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Fronteras de la Historia

Print version ISSN 2027-4688

Front. hist. vol.19 no.2 Bogotá July/Dec. 2014

 

"Derriben las casas para que no les quede esperanza de restituirse a ellas". Erección de la parroquia de Sogamoso, 1777-1810

"Tear Down the Houses so They Will Not Be Restored to Them". Creation of the "Parroquia" of Sogamoso, 1777-1810

ELVER ARMANDO RODRÍGUEZ NUPÁN
Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia
elverarmando@gmail.com

Recibido: 20 de enero de 2014
Aceptado: 18 de julio de 2014


RESUMEN

El presente artículo aborda el proceso de extinción del resguardo de Sogamoso y la erección de la parroquia de blancos entre 1777 y 1810. Siguiendo dos focos de tensión: el progresivo mestizaje en cuanto factor que consolidó a los vecinos como un grupo social emergente y el fracaso de los resguardos como unidad productiva, se profundiza en los detalles del entramado local para comprender los intereses que había detrás del proceder de indígenas, vecinos y funcionarios. El trabajo quiere aportar a la comprensión, desde una perspectiva local, de un proceso social frecuentemente tratado de forma general por la historiografía moderna.

Palabras clave: Mestizaje, parroquia, resguardo, Sogamoso, Virreinato de la Nueva Granada.


ABSTRACT

This paper addresses the process of extinction of the "resguardo" of Sogamoso and the creation of the parish of white people between 1777 and 1810. Following two spots: the progressive miscegenation, which consolidated the neighbors as an emerging social group and the failure of the "resguardos" as a productive unit, it deepens into the details of the local network to understand the interests behind the indigenous, neighbors and officials behavior. This work wants to contribute to the understanding the social process often addressed in a general way by modern historiography.

Keywords: Miscegenation, New Kingdom of Granada, parish, "resguardo", Sogamoso.


Preliminares

Es posible constatar, por la situación del altiplano cundiboyacense desde la mitad del siglo XVIII, la profunda transformación social y demográfica que venía efectuándose en la sociedad colonial del virreinato de la Nueva Granada, debido fundamentalmente a la política de poblamiento emprendida por la Corona y al proceso de mestizaje que se había producido a pesar de las medidas regulatorias impuestas sobre aspectos étnicos. El crecimiento de la población mestiza contrastaba con la notable disminución de la población indígena que habitaba los resguardos, razón que condujo a adoptar medidas de reagrupamiento y traslado de los pueblos indígenas para dar paso a poblados según los esquemas de los blancos (Melo, "Francisco").

En el virreinato mencionado, estas políticas de poblamiento y agregación se pueden rastrear a través de las prácticas y determinaciones adoptadas por los visitadores de la zona desde la visita realizada por Tomás López en 1559 y, luego, a través de las efectuadas por Luis Enríquez en 1602 y 1603, por Juan de Valcárcel entre 1635 y 1636 , por Andrés Verdugo y Oquendo en 1755 y, finalmente, por José María Campuzano y Lanz y Francisco Moreno y Escandón entre 1776 y 1779. Esta última visita buscaba aplicar los criterios de la real cédula del 3 de agosto de 1774, que mandaba agregar los corregimientos demasiado pequeños a otros corregimientos para facilitar su administración (Colmenares 53-71).

En Sogamoso la dinámica demográfica resultaba idéntica (gráfica 1); la información arrojada por las visitas de Juan de Valcárcel en 1636 y del corregidor José María Campuzano y Lanz en 1777 indica que en el lapso de 140 años la población indígena del resguardo, constituido el 31 de agosto de 1596 por Egas de Guzmán (Fals 91), pasó de 1.473 habitantes a 589 y la población de vecinos (mestizos y blancos) pasó de 1.036 habitantes a 3.246 (Mojica 196, 258; Moreno 243)1. Es decir, que mientras la población indígena decrecía en un 60 %, la población blanca y mestiza se incrementaba en un 200 % aproximadamente (Colmenares 37-38).

La región se caracterizaba por un gran número de pobladores pobres asentados en las cercanías de los resguardos, sin tierras suficientes para su subsistencia y las actividades de su vida cotidiana. El fenómeno demográfico terminó por convertirse en un problema de asignación y acceso a la tierra, porque las necesidades territoriales de los vecinos que no encontraban espacio en el orden social y legal colonial se constituyeron en presión para que se adoptaran medidas que permitieran liberar extensiones que antes estaban asignadas a los indígenas como tierras comunales (Colmenares 61). Así pues, se procedió a suprimir los resguardos más disminuidos en términos de población, a trasladar a los habitantes indígenas a otros pueblos y a rematar los territorios excedentes entre los vecinos locales (Bonnett 10; Melo, "Francisco" 25-26). Por otro lado, la estrategia de reagrupar los pueblos y resguardos más mermados demográficamente era una medida administrativamente atrayente porque implicaba la reducción de los gastos fiscales de funcionamiento (Melo, "¿Cuánta?" 27).

El proceso de mestizaje conllevó una transformación de las relaciones existentes entre los dos grupos étnicos que habitaban la región, reguladas antaño por la legislación estamental colonial. En esta dinámica se consolidaron lazos entre indios y vecinos a partir de necesidades económicas, administrativas, sociales y espirituales, lazos que fueron sellados mediante procesos de arrendamiento, pactos de hecho, matrimonios mixtos o relaciones de padrinazgo (Moreno 247, 555). No obstante, los conflictos por el acceso a la tierra se hicieron recurrentes en la medida que los vecinos mayoritarios en número seguían dependiendo de la voluntad de los indígenas legalmente propietarios, quienes no dudaban en expulsarlos cuando se presentaban desacuerdos (Bonnett 12). De esta manera, el incremento demográfico de los vecinos y su reclamo de un espacio propio en la sociedad colonial sirvieron en el siglo XVIII de motor de la búsqueda de nuevas respuestas a la reestructuración social que se estaba gestando en el virreinato de la Nueva Granada, más aún cuando existía un franco pesimismo en torno al desarrollo agrícola que pudiera producirse a partir de los resguardos indígenas (González, "La política" 145).

El gran declive demográfico de los indígenas en los territorios de los resguardos los puso no solo en desventaja numérica con respecto a los cuantiosos vecinos arrendatarios, sino también en desventaja legal, puesto que las leyes reales que los protegían como comunidad perdían vigor debido a su reducción y a los reclamos de los vecinos mayoritarios2. En esa disminución de la población indígena influyeron también las movilizaciones de personas, sobre todo de hombres que abandonaban sus familias, sus hogares y sus tierras para dedicarse a la vagancia en los pueblos de blancos, en donde no estaban sometidos a ningún control fiscal3. Según informe de un visitador, se trataba de "indios ausentes de su pueblo que muchas veces con abandono de sus familias había en las poblaciones de españoles entregados al robo, ociosidad y vida libre sin la instrucción política y cristiana que el rey les facilitaba en sus pueblos" (AGN, SC, P 2, f. 902 v.).

