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Fronteras de la Historia

Print version ISSN 2027-4688

Front. hist. vol.20 no.2 Bogotá July/Dic. 2015

 

"Guarda y custodia" en la Ciudad de los Reyes: la construcción colectiva del culto al Señor de los Milagros(Lima, siglos XVII y XVIII)

'Guarda y Custodia' in the Ciudad de los Reyes: Collective Construction of Devotion to the Lord of Miracles (Lima, 17th and 18th Centuries)

JULIA COSTILLA
Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, Argentina
juliacostilla@hotmail.com

Recibido: 17 de enero de 2015
Aceptado: 16 de junio de 2015


RESUMEN

Este trabajo analiza el surgimiento y la consolidación inicial del culto al Señor de los Milagros, entre 1651 y 1771, en relación con el papel de tres actores centrales: devotos afrodescendientes, élites limeñas (españoles y criollos que conformaban las redes del poder local) y religiosos de la Compañía de Jesús, un sector cuyo rol en el surgimiento de la devoción comenzó a considerarse en las últimas décadas. Con el enfoque de la antropología histórica, se indagarán las fuentes más clásicas sobre la historia de esta imagen y se completará con otros documentos editados e inéditos.

Palabras clave: Lima, Señor de los Milagros, símbolo religioso, sociedad colonial.


ABSTRACT

This paper analyze the source and consolidation of the devotion to the Lord of Miracles, during 1651 and 1771. To do it, we focusing on three central agents: Afro-descendents devotes, élites of Lima ?Spaniards and creoles from the local power networks?, and especially Jesuits. With the approach of historical anthropology, the most classical sources about this image will be analyzed and completed with other publish and unpublished documents.

Keywords: Colonial society, Lord of Miracles, Lima, religious symbol.


Introducción

La procesión del Señor de los Milagros que cada mes de octubre recorre las calles de Lima es reconocida como una de las manifestaciones católicas más imponentes de Hispanoamérica. Cerca de 40.000 fieles se reúnen año a año para celebrar su culto y más de 5.000 "hermanos" integran su cofradía, la Hermandad del Señor de los Milagros de Nazarenas, vinculada a su vez a un monasterio de religiosas que custodia el santuario. Ambas instituciones, hermandad y monasterio, derivan de las congregaciones que entre fines del siglo XVII y principios del XVIII fueron conformándose en torno al santuario y apuntalaron el desarrollo del culto.

En este trabajo se analizarán el surgimiento y la consolidación inicial de esta devoción, entre 1651 y 1771, en relación con el papel de tres actores clave: devotos afrodescendientes, élites limeñas (españoles y criollos que conformaban las redes del poder local, siempre en tensión con el poder central) y religiosos de la Compañía de Jesús. Respecto a estos últimos, su rol en el surgimiento del culto comenzó a considerarse en las últimas décadas y aquí se profundizará en su intervención (Sánchez).

Para desarrollar estos objetivos se examinarán las fuentes más clásicas sobre la historia de la imagen del Señor de los Milagros, y se completará la indagación con otros documentos editados e inéditos. Entre la documentación tradicional sobre el culto, los manuscritos más tempranos permanecen guardados en el archivo del monasterio y el acceso a ellos es restringido; sin embargo, pueden ser consultados a través de una edición digital y de transcripciones registradas en compendios posteriores1. Respecto a estos últimos, dado que los coloniales han sido escritos por funcionarios reales ligados al santuario, se abordarán simultáneamente como fuentes de información y como datos en sí mismos, considerando el papel de sus autores y las fechas en que fueron redactados y publicados (Colmenares; Vásquez). Las fuentes contemporáneas más completas corresponden al historiador jesuita limeño Rubén Vargas (Historia del Santo) y a su alumno Raúl Banchero (Lima), quien fue miembro de la Hermandad del Señor durante 43 años y, con nuevos documentos, dejó una profunda investigación sobre la imagen.

Tomando el enfoque de la antropología histórica, se rastrearán evidencias en los discursos y prácticas plasmadas en la documentación (incluso en los silencios) para reconstruir procesos históricos y perspectivas nativas (Geertz; Lorandi; Nacuzzi). De esa manera se podrá historizar este símbolo religioso limeño anclándolo en su escenario sociocultural y en relaciones sociales concretas, analizando el rol de lo simbólico en las luchas de intereses desplegadas.

Historia de un Cristo urbano colonial

Ubicado en el centro de Lima, el santuario del Señor de los Milagros alberga una imagen mural de Cristo que, según fuentes oficiales, habría sido pintada hacia 1651 por un negro del antiguo barrio limeño conocido como Pachacamilla (figura 1, numeral 7). Luego de multiplicar sus devotos y recibir el apoyo de distintos sectores, la imagen logró institucionalizarse definitivamente en 1771, cuando se creó su santuario y se lo adscribió a un monasterio. Para analizar esa historia, tomaré dos momentos: uno de 1651 a 1715, fecha en que el Cristo es declarado patrono de Lima, y otro entre 1715 y 1771. Mientras que el primero nos permitirá enfocar la participación de negros y jesuitas, el segundo dará más visibilidad a élites locales y autoridades reales. Pero antes de analizar su historia, resta presentar el contexto espacial y temporal que habilitó la construcción de este culto.

Con el nombre Ciudad de Los Reyes, Lima fue fundada por Francisco Pizarro en 1535, y se constituyó en capital del extenso Virreinato del Perú. Fue, por tanto, sede de las más altas autoridades civiles y eclesiásticas y residencia de la élite virreinal más numerosa de Hispanoamérica (Flores). Para los años de surgimiento del culto, su población era de casi 30.000 personas, de las cuales unas 20.000 eran de origen africano: esclavos traídos para trabajar en haciendas y chacras de la zona (Bowser; Sánchez). Con ese predominio afrodescendiente, la sociedad limeña expresaba la maduración del proceso colonial que caracterizó al siglo XVII, con sus distintos sectores cada vez más enfrentados: negros esclavos y libertos, mestizos, indígenas, castas y un grupo menor de criollos y peninsulares avecindados en la ciudad (Lorandi). En una ciudad capital, esto conllevaba un entramado de poderes y jurisdicciones superpuestas que convivían y negociaban sus competencias, desde virreyes, oidores y arzobispos, hasta cabildantes y párrocos. Asimismo, cabe destacar la gran cantidad de representantes eclesiásticos que albergaba Lima: más de 1.000 religiosos y de 300 sacerdotes repartidos en sus barrios, con un creciente número de mujeres congregadas en monasterios y beaterios (cerca de 4.000) (Clavijo).

En ese marco, la instalación oficial de un santuario con una imagen vinculada a los esclavos y a cargo de dos congregaciones (devotos y religiosas) será la vía de entrada para un análisis de la sociedad colonial limeña, de sus tensiones y del papel del símbolo religioso en la consolidación del poder material y espiritual de sus miembros.

