagación y trasmigración de "dicha peste, la que siempre ha sido el más cruel azote, y la experiencia les ha enseñado lo riguroso de esta epidemia" (ANH, CG 967, f. 217 r.).

Tras aquella observación, las recomendaciones judiciales se orientaron a evitar el contagio y la propagación de la viruela en el continente. Los enfermos debían mantenerse en la referida isla y el navío debía fondear en la "boca chica" de Talcahuano, y había que evitar e interceptar toda comunicación entre gentes de tierra y la tripulación. Respecto a la carga, esta debía ser depositada en la misma ribera, y se prohibía que se trasladara objeto alguno hacia tierra; todas las cosas contenidas en el buque debían estar impregnadas de los miasmas contagiosos, pues estos, como oleosos, eran fácilmente adherentes a los cuerpos inanimados, y las cosas compuestas de estopas, lanas, liras o maderas eran capaces de transmitirlos (ANH, CG 967, f. 224 v.).

De esta forma, y luego de las recomendaciones hechas por los cirujanos, el fiscal remitió los antecedentes al corregidor de Concepción para que pusiera en práctica los medios que se indicaban en relación con la prevención del contagio y la propagación de las viruelas. Se debía mantener a los individuos infectados y el buque en la isla de la Quiriquina, a distancia de tierra, y de esa manera no habría motivo para recelar la transmigración de la enfermedad. Además, se pidió que el vecindario aquietara sus ánimos y que el cabildo descansara en la satisfacción de quedar resguardado del "insulto del contagio" (AHN, CG 967, f. 228 r.).

Los arbitrios establecieron que, cumplida la cuarentena y después de haberse curado los virolentos, el navío podría ingresar al fondeadero de Talcahuano para tomar lo que faltase por embarcar, pero sin que hubiera comunicación, pues se debía evitar que algún tripulante llegase a internarse en tierra o nadara fuera del navío. Además, se pidió que el comandante del barco contribuyera con caudales para adquirir los utensilios y cubrir los demás gastos de hospitalidad y asistencia a los enfermos (ANH, CG 967, f. 231 r.).

En cuanto al reemplazo de los tripulantes, el gobernador Ambrosio de Benavides expresó que, apenas llegaron noticias del estado del buque, comenzaron a ocultarse los europeos sueltos "que sin motivo razonable y justo, existían en estas inmediaciones" (ANH, CG 967, f. 229 r.), y aunque no abundaban europeos sueltos en la capital, dio instrucciones claras a la justicia para que recogiese a los que encontrara.

A través del diálogo judicial comenzaba, de forma pacífica, a zanjarse un conflicto jurisdiccional que había generado la movilización y preocupación de toda la población. Con la sentencia de la Real Audiencia, se cumplía el designio real de procurar la "paz" y el "orden" público y, tras el conflicto suscitado a su llegada, el San Pedro Alcántara lograba por fin izar velas y continuar su viaje hacia el puerto de Cádiz.

Pero el azar tenía deparado un suceso aún más trágico y dramático para la tripulación y los pasajeros de la embarcación. Luego de haber sobrellevado las funestas experiencias asociadas a la plaga y de haber zarpado desde el puerto de Talcahuano, el San Pedro Alcántara tomó rumbo a Río Janeiro y posteriormente a España. Sin embargo, los más arraigados miedos de la gente de mar comenzaron a hacerse presentes en la proximidad de las costas portuguesas. Las enormes olas fueron testigos de cómo el San Pedro Alcántara cedía, frágil, ante la furia del mar, una trágica escena que mostraba, una vez más, cómo el océano cobraba su tributo y acrecentaba los más horrendos temores. La noche del 2 de febrero del año de 1786, el navío San Pedro Alcántara se estrelló con la roca de Papona, a cierta distancia del fuerte de Nuestra Señora de la Luz, y de las 417 personas que iban a bordo, 128 desaparecieron y perdieron la vida en aquel naufragio. Así finalizó un largo viaje marcado por el sufrimiento y el desconsuelo. Uno de los sobrevivientes fue Fernando Túpac Amaru13.