Pero, sin duda alguna, el principal criterio para el traslado de los resguardos indígenas y la erección de parroquias de blancos estaba orientado a facilitar el acceso de los vecinos locales y arrendatarios a la tierra, puesto que su condición irregular frente a las leyes indianas que protegían y blindaban la posesión territorial de los indios los dejaba en situación de franca vulnerabilidad. Pese a que Martha Herrera plantea la tesis de que la población no india vivió dentro del pueblo de indios sin controvertir la legalidad, los documentos de visitas demuestran una clara conciencia, tanto de los indios como de los vecinos, de que la tierra pertenecía legalmente a los primeros. La misma autora constata que la relación vecinos-indios adquirió un tono problemático en el siglo XVIII por el desequilibrio demográfico producido y por la aparición de una élite rural (188-189). En este sentido, el traslado de los indígenas y el proceso de erección de Sogamoso como parroquia de blancos han de ser entendidos más como una disputa territorial que como una simple medida administrativa. Y, en el fondo, se evidenciaba un serio cuestionamiento a la viabilidad de la estructura social colonial frente a las transformaciones étnicas y demográficas ocurridas durante los siglos XVII y XVIII.

Las diligencias

Conviene establecer que el crecimiento vegetativo de la población local y la necesidad de su redistribución dentro del espacio neogranadino desempeñaron un papel determinante en torno a la problemática de la propiedad de la tierra. Por otro lado, durante los siglos XVII y XVIII, las zonas aledañas a las cabeceras de provincia fueron receptáculos de una importante migración blanca y un masivo mestizaje que no fue posible controlar a pesar de las restricciones impuestas por vía legal (AGN, SC, V 13, f. 1032 r.). A los blancos pobres que llegaban al nuevo mundo solo les quedaba la opción de buscarse la vida en las provincias, en donde el acceso a la tierra se hacía más fácil y el control imperial menos eficiente. Sogamoso, entonces, era un lugar propicio para empezar (AGN, SC, P 2, f. 901 r.).

El 20 de noviembre de 1775 la Junta General de Tribunales expidió una resolución especial cuyo propósito era hacer efectiva la real cédula del 3 de agosto de 1774 sobre la reorganización de los resguardos y corregimientos. Así, el 1 de julio de 1777 llegó a Sogamoso, instruido por Francisco Moreno y Escandón, el corregidor interino de Tunja José María Campuzano y Lanz con recomendaciones claras de cómo aplicar la real cédula. El 5 de julio ya había realizado el reconocimiento del territorio y comprobado el importante crecimiento del número de vecinos, y el día 7 del mismo mes reunió a los nativos para explicarles el proyecto de trasladarlos al resguardo de Paipa. El visitador consultó la decisión con las autoridades de Santafé y el 19 de julio obtuvo el concepto favorable de Moreno y Escandón (Colmenares 61-62). El 31 de enero de 1778 se expidió el decreto en que se aprobaban las diligencias realizadas; y seguidamente, obrando en calidad de fiscal de oficio, el mismo Moreno y Escandón lo ratificó de forma oficial en auto expedido el 18 de febrero de 1778. El secretario general del virrey hizo lo propio y se lo comunicó al corregidor de Tunja el 20 del mismo mes para que hiciera la diligencia y remitiera el dinero del remate a la Real Hacienda (AGN, SC, V 14, ff. 356 v.-357 r.). El traslado de los indígenas se aprobó oficialmente el 29 de abril de 1778 (AGN, SC, V 14, f. 367 v.).

Con el concepto favorable a la diligencia ejecutada por Campuzano y Lanz, era la segunda vez que se intentaba trasladar a los indígenas de su territorio, puesto que en 1766 don José Marcelino Rangel había recomendado que se los separara de los vecinos para resolver todos los perjuicios que se habían producido debido a la mezcla y convivencia de los dos grupos. Según Rangel, dicha convivencia en común había ocasionado el sometimiento de los indios a los vicios y costumbres de los vecinos, sobre todo al consumo de bebidas alcohólicas, lo que ocasionaba borracheras, escándalos, desorden y hasta enfermedades (AGN, SC, R 1, f. 161 r.). Se proponía como solución que los indios fueran trasladados a la zona de Monquirá y los vecinos pasaran a habitar el pueblo. Sin embargo, en este intento no se recurrió al proceso de erección de parroquia como mecanismo para formalizar la situación. Las razones que se esgrimieron giraban en torno a la protección de la población indígena, a la conservación de la moral y las leyes, y al fortalecimiento del orden público que había sido alterado por la mezcla de blancos e indios en el territorio del resguardo (AGN, SC, R 1, ff. 186 r.-188 v.).

El 8 de agosto de 1778, Moreno y Escandón en persona recorrió el territorio sogamoseño como visitador. Lo que encontró, al parecer, no llenó sus expectativas, ya que, habiendo recomendado un año atrás el traslado de los nativos y sugerido a los vecinos acudir a la capital para iniciar el trámite legal de la erección oficial de la parroquia, no se había realizado ni lo uno ni lo otro. El 20 de agosto, informando al virrey de su visita, exponía lo siguiente:

Según ha reconocido ocularmente [...] no se ha logrado adelantamiento ni debido arreglo de su población que con fundada esperanza se prometía con la traslación decretada de sus indios al de Paipa, y con las singulares ventajas que disfruta por su situación y comercio, por tener iglesia y cárcel construidas, con el auxilio de las tierras del resguardo vacante y que se les ha franqueado a los vecinos para su más cómodo establecimiento. (AGN, SC, P 2, f. 901 r.)

Pasado un año, y a pesar de las benévolas ventajas concedidas a los vecinos, Sogamoso no había prosperado como se esperaba "ya sea por falta de uniformidad, ya sea por carecer de la buena dirección que para ello se necesita", según la percepción del mismo Moreno y Escandón (AGN, SC, P 2, f. 901 r.). También contribuyó a tal condición el hecho de que, a pesar de los plazos otorgados por el visitador a los indígenas para que recogieran sus cultivos y se desplazaran a Paipa, estos habían omitido la orden y, al contrario, algunos seguían sembrando en sus terrenos y negándose a abandonarlos (AGN, SC, V 8, f. 961 r.).

Para salirles al paso a las trabas que los indígenas venían presentando con el propósito de dilatar la fecha del traslado, pues argumentaban que no podían abandonar sus sembradíos sin disfrutar de su producido previamente, el 18 de agosto de 1778 Moreno y Escandón le ordenó al alcalde Jerónimo Bayona que realizara una inspección del terreno, que hiciera un avalúo de las cosechas de los nativos y las ofreciera para ver si algún vecino estaba dispuesto a pagar su costo. Acatando el decreto, el alcalde se dispuso a visitar el lugar y nombró a los vecinos Felipe Romero, Manuel Montaña y Ramón de Avella como tasadores de las sementeras. En el recorrido encontraron 49 predios de indígenas sembrados con maíz, cebada y trigo y una mínima proporción con turmas. Se tasó el estado de los cultivos y se avaluó las cosechas de dichos predios en 203 pesos y 6,5 reales (AGN, SC, V 8, ff. 961 r.-964 v.).

