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Fronteras de la Historia

Print version ISSN 2027-4688

Front. hist. vol.19 no.2 Bogotá July/Dec. 2014

 

Fernando VII, el neogranadino. Publicidad monárquica y opinión pública en el Nuevo Reino de Granada durante la restauración absolutista, 1816-1819

Fernando VII, the Neogranadino. Monarchical Advertising and Public Opinion in the New Kingdom of Granada during the Absolutist Restoration, 1816-1819

ALEXABDER CHAPARRO SILVA
Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá
alexander.chaparro@yahoo.com

Recibido: 29 de enero de 2014
Aceptado: 18 de julio de 2014


RESUMEN

Este artículo analiza tres formas fundamentales de publicidad encaminadas a fijar la opinión pública en favor del monarca durante la restauración absolutista en el Nuevo Reino de Granada (1816-1819): los impresos, las ceremonias de fidelidad y la liturgia católica. Se prestará particular atención a las premisas y consecuencias de esta apelación a la opinión pública como instancia de legitimidad. Dar cuenta de las intricadas relaciones entre los discursos fidelistas, la reconstrucción de la comunidad política y las formas de publicidad del gobierno es una de las apuestas centrales de esta investigación.

Palabras clave: Fernando VII, Nuevo Reino de Granada, opinión pública, publicidad, restauración absolutista.


ABSTRACT

This essay analyzes three forms of political publicity during the restoration of absolutist rule in the New Kingdom of Granada (1816-1819): printed papers, royal celebrations and catholic liturgy. It focusses on the premises and consequences of the royalist appeal to the public opinion as source of legitimacy. A fundamental purpose of this article is to account for the intricate relationship between royalist speeches, the rebuilding of political community and the forms of official publicity during this period.

Keywords: Absolutism restoration, Fernando VII, New Kingdom of Granada, public opinion, publicity.


El 6 de mayo de 1816, las tropas del rey, comandadas por Miguel de Latorre y Sebastián de la Calzada, entraron victoriosas en Santafé de Bogotá en medio de múltiples manifestaciones de entusiasmo fidelista. Mientras que "las mujeres era cosa de ver cómo salieron como locas por las calles con banderitas y ramos blancos, gritando vivas a Fernando VII", la plaza mayor se llenó de gente, a pesar de que más de media ciudad había emigrado, y hubo "mucha alegría y algazara" (Caballero 212-213). Tan solo veinte días después hizo su arribo a la capital Pablo Morillo, general en jefe de la Expedición Pacificadora. Según el oficial Rafael Sevilla, para su recibimiento se pusieron "arcos triunfales y carros con comparsas, y banderas españolas, y flores, y cortinas de damasco en todos los edificios, y señales del mayor entusiasmo y acendrado españolismo" (90). Para los monárquicos, estos fastuosos recibimientos se constituían en manifestación diáfana de la "verdadera" opinión pública, en "las pruebas más convincentes del entusiasmo y placer con que los pueblos se apresuraban a manifestar su regocijo" por la restauración fernandina (Boletin 28, 31/V/1816).

Una de las primeras medidas de Morillo en la ciudad fue la puesta en circulación de un nuevo periódico. El 13 de junio de 1816 salió a la luz la Gazeta de Santafe. De acuerdo con las expectativas editoriales señaladas en su prospecto, la publicación debía "promover las luces, instruir al público de los sucesos que deben llegar a su noticia [y fomentar] discursos propios para establecer el buen orden, inculcando sobre todo, el obsequio y obediencia debida a nuestro católico monarca" (Gazeta de Santafe n.º 1, 13/VI/1816, 4). Para Morillo, el periódico debía perfilarse como un espacio para "rectificar las ideas del público" y sembrar la "buena opinión y confianza que han de tener las legítimas autoridades" en el virreinato. Sin duda, en el origen de esta publicación se encontraba la necesidad de legitimar el restablecimiento de los antiguos poderes y la censura moral de la república.

Para los realistas, además de las ceremonias regias y los impresos, las liturgias religiosas y el accionar de los clérigos se constituían en importantes vectores de la opinión monárquica. A partir de su propio testimonio de vida fidelista, de continuas visitas pastorales en los pueblos de su jurisdicción y de encendidas exhortaciones desde los atrios -todos los curas provinciales tenían que vitorear al monarca los días festivos durante la misa-, los sacerdotes debían restaurar el esplendor del gobierno monárquico. Así lo informaba el obispo de Cartagena, Gregorio José Rodríguez, al virrey Juan de Sámano:

He trabajado infinito por enseñarles el amor, fidelidad y respeto que deben a su majestad y a sus ministros y no sé si alguno de estos ilusos [los republicanos], con tan grandes argumentos y ejemplos como les he puesto a la vista, habrán mudado de opinión. Es verdad que son muy pocos en todas partes, mas estos pocos con sus especies, con sus amenazas, con sus noticias, alteran, enervan y desconsuelan a los muchos. (AGI, PC 708)

Sin duda, todos estos discursos, prácticas y representaciones pueden entenderse como formas de publicidad, como formas fundamentales de trabajo político que implican unos medios, unos espacios y unos actos concretos para conseguir que algo adquiera el estatuto de publico; es un trabajo político que "se hace a vista de todos" y que abarca desde el conjunto de medios para divulgar hasta el acto mismo de divulgación1. Para los realistas, esta publicidad debía restaurar la legitimidad de la monarquía, fijar la "opinión que todos debemos tener de la paternal bondad que caracteriza a nuestro monarca y a sus dignos ministros", en un ámbito político signado por la precariedad y el alto grado de incertidumbre que generaban las dinámicas propias de la guerra (Gazeta de Santafe n.º 7, 25/VII/1816, 49). En efecto, la publicidad regia contribuirá durante este periodo a la construcción de significado político y a la creación de relaciones e imaginarios sociales que, en ningún caso, podemos reducir a meras estrategias de dominación o persuasión, a mera propaganda o ideología política, pues es precisamente en sus contornos donde ocurre la re-institución de la comunidad política neogranadina. ¿Cómo podemos entender esta renovada intervencion de los monárquicos en diferentes espacios públicos? ¿Cuáles fueron las premisas y consecuencias de esta apelación realista a la opinión pública como instancia de legitimidad política? Estas son las cuestiones fundamentales que orientan este ensayo.

