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Fronteras de la Historia

versão impressa ISSN 2027-4688

Front. hist. vol.20 no.1 Bogotá jan./jun. 2015

 

Los agricultores y ganaderos de la sabana de Bogotá frente a las fluctuaciones climáticas del siglo XVIII

Farmers and Breeders of Bogota Savannah in face of Climatic Changes in the 18th Century

KATHERINNE GISELLE MORA PACHECO
Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá
kgmorap@unal.edu.co

Recibido: 6 de mayo de 2014
Aceptado: 16 de enero de 2015


RESUMEN

El artículo analiza las formas de adaptación de los agricultores y ganaderos del occidente de la sabana de Bogotá a las sequías e inundaciones que se presentaron durante el siglo XVIII. A partir de información cualitativa de documentos oficiales, correspondencia y relatos de viajeros, reconstruye la cronología de las sequías prolongadas y las inundaciones que causaron daños considerables en la infraestructura, los hatos y los cultivos. Enfatiza en las respuestas de los labradores, que incluyeron el uso del suelo de acuerdo con los microclimas de la región, la construcción informal de infraestructura hidráulica y las reservas de alimentos.

Palabras clave: Adaptación a la variabilidad climática, agricultura, ganadería, inundaciones, sabana de Bogotá, sequías.


ABSTRACT

This research analyzes the adaptation of the farmers and breeders of Bogota savannah to confront droughts and floods that occurred during the 18th century. Based on qualitative information in official colonial documents, letters and notebooks of travelers, this research reconstructed the chronology of prolonged droughts and floods that caused damage to infrastructure, crops and herds. The results emphasize on the response of the farmers and ranchers, included land use according to microclimates of the region, informal construction of water infrastructure and food stocks.

Keywords: Adaptation to climate variability, agriculture, Bogota, droughts, floods, livestock.


Introducción1

Plagas de polvillo, heladas, falta de pastos y largos veranos fueron calamidades que agobiaron a los labradores de la sabana2 de Bogotá durante el siglo XVIII y ante las cuales no tenían más remedio que recurrir al Señor Caído, la Virgen del Campo o san Isidro Labrador (Patiño). Sin embargo, ¿eran estas las únicas estrategias para enfrentar condiciones meteorológicas adversas? ¿Qué tan a merced del clima se encontraba esta sociedad agraria? En Colombia, la incidencia del clima en las actividades agropecuarias ha sido poco estudiada en perspectiva histórica. La presente investigación, enfocada en la sabana de Bogotá desde la última década del siglo XVII hasta la primera década del siglo XIX, analiza esta relación en doble vía: de un lado, la influencia del clima y el estado del tiempo en las actividades humanas; de otro, los seres humanos que se organizan para producir haciendo frente a las condiciones meteorológicas.

La sabana de Bogotá, con una altitud promedio de 2.600 m s. n. m. (Instituto 1949), forma parte del conjunto mayor del altiplano cundiboyacense en los Andes orientales colombianos (mapa 1). Su origen se explica por la sedimentación fluviolacustre en el Cuaternario, aportada por la cuenca del río Bogotá y el desaparecido lago que cubría la región, del cual aún quedan relictos en forma de lagunas y pantanos (Pérez). En la sabana, el régimen de precipitaciones es bimodal, con dos periodos anuales de lluvias (abril-mayo y octubre-noviembre) y dos periodos secos (diciembre-enero y junio-agosto). La precipitación anual varía de los 2.000 MM en el oriente a los 900 MM en el occidente. La temperatura media anual es de 14 °C (Instituto 1949-1950), con oscilaciones inferiores a 1 °C.

Para este estudio, se delimitó un sector del centro-occidente de la sabana: al norte, desde el río Juan Amarillo y la cota de los 2.600 msnm; al sur, los ríos Tunjuelito, Bogotá y Balsillas; al oriente, la actual Avenida Ciudad de Quito, en Bogotá; y al occidente, la cota de los 2.600 msnm en los municipios de Madrid y Bojacá (mapa 2). La selección de esta área obedece a varios criterios. En primer lugar, es el sector de la sabana con menores precipitaciones, pero al mismo tiempo es el más propenso a las inundaciones por su ligera inclinación, que lo hace receptor de la escorrentía, y por los desbordamientos de ríos, lagunas y pantanos. En segundo lugar, el área de estudio se corresponde con las fuentes documentales disponibles, referentes en su mayoría a la dehesa de Bogotá o hacienda El Novillero, la hacienda jesuita Chamicera y los resguardos de Bogotá, Serrezuela, Bojacá, Bosa, Fontibón y Engativá. En tercer lugar, la selección es coherente con la construcción cultural del concepto de sabana de Bogota, diferenciado hasta finales del siglo XIX de los valles de Tabio, Sopó y La Calera y asociado con la zona plana occidental cercana a Funza, la antigua Bogotá (Rueda 10).

En principio, esta investigación parte de la reconstrucción de eventos hidrometeorológicos considerados atípicos por quienes los enfrentaron y dejaron registros cualitativos de ellos en un periodo preinstrumental, en forma directa (menciones de sequías prolongadas e inundaciones de consideración) o indirecta (reportes sobre el peso del ganado, la escasez de víveres, el daño a la infraestructura, entre otros). Como referentes, han sido valiosos los estudios previos sobre los fenómenos de El Niño/Oscilación del Sur (ENOS) y la Pequeña Edad de Hielo (LIA, por sus siglas en inglés). En segundo lugar, a partir de la información disponible en documentos coloniales oficiales, la correspondencia entre los hacendados y sus mayordomos, y los diarios de viajeros de principios del siglo XIX, se analizan las opciones que los sabaneros del siglo XVIII eligieron para hacer frente a la variabilidad climática. Entre ellas se incluyen el uso del suelo de acuerdo con los microclimas de la región que demandaban cierto grado de especialización, la construcción de infraestructura hidráulica por parte de espontáneos, el aprovechamiento de diferentes altitudes y las reservas de alimentos.

