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Fronteras de la Historia

Print version ISSN 2027-4688

Front. hist. vol.22 no.1 Bogotá Jan./June 2017

 

Artículos

Sobre el uso del término mestizo en la historiografía de la historia de las imágenes en Chile. Una propuesta crítica

On the Misuse of the Qualification Mestizo, Bestowed on Visual Productions by Traditional Chilean Historiography. A Critical Assessment

JOSEFINA SCHENKE 1  

1Universidad Adolfo Ibáñez, Santiago de Chile, Chilejosefina.schenke@uai.cl


RESUMEN

Este trabajo problematiza la calificación de mestizo que reciben las imágenes coloniales que no fueron producidas en Santiago de Chile durante la Colonia, sino que provienen de los principales centros de producción visual de la zona andina (Lima, Cuzco, Alto Perú y Quito). Se discuten las oscilaciones del término mestizo en la historiografía del arte, con énfasis en las miradas sobre el “Barroco andino”. Se da cuenta también de la importación hacia Chile de tales objetos y su comercio en Santiago; y se revisan los errores más comunes a la hora de calificarlos como mestizos y relacionarlos sumariamente con la realidad racial local. Se proponen otros modos alternativos de interpretar las dinámicas mestizas, ancladas en la recepción, el uso de los objetos, así como en un mestizaje relacional.

Palabras clave: América; arte; Chile; Colonia; comercio; historiografía; imágenes; mestizo

ABSTRACT

This article assesses, from a critical standpoint, the widespread use of the word mestizo among scholars to single out images that existed but were not produced in Santiago de Chile during the Colonial period, but imported from the main centers of visual production in the Andes region (Lima, Cuzco, Alto Peru and Quito). This paper will discuss the main uses of the word mestizo in art historiography, with an emphasis on the perspective of the “Andean Baroque”. The principal aspects of handicraft trade within Santiago are considered, with an eye to the common misuse of the tag mestizo, as grounded in allegedly racial and local features displayed by the objects themselves. The paper proposes an alternative way of validating the concept, focused on the local reception and appropriation of foreign objects by the local communities, and the relation between the foreign images and the local mestizaje.

Keywords: America; art; Chile; Colonial period; commerce; historiography; images; mestizo

En estudios, exposiciones y coloquios desarrollados durante, al menos, los últimos diez años en Chile, así como en la historiografía chilena del arte colonial y de la Iglesia a partir de los años ochenta, se observa la presencia masiva del término mestizo para calificar productos visuales del periodo colonial presentes en Chile y para vincularlos a un mestizaje local. Sin embargo, este concepto se aplica de modo irreflexivo a objetos que, en su gran mayoría, no fueron producidos en Santiago, sino importados desde otros lugares (Cuzco, Lima, Quito y Alto Perú). Por lo tanto, se trataría de imágenes mestizas en su lugar de creación, pero que no exhiben un mestizaje objetual local desde, al menos, el punto de vista de su producción, aunque sí quizás desde otras perspectivas -funcionales, relacionales, devotas, etc.-. El término -así como el de sincretismo o simbiosis- se utiliza con imprecisión, sin hacer explícito a qué mestizaje se refiere y en qué sentido es posible hablar de mestizaje local vinculado a los objetos que se engloban en esta categoría.

En tal sentido, conviene precisar desde un comienzo que el presente estudio no se centra en los aspectos biológicos, antropológicos o etnohistóricos de la realidad del mestizaje en América, ni tampoco en la representación de la mezcla racial o de castas. Nos concierne únicamente la calificación de mestizo en el dominio específico de las artes visuales, de su producción, su uso y su recepción1. Este trabajo se propone entonces: 1) evidenciar el carácter eminentemente subsidiario de la presencia de imágenes en Santiago de Chile y su dependencia de los principales centros de producción, así como el comercio de tales artículos en Santiago. Para ello, se revisará la historiografía sobre el tema y se agregarán nuevos elementos de juicio; 2) revisar otros ejemplos de historiografía de la historia de la imagen mestiza en América, en especial la discusión en torno a lo mestizo en el arte en el espacio andino; 3) documentar el empleo irreflexivo de la categoría mestizo para calificar ciertas imágenes u objetos por parte de la historiografía del arte en Chile. En efecto, veremos que, en dicho contexto teórico, este concepto suele hacer referencia al mestizaje racial local, sin explicitar desde qué perspectiva procede, ni cuáles son los problemas metodológicos que subyacen al uso de tales denominaciones cuando se las vincula con las imágenes de veneración; 4) proyectar cómo operan esas imágenes mestizas en un lugar donde no han sido producidas sino recibidas, como Santiago de Chile, dando algunos ejemplos que intenten responder a las preguntas: ¿pueden calificarse de mestizas las imágenes solo por su técnica, materialidad, iconografías y formas, o también por sus usos y su recepción? ¿Puede ponerse en marcha una interpretación que, mediante el concepto de mestizaje relacional, interprete el modo en que funcionan estas imágenes importadas en un lugar diferente de aquel donde fueron elaboradas?