I. Jesuitas, negros y élites limeñas: surgimiento del culto y oficialización (1651-1715)

Según fuentes tempranas, por el año 1650 un grupo de esclavos del barrio de Pachacamilla constituyeron una incipiente "cofradía"2, reunidos en un galpón sobre cuya pared uno de ellos habría pintado, tiempo después, la "imagen del Señor Crucificado con su madre y la Magdalena al pie de la cruz" (Colmenares 6)3. Esta efigie, actualmente venerada, habría logrado conservarse más allá de las condiciones desfavorables donde fuera pintada y de sucesivos terremotos (figura 2).

Las fuentes indican que tras el primero de esos sismos en 1655, que habría derrumbado la ermita pero dejado intacto el muro del Cristo, el lugar quedó finalmente abandonado (Banchero, Lima; R. Vargas, Historia del Santo). Aunque no aclaran si se dejó de venerar la imagen antes o después del terremoto, lo cierto es que su preservación no fue suficiente para que el culto continuara. Fue recién a partir de 1670 cuando Andrés de León, un vecino de la parroquia de San Sebastián (figura 1, numeral 6), comenzó a ocuparse del arreglo de la ermita: "Se empeñó en darle algún culto bajo de una pobre ramada que le hizo de pedazos de mangles y esteras, poniéndole flores y velas [y] siguieron después su ejemplo otros vecinos del barrio" (Vásquez 4). Al atribuirse al Cristo un favor que en ese momento habría recibido León (la desaparición de un tumor), fue creciendo la devoción y los feligreses, "entre los que predominaba la gente de color", iniciaron reuniones semanales nocturnas que motivaron sospechas en las autoridades religiosas (Banchero, Lima 46; Hermandad 5)4.

Aunque era un barrio marginal, Pachacamilla se encontraba a poco más de 500 metros de la plaza mayor y de los palacios virreinal y arzobispal, y su población estaba bajo la jurisdicción de la parroquia de San Marcelo (figura 1, numeral 5). Fue el cura de esta iglesia quien transmitió su desconfianza a las autoridades y motivó que ordenaran borrar la imagen en septiembre de 1671 (Rostworowski)5. Para ello se envió una comitiva integrada por "el promotor fiscal del arzobispado, un notario, un indio pintor de brocha gorda y el capitán de la guardia del virrey con dos escuadras de soldados" (Banchero, Lima 56). Pero cuando se dispusieron a cumplir la orden, una serie de sucesos lo impidieron:

Y que habiéndolo ido a ejecutar un indio, quedé a la sazón inmóvil, a vista de mucha gente, oscureciéndose al mismo tiempo el cielo, siendo las cuatro de la tarde y lloviendo con grande exceso, por cuyas manifestaciones y otras que ha obrado esta santa imagen se intitula el Cristo de los Milagros y por esta causa se le dio culto y comenzó a fabricar una capilla. (Cit. en R. Vargas, Historia del Santo 34-35)6

Conocidos estos hechos, los vecinos de las parroquias de San Marcelo y San Sebastián iniciaron gestiones para trasladar la imagen a sus iglesias, solicitando que se cortara el muro donde estaba pintada; pero los devotos de Pachacamilla se opusieron. Fue entonces cuando el virrey conde de Lemos decidió ir a visitarla junto a su esposa y a representantes del clero y la nobleza local, luego de lo cual acordó con la autoridad eclesiástica arreglar el galpón que la albergaba. Concluidas rápidamente las obras, pudo celebrarse el 14 de septiembre, día de la Exaltación de la Cruz, la primera misa ante el Cristo de Pachacamilla, conocido ya como Señor de los Milagros (ACM, LC 34, f. 158 v.; Colmenares 10). Las fuentes indican que asistió "gran número de vecinos y devotos", junto a altas autoridades civiles y eclesiásticas (el virrey y su esposa, autoridades capitulares, miembros de la nobleza y de órdenes religiosas) (Banchero, Lima 61; Vásquez).

Pocos días después, el arzobispo, con ratificación del virrey, nombró un mayordomo para la capilla, Juan de Quevedo y Zárate. Así, en el transcurso de ese año de 1671 se impulsó entre vecinos y autoridades locales un progresivo reconocimiento de la sacralidad de la imagen, con lo cual se revirtió la actitud inicial que tanto unos como otros habían mantenido respecto a ella. Con la primera misa y el nombramiento del primer mayordomo, el culto quedaba asegurado y la imagen, bajo el amparo de los poderes eclesiástico y civil (R. Vargas, Historia del Santo).

Una muestra de ese reconocimiento se produjo tras la delicada obra de asegurar el muro con la imagen, cuando se desmoronaron parte de sus adobes. Al quedar intacto el Cristo, el virrey mandó pintar en su parte superior las figuras del Espíritu Santo y el Dios Padre, como consagrando aún más ese mural que seguía expresando prodigios. Sin embargo, las fuentes indican que las limosnas de los devotos fueron menguando (Banchero, Lima 67).

Por su parte, el primer mayordomo tuvo la tarea de asegurar la posesión de la ermita con el propietario de los solares donde se extendía: Diego Manrique de Lara, un caballero español que llegaría a ser dos veces alcalde de Lima y a cuya familia pertenecían los terrenos del barrio y los esclavos que allí residían (Bachero; La verdadera; Banchero, Lima; Vásquez)7. Convertido en benefactor y patrono de la capilla, fue el mismo Lara quien, tras la muerte de Quevedo en 1679, designó como segundo mayordomo al eclesiástico Juan Montoya. Este, a su vez, se ocupó de mejorar la capilla y reavivar la "costumbre de reunir a los fieles los viernes por la noche" (Banchero, Lima 81). Consiguió asimismo una real cédula que ordenaba asistir a la fábrica de la capilla del Cristo por todos los medios posibles "por ser obra tan piadosa y en que interesa el mayor servicio de Dios"8. Aumentar la devoción y los ingresos parecían ser entonces los dos objetivos que preocupaban a las autoridades9.

El cuarto mayordomo, Sebastián de Antuñano, es una de las figuras más destacadas en las fuentes, con una permanencia en el cargo durante 33 años y el peso de haber marcado 2 hitos en esta historia: el inicio de las procesiones y el dar lugar al monasterio a cargo del culto. Se trataba de un español vinculado desde joven a la sociedad y la economía del virreinato, así como al clero secular y regular. Fue sobre estos vínculos, a partir de 2 experiencias frente a imágenes de Cristo (una en Madrid y la otra con el propio Cristo de Pachacamilla), que descubrió su "predestinada misión" como custodio de la imagen limeña (Banchero, Lima 88). Dado que la última fue al día siguiente de concluir sus ejercicios en el noviciado jesuita, comienza a evidenciarse la influencia de estos religiosos, no solo en la decisión personal de Antuñano, sino en el propio desarrollo del culto.