Por supuesto, este trabajo se inserta en el marco abierto por las investigaciones pioneras de François-Xavier Guerra sobre el papel central de la opinión pública en la crisis política de la monarquía borbónica. Estas investigaciones han sido enriquecidas recientemente por los aportes de estudiosos como Elías Palti y Javier Fernández Sebastián, y miradas en conjunto han cambiado nuestra manera de entender el ejercicio del poder político en el mundo hispánico durante el siglo XIX. En el caso neogranadino, es evidente que la nueva historia política ha comenzado a abrirse paso con fuerza en la última década. Estudios recientes han arrojado luces sobre la construcción de la legitimidad en las nuevas comunidades políticas y sobre la importancia del discurso en esa labor (Calderón y Thibaud; Loaiza, "Prensa"; Loaiza, Sociabilidad; Ortega y Chicangana; Sosa). Sin embargo, salvo notables excepciones, estos trabajos han concentrado sus esfuerzos, en relación con la opinión pública, en dar cuenta de la centralidad de los periódicos y la cultura de la imprenta en la política local, dejando de lado otros espacios públicos importantes para su recreación como instancia de legitimidad. Este trabajo intenta, entonces, sin desconocer el mérito de las anteriores contribuciones, enriquecer la discusión ampliando un tanto la mirada en otras direcciones, menos exploradas en lo que atañe a la opinión pública.

De este modo, he organizado mi exposición en cuatro momentos. En primer lugar, analizaré los impresos realistas, principales espacios de elaboración conceptual de la opinión pública en este periodo. A renglón seguido, centraré mi atención de manera especial en la jura de fidelidad y vasallaje a Fernando VII llevada a cabo en Santafé el 30 de mayo de 1816. Un tercer apartado estará dedicado al análisis de la labor política del clero realista. En último lugar, presentaré algunas reflexiones generales2.

I

Con el retorno del gobierno fernandino, los privilegios reales de edición y censura fueron restablecidos parcialmente en el virreinato y encargados a diferentes instancias oficiales: el examinador de la mitra (o en su defecto el titular de la cátedra de Teología Moral del Colegio de San Bartolomé), el notario mayor de la ciudad, el fiscal de la Real Audiencia y el virrey de turno3. Durante este periodo, la publicación de impresos estuvo sujeta a dos exigencias fundamentales, íntimamente relacionadas con los principios de legitimidad del régimen reconquistador. Por un lado, los escritos debían reconocer la supremacía de la autoridad regia y respetar los principios fundantes del orden político. Las distintas obras no debían oponerse de ninguna manera "al buen gobierno, a las buenas costumbres, ni a las regalías de su majestad" (Torres 5). Por otro lado, solo serían dados a la imprenta escritos caracterizados por su sentido manifiesto de utilidad pública. La voluntad oficial era "promover las luces, instruir al público de los sucesos que deben llegar a su noticia, propender a que los fieles vasallos suministren proyectos y consejos útiles a beneficio del reino, y que se escriban discursos propios para establecer el buen orden" (Gazeta de Santafe n.º 1, 13/VI/1816, 4).

Para los realistas, la publicidad de la opinión pública, atributo exclusivo del gobierno, se constituía en manifestación de la verdadera libertad de imprenta, entendida como el imperio de la ley, el reconocimiento de los privilegios reales y el respeto absoluto a las "barreras y términos que había establecido la sabiduría de nuestros padres" (Gazeta de Santafe n.º 28, 19/XII/1816, 281)4. La "satisfacción de publicar libremente monumentos tan preciosos" se oponía radicalmente a la libertad de imprenta proclamada por los republicanos años atrás (Gazeta de Santafe n.º 7, 25/VII/1816, 50, énfasis añadido). Era preciso, por tanto, restituir el imperio de la verdadera opinión pública, impedir la pluralización sin control de las opiniones. De allí la importancia de garantizar la circulación efectiva de todo tipo de impresos monárquicos: bandos, proclamas, partes de guerra, periódicos, sermones, manifiestos. En efecto, estos se constituían en una pieza fundamental del engranaje político restaurador, en poderosas formas de "hacer presente" al monarca restaurado, de hacer visible sus "benéficas intenciones" (Gazeta de Santafe n.º 3, 27/VI/1816, 20).

Para los realistas, gracias a los prodigios de la imprenta, el virreinato podía experimentar "su real clemencia, y las emanaciones vivificantes que salen del centro de su grandeza" (Gazeta de Santafe s. n., 25/VI/1818, 11). No en vano con alguna frecuencia los impresos oficiales se encontraban encabezados por fórmulas como "Viva el Rey" o "Viva Fernando Séptimo/Rey de ambas Españas", recursos de fácil recordación y lectura, instituidos como espacios de memoria y demandas de fidelidad personal. El nombre del monarca fungía, entonces, como una expresión del voto "tan unánime, tan universal, tan constante y por todos rumbos tan extraordinario" de su pueblo: "vosotros mismos visteis, que el deseo de saber de Fernando, y de hablar de Fernando hacía que a tropel buscasen las gacetas y otros papeles públicos aquellos mismos que en lo anterior no habían cuidado de saber más que lo que pasaba en su casa" (Buenaventura 26).

Sin duda, el papel de la opinión pública durante la restauración absolutista quedará signado por el principio de la supremacía regia. Las imágenes tradicionales del monarca reaparecerán con fuerza en toda la publicidad impresa del periodo. Fernando VII será recreado como "un rey católico, un padre de su pueblo, una columna de la religión, un manantial de la justicia, un genio tutelar de la virtud y el buen orden, una fuente perenne de los bienes públicos; un Fernando VII" (Valenzuela 7). En este sentido, no debe sorprender que los impresos oficiales se encuentren diseñados con el objetivo principal de abanicar la soberanía regia, glorificar el nombre de Fernando VII y cultivar la "fama" de la monarquía hispánica. La imprenta se ofrece como primer instrumento para cultivar el culto fernandino, en contra de cualquier argumento insurgente (Gruesso 20). Se trataba de recuperar el halo trascendente del mandato fernandino para fundar de manera irrevocable la "opinión que todos debemos tener de la paternal bondad que caracteriza a nuestro monarca y a sus dignos ministros" (Gazeta de Santafe n.º 7, 25/VII/1816, 49).