La circulación de lienzos y objetos píos a Santiago de Chile y su comercio en la ciudad

En esta sección se explicará cómo Chile, en especial Santiago, la capital de la Capitanía General de Chile, constituyó un foco receptor y no productor de imágenes durante la época colonial, justamente porque interesa aquí subrayar este carácter para, más adelante, analizar si es posible que la recepción, por ejemplo, revele también una dinámica mestiza. Si bien se trata de un asunto que la historiografía ha estudiado y, en ese sentido, no se aborda aquí de modo inédito, es preciso evidenciar este carácter subsidiario para aproximarse a la problemática que nos ocupa y porque pareciera que tal carácter no quedara del todo esclarecido cuando se habla de “imágenes mestizas en Chile” (Gutiérrez, “Los circuitos”; Kennedy, “Circuitos”). Nos interesaremos brevemente por la circulación de objetos desde los centros de producción de imágenes hasta Santiago de Chile, porque no es anodino, en efecto, que los objetos provinieran en su mayoría de lugares remotos, eventualmente cargados por un sello de origen reconocible: esto exige pensar cómo opera esa exportación o transferencia de elementos materiales, de ideas y de otros mestizajes. Las imágenes religiosas, por ejemplo, poseían orígenes piadosos que revelaban las devociones a las que servían de soporte, los cultos que las originaron y las miradas religiosas que “transportaban”.

Durante los siglos XVII y XVIII no existieron talleres documentados en la capital del Reino de Chile, ni tampoco grupos de pintores de lienzos o escultores organizados en gremios. La ausencia de estos últimos no impide imaginar la existencia de artífices individuales, pero sí resulta un signo de la escasa producción local. Las actas del Cabildo del 5 de mayo de 1559 registran la invitación a los artesanos de la ciudad a sacar, para Corpus Christi, su invención; se nombran numerosos oficios -sastres, zapateros, carpinteros, espaderos, herreros, plateros, etc.-, pero no se mencionan ni pintores ni escultores (ACS, 5 de mayo de 1559). Esta omisión nos parece significativa. La situación no varía además durante los siglos XVII y XVIII. Según las actas del 26 de enero de 1652, corroboradas por la elección de maestros mayores en 1693, no existía todavía un gremio de pintores o escultores (ANH, ACM, MA, 14 de diciembre de 1693)2. Sí se mencionan, en cambio, carpinteros, que pueden haber realizado retablos, altares, artesonados y sillerías de coro, así como haber dorado maderas.

Las órdenes religiosas encargaban y producían este tipo de objetos, ya fuera para un consumo interno, dentro del claustro y las celdas, o ya fuera para un consumo que podríamos llamar público, para los altares de las iglesias que estaban a la vista de todos los fieles, donde también actuaban laicos y cofradías.

Tales objetos eran ejecutados, en su mayoría, por artesanos anónimos. Es posible que se tratara de artesanos calificados foráneos o habitantes de Santiago. También pudo tratarse de frailes pintores o escultores, asentados en Chile o que viajaban desde otras regiones para realizar encargos3. Así mismo, desde el segundo tercio del siglo XVIII los jesuitas desarrollaron en Chile una producción importante de esculturas, objetos en plata y trabajos de carpintería fina, destinados sobre todo a casas, colegios e iglesias de la Compañía (Guzmán y Moreno).