Las fuentes señalan que, una vez decidido, realizó los trámites necesarios y fue nombrado mayordomo, seguramente por la autoridad episcopal, ya que había sido esta la que en 1682 había reemplazado al anterior por un administrador de limosnas. Además, vimos que el mayordomo desplazado había sido designado por el propietario Lara, con quien Antuñano se vería enfrentado en un incidente por la compra-venta de sus terrenos10. Mientras que Lara parece haber representado al poder civil local, ya que además de vecino propietario era en el momento del conflicto nada menos que regidor del Cabildo, Antuñano fue apoyado por el virrey, Duque de La Palata, y un oidor de la Real Audiencia, Gaspar de la Cuba, quienes intervinieron para que pudiera efectuar finalmente, en 1686, la compra de los solares (Banchero, Lima 90). De esa manera, la ampliación de la capilla del Cristo bajo gestiones del mayordomo Antuñano parece haber involucrado una tensión entre poder real y eclesiástico, de un lado, y poder político y económico local, del otro. Volveré sobre este punto.

Iniciadas las obras en la capilla, el día 20 de octubre de 1687 un fuerte terremoto asoló la ciudad de Lima. A pesar de los destrozos en el templo de Pachacamilla, se asegura que el muro con la imagen siguió incólume11. Fue en ese momento cuando Antuñano propuso realizar la primera procesión rogativa con una réplica de la imagen, llevada hasta la plaza mayor, donde alcaldes y regidores le rindieron pleitesía. Años más tarde, extendida la devoción más allá de los límites del barrio, la veneración del Cristo como protector frente a los temblores llevó al Cabildo a declararlo patrono de la ciudad. Por unánime decisión, el 27 de septiembre de 1715 se le hizo "promesa, juramento y voto sobre los Santos Evangelios de cuidar y atender a su mayor culto y veneración, celebrando todos los años su fiesta", y se lo eligió como "guarda y custodia" de Lima (acm, lc 34, f. 158 v.). Esta declaración capitular puede ser vista como una clara muestra del prestigio que había adquirido la imagen. Es hasta este hito, por tanto, que extiendo lo que podría definirse como una primera fase del culto12.

Ahora bien, con estos hechos a la vista, una primera observación que puede desprenderse es que el culto parece haber tenido dos orígenes: uno cuando los cofrades se reunían a venerar la imagen hacia 1650 y otro cuando en 1670 un vecino reavivó la devoción entre los negros del barrio. Me detendré a continuación en cada uno de ellos para analizar sus pormenores.

Respecto al primer origen, este coincidiría con la creación de la imagen, en una época en la cual no era extraño que en las ciudades coloniales se entronizaran cristos resistentes a los sismos (Sánchez)13. En Lima, a su vez, el mural de Pachcamilla fue asociado tempranamente a otra imagen pintada en un muro, conocida como Cruz de la Redención. Hallados sus restos en la puerta de la capilla cuando se trazaban sus nuevos límites en 1671, se señaló que "por extraña coincidencia" hacía frente en línea recta al Cristo (cit. en Banchero, Lima 63; Vásquez 16-17). Esta conexión sugiere un posible antecedente de devoción a la cruz en el barrio que, aun con la imagen derruida, pudo haberse transmitido hasta 1650.

Por otra parte, la presencia de un negro en la producción de una imagen de Cristo hacia 1651 se explica por la acción evangelizadora sobre la población limeña afrodescendiente, tarea en que los jesuitas, con sus cruces y cristos, fueron protagonistas14. Aunque el autor de la pintura se mantuvo anónimo, las fuentes coinciden en afirmar que fue un negro de la cofradía de Pachacamilla, incluso presentado como un "negro de Guinea" (Vásquez 3)15.

La constitución de una incipiente cofradía16 en torno a una imagen de culto estuvo en principio habilitada por las condiciones de vida de los negros en una ciudad portuaria y cosmopolita como Lima17, mediatizada al mismo tiempo por la variedad de tradiciones religiosas que allí lograban encontrarse: además de las cristianas (desde entonces), las de raíces africanas e indígenas. Partiendo del papel del barrio como espacio de socialización y circulación de ideas, debemos atender a la posible influencia de creencias indígenas en la conformación de este culto, dado que nativos de la costa habrían residido en ese mismo barrio un siglo antes (Sánchez). Esto ha sido advertido por distintos estudiosos a partir de la aparente continuidad, en la imagen del Cristo, de los atributos del dios costeño Pachacamac, invocado por los indígenas también como protector frente a los sismos (Burga; Rostworowski; E. Vargas). Aunque no se encontraron evidencias contundentes que aseguren dicha continuidad, la acción de los jesuitas vuelve a dejarnos pistas sobre esa posible influencia, ya que desde fines del siglo XVI fueron ellos quienes administraron la única doctrina de indios de la ciudad de Lima (el Cercado) y protagonizaron, como mostraré a continuación, la predicación entre los negros (Orrego; Sánchez).

Entre estos religiosos se destacó el limeño Francisco del Castillo, conocido como "el apóstol de Lima" y como "obrero de negros y españoles", dada su especial dedicación en "el servicio y bien de los morenos" y su labor predicadora (García 96), especialmente en plazas y esquinas de la ciudad (lugares de reunión para estos grupos) y en hospitales como el de negros de San Bartolomé, fundado el mismo año en que se habría pintado la imagen de Pachacamilla (figura 1, numeral 14) (Banchero, Lima; Benito; R. Vargas, Vida). Desde 1648, Castillo se dedicó a predicar en la plazuela del Baratillo, un mercado popular del barrio de San Lázaro (vecino al centro limeño), disponiendo un altar con una cruz (figura 1, numerales 3 y 4). Cuando en 1650 los jesuitas tomaron posesión de la capilla de Los Desamparados, detrás del palacio de gobierno, Castillo estuvo a su cargo y pudo seguir desde allí su labor entre quienes frecuentaban el mercado y entre la nobleza cercana a la corte virreinal (figura 1, numeral 2). Asimismo, en esta iglesia se desarrolló el culto a una imagen de la virgen y a un cristo crucificado, con el cual el jesuita organizó una procesión hacia la catedral tras el terremoto de 1655 (R. Vargas, Vida). Por tanto, la devoción de los negros al Señor de los Milagros surgía en un contexto donde el culto a Jesucristo era promovido en la ciudad y particularmente entre su población afrodescendiente.

Pasando al propuesto como segundo origen del culto (1670), vemos que continuó esta decisiva presencia de jesuitas y negros. Años después de decaer la devoción tras el terremoto de 1655, el feligrés León la recuperó organizando reuniones semanales en las que predominaban los negros (hombres y mujeres) (Banchero, La verdadera; Hermandad)18. Podemos suponer, considerando a quienes aún trabajaban en las propiedades de Lara hacia 1670, que buena parte de estos devotos eran o bien descendientes o los mismos cofrades de los años 1650.

Por otro lado, el primer virrey que aceptó venerar al Cristo, conde de Lemos, mantenía una estrecha relación con el jesuita Castillo: lo había elegido como confesor y capellán y colaboró con él en la fundación de la iglesia detrás del palacio. La actividad en torno a esta casa jesuita se había incrementado justamente durante el tiempo transcurrido hasta que resurgió el culto en Pachacamilla19. Dado que el renovado templo jesuita se inauguró al poco tiempo de celebrarse la primera misa ante el Señor de los Milagros, ambos eventos parecen ligados a la misma acción conjunta del virrey y su confesor. Y si era ese el marco que daba impulso al culto, no resulta extraño que luego de sus fallecimientos (en 1672 el virrey y en 1673 el padre Castillo) fueran mermando la devoción y las limosnas.