1. El clima en el siglo XVIII

La ubicación del área de estudio en la zona intertropical y la temporalidad delimitada hacen necesario incorporar en el análisis las dinámicas propias de ENOS y la Pequeña Edad de Hielo. El Niño es la fase cálida del ENOS, oscilación de las masas de aire, las temperaturas y las corrientes marinas en la cuenca del Pacífico, mientras su fase fría se conoce como La Niña. Durante El Niño se alteran diferentes condiciones: la corriente fría del oeste deja de fluir y desparecen o disminuyen los vientos del este (Caviedes). Las masas de aire caliente y húmedas, poco comunes en el Pacífico tropical, se desplazan sobre las aguas cálidas e inician su avance hacia el este dejando en el camino lluvias torrenciales en áreas secas al este del Pacífico (Fagan, La corriente). La Niña se manifiesta con la generalización de aguas frías en el Pacífico tropical, una termoclina poco profunda en el Pacífico ecuatorial y un gran intercambio de aguas cálidas en el Pacífico occidental. La poca evaporación sobre las superficies frías de agua y la mínima transferencia de energía calórica entre el océano y la atmósfera favorecen las sequías en áreas de la cuenca del Pacífico que experimentaron lluvias durante El Niño y viceversa (Caviedes).

La ocurrencia milenaria de El Niño y La Niña ha sido objeto de varios estudios históricos. Para la reconstrucción cronológica del ENOS en América Latina durante el siglo XVIII, la mayor parte de las investigaciones que tienen como insumo principal las fuentes documentales (en algunos casos contrastadas con datos paleoecológicos) identificaron sequías prolongadas, inundaciones devastadoras, comportamientos atípicos en las corrientes marinas ligados a la alteración de los volúmenes habituales de pesca y los periodos de escasez de alimento y hambrunas. En la tabla 1 se contrasta esta información y se resalta la coincidencia en tres territorios o más para recalcar la posibilidad de ocurrencia de ENOS en años puntuales en el periodo 1690-1810. Ante la ausencia de una reconstrucción precisa del fenómeno en el caso de la sabana de Bogotá, se señalan los eventos hidrometeorológicos atípicos que fueron registrados en los mismos años.

El periodo de estudio coincide además con los momentos más fríos de la Pequeña Edad de Hielo. Para Emmanuel Le Roy, esta es una expresión empleada para nombrar la fase de expansión de los glaciares en un periodo que se extiende entre 1600 y 1850, aproximadamente, que con mayor precisión se denomina estadio de Fernau (301-302). Es en los siglos XVII y XVIII cuando se presentan los inviernos más fríos y prolongados en el hemisferio norte y se identifica la ocurrencia de eventos hidrometeorológicos atípicos a escala global. Los años de inviernos severos coincidieron en varias ocasiones con la ocurrencia de ENOS (gráfica 1). Años como 1716, 1740 y 1787-1788 marcaron hitos por el carácter extremo de los estados del tiempo (Fagan, La pequena; Grove; Lamb; Le Roy).

Los efectos de la Pequeña Edad de Hielo en el actual territorio colombiano han sido poco estudiados a partir de fuentes documentales. Con base en el examen de las morrenas y los reportes de viajeros e historiadores del siglo XIX (sin referencias específicas), Raasveldt observó coincidencias entre los fenómenos observados en los Alpes y la Sierra Nevada de Santa Marta, relacionados con avances glaciares en 1600, 1820 y 1850. Basado en los estudios de Van der HaMMen, sin aclarar la metodología empleada, Antonio Flórez señala un avance glaciar importante entre los siglos XVII y XIX, cuando el límite inferior descendió hasta los 4.200 m s. n. m. La exploración documental del presente estudio indica coincidencias entre estos descensos de temperatura durante la Pequeña Edad de Hielo y eventos hidrometeorológicos que afectaron a los habitantes de la sabana de Bogotá durante el siglo XVIII (gráfica 1).

Sequías severas e inundaciones atípicas en la sabana de Bogotá

Diferentes estudios en Latinoamérica han planteado la ocurrencia de ENOS en los años de 1692 a 1697 (Endfield, "Climate and Crisis"; Endfield, Climate and Society; Garza, Gergis y Fowler; Quinn y Neal). La sabana de Bogotá no fue ajena a este fenómeno. El precio de cada novillo aumentó de 27 reales en 1694 a 29 reales en 1695, con considerable perjuicio para comerciantes y hacendados que traían ganados de Neiva. Frente a la escasez de velas por "el poco sebo que rinden" las reses sacrificadas, el cabildo de Santafé ordenó el control a la entrega del sebo, una rebaja de dos onzas en las velas y hacer pregones en Neiva para que el ganado llegara a la dehesa de Bogotá (AGN, SC, A 3, ff. 462 v.-463 r., 487 r., 491 r.).

En febrero de 1695 el cabildo ordenó una vista de ojos para comprobar la escasez por "no hallarse ninguna forma de proveer de abastos de vaca, carnero y velas [...] por el accidente del riguroso verano" (AGN, SC, MM 9, f. 413 r.). La sequía no solo afectó los hatos ganaderos, sino que obstaculizó el tránsito hacia la capital por el daño de un puente sobre el río Bogotá. Una vez hecha la inspección en mayo de 1695, en un mes habitualmente lluvioso, se comprobó que la causa de los daños era el bajo caudal, pues "no tiene fuerza el agua para llevarse la tierra y arena" (AGN, SC, MM 9, f. 418 r.). En el mismo documento, el remedio sugerido era la construcción de una estacada que corrigiera el curso para aumentar la fuerza del río.

A principios de 1698, el dueño de El Novillero, Alonso Caicedo, se vio afectado por la carencia de ganados para cumplir con el abasto de Santafé debido al invierno. Corría el rumor de que solo contaba con 8.000 novillos, muchos de los cuales no estaban "cebados", y que estaba buscando más ganado "en sazón" en las haciendas de la jurisdicción (AGN, SC, A 8, f. 578 r.). La escasez para la misma época es destacada en una solicitud para abastecer con carneros las carnicerías de Santafé como opción frente a "lo flaco y pequeño" del ganado y las sacas de Neiva a Quito y Popayán (AGN, SC, A 12, ff. 1021 r.-1021 v.). Para entonces, además, se venía practicando el sacrifico informal de ganados defectuosos en Soacha, Bosa, Fontibón, Engativá y Serrezuela para evadir alcabalas y mejorar las ganancias con la venta directa aunque ilegal (AGN, SC, A 12, ff. 1016 r., 1023 r.-1023 v.). Desde 1695 hasta 1701, la escasez de ganados y la ausencia de postores de abastos llevaron a ordenar vistas de ojos en todas las jurisdicciones, el embargo de los ganados que se encontraran y su envío a la dehesa de Bogotá (AGN, SC, A 3, ff. 527 r., 529 r.). Al parecer, esta última disposición no tuvo mucho éxito pues se registró la llegada de solo 100 novillos desde Fómeque y los ejemplares se encontraban "muy flacos". Para compensar el bajo peso, se sacrificaban vacas preñadas a pesar de haber novillos (AGN, SC, A 3, ff. 534 r., 548 v.).