Consideraciones finales

Tras el tormentoso y agitado viaje desde el puerto del Callao, luego de finalizar las gestiones en el virreinato, el día 17 de febrero del año de 1786 comenzó a circular, en la ciudad de Madrid, un nuevo ejemplar del semanario La Gaceta. En sus páginas, se hizo referencia a un acontecimiento sucedido en las costas de la ciudad de Concepción, en la frontera sur del reino de Chile, donde la presencia de un navío infestado de viruelas amenazó con devastar la ciudad, el puerto y todo el obispado. Se expusieron asimismo, con mucho agrado, las políticas puestas en marcha por el comandante de la frontera, el brigadier don Ambrosio Higgins de Vallenar, y por el corregidor de la ciudad y el cabildo de Concepción, don Andrés de Alcázar, las oportunas y eficaces providencias que tomaron para liberar a la ciudad y a toda la provincia de un mal terrible que arrasaba con las poblaciones americanas.

Pero la publicación también acentuó las acciones políticas y militares que se habían desarrollado a través del tiempo en la región. Argumentó que, debido a la "razón", por más de un siglo la ciudad y todo el obispado habían estado libres del contagio, y finalizó diciendo que la enfermedad "se extinguiría en todas las partes si se hiciera lo de acá" (La Gaceta, núm. 14, 17/II/1786).

La noticia reprodujo una imagen bastante sólida de la administración colonial y, por ende, del poder de la Corona en América, una suerte de propaganda del sistema político y judicial practicado durante el Antiguo Régimen. Desde esta perspectiva, y tras la comprensión de la amenaza de la plaga en los planos culturales, sociales y políticos, adquiere un valor y un significado mucho más densos en las distintas esferas. La imagen alegórica del "buen gobierno" comienza a erguirse como una especie de propaganda política, como se mencionó anteriormente, pero con la clara intención, no solo de hacer referencia a la actuación de los gobiernos locales, sino de presentar una efigie significada del poder real según la cual no hay poder más grande, no hay autoridad más alta, que el poder y la autoridad ejercidos por la Corona a través de la "buena" administración de la justicia y la "buena subordinación", ejercicio del que dependía la salud y estabilidad de la república. Y aunque el fatal destino del navío provocó pérdidas humanas y económicas, la entrega del reo Fernando Túpac Amaru a las autoridades españolas cobró una importancia considerable para el poder y la autoridad regios.

En este contexto, fue posible indagar en los difusos "espacios de derecho", en las "negociaciones dialogadas" que asumió la justicia y que se dieron en contextos protocolares, extraprotocolares y extrajudiciales. Estas prácticas comenzaron a adquirir un valor significativo respecto a la restitución del "orden" y la "paz pública", y se ejecutaron en nombre del "bien común" y de la "razón" como la manera más justa de poner fin a tan horrenda amenaza. Pero, además, aquellas prácticas permitieron observar lo difuso y poroso de algunos conceptos utilizados por los contemporáneos, como el de justicia y el de orden; por ello, prácticas como la amenaza, la resistencia o el rechazo fueron consuetudinarias y altamente politizadas, estuvieron comprendidas dentro del marco de la legalidad, pero al límite de lo protocolar.

Aun cuando la autoridad varió en sus formas, fue practicada como una búsqueda constante de la restitución del equilibrio social y político, a través del acuerdo y el diálogo o, incluso, de la fuerza y la violencia, como en el recordado caso del pulpero de Valparaíso. A partir de esta comprensión del fenómeno, es posible entender algunos aspectos de la cultura política popular en tiempos de conmoción y crisis social: la resistencia, la fuga y el rumor se establecieron como acciones sociales bastante politizadas, tuvieron un alto grado de compromiso social y, por tanto, se convirtieron en mecanismos consuetudinarios asociados a las formas y los usos que adquiere la noción de justicia entre los sectores subalternos.

Debido a la necesidad de autorregular la problemática y dar una solución amistosa y cordial, sobre todo en instancias donde los involucrados eran autoridades, la resolución del conflicto adoptó un carácter notoriamente disciplinar. En este contexto, el tribunal no solo fue el encargado de dirimir pacíficamente la disputa sobre aquellos hechos, sino que en cierta medida fue el encargado de evaluar el "buen" o el "mal" uso de la justicia. Con esto, es posible comprender el actuar de la autoridad en tiempos de conmoción social y tensiones políticas, pues el tribunal era la instancia máxima de decisión, mediación y arbitrio de los conflictos de esta índole. Su intervención se puede interpretar como un acto ritualizado y altamente significado dentro de una lógica regia: con cada sentencia se realizaba una nueva coronacion real.


