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Fronteras de la Historia

versión impresa ISSN 2027-4688

Front. hist. vol.20 no.1 Bogotá ene./jun. 2015

 

Un clero en transición. Población clerical, cambio parroquial y política eclesiástica en el arzobispado de México, 1700-1749

RODOLFO AGUIRRE SALVADOR
México: Bonilla Artiagas Editores; Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación de la UNAM
2012 - ISBN: 9788484897422 - 372 pp.

JOSÉ GABINO CASTILLO FLORES
Universidad Nacional Autónoma de México


Rodolfo Aguirre es uno de los investigadores que mejor conoce la historia del clero secular novohispano. Desde hace varios años ha dedicado diversos estudios a esclarecer la compleja vida política, social, económica y cultural que jugó este sector en la sociedad colonial en su conjunto. De ahí que su nuevo libro cumpla un doble propósito: por un lado, exponernos de manera detallada y con una visión de conjunto la situación del clero parroquial en la primera mitad del siglo XVIII; por otro lado, permitirnos comprender algunas particularidades de este clero y su importancia, no como un mero conjunto de clérigos, sino como parte integral de su sociedad. Con esto, el autor nos hace reflexionar acerca de la pertinencia de estudiar el clero en sus justas dimensiones. Pensemos, por ejemplo, en la necesidad que hay de más investigaciones sobre los personajes que integraron el clero local de cada obispado, con la finalidad de comprender mejor las dinámicas individuales y grupales de este sector para insertarse en las diversas corporaciones eclesiásticas.

El autor divide su libro en tres partes. La primera de ellas, "Un clero cambiante. Crítica reformista, renovación clerical y dinámica social", está dedicada a comprender la formación del clero, su ordenación y sus dinámicas sociales. Un punto de suma importancia en este apartado es la educación sacerdotal. Si bien los seminarios conciliares, como el de la ciudad de México, fueron fundamentales para la formación de clérigos, este no se fundó sino hasta fines del siglo XVII y con serios tropiezos ante la competencia de diversos colegios establecidos en la capital. Fue solo hasta mediados de la centuria siguiente cuando estuvo a la altura de colegios como el de San Pedro y San Pablo, que hasta entonces había sido el principal centro de formación de sacerdotes. Para 1720, el seminario era ya el segundo colegio en Nueva España en cuanto a número de alumnos graduados. La cantidad de estudiantes de esa institución que se presentaban a oposiciones por curatos iba también en franco aumento. Dichos seminarios permitieron a los arzobispos tener un mayor control sobre el clero local y, al mismo tiempo, hacer crecer sus filas con miras a la secularización parroquial. Muestra de su éxito fueron las negativas por parte de las órdenes religiosas a contribuir al sostenimiento de los seminarios, como se había ordenado por mandato real, a fin de retrasar su evidente desplazamiento.

Llegar a ser cura, sin embargo, no fue cosa sencilla. Desde los primeros concilios mexicanos se había insistido en la necesidad de una sólida educación y preparación sacerdotales, pues si bien muchos clérigos ingresaban al sacerdocio por vocación, no faltaron aquellos que lo hicieron pensando solo en los beneficios mundanos, como las exenciones y privilegios que conlleva pertenecer a este estamento. De ahí las severas críticas de arzobispos como Lanciego Eguilaz (1712-1728) o Antonio Vizarrón (1730-1748), quienes denunciaron la ignorancia de gran parte de su clero. Entre los blancos de estos prelados estuvieron la ordenación masiva de clérigos y los favoritismos desmedidos por los criollos, que si bien engrosaban las filas del clero diocesano, poco abonaban a su calidad. Aunque a lo largo del XVIII continuaron siendo aceptadas las ordenaciones a título de lengua o capellanía, se reforzaron también los escrutinios sobre los conocimientos que los ordenados tenían del oficio. Los altos índices de reprobación entre los muchos que intentaron ordenarse en el periodo de Lanciego son una muestra de este mayor cuidado y de que no todos cumplían con los conocimientos adecuados. Ello marcó la composición del clero en cuanto que una gran cantidad de pretendientes al sacerdocio no pasaron de las órdenes menores y quedaron confinados a servir como ayudantes de parroquia. Entre las mayores deficiencias de estos personajes estuvo el desconocimiento del latín o de alguna lengua indígena. Sobre esto último, aun cuando en el XVIII se dieron diversos intentos por castellanizar a los indios, la labor fue titánica y nunca llegó a concretarse, por lo que no extraña que en el cuarto concilio provincial mexicano (1771) los propios obispos validaran nuevamente la ordenación a título de lengua.

Con esta primera parte del trabajo, Aguirre demuestra lo compleja que fue la formación y conformación del clero secular en el arzobispado de México a lo largo de los siglos XVI y XVII. En la primera mitad del XVIII, a pesar de que se contaba con gran número de clérigos, pocos de ellos eran los que estaban ordenados como curas párrocos y menos aún los que poseían un beneficio. Este panorama es, precisamente, el punto de partida de la segunda parte del libro: "Beneficios eclesiásticos, empleos y cambio parroquial: entre la esperanza y la frustración". Este apartado permite analizar la situación de los curas en el arzobispado. Una pregunta básica para del autor es ¿de qué vivían los curas? Pues no existían en Nueva España los suficientes beneficios para emplearlos a todos. Aguirre señala que, para obtener un beneficio, en particular los más pingües, era de gran ayuda ser familiar de algún prelado o prebendado o poseer un grado universitario. Era, pues, un corto número de clérigos el que ocupaba los cargos del gobierno diocesano y las más importantes parroquias, como las de la ciudad de México, por ejemplo, que podían ser la antesala de alguna prebenda. El resto de los clérigos que se concentraban en la ciudad, unos 440 en 1720, según el arzobispo Lanciego, se conformaban con cargos de capellanes o mayordomos de conventos, confesores, ayudantes temporales, etc. Un gran número de estos clérigos vivían, o sobrevivían, atendiendo capellanías fundadas en diversas iglesias. Sin embargo, la mayoría de ellos no pasaba de obtener unos 150 pesos anuales que apenas alcanzaban para sobrevivir en la capital.

