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Fronteras de la Historia

Print version ISSN 2027-4688

Front. hist. vol.21 no.2 Bogotá July/Dec. 2016

https://doi.org/10.22380/2027468898 

Artículos

La participación política del clero rioplatense a fines del periodo colonial. El conflicto entre la Junta de Montevideo (1808-1809) y el párroco de la ciudad

Political Participation of River Plate Clergy in the Late Colonial Period. The Conflict between the Junta of Montevideo (1808-1809) and the City Vicar

Wilson González Demuro1 

1 Universidad de la República, Montevideo, Uruguay wgonzalezdemuro@gmail.com


Resumen

La intervención de clérigos en todos los asuntos públicos fue una derivación natural e inevitable de su importancia en la sociedad colonial tardía. De diferentes formas intervinieron en el movimiento juntista desplegado en Hispanoamérica entre 1808 y 1810, y animaron los debates sobre la lealtad al rey, la retroversión de la soberanía y el futuro de los territorios coloniales. Este artículo propone una aproximación al fenómeno de la participación política del clero rioplatense en esa crítica coyuntura, focalizando el análisis en el surgimiento de la Junta Gubernativa en Montevideo (septiembre de 1808) y el papel desempeñado por algunos altos jerarcas del catolicismo.

Palabras claves: clero; crisis monárquica española; juntas de gobierno; Río de la Plata

Abstract

The involvement of clerics in all public affairs was a natural and inevitable consequence of their importance in late colonial society. They were involved in different ways in the juntista Hispanic American movement between 1808 and 1810, and encouraged discussions on loyalty to the king, retroversion of sovereignty and the future of colonial territories. This paper proposes an approach to the phenomenon of political participation of Iberoamerican clergy at this critical juncture. The analysis focuses on the emergence of Government Junta in Montevideo (September 1808) and the role played by some ecclesiastical hierarchy.

Keywords: clergy; Government Juntas; River Plate; Spanish monarchy crisis

Presentación

La notoria intervención de eclesiásticos en cuestiones políticas fue uno de los elementos característicos del proceso de emancipación hispanoamericana, pero no surgió con la revolución. La historia de los años finales del Virreinato del Río de la Plata ofrece buenos ejemplos al respecto: durante las invasiones inglesas de 1806-1807 y en la instalación de juntas de gobierno inicialmente defensoras de los derechos de Fernando VII (Montevideo, 1808; Charcas y La Paz, 1809), la participación de sacerdotes fue intensa y variada. En este breve artículo se analizará uno de esos antecedentes: el enfrentamiento entre Juan José Ortiz, cura párroco de Montevideo de 1783 a 1815, y la Junta que desde setiembre de 1808 hasta julio de 1809 gobernó la ciudad en nombre del rey cautivo. Ortiz no apoyó la creación del nuevo organismo, lo que generó un grave problema político e institucional porque era titular del principal curato de la Banda Oriental1, dependiente de la diócesis de Buenos Aires. Se produjo entonces un duro enfrentamiento entre el Obispo Benito Lué y Riega, que intervino en respaldo de su subordinado, y Francisco Javier de Elío, gobernador montevideano y presidente de la Junta.

El análisis de las comunicaciones intercambiadas entre los principales protagonistas -recogidas en su mayor parte en un expediente que se conserva en el Archivo General de la Nación, en Buenos Aires- y de otros documentos directamente relacionados con el conflicto, aportan elementos para indagar las tensiones político-eclesiásticas propias del fin del periodo colonial rioplatense, el choque entre las jurisdicciones secular y eclesiástica y la disputa entre diferentes concepciones de soberanía. Asimismo, permiten avanzar en el conocimiento de las ideas políticas de Lué y de Elío, y ensayar una aproximación a las del presbítero Ortiz, asunto muy poco investigado hasta ahora.

Las siguientes páginas presentan, en primer lugar, el escenario en que actuó el párroco montevideano, seguido de una revisión sucinta de la coyuntura en que se instaló la Junta y el perfil de esta, pasando después al examen de la documentación específica sobre el diferendo entre Elío y la jerarquía eclesiástica. El trabajo se cierra con algunos comentarios sobre las interacciones entre los protagonistas del pleito y las transformaciones políticas de la región rioplatense hacia fines del periodo hispánico2.

El cura Ortiz en el contexto rioplatense

La documentación sobre la obra de Juan José Ortiz se halla dispersa en diferentes archivos y es muy escasa la que refiere a cuestiones personales. Nació en Buenos Aires, probablemente en el año 1759, hijo de madre francesa y padre español. Estudió en el Real Colegio San Carlos de esta ciudad y quizá también en el Convento de San Francisco. En 1782, con 23 años de edad, ganó por concurso el cargo de cura vicario de la Iglesia Matriz de Montevideo. Ejerció su ministerio por largo tiempo: 32 años corridos entre el I.° de enero de 1783 y el 22 de abril de 1815, fecha de su fallecimiento. En ese dilatado lapso impulsó la construcción del nuevo edificio de la Matriz (actual Catedral Metropolitana) y tuvieron lugar hechos de suma relevancia, como las invasiones inglesas de 18061807, la crisis de las monarquías ibéricas, el inicio de la revolución y la definitiva derrota hispánica en junio de 1814. Dos meses antes de su muerte, en febrero de 1815, ingresaron a Montevideo las fuerzas de José Artigas, en reemplazo del ejército bonaerense que a las órdenes de Carlos María de Alvear había rendido la plaza el año anterior. Los roces entre Ortiz y las autoridades políticas fueron suficientemente fuertes como para alejarlo de su iglesia en dos ocasiones: entre 1808 y 1811, bajo circunstancias que serán parcialmente estudiadas aquí, y desde 1812 a 1814, durante el bloqueo que forzó la capitulación española. Apoyó la revolución de 1810 pero siempre desde posiciones secundarias, y alineado en general con las orientaciones emanadas de Buenos Aires.

Para comenzar, conviene tener presente una de las claves del funcionamiento de aquella iglesia rioplatense: su débil subordinación a la autoridad pontificia suprema. A ello contribuyeron por lo menos tres factores: a) la distancia geográfica con Roma, b) el vigente régimen de patronato, que le daba al rey y sus representantes numerosas potestades en la administración eclesiástica3, y c) el control de los borbones sobre las instituciones religiosas, a las que les exigían un compromiso más firme con las orientaciones gubernamentales. Estos y otros elementos otorgaron singular protagonismo al clero parroquial, que consolidó sus lazos con la grey en desmedro de la sujeción de todos a las altas jerarquías metropolitanas (Callahan 15 y ss.; Lida 340-343; Morgado García 196-197). Desde mediados del siglo XVIII fue tan escaso el contacto directo entre el Río de la Plata y Roma que hubo solamente dos informes enviados por la diócesis bonaerense al Vaticano. Así las cosas, el papa y la curia romana parecían simples “entidades abstractas” para buena parte de los habitantes de estos territorios (Di Stefano, “Entre Dios” 153).