La opinión pública se constituía, de esa manera, en un espacio encaminado fundamentalmente a producir una identificación completa entre el poder regio y la comunidad política, a vincular las existencias de los neogranadinos al destino común de la monarquía hispánica. De allí que los agentes del poder monárquico se preocuparan sobremanera por controlar las principales imprentas locales. Así, desde el mismo desembarco del Ejército Expedicionario en Santa Marta, el 17 de julio de 1815, y a lo largo de toda la campaña pacificadora hasta Santafé, Morillo hizo uso de la llamada Imprenta Expedicionaria y publicó el Boletin del Exercito Expedicionario (1815-1816). Una vez en la capital, en junio de 1816, mandó la puesta en circulación de la Gazeta de Santafe (1816-1817), bajo la dirección de Juan Manuel García Tejada del Castillo, gaceta que fue publicada ininterrumpidamente por más de un año. A su vez, en agosto del mismo año, el virrey Francisco de Montalvo dio a la luz la Gazeta del Gobierno de Cartagena de Indias (1816-1817), mientras su sucesor relanzará en junio de 1818 la Gazeta de Santafe (1818-1819).

Si bien estos periódicos fueron concebidos como espacios importantes de elaboración de la comunidad política, la representación de la legitimidad monárquica y sus objetivos de volver al Antiguo Régimen se encontraban ya fracturados tras el explícito reconocimiento del poder de la opinión pública. No se trataba ahora solamente de la publicación de las determinaciones del gobierno con el objetivo de informar a los vasallos locales de sus respectivas obligaciones, o de difundir la opinión nacida del discurso de los representantes regios; por el contrario, en la voluntad de publicación del régimen reconquistador se encuentra una radical oposición al carácter secreto del ejercicio del poder monárquico imperante durante la dominación colonial, y denunciado de manera incansable por las publicaciones republicanas como "uno de los motivos en que legítimamente se fundó nuestra separación política" (Decada 29/IX/1814, 1). Según afirmó Pascual Enrile, el segundo del Ejército Expedicionario, al ministro de Guerra español, "cuanto el general [Morillo] ordenó y consiguió lo puso en la Gaceta para que el público se enterase y lo tachase, evitando el secreto que solo guardaba para las operaciones militares" (cit. en A. Rodríguez 3: 301). Un reconocimiento explícito de la importancia del poder de la opinión, de la dimensión semántica que vinculaba el concepto con la publicidad de los asuntos estatales como base de un gobierno justo.

La instauración de esta regla de transparencia durante la restauración fernandina (interesada, estratégica, nunca absoluta, como lo había sido durante la Primera República y lo será a lo largo de todo el siglo XIX) se constituye en un índice contundente del profundo grado de politizacion de los espacios públicos neogranadinos tras la crisis monárquica. En efecto, en el Antiguo Régimen, la "opinión pública" no se constituía en un referente central del discurso político, toda vez que los agentes del poder monárquico, como prolongación de la potestad soberana, eran los únicos autorizados para modelar la felicidad y la prosperidad comunes. Así lo sostuvo el capuchino Joaquín de Finestrad con motivo del alzamiento comunero:

Al vasallo no le toca examinar la justicia y derechos del rey, sino venerar u obedecer ciegamente sus reales disposiciones. Su regia potestad no está en opiniones sino en tradiciones; como igualmente la de sus ministros regios [...]. Al vasallo no le es facultativo pesar ni presentar a examen, aun en caso dudoso, la justicia de los preceptos del rey. Debe suponer que todas sus órdenes son justas y de la mayor equidad. Le será permitida la humilde representación a fin de que mejor informado el soberano revoque y modere su real voluntad. (185)

Como bien afirmaba Finestrad, los neogranadinos contaban, en cualquier caso, con la posibilidad de escribir "representaciones" ante las autoridades regias. No obstante, es preciso recordar que estas eran documentos jurídicos de carácter privado, y de allí que no implicaran necesariamente un espacio de transparencia entre el monarca y sus súbditos (así circularan en algunos casos por diferentes espacios públicos), ni mucho menos que la legitimidad del gobierno resultara de la anuencia del público (la opinión a la que se refiere Finestrad) (Chaparro, "La voz"). Asimismo, en el caso de los periódicos puestos en circulación antes de la crisis monárquica, aquello que podríamos denominar de manera amplia sus "políticas editoriales" estuvo encaminado, desde la Revolución francesa, hacia un ejercicio más "preventivo" que "afirmativo" de lo público, y ese carácter preventivo no desaparecería del todo de la arena política neogranadina. Estas publicaciones se insertan en otras coordenadas conceptuales de enunciación, no solo porque el sintagma opinion publica aún no había sido acuñado (de hecho, el término comenzaría a circular con relativa frecuencia solo hacia 1809, una vez abierta la coyuntura de crisis), sino porque las realidades a las que esta noción aludiría en su momento no preexistieron a su denominación. La opinión pública no había emergido todavía ni como expresión de la voluntad de los pueblos o manifestación de la verdad o el consenso, ni como resorte de legitimidad y objeto de gobierno privilegiado por parte de las autoridades (Ortega y Chaparro 37-126)5.

En franco contraste con lo anterior, durante el restablecimiento del gobierno real, la opinión pública se convirtió en una instancia indispensable de legitimación del poder monárquico; una voz que había que escuchar, un tribunal que había que convencer. Los impresos realistas, más allá de sus intereses inmediatos, permitirán, entonces, la consolidación parcial de una esfera pública que, aunque dependiente del gobierno, se perfilará como capaz de orientar sus actos y criticar sus mandatos. De manera inédita, los representantes regios debían, a través de la publicidad, sembrar la "buena opinión y confianza" de la monarquía entre sus gobernados, y responder al dictamen implacable de esa misma opinión (Gazeta de Santafe n.º 1, 13/VI/1816, 4-5). En este sentido, las publicaciones de la Primera República (en realidad, todos aquellos periódicos que circularon en el territorio neogranadino en ese momento) habían dejado una huella indeleble en los diferentes espacios públicos locales, habían entronizado la opinión pública como instancia incuestionable de legitimidad para todos los gobiernos; de allí que estos fueran llamados a ser los principales portavoces de la opinión, de dirigir su formación y transmisión. La entonces nariñista Gazeta Ministerial de Cundinamarca lo decía así:

Debemos todos trabajar, convencidos de que nunca hay más necesidad de dirigir y fijar la opinión pública, que en las actuales circunstancias en que todos dan su voto en los negocios políticos, y en que cada cual se erige en juez de sus conciudadanos para calificar su conducta y opiniones políticas. Son pocos los hombres que ven los objetos como ellos son en sí. (n.º 7, 27/X/1811, 23)

De este modo, en esta inédita coyuntura, la opinión pública se encontrará anclada en la búsqueda de conformidad política. Debido a las exigencias de la guerra, el precario equilibrio de fuerzas del régimen y los temores manifiestos frente a la división social y la proliferación del "espíritu de partido", los realistas enfilarán baterías fundamentalmente hacia la conservación del vínculo político del Nuevo Reino de Granada con la monarquía hispánica. Sin duda, su carácter oficial prefiguraba su talante unanimista alrededor del "buen orden". Para los realistas, no se trataba de otra cosa, con los impresos, que de "unir a los pueblos en una sólida paz, y sujetar a los hombres, al imperio de la razón" (Valenzuela 23)6.