Fue tras la acción de Lara, patrono de la ermita, cuando se recuperaron las reuniones semanales de los fieles (Banchero, Lima 67, 81). La intervención de este español también se había expresado en la ubicación de una Virgen de la Gracia traída de Panamá. Como patrón de esa advocación en el convento agustino limeño, tramitó su traslado y logró concretar una ceremonia de colocación con altas autoridades (Banchero, Lima 75; Vásquez 12-13). Considerando la reciente donación de sus terrenos, esta entronización de un símbolo que lo representaba parecía querer reforzar sus prerrogativas sobre la nueva capilla, lo cual también es apoyado por el hecho de que no se registraran referencias a esa virgen durante la gestión de su posterior rival, Antuñano.

Tras la llegada de este mayordomo, el culto mostró un nuevo impulso institucional (el definitivo, que describiré posteriormente, sería para la segunda mitad del XVIII). También aquí, se observó la influencia jesuita en la decisión de Antuñano de acercarse a la capilla y probablemente en la de sacar en procesión una réplica del Cristo tras el terremoto de 1687. Esto se advierte, además, porque en esa misma fecha fatídica fue venerada junto al Cristo una virgen de la iglesia jesuita de San Pablo, conocida como Virgen de las Lágrimas o Virgen del Aviso por las manifestaciones que antes del terremoto se habían ido apreciando en su imagen (figura 1, numeral 13) (Benito; Ordiozola; Pérez; R. Vargas, Historia del Santo). Desde ese año, entonces, se fijó el día 20 de octubre como fiesta de tabla (en la cual el virrey de turno debía rendir culto) y se conmemoró la fecha con la devoción a esa virgen jesuita y la procesión del Cristo de Pachacamilla20. Así, los años de 1684 a 1687 podrían pensarse como un tercer "origen" del culto, simbolizado en esa primera procesión; pero teniendo en cuenta que la devoción de los feligreses continuó, como muestran los documentos sobre la administración de la capilla, se mantiene la fecha de 1671 como origen definitivo (AAL, PI 25, f. 13 v.).

Tras este surgimiento, entonces, con las mencionadas acciones de los españoles Lara y Antuñano, comenzó a adquirir más relevancia el protagonismo de la élite hispano-criolla. En el caso del mayordomo, se trataba de un español de renombre con influencia en distintas esferas de la sociedad y en los benefactores del culto21. Movidos por su amistad con él y con las madres nazarenas, colaborarían el marqués de Casa Concha y el cronista Felipe Colmenares, marqués de Zelada, quien dirigiría luego la fábrica del monasterio. Los miembros del Cabildo, por su parte, mostraron un creciente compromiso con el culto. Comenzando por el propio Lara, regidor en 1683 y 1686, el apoyo al Cristo se habría mantenido cuando alcaldes y regidores le rindieron pleitesía tras el terremoto de 1687 y se selló con la declaración de 1715. También demostraron devoción e intervinieron distintos virreyes y funcionarios reales: desde el conde de Lemos, pasando por el duque de La Palata, quien ayudó a Antuñano con la compra de terrenos, hasta el conde de la Monclova, como devoto y patrocinador22. Estos últimos gestos seguían además la orden del propio monarca de asistir a la fábrica de la capilla (Banchero, Lima 81; R. Vargas, Historia del Santo 35).

Considerando estas acciones de autoridades locales y metropolitanas, puede afirmarse que las señaladas tensiones entre poder real y eclesiástico, de un lado, y poder político y económico local, del otro, tuvieron este símbolo religioso como terreno de encuentro y de disputa. Consolidado ya como un nuevo vehículo para la evangelización, llegó a congregar los intereses de diversos sectores, y a partir del segundo surgimiento de su culto se pueden registrar ciertos elementos que permiten caracterizarlo como mestizo (Bernand, "Hibridez"; Costilla, "El culto"). Más allá de la invención de la devoción con base en intenciones evangelizadoras y del hecho de que la imagen haya sido pintada o no por un esclavo, el mestizaje se aprecia al menos en dos aspectos.

Uno de ellos es la introducción de elementos no cristianos por parte de los cofrades negros. Siendo difícil acceder a través de fuentes coloniales a las tradiciones africanas incorporadas en el culto, destacamos una referencia temprana a "bailes y otros entretenimientos de sus bárbaras costumbres" (Vásquez 4), y la de una obra posterior que menciona "el ritual y danzas que por costumbre dedicaban a Zanajarí o a Nyamatsané" (deidades africanas tradicionales)" para venerar al Cristo (Banchero, La verdadera 20). El segundo aspecto que subrayo es la apropiación del símbolo por parte de distintos actores sociales: además de los ya mencionados (negros, jesuitas y miembros de la élite hispano-criolla), los indígenas y mestizos que participaron en la organización del culto y los feligreses que en las primeras procesiones cargaban y acompañaban las andas del Cristo, entre los que predominaban los negros y las esclavas de la élite limeña que asistían como sahumadoras y cantoras (Banchero, Lima). En este sentido, es notable que el año 1671 coincidiera con la canonización romana de Santa Rosa de Lima, una figura que también congregaba a distintos sectores sociales y étnicos (Hampe; Mujica). En una etapa en la que fueron frecuentes los procesos para beatificar y canonizar a miembros de la Iglesia limeña23, esta primera santa americana resultó ser la más significativa para la ciudad. De manera que la oficialización de la imagen del Señor de los Milagros se dio en el momento y el lugar24 en los que se consolidaba otra imagen de culto local que condensaría intereses diversos.

En este punto, contemplando los dos orígenes del culto (1651 y 1671), podemos preguntarnos cuál de ellos corresponde al origen del símbolo religioso y si este fue o no simultáneo al origen de la imagen material. Entendidos los símbolos como entidades históricas polisémicas fraguadas en un marco cultural y en relaciones sociales concretas, puede afirmarse que la imagen del Cristo de Pachacamilla se constituyó como símbolo religioso desde el momento en que fue pintada en un mural y se sacralizó como objeto de culto de una cofradía de negros (Turner). Luego, en el resurgimiento de ese culto con nuevos actores, el símbolo pasó a condensar otros significados, sin perder por ello su impronta afroamericana.

Salvando el silencio de las fuentes oficiales más tempranas, la información contextual y los posteriores relatos sobre el culto coinciden en señalar esa impronta. Y si las narrativas más difundidas sobre los orígenes de símbolos católicos suelen subrayar, para reforzar su aceptación, la humildad de los productores de las imágenes (materiales como en este caso o por hallazgos milagrosos) y sus dificultades iniciales para consagrarlas ante el Señor de los Milagros, pueden verse ambos motivos en actores diferentes (Christian; Fogelman). Los negros de Lima produjeron el símbolo en 1651 y un español poderoso, Antuñano, sorteó dificultades para terminar de consolidarlo, asegurando el culto en lo material (el santuario), en lo simbólico (la procesión desde 1687 y su patronazgo desde 1715) y en lo institucional (un monasterio). Pasamos entonces a este último aspecto: cómo las religiosas nazarenas se sumaron definitivamente al culto y complejizaron ese símbolo que seguiría expresando su potencialidad para representar distintos actores de la sociedad colonial.