A la reducida romanización se agregaban otros problemas. Los intrincados procedimientos seguidos para nombrar obispos provocaron largos periodos de vacancia obispal, demoras que a la postre fomentaron mayores sentimientos de autonomía de los seculares ante las jerarquías provenientes de Europa (Di Stefano, “Entre Dios” 153-154). Deben tenerse en cuenta, además, los efectos de la pobre presencia de la autoridad episcopal en la Banda Oriental. Así, durante las tres décadas anteriores a la revolución solo hubo dos visitas pastorales: la de Sebastián Malvar y Pinto en 1778-1779, y la de Lué y Riega en 1804.4 Como podrá verse, el comportamiento observado por Lué en esa oportunidad despertó enojos en Montevideo, lo que pudo reforzar la opinión negativa sobre Ortiz dada la buena relación entre ambos.

La instalación de la Junta y el desarrollo del conflicto

Es sabido que la invasión francesa tuvo consecuencias dispares en los dos Estados ibéricos. La familia real portuguesa huyó hacia Río de Janeiro con pleno apoyo de Gran Bretaña, al tiempo que Napoleón tomó el control en España, desplazando a Carlos IV y Fernando VII tras las abdicaciones de Bayona (mayo de 1808). La complejidad de estos eventos, así como las informaciones contradictorias que tardíamente iban llegando al Río de la Plata, generaron reacciones diversas. El arribo de Juan VI a Brasil avivó los temores de una expansión lusa en la región, cuando aún estaba fresco el recuerdo de las invasiones inglesas. Por otra parte, las actitudes del virrey de Buenos Aires, Santiago Liniers y Bremond -nacido en Francia-, generaron fuertes sospechas: se reunió con un emisario de Bonaparte, se abstuvo de jurarle inmediatamente su fidelidad a Fernando (según dijo, hasta no conocer con precisión la situación peninsular) y ordenó, entre otras acciones, el relevo del gobernador interino de Montevideo, Francisco Javier de Elío, que lo acusaba de traicionar al rey. Un cabildo abierto reunido el 21 de septiembre respaldó al gobernador y resolvió formar una Junta de Gobierno que lo nombró presidente. El nuevo organismo quedó instalado el día 22, declarándose fiel a la Junta Central peninsular, y no al virrey.

¿Cuáles eran los sectores representados en la Junta? Según Ana Frega (Pueblos 189-194; “Tradición” 283-294), “lejos estaba” aquel Cabildo de parecerse a “una asamblea popular en el sentido moderno”. Varios documentos emitidos por el organismo señalan su amplia representatividad, y la propia Real Audiencia bonaerense denunció el peligro de una “efervescencia popular tumultuaria”, pero sus principales animadores fueron miembros de la élite. Altos oficiales, funcionarios, importantes comerciantes y hacendados, letrados y sacerdotes (en especial, franciscanos) aparecen repetidamente mencionados y sus firmas lucen al pie de las principales resoluciones. Sin embargo, los sectores populares no estuvieron ausentes en las movilizaciones: la participación de esclavos, libertos, paisanos y soldados de línea despertó temores - probablemente exagerados- de algún “desorden social”. La crisis monárquica le ofreció a la clase alta montevideana nuevas oportunidades de obtener privilegios regionales en su puja mercantil con Buenos Aires (Bentancur 22-23 y 47), al tiempo que impulsó la revitalización política de los cabildos en una coyuntura signada por el vacío de poder y los debates sobre el problema de la soberanía y su retroversión al pueblo.

El deterioro de las relaciones entre las autoridades políticas y el párroco no comenzó en 1808. En algunos asuntos, Ortiz se había conducido siempre con una independencia que irritaba a los gobernantes. Por ejemplo, a pesar de los reiterados pedidos del Cabildo, en 1808 aún no había trasladado el sacramentode la Eucaristía a la nueva iglesia Matriz -consagrada en 1804, sino que lo mantenía en una capilla provisoria argumentando que las obras del edificio mayor no estaban finalizadas (Revista 84-86). El clérigo también mantuvo fuertes altercados con otros eclesiásticos que luego serían partidarios de la Junta. Uno de ellos fue José Manuel Pérez Castellano, vocal del organismo e individuo de larga trayectoria en la ciudad. Aunque tenía una imagen muy positiva de su colega, al que consideraba “modelo de curas”, Ortiz le reprochó abiertamente su “adulación” a los ocupantes ingleses5.

En septiembre de 1808, el vicario adujo problemas de salud e intentó trasladarse a Buenos Aires, pero no logró hacerlo: “conviene al mejor servicio de Dios, y del Rey, que por ahora no se ausente Usted”, ordenó Elío en una escueta comunicación fechada el día 29 del mismo mes, exigiéndole que informara si “tuviese algunos motivos bastante poderosos” para dejar la ciudad (AGNA, S IX, exp., f. 924 v.). La medida desencadenó un fuerte intercambio de notas entre el jefe español y el obispo porteño. Ortiz había solicitado una autorización de salida que fue concedida y de inmediato revocada, lo que provocó su malestar y una tan inmediata como firme reacción de Lué, que se comunicó con Elío para pedir explicaciones. “Si estos procedimientos son ciertos”, advirtió en oficio del 8 de octubre, “debo contemplarlos muy ajenos de la autoridad de Usía, subversivos del buen orden de la autoridad [...] peculiar y privativa que ejerzo en mis Curas y Clero”. Reclamó la inmediata remoción de todos los obstáculos que pudieran oponerse a Ortiz o “a cualquiera otro Eclesiástico” que deseara desplazarse, sin tener que “hacer a Usía manifestación de las causas ocurrentes para ello, por serle incompetente”. De lo contrario, defendería la “jurisdicción episcopal” sin “dar lugar a que otros más que sus ministros se introdu[jer]an en el Santuario” (AGNA, S IX, exp., f. 923 r.-923 v.).

Solo cuatro días más tarde Elío le respondió que todos conocían las razones del presbítero para “abandonar con tan frívolas causales la Grey por la que el buen Pastor debe dar su ánima”. Subrayó que “Juan José Ortiz, desmintiendo su profesión de nada cuida[ba] menos que de pacificar los ánimos. Esto no e[ra] nuevo para el Pueblo, que lo observa[ba] de muchos años; pero lo era para mí, que no tenía ideas de su carácter”. Autorizaría el viaje en cuestión, pero no por los reclamos del obispo ni por creer que con la orden dada al párroco hubiera “violado el Santuario”, sino porque deseaba recuperar la armonía y para eso “nada e[ra] tan importante como la propia salida del Vicario” (AGNA, S IX, exp., f. 924 r.-924 v.)6.