II

No solo los impresos se constituyeron en portavoces y modeladores de la opinión pública durante la restauración absolutista. Las ceremonias de fidelidad también se convirtieron en escenarios propicios para construir imágenes dotadas de una extraordinaria riqueza semántica alrededor de la monarquía. En este sentido, es importante llamar la atención sobre la profunda imbricación de diferentes formas de publicidad en este tipo de ceremonias, donde el fasto monárquico, la imprenta y la prédica católica, desde diferentes perspectivas, buscaron recrear la unidad de sentimientos que uniformaba a la monarquía hispánica años atrás y movilizar a los neogranadinos en favor de la causa regia. Precisamente, el caso que analizaré a continuación, la jura de fidelidad y vasallaje a Fernando VII, llevada a cabo en Santafé el 30 de mayo de 1816, me permitirá ilustrar las diferentes articulaciones entre estas distintas formas de publicidad.

Las celebraciones monárquicas, fiestas de poder fundamentales en el régimen colonial, adquirieron durante la restauración absolutista inusitada importancia7. Ahora debían, desde coordenadas políticas diferentes, contribuir en la reconstruccion de la legitimidad monárquica, antes incuestionada. Así, en términos generales, podemos entender las diferentes ceremonias organizadas por el régimen reconquistador como formas de publicidad del poderío monárquico, como espacios fundamentales para contravenir los efectos del simbolismo republicano y como estrategias públicas de escenificación de la metáfora política. Ya lo observaba José María Caballero cuando comentaba en su Diario, con respecto a una ceremonia celebrada en la ciudad: "toda esta ostentación se me asimila a mí que es para hacer ver la grandeza del rey de España y su poderío, y para más hacerse temer y que no volvamos a hacer otra revolución" (234). Se trataba de refundar una existencia política mediante la puesta en escena del poder regio, de sellar definitivamente los lazos políticos entre el rey y sus vasallos. En este sentido, las palabras de García Tejada señalan de manera contundente la importancia de los rituales fidelistas:

Volvieron, sí, volvieron esos días de gloria y alegría, en que unidos al derredor del trono podemos manifestar publica y libremente las efusiones de nuestro corazón. Ya se renuevan aquellas solemnidades augustas sabiamente instituidas por nuestros padres, que lejos de ser una vana ceremonia, son por el contrario lecciones necesarias para los pueblos, testimonios del amor y respeto debido al monarca. (Gazeta de Santafe n.º 19, 17/X/1816, 203-204, énfasis añadido)

Para los realistas, las ceremonias regias se constituían en lecciones en dos sentidos complementarios. Por un lado, se trataba de "lecciones necesarias para los pueblos", actos profundamente pedagógicos diseñados para reafirmar las instituciones y costumbres monárquicas. Por otro lado, las ceremonias fidelistas eran lecciones "del amor y respeto debido al monarca", espacios para que los vasallos locales expresaran su obediencia y elevaran un tributo de fidelidad al rey. El fasto debía servir para sanar las heridas abiertas recientemente, debía cimentar la unión entre españoles peninsulares y españoles americanos y reunir en un campo de conformidad a las diferentes provincias neogranadinas.

Así, el día de San Fernando, día del santo del rey, se llevó a cabo en Santafé, y en las demás capitales provinciales, el juramento de fidelidad y vasallaje al monarca8. Se trató de una ocasión especial para romper con el trajín de aquellos días desapacibles, signados por la incertidumbre y el infortunio de la guerra. Fue una jura majestuosa, una "ceremonia imponente", como correspondía, después de seis años de revolución y del fin de la pax colonial (Sevilla 93). En la jura de fidelidad "todo concurría a llenar de regocijo la distinguida y noble reunión que allí estaba: la festividad del monarca, la paz general, y el primer momento en que rotas las cadenas de la anarquía y opresión, podían por la vez primera hablar libremente los hombres leales " (Gobierno, énfasis añadido). La celebración estuvo precedida por "tres noches de una lucida y bien ordenada iluminación" y en la mañana, en los parajes acostumbrados, por la publicación de un indulto impreso firmado por el mismo Morillo y dirigido a "aquellos, que sin haber trastornado el orden público con su influencia o mal ejemplo, quieran lavar la mancha que los denigra" ("Indulto"). Para los realistas, el indulto era una prueba irrefutable de las "benéficas intenciones" de Fernando VII: "nada es más dulce para su corazón, que emplear en todos sus vasallos los efectos de su piedad y clemencia" ("Indulto").

Una vez concedido este, se llevó a cabo en la catedral de la ciudad una misa solemne presidida por el capellán del Ejército, Luis Villabrille, seguida de una breve exhortación del canónigo Domingo Duquesne y un tedeum. Se trataba de "dar gracias al Todo Poderoso, por tanta dicha como ha cabido a sus buenos vasallos, con concederles un rey tan amado como el señor don Fernando VII" (Boletin n.º 28, 31/V/1816). Una vez concluidos los actos religiosos, las diferentes autoridades y corporaciones se congregaron en el palacio virreinal, ya "adornado con la magnificencia posible", para realizar el juramento. La ceremonia estaba presidida por el retrato del monarca. Fernando VII, representado, auspiciaba complaciente la reunión de sus vasallos. El mismo Morillo, "con aire apacible y majestuoso [pronunció la] sagrada y enérgica fórmula del juramento", seguido de los jefes y prelados de los diferentes cuerpos, quienes, con las manos sobre las Sagradas Escrituras, "prestaron todos con el mayor regocijo, y con el entusiasmo y placer que proviene al hombre virtuoso y justo, cuando cumple lo más sagrado de sus deberes" (Gobierno).