II. El Cristo entre las hermanas nazarenas: procesiones y nuevo santuario (1715-1771)

La segunda fase de la etapa inicial del culto se advierte cuando logra una mayor institucionalización. Ya desde los primeros años del siglo XVIII, la historia del Cristo comenzó a entrelazarse con la congregación de Nazarenas Carmelitas Descalzas de Santa Teresa. Por gestiones de Antuñano, un beaterio de monjas que funcionaba desde 1683 en el barrio limeño de Monserrate quedó adscrito desde 1702 al templo de Pachacamilla25.

Además de que la capilla contaba con el apoyo del virrey, fueron las conexiones e influencias de ese mayordomo, partiendo de su amistad con la madre fundadora del beaterio, las que impulsaron la instalación de las nazarenas26. La donación, de Antuñano a las beatas, de los solares y propiedades del santuario resignificó el culto al Cristo de Pachacamilla, que quedó íntimamente asociado a la obra, a la virtud y a los designios de estas religiosas y pudo adquirir así mayor conato y prestigio. Muestras de esto son, por ejemplo, la significación que adquirió el uso del hábito morado que vestían estas religiosas, adoptado luego no solo por Antuñano sino por los demás devotos, y la denominación con la que pasaría a ser conocida la imagen: Señor de los Milagros de Nazarenas27.

Fallecida la madre fundadora en 1709, dejó como encargado de las gestiones materiales a Antuñano y como directora espiritual a su discípula Josefa de la Providencia. Fueros ellos los que trataron con los cabildantes para que rindieran homenaje al Cristo en 1715 y colaboraran materialmente. Luego de fallecer Antuñano en 1717, la directora del beaterio continuó los prolongados trámites y consiguió las aprobaciones reales y papales que permitieron fundar en 1730 el Monasterio de Madres Nazarenas Carmelitas Descalzas de San Joaquín28. Para concretarlo, las beatas contaban, además, con distintos benefactores que sostuvieron su congregación (Banchero, Lima). Más allá de qué motivaba estos aportes, favorecieron la devoción al Cristo y contribuyeron a afianzar el reconocimiento del Instituto Nazareno y de la imagen que permanecía bajo su custodia.

En el año 1746, otro violento terremoto destruyó la iglesia del Cristo, por lo que quedó una tarea de reconstrucción que por veinte años no pudo iniciarse29. Las penurias sociales y económicas que dejó el sismo llevaron a que el templo no contara con ayuda material, ni oficial ni de los fieles. Una excepción fue la benefactora María Fernández de Córdova, de quien descendía el ya presentado marqués Felipe Colmenares, una española que ya había colaborado en la fundación del monasterio y se volvería luego "patrona" del templo (Banchero, Lima 81; Vásquez 2-3).

Años después, quien brindó un apoyo decisivo al culto y su continua colaboración económica y política fue el virrey Manuel Amat30. Se planteaba en ese momento que era una forma de hacerse cargo de la "estrecha obligación que ha tenido y tiene esta ciudad, de promover su fábrica y culto", pero que el Cabildo no había cumplido según su promesa de 1715 (Vásquez 14). Con la intervención del virrey, se organizó en 1766 una procesión extraordinaria para solicitar apoyo económico a los feligreses (Banchero, Lima 199). Luego de permanecer las andas en la iglesia jesuita de Los Desamparados, se recolectaron los fondos necesarios para un nuevo templo y pudo realizarse entonces, el 15 de junio de 1766, el ritual de colocación de la primera piedra, con presencia del virrey y el arzobispo, devotos y altas autoridades civiles y eclesiásticas.

Finalmente, gracias al aporte de Amat, entre otros nuevos benefactores, en el año 1771 se terminó de construir la iglesia donde actualmente reside la imagen, conocida ya como iglesia de las Nazarenas31. A tal efecto, se realizó un solemne acto de inauguración entre los días 20 y 21 de enero, con presencia del virrey y sus cuerpos administrativos, el arzobispo, milicias provinciales y altares de las órdenes de Santo Domingo, San Agustín y La Merced y de la parroquia de San Marcelo (Colmenares; R. Vargas, Historia del Santo). Esta ceremonia de 1771 es el hito que suele aparecer en las fuentes como último acontecimiento de "la historia" del Santo Cristo.

Ahora bien, como primera observación sobre estos hechos, no puede entenderse el accionar del virrey Amat fuera del marco de lo que significó para las colonias hispanas la profundización de las reformas borbónicas, tendientes a fortalecer el poder real y modernizar las instituciones coloniales. Uno de los virreyes más vinculados a la implementación de estas medidas fue justamente Amat. Fue responsable, por ejemplo, de llevar adelante la expulsión de los jesuitas, lo cual requirió mayor cautela en una ciudad donde el aprecio por la orden podía desencadenar un conflicto social (Banchero, Lima). Su propia relación con los jesuitas se revela, precisamente, con respecto al ritual sobre el Señor de los Milagros, ya que para la procesión extraordinaria de 1766 la iglesia ignaciana fue el sitio elegido para exponer las andas del Cristo durante dos jornadas32. Evidentemente, existieron vínculos entre los jesuitas limeños, quienes hasta su expulsión al año siguiente se habrían mantenido a cargo de esa céntrica iglesia, y los devotos y administradores del culto al Señor de los Milagros, desde los negros del barrio y los custodios del santuario (mayordomos y religiosas) hasta los virreyes. La escasa presencia que las fuentes sobre el culto dieron a estos religiosos ha sido revertida en parte desde la publicación de la obra del historiador Vargas Ugarte. Este autor, además, dedicó un trabajo a la vida y obra de Francisco del Castillo donde subrayó las intenciones de este pasar inadvertido y no ser mencionado en los programas y relaciones (Historia del Santo; Vida). Aunque este bajo perfil del jesuita debió haber influido en el registro de sus contemporáneos, el desfavorable contexto alrededor de la expulsión de la orden (incluyendo posibles recelos por su cercanía a la corte virreinal) también pudo repercutir en la documentación de la segunda mitad del XVIII, justamente en los dos textos sobre los cuales me detendré luego.

Otra característica del culto durante el contexto borbónico fue la participación de arzobispos en los actos especiales junto a altas autoridades civiles, tanto en la ceremonia de la primera piedra en 1766 como en la inauguración del templo en 1771 (Banchero, Lima; Colmenares; R. Vargas, Historia del Santo). Esto parece expresar tanto una voluntad de afianzar la presencia eclesiástica en una época de creciente regalismo y avance del patronato real como la relevancia que fue adquiriendo la procesión del Señor de los Milagros en un contexto donde era clave la exhibición del poder a través del simbolismo ritual (Guerra; Ortemberg). Asimismo, se destacaron en esos años acciones favorables de la Santa Sede, con una primera concesión pontificia hacia 1766, cuando se procuraba recaudar fondos para el santuario, y otra durante las críticas últimas décadas del siglo XVIII, cuando se otorgaron indulgencias y realces para las celebraciones del Cristo. En la primera, tras sucesivas solicitudes de las hermanas nazarenas, se facultaba al monasterio para erigir una cofradía de la imagen; sin embargo, se ha afirmado que la posterior aprobación arzobispal no fue concedida debido no solo a la resistencia a oficializar nuevas organizaciones piadosas sino especialmente al apoyo de estas religiosas a la causa patriota (Banchero, Lima).