El diocesano lamentó que su adversario “se precia[ra] de Jefe para injuriar a su Prelado con expresiones disonantes, y se desent[endier]a de serlo para sostener la inmunidad Eclesiástica”. En esta nueva comunicación, fechada el 15 de octubre, defendió tanto la jurisdicción como los fueros eclesiásticos e ingresó en un terreno más definidamente político. Según su análisis, los dichos del gobernador resultaban “propios, precisos e imprescindibles de la verdadera y lastimosa situación de un pueblo, cuyos falsos Profetas lo alucinan y engañan, llamando al mal bien, y al bien mal”. Responsabilizó a las autoridades montevideanas por los “desaciertos” que cometían “esas ovejas de [su] redil”, y acusó a “esa Junta tumultuaria, revolucionaria y subversiva” de sostenerse en “la equivocación, el error y la grosera ignorancia”. Era imprescindible que sus miembros dieran marcha atrás o se preparasen para “sentir [...] todo el peso de la espada del Santuario asociada con la del Imperio, y su proscripción en lo espiritual y en lo civil”. En el mismo sentido, los curas juntistas deberían apartarse “antes que [se] les declar[as]e incursos en las penas canónicas”. Exigió que Elío, como presidente del organismo, solucionara el problema creado entre Montevideo y Buenos Aires, dos pueblos “hermanos, hijos de un mismo Padre, y vasallos de un mismo soberano”. Finalmente, en tono más conciliador, se ofreció como “garante para cualesquiera mediación” que fuese necesaria, como “prueba de [su] paternal amor” hacia los habitantes de la Banda Oriental (AGNA, S IX, exp., f. 925-926 v.).

Lejos de tomar en serio las advertencias, Elío se mofó del mitrado y de sus “dos pliegos de improperios, desvergüenzas, y amenazas fuera del caso”. Halló absolutamente improcedente la intervención obispal en

asuntos políticos, en que no t[enía] ninguna incumbencia, esto es, la corrección, la amonestación indebida para que se disuelva una Junta de Gobierno, creada a imitación y por las mismas razones que las de España, y que ha[bría] de ser el único apoyo de la seguridad de estas provincias.

En un nuevo oficio firmado el día 26, destacó las necesarias distancias que en este caso debían existir entre los ámbitos secular y eclesiástico: las críticas de Lué eran tan inaceptables como serían las de un gobernador que opinara sobre “el nombramiento [...] del Sacristán de sus Iglesias”. Anticipó que “este Pueblo, y esta Respetable Junta no variar[ían] de sentir sino con la decisión del Soberano: su Causa e[ra] la que se ha[bían] propuesto defender, y la de la Religión, que [era]n inseparables” (AGNA, S IX, exp., f. 927-928; Documentos 178-179).

Desengañar al que ignora -contraatacó Lué tres días después- y dar buen consejo al que lo necesita debe Usía saber, me es tan competente por mi Ministerio, como el clamar sin cesar, argüir, increpar y rogar contra cuanto se oponga a las Leyes Divinas y humanas, y algo más que proveer una Sacristía.

Le sorprendió que el presidente de la Junta se molestara por su intervención en este problema; recordó que un jerarca de la Iglesia debía cuestionar a quienes confundieran, como hacían Elío y sus partidarios, “la insubordinación con la obediencia, y el amor fiel del soberano con el trastorno insurgente de sus Leyes” (AGNA, S IX, exp., f. 928-929 v.).

A todo esto, Ortiz se hallaba en una estancia conocida como La Calera, ubicada a unos 70 km al norte de Montevideo. Dada su condición de párroco propietario resultaba sumamente difícil removerlo, aun estando ausente, y tal extremo no estaba al alcance de Elío y sus seguidores. De acuerdo con lo anunciado, Lué tomó medidas contra quienes desoyeron sus órdenes: excomulgó a Elío (García de Loydi 59) y le informó a Pérez Castellano que su licencia para oír confesión, predicar y celebrar misas quedaba suspendida. El presbítero acató la decisión, pero defendió la legitimidad de la Junta y declaró que no se apartaría de ella, exponiendo argumentos reveladores:

los españoles americanos somos hermanos de los españoles de Europa [...]. Los de allá [crearon] Juntas de Gobierno que han sido la salvación de la Patria [...]. Lo mismo podemos hacer nosotros pues somos igualmente libres y nos hallamos envueltos en unos mismos peligros [...]. (Mayo Documental 305-306)

Tampoco el vicario modificó sus opiniones cuando el 20 de enero de 1809 solicitó autorización para retornar a la ciudad. “Ni en la Iglesia Matriz [...] ni fuera de ella” legitimaría la nueva institucionalidad hasta que “no la consider[as]e autorizada por Su Majestad [...] o al menos por la superioridad de estas Provincias” (AGNA, S IX, exp., f. 943 v.-944). Como era de esperar, la inmediata contestación de Elío fue negativa y áspera: aunque Ortiz variara su postura respecto del gobierno montevideano, ni este ni el pueblo “qu[erían] un Pastor que a la más mínima tempestad abandon[as]e su rebaño”. Le comunicó que la última palabra sería dada por las autoridades ibéricas, cuyo dictamen aguardaba, tras lo cual se vería si el vicario “ha[bía] hecho bien en observar con preferencia los preceptos” de Buenos Aires antes que “los de Jesucristo y los sentimientos de un buen español” (AGNA, S IX, exp., f. 944 v.-946; Documentos 180).

Más allá de la reiteración de acusaciones, no es posible medir con precisión el nivel de animosidad de los montevideanos hacia su párroco. Se sabe que el Cabildo exploró diferentes vías para destituirlo y todas resultaron infructuosas. En los ámbitos capaces de tomar decisiones existía una correlación de fuerzas que beneficiaba a Ortiz aunque, como se ha dicho, permaneciera alejado de su feligresía. Algunas gestiones que el ayuntamiento hizo ante su par de Buenos Aires -tal vez el único aliado disponible en el Plata- no dieron los frutos esperados: las relaciones entre Liniers y el Cabildo porteño estaban erosionadas, pero a finales de 1808 la Real Audiencia, la burocracia, la máxima autoridad eclesiástica y los principales jefes militares mantenían su fidelidad al virrey, lo que restaba posibilidades de éxito a cualquier maniobra en su contra (Halperín Donghi 150-152). Cuando el ayuntamiento intentó desplazarlo, en enero de 1809, el sostén de los principales cuerpos armados -en particular del Regimiento de Patricios- resultó esencial para evitarlo. Más adelante se volverá sobre este episodio.