El visitador sometió a remate los predios pero no se presentó ningún postor, situación que lo llevó a darles un ultimátum a los vecinos: les concedió plazo de un mes para que acudieran a Santafé y solicitaran la expedición del título formal de la parroquia. También pidió que se acelerara el remate de los solares en pequeñas partes, tanto del plano de la parroquia como del resguardo, según lo había establecido un auto anterior. Y, en caso de incumplirse lo mandado, el funcionario amenazó con la enajenación de las partes asignadas para ser rematadas a un nuevo postor de acuerdo con la oferta que más beneficiara a la real renta (AGN, SC, P 2, f. 901 v.). Finalmente, el traslado de los indígenas lo realizó el 15 de septiembre de 1778 don Tomás Antonio Laiseca y Fajardo, corregidor del lugar, quien verificó que los naturales se desplazaran al resguardo de Paipa y que el pueblo que habían habitado fuera demolido, según lo atestiguaron unos vecinos interrogados al respecto (AGN, SC, P 2, ff. 897 r.-900 v.).

El 1 de diciembre, tras haber revocado el poder que en octubre de 1777 se les había otorgado a Juan de Dios Díaz Granados y a Dionisio Romero, debido a su ineficiencia (AGN, SC, P 2, f. 906 r.), 69 vecinos concedieron un poder amplio y suficiente a don Ambrosio Jiménez y a don Manuel de Guevara para adelantar en Santafé las diligencias de asignación de un cura con lo necesario para su subsistencia y la solicitud de autorización del remate de las tierras (AGN, SC, P 2, f. 904 v.). En Santafé, le correspondió llevar el asunto ante el cabildo al procurador de número de la Real Audiencia don José Joaquín Zapata y Porras, quien el 16 de diciembre acudió a donde el escribano para dar inicio al proceso. Tres días después, solicitó oficialmente ante la Real Audiencia la erección de la parroquia que tendría como patrono mayor a san José y como patronos menores a san Martín y san Antonio, y además asumió en nombre de los vecinos del lugar la obligación legal de sostener las tres cofradías requeridas con sus misas anuales, el alumbrado del sagrario durante todo el año, la manutención del cura, el pago de las limosnas y la compra de los ornamentos y alhajas para la iglesia (AGN, SC, P 2, ff. 910 r.-910 v.).

El 22 de diciembre, el fiscal procurador del arzobispo otorgó el consentimiento eclesiástico al proyecto de la erección y remitió el expediente al virrey en calidad de vicepatrono real para que dictara los autos requeridos (AGN, SC, P 2, f. 911 r.). Por su parte, el provisor general, don José Gregorio Díaz Quijano, el 18 de enero de 1779 emitió un auto concediendo el título en los términos siguientes: "Visto este expediente con lo determinado por el señor fiscal como juez visitador con lo demás que ha convenido considerarse se concede el título de parroquia para el lugar de Sogamoso en los términos que se pide" (AGN, SC, P 2, f. 913 r.). De este modo, quedaba agotado el trámite eclesiástico, y solo faltaba la aprobación respectiva del virrey.

El 27 de enero de 1779 el oidor fiscal Joaquín Vasco y Vargas acudió al virrey y le pidió que se tuviera en cuenta "que la confirmación de esta gracia como las demás de igual naturaleza que digan relación a pueblos extinguidos se verifique sin perjuicio de aquellos naturales" (AGN, SC, P 2, f. 914 v.). La solicitud de Vasco y Vargas estaba orientada a proteger a los indígenas de cualquier posible arbitrariedad en el procedimiento. En consecuencia, el secretario del virrey Flórez, don Francisco Iturrate, conceptuó el 30 de enero que se debía suspender la provisión "sobre el contenido de este expediente hasta que se resuelva lo que convenga cuanto a la visita y traslación del pueblo de Sogamoso" (AGN, SC, P 2, f. 914 v.). Ante la oposición del oidor Vasco y Vargas a las disposiciones adoptadas por Moreno y Escandón, el virrey solicitó el concepto del regente Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres, quien juzgó que no existía ningún argumento válido que justificara la extinción y el traslado de los resguardos, por lo que las tierras debían ser restituidas a los indios. Solo el rey podía privar a los naturales de los privilegios que les había otorgado.

Suspendidos los efectos de los autos de agregación, los indios de Sogamoso regresaron a sus tierras, pero las encontraron en poder de los vecinos, que habían derribado sus antiguas casas. El 27 de abril de 1779, el cura de Sogamoso, don Agustín Salazar y Caicedo, escribió a la capital solicitando instrucciones de cómo proceder con los indios que habían regresado y se encontraban hacinados en la zona de Monquirá, sin casas, sin dónde cultivar y sin quién los atendiera espiritualmente (AGN, SC, V 14, ff. 377 r.-378 r.). En respuesta a la situación expuesta por el religioso, el 13 de mayo se les autorizó volver a cultivar sus propias tierras, aunque la invasión del espacio por los vecinos ya era irreversible (Colmenares 64-65)4. El proceso quedaría latente, a la espera de un pronunciamiento real que nunca llegó; en cambio, en 1781 se confirmaría oficialmente la diligencia de restitución de las tierras de resguardo a sus primeros dueños (AGN, SC, P 2, f. 925 r.).

Pasaron quince años hasta que, en 1794, se realizaron nuevas diligencias para la obtención del título. Sin embargo, dichas diligencias resultaron improductivas hasta el 20 de julio de 1808. En esta fecha, se concedió un nuevo poder a don José Antonio Montaña para que continuara con el proceso legal. Este poder, redactado en la oficina del alcalde local Emigdio Cáceres, derogaba el que habían otorgado de tiempo atrás a don Joaquín Díaz y don Luis Joaquín Pérez (AGN, SC, P 2, f. 916 r.). Le correspondió presentar el expediente ante la Real Audiencia al procurador Cándido Nicolás Girón, quien planteó sus argu mentos el 28 de julio del mismo año (AGN, SC, P 2, ff. 920 r.-922 r.). El 5 de septiembre intervino el fiscal protector, quien solicitó derogar y declarar fuera de lugar la solicitud hecha por Girón, en virtud de que el teniente gobernador del pueblo, don Antonio Peralta, junto con otros nueve capitanes, se oponían a la transformación del pueblo en parroquia y para dicho fin habían suscrito un requerimiento fechado el 6 de agosto anterior (AGN, SC, M 44, ff. 856 r.-858 v.). Girón respondió el 19 de octubre calificando la oposición de los indígenas de maliciosa, y solicitando que se realizaran las averiguaciones necesarias para justificar la bondad del proyecto (AGN, SC, P 2, ff. 924 r.-924 v.).