En 1715 se registraba la mortandad de ganados en la dehesa de Bogotá (2.772 cabezas) y "la poca medra que ha tenido la carne que se ha pesado en estas carnicerías" (AGN, SC, A 11, f. 725 r.). Para el abastecedor Francisco Cortés Vasconcelos, la mortandad de ganados se debía a las sacas de los mejores ejemplares a Quito y Popayán, mientras para Santafé los criadores "se han esmerado en escoger el peor, tal que cuando entran en dicha dehesa se caen muertos por defecto de sazón y edad" (AGN, SC, A 11, f. 740 v.). En abril de 1717, ante la escasez de carne y carnero, se eliminó el pago de pastaje para cualquiera que trajera ganados a la dehesa de Bogotá y se ordenó pesarlos solo hasta que estuvieran "en sazón" (AGN, SC, A 6, f. 508 r.). A pesar de las prohibiciones3, se solicitó la contribución de los jesuitas al abasto de Santafé con las reses que mantenían en Fontibón (AGN, SC, A 8, f. 813 r.), y se ordenó un inventario general de reses en la región. Aunque en varios casos no se hallaron más de cuarenta cabezas, la mayoría bueyes de arada (destinados a la agricultura y no al sacrificio), los propietarios fueron obligados a entregarlas para las carnicerías (AGN, SC, A 8, ff. 819 r., 822 r.). Los años de 1715 y 1716 han sido identificados como años de Niño, por lo cual es razonable considerar la posibilidad de inundaciones seguidas por una sequía prolongada. Sus efectos se agravaban por el recurrente desvío de ganados a las zonas mineras de Quito y Popayán (Gergis y Fowler; Quinn y Neal; Quinn, Neal y Antúnez).

Otro momento crítico se presentó en los años de 1743 y 1744, debido a las sequías prolongadas en la sabana de Bogotá. En 1743 se presentó un "terrible verano que asoló los campos" (A. Pardo 198)4. Para 1744 la sequía provocó la escasez de velas porque el ganado "no produce suficiente sebo" (AGN, SC, A 2, f. 498 r.). Para incrementar sus ingresos, los criadores sacrificaron vacas gestantes de mayor peso, arriesgando la continuidad de los hatos, medida que se prohibió, excepto para el mantenimiento de los vaqueros (AGN, SC, A 2, ff. 279 v.-280 v.). Los abastecedores reiteraron en varias ocasiones, y hasta el periodo de cuaresma de 1745, las pérdidas sufridas y la dificultad de conseguir ganados y sebo por "la esterilidad de los tiempos" (AGN, SC, A 2, f. 556 r.; AGN, SC, A 4, f. 225 v.). Teniendo en cuenta que estos reclamos se hacían en marzo de 1745 sobre unas disposiciones emitidas en noviembre de 1744 (meses habitualmente lluviosos) y que se reportaba sequía desde 1743, es posible establecer que estos años fueron atípicos.

La "esterilidad" volvió a afectar la sabana entre 1751 y 1754. La escasez de carne, "alimento de todos", y de víveres en general, hizo considerar "que la necesidad es grave y [...] extrema" (AGN, SC, A 2, ff. 461 v.-462 r.). Para entonces, la capital no contaba con abastecedores, los novillos que pastaban en la dehesa de Bogotá habían agotado las hierbas y los ganados que se traían de Cáqueza, Ubaté y Zipaquirá habían decrecido (AGN, SC, A 2, f. 463 r.). Para paliar la crisis, el abasto de carne se concedió a los jesuitas, quienes tenían reservas de ganados en Neiva, los llanos y sus haciendas sabaneras de Fute y Tibabuyes (AGN, SC, A 2, ff. 468 r.-471 r.). Una sequía de proporciones similares se experimentó en 1778, incluso en áreas que en época de lluvias eran inundables y contaban con pantanos, como el resguardo de Bogotá (Funza). La "sequedad" y la "falta de aguas" amenazó la supervivencia de los "ganados y bestias" de sus indios (AGN, SC, VC 7, ff. 1085 v.-1086 v.). Para diciembre del mismo año, se reportaba además el daño en los cultivos de los indios de Bojacá por las heladas (AGN, SC, VC 8, f. 859 v.).

En contraste, en 1781 las lluvias generaron inundaciones en la dehesa de Bogotá. Aunque correspondían a la temporada lluviosa de octubre, el volumen de las precipitaciones era inusual. El criado Ignacio Laverde, en carta dirigida a don Jorge Lozano de Peralta, dueño de El Novillero, expresaba que "llueve sin consuelo y en el camino se ha hecho una laguna de poco menos de una cuadra que si se deja se pondrá impasable. Allá se fue el señor Melo con peones a abrir conducto para desaguarla" (AGN, SC, M 141, f. 185 r.)5. En otra comunicación, el mayordomo Ignacio de Melo le reportaba a su patrón las zanjas que había abierto para desaguar los caminos y expresaba su preocupación por "la mucha [agua] que llueve pues la creciente de los ríos es tanta que ya no sé qué hacer con la hacienda, porque hasta los pantanos de para allá arriba es que están llenos" (AGN, SC, M 141, f. 173 r.). Situación opuesta se presentó durante los primeros meses de 1783 con una sequía intensa reflejada en el bajo peso de las reses, la mortandad del ganado y el atraso general de las actividades en la dehesa (AGN, SC, M 141, ff. 115 v., 120 r., 125 r.).

Las lluvias copiosas retornaron a la sabana a finales de la década de 1780. En 1789, se describía el pésimo estado en el cual se encontraban el camellón construido en el camino de Fontibón bajo la administración del virrey Guirior (1772-1776), que necesitaba reparación anual, y las alcantarillas construidas por el virrey Flórez (1776-1781), que requerían mantenimiento cada dos años (Colmenares, Relaciones 2: 62). En 1791 una inundación dañó los cimientos del puente de Aranda (AGN, SC, IVC 15, f. 978 r.). Para 1796 se reportaban daños en el puente Grande (hoy sector de Puente Grande, en la localidad bogotana de Fontibón) y una inundación que dejó casi intransitable el camino de Santafé a Facatativá (AGN, SC, IVC 7, f. 989 r.). Las lluvias persistieron y las reparaciones en el puente Grande no se autorizaron sino hasta principios de 1800. Aunque se insistía en la urgencia de su reedificación, el desembolso de los recursos dependía de autorizaciones de la Real Hacienda porque el ramo del camellón había invertido sus fondos en reparaciones en los puentes de Aranda y Balsillas y en el camellón de Fontibón (AGN, SC, MM 5, f. 158 r.). La solicitud de varias cotizaciones y un esperado "tiempo de verano" dilataron el arreglo (AGN, SC, MM 5, ff. 160 r., 169 v., 195 r.).