En abril, la Suprema Junta Central y Gubernativa designó a Baltasar Hidalgo de Cisneros como reemplazante de Liniers. Además, declaró disuelta la Junta de Montevideo -no sin antes reconocer su fervor patriótico- y nombró un sustituto para Elío, el mariscal Vicente Nieto, que no llegó a ocupar el cargo porque fue enviado a Charcas. El antiguo gobernador conservó su puesto y fue designado subinspector general de tropas, pero debió resignarse a influir poco en las decisiones del nuevo virrey. Este, a su vez, tuvo dificultades para vencer la resistencia montevideana. La tensión entre ambas partes, profundizada desde el mes de julio, puso de manifiesto la persistencia de rivalidades que no se zanjaban con una simple rotación de funcionarios8.

El Cabildo no demoró en reiterar el pedido de expulsión, dando para ello tres razones ya conocidas: la escasa o nula adhesión del cura vicario a la figura de Fernando VII, su negativa a aceptar la autoridad de la Junta -desconociendo así la voluntad popular- y el incumplimiento de sus deberes pastorales. En respaldo de las dos primeras acusaciones, se recordó que Ortiz no había iluminado su casa particular, tal como se había “prevenido por carteles” a todos los habitantes de la ciudad, ni en la proclamación del monarca (abril de 1808) ni en su cumpleaños (octubre). Se alegó que tampoco había dispuesto el repique de campanas en la iglesia, un pedido que “con la mayor moderación le hizo una parte de los vecinos”. En referencia a la tercera objeción, se lo culpaba de abandonar “sus ovejas en la ocasión en que debía cuidar más de su rebaño para que no fuese asaltado del Lobo Bonaparte y de sus satélites”, en clara alusión a Liniers. Del mismo modo, los capitulares pedían que el curato quedara en manos de Martín Álvarez, “cuyas virtudes y desempeño en la interinidad que ejerc[ía]” eran “notorios”. Curiosamente, en lugar de proponer que a Ortiz simplemente se le privara del cargo, la nota dirigida al virrey el 3 de septiembre sugería asignarle otro destino fuera de Montevideo, pues “algún mérito” había tenido en la construcción y cuidado del nuevo edificio de la Matriz (AGNA, S IX, exp., f. 933-934). Cisneros también leyó una misiva que el propio párroco le enviara varias semanas antes (22 de julio), en la que reafirmaba su deseo de regresar a la ciudad donde decía haber cumplido veintiséis intensos años al servicio de Dios y del público. Para despejar cualquier posible duda sobre su fidelidad a la Corona recordó los “varios dispendios de dinero” que llevaba hechos “a favor del Real Erario [...] en la presente guerra” contra los franceses (AGNA, S IX, exp., f. 947-947 v.).

El virrey quiso saber más sobre las causas del conflicto y consultó al obispo, su consejero natural en la materia. Este, con fecha del 22 de septiembre, le pidió a Ortiz que presentara un informe completo. La detallada respuesta es de gran interés, ya que es uno de los pocos documentos largos escritos por Ortiz que se conservan. Comenzó por explicar su ausencia en las jornadas del año anterior. “Desde que V. S. I. dignamente ocupa la sede Episcopal”, escribió a Lué, “tiene repetida experiencia de mis continuos achaques, y a pesar de ellos no me separé del diario penoso ejercicio del Confesionario ni del Púlpito en los Domingos, y festividades del año, [y] jamás he pedido licencia”. Aseguró que padecía una severa enfermedad respiratoria, contraída “durante los ocho meses que el inglés ocupó aquella plaza [cuando] fue preciso sufriese y percibiese [...] solo sin auxilio de otro Eclesiástico que ayudase en el más que nunca crítico tiempo” (AGNA, S IX, exp., f. 939-939 v.)9. Aunque se sabe que la salud de Ortiz era precaria10, se ignora si sus males se agravaron con la invasión; en cualquier caso, se defendió invocando su meritoria actuación durante ese tiempo -elogiada por Liniers- y desmarcándose de otros ministros.

Continuó relatando que después de obtenida la venia del diocesano para trasladarse a la capital, Elío, los jefes militares y una parte del pueblo “tomaron la resolución de sustraerse de la obediencia del Excelentísimo Señor Virrey de estas Provincias y Tribunal de la Real Hacienda”, para formar una Junta con olvido del “amor y respeto [debidos] a nuestro soberano”. Su falta de apoyo a esta iniciativa le granjeó el odio y las amenazas de sus adversarios, por lo que decidió marcharse, pero no a escondidas sino informando al gobernador. Atribuyó su detención al temor de que “instruyese al Superior Gobierno [de Buenos Aires] de todo cuanto había sucedido” en Montevideo. La falta de fervor patriótico y adhesión al rey que algunos le adjudicaban eran a su juicio una pura invención, tal vez fomentada por su sobriedad y la manera en que articulaba “el gozo con la moderación”, sin ostentación ni demagogia: nadie lo vería “en las calles vitoreando a [su] Monarca y dando voces como un frenético”, ni concurriendo “a los almacenes de vino y cervecerías públicas [ni] a bailes y refrescos”. La misa solemne con Te Deum que celebró, las rogaciones continuas que mandó aplicar por la liberación de Fernando y, sobre todas las cosas, su adhesión al orden jurídico e institucional vigente antes de septiembre de 1808, eran otras tantas muestras de su indesmentible lealtad, puesta en duda injustamente. Lamentó que su iglesia continuara a cargo del presbítero Álvarez, a quien consideraba (contradiciendo lo expresado por el Cabildo) “care[nt]e de las cualidades que ordinariamente se requ[ería]n para la Cura animarum” (AGNA, S IX, exp., f. 940941 v.). Finalmente, y para dar más solidez a su argumentación, agregó una nota redactada por el sacerdote Juan Lloberas, otro teniente cura de la Matriz, quien certificó que el vicario había estado enfermo el día del cumpleaños del rey y otros “muchos días”. Si bien esa circunstancia le había impedido celebrar misas por un tiempo, dispuso que otros sacerdotes llevaran a cabo los oficios como era debido. Lloberas confirmó, además, que no existía la costumbre de repicar campanas en días previos a las celebraciones, y tampoco le constaba que la casa del vicario -en la que también vivían otras personas- hubiera permanecido a oscuras durante los festejos referidos (Documentos 182). A esto se agregaba que en mayo Liniers había elevado un informe a la Junta Suprema en el que acusaba al gobierno montevideano de “amenazar [a Ortiz] con la muerte por medio de sus disfrazados satélites”, obligándolo a “salir del centro de su feligresía [para] refugiarse en esta capital” (cit. en García de Loydi 56).