En este sentido, conviene destacar aquí el papel desempeñado por los retratos del monarca, pues, quizá más que ningún otro elemento, estos invitaban a la proclamación de la fidelidad. Durante la jura en el palacio virreinal, un gran retrato de Fernando VII, "puesto bajo dosel [...], con la pompa y aparato debido", encabezaba la celebración (Boletin n.º 28, 31/V/1816; Gobierno). A su vez, la parada militar se encontraba ambientada con la "colocación pública" de cientos de banderitas españolas y retratos del monarca, y también en el salón de la corte, donde se llevó a cabo el baile nocturno, "estaba colocado el retrato de su majestad" (Boletin n.º 28, 31/V/1816; Gobierno). Las múltiples reproducciones del retrato de Fernando VII intentaban compensar su ausencia física (estas imágenes funcionaban como un espejo de sus virtudes). La majestuosidad y la omnipresencia del retrato del rey contribuían en el dictado de obediencia que promulgaba la monarquía en toda la América:

Todas las corporaciones se competían en estos testimonios de amor: ya haciendo abrir, y acuñar medallas, con que se honrasen sus miembros, como vasallos de Fernando: y ya esmerándose en otros monumentos públicos de fidelidad. ¿Qué láminas no se abrieron para presentar el retrato de Fernando a la vista de los que no podían contemplarle en persona? (Buenaventura 25)

Este énfasis sostenido en lo visual denota la centralidad de los espectáculos monárquicos como formas de publicidad que involucraban a toda la sociedad neogranadina. Todos los súbditos fernandinos, de manera diferencial, dependiendo de la posición ocupada en la pirámide social, debían participar del universo simbólico de la monarquía, en la medida en que todos se encontraban igualados en un mismo deber de fidelidad al rey. Así era según los realistas:

Es muy raro en toda la vasta extensión de las Américas, entrando aun en este número las monjas más recoletas, el que no tenga un retrato o busto de Fernando; y no se presente al público con la insignia del vasallaje a Fernando [...]; digámoslo de una vez: la fama y el nombre de Fernando penetra aun en los rincones más recónditos de esos países. (Buenaventura 25)

Después del juramento regio, se llevaron a cabo en la ciudad diferentes "diversiones" (Boletin n.º 28, 31/V/1816)9. Una breve parada militar en la plaza mayor, escenario natural de las representaciones del poder; un banquete ofrecido por el cabildo santafereño en honor de la alta oficialidad del Ejército y "concurrido por las personas de más distinción"; y, finalmente, una corrida de toros y un "magnífico baile" en el salón de la corte, en el cual se dieron cita el "buen gusto" de las damas y el brillo de la oficialidad monárquica. De esta manera, la celebración de San Fernando se convertiría en una muestra indisputable del "sentimiento unánime" de fidelidad al monarca, "la más completa que esta ciudad ha visto, desde que se trastornó el antiguo gobierno" (Caballero 215; Gobierno).

Para los monárquicos, la jura real en Santafé, centro ordenador del espacio simbólico neogranadino, se erigía como una de las principales demostraciones del triunfo de la "buena opinión": "podían por la vez primera hablar libremente los hombres leales, los fieles vasallos de Fernando VII" (Gobierno). Era la proclamación de la victoria del bien sobre el mal, la oficializacion del retorno del rey. Estos actos "inspiraban en todos la satisfacción más pura", restablecían "aquella calma y tranquilidad" arrebatada por la revolución. Con ellos, los neogranadinos "renacían de entre los padecimientos a la sociedad, al orden, y a los bienes del dulce y deseado gobierno del amado Fernando" (Gobierno). En estos eventos, la sociedad corporativa intentaba restablecerse después de la proclamación de la igualdad formal entre los integrantes del cuerpo político. Las celebraciones monárquicas, símbolo por excelencia de la unidad de la monarquía, se ofrecían así como un escenario público idóneo para ensalzar la sociedad jerárquica y corporativa como ideal político. La misma descripción ofrecida por los papeles realistas sobre el "número, calidad y representación de los concurrentes" a la jura fernandina, enumerados en completa correspondencia con su respectiva posición social, nos ofrece una idea del tipo de sociedad modelada por el gobierno fernandino: una monarquía cimentada en las pretendidas diferencias naturales entre los individuos, respetuosa de los fueros y privilegios particulares (Gobierno).

De este modo, no debe sorprender que Caballero consignara en su Diario, como un aspecto digno de notarse, la ubicación relativamente detallada de los principales asistentes a la misa catedralicia (215). Y no se trataba de un asunto menor, de un apunte ingenuo. Las posiciones ocupadas en la iglesia por cada uno de los representantes del poder real debían estar en absoluta correspondencia con sus dignidades, reputación social y desvelo acreditado en el servicio regio. La distribución de los asistentes a la ceremonia religiosa tenía que recrear las relaciones de poder vigentes en la sociedad neogranadina de entonces. Así, estas celebraciones corporativas y jerárquicas se convertían en espacios de publicidad de los ideales sociales propios de la Corona y la Iglesia católica. A los vasallos neogranadinos les competía desplegar las señas de la debida fidelidad y comportarse de acuerdo con estas expectativas10.

Finalmente, es importante subrayar que si bien todo este derroche de espectacularidad y abundancia se encontraba directamente relacionado con el carácter trascendente de la persona real, Santafé, como capital virreinal, ahora readornada con los títulos de "muy noble" y "muy leal", también debía corresponder a su "fama", a su posición en el cuerpo político de la monarquía. Ello permite explicar la publicación pormenorizada de los fastos organizados para conmemorar las fiestas fernandinas (Boletin n.º 28, 31/V/1816; Gobierno; "Indulto"). La función de estas publicaciones era doble, pues en la medida en que una ciudad era tenida en mayor estima, mayores y más fastuosas debían ser sus celebraciones, lo que a su vez le permitiría solicitar y esperar nuevas gracias o distinciones. Sin duda, el uso de los impresos para exaltar la lealtad al rey, dando cuenta de la grandeza de las conmemoraciones, se constituía en uno de los modos apropiados de manifestar la fidelidad irrestricta de la ciudad -el mismo discurso adjetivado y efectista de estos impresos revela una voluntad signada por la magnificencia-. Así, las ceremonias regias recusaban públicamente a la América independentista y enfatizaban el valor cultural de una monarquía unida. Según afirmaría en su momento el editor de la Gazeta de Santafe, "la multitud que por lo regular aprende más por los ojos que por el oído, no pudo menos que formar una alta idea de la majestad a cuyo nombre se hacía esta ceremonia" (n.º 43, 3/IV/1817, 418).