Al ámbito de la producción anónima pertenecía también el conjunto de pinturas murales del claustro sur del piso bajo del convento de San Francisco, que representaba a frailes muertos en Chile en olor de santidad. Las leyendas mortuorias al pie de cada imagen indicaban los años de 1598 y 1788 como fechas límite de defunción de los religiosos, pero se ignora cuándo fueron ejecutadas y por quién. A esta producción anónima pertenecían también los retratos de los seguidores canonizados de santo Domingo de Guzmán que cubrían el interior de las puertas de la iglesia del Convento de los Predicadores (Márquez de la Plata). Se desconoce la autoría de todas estas pinturas del convento dominico, pero podrían estar eventualmente inscritas en el ámbito clerical.

Las series de pinturas del Cuzco comenzaron a aparecer en los conventos santiaguinos a partir de la primera quincena del siglo XVII. Es el caso de las 54 telas de la Vida de san Francisco y la Vida de san Pedro de Alcántara, de los franciscanos (Museo Colonial de San Francisco, Santiago); de las dos series de la Vida de santa Teresa, de las carmelitas (Monasterio del Carmen de San José de Santiago), y de las 24 pinturas de la Vida de san Francisco, de las monjas capuchinas (Monasterio de Capuchinas, Santiago) (Mebold, Catálogo de pintura colonial en Chile I, Catálogo de pintura colonial en Chile II). Todas estas obras importadas eran de consumo exclusivamente interno, destinadas a las personas consagradas que meditaban los ejemplos de las vidas de santos representadas en los lienzos, de acuerdo con hagiografías establecidas por grabados europeos o textos biográficos.

Durante el siglo XVII y hasta mediados del siglo XVIII se encontraban también en Santiago telas importadas de Alto Perú, lo que se aplica al menos a las siguientes obras: un San Francisco de Paula del Patrocinio de San José y la Piedad del Monasterio de las Clarisas de Puente Alto. Desde fines del siglo XVII y comienzos del siglo XVIII, llegaron también a los conventos santiaguinos algunas pinturas provenientes de Quito. Es el caso de las alegorías del Alabado, conservadas en el Monasterio de las Capuchinas de Santiago; de los Reyes de Judá e Israel, del Museo del Convento de la Merced; y de la Vida de Santa Rosa de Lima, del Monasterio de Dominicas de Santa Rosa de Santiago (Cruz de Amenábar 182)4.

Esta variedad de orígenes de los lienzos destinados para un consumo interno conventual -Cuzco, Alto Perú y Quito- podría echar luz sobre la proveniencia de piezas análogas para el ámbito del consumo abierto a todos los fieles en las iglesias, es decir, para la presencia de imágenes en el altar mayor y las sucesivas capillas, así como las imágenes en ambientes domésticos.

Es preciso notar que la mayoría de estas pinturas conventuales pertenecía a series, cuyos encargos podían o no suponer una estructura contractual formal y específica. En tal sentido, Ramón Gutiérrez indica:

[...] en la pintura cusqueña [...] los mecanismos de contratación directa (por ejemplo, los Profetas de Marcos Zapata Inga para la iglesia de Humahuaca en Argentina) fueron complementados con una masiva actuación de los arrieros que regresaban de las ferias regionales de Pucara o Vilque (Perú). Sabemos que Tupac Amaru, ejerciendo de arriero, llevó una serie de pinturas de la vida de santa Teresa desde el Cusco hasta Arequipa. (“Los circuitos” 74)

Esta información matiza un tanto la idea de que las series de pintura conventuales fueron siempre producto de un contrato formal; su compra pudo haber sido tan azarosa como la compra de origen doméstico, y esta última pudo también obedecer a un encargo específico. De este modo, al menos en algunos casos, la cadena de producción, adquisición y encargo de imágenes piadosas parece relativamente insensible al carácter institucional o privado de los compradores. La inserción de la imagen adquirida en una serie presidida por un programa narrativo tampoco proporciona un signo inequívoco de su carácter conventual5.

En suma, la complejidad de los circuitos de producción e intercambio durante el periodo queda bien reflejada en este resumen de Ramón Gutiérrez:

[...] la articulación entre los talleres de pintura y escultura y los comitentes se realizaba de tres formas: a través de las propias ventas del taller en su tienda; a través del comerciante, sin que el último propietario tuviera trato con el artista, o a través de un amigo, un religioso, los representantes de una orden, etc. (“Los circuitos” 73)

Por ende, tanto los encargos de series como las compras de pinturas para uso doméstico podían provenir de un mismo taller extranjero, pero haber sido adquiridas por medios diferentes y de múltiples maneras: con o sin contrato, mediando un comerciante o un conocido que viajara o las trajera a Chile para la venta, etc.