Lué suscribió los dichos del cura vicario. Subrayó la incoherencia en que incurrían quienes, por un lado, formulaban graves acusaciones contra él y, por otro, lo recomendaban para una nueva parroquia mientras aceptaban que Montevideo quedara al cuidado de Álvarez, “un pobre [...] mercenario sin aptitud para el Púlpito” y “sin nota en su conducta privada y en la moralidad de sus costumbres”. Nuevamente situado en una perspectiva eminentemente política, afirmó que las causas profundas de la ofensiva contra su subordinado radicaban en que este se oponía al “errado sistema” que el cabildo había sostenido “con su Gobernador y Vocales de la suprimida Junta”, puestos a conspirar “contra todos los que nos hemos decidido a no reconocer [...] otras Autoridades que las establecidas y designadas por sus leyes”. Estimaba que el número de “parciales asalariados del Cabildo” no pasaría de un centenar entre los más de 11.000 habitantes de la ciudad, y anunció una nueva y “tan necesaria” visita a la Banda Oriental después que se normalizara la situación. Volvió a defender sus potestades, esta vez ante el propio virrey, al que remitió el escrito de Ortiz y pidió que “devolvie[ra] la causa a [su] conocimiento y jurisdicción”, pues de ese modo se haría “el mayor obsequio a la justicia” y el párroco podría defenderse como era debido (AGNA, S IX, exp., f. 935-938 v.).

Mientras tanto, el Cabildo no cejaba en su empeño de remover al vicario. Ya en noviembre de 1808, con la disputa en su clímax, había echado mano a un singular método de presión. El edificio de la Iglesia Matriz tenía inconclusas las torres de su fachada; para completar la obra se votó una partida de 4.000 pesos, pero “esta asignación solo tendr[ía] efecto, y se entregar[ía] para el indicado fin” si Ortiz abandonaba el cargo, pues de lo contrario sería invertida en las obras de una proyectada Casa de Misericordia (Revista 183). El 24 de julio de 1809 se hizo el reclamo ante el gobierno peninsular, y también se renovó el pedido de un obispado para la Banda Oriental con el fin de obtener autonomía eclesiástica respecto de Buenos Aires. La Junta Central no censuró específicamente las actitudes del párroco ni tomó medidas en su contra; por acordada del 11 de agosto dispuso que el diocesano analizara las denuncias y luego “proced[ier]a a tomar la providencia oportuna, con arreglo a las instituciones canónicas” (Documentos 181-182). Tampoco aceptó la instalación de otra sede episcopal en el Plata, pues lo halló innecesario y detectó en los peticionarios “indisposición o resentimiento con el reverendo obispo de aquella capital” (cit. en Bruno 142). Interesa señalar que en esta ocasión el Cabildo no hizo alusiones a la disidencia política de Ortiz, tal vez por la inconveniencia de emplear ese argumento ante quienes habían disuelto la Junta pocas semanas antes. El breve escrito presentado por el diputado montevideano en Sevilla, Nicolás Herrera, censuró la falta de espíritu patriótico del párroco (al no celebrar el cumpleaños de Fernando VII, hecho ya comentado), el descuido de sus funciones pastorales, “fug[ándos]e a la capital [y] abandonando su Grey”, y sus continuas disputas con las autoridades y el pueblo (Documentos 180-181).

Aunque la revolución rioplatense comenzó casi un año después de la revocación decretada por la Junta Central, la situación del párroco seguía sin definirse. En España, una Real Cédula del 30 de julio de 1810 citada por Bruno (142) tildó de irregular y poco decorosa su conducta, destacando además la extraña actitud protectora del obispo, que pese a todo se mantuvo incambiada. Al parecer, Ortiz regresó a Montevideo a finales de 1811, una vez levantado el sitio puesto por los revolucionarios entre mayo y octubre. A poco de volver renovó sus desencuentros con los miembros del Cabildo, a quienes escandalizó dándoles la paz sin vestir sobrepelliz y estola11. Para entonces también se había marchado Elío; el antiguo gobernador, que desde enero se desempeñaba como virrey, fue reemplazado por Gaspar de Vigodet en noviembre del mismo año. En marzo de 1812 murió Lué y Riega, quedando vacante por más de dos décadas la silla obispal porteña. En octubre comenzó el segundo sitio a la ciudad y se produjo un nuevo alejamiento de Ortiz, que ya mostraba su preferencia por la causa revolucionaria. Este proceso de transformación ideológica no puede ser analizado aquí, pero vale decir que determinó la completa ruptura del sacerdote con el bando españolista de Montevideo.

Vigodet, que no poseía título de virrey sino de capitán general y gobernador, buscó zanjar definitivamente la cuestión reuniendo en agosto de 1813 una junta de teólogos y jurisconsultos que debía explorar la posibilidad de deponer al titular de la Matriz. En el debate se marcaron dos posiciones: una mayoría de seis individuos determinó que el párroco conservaba sus derechos aunque apoyara al bando enemigo, pero otros tres sostuvieron que Vigodet, como “Vice-Real Patrono de la Matriz”, tenía potestades para subrogarlo (Astigarraga 179-180). En síntesis, vacante la diócesis porteña y transformada radicalmente la situación política en 1808, se alzaron voces -en este caso, minoritarias- reclamando que las autoridades políticas ejercieran el derecho de patronato para intervenir en los nombramientos y relevos del personal eclesiástico, potestad que Lué se había empeñado en mantener dentro del ámbito obispal.

Algunas líneas de interpretación

Estos episodios se inscribieron en el largo y muy complejo proceso de secularización iniciado en el siglo XVIII12. El reformismo borbónico no apuntaba a minimizar el papel de la religión y de las instituciones eclesiásticas en la sociedad hispanoamericana, sino a reformularlo según sus concepciones y conveniencias (Di Stefano, “El clero” 208). John Lynch (174) señala la importancia de ciertos elementos claves para el desenvolvimiento de las instituciones eclesiásticas coloniales: riqueza material, posesión de determinados fueros y un relacionamiento con la Corona que en la segunda mitad de 1700 estuvo pautado por el interés de esta en revigorizar las bases de su poder. Para ello apeló a variados recursos, como el avance -conflictivo, por cierto- sobre la jurisdicción eclesiástica, particularmente en las últimas décadas del régimen de cristiandad colonial (Di Stefano, “De la cristiandad” 84-87; Brading 239-252).

Cuando el obispo Lué exigió que Elío se mantuviera alejado de cuestiones estrictamente eclesiásticas -relacionadas con la movilidad de sus clérigos-, y luego le pidió a Cisneros que “devolviera” a la órbita episcopal el tratamiento del pleito, no hacía más que reivindicar sus potestades en conflictos que consideraba internos. Pero al mismo tiempo defendió su derecho a intervenir directamente en asuntos políticos por entender que era una de las responsabilidades inherentes a su investidura. No le faltaba razón: el clero en todos sus estamentos era pieza imprescindible del andamiaje social pretendido por la monarquía, de modo que el ejercicio y la custodia de una absoluta fidelidad a los poderes constituidos eran vitales para guiar correctamente a la sociedad. Eso explica que el titular de la diócesis porteña, en un texto ya citado, mostrara su alarma ante “los descaminos y desaciertos” en que incurrían los adeptos a la Junta, “ovejas [...] extraviadas del verdadero camino” por las malas acciones de gobernantes y pastores que las mantenían “abstraídas de la subordinación y dependencia de las autoridades existentes constituidas con arreglo a las Leyes”.