Después de que el expediente hubiera transitado por varias oficinas y de que se hubieran obtenido diversos conceptos legales (tanto de índole criminal como civil), de que el caso hubiera sido sometido a distintos pareceres y se hubieran efectuado las diligencias requeridas por el virrey, el 7 de febrero de 1810 se expidió el decreto que ordenaba que, "dejando a los indios terreno proporcionado se venda lo restante de sus resguardos con división de suertes [y] que la enajenación se haga en público remate y se declara la obligación de los compradores de promover lo correspondiente para la citada erección de parroquia" (AGN, SC, P 2, f. 954 r.). De este modo, se obtenía la aprobación civil del proyecto, pues la aprobación eclesiástica ya había sido otorgada en enero de 1779; aunque la habitación y el predominio territorial de los vecinos ya era un hecho desde el mismo momento en que los indígenas habían sido trasladados a Paipa.

Disputa por la tierra

El proceso legal al que se le dio curso de forma intermitente durante 33 años no deja duda de lo que realmente estaba en disputa: el derecho a la posesión de la tierra. Por un lado, la posesión legal de los indígenas estaba garantizada por la concesión real del resguardo, aunque su disminución numérica alentaba las aspiraciones de otros grupos sociales (AGN, SC, M 44, f. 558 r.). Por otro lado, la habitación prolongada y de facto del lugar por parte de los vecinos, con el consentimiento de los indígenas, ocasionó que aquellos se sintieran con derecho a reclamar como propio el terreno sobre el cual habían vivido, trabajado y construido sus casas (Moreno 241). No es extraño que, cuando Francisco Antonio Moreno y Escandón consintió el traslado de los indígenas a Paipa y el remate de las tierras del resguardo en 1777, lo hiciera argumentando

que era crecido respectivamente el número de vecinos agregados al pueblo, y que los más carecían de tierras propias que cultivar, por cuyo motivo, o bien se acomodaban a vivir de arrendatarios de los indios, con peligro de ser expelidos, a voluntad de estos, o bien en las haciendas comarcanas, retirados del pueblo, con dificultad de acudir con frecuencia a misa, y de ser con prontitud administrados por sus párrocos en sus enfermedades. (237)

Las palabras del visitador no solo representaban su opinión personal, sino que además recogían el reclamo de un grupo social mayoritario y ascendente en número y, por lo tanto, cada vez más importante en el accionar sociopolítico de la región. La acción de trasladar a los indígenas y rematar las tierras era una alternativa viable para darle formalidad legal a una situación de irregularidad frente a la ley indiana. Sin embargo, todo argumento citado a favor de los vecinos se enfrentaba al hecho de que los resguardos eran concesión real, y ante la presencia de intereses encontrados, finalmente, la Corona optaba por la defensa de los indios, realidad que a la larga dejaba sin peso cualquier pronunciamiento de tipo provincial (AGN, SC, P 2, f. 949 v.). No obstante, los vecinos locales siempre encontraron argucias legales y mecanismos de presión para poner la ley de su lado y ganar el beneficio de la tierra (González, El resguardo 56-58).

Mientras el territorio perteneciera legalmente al resguardo, cualquier intento de poseerlo resultaba riesgoso e incierto. La erección de la parroquia vendría a darle solidez legal y firmeza temporal a la propiedad de los vecinos. Sin embargo, aunque el desplazamiento de los indígenas fue decretado a mediados de 1777, para agosto de 1778 todavía no se había efectuado la diligencia. Aún después del 15 de septiembre de 1778, cuando se hizo efectivo el traslado, no se evidenciaba premura por parte de los vecinos para adelantar el proceso (AGN, SC, P 2, f. 901 r.). Al parecer, existían varias condiciones sociales que justificaban lo anteriormente dicho. En primer lugar, los indígenas aprobaban que los vecinos habitaran y trabajaran los territorios sobrantes a cambio de tratos informales, permisos concedidos, arriendos acordados, colaboración mutua en el cumplimiento de obligaciones fiscales, organización de fiestas religiosas y participación del trabajo o de los mandatos; claro está, sin que finalmente se pusiera en duda el derecho de los indígenas (Moreno 241)5. En segundo lugar, se intuye que ya existía en la región un dominio de grupo, en la medida que la población de vecinos había superado en grandes proporciones a la indígena6. A esto se sumaba que el resguardo garantizaba la presencia del cura doctrinero financiado por el virreinato durante todo el año. En consecuencia, los vecinos podían acceder a la atención espiritual por un bajo costo o por ninguno, situación que cambiaría con la erección de la parroquia, porque entonces urgía asumir todos los gastos propios del sostenimiento de esta.

El marcado mestizaje que se había ido produciendo en la región no solamente consistía en una mezcla de sangre, sino que además traía implícita la construcción de nuevas relaciones de parentesco y padrinazgo que hacían imposible que la comunidad local aplicara las divisiones étnicas reglamentadas por la Corona. Los mismos funcionarios reales encontraban serias dificultades para clasificar en un determinado grupo étnico a estos mestizos (Moreno 247). A pesar de que en los argumentos legales se exponía la indefensión de los vecinos, estos no sentían realmente que los pocos indígenas representaran una amenaza para sus intereses, y dejaron el proceso en una efectiva "inacción" o "falta de actividad", como Moreno y Escandón lo menciona (AGN, SC, P 2, f. 916 v.). El control real que los indígenas estaban ejerciendo sobre los territorios del resguardo residía en su lugar de habitación y en lo poco que por sus propios medios podían cultivar.

Progresivamente, entre septiembre de 1778 y abril de 1779, tiempo durante el cual se hizo oficial el traslado a Paipa, los vecinos tomaron control absoluto de las tierras, mientras los indios "desterrados" perdieron sus "habitaciones, muebles y demás bienes que tenían" (AGN, SC, M 44, f. 857 r.). Incluso, el mismo visitador recomendaba, en el caso de los indígenas que se resistían al trasladado, que se derribaran las casas que tuvieran en el pueblo para que "no les quedara esperanza de restituirse a ellas" (Moreno 249). A su regreso, las tierras que habitaban antaño ya estaban ocupadas, demarcadas y hechas potreros, razón por la que fueron conducidos a habitar en una zona marginal llamada Monquirá, en donde estuvieron expuestos a innumerables precariedades (AGN, SC, M 44, f. 857 v.). Se produjo una restitución de tipo legal de las tierras del resguardo; sin embargo, en la práctica no hubo tal, porque los vecinos con tinuaron poseyéndola y relegando a los indígenas a sectores marginales. No en vano el procurador Cándido Nicolás Girón, al exponer sus argumentos en 1808, manifestaba que no se trataba precisamente "de formar un pueblo sino de estar ahí ya más de treinta años formado el que se desea erigir" (AGN, SC, P 2, f. 920 r.).