Puede apreciarse, entonces, que a lo largo de toda esta segunda fase del culto, su consolidación e institucionalización, conforme al propio devenir del monasterio, fue el motor que lo impulsó a sostenerse por encima de los cambios en la devoción. Es poco el lugar que las fuentes les dieron a los fieles del barrio y eran pocas también sus limosnas; no obstante, estas fueron el eje de los pedidos de rendición de cuentas y, aunque el apoyo oficial y los aportes de la élite local fueron decisivos, los trabajos realizados demandaron considerables gastos para los cuales también debió haber colaborado la feligresía. En este sentido, la participación de los devotos hacia mediados del XVIII ha quedado registrada en distintas ocasiones. Para la procesión de 1766, por ejemplo, se constituyeron las cuatro primeras cuadrillas de cargadores de la imagen, con "los más unidos de los devotos cotizantes", y con ello se dio origen a lo que tiempo después se institucionalizaría como Hermandad del Señor de los Milagros. Asimismo, se menciona un antecedente para 1760, cuando se agremiaron los devotos de ambos sexos para acompañar al Señor y quemarle incienso en la procesión del 20 de octubre (Banchero, Lima 199). Podemos deducir que entre ellos se incluirían tanto vecinos hispano-criollos como negros, mulatos y castas del barrio (hombres y mujeres), algunos seguramente descendientes de los fieles del XVII.

Por otra parte, he advertido que esa mayor institucionalidad del culto tuvo un correlato en la propia documentación sobre su historia. Como se anticipó en la introducción, luego de la redacción del manuscrito de Antuñano en 1689, dejaron también sus testimonios las fundadoras del beaterio y los funcionarios reales más vinculados al santuario durante el siglo XVIII: Vásquez de Novoa y Colmenares (AM, r)33.

El primero, abogado de la Real Audiencia y catedrático en la Universidad de San Marcos, señaló que escribía su Compendio para completar una publicación previa vinculada al monasterio y contar la "verdadera historia" de la imagen como forma de "propagar su mayor veneración y culto", y no fue nada casual la fecha en la cual se produjo, 176634. Para ello, proponía sustentarse en una "firme y constante tradición de padre a hijos, y por antiguos manuscritos que se conservan en los archivos del monasterio" (3), a lo que se suman apreciaciones que permiten visualizar las representaciones sobre el culto en esos años. Una de las más significativas es la referencia a la ermita como "santuario" ya para los primeros años de su aceptación oficial: "Creció tanto el número de devotos, que alentaron con su ejemplo al Sr. virrey conde de Lemos y su señora esposa frecuentando sus visitas a venerar el santuario, que desde lejas tierras venían en romería solo por ver y reverenciar la prodigiosa imagen" (6).

La caracterización de la todavía incipiente capilla como santuario indica una temprana congregación de peregrinos en torno al Cristo de Pachacamilla. Considerando que se basaba en la tradición oral local, es posible dar cierto crédito a las afirmaciones de Vásquez de Novoa sin dejar de matizarlas en relación con los objetivos de su obra, en un contexto donde se necesitaba realzar y reconstruir (material y simbólicamente) ese lugar sagrado. Pero, dado que esta relación histórica no fue publicada hasta 1868 (su original se conservó en el monasterio), cabe preguntarse por qué se mantuvo inédita; y tal vez la respuesta sea que solo once años después de este compendio se imprimió la obra de Colmenares. Escrita y publicada cuando se inauguró el nuevo templo (1771), su autor había dirigido la fábrica del santuario desde sus inicios, en el mismo año en que Novoa produjo su compendio (1766). Cabe suponer entonces una preferencia por la pluma del cronista Colmenares, más cercano al santuario y, como señalaré a continuación, al propio virrey Amat.

La figura de este funcionario real (contador jubilado de la Casa de la Moneda, honorario del Tribunal de Cuentas y tesorero de cruzada) se destacaba además por sus títulos de coronel y marqués, este último obtenido tras publicarse su trabajo, y por descender de una familia de la nobleza limeña que, como vimos, colaboró en la obra del templo (Rezabal). Su texto era una relación dirigida al virrey en la que, tras una introducción sobre la historia de la imagen desde 1651, describía las ceremonias de 1771. Puesto que el autor no refiriere a otros benefactores, con excepción de su pariente María Córdova, ni a la procesión extraordinaria de 1766, queda a la luz su intención de destacar los favores de Amat. Señala solo que "su caridad y arbitrios facilitaron los medios para la fábrica de un Templo que no tiene igual en esta ciudad" (Colmenares 30). De esta manera, puede comprenderse por qué su escrito fue publicado inmediatamente y cumplió efectivamente su papel de enaltecer no solo el santuario sino por sobre todo al virrey que en ese periodo había acompañado el crecimiento del culto.

En definitiva, ambos cronistas reales contribuyeron a consignar una versión de la historia centrada en la élite limeña y con escasas menciones a los negros devotos, solo al pintor de la imagen y a quienes con sus prácticas habrían "instado" al Señor a la destrucción del terremoto de 1655 (Vásquez 4). Por tanto, una de las más relevantes implicancias de esta documentación oficial fue la reducción del lugar de los negros al acto de producción concreta de la imagen, sin que se avanzara en una posterior descripción de su participación en el desarrollo del culto. Recién desde la última mitad del siglo XX, paralelamente a una situación general de mayor reconocimiento de este considerable sector de la población peruana35, se observa en las fuentes sobre el culto una creciente visibilización de su accionar36.

Puede afirmarse, así, que fue en esta segunda fase cuando el símbolo religioso se consagró y oficializó definitivamente en un marco institucional que lo contenía. Tensionado por cada vez más actores (desde los devotos hermanados y las religiosas del convento hasta el virrey Amat), siguió multiplicando sus significados conforme el culto se afianzaba en la sociedad limeña.

Conclusiones

Desde que la imagen fuera pintada a mediados del siglo XVII, el culto al Cristo de Pachacamilla parece haber ido creciendo "desde abajo", movilizado por los fieles de un barrio de negros. En efecto, su oficialización bajo la égida de la Iglesia diocesana y el poder civil en 1671 no fomentó otra cosa que una mengua en las limosnas y la ausencia en las fuentes de claras manifestaciones de veneración barrial. Fue recién con la presencia de una congregación religiosa y con su institucionalización hacia 1771 cuando el templo devino "santuario", lo que fue auspiciado especialmente por el poder colonial y las élites locales.