Para una mejor comprensión de este problema resultará útil señalar algunos aspectos de la personalidad de Lué y su controvertida gestión. Como otros obispos de origen ibérico, el nacido en Colunga (Asturias) debía conducir su diócesis americana siguiendo los principios del regalismo borbónico13. Al igual que sus antecesores inmediatos, debió defender las orientaciones fijadas por la Corona y simultáneamente gobernar con mano firme, enfrentando fuertes resistencias alimentadas por viejos intereses particulares. En 1808 se perfilaron dos facciones que Cayetano Bruno delimitó de modo bastante preciso: por un lado, estaban Liniers, la Real Audiencia y el obispo y, por otro, “como bloque defensivo y ofensivo a la vez, ambos Cabildos [bonaerenses] eclesiástico y secular, y la Junta de Montevideo”. La oposición de los capitulares eclesiásticos se mantuvo sin modificación alguna hasta la muerte del prelado en marzo de 1812 (Bruno 117). Di Stefano ha examinado los motivos de esta puja. El protagonismo social y político del Cabildo eclesiástico14 se consolidó gracias al progresivo aislamiento de la Iglesia rioplatense respecto de Roma y a los extensos periodos de vacancia episcopal, dos factores ya mencionados aquí. El clero criollo venía acumulando prestigio y poder dentro de la corporación desde finales del siglo XVIII; las disputas por el control de los diezmos y la conservación de prácticas litúrgicas de neta coloración local (vistas con malos ojos por altos jerarcas de origen ibérico)15, así como el mayor peso social del clero secular, especialmente después de la expulsión de los jesuitas en 1767, incrementaron la desconfianza mutua. En tales circunstancias, la figura del obispo era tolerada de mala gana por buena parte del clero (Di Stefano, “Entre Dios” 154-155; El púlpito 99-100).

En su juventud, Lué había formado parte del ejército, algo que al parecer dejó huellas en su personalidad. Bruno (122) destacó el “carácter inflexible y recio” del obispo; Montero Bustamante (136) lo describió como un individuo de temperamento “férreo” y “mentalidad dominada por ideas simples, pero inconmovibles, respecto a la autoridad eclesiástica y a la autoridad real”, mientras que para García de Loydi, su más importante biógrafo, “sobresalió siempre en su modo de proceder el soldado” (11). El informe redactado en febrero de 1809 por el síndico montevideano Bernardo Suárez, remitido a las autoridades metropolitanas para fundamentar la solicitud de un nuevo obispado con cabecera en Montevideo -informe criticado por la historiografía eclesiástica tradicional, que lo encuentra inexacto e hiperbólico (Bruno 117-122; Furlong 66 y ss.)-, subrayó la desconsiderada actitud del jerarca durante su visita pastoral de 1804. En aquel “año de tanta escasez”, denunciaba Suárez, obligó a “curas y feligreses” de la campaña oriental y Montevideo a mantener “la larga familia que llevaba”, exigiendo además que “lo recibiesen y tratasen con esplendidez”. Iba “de capilla en capilla” requiriendo todo tipo de provisiones y muchos caballos para su numerosa comitiva, sin desembolsar “un maravedí” de sus ingresos, que “no baja[ban] de veinticinco mil pesos” anuales salidos “del sudor de aquellos mismos a quienes venía a visitar”. Según el informante, a esos cuantiosos gastos hubo que agregar el trato despectivo que Lué dispensó a las autoridades del Cabildo y al clero local, con la posible excepción de Ortiz, cuyos esfuerzos en la construcción de la Matriz lo impresionaron fuertemente. Dejó tanto “que hablar y maldecir” durante su estadía, agrega la crónica, que “[los] habitantes y hasta las matronas más devotas [de Montevideo] dieron gracias a Dios de que el prelado se hubiese ausentado” (cit. en Montero Bustamante 138-139).

Los documentos citados también aportan datos sobre otras cuestiones. Una de ellas es el problema que se generaba cuando el gobierno perdía su capacidad de articular las distintas jerarquías sociales. Se trata de un asunto importante, que Jaime Peire ha examinado con agudeza. De acuerdo con este investigador, el éxito del régimen colonial dependía de que el Estado fuera capaz de administrar “las diferencias y conflictos [entre] los sectores predominantes” para poder alcanzar “un concierto entre los diferentes cuerpos; viéndose la metrópoli en la imposibilidad de realizar esto, su legitimidad quedaba seriamente erosionada, dejando a los sectores dominantes avanzar sobre el espacio de legitimidad que hubiera quedado vacío”. Esto ayuda a explicar los constantes esfuerzos de las autoridades por fortalecer la imagen “suave”, “dulce” o “feliz” de la dominación. La armonía interna de cada uno de los cuerpos de la sociedad, y la que debía regir las relaciones entre ellos, era pieza clave o, en palabras de Peire, “el valor/ fin del imaginario” político colonial, indispensable para viabilizar la jerarquia (Peire 104 y 108-109)16. Véase, por ejemplo, la actuación de Lué en la llamada “asonada de Álzaga”, anteriormente aludida. El 1.° de enero de 1809, el cabildo bonaerense liderado por su alcalde de primer voto, Martín de Álzaga, intentó destituir al virrey Liniers17. Ese día, en cabildo abierto, se aprobó la medida y también la formación de una junta gubernativa según el ejemplo montevideano, algo que varios capitulares promovían desde octubre. Ante las intensas y prolongadas presiones, Liniers vaciló y estuvo a punto de renunciar pero el decisivo respaldo de algunos fuertes cuerpos armados (patricios y andaluces) lo decidieron a permanecer en el cargo. La historiografía ha debatido el papel desempeñado por Lué en este episodio. Con apoyo en relatos de época -como el de Cornelio Saavedra, jefe de Patricios- se ha sostenido que el obispo fue decidido partidario de la destitución, y que a tal efecto trató de convencer al virrey para que dimitiera. Por el contrario, García de Loydi (58-63) analizó documentación más variada y concluyó que la postura del prelado ante los intentos de Álzaga fue la misma que mantuvo desde septiembre de i808 respecto del juntismo americano, esto es, defender el orden establecido y la paz interna. Un comisionado de la Junta Suprema, testigo de los hechos, informó que Lué había procurado “restablecer la quietud”, mientras que el representante del gobierno brasileño comentó su voluntad de “apaciguar el motín” y que, según la opinión de varios españoles, gracias a su intervención en Buenos Aires “ya est[aba]n apaciguados los partidos” (García de Loydi, 62-63). Dentro del mismo contexto de erosión de la autoridad virreinal que venimos observando, la Junta montevideana y su presidente veían la salida del cura Ortiz como indispensable para recuperar la armonía y pacificar los ánimos, al tiempo que Lué esgrimía razones del mismo orden para acusar a Elío y sus seguidores de trastornar las leyes divinas, la paz del reino y sembrar discordia, ocasionando “tumultos” y “subversiones” inaceptables y completamente innecesarios.