La situación de pobreza a la que fueron conducidos los indígenas implicó para ellos una encrucijada económica: la restitución legal del resguardo les devolvía también sus obligaciones tributarias frente a la Corona. Al no poder pagarlas, los cobradores les arrendaban a los vecinos las tierras de los indígenas para así obtener el recaudo que estos adeudaban (AGN, SC, M 44, f. 857 v.). Después de 1780, por obvias razones, la comunidad indígena padeció una escasez económica que ocasionó el atraso en el pago de los tributos. La difícil situación llevó a que los hombres tributarios vieran una salida en el abandono del resguardo y de sus familias. Exentos de las obligaciones fiscales y el control institucional, se dedicaban a la vagancia, al robo y al rebusque. Idéntica circunstancia se replicaba en todos los resguardos de la región cundiboyacense. Los pocos indios que se negaban a trasladarse, como ocurrió en Sogamoso, quedaban como trabajadores sin tierra y eran agregados a lugares cercanos. Los que se trasladaban, en algunos casos, no eran bien recibidos por los indios que los acogían, y los que intentaban regresar a sus tierras lo hacían sometiéndose a ser simples trabajadores agrícolas en una tierra que ya no era de ellos (Fals 111-112).

Entre 1797 y 1798, don Felipe Romero, desempañándose como corregidor, se enfrentó a la amenaza del abandono del pueblo por parte de los indígenas que no eran capaces de sobrellevar las cargas tributarias debido a la crisis ocasionada por las inundaciones de 1797 (AGN, SC, T 11, f. 698 r.). Con el fin de evitar la desbandada, reguló las ausencias de los indígenas y consiguió la aprobación de las autoridades de la capital para concederles dos años de amnistía, tiempo durante el cual no debían pagar tributo. Pero, pasados dos años, llegó a la región el cobrador Juan de Dios Cifuentes y, desconociendo claramente los beneficios otorgados anteriormente a los indígenas, reclamó no solo los tributos de ese momento, sino además los de los dos años vencidos. Su argumento residía en que había ganado la nueva providencia ante la Real Hacienda mediante el proceso del remate, y por eso procedía de forma arbitraria a cobrar la deuda, a despojar y arrendar las tierras del resguardo para saldar el monto que no estaban en capacidad de pagar (AGN, SC, M 44, f. 857 v.). Desplazados y relegados a la zona de Monquirá, los 447 indígenas que aún quedaban padecían una situación, según lo comenta un capitán indio, en la que "se ven tan afligidos y llenos de necesidad que ni aun para mantenerse alcanzan y tan estrechos que [...] ni aun de pie caben" (AGN, SC, M 44, f. 857 v.).

De esta situación sacaron provecho don Antonio Laspriella, su hermano don Francisco, don Salvador Ortiz Barrera y otros españoles llegados hacia 1792 a la zona, quienes en calidad de arrendatarios "chambean y sientan tapias y cimientos de piedra" en sus terrenos con el propósito de volverlos potreros. Estos hombres, además, actuaban favorecidos por el alcalde Emigdio Cáceres, de quien se decía que era un hombre sin instrucción y que hacía todo lo que los vecinos arrendatarios le mandaban (AGN, SC, M 44, f. 858 r.). La intención de estos últimos de quedarse con la tierra y el despojo al que fueron sometidos los indígenas se hacen evidentes. A pesar de que las leyes protegían a los nativos, las condiciones sociales locales terminarían favoreciendo a los vecinos.

Don Antonio Peralta, gobernador indígena, en su pronunciamiento contra la erección de la parroquia, hizo caer en cuenta del lucro que significaba para el recaudador del tributo el arriendo de las tierras de los indios. La obligación tributaria del resguardo era de 500 pesos anuales. Y los arriendos que se cobraban a los vecinos arrendatarios sumaban 800 pesos. Lógicamente, los 300 pesos que no se reportaban a las reales cajas estaban destinados para el beneficio particular del cobrador (AGN, SC, M 44, f. 585 r.). Así mismo, el gobernador ofrecía, en nombre de su comunidad, aumentar la suma del tributo a 600 pesos a cambio de que se les regresaran sus tierras. La propuesta resultaba hábil porque la Real Hacienda solamente estaba percibiendo 500 pesos anuales, mientras que el excedente del ejercicio se quedaba en manos particulares.

El proceso de apropiación de la tierra por parte de los mestizos en la región de Sogamoso, sobre todo después de la mitad del siglo XVIII, se mantenía en la misma línea de lo que se había producido en el virreinato durante todo el siglo XVII. Los blancos y mestizos se fueron apoderando gradualmente de extensiones de tierras consideradas marginales, conformaron comunidades independientes en estas comarcas y, de esta manera, ampliaron el área de influencia hispana. Personas de cultura española, pero de rasgos faciales muy variados, colonizaron paulatinamente las zonas adyacentes al altiplano cundiboyacense y dinamizaron todo un proceso socioeconómico a favor de su progreso y en contra de la subsistencia indígena (Palacios y Safford 100-105).

La implementación del arrendamiento de las tierras del resguardo para pagar los tributos atrasados le dio cierta formalidad legal a la habitación de los vecinos, mas no permanencia. Pues era de suponer que el arrendamiento tenía legalidad solo hasta que la deuda que lo originaba fuera saldada. Hasta 1794, los argumentos esgrimidos por los visitadores para trasladar a los nativos y rematar sus tierras siempre estuvieron orientados a resolver, por un lado, una realidad de tipo étnico-demográfica y, por otro, una situación socioeconómica de pobreza y de "bien común" del creciente número de vecinos. Las razones particulares eran disímiles. 1) Dividiendo a los indios de los vecinos se daría cumplimiento a la ley y se evitarían los desmanes que la convivencia interracial producía. 2) Mejorarían las condiciones de la atención espiritual tanto para los vecinos como para los indígenas. 3) Se resolvería el problema de pobreza y desarraigo que padecían los vecinos. 4) Se reducirían gastos de administración civil y eclesiástica. Y 5) se optimizarían las condiciones para el cobro y pago de tributos e impuestos, con lo cual se beneficiaría la Real Hacienda (Moreno 245).

Entrado el año de 1808, el proceso llegó a los despachos de los fiscales de asuntos civiles y criminales, quienes se encargaron de darle un marco jurídico. La oposición formal a la erección de la parroquia, presentada por el indio Antonio Peralta y otros capitanes el 6 de agosto de dicho año, desencadenó todo un esfuerzo conceptual. Las reflexiones e interpretaciones que se hicieron de la legislación indiana conformaron el contenido jurisprudencial bajo el cual se procedió a oficializar el traslado de los indios, formalizar el remate de las tierras y avalar la erección de la parroquia en febrero de 1810. Como era de esperarse, una determinación de esta envergadura iba a tener defensores y detractores cuyos argumentos sirvieron para legitimar las determinaciones de las autoridades capitalinas en un contexto en el que la autoridad del rey ya aparecía profundamente desdibujada.