Notas
1 Esta investigación se ha desarrollado en el contexto del proyecto de investigación fondecyt Regular N.° 1130211: "Formas de conciliación y mecanismos informales de resolución de conflictos en Chile, 1750-1850".
2 Respecto a esta problemática, véanse los trabajos de David Cahill, Gustavo Faverón y Scarlett O'Phelan.
3 El concepto de frontera se presenta como parte de un universo cultural, un espacio de tránsito, instancias y desplazamientos desde el cual profundizar en las estructuras sociales, culturales y conductuales (Lisón; Olmos).
4 "Durante la Edad Moderna la 'paz común' era un patrimonio colectivo, y más que una realidad factual, una aspiración, una meta política e institucional, pero también social, comunitaria, puesto que la vida cotidiana era una continua búsqueda del orden común que se impusiera a los roces y pequeños conflictos de cada día, particularmente en los vecindarios cortos de los barrios urbanos o de las comunidades rurales" (Mantecón, "La acción" 359).
5 Esta investigación expone el concepto de cultura a partir de los fundamentos teóricos y metodológicos planteados por Clifford Geertz.
6 Según esta orden, emitida el día 13 de noviembre de 1783, existía la necesidad de "sacarlos del reino para extinguir enteramente de él semejante apellido que tantos daños le ha causado. Pero la permanencia de los sujetos que llevan este apellido, tal vez sus descendientes degenerando este justo deber intentarán pretensiones nada conformes según las ideas que tengan o sugieran un mal intencionado". Por esto, el virrey del Perú, junto al visitador general, procedían a remitir a España a todos los sujetos de esta familia que se hallaban avecindados en el valle de Vilcabamba, así como también a los que se hallasen en cualquier otro paraje y que se titularan Túpac Amaru (AGI, l 37, ff. 187 r.-187 v.). Para referencias sobre lo acontecido con Diego Túpac Amaru, su madre y demás, consúltese agi (l 42; l 1045-1046).
7 Hasta la segunda salida del puerto del Callao con destino a Concepción, un total de dieciséis individuos familiares de Túpac Amaru habían fallecido a bordo del San Pedro Alcántara.
8 Acusaba recibo de la real orden de 10 de junio de 1783, sobre la continuación de la educación cristiana de Fernando Túpac Amaru, no obstante lo dispuesto por la real orden de 9 de enero pasado; daba cuenta de su arresto y que iría en los primeros navíos.
9 Entre los presos que llevaba a bordo el navío, se encontraba Fernando Túpac Amaru. En relación con esto, véanse las cartas n.º 52 y n.º 122 de Teodoro de Croix, virrey de Perú, a José de Gálvez, secretario de Indias (AGI, l 56; agi, l 90).
10 Para comprender estas problemáticas expuestas por los contemporáneos, véase la obra de Vicente de Lardizábal y William Buchan.
11 Respecto al miedo y la angustia, Delumeau señala que "es a la vez, temor y deseo [...] pero una aprensión demasiado prolongada también puede crear un estado de desorientación y de inadaptación, una ceguera afectiva, una proliferación peligrosa de lo imaginario, desencadenar un mecanismo involutivo por la instalación de un clima interior de inseguridad" (30-31).
12 Respecto a esta problemática, puede verse el texto de René Salinas.
13 Al respecto, véase La Gaceta de Madrid (núm. 14, 17/II/1786), publicación en la que se muestra la lista de fallecidos. En el mismo diario, se indaga sobre el rescate de los caudales (núm. 52, 22/VI/1786). Existen otros documentos que hacen referencia al naufragio del navío San Pedro Alcántara (AGI, a 102, a 504, a 505, a 506, a 507, a 508, a 509, a 510, c 408, i 2760 a, i 2760 b, i 2761, i 2762, i 2763).


BIBLIOGRAFÍA

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Consulados (c) 408.
Indiferente (i) 2760 a, 2760 b, 2761, 2762, 2763.
Lima (l) 9, 42, 37, 56, 89, 98, 90, 1045, 1046.

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Capitanía General de Chile (cg) 814, 967.

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