Una inusual temporada de lluvias se presentó nuevamente a principios de 1806. "La mucha y general lluvia" provocó que "se descompusieran todos los caminos de este contorno" (AGN, SC, MM 7, f. 1000 r.). En octubre del mismo año se presentaron solicitudes de reparación de puentes y camellones que se hallaban en ruina "porque han cargado las aguas al poniente" (AGN, SC, MM 21, f. 331 r.). La problemática se agravaba por la falta de mantenimiento de las construcciones. Cuando se presentaron las crecidas, los daños severos demandaron mayores recursos de los disponibles en el ramo del camellón (AGN, SC, MM 21, ff. 330 r., 332 r.).

Las inundaciones fueron seguidas el mismo año por un "verano tan grande" que inició en junio de 1806 y se prolongó hasta 1807, de forma que "se pusieron los víveres muy caros" (Caballero 105). Por esta época, en defensa frente a las acusaciones de monopolio que hacía el procurador general, los hacendados de la sabana presentaron un memorial en el cual demostraban que los precios del ganado y la carne se habían incrementado hasta en un 200 %, en gran parte, debido a la "falta general de aguas", que para ese año había causado la muerte de "más de seis mil cabezas" (AGN, P 10, f. 447 v.), de 38.000 que en promedio se mantenían regularmente en la región (AGN, P 10, f. 450 v.)6. Las condiciones meteorológicas desfavorables se sumaban a factores como "la mutación de pastos", la falta de mano de obra en el campo por el aumento de "los artistas y menestrales" y el incremento del precio de las tierras, atribuido a las numerosas propiedades amortizadas (AGN, SC, P 10, ff. 445 r., 446 r., 448 r.).

A principios de 1808 se presentó una temporada de inundaciones atribuida a "las copiosas y repetidas lluvias que ha habido en los páramos", por causa de lo cual "se han anegado potreros que jamás las aguas de inundación los habían bañado" (AGN, SC, MM 13, f. 17 v.). Para finales del mismo año, el Semanario del Nuevo Reino de Granada reportaba un incremento del precio de la carne en los últimos veinte años hasta duplicarse, la falta absoluta del producto por temporadas y sectores y el sacrificio de hembras ante la falta de novillos (Caldas 1: 239-240). Durante 1809 y 1810 se vuelve a encontrar que "han subido los comistrajes a precios nunca vistos", productos de primera necesidad como la panela, la harina, el aguardiente, la chicha, las turmas, el plátano, la miel y la manteca, aunque no se anota la causa de la carestía (Caballero 115, 119). La diversidad de los productos incluidos y las altitudes donde se obtenían indican que era una problemática de todo el reino. Diferentes estudios revelan que estos años coincidieron con la ocurrencia de ENOS (Endfield, "Climate and Crisis"; Garza; Gergis y Fowler).

2. Estrategias de adaptación frente a sequías e inundaciones

Las exploraciones realizadas sobre la forma como la sociedad colonial enfrentaba los eventos climáticos extremos destacan la celebración de fiestas de la cosecha, rogativas a santos y predicciones de los estados del tiempo conocidas como cabañuelas (Patiño 219-222, 287-288)7. La estrecha relación entre el estado del tiempo, el clima y la producción de alimentos y materias primas, en sociedades agrarias como la colonial, dio como resultado una gama más amplia de estrategias frente a sequías prolongadas e inundaciones atípicas.

2.1. El uso del suelo. ¿Diversificación o especialización?

Los obstáculos topográficos y la carencia de medios para salvar distancias hicieron que las sociedades agrarias anteriores a la Revolución de los Transportes buscaran garantizar su sustento con la combinación de diferentes cultivos, la ganadería o la pesca. En relación con el caso de la sabana de Bogotá, se ha insistido en la descripción de haciendas coloniales que mantenían en forma simultánea cultivos de cereales y tubérculos y áreas de pastos para el ganado del cual obtenían carne, leche, cuero o lana y sebo. Estas materias primas también se empleaban en la elaboración de queso, mantequilla, rejos de enlazar, velas y jabones que se vendían en mercados locales para complementar ingresos (Gutiérrez; Tovar). Sin embargo, este paisaje variopinto supone la posibilidad de cultivar y criar todo aquello que la altitud permitiera, sin tener en cuenta diferencias biofísicas locales que eran conocidas por los labradores de la época a través de la experiencia. Al mismo tiempo, la descripción de haciendas altamente diversificadas y autosuficientes puede conducir a la caracterización de una economía autárquica, con ausencia de intercambios que, en efecto, pese a las dificultades de los caminos, se presentaron.

Frente a estas consideraciones, cabe cuestionar la importancia del cultivo de trigo en el centro-occidente de la sabana. Margarita Restrepo señala que los suelos de esta eran unos de los más fértiles del virreinato, por lo cual se utilizaban "para cultivos como trigo y otros productos europeos de gran demanda, sacrificando la producción ganadera" (51). Los resultados de esta investigación contradicen las afirmaciones de Restrepo, pues el uso ganadero fue predominante. En efecto, el trigo que se producía en la sabana no era suficiente para satisfacer la demanda de sus habitantes, razón por la cual en diversas ocasiones se dictaron medidas para prohibir la venta del trigo de la provincia de Tunja a lugares distintos a Santafé (AGN, SC, A 6, ff. 1 r.-281 r.; Colmenares, Relaciones 3: 59; Trujillo et al.). La producción de trigo en la sabana estaba limitada por las condiciones ambientales, pues la nubosidad y la humedad, tanto del suelo como de la atmósfera, impedían obtener granos de calidad de un cereal propio de zonas secas del Mediterráneo (Trujillo et al.).