III

Menos de cinco meses después de la jura fernandina, el 14 de octubre de 1816, Santafé renovó sus votos de fidelidad con ocasión del cumpleaños del monarca. La celebración comprendió tres "funciones", para ponerlo en términos del momento: una misa solemne, una parada militar y un baile de gala. El acto litúrgico de la "magnificencia cristiana" se celebró en la catedral de la ciudad con la participación de la alta oficialidad del Ejército y de los diferentes tribunales y corporaciones, mientras en la plaza mayor los soldados lanzaron salvas de artillería y fusilería con el objetivo de elevar el halo de solemnidad de la celebración. Según el editor de la Gazeta de Santafe, "la cátedra evangélica jamás estuvo tan dignamente ocupada como en este día [...]: un concurso numeroso guardando el más profundo silencio, estuvo pendiente de los labios del orador", quien señaló con precisión la fidelidad debida al monarca español y la justeza de sus pretensiones políticas sobre América:

Para hacer solo el análisis de este bello discurso era necesaria toda la elocuencia y delicadeza del que lo produjo: baste solo decir que la acertada disposición de pruebas y argumentos; el estilo varonil y florido, la elección exquisita de figuras, un lenguaje puro, castizo y limado; acción animada; una voz firme y sostenida, formaron un todo admirable en el desarrollo de aquella idea sencilla, y al mismo tiempo sublime. (n.º 19, 17/X/1816, 206)

La esmerada descripción de este sermón permite señalar, por si hace falta, la centralidad de las imágenes, los discursos y las prácticas religiosas en las funciones del régimen reconquistador. No podía ser de otra manera. La monarquía hispánica era la monarquía católica por excelencia. De allí que la reconstrucción de la legitimidad del gobierno real y, en consecuencia, la publicidad de la opinión pública en favor de su mandato pasaran necesariamente por la intervención de los eclesiásticos en los diferentes espacios públicos locales. No fue en vano la sentida prédica del comisionado de Indias a los eclesiásticos de América: "acreditad vuestra fidelidad en el púlpito, acreditadla en el confesionario, acreditadla en vuestras conversaciones familiares aun las más confidenciales, acreditadla en vuestras cartas y los que tienen luces para ello, acredítenla también en sus escritos e impresos" (Buenaventura 43-44). El discurso católico, a través de la autoridad, la elocuencia y el virtuosismo -ya se ve la importancia del despliegue de determinada corporeidad y gestualidad durante las exhortaciones fidelistas-, debía sustentar la gloria de la nación española, una comunidad política producto de una historia común, unida por su fidelidad a la figura del católico monarca. Ya lo afirmaba García Tejada, quien a su vez era clérigo: "Si es grande la gloria de España el haber producido guerreros formidables, apoyos de su trono y defensores de su libertad; no lo es menos el producir oradores como el señor racionero de esta santa iglesia catedral" (Gazeta de Santafe n.º 19, 17/X/1816, 206).

La mano militar y el atrio católico serían fundamentales, entonces, para conseguir el triunfo definitivo del buen orden. Según Morillo, en la medida en que la "religión y la política van unidas para la tranquilidad de estos países", nada podían adelantar las armas del rey sin el respaldo del clero, pues, según él, "con las tropas del rey venceré en toda la América, pero el convencimiento y la obediencia al soberano es obra de los eclesiásticos" (cit. en A. Rodríguez 3: 196). Todo ello bajo una premisa básica. Para los realistas, la experiencia (esa autoridad tantas veces esgrimida en sus escritos) demostraba que, durante la Primera República y la campaña de reconquista, la geografía de la opinión había estado condicionada por la filiación política del clero en los respectivos pueblos, y la "experiencia de muchos años tiene demostrado, que se han conservado por lo general siempre fieles y pacíficos aquellos pueblos cuyos curas párrocos han llenado los deberes que les impone su ministerio y seguido los principios de sumisión, amor y respeto al soberano, que aquellos mismos les imponen" (Morillo 14 r.-15 r.). De allí que solicitara continuamente a las autoridades peninsulares el envío de religiosos, pues "harían más efecto en la opinión pública, y contribuirían más a la pacificación de estos países que una buena división de tropas escogidas" (cit. en A. Rodríguez 3: 608)11.

Ciertamente, el régimen reconquistador se valió de la estructura jerárquica de la institución eclesiástica para garantizar que su mensaje fidelista llegara a todos los rincones del virreinato. Los altos prelados debían realizar visitas pastorales a las parroquias de su jurisdicción, pasar revista al clero y a sus feligreses y evaluar el avance de las buenas ideas. Las expectativas en torno al gobierno de la opinión por parte del clero serán consignadas por Morillo in extenso en su solicitud a las autoridades peninsulares de altos prelados para las sillas arzobispales de Santafé, Caracas y Guayana:

Es, a mi entender, indispensable que los obispos, en circunstancias tan delicadas, sean escogidos entre las personas más santas, debiendo preferirse a la ciencia y al saber las ejemplares virtudes, con las que serán consumados para hacerse amar de los pueblos e inspirar los mismos sentimientos a sus feligreses. No puede ser tampoco viejo, porque ahora no basta que el prelado regle desde la silla el gobierno de su diócesis. Es menester que viaje frecuentemente por ella, que visite las poblaciones, examine las parroquias y conozca y vea por sí mismo el lastimoso estado de abandono y el perjudicial olvido que hay de los deberes más sagrados. Se reformarán así los eclesiásticos, los curas cumplirán y los frailes se encerrarán en sus conventos; se mejorarán las costumbres; se cortará la disolución o irreligión que tanto han cundido por las perversas máximas introducidas por los extranjeros, cultivadas y extendidas por los revolucionarios y desgraciadamente arraigadas en el corazón de muchos habitantes. (Cit. en A. Rodríguez 4: 34-35)

Como vemos, el testimonio de vida fidelista de los mismos eclesiásticos debía convertirse en un espejo de virtudes para sus fieles. La publicidad de sus actos debía hacer posible la distinción entre la justeza realista y la iniquidad republicana. El virtuosismo eclesiástico descansaba, hasta cierto punto, en la defensa de la causa regia. Así lo afirmaría el cura Gruesso con respecto al párroco del pueblo de La Cruz, José María Morcillo: "llegado el momento de hacer los mayores sacrificios para defender la causa del soberano, corrió, voló de un extremo a otro de su curato, y logró inflamar a sus feligreses, con el santo, y hermoso fuego de la fidelidad. Él animaba a los unos, exhortaba a los otros, levantaba a estos, y no desmayaba con aquellos" (13). De este modo, los "actos virtuosos" del clero debían oponerse a los de los "malos sacerdotes", presas del error, acólitos del "reino ideal del traidor Bolívar": "opóngaseles todo el clero con fortaleza sacerdotal, haciéndoles ver que aquellos sabios [sacerdotes] erraron en la efervescencia de las pasiones y que arrepentidos se han reconciliado con Dios y con su rey" (G. Rodríguez 15-16).