También es visible la complejidad de los vínculos entre las nociones de fidelidad al rey y soberanía en la coyuntura de 1808. Expresa o implícitamente, se esgrimían argumentos que giraban en torno a la adhesión sincera o fingida, fuerte o débil, a Fernando VII y al trono. La exteriorización de la lealtad era motivo de orgullo, pero también daba origen a reciprocidades, a derechos que se reclamaban y obligaciones que debían cumplirse18, por lo que se transformó en un poderoso recurso dialéctico. Los tres principales protagonistas de esta historia declararon su apego al régimen monárquico, y cada uno puso en duda el de su ocasional oponente. La demostración clara de fidelidad era, asimismo, un componente clave del esquema regalista, al igual que el compromiso de no quebrantar las normas del patronato. Este operó, en tales circunstancias, como un mecanismo de sujeción al rey (Ayrolo 111-112). Pero la ausencia del monarca generó problemas de difícil resolución y escenarios insólitos, como el que ambientó el conflicto que nos ocupa.

La crisis de legitimidad que sacudió los dominios españoles a partir de las abdicaciones de Bayona otorgó a la cuestión de la soberanía y su ejercicio una importancia medular. Discutir sobre ella y su eventual retroversión al pueblo implicó hacerlo, simultáneamente, sobre sus nexos con el derecho de patronato. El planteo de este problema puede sintetizarse en una pregunta: ¿qué sucedería mientras el legítimo rey se hallara alejado del trono? La respuesta debe tomar en cuenta que la prerrogativa patronal no se asociaba con la figura del monarca, sino con la propia soberanía. Esta idea circulaba antes de 1808 (Martínez 1825), pero a partir de ese año adquirió una inédita centralidad. La reasunción de derechos soberanos por parte de pueblos que un día habían aceptado congregarse bajo la autoridad del rey podía implicar, de acuerdo con dicha tesis, que lo mismo sucediera con el patronato (Tonda 80-82). Las opiniones posteriores al quiebre de 1810 se orientaron en esa dirección: un dictamen publicado por la Junta de Mayo pocas semanas después de su instalación, elaborado por los teólogos Gregorio Funes y Juan Luis Aguirre, estableció que el patronato “deber[ía] subsistir sin duda alguna en la nación, y en aquel cuerpo diplomático, tribunal supremo o asamblea, que reasumiendo su soberanía viva y legítimamente [la] represent[as]e” (cit. en Ayrolo 109). La aplicación de este principio en los años siguientes permitió, por ejemplo, que los gobiernos provinciales controlaran la composición del personal religioso, manejando ingresos y egresos -incluso entre las altas jerarquías19- en función de sus necesidades.

Ahora bien, es fácil advertir que el conflicto desatado en torno a la figura y al desempeño del cura Ortiz no llegó a laudarse mediante tales mecanismos. La fragmentación eclesiástica fue fruto de la fragmentación política posterior a la Revolución de Mayo (Lida 341), y no tuvo lugar en el Montevideo de 1808. La Junta dirigida por Elío no invocó potestades patronales para remover al párroco, ni presionó con ese fin a Liniers -cuya autoridad no reconocía-, sino que primero reclamó acciones al obispo, y luego llevó el caso ante la Junta Central sevillana, que no fijó una posición categórica. Si bien algunos importantes representantes del juntismo montevideano (por ejemplo, el abogado y asesor Lucas José Obes) criticaron la pretensión de sus pares sevillanos de mandar sobre todos los españoles de América (Frega, Pueblos 193), en el conflicto con el párroco montevideano se acató lo decidido en la metrópoli aunque se había esperado otro tipo de respuesta20. Tampoco se llegó al rompimiento con el prelado de Buenos Aires, aunque se ha visto que hubo un intento -igualmente fallido- de erigir una nueva sede episcopal en la Banda Oriental.

El obispo Lué y Riega apostó a la defensa de una única soberanía, por entonces escalonada en la Suprema Junta Central y el virrey Liniers, más tarde reemplazado por Cisneros21. Como varios de sus pares, que a lo largo y ancho de América “establecieron el ritmo” de la reacción contra las disidencias (Lynch 185), el prelado porteño imprimió a su administración un tono legitimista que alcanzaría el punto culminante poco después, cuando enfrentó sin éxito a quienes propusieron destituir a Cisneros en el cabildo abierto bonaerense del 22 de mayo de 1810. El fogoso obispo defendió la postura contraria a la existencia de “soberanías múltiples”. Era, desde luego, tan monárquico como Elío, pero no dudó en calificar de ilegal y desleal lo que para el gobernador montevideano y luego virrey del Río de la Plata era la más estricta defensa de los intereses metropolitanos, lesionados por la invasión francesa y pobremente defendidos por un virrey cuya adhesión a España ponía en tela de juicio. En ese marco deben leerse tanto las críticas que Lué lanzó contra el militar español, recordándole que ejercía un poder “indivisible e incomunicable en su clase a otra autoridad alguna que no se hall[as]e constituida por la Ley” (AGNA, S IX, exp., f. 926-926 v.), como la respuesta recibida -ya citada, pero que vale reiterar-, reivindicando la “Junta de Gobierno, creada a imitación y por las mismas razones que las de España”.

Paralelamente, las autoridades montevideanas intentaron imponer su criterio acerca de las relaciones entre dos jurisdicciones: la eclesiástica y la política. De acuerdo con lo visto hasta aquí, y teniendo siempre presentes las características generales de la sociedad católica del periodo colonial22, la disputa examinada no comportaba una cesura entre las esferas religiosa y política, por la simple razón de que estas no existían como tales. Ni el titular de la diócesis porteña ni el presbítero Ortiz podían actuar al margen del debate político-institucional. Tampoco Elío ni los miembros de la Junta podían dividir esas aguas; como ellos mismos admitían, la causa de Fernando y la del catolicismo eran “inseparables”.

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1 Nombre que se dio a la porción de los dominios españoles ubicada al este del río Uruguay. Constituyó una muy disputada frontera con los territorios pertenecientes a Portugal y, actualmente, está ocupada por la República Oriental del Uruguay y parte del estado brasileño de Río Grande del Sur.