En la sabana, la producción triguera con fines comerciales se concentraba en las haciendas de Canoas, Tequendama8 y Molinos9 (Hamilton 93; C. Pardo 139, 182; Trujillo et al. 30, 60), en terrenos menos susceptibles de ser inundados (mapa 3). La hacienda El Novillero, netamente ganadera aunque con algunos terrenos dedicados al cultivo de cereales para sus propios habitantes, contaba con un molino, pero sus trigos provenían de El Tintal, en la orilla opuesta del río (AGN, SC, M 141, f. 100 r.). Si bien en la hacienda Chamicera, expropiada a los jesuitas, se inventariaron herramientas agrícolas como barretones, rejas y tijeras, su uso principal era la crianza de bovinos. Tres años después de la expulsión y pese a los manejos de los administradores, aún conservaba 663 reses de cría (AGN, SC, TC 27, ff. 10 r.-13 r.). De los resguardos en el área de estudio, las fuentes consultadas evidencian que solo en Bosa el cultivo de cereales tenía la primacía, mientras Fontibón, Funza y Serrezuela tenían vocación ganadera, aunque mantenían cultivos de subsistencia (AGN, SC, ci 63, ff. 149 r., 154 r.; AGN, SC, VC 7, ff. 1082 v.-1084 v., 1086 v.). En Bojacá, aunque los cultivos principales eran el trigo, la cebada, el maíz y las turmas, los indios no tenían labranza de comunidad, mantenían un hato de treinta reses de la Cofradía de las Benditas Ánimas y arrendaban terrenos a los ganaderos de la región (AGN, SC, VC 8, ff. 859 r.-860 r.).

En general, las zonas pantanosas se dedicaban a la ganadería. La alimentación y crianza de los cerdos era posible aun cuando faltaban pastos, razón por la cual eran una opción para quien poseía terrenos inundables. Por ejemplo, en los pantanos de El Novillero se mantenían anualmente más de 2.000 cabezas de porcinos (Gutiérrez 40-41). La aparente dificultad de las crecidas del Bogotá y la presencia de pantanos resultaron ser favorables para el engorde de bovinos e incluso generaron conflictos entre hacendados y arrendatarios. Este fue el caso de Blas de Gaona, quien reclamaba que, aunque había hecho esfuerzos para llevar a la dehesa todas las cabezas posibles, debía recibir dinero por los perjuicios causados debido a que "las vacas que han venido se han muerto y ahogado más de dos mil novillos, siendo la causa de ello estar anegadas las chucuas que son las que dan pasto de sustancia a los ganados" (AGN, SC, A 2, f. 311 r.)10.

Un pleito similar se presentó en 1729 entre Buenaventura de Lugo y María Josefa de Villacis, dueña de la dehesa de Bogotá. Frente a los incumplimientos con el abasto de Blas de Gaona, causados en parte por las sacas que de Neiva se hacían hacia Quito y Popayán, Buenaventura de Lugo hizo postura para los abastos de Santafé, para lo cual su condición fue el desagüe de las chucuas de la dehesa (AGN, SC, A 12, ff. 145 r.-146 r., 150 r.). La propietaria exigía el incremento del arrendamiento porque "el intento de que estas se desagüen es para que críen más carnes y engorden los ganados" (AGN, SC, A 12, f. 145 v.). Los argumentos de las partes dejan claro que los terrenos pantanosos eran considerados los mejores para alimentar el ganado. Aunque los registros no explicitan las técnicas empleadas para realizar estos drenajes, cabe suponer que se realizaban con la construcción de zanjas o chambas (véase apartado 2.2).

La importancia de los pantanos para la crianza de bovinos se puso de manifiesto una vez más durante la sequía de 1778, registrada en la visita a los indios de Serrezuela, agregados a Funza, por las dificultades que tenían para encontrar agua para sus ganados. Entonces, se dispuso que las cuarenta cabezas de ganado de la Cofradía de las Benditas Ánimas, consideradas más valiosas, se llevaran a abrevar en el pantano de El Cacique (AGN, SC, VC 7, f. 1084 v.)11. En la sequía de 1780, el mayordomo de El Novillero le reportaba a su patrón que el ganado debía "buscar lo fresco en el juncal", con lo cual hacía referencia al abrevadero en pantano (AGN, SC, M 141, f. 103 r.)12.

En síntesis, si bien la agricultura contribuía al mantenimiento de los pobladores de la región, las limitaciones climáticas y edafológicas para el cultivo de trigo motivaron su desplazamiento a un segundo plano y favorecieron su ubicación en zonas menos propensas a las inundaciones. Al mismo tiempo, las inundaciones provocadas por las crecidas del Bogotá, la escorrentía desde el oriente de la sabana y las zonas pantanosas en el área de estudio, más que ser un obstáculo, incentivaron la producción ganadera por la calidad del alimento en zonas enriquecidas por el limo y la garantía de contar con abrevaderos para el ganado en tiempos de sequía. Ahora bien, ¿cuál era la alternativa en los casos en los cuales la abundancia de aguas se convertía en un obstáculo?

2.2. Infraestructura hidráulica

Las inundaciones que actualmente se presentan en la sabana no son un referente válido para apreciar la dimensión de las inundaciones de hace trescientos años. Las obras de canalización, drenaje y represamiento desde mediados del siglo XX, tanto del Bogotá como de sus afluentes, han cambiado las condiciones (Boada). La deforestación, la desecación de humedales y la pavimentación de la ciudad son factores que alteraron las dimensiones de las inundaciones. Al parecer, antes del siglo XIX, los desbordamientos del Bogotá no se consideraban un problema mayor sino que favorecían la agricultura y la ganadería por el aporte de limo que dejaban a su paso (Cordovez 228; C. Pardo 20-21).

Conocidas son las obras públicas para salvar obstáculos hídricos a favor del comercio y el transporte. Por ejemplo, en la relación del estado del virreinato de Mesía de la Cerda a su sucesor Guirior en 1772, se sugería continuar con las obras de "la calzada para entrar el comercio a esta capital, nombrada el camellón", construir el puente de Chía y las alcantarillas para reparar "las inundaciones y estragos que con ellas sufre el Común en tiempo de lluvias" (Giraldo 62)13. En la relación del virrey Guirior a Flórez en 1776, se aclaraba que las alcantarillas debían fabricarse en "el paso más indispensable y anegadizo inmediato al puente Grande de Bogotá", pero con trabajos suspendidos por "las excesivas y continuas aguas de cerca de dos años" (Giraldo 82).