Las sospechas iniciales en torno al culto, por las usuales percepciones negativas sobre el comportamiento de negros y mulatos, parecieron disiparse ante la comprobación de los poderes de la imagen, entendidos estos en un sentido amplio. Por encima de la aceptación de sus manifestaciones como milagros, su eficacia se expresaba en la capacidad evangelizadora de un símbolo que identificaba a la población afrodescendiente. Habiendo quedado sin efecto la orden de eliminar la imagen, el culto fue entonces formalmente encarrilado bajo el amparo de las autoridades coloniales. Incluso el párroco local, bajo cuya jurisdicción estaba el barrio de Pachacamilla y que participaba en las reuniones nocturnas ante la imagen avalándolas con su presencia, fue de alguna manera sustituido en sus funciones de supervisor del culto por un mayordomo directamente designado por el arzobispo y el virrey.

En este punto, queda claro que la elaboración de una imagen material (una pintura en este caso) no siempre coincide con el proceso de "invención" de la devoción a aquel a quien la imagen representa. Por el contrario, los significados que se plasman en el acto concreto de realizar una figura pueden tensionarse con aquellos que las autoridades posteriormente movilizan para fomentar su culto (Siracusano). Así, en la construcción colectiva del culto a este Cristo limeño han podido identificarse tanto los creadores de la imagen, en cuanto símbolo sagrado, como los agentes que la fraguaron en términos evangelizadores, de patronazgo y de legitimación política. Asimismo, al destacarse el mayordomo Antuñano, y considerando que las dificultades atravesadas pueden afianzar la consagración no solo de la imagen sino de quien promueve su culto (Christian; Fogelman), puede concluirse que a quien afianzaban la fuentes oficiales era a un devoto español y no al anónimo pintor. Esto revela, además, el alcance sociocultural de la devoción; si no el que tuvo espontáneamente, al menos el que se le pretendió dar resignificando un símbolo de raíz negra para incluir a distintos sectores sociales.

La oficialización de la imagen, en una ciudad donde convivían autoridades reales y locales, implicó que fuera convertida en ciertos momentos en un elemento de disputa; pero al igual que se observó con Santa Rosa, el Cristo llegó a congregar ambos poderes, representados por el virrey y el Cabildo. Así, teniendo en cuenta el campo religioso limeño dentro del contexto colonial, cuyos agentes, inmersos en el "régimen de cristiandad" propio de la época (Di Stefano 85), se superponían a los de otros campos, vemos que este culto expresaba relaciones de fuerza derivadas de esas otras esferas sociales (jurídico-política, económica, etc.) (Bourdieu). Por ende, su trayectoria permaneció condicionada por la evolución de esa dinámica, por momentos dirimía y por momentos acentuaba las tensiones sociales.

Atendiendo a otros agentes del campo religioso, más allá de la intervención de autoridades, el encarrilamiento del culto quedó finalmente mediatizado por las religiosas, que permanecieron desde 1700 en la custodia del santuario. Por su parte, fue el mayordomo que gestionó esa custodia quien movilizó la primera procesión con la imagen e impulsó, ya junto a la priora, el juramento del Cabildo en 1715 y las colaboraciones de benefactores locales para las obras del templo y el monasterio. De esta manera, la mayor actividad concerniente al sostenimiento devocional y económico y al desarrollo material y simbólico del culto fue llevada a cabo por estas dos instituciones católicas: la mayordomía del Cristo, en cuanto cargo primario, y el monasterio nazareno37. Ambas continuaron vigentes en los siglos posteriores y habilitaron la reproducción del culto hasta la actualidad (Costilla, "El culto").

Finalmente, en medio de esa trama de autoridades, religiosas y miembros de la élite limeña, rastreamos dos sectores de la sociedad local cuyas acciones apenas fueron registradas por las fuentes coloniales. En principio, se demostró que es posible reconstruir en varios documentos la participación de los jesuitas. Cercanos tanto a los virreyes como a la población negra de la ciudad, su influencia fue decisiva, como puede confirmarse a la luz de las evidencias presentadas. Asimismo, tomando crónicas más contemporáneas y observaciones etnográficas, no puede discutirse tampoco el protagonismo de la población negra. La Hermandad del Señor de los Milagros, que hoy congrega a miles de devotos, se remonta a la primera cofradía de negros conformada hacia 1650 y a la hermandad a la que fueron dando lugar los fieles que acompañaron la imagen procesional desde 1687: cargadores, sahumadoras y cantoras. Aunque la cofradía solicitada por las religiosas no fue autorizada, las primeras cuadrillas de fieles constituidas para la procesión especial de 1766 dieron paso a nuevas y sucesivas incorporaciones de hermanos adscriptos al santuario (Banchero, Lima; Banchero, La verdadera; Costilla, "El culto"). Es posible entonces afirmar y reconstruir claramente una larga tradición de participación afrodescendiente en la devoción a esta imagen de Cristo.