En los documentos notariales, algunos conciertos revelan la existencia de pintores y escultores avecindados en Santiago6. Sin embargo, la escasez de estos documentos contrasta con la masiva mención de lienzos y esculturas en testamentos, inventarios y tasaciones de bienes, y cartas de dote, por una parte, y en los inventarios eclesiásticos conservados, por otra parte. Esto último, sumado a los testimonios todavía visibles y reconocibles en conventos de Santiago, hace pensar en una proveniencia de pintura e imaginería principalmente importada7.

En lo que respecta a la escultura, existe consenso en aceptar que las imágenes provenían, principalmente, de Quito: “[e]n Chile, con Santiago como centro, no llegó a definirse una escuela local. En cambio, fue un punto de gran receptividad, poroso, a todo lo traído de Quito” (Carvacho 141). Como subraya la especialista Alejandra Kennedy,

[...] la Capitanía General de Chile [...] es una región eminentemente receptora y en menor grado productora, y que requiere -a lo largo de toda su historia colonial- de obras de arte de Quito, Perú y Bolivia, principalmente. El caso de Quito es el más destacado cuantitativamente hablando y el que más se prolonga en el tiempo, ya que parece arrancar en el último tercio del siglo XVII [.] y concluir alrededor de 1860-70. (“Circuitos” 88)

Kennedy añade algunos rasgos informativos acerca de las modalidades concretas de esos intercambios, que operaban en un contexto institucional relativamente desregulado y exento de gravámenes:

[.] el comercio de obras de arte debió haberse dado en circunstancias muy informales, es decir, que no pasaba a través de la oficialidad ni se pagaba alcabalas, ni antes ni después del reconocimiento oficial que hiciera en 1783 el rey de pintores y escultores como artistas -ya no manufactureros- y, en consecuencia, exentos del pago de impuestos. (“Circuitos” 88)

Por otra parte, la misma especialista explica que las guías comerciales de este tipo de productos artísticos no se detallaban, porque

[.] iban empacados en baúles, o se enviaban por correo, ya que su valor justificaba un gasto mayor implicado en esta forma de envío. En otras ocasiones los cuadros irían enrollados, las piezas sueltas de esculturas (cabezas, manos, pies) junto a otras mercancías, en manos de mercaderes no especializados. Es probable que estos fuesen declarados bajo el genérico de efectos de la tierra, ya que su valor era extremadamente bajo. (“La pintura” 242)

La exportación desde Quito seguía dos modalidades: o en bulto redondo, o por partes, para ser estas ensambladas en el destino. Los temas más comunes eran calvarios, nacimientos o belenes, santos diversos, arcángeles con los atuendos marciales romanos, vírgenes y cristos crucificados (Kennedy, “La pintura” 242)9. Alexandra Kennedy atribuye diversas razones a la exportación de cabezas y manos, para ser complementadas in situ con un armazón que será después ricamente vestido. La primera explicación de este fenómeno es la obvia necesidad de aligerar el peso del envío. La segunda es la necesidad de cubrir el volumen creciente de la demanda y la consecuente producción seriada de estos elementos elaborados para la exportación. Por último, la especialista considera que “las obras quiteñas podían ser alteradas o complementadas, si se quiere, de acuerdo al gusto y posibilidades de quienes las adquirían” (“Circuitos” 93), y “se adaptaban a la posibilidad de construcción y representación de diferentes advocaciones, con solo colocar algún atributo que le correspondiera” (“Circuitos” 100). A nuestro parecer, también es preciso considerar que la lejanía del lugar de la demanda invitaba a aligerar los costos y a disminuir los riesgos que implicaba el transporte de piezas y, por otra parte, el hecho de ser “terminados” en Chile hacía que su producción resultase (al menos en parte) local. Se trataba, pues, de objetos compuestos desde las perspectivas de su origen, su materialidad y su técnica.