En el ámbito arzobispal, el mapa parroquial y la situación de los curas no cambiaba mucho; a fines del XVI existían solo 70 parroquias seculares y para 1670 apenas se había sumado una más. Mayor cambio se reflejó hacia mediados del XVIII, cuando el número aumentó a 93, lo que supuso darle ocupación a un medio centenar de clérigos. Sin embargo, estas parroquias no eran suficientes para emplear a los curas del arzobispado, lo que explica en gran medida las presiones del clero secular por la secularización de las doctrinas que, a mitad del XVIII, eran unas 166. Un ejemplo de esta presión, como lo muestra el autor, fue el concurso de 1709 al que asistieron 104 clérigos. Los curatos más deseados eran los de la capital y los valles de México y Toluca; los menos, los de la tierra caliente del sur del arzobispado. Los de la capital, por lo general, fueron concedidos a curas de la propia ciudad y con grados académicos de importancia. La vida de clérigo, pues, no era tan agradable y retribuida como podría pensarse. De ahí la alta concentración, en la capital, de curas que preferían estar como ayudantes en alguna parroquia o convento, pero conservar la esperanza de algún día obtener algún puesto al menos de mediana importancia. Los más osados, o habría que decir los más necesitados, debían conformarse con una vida de peregrinar en las parroquias más pobres de la periferia; ni qué decir de aquellos que servían solo como coadjutores, vicarios o, peor todavía, predicadores o ayudantes eventuales, personajes que, señala el autor, aún siguen sin tener voz propia en la historiografía.

En su último apartado, "Nuevos vientos de ultramar: la política eclesiástica de Felipe V", Rodolfo Aguirre estudia los cambios que se dieron en la Nueva España con este monarca. El clero secular vivió un proceso de transición durante la primera mitad del siglo XVIII, y en particular bajo el gobierno del arzobispo Lanciego Eguilaz. La consolidación del seminario, el mejoramiento y aumento de la estructura parroquial, la reforma de las costumbres y el apoyo a los clérigos locales para obtener ascensos fueron algunas de las características de su mandato. Sin embargo, no todos los cambios ocurridos en la primera mitad del siglo fueron convenientes para el clero. Felipe V creó una serie de gravámenes, como el subsidio eclesiástico, que afectaron las rentas de aquel. A sabiendas de que el clero secular era más fácil de controlar, gracias a que caía bajo el real patronato, el rey apoyó su consolidación en detrimento de las órdenes mendicantes. La muestra más contundente fue, sin duda, la secularización parroquial, primero parcial, en 1749 (arzobispados de México, Lima y Santafé), y luego generalizada, en 1753.

Con todo, la recaudación de los subsidios por parte del monarca fue muy difícil. El clero se opuso a la intromisión real en el manejo de sus rentas, que consideraba como un privilegio. En esta resistencia colaboró la propia composición del clero. Para entonces, el alto clero, entre el que debemos contar a los titulares de las parroquias más importantes de la Nueva España, estaba conformado por hijos de familias criollas con gran peso económico o político en el virreinato. No es raro por ello que, mediante diversas artimañas, se dieran largas al cobro del subsidio eclesiástico mientras que, al mismo tiempo, se mostraba la mayor disposición a cooperar con el rey. Claro que esta doble postura no pasó inadvertida en Madrid y en parte fue la responsable de las limitaciones impuestas al clero en la segunda mitad del siglo, cuando un monarca mucho más regalista llegó al trono. El clero secular se había convertido para ese momento en un fuerte contrapeso de la autoridad real. Lo mismo había sucedido con una orden de gran relevancia en la Nueva España, la Compañía de Jesús, cuyo trágico final es quizá un buen ejemplo de los cambios ocurridos en la política eclesiástica real del siglo XVIII. La expulsión del clero secular no era posible, como lo fue la de los jesuitas, pero sí se podían crear diversos mecanismos que restringieran cada vez más su peso político y económico. Los préstamos forzosos y los diversos subsidios, hasta llegar a la consolidación de los vales reales de 1804, deben verse como parte de estas medidas, por las cuales se buscó restarle poder.

Al leer Un clero en transicion, es claro que el largo proceso por el cual el clero diocesano logró consolidarse en la Nueva España fue bastante complejo. Si en la primera mitad del siglo XVIII parecía haber alcanzado la fuerza necesaria para imponerse en los diversos obispados, las cortapisas que le impuso la nueva política eclesiástica real no le allanaron el camino. A pesar de ello, el clero vivió una evidente etapa de crecimiento y consolidación a inicios de siglo. Harán falta trabajos sobre lo que ocurrió con el clero (y sus integrantes) de otros obispados novohispanos, a fin de tener una visión de conjunto, en especial de este periodo del cual se requieren mayores estudios.

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