Notas

1 Se trata de tres relaciones: una de 1689, escrita por el cuarto mayordomo del Cristo, Sebastián de Antuñano; otra de 1690, redactada por la madre fundadora del beaterio, luego devenido monasterio; y otra escrita por una discípula de esta fundadora, Josefa de la Providencia, entre fines del XVII y comienzos del XVIII.
2 Si bien es necesario distinguir la cofradía propiamente dicha de estas asociaciones espontáneas, se mantiene el término de manera heurística y en cuanto es utilizado en la bibliografía consultada (González).
3 Fuentes posteriores sostienen que la Virgen y la Magdalena fueron añadidas luego debido a sus distintas proporciones respecto al Cristo y por no ser mencionadas en manuscritos coloniales (Banchero, Lima; R. Vargas, Historia del Santo). Como posible hipótesis, considero que pudieron haber sido pintadas por distintos cofrades y los manuscritos destacaron solo al Cristo.
4 Se señala que cada viernes a la noche entonaban ante la imagen salmos y lamentaciones con instrumentos musicales, pero las autoridades fueron percibiendo también un "culto menos decoroso", un cierto "desorden de las gentes de ambos sexos que ya pasaba, con pretexto de devoción a escándalo" (Colmenares 7; Vásquez 5). Cabe recordar la percepción negativa que primaba sobre el comportamiento de esta población, cuyas prácticas y creencias solían ser asociadas a supersticiones, brujería e invocación de espíritus y cuyo adoctrinamiento recaía en la Iglesia (Bowser; Gómez; Tardieu).
5 "Resolución del provisor y vicario general para borrar la imagen", Lima, 5 de septiembre de 1671 (cit. en Banchero, Lima 54-55; y Vásquez).
6 El relato corresponde a una petición del Cabildo limeño al monarca del 27 de octubre de 1718 (Banchero, Lima 56).
7 Firmada la escritura el 17 de diciembre de 1671, Lara hizo entrega a Quevedo, "como a mayordomo de la fábrica de la capilla del Santo Cristo, no sólo [d]el sitio que la misma ocupaba, sino también [de] toda la tierra de la huerta que poseía en esa zona de Pachacamilla para que pudiese labrar, por su cuenta, los adobes necesarios para la capilla" ("Protocolos de Sebastián de Carbajal", Lima, 1671, cit. en Banchero, Lima 63).
8 Aranjuez, 19 de abril de 1681, cit. en Banchero, Lima 81; R. Vargas, Historia del Santo 35).
9 En efecto, la cuestión de los ingresos dio lugar a un auto arzobispal que en abril de 1682 separó de su cargo a Montoya para solicitarle una rendición de cuentas (AAL, pi 25, f. 13 v.). Este señaló que, al asumir, no había patrimonio de limosnas de los fieles, por lo que había debido contratar a un indio que las demandara y recurrir a sus ahorros para solventar gastos (Banchero, Lima 82).
10 Los pormenores de esta compra-venta merecerían especial atención, ya que algunas fuentes señalan que "tomó en fin posesión quieta y pacífica de los solares" y otras describen violentos sucesos (Banchero, La verdadera 36-41; Vásquez 9).
11 Raúl Bachero afirma esto con base en documentos posteriores, ya que Antuñano no lo destacaba en sus memorias (Lima 98).
12 No obstante, los quince años previos a 1715 fueron al mismo tiempo la antesala de la segunda fase del culto, cuando su historia comenzó a complejizarse con el ingreso de nuevos actores.
13 Un claro ejemplo es el llamado Taytacha Temblores en la ciudad de Cuzco, cuya imagen fue sacada en procesión durante un terremoto en 1650 (Vega). Agradezco a Carmen Bernand por sus observaciones en este punto.
14 Además, no debe olvidarse la extendida presencia, en las historias sobre cultos católicos americanos, de negros e indios creadores de las imágenes o protagonistas de las apariciones y hallazgos de las mismas (Bernand, comunicación personal; Fogelman). Más allá de las intenciones evangelizadoras e integradoras que revelan estas narrativas, también remiten a la presencia de tradiciones y sacralidades paganas en la materialidad de imágenes cristianas, que para negros e indios podían tender "lazos insoslayables con su propia comprensión de la realidad" (Siracusano 32).
15 Ya en el siglo XX, algunas fuentes lo caracterizan como angoleño, al igual que al resto de los cofrades de Pachacamilla, y señalan que estos convivían con mozambiques, congos, etc. (Costa; "Nuestro"). En este sentido, es muy probable que fueran de distintos orígenes, dada la gran diversidad y estratificación interna de la población afrodescendiente: por su procedencia (aunque esta no siempre determinaba las adscripciones étnicas posteriores), su condición o sus grados de mestizaje (Bernand, "Hibridez"; Cruz).
16 Introducidas y controladas por las autoridades coloniales, estas instituciones católicas tuvieron flexibilidad para adaptarse a diversas necesidades y tradiciones, lo cual les permitió alcanzar un especial arraigo entre los sectores subalternos. Aun con las limitaciones que la división en cofradías, parroquias y barrios imponía a la conformación de una conciencia colectiva y la concreción de sublevaciones, las hermandades religiosas habilitaron la reproducción de creencias y prácticas tradicionales y de antiguas y nuevas solidaridades (Bernand, "Hibridez"; Cruz; Gómez; Luca; Tardieu).
17 En un ámbito urbano podían resquebrajarse los estamentos sociales y lograr los sectores subalternos espacios de control y poder (Bernand, "Hibridez").
18 Estas referencias no aparecen en las fuentes oficiales, pero sí se describe a "gentes de ambos sexos", algo coherente con la presencia de negras sahumadoras y cantoras en las posteriores procesiones, presencia que continúa hasta la actualidad (Vásquez 4).
19 Se instaló allí un colegio de niños, una casa de "mujeres arrepentidas" y una cofradía de nobles (García 99, 110, 112). También volvió a ser sacado en procesión su cristo durante un terremoto en 1664 (Mugaburu 100; Ordiozola).
20 Tras la expulsión de la orden, la virgen fue llevada a la iglesia del Señor de los Milagros, pero al poco tiempo fue reclamada por los nuevos administradores del que había sido su templo (R. Vargas, Historia del culto). A pesar de esta conexión entre las imágenes, en una fuente donde se describen esas jornadas no se hallan menciones al Cristo de los Milagros (Ordiozola).
21 Las fuentes se refieren al "respeto y temor que tenía a su nombre, sin haberlo jamás visto", la madre fundadora del beaterio (Colmenares 13).
22 El conde de Lemos fue un virrey reconocido por las "gruesas limosnas con que continuamente contribuía a la conversión de los infieles" (García 122).
23 Como el fraile Francisco Solano, el exarzobispo Toribío de Mogrovejo y el mulato dominico Martín de Porres. Incluso el jesuita Francisco del Castillo fue postulado en 1677 para su santificación, un proceso que fue abandonado durante el siglo XVIII (R. Vargas, Vida).
24 Santa Rosa se conectaba con el Cristo también espacialmente, por su cercano templo (figura 1, numeral 17).
25 Sobre la historia previa de este Instituto Nazareno, puede verse el trabajo de Banchero (Lima 122-143).
26 Cuando el Consejo de Indias mandó demoler el beaterio, Antuñano logró que suspendiera su orden y que pudiera pasar a estar a cargo del santuario (Banchero, Lima 109).
27 El uso del hábito puede observarse en una imagen de la procesión a mediados del siglo XIX, del pintor A. Rodríguez Álamo, publicada en un libro de Banchero (La verdadera 81).
28 Un pormenorizado relato sobre las dificultades que debió atravesar la directora del beaterio, como de la ceremonia de fundación, lo encontramos en Banchero (Lima 164-184).
29 Las implicancias de este sismo en Lima, particularmente en el desarrollo y la popularidad del culto, son desarrolladas por Suzy Sánchez.
30 La Municipalidad de Lima lo presenta como "protector de la congregación nazarena, quien supervisó personalmente la construcción de la iglesia" (22). También la Hermandad del Señor de los Milagros lo recuerda actualmente en un gran cuadro ubicado dentro de la oficina del mayordomo (Costilla, "Registro").
31 Entre los benefactores, además de Córdova, también estaban la Universidad de Lima y un religioso dominico ("Esclavo").
32 Respecto a los vínculos entre el virrey y la orden, puede verse el trabajo de Pardo y Dager.
33 Al respecto, véanse las relaciones citadas en el píe de página número 1 de este artículo.
34 Vásquez de Novoa indica que "el año de 1753 se dio a la prensa otra igual relación" (3). Aunque no he encontrado otras referencias para identificarla, cabe suponer que fue producida por la priora.
35 Hasta fines del siglo XVIII, la población limeña mantuvo un alto porcentaje de esclavos, castas y mestizos: 28.000 sobre un total de 52.000 habitantes (Flores). En los siglos posteriores, a través de movimientos y organizaciones, alcanzaron paulatinamente una mayor participación social y política (Arroyo). Sobre bibliografía relativa a los afroperuanos, puede consultarse la investigación de José Ragas Rojas.
36 Se aprecia, por ejemplo, un mayor interés por identificar al pintor de la imagen como esclavo negro y precursor de la hermandad (Banchero, Lima 66 y 236; "Esclavo").
37 De hecho, en el plano del registro histórico, ambas produjeron las primeras relaciones sobre el culto, Antuñano para dejar constancia de una historia verificada y las madres nazarenas enfocadas en su beaterio.


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