Según las fuentes, este tipo de importación de cabezas y manos comenzó a partir del último tercio del siglo XVIII. En 1775, por ejemplo, el navío El Belén trajo “un cajón con dos rostros de santos” para Diego Muñoz (ANH, ACM, MA, 2S, vol. 735, 1800). Por mar llegaban también, procedentes de El Callao, otros objetos de devoción, entre ellos, “rostros”10. El probable destino de esta mercancía eran los comerciantes; sin embargo, no tenemos certezas a este respecto.

La existencia de comercios en Santiago -que vendieran lienzos de temáticas devotas, medallas y rosarios- puede rastrearse mediante los registros notariales. Resulta interesante constatar dos realidades para estas “tiendas”. En primer lugar, estos lugares no solían ofrecer exclusivamente objetos de uso religioso; estos se mezclaban con abarrotes, ropa o telas. En segundo lugar, no puede rastrearse una tendencia con respecto a ciertas temáticas, orígenes o materiales de las pinturas que se vendían. La mercadería parece elegida al azar o, más bien, según la oportunidad, sin una coherencia de la “oferta”. Esto pudo responder a las vicisitudes de la compra de lienzos importados desde El Callao y provenientes del Cuzco o Lima, o de producción nacional, pero también a una demanda irregular, que no exigía determinadas advocaciones o santos representados.

Es el caso, por ejemplo, de Antonio de Mundaca (o Mondaca), “hijo natural de don Pedro Mundaca y de doña Mariana Sanpayo”, y que declara en su testamento de 1696 ser comerciante de ropa: “declaro por mis bienes la ropa que tengo en mi tienda que serán tres o quatro mill pesos de ropa de castilla de la tierra” (ANH, ES, vol. 376, ff. 25-28v). Sin embargo, en 1703, la tasación de sus bienes (realizada a petición de su mujer, Andrea Arraño) revela gran cantidad de “lienzos de devoción” que también tenía para la venta. Por lo tanto, el sargento mayor Mundaca vendía además pinturas donde predominaban las advocaciones marianas por sobre los santos. Llama la atención el hecho de que no describiera el estilo u origen de las obras, salvo en un caso: “6 lienzos pintura ordinaria de otras vírgenes” (ANH, ES, vol. 435, f. 48). ¿Qué sería lo que la calificaba de “ordinaria”, de común? ¿Acaso una hechura local, inmediatamente identificable como más rústica y tosca que el resto de las pinturas, cuyo origen no especifica? ¿Eran las restantes pinturas cuzqueñas, limeñas o altoperuanas?

Este ejemplo demuestra la existencia de comercios más o menos afectados por la venta de artículos devotos en Santiago para la época y la azarosa variedad de objetos entre los cuales se ofrecen a la venta. Como destaca Kennedy, es posible que estos mercaderes concentraran el grueso de las importaciones de varios productos artesanales, organizando su trabajo como pequeños empresarios que contrataban (de acuerdo al pedido desde Lima o Santiago) el trabajo en los talleres-tienda-domicilio de los artesanos o artistas (“Circuitos” 94). Por otra parte, se ve que las pinturas devotas domésticas se vendían sin mayor sacralidad, como objetos -más o menos lujosos- ofrecidos a la par de otros más pedestres, como abarrotes o artículos de costura. A propósito de esto, sería interesante aventurar que el ritual, la ceremonia y la pompa a la que las imágenes estaban expuestas en el mundo de lo “público” (o de lo “público-privado”, como una capilla de cofradía en el interior de una iglesia) sacralizaban y hacían propia la representación sagrada.

Baste lo indicado en este acápite como una sumaria reconstrucción de los orígenes y la circulación de objetos piadosos desde los principales centros artesanales de los Andes hasta Santiago de Chile. Parece evidente, a la luz de las principales investigaciones al respecto y de las nuevas fuentes consideradas, que la demanda interna era primariamente satisfecha por producción foránea, si bien existió una producción vinculada a la Compañía de Jesús y también una escultura popular no organizada en gremios ni talleres, pero que formaba parte del panorama de imágenes en Chile.