Las discusiones legales dadas en la capital entre procuradores, fiscales y protectores llevaron a una decisión salomónica que pretendía beneficiar a ambos grupos sociales. En lugar de trasladar a los indios a Paipa, se propuso que se le asignaran tierras a cada nativo, según su capacidad para explotarlas, y que el resto sobrante del resguardo se rematara entre los vecinos; y cuando se efectuara la erección de la parroquia, quedarían estos como agregados, con lo que se aseguraría la atención espiritual, pero se ahorraría los costos de la erección de nuevas edificaciones (AGN, SC, P 2, ff. 928 r., 948 v., 945 r.). Esta hubiera sido una solución justa, de no ser por que, en el fondo, los españoles tenían la convicción de que, mientras para los indios una hectárea y media era más que suficiente, para los vecinos no había límites en cuanto a la extensión de las tierras que podían poseer. Los vecinos legitimaron sus aspiraciones y los indígenas, de todas formas, fueron afectados, porque se redujo la cantidad de tierra perteneciente al resguardo y ellos terminaron relegados en terrenos periféricos del mismo, aunque en retribución se mandara que el dinero resultante de los remates debía ingresar a la caja de la comunidad y ser utilizado en beneficio de los indios "que por derecho poseían las tierras" (AGN, SC, P 2, f. 949 r.).

Marco legal: principio de la reversión

En agosto de 1808, el fiscal protector de indios presentó ante las autoridades la apelación interpuesta por los gobernadores del resguardo en el sentido de que no se erigiera la parroquia. Don Cándido Nicolás Girón, en calidad de procurador apoderado de los vecinos, acudió a los ministerios fiscales, y al mismo virrey, para solicitar que se verificaran las malintencionadas quejas de los indígenas, y le envió un oficio al corregidor de Tunja con la petición de que recogiera testimonios sobre diez preguntas que el mismo Girón había redactado y que estaban orientadas a demostrar la bondad del proyecto (AGN, SC, P 2, ff. 921 r.-921 v.).

El 23 de febrero de 1809, el virrey Amar y Borbón dictó un auto ordenando al corregidor de Tunja que adelantara las averiguaciones solicitadas por Girón (AGN, SC, P 2, ff. 930 r.-934 v.). Con este fin, el 8 de septiembre se realizaron los interrogatorios pertinentes, en los que sirvieron de testigos Juan Agustín de Castro, vecino de Santa Rosa; Fernando Barrera, vecino de Iza; Gerónimo Ballona, vecino de la parroquia de Tibasosa; Francisco Bernal, vecino del pueblo de Nausa; Juan Domingo Montaña, vecino de Firavitoba; Pablo Antonio de la Pava, vecino del pueblo de Tota, y Bernardino Pérez, vecino de Corrales (AGN, SC, P 2, f. 935 v.). Como era de esperarse, las respuestas de todos los testigos favorecieron los intereses de los vecinos de Sogamoso y subrayaron que el procedimiento no afectaría el bienestar de los indígenas porque, debido a su escaso número, incluso aunque se redujera el terreno del resguardo, seguirían contando con tierras suficientes para sobrevivir.

El 21 de octubre de 1809, el corregidor de Tunja, don Andrés Pinzón y Zoilarda, remitió a Santafé el expediente con los interrogatorios realizados por orden del virrey (AGN, SC, P 2, f. 945 r.). Este hecho le permitió al procurador Girón volver a pronunciarse solicitando la erección de la parroquia. Amparado en las respuestas a su interrogatorio, radicalizó sus argumentos a favor del proceso y cayó en un tono notoriamente despectivo hacia los indígenas que, en el fondo, lo que dejaba entrever era el interés por desvirtuar el derecho de los nativos y legitimar el propio. El escrito de Girón se orientaba a obtener la aprobación virreinal y a quitar de un tajo el obstáculo que representaba el hecho de que la ley indiana prohibía realizar cambios en tierras de resguardos (AGN, SC, P 2, f. 947 v.).

El apoderado aducía que la solución a la notable pobreza del lugar era precisamente la erección de la parroquia de blancos, ya que "efectivamente [...] una triste experiencia de tres siglos ha confirmado que los pueblos de indios jamás llegan a prosperar" (AGN, SC, P 2, f. 947 v.). Por otro lado, asignarles las tierras a los vecinos conllevaría un aumento del recaudo de impuestos en beneficio de la Real Hacienda, porque tendrían la libertad para trabajar e invertir esfuerzos en bienes de su propiedad y "se aumenta[ría] entonces el cultivo, la agricultura, la población, [y] la riqueza del país", es decir, se estaría impulsando el desarrollo local (AGN, SC, P 2, f. 947 v.).

En este punto, el proceso fue trasladado para que recibiera el concepto de los dos fiscales, tanto el de los asuntos civiles como el de los criminales, quienes en concurso con el fiscal protector aportaron sus interpretaciones de la jurisprudencia vigente. El pronunciamiento del fiscal protector a favor de la erección de la parroquia abrió las puertas a que el proceso continuara su curso. Sin embargo, dejaba claro que el beneficio económico obtenido del remate de los predios debía ser destinado para el bienestar de los indígenas, a quienes los asistía el derecho según lo estipulaba la ley 27, título 1, libro 6, de "las Municipales" (AGN, SC, P 2, f. 948 v.).

Seguidamente, el fiscal protector trajo a discusión algunos artículos legales del compendio de "las Municipales" que protegían la posesión territorial de los indígenas. La ley 9, título 3, libro 6, manifestaba que aunque los indios se trasladaran de lugar, no debían ser privados de las tierras que les pertenecían. La ley 18, título 12, libro 4, rezaba que a los indios debían dejárseles las tierras así estas les sobraran. Y las leyes 7, 9 y 17, del título 12, libro 4, establecían que no se debían asignar tierras cuando esto implicaba un perjuicio para los indígenas (AGN, SC, P 2, f. 949 v.). El mismo fiscal protector, no obstante citar leyes en defensa de los nativos, no caía en la cuenta de lo contradictoria y ambigua que resultaba su defensa, pues aceptaba el remate de las tierras, a pesar del reclamo del indio gobernador que actuaba en nombre de su pueblo, con la condición de que el dinero fuera para la caja de la comunidad y habiendo él mismo señalado que a toda persona, incluso si era rica, le asistía el derecho de conservar sus pertenencias aun cuando estas le sobraran. No podría tener otro desenlace el proceso, que a todas vistas resultaba amañado y absolutamente parcializado contra los intereses de los indígenas. Por supuesto, lo que constata este pleito es la inminente vigencia del predominio estamental colonial en el sistema legal del virreinato, que parecía ajeno a las circunstancias de las localidades rurales. Aunque existían innumerables leyes tendientes a proteger a la comunidad indígena, la lógica legal de los juristas terminaba beneficiando a los blancos.

Para enero de 1810, los expedientes ya habían sido examinados por los fiscales del crimen y de lo civil, Manuel Martínez Mancilla y Diego García de Frías respectivamente, quienes dieron su voto a favor de la erección de la parroquia y del remate de las tierras, aunque lo sujetaron a que los indígenas conservaran sus respectivas partes. El argumento fuerte del alegato lo proporcionó el fiscal civil Diego García de Frías, quien acudió a la doctrina establecida por el jurista español Juan de Solórzano Pereira en dos de sus obras magnas: De Indiarum iure y La politica indiana7. García de Frías lo denominaba derecho de reversion, y consistía en que cuando faltaban los indígenas definitivamente, los territorios que se les habían concedido debían ser reintegrados a la Corona.