A estas obras que pretendían incentivar el comercio, se sumó la menos conocida infraestructura construida por agricultores y ganaderos. Por ejemplo, la venta de Fute, una vez expulsados sus propietarios jesuitas en 1767, aumentó su valor después de la temporada de sequía de 1768-1769 por la presencia de pozos, pasos para ganado y zanjas (Tovar). Los límites que separaban a la Chamicera de Bosa y las tierras de Montes estaban señalados por zanjas (AGN, SC, TC 27, ff. 5 v.-7 r.). En El Novillero existían varias acequias que permitían canalizar el agua a los terrenos alejados de pantanos y ríos, a la vez que hacían posible el movimiento del molino (Gutiérrez). Sobre una de estas acequias y la zanja de Cuatro Esquinas (hoy Mosquera), durante la sequía de 1778 se ordenó a los indios construir una derivación para conducir agua hacia el resguardo de Bogotá (AGN, SC, VC 7, ff. 1085 v.-1087 r., 1094 r.).

En muchos casos, la construcción de infraestructura estaba a cargo de personal no cualificado, factor que impedía el control de las inundaciones e incluso multiplicaba su impacto (Endfield, Climate and Society 60). En los sectores de Muzú y La Fragua, en el camino real que pasaba por Bosa, en Chamicera y en El Novillero, existían chambas que funcionaban como cercas, impidiendo que ganados ajenos entraran a las propiedades o al sistema de riego y drenaje (AGN, SC, MM 23, ff. 2 r., 5 r., 10 r.-17 v.). Sin embargo, esta infraestructura, que favorecía la producción agropecuaria de algunos lugares, perjudicaba a otros por la acumulación de aguas y el bloqueo de caminos. En varias ocasiones se ordenaron inspecciones por la interrupción de caminos por zanjas, el peligro de caer en ellas y ahogarse o los montículos de tierra extraídos en su construcción, que obstaculizaban el paso. Si bien se comprobó que el deterioro de los caminos era también causado por el tránsito de maderas y carros, en 1781 la Real Audiencia ordenó que a

ningún dueño de hacienda o arrendatario le sea permitido hacer cercas de hoyos con comunicación a los mismos caminos y que las que estuvieran hechas se reduzcan a chambas de suficiente anchura con que se dé fácil curso y salida a las aguas por sus respectivos puentes, que deberán mantenerse francos, como también las chambas limpias de toda ramazón y tierra, que habrá de cargarse toda la que se extraiga sobre sus haciendas y no sobre el camino como se está viendo. (AGN, SC, MM 23, f. 57 v.-58 r.)

Esta norma se acompañó de instrucciones específicas para varios hacendados. Sin embargo, al parecer estas medidas fueron poco efectivas. Así lo indica la problemática que se presentó por los desvíos del río Bojacá que mandó construir en 1798 Pantaleón Gutiérrez, dueño de la hacienda de Fute. A través de la construcción de estacadas, logró impedir que el Bojacá desembocara en el Serrezuela y sus aguas fueran a dar a una chucua. La obra no autorizada pasó desapercibida hasta la temporada atípica de lluvias de 1806, cuando el represamiento de las aguas al norte de Fute provocó una inundación inusual. El caudal destruyó el puente sobre el río Balsillas, las plantas de pantano taparon por completo las chambas que drenaban excesos en El Novillero y el transporte y la productividad de la dehesa no se recuperaron hasta 1808 (AGN, SC, MM 9, ff. 983 r., 985 r., 989 r., 1001 r.-1004 v.). Aunque no se encontró información sobre la reversión de la obra, en algún punto de los siglos XIX o XX el curso volvió a la normalidad (de forma natural o antrópica), pues en la actualidad el Bojacá desemboca en el Subachoque (antes Serrezuela).

En síntesis, es posible afirmar que, para canalizar excesos de agua en temporada de lluvias o disminuir el espejo de agua de las chucuas con el fin del aprovechamiento de su vegetación por parte del ganado, se construían zanjas o chambas. La canalización fue algo habitual en el occidente de la sabana y, con frecuencia, los beneficios generados en una propiedad resultaron perjudiciales para sus vecinos y para el tránsito hacia Santafé. La capacidad técnica de salvar obstáculos hídricos constituyó un problema para las autoridades y los comerciantes, pero no fue la principal preocupación para los ganaderos por el uso que daban a las zonas de inundación. Adicionalmente, era posible obtener alimentos y materias primas cuando no se producían en las cantidades demandadas a través del manejo de altitudes y el almacenamiento.

2.3. Manejo de altitudes

El acceso en una o dos jornadas a diferentes pisos térmicos garantizaba la variedad de la dieta y permitía hacer frente a la escasez generada por granizadas, heladas, sequías o plagas. Aun con las limitaciones que imponía la tenencia de la tierra, esta fue una alternativa frente a los intercambios comerciales entre la llamada "tierra fría" y la "tierra caliente". La relación también se establecía con los páramos, donde se cazaban zorros y venados, se extraían yugos de susca14 y cabezas y timones para los arados de chuzo, y se criaban bueyes (Rueda 12). Algunos hacendados de la sabana tenían propiedades en tierras cálidas dedicadas a la ganadería o al cultivo de caña. Ejemplo de manejo de dos ecologías fue el caso de Fernando Rodríguez, propietario de Canoas, dedicada a la ganadería, y de Quebrada Negra, donde tenía un trapiche de caña y cultivaba maíz para el consumo de sus dos propiedades (Tovar).

Otro caso notable fue el de El Novillero y su extensión en el valle de Tena. Los terrenos de tierra fría abastecían a los de tierra caliente de carne, trigo y cueros, mientras recibían a cambio panela y guarapo (Gutiérrez). Al empezar la temporada lluviosa, se subía ganado desde las propiedades en tierra caliente hacia El Novillero (AGN, SC, M 141, f. 79 r.). Este solía ser el lugar de recuperación y ceba para los ganados de zonas cálidas y templadas que abastecían a Santafé, fueran estos de los dueños de la tierra o de otros ganaderos y comerciantes (Gutiérrez). El engorde final en la sabana incrementaba las ganancias, medida importante frente a las pérdidas que generaba el traslado (AGN, SC, P 10, f. 445 r.). La práctica de traer ganados de "tierra caliente" se remontaba a finales del siglo XVII. En 1694 y 1696, años de sequía prolongada, ante la insuficiencia de ganados en la sabana, se establecieron acuerdos para que la provincia de Neiva proveyera anualmente a la dehesa de Bogotá de 4.500 novillos (AGN, SC, A 2, f. 328 r.), exigencia que se mantuvo a lo largo del siglo XVIII y que implicó el pago de multas para los ganaderos que hicieron caso omiso de ella.