Aparición, uso y recepción de la categoría mestizo en la historiografía del arte andino

Para otras latitudes latinoamericanas, la historiografía ha estudiado los modos específicos por los que las representaciones visuales o materiales son efectivamente mestizas y ha definido en qué consistiría tal mestizaje. En el caso mexicano, el estudio de referencia es La pensée métisse, de Serge Gruzinski. La América colonial sirve aquí de ejemplo para estudiar el mestizaje como un factor determinante de la mundialización, por lo que la mirada hacia el pasado virreinal novohispano se proyecta hacia la actual sensibilidad globalizada. Dentro de este contexto teórico, resulta de especial interés el trabajo del autor en torno a imágenes mexicanas que combinan patrones del Renacimiento italiano con elementos del imaginario indígena. Gruzinski postula, incluso, que

[l]as religiones de América acceden a la existencia a través del mundo antiguo. La fábula “conecta” las creencias amerindias con las de la Antigüedad mediante un vínculo sólido, puesto que el paganismo antiguo y el paganismo americano pasan por ser la expresión de un mismo fenómeno, la idolatría (177).

De acuerdo con Gruzinski, el fenómeno del mestizaje en México no solo habría dado acceso a una apropiación de formas por parte de los indígenas, sino que habría permitido a los europeos comprender el Nuevo Mundo mediante la clave hermenéutica de lo pagano.

En lo que concierne a las representaciones andinas coloniales, las que nos atañen directamente, existe una enorme tradición historiográfica con estudios que abarcan la teología, la antropología de la religión, la historia y la historia del arte. Repasaremos, a continuación, los principales hitos de esta discusión en torno a lo mestizo. Mujica detalla en estos términos las primeras apariciones de esta categoría de análisis aplicada a las artes:

En un inicio -ya por los años 1914- Martín Noel hablaba de lo hispano- indio como un componente diferenciador en el arte americano. Hacia 1936 lo redefinió como lo ibero-andino y, en 1938, como lo indo-peruano.

Ángel Guido acuño por vez primera la voz mestizo -o criollo- para describir ciertas manifestaciones provincianas de la arquitectura barroca latinoamericana. Un lustro después, en 1948, el término fue retomado por Alfred Neumeyer; en 1949 por Harold Wethey; al año siguiente por Marco Dorta, y al subsiguiente por Pál Kelemen. (1-2)

El historiador Martín S. Soria citó la división socioétnica de tres tipos de arte colonial (europeo, mestizo e indio), establecida por José Uriel García.

Soria retomó esta clasificación y la redujo a “dos estilos: europeo y mestizo, siendo los indios o europeizados o mestizados [...] Los artistas mestizos e indios trabajando para las clases populares [...] muchas veces utilizaron las estampas populares a bajo precio y anónimas” (81). El autor identificaba así lo mestizo con lo “popular” de origen cuzqueño, potosino y sucreño, porque habría estado dirigido a un público amplio y pobre, y porque

[.] indios y mestizos andinos adoptaron y tan imaginativamente desarrollaron la manera de las estampas populares no solo por razones económicas, sino en primer lugar porque para ellos estas images tenían una poderosa atracción psicológica. El estilo de las estampas hablaba directamente a la sensibilidad artística y decorativa, a la fuerza creadora, y al sentido de diseño de los indios. Sus fuertes colores, su sencillez e ingenuidad les encantaban. Representan lo que podemos llamar la hermandad universal entre las artes populares del mundo. (82)

Esta identificación entre lo mestizo y lo popular -hipótesis primeramente social, pero engalanada por la teoría de un gusto indígena ingenuo y decorativo- permeó durablemente la historiografía de la historia del arte. Muy lejos de este uso, la primera reflexión global relativa a las expresiones culturales mestizas la elaboró Pablo Macera, al referirse a los usos del término y sus posibles significados. El autor comienza recogiendo el debate sobre el indigenismo, no en su perspectiva política, sino cultural. A este uso del concepto se habrían opuesto George Kubler (1959), Paolo Gasparini (1966) y Antonio Bonet Correa (1971), mientras que Mesa y Gisbert (a partir de 1968) habrían ofrecido una rehabilitación prudente de tal concepto, “sin precisar si este era una contribución de los mestizos como grupo étnico o un subproducto cultural que incluía a los indios, los criollos, los españoles y los negros” (Mujica 2).