El fiscal se remitió al libro 1, capítulo 23, número 63, de la obra De Indiarum iure y al libro 2, capítulo 25, de Politica indiana, en donde estaría contenido el principio en cuestión. Para el jurista local resultaba lógico pensar que, en virtud de que la real Corona había concedido el establecimiento y asumido los gastos de funcionamiento del resguardo, este regresara al rey cuando caducaran las causas por las que había sido otorgado, de suerte que "así como cuando están necesitados los provee de todo, es justo que cesando esta razón recaiga lo que deja de servir en el mismo que se las concedió" (AGN, SC, P 2, f. 951 v.).

En palabras del jurista Juan de Solórzano, el argumento se expresaba así: "De suerte, que estas [tierras, montes y pastos], que por su benignidad se concedieron a los indios para las dichas poblaciones y reducciones, faltando ellos, es visto haberlas reservado en sí, y se vuelven a incorporar en su real Corona por el derecho que llaman de reversion, de que tratan muchos textos" (Politica 188, énfasis en el original). El fiscal civil fue más allá en sus razonamientos y acudió a la interpretación de la ley 14, libro 6, título 3, de la Recopilacion de las leyes de los reinos de las Indias, que establecía la posibilidad de organizar los resguardos indígenas en tierras quitadas a los españoles, quienes a cambio serían recompensados con tierras en otra parte. Así, aplicando el principio inverso, se llegaba a que en caso de que a los indígenas les sobraran tierras, estas debían reincorporarse a los dominios la Corona, puesto que "si cuando les falta les provee lo que necesitan, es correlativo, que cuando les sobra sea para su majestad" (AGN, SC, P 2, f. 952 r.).

Como bien puede apreciarse, a pesar de que el ejercicio legal transcurrió apegado a la norma vigente, la presunción de que la tierra era propiedad del monarca y no de los indígenas siempre estuvo implícita. Y en virtud de esta presunción, cualquier alegato a favor de mantener los resguardos con las mismas extensiones, no obstante la reducción demográfica indígena, resultaba inviable en el esquema colonial. Así que, recibidos los conceptos favorables de los fiscales y del protector de indios, solo faltaba la oficialización que efectivamente llegó con el decreto del 7 de febrero de 1810 (AGN, SC, P 2, f. 954 r.).

El remate de las tierras

El decreto que autorizaba el trámite de la erección de la parroquia exigía el cumplimiento de tres aspectos. Primero, que se les dejaran a los indígenas tierras suficientes y que lo sobrante del resguardo se vendiera con división de suertes. Segundo, que la enajenación se hiciera mediante el procedimiento de remate público. Y tercero, que los compradores se obligaran a promover lo necesario para adelantar la erección de la parroquia (AGN, SC, P 2, ff. 952 v.-953 v.). Claramente, los procedimientos solicitados por el auto estaban de acuerdo con los practicados en la región en materia de composición de parroquias y remates de resguardos y que habían sido puestos en vigencia a partir de la visita de Verdugo y Oquendo en 1755 (Bonnett 14-15; Mayorga 149).

El proceso del remate se iniciaba con el avalúo de los predios por parte de peritos neutrales. Con este propósito se convocaba a vecinos de otras poblaciones que tuvieran experiencia en avalúos. Luego, se efectuaba el pregón público in situ y en los lugares adyacentes a la localización de las tierras puestas en puja. Solo entonces, se procedía a admitir las posturas realizadas por los interesados en su adquisición, posturas que podían hacerse a título personal o por el sistema del encabezamiento, en cuyo caso obraba un apoderado en nombre de los demás, y había que desplazarse hasta Santafé o Tunja, en donde se efectuaban las diligencias.

Conocido el auto que autorizaba el remate de los terrenos sobrantes del resguardo, los vecinos sogamoseños se enfrentaban a la amenaza que representaba todo remate público. Si la convocatoria era extensiva a toda persona que quisiera pujar, dada la pobreza de los residentes locales, podría resultar que postores foráneos poseedores de mayores recursos económicos hicieran mejores ofertas por los terrenos y despojaran a los primeros de los mismos. Por este motivo, los vecinos se apresuraron a obrar legalmente a través de don Fernando Cala, procurador de número y nuevo apoderado, quien solicitó lo siguiente:

Que supuesto que las tierras se han de dividir como se ha dispuesto, en suertes o porciones, deben estas ser pequeñas y a la proporción del número de vecinos que sean capaces de poderlas tomar con cargo de satisfacer los pudientes el precio de contado, y a censo redimible los que carezcan de aquella facultad. Que al efecto se presentará una lista al juez comisionado. Que las mismas suertes se han de avaluar por sujetos prácticos de otros vecindarios que no sean de Sogamoso. Que así justipreciadas se adjudiquen a los interesados sin sacarlas a pregón. Que los actuales arrendadores sean preferidos en las posesiones que disfrutan con el arbitrio de elegir en ellas la parte que les acomode, y sea de cargo de los demás que entran a gozar de las mejoras que hay existentes pagarlas por su avalúo. Que en caso de darse algunas porciones a censo se otorgue la seguridad o fianza competente para conseguirlas al menos por espacio de nueve años. (AGN, SC, P 2, f. 154 r.)

Las peticiones que realizaba Cala se orientaban a evitar que algunos pocos vecinos más ricos se apoderaran de las tierras e hicieran arrendatarios a los más pobres, sometiéndolos a pagar rentas elevadas y dejándolos sin dónde construir sus propias casas y sus cultivos (AGN, SC, P 2, f. 154 v.). Al solicitar legalmente lo anterior, el apoderado sabía que las Leyes de Indias dejaban autonomía a los virreyes y gobernadores sobre el modo y la forma de la ejecución del remate (Recopilacion 104).

En vista de lo anterior, el 31 de marzo de 1810 el fiscal civil aprobó la forma como los vecinos solicitaban que se hiciera el procedimiento, manifestó estar de acuerdo con que se avaluaran los terrenos y, así, se vendieran a los antiguos o actuales poseedores para evitar los monopolios de los ricos, que con sus altas posturas podrían despojar a los actuales arrendatarios (AGN, SC, P 2, f. 155 v.). Y el 3 de abril del mismo año se mandó que se dividiera en suertes el terreno, "del cual no se podrá vender más que una a cada vecino hasta que estén acomodados todos los que allí hubiere, y solo en el caso de sobrantes podrán comprarse de ellos las demás suertes que se pretendan" (AGN, SC, P 2, f. 156 r.). Con esto quedaba consolidada la parroquia y consagrada legalmente la propiedad de la tierra en manos de los vecinos blancos que, en 1778, habían dado inicio a un proceso de control y reordenamiento territorial que transformó el paisaje de Sogamoso según las aspiraciones y la forma de vida de los nuevos propietarios.