2 Un primer y mucho más breve acercamiento a este tema fue realizado hace varios años (González Demuro 171-175). Agradezco las oportunas sugerencias y comentarios formulados en esta oportunidad por los evaluadores anónimos de Fronteras de la Historia, así como la colaboración del Dr. Alex Borucki.

3 El patronato es “la atribución de que gozaba la autoridad civil para elegir y presentar para su colación canónica a las personas que ocuparían los beneficios eclesiásticos dentro del territorio que gobernaba. Esta prerrogativa se combinaba con otras de no menor importancia: la de permitir o rechazar la vigencia de disposiciones emitidas por autoridades eclesiásticas residentes fuera del territorio (pase regio o exequatur), la administración de los fondos provenientes del diezmo y otros recursos económicos del clero en Indias y la facultad de los jueces civiles deintervenir en causas iniciadas en tribunales eclesiásticos” (Martínez 16).

4 Manuel Azamor y Ramírez, titular de la diócesis entre 1788 y 1796, estuvo en Montevideo de marzo a mayo de 1788, pero no en misión apostólica sino preparando la toma de posesión de su cargo (Rípodas Ardanaz 55-57).

5 Al igual que muchos montevideanos, incluyendo algunos sacerdotes, Pérez Castellano había jurado fidelidad a la Corona británica después que las tropas comandadas por Samuel Auchmuty tomaran la ciudad en febrero de 1807 (Pérez Castellano 30-31 y 130-131).

6 Parte de estas fuentes pueden verse también en Documentos 177-178, obra que reproduce los oficios de Elío pero no los del obispo ni los escritos de Ortiz que luego serán citados.

7 Erróneamente, esta publicación le atribuye a Ortiz la carta redactada por Pérez Castellano.

8 El relacionamiento político también se vio dificultado por factores de otra índole. En su clásica obra sobre el gobierno colonial español, Francisco Bauzá (474) afirmó que Cisneros no aceptaba las frecuentes “licencias de cuartel” propias de Elío (que este presentaba como “manifestaciones enérgicas”), ni el presidente de la Junta toleraba la urbanidad y “flaqueza de ánimo” del alto funcionario.

9 La queja de Ortiz por la falta de colaboradores conlleva una crítica no muy velada a otro importante sacerdote montevideano, Dámaso Antonio Larrañaga, su sucesor en el curato montevideano y más tarde vicario apostólico del Uruguay independiente, que en 1807 era teniente cura de la Matriz.

10 Una “Solicitud y Certificado de las actuaciones del P. Juan José Ortiz” expedida por el cabildo en diciembre de 1804 daba cuenta de la “quebrantada salud” del vicario y del característico “débil estado de su física constitución” (AGNU, AP, caja 332 carpeta 3, ff. 22 r.-22 v.). Véase Bruno 121.

11 En siglo XVII se estableció que en el acto de dar la paz a algunas altas jerarquías los clérigos debían portar ambos elementos litúrgicos como señal de solemnidad (Recopilación, 15: xx-xxiii 75-76).

12Di Stefano (“De qué hablamos” 199) define así la secularización: “no [fue] un proceso lineal de progresiva marginación y desaparición de lo religioso inherente al llamado ‘proceso de modernización’, común por ende a todas las sociedades que se pretendan ‘modernas’, sino un proceso multidimensional —de recomposición, más que de evicción de la religión— que se verifica en algunas sociedades —y no en todas de la misma manera— y que consiste en la pérdida de las referencias religiosas de ciertas concepciones, instituciones o funciones sociales provocada por ciertos procesos políticos (como la formación del Estado), económicos (como la expansión de las formas de propiedad capitalistas) o sociales (como la estructuración social en clases o las migraciones de masas), la consecuente formación de esferas diferenciadas para la religión, la política, la economía, la ciencia y otras áreas de actividad, y el debilitamiento del poder normativo de las autoridades eclesiásticas, que conlleva una paralela subjetivización de las creencias”.

13 Para una caracterización del regalismo (Egido López 123-249). Sobre los criterios empleados para seleccionar y nombrar obispos, Egido López (141).

14El cabildo eclesiástico era “una corporación o colegio de beneficiados […] adscritos a una determinada iglesia, unidos por una tarea espiritual común: la celebración solemne del culto divino en el coro capitular” y el cuidado de todos los aspectos materiales y litúrgicos (Teruel Gregorio de Tejada 31). Sus integrantes (canónigos, diáconos y subdiáconos, presididos por un deán que estaba acompañado por otros jerarcas de rango menor, como el arcediano, el chantre y el maestre) podían configurar, si el entorno urbano y económico lo permitía, un poderoso grupo de presión política. Poseían educación superior y una posición económica favorable acompañada de elevado prestigio social que se incrementaba en la medida que estrecharan vínculos con la alta burocracia, los comerciantes, los mineros y los hacendados.

15 Los inmediatos antecesores de Lué también eran españoles: Sebastián Malvar y Pinto (1777-1783) había nacido en Pontevedra, y Manuel Azamor y Ramírez (1778-1796) en Huelva.

16Un ejemplo: “[ningún objeto] me merece mayor atención ni procuro con más empeño —sostuvo hacia 1788 el marqués de Loreto, virrey del Río de la Plata— que el mantener y promover en todos los cuerpos e individuos de ellos aquella armonía, paz y tranquilidad que hace suave y feliz la dominación, y sin la cual todo es corrupción y desorden” (cit. en Peire 104).

17 Las razones de la prolongada enemistad entre Liniers y el ayuntamiento apenas pueden ser mencionadas aquí; para un mayor examen Halperin Donghi 146-153; Ternavasio 53-60, entre los trabajos disponibles.

18 Para un estudio del problema de la lealtad y su interpretación por parte de los sectores legitimistas, Ribeiro.

19 Sobre lo sucedido en la diócesis de Córdoba a mediados de la década de 1810, Ayrolo 116-121; Lida 343-355.

20En una de sus comunicaciones a Ortiz, Elío mostraba plena confianza en el gobierno español, al que hallaba “libre de todos aquellos abusos e intrigas que oscurecen la verdad. […] ¡Cuánto se engañan algunos si creen que como antes, con papeles y dinero han de hacer ver su razón en Madrid!” (AGNA, S IX, exp., f. 944 v.-946; Documentos 180).

21 Sobre el “ejercicio escalonado” de los derechos soberanos, Lida 343.

22 “El concepto de sociedad católica —define José Pedro Barrán— implica sostener que el catolicismo, además de un sistema específico de dogmas y prácticas, era sobre todo una atmósfera cultural que teñía y/o contextualizaba a las formas jurídicas, las sociales, económicas y estéticas, a las ideas, las concepciones y los valores, los hábitos y las costumbres”; todo ello “impedía separar lo sagrado de lo profano” (Barrán 18).

Recibido: 28 de Enero de 2016; Aprobado: 12 de Mayo de 2016

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