Tanto Kubler como Gasparini desecharon el término mestizo por sus connotaciones racistas, lo que estaría en el aire de los tiempos, puesto que tras el volumen de la Revista de Indias publicado en 1964 -y el Congreso Internacional de Americanistas del año siguiente-, la polémica sobre el uso de mestizo, lejos de aplacarse, se azuzó. Como reseña Mujica (2002), Pál Kelemen subrayó allí que la “palabra mestizo cuando es referida al arte no plantea cuestión alguna de raza. En este caso, estamos ante el término correcto que define con exactitud [.] la imperecedera cultura que ha resultado de la fusión de dos grandes civilizaciones, la indígena y la española” (Mujica 3). Poco a poco las connotaciones despectivas del término fueron desapareciendo; connotaciones como las que describía Kubler, según quien, si bien para los defensores del uso de mestizo el término no implicaba más que “mezcla de productos culturales de distinta procedencia”, su campo semántico incluía otros criterios peyorativos, por ejemplo “provincial, ingenuo, primitivo, arcaico y espontáneo” (Macera 102), tal como vimos en la cita de Martín S. Soria.

Como rehabilitadores de la innovación arquitectónica autóctona, Macera cita a Leopoldo Castedo -y su reinterpretación mestiza de los símbolos cristianos (1970)- y a Damián Bayón (1974), quienes habrían abogado por la novedad de las estructuras originales en función de una cultura anterior e independiente de la europea. A continuación el texto aborda variadas perspectivas y preguntas en torno a esta temática: los campos empírico-artísticos a los que aplicar el concepto, así como las diferencias entre arte y folklore, que convergen en una disyuntiva fundamental acerca de la definición del arte mestizo:

[...] el Arte mestizo se definiría a) por la inclusión de un componente indio; de temas y sistemas precedentes de las culturas americanas precoloniales. Con lo que el problema se disolvería en otro igualmente complicado: ¿Qué ocurrió, cómo persistieron y cambiaron las culturas indias bajo el coloniaje europeo?; o b) más bien, en cambio, se evidenciaría que esa Cultura Mestiza consistió en un sistema de mediación, con estructuras nuevas y cualesquiera que fuesen los temas que incorporase, indios o europeos. (Macera 106)

Macera concluye que bajo el coloniaje se pudo producir una “cultura diferente; la misma que en su desarrollo formativo puede ser descrita como un doble proceso de aculturación y contraculturación cuyos factores y componentes procedían, en grado desigual, de los diversos grupos de la sociedad colonial y no solo de los mestizos” (111). Tal cultura diferente habría sido uno de los varios resultados de la dialéctica colonización-contracolonización, a la que el autor denomina “cultura andina”, para evitar la objeción de una terminología racista. Esta expresión -cultura andina colonial- o, más bien, el concepto de lo andino, tendrá más tarde una larga continuación en la tradición historiográfica.

De Mesa y Gisbert hablan de lo mestizo, aun estando conscientes de las reservas de George Kubler:

Hemos usado el término mestizo que, si bien no es del todo adecuado, como indica el profesor Kubler, es el más propio para denominar a una arquitectura estructuralmente europea elaborada bajo la sensibilidad indígena. La arquitectura barroca del siglo XVIII es el resultado de una mezcla tanto de elementos, como de cultura [...], por eso la denominamos mestiza. (Contribuciones 36, 68-71)

También esbozaron algunas apreciaciones sobre estética mestiza en la primera versión de Historia de la pintura cuzqueña (1962), y entraron de lleno en el asunto a propósito de la pintura mural de La Paz, Potosí y Oruro, en la última edición de Holguín y la pintura virreinal en Bolivia (1977)12.

Así mismo, una de las características que definiría al Barroco mestizo en la pintura cuzqueña sobre lienzo sería la introducción de ciertos detalles como los pájaros nativos, a partir de 1660, paralela a la presencia de monos, papagayos y loros en la arquitectura. Sin embargo, la presencia de motivos precolombinos tanto en la pintura como en la arquitectura religiosa sería más intensa dos siglos después y definiría este carácter mestizo13.