Aunque en las periferias del resguardo existían algunas propiedades de importante extensión, como la hacienda La Ramada en la zona norte, la hacienda de Las Monjas en la zona sur y la finca El Hatillo en la parte oriental, por lo que respecta a la extensión del pueblo y del resguardo propiamente dichos, estos fueron divididos y rematados en parcelas relativamente pequeñas, fácilmente comercializables entre los habitantes locales. Esta forma de propiedad de la tierra les permitió a los vecinos contar con nuevas condiciones de enajenación y capacidad para transferirla a familiares o a terceros sin problema, a menos que estuviera vinculada a hipotecas o capellanías (Kalmanovitz 53).

El acceso a la pequeña propiedad parcelaria, como denomina Kalmanovitz el proceso de repartición de las tierras del resguardo, fue un factor importante en el desarrollo de una economía de subsistencia que posibilitó mejorar las condiciones sociales de los vecinos y blancos pobres. Aunque la posesión privada de la tierra en pequeñas proporciones desvinculaba a los vecinos pobres del sistema de las aparcerías y las grandes haciendas, por otro lado les ofrecía la ocasión de trabajar para su propio lucro e ir conformando en la región fincas de menores proporciones (Kalmanovitz 47-56).

La diferenciación social que surgió entre los blancos durante el proceso, entre ricos y pobres, habla de una estratificación geográfica del virreinato. Los centros urbanos emergentes aglomeraban funcionarios reales y familias influyentes que conformaban la burocracia virreinal, mientras que las zonas periféricas se convirtieron en el refugio de labradores y segundones que adoptaron como modo de subsistencia el rebusque, la agricultura o la ganadería de subsistencia, y que encontraron en los vacíos legales y en las líneas limítrofes de la sociedad colonial una apretada pero suficiente atmósfera para sobrevivir. La burla a la ley y la caza de la mejor oportunidad fueron las salidas más viables de los vecinos a su situación socioeconómica, y se constituyeron en el modus vivendi de quienes conformaron, según criterio de Fals Borda, una nueva clase social. Mientras tanto, el espacio vital que, desde comienzos del siglo XVII, la sociedad colonial había pretendido garantizarles a los indígenas, se fue reduciendo, los fue asfixiando económica, cultural y geográficamente, y condenando irreversiblemente a desaparecer.

Consideraciones finales

La práctica del arrendamiento de tierras del resguardo, por parte de los mismos indígenas o de los cobradores de tributos, abrió el camino para la futura comercialización de la tierra, para la posesión individual de la misma y su posterior despojo. Y la posesión privada de la tierra, consecuencia de la supresión de los resguardos, contribuyó al impulso del desarrollo de la hacienda privada durante la segunda mitad del siglo XVIII en el marco de un pretendido fortalecimiento de la intervención privada en el desarrollo agrario (González, "La política" 145). No alcanzaban a vislumbrar los naturales que, al consentir la presencia de los vecinos en sus territorios, lo que contrariaba las leyes indianas que la prohibía, dieron paso a un proceso social en el que finalmente los resguardos fueron extinguidos por el mismo sistema que los había creado (González, El resguardo 63-64). El mestizaje, resultado de la interacción cercana entre las castas, implicó un reto al sistema colonial, que tuvo serias dificultades para encontrarle un espacio al nuevo grupo social que emergía. Los mestizos, por su parte, conscientes de la confusión legal, aprovecharon la circunstancia para sacar beneficio a su favor. El crecimiento de este grupo se convirtió en un factor determinante en la posterior descomposición del resguardo (González, El resguardo 65-70).

Los vecinos aprovecharon las condiciones sociales que Sogamoso ofrecía, por ser un territorio distante de los principales centros administrativos, para efectuar una ocupación progresiva del territorio. Este proceso implicó el desplazamiento de los indígenas a tierras periféricas menos bondadosas. La presencia de los blancos y mestizos en el reguardo, en principio de manera informal, basada en acuerdos elementales con los indígenas, fue ganando formalidad cuando se autorizó legalmente el arrendamiento de las tierras para saldar las deudas de los tributos atrasados, y se consolidó con los decretos de extensión del resguardo y con el remate de sus tierras después de 1778.

Pasar de una ocupación informal a un dominio legal del territorio implicó un gran esfuerzo de interpretación del abundante compendio legal colonial. Tanto los vecinos como los funcionarios virreinales contribuyeron a buscar la forma de que la legislación les fuera favorable en la adquisición de las tierras. La aplicación del principio de reversión abrió el sendero legal para justificar la expropiación de los territorios de Sogamoso y su asignación a los vecinos y mestizos. A esto se sumaba que, a medida que se producía el desequilibro demográfico entre indios y mestizos, las élites rurales emergentes ganaban representatividad en la altas esferas del virreinato y capacidad para ejercer presión política en beneficio de sus intereses locales.

Todo lo anterior permite hacer una radiografía a escala local de la manera como un grupo poblacional ignorado y desconocido para la sociedad colonial fue adquiriendo relevancia y representación en la vida política, económica y en las esferas burocráticas de la administración virreinal. Podría decirse que el proceso de erección de la parroquia de Sogamoso encarnó, además, el ascenso social de un grupo local y su lucha por ganar un espacio propio en un contexto en el que era despreciado e ignorado. Ganar la propiedad de la tierra fue el primer peldaño de ese ascenso, toda vez que la tierra constituía la carta de presentación para acceder a los círculos sociales más determinantes de la época.


Notas
1 El término vecino tiene una connotación étnica que se refiere a un poblador de origen mestizo, negro liberto o blanco pobre aposentado en las poblaciones cercanas o dentro de los propios territorios del resguardo (Bonnett 11).
2 En este sentido se entiende la real cédula del 3 de agosto de 1774.
3 Al respecto, véanse en el texto de Juan Carlos Jurado los aspectos relacionados con la construcción del concepto de vagancia en la Colonia y un análisis social del fenómeno en la Nueva Granada.
4 El auto está contenido en agn (SC, V 14, ff. 379 r.-379 v.).
5 Hacia 1766, los vecinos pagaban anualmente a los indígenas, por concepto de arriendo, 13 reales por casa y solar y 8 reales por fanegada de tierra para sembrar (AGN, SC, R 1, f. 161 r.).
6 Marta Herrera hace referencia a la consolidación de una élite rural durante el siglo XVIII (189).
7 Aunque las nomenclaturas citadas por el fiscal no corresponden al tema en las obras originales, el principio de reversión sí es tratado por Solórzano en otros apartes. Las dos obras, De Indiarum iure y Política indiana, se corresponden mutuamente en cuanto que la segunda es el intento por difundir en español la primera. De Indiarum iure fue publicada en dos tomos en los años 1629 y 1639 bajo los títulos De Indiarum iure disputatio sive de iusta Occidentalium inquisitione, acquisitiones et retentione, tribus libris comprehensa y De Indiarum iure disputatio sive de iusta Occidentalium Gobernatione, quinque libris comprensa. Estos dos volúmenes representaron en su tiempo la primera sistematización del derecho indiano. Política indiana vio la luz en idioma español en 1647 con el propósito de ser una obra más expedita y menos especializada, lejos del fuero exclusivo de teólogos y juristas. Para profundizar en el tema, véanse Bonnett y Castañeda; Vas Mingo y Luque.


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