La ceba de ganado en los campos sabaneros permitía aprovechar, además, las diferencias de pastos, suelos y temperatura y fue una práctica en la cual los jesuitas se destacaron. Su hacienda Chamicera alimentaba los ganados de Doyma, Villavieja y Apiay para aumentar su peso antes de ser vendidos a las carnicerías (Colmenares, Haciendas). El traslado de las reses entre diferentes altitudes podía generar pérdidas, pero, según observaba Mollien a principios del siglo XIX, los ganaderos de la sabana no adoptaron de los jesuitas la práctica de mantener descansando varios días, a determinadas distancias, los hatos que traían del llano, de forma que se adaptaran a las diferencias climáticas y disminuyera el desgaste de sus cascos (Mollien 390).

2.4. Reservas de alimentos

En Nueva España, las reales alhóndigas eran fundamentales para almacenar cereales que servían para alimentar a la población más pobre o para enfrentar periodos de escasez por sequías prolongadas (Endfield, "Climate and Crisis"; Endfield, Climate and Society; Endfield y Fernández). Sin embargo, hasta el momento no se encuentran referencias de la existencia de este sistema en el Nuevo Reino, con excepción de la petición del cabildo de Santafé para la construcción de una alhóndiga en 1603, sobre la cual se desconoce el resultado, y una ordenanza de Antioquia, dada en 1787, para construir un depósito de granos que evitara las pérdidas por gorgojo (Patiño 330-331). Según Víctor Manuel Patiño, en zonas frías como la sabana, la conservación de granos no resultaba problemática y se recurría a la ceniza y el humo para ahuyentar los insectos; la variedad de climas en los Andes y la obtención de al menos dos cosechas anuales de granos eran una protección efectiva frente a las hambrunas cuando disminuía la oferta de alimentos (331-383).

Los viajeros de principios del siglo XIX discrepaban en los tiempos de las cosechas. Para unos, el trigo se sembraba por lo general en marzo y se podía recoger en cuatro meses (Boussingault y Roulin 165; Caldas 2: 135). Según Mollien, en febrero de 1823 los trigales estaban verdes y "prometían abundante cosecha para dos meses después" (107). Hamilton observaba en sus recorridos por la sabana en 1824 la "apariencia singular del trigo y la cebada en diferentes grados de madurez" (93). Las divergencias temporales pueden deberse al cultivo en forma de mosaico, una medida que disminuía las pérdidas. De esta manera, si en un campo el trigo se dañaba debido a una helada o una plaga, en otro sector estaba recién sembrado o recogido.

Por otra parte, si bien la temperatura en la sabana era un factor a favor de la conservación de los granos, todo lo contrario ocurría con la humedad, condición que hizo necesario el mejoramiento de las formas de almacenamiento que, de hecho, existieron, aunque no como reales alhóndigas. En principio, el método más utilizado era almacenar el trigo y la harina en sacos, pero la humedad aceleraba la putrefacción. A finales del siglo XVIII, se logró una mejor conservación en barriles de madera (Trujillo et al.). De forma individual, se construían trojes para guardar granos en épocas de abundancia e incluso, en actos especulativos, se retenían para mantener su precio aunque se pudrieran (AGN, SC, P 10, f. 44 v.). A principios del siglo XIX, Mollien resaltaba que las haciendas próximas a la capital contaban con "edificios y graneros [que] parece que contienen bastante grano, y podrían tener más si se dedicara menos terreno a los pastos" (389-390). Al tiempo que confirma el uso ganadero predominante, su descripción permite demostrar la existencia de graneros privados.

En cuanto a la carne, se buscaba garantizar la oferta mediante la obligación de abastecer las carnicerías de Santafé en condiciones que solían ser poco favorables para los ganaderos porque desconocían las pérdidas ocasionadas por "la sequedad general" o "la abundancia de aguas", los costos de transporte, la variación en el precio de la tierra y la disponibilidad de pastos (AGN, SC, P 10, f. 445 r.). En otros casos, fue necesario el reemplazo de la carne de bovinos por la de carnero (AGN, SC, A 12, ff. 1019 r.-1021 v.). Frente a la escasez de carne a mediados de 1792 (AGN, SC, A 2, f. 723 r.), se autorizó "la venta de carnes frescas fuera del matadero y las que fuesen cecinas libres para expenderse en los mercados cuando sean de buena calidad" (AGN, SC, A 2, f. 723 v.). Además, se sugirió liberar los precios y rematar los abastos cada tres meses para que los ganaderos ofertaran de acuerdo con sus posibilidades y el "tiempo y temperamento" (AGN, SC, A 2, f. 723 v.). En el periodo de estudio, al parecer, tal liberación no se presentó, pues en el marco de la sequía de 1807 los hacendados seguían insistiendo en su solicitud de fijar el precio de sus ganados teniendo en cuenta "mala estación, peste y otras causas físicas que tanto influyen en la abundancia y escasez de este género" (AGN, SC, P 10, f. 44 v.). En todo caso, parece ser que era costumbre en tiempos de sequía vender la carne en tasajo a las afueras de las haciendas, no solo porque se incrementaban las ganancias respecto a la venta en las carnicerías de Santafé (Gutiérrez), sino porque de esta forma se conservaba por más tiempo y se dejaban reservas de las épocas de abundancia.

Consideraciones finales

Desde la perspectiva de los afectados y los registros referentes a precios y oferta de los alimentos, incluido el ganado en pie, y del estado de la infraestructura agrícola y de transporte, es posible identificar varios periodos críticos: 1) de sequías en 1694-1696, 1715-1716, 1743-1744, 1751-1754, 1778 y 1806-1807; 2) de inundaciones, en 1775-1776, 1788-1789 y 1808-1809. Sin embargo, es pertinente avanzar en la reconstrucción de la variabilidad y el cambio climático en periodos históricos en otras regiones para nutrir las cronologías sobre ocurrencia de ENOS, diferenciar años de Niño y Niña y comprender el comportamiento del fenómeno en periodos preindustriales. En el mismo sentido, se requiere el contraste de esta información con estudios botánicos, dendroclimáticos y de núcleos de hielo en las cumbres andinas para comprender la incidencia de la Pequeña Edad de Hielo en el actual territorio colombiano.