Para los realistas, la unidad misma del clero en torno a la idea monárquica debía constituirse en expresión diáfana de la opinión pública. No en vano Morillo se encargó de desterrar del territorio virreinal a los principales eclesiásticos que habían participado en la revolución (Hamnett), al tiempo que la imprenta oficial daba a luz retractaciones de religiosos infidentes con el objetivo de hacer "ver las cosas en su verdadero punto de vista" y, de paso, prevenir el enrolamiento de más eclesiásticos en la filas de la república, denunciado hasta el final por los realistas. Este es el testimonio de Tadeo Romo, cura del pueblo de Machachí, en Quito:

Declaro que detesto, y abomino la revolución, en que me compliqué, después que la encontré ya establecida. Si yo me hallase en estado de poder satisfacer a nuestro soberano, y al público, haría resonar mi voz en todas estas provincias y acreditaría con mi ejemplo, cuán ajeno muero de tan pernicioso sistema. Por tanto es mi voluntad, que esta mi retractación circule por cuantas partes se pueda, para satisfacer del modo posible el mal ejemplo que he causado, sosteniendo dicha revolución. (Gazeta de Santafe n.º 29, 26/XII/1816, 292)

No obstante, serán las encendidas exhortaciones desde los atrios y el pronunciamiento sostenido de sermones ante las expectantes multitudes las estrategias privilegiadas por parte del clero realista para restaurar el sentimiento de unanimidad regia entre los pueblos12. Ya lo reconocía el mismo García Tejada cuando sostenía que la "fe se introduce por el oído, y este se informa por la palabra de Dios" (15). En este sentido, las anotaciones con respecto a su recepción por parte del público serán moneda frecuente: la "pieza predicada que se tiene a la vista, y oyeron sin aspavientos más de mil personas" (García 6); "un concurso numeroso guardando el más profundo silencio, estuvo pendiente de los labios del orador" (Gazeta de Santafe n.º 19, 17/X/1816, 206). Si bien la mayoría de sermones pronunciados durante la restauración fernandina no fueron a la imprenta, aquellos que lo hicieron tuvieron siempre un objetivo fundamental: "que estas letras giren", que el mensaje regio "llegue a noticia de todos nuestros súbditos" (Buenaventura 49). Sin embargo, la impresión de estos "monumentos de fidelidad" no siempre corrió por cuenta de las arcas reales. De hecho, buena parte se imprimió gracias a la iniciativa de sujetos particulares, pues estos sermones, además de cimentar el buen orden, eran "pruebas" irrestrictas de fidelidad por parte de los miembros del clero. Esta era una manera efectiva de cultivar su fama de "verdaderos realistas", "beneméritos de la religión y del Estado", acción necesaria frente a eventuales rumores que pudieran asociarlos con los republicanos, al tiempo que importante servicio a la Corona, susceptible de ser recompensado, pues la "virtud espera el premio" (Valenzuela 38-39).

En términos generales, esta oratoria sagrada privilegia el discurso directo, la apelación sistemática a la conciencia de sus oyentes y lectores y el registro de alegorías, alusiones y símiles afincados en la historia sagrada y la tradición antigua clásica. Estos sermones, como discursos sagrados anclados en determinadas tradiciones escriturarias, no buscaban únicamente persuadir al público de las bondades de la monarquía, sino enseñar de manera diáfana la verdad, situarla más allá del terreno de lo discutible (eran mensajes de afirmación de la fe monárquica para los leales y espacios de "conversión" para los díscolos republicanos): "el que los pueblos se deban conservar en la sumisión y obediencia del rey nuestro señor, no es una opinión política, es, sí una verdad indubitable apoyada en la razón, y mucho más en las divinas escrituras" (Jiménez 55). Justamente, afirmar ese carácter de verdad trascendente permitió a los eclesiásticos valerse de otras armas religiosas, como la excomunión y las censuras eclesiásticas. Según afirmó en su momento el obispo de Popayán, se trataba de una estrategia efectiva, ya que las "censuras que dejamos fiadas contra los que de cualquier modo faltasen a la obediencia debida a nuestro legítimo soberano, habían fijado la opinión en favor de la justa causa del rey nuestro señor, en toda nuestra diócesis y principalmente en Popayán" (Jiménez 52).

Asimismo, es importante subrayar que los religiosos fueron fundamentales en el complejo engranaje de los circuitos de información del régimen reconquistador, esto en dos sentidos complementarios. Por un lado, los eclesiásticos fungieron como fuentes de información confiable para la Corona, como depositarios de cierto saber sobre la opinión de los pueblos, y elaboraron sendas reseñas sobre las "chispas" y las murmuraciones que rodaban en los pueblos. Por otro lado, los eclesiásticos se convirtieron en vectores privilegiados de las mismas novedades que el gobierno real quería propagar en los pueblos. Sin duda, la efectividad de las redes eclesiásticas se constituyó en baluarte de primer orden para las armas reales. De esta manera lo informó el obispo de Cartagena al virrey Sámano:

Aseguro a vuestra excelencia para su inteligencia y gobierno, que en muchos pueblos del partido de Sabanas que he corrido en esta mi primera salida, he hallado alguna tal cual familia dementada con los síntomas mortales de la independencia, familias que convendría reprimir con alguna poquita de severidad, por el peligro en que ponen la tranquilidad pública. En los pueblos donde no hay este linaje de gentes refractarias, me han recibido y despedido con los aplausos encantadores de "viva el rey", como pudieran recibir a vuestra excelencia. Saben es mi placer vitorear a su majestad y así lo tengo mandado a los curas para que lo hagan los días festivos cuando los pueblos entran y salen de la iglesia. (AGI, PC 708)

De este modo, el clero será un factor fundamental en la construcción de la política monárquica. Y si bien el estandarte regio será desterrado en poco tiempo de la Nueva Granada, la premisa que cimentó las políticas del régimen reconquistador en torno al gobierno de la opinión por parte de los religiosos estará llamada a tener larga vida en la nueva nación. Si Morillo había afirmado en su momento que los neogranadinos, "siendo buenos cristianos, sin duda, serán buenos vasallos, obedientes al rey y a sus ministros, amantes y agradecidos a la nación" (cit. en A. Rodríguez 4: 34), Santander, una vez instalado el gobierno en Santafé, en noviembre de 1819, ordenará a todos los curas del país enseñar la santidad de la causa de la Independencia (Garrido). La opinión pública en favor de las nuevas autoridades debía pasar por el púlpito, como ya lo había enseñado la restauración fernandina.