En todo caso, la variabilidad climática no puede estudiarse aislada de las sociedades a las cuales afecta. Determinar la severidad de un evento depende, entre otros factores, de la actividad económica principal y la capacidad de responder a los fenómenos naturales a través de las medidas de prevención, la normatividad y la infraestructura. En el caso del occidente de la sabana de Bogotá, la predominancia de la ganadería fue una respuesta adecuada a las condiciones biofísicas. Aunque no fue el contexto para el cultivo comercial de cereales, sí permitió acelerar el engorde de ganados y ofreció abrevaderos naturales en tiempos de sequía. Los alimentos y materias primas que no se producían en la sabana pudieron obtenerse con la extensión de propiedades al menos a dos pisos térmicos, el comercio o las obligaciones impuestas a otras provincias para abastecer a Santafé. Cuando los precios eran desfavorables, las estrategias inmediatas no implicaban el control sobre el ecosistema sino la participación de eclesiásticos en el abasto, la venta de carne fuera de los mataderos y en tasajo y el arrendamiento de tierras para equilibrar cargas.

El éxito de estas estrategias era limitado cuando los meses transcurrían y las condiciones meteorológicas desfavorables no cambiaban. La carencia o el exceso de agua se resolvían con la construcción de zanjas y acequias, pero esta era una solución individual, que no tenía ninguna planeación. Las obras espontáneas, la falta de infraestructura resistente o los trámites dispendiosos para su mantenimiento eran un problema para una región que no se autoabastecía. La alta demanda de carne en Santafé y sus alrededores y la dependencia del exterior para reponer las reses sacrificadas fueron también un desafío para los sabaneros. El ganado que provenía de Neiva estaba, con frecuencia y a pesar de las sanciones, por debajo de las necesidades que tenía la región. La ausencia de minería del oro en la sabana la hizo poco atractiva en términos de precios frente a las provincias de Quito y Popayán, y los esfuerzos de las autoridades para controlar las evasiones al abasto de Santafé, en muchos casos, fueron vanos. Sin embargo, hasta donde las fuentes permiten ver, estas limitaciones no llegaron a causar una crisis de la producción agropecuaria. Así lo demuestra la ausencia de registros de hambrunas o sobre la necesidad de construir reales alhóndigas. También se evidencia en la continuidad del uso del suelo ganadero en todo el periodo de estudio (e incluso en la actualidad), pues no se vio amenazado el éxito de la actividad económica principal al punto de motivar su sustitución.

Quedan interrogantes por resolver que corresponden a otras delimitaciones temporales y espaciales. Por ejemplo, es pertinente indagar sobre el impacto de la variabilidad climática en las zonas obligadas a abastecer a Santafé. Igualmente, se desconoce hasta el momento qué influencia tuvieron en el proceso de independencia la escasez provocada por las sequías y el correspondiente incremento de los precios de los alimentos en la primera década del siglo XIX. Por otra parte, si los pantanos eran importantes para la actividad ganadera, ¿cuál fue el efecto de la desaparición de los mayorazgos y resguardos después de la independencia? El acceso a las zonas de reserva de agua y a los cultivos de otras altitudes pudo verse restringido. Si así fue, ¿cómo reaccionaron los labradores a las inclemencias del tiempo? Si el ganado bovino criollo se adaptaba a las zonas de inundación de la sabana, ¿por qué se reemplazó en la segunda mitad del XIX por razas seleccionadas importadas de Europa? Estas y otras cuestiones están a la espera de futuras investigaciones.


Notas
1 Este artículo es resultado de una investigación financiada en 2013 por el Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH), bajo la orientación del Dr. Guillermo Sosa. Agradezco la colaboración del historiador Eduardo González Mogollón en la transcripción de documentos del Archivo General de la Nación y del geógrafo Alfonso Simbaqueba Hurtado en la elaboración de la cartografía.
2 El nombre de sabana forma parte de la tradición y de la identificación con una zona relativamente plana y donde predomina la vegetación de pastos. Sin embargo, ni por altitud ni por sus ecosistemas puede clasificarse como sabana.
3 Según leyes de Indias, las órdenes religiosas estaban vetadas para participar en el abasto de carnicerías públicas. Sin embargo, ante la amenaza de escasez, las autoridades del Nuevo Reino hicieron caso omiso de esta normatividad (Restrepo).
4 Lamentablemente, el autor no cita las fuentes primarias que consultó para identificar esta sequía.
5 Melo es el apellido del mayordomo que, al parecer, no escribe esta carta como era habitual, por estar ocupado en el drenaje de los terrenos. En la edición de 1783 del diccionario de la Academia, quadra era la "caballería" o "el ancho por la cuarta parte posterior de la nave" (Diccionario).
6 De esta misma cifra, se calculaba que anualmente 2.000 morían antes de los 5 años, 400 eran robadas y al menos 1.000 se usaban en labores agrícolas. Solo 3.000 cabezas de la sabana se podían dedicar al abasto de la ciudad, que consumía unas 12.000, por lo cual se requerían alrededor de 9.000 cabezas de Neiva, Llanogrande y Llanos de San Martín (AGN, SC, P 10, f. 450 v.).
7 Esta era una antigua tradición española que, adaptada a América, indicaba que el tiempo de cada uno de los doce primeros días del año correspondería al estado del tiempo que caracterizaría los doce meses (Patiño 218).
8 Esta hacienda estaba ubicada al sur del área de estudio, en territorio del actual municipio de Soacha. Parte de ella fue inundada por el embalse del Muña a mediados del siglo XX.
9 Esta hacienda estaba ubicada al suroriente del área de estudio, actual barrio Molinos, en la localidad Rafael Uribe Uribe de Bogotá.
10 Se trata de un documento sin fecha, posiblemente de la década de 1720, teniendo en cuenta que Blas de Gaona antecedió en los abastos a Buenaventura de Lugo (AGN, SC, A 12, f. 150 r.).
11 Este era un terreno vecino a El Novillero y que fue propiedad de los caciques de Bogotá o Funza desde 1600 hasta 1850 (Luque 180).
12 Posiblemente se refería al humedal El Juncal, hoy parte de Bojacá.
13 En el Diccionario de autoridades de 1726 la palabra alcantarilla se aplicaba a un puente pequeño con arcos que dirigían el curso de las aguas, en especial de lluvia.
14 Ocotea calophylla. También se conoce con el nombre común de gamuzo.


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