IV

El 12 de septiembre de 1819, un mes después de la batalla de Boyacá, Morillo escribió al ministro de Guerra español explicando lo sucedido en la otrora capital virreinal. Para el oficial español, la suerte de la Nueva Granada y Venezuela ya estaba resuelta debido a que el numen tutelar de la opinión pública se encontraba ahora del lado republicano: "Bolívar en un solo día acaba con el fruto de cinco años de campaña, y en una sola batalla reconquista lo que las tropas del rey ganaron en muchos combates, por la disposición, sentimientos y opinión general de los habitantes" (cit. en A. Rodríguez 4: 49-55). Tan solo un mes más tarde, Gabriel de Torres, gobernador de Cartagena, escribirá a las autoridades peninsulares en idéntico sentido: "los mismos pueblos han hecho conocer cuántas desventajas trae el no radicar en ellos la opinión pública, en que consiste su fuerza moral" (AGI, AS 748). El panorama no resultaba, entonces, muy alentador; solo restaba, como única posibilidad, intentar restaurar su imperio: "el único medio de hacer leales es el de hacer ver a los pueblos que bajo el paternal gobierno de vuestra majestad son más felices que bajo el de los rebeldes" (AGI, AS 748).

Todavía en 1825, desde su exilio voluntario en Madrid, García Tejada escribirá a las autoridades monárquicas sobre la importancia de restaurar el dominio fernandino en América en nombre de la "opinión de los pueblos del continente americano meridional", en contra de la mentira de la "majestuosa marcha del sistema de independencia colombiana" (AGI, E 122). Para el clérigo santafereño, esta nueva empresa restauradora estaría avalada por la verdadera opinión pública: "la política, la lenidad y dulzura, deben ser el alma de esta empresa, ganando los corazones por ellas" (AGI, E 122). La opinión pública, compañera inseparable de la victoria, sería obra de la imprenta más que de las armas:

Es absolutamente necesaria una pequeña imprenta que tenga surtido de letra inglesa, francesa y española, a lo menos para llenar dos pliegos de cada una, según las ocurrencias. El oportuno uso que puede hacerse de este resorte prepara la opinión y también las victorias. Simón Bolívar ha sabido jugarlo con muchas ventajas, y se pueden presentar de ello ejemplos multiplicados. (AGI, E 122)

El gobierno monárquico, que todavía se quería un mandato trascendente para la época, debía legitimarse, al igual que los gobiernos republicanos, a partir de la opinión, un imperio siempre en disputa. La crisis de la monarquía hispánica había alterado para siempre las coordenadas de enunciación de lo politico. Y más que de la crisis de legitimidad de los cimientos del gobierno monárquico (que también), la restauración fernandina en el Nuevo Reino de Granada da cuenta de la creciente fuerza del torrente de la opinión pública como instancia indisputable de legitimidad, como escenario natural de la política. Y ya nunca dejará de serlo. Como bien afirmó García Tejada, ampliando un tanto la perspectiva, "se pueden presentar de ello ejemplos multiplicados" (AGI, E 122).


Notas
1 Según la definición del Diccionario de la lengua castellana, el sustantivo publicidad se refiere a 1) "el estado o calidad de las cosas públicas"; 2) "la forma o modo de ejecutar alguna acción sin reserva, ni temor de que la sepan todos"; 3) "el sitio, o paraje donde concurre mucha gente, de suerte que lo que allí se hace es preciso que sea público" (420). Al respecto, véase la investigación de Ortega y Chaparro (15-23).
2 El presente trabajo contó con el apoyo académico y económico del Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH) y su programa de apoyo a la investigación en Historia Bicentenario de la Independencia, año 2012. La perspectiva teórica de este análisis debe mucho a la lectura sostenida de Chartier, Habermas, Koselleck, Rosanvallon.
3 En cuanto a los requisitos para imprimir, véanse los textos de Gutiérrez (3-6) y Torres (3-5). Para entender el régimen de publicidad antiguo, remítase a los textos de Guerra y de Lempérière.
4 Sobre el concepto de libertad en el Antiguo Régimen, véase Pedro José Chacón.
5 Para entender el carácter "preventivo" de las políticas editoriales durante el Antiguo Régimen, véanse los trabajos de Claudia Rosas y de Renán Silva.
6 Para una visión más amplia del trasegar conceptual de la opinión pública durante la restauración fernandina en el Nuevo Reino de Granada, véase la investigación de Alexander Chaparro ("La opinión").
7 Sobre las celebraciones reales en la América colonial, véanse las investigaciones de Guillermo Brenes, Pilar Gonzalbo, Alejandra Osorio, Pablo Ortemberg y Carlos Rubén Ruiz.
8 Sobre las juras reales en el Nuevo Reino de Granada, véase la investigación de Marta Fajardo de Rueda y la de Marcos González.
9 Sobre las "diversiones" coloniales, véase la pesquisa de Ángel López.
10 Sobre la importancia de la identidad corporativa y la centralidad de las posiciones ocupadas en el espacio físico como espacio simbólico, véanse los trabajos de Alejandro Cañeque y de Carol Leal.
11 Para una visión general sobre la participación del clero regular en la independencia, pueden verse las investigaciones de William Elvis Plata y de Iván Darío Toro.
12 Sobre la importancia de los sermones en el marco de la crisis de la monarquía hispánica en el Nuevo Reino de Granada, véanse las investigaciones de Viviana Arce y de José David Cortés. En relación con el caso mexicano, puede verse el trabajo de Carlos Herrejón Peredo y en cuanto a España, el de Javier López Alós.


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