José de Mesa y Teresa Gisbert, entonces, dejarán sentada la definición “operacional” de lo mestizo como ‘mezcla de motivos'14. Esta perspectiva iconográfica se vincula con las ideas de sincretismo que teorizan sobre las expresiones visuales de las prácticas religiosas híbridas. Ramón Gutiérrez continuará con la idea de un Barroco mestizo y sincrético:

[...] tanto en los procesos de sincretismo integrador de valores religiosos del paganismo dentro del cristianismo, cuanto en la persistencia dura de estas valoraciones simbólicas del mundo prehispánico, va produciéndose una integración en una nueva cultura barroca. Una cultura que tiene la flexibilidad de persuadir sin negar frontalmente los rasgos de las culturas indígenas. [.] Esto no significa que no existiera [.] un pensamiento indígena “irreductible” a la racionalidad occidental que busca recuperar las condiciones ancestrales de su horizonte prehispánico y que para sobrevivir se articula con la ritualización sincrética de las formas exteriorizadas del barroco. (“Repensando” 68-69)

La obra que marca la adopción definitiva de la rúbrica de arte mestizo o andino, haciendo del término Barroco andino una expresión con un carácter propio y distinguible, es El Barroco peruano. Desde diversas perspectivas, todas relativas a las imágenes, este conjunto de estudios pone de manifiesto los nuevos imaginarios que surgen tras la Conquista y que encarnan otras iconografías y otros discursos distintos de aquellos de la Iglesia oficial y de la Corona en tierras americanas. Los trabajos de Teresa Gisbert y Roberto Samanez -publicados en el primer volumen- estudian los elementos de la cultura indígena presentes en lienzos que viajan desde Cuzco a Lima, en el caso de Gisbert, y afirman lo mestizo en la mezcla temática de los retablos cuzqueños, de acuerdo con Samanez.

En este mismo volumen se encuentra el texto de Ramón Mujica, escrito fundamental para la comprensión de la historia del término mestizo y su aplicación a las artes visuales en la América virreinal. El autor identifica tres problemas:

el semántico, el estilístico y el hermenéutico. En primer lugar, da cuenta de las siete décadas durante las cuales los historiadores del arte iberoamericano han intentado “describir la naturaleza y el significado del arte barroco en el virreinato peruano”. Señala la influencia del indigenismo a la hora de intentar identificar supervivencias autóctonas en el arte y de utilizar el término mestizo frente al etnocentrismo imperante. Este término -continúa el autor- sirvió también para pensar el arte virreinal en su originalidad, pero creó una polémica en torno a los vocablos (que hemos comentado más arriba).

Principalmente, en lo que se refiere al problema semántico, Mujica Pinilla explica que la situación periférica del virreinato peruano permitió que las ideas artísticas y las reglamentaciones estéticas y formales, difundidas por estampas y grabados, fueran interpretadas sin normas, tanto por los artistas urbanos como por los artistas rurales en el Perú:

Las crecientes contradicciones y conflictos entre los diversos grupos étnicos permitieron la emergencia de nuevos modelos de pensamiento y de representación que, utilizando en muchos casos los propios tópicos religiosos y creaciones artísticas de la metrópoli, desplazan y desmontan la agenda centralista peninsular en un proceso de apropiación y reinterpretación cultural. (8)

En este sentido, el autor considera que el problema semántico en torno al término mestizo presuponía una valoración artística etnocéntrica que veía en la creación marginal una forma degradada. Por eso, Mujica desplaza la cuestión de lo mestizo a las dimensiones que él estima fundamentales: el problema estilístico y el problema hermenéutico.

En el segundo volumen de El Barroco peruano, el artículo de Thomas Cummins aboga por la originalidad expresiva del arte americano con respecto al europeo, en directa discusión con el texto de Jonathan Brown consagrado a la pintura del mexicano Cristóbal de Villalpando: “todos los pintores que vivieron en el Virreinato de la Nueva España durante el siglo XVII pueden y deben ser incorporados a la historia de la pintura española” (26)16. Cummins se rebela contra la comprensión autoritaria de los productos visuales virreinales como “regionales en relación con la metrópoli” y contra el intento de incluir el Barroco mexicano o peruano dentro de la categoría historia de la pintura barroca española (27).

Cummins muestra el carácter generativo y no meramente derivativo de la cultura colonial y subraya que “lo que hace interesante y novedosa cualquier imagen andina (o de cualquier territorio latinoamericano) es su reelaboración creativa y no la identificación de fuentes europeas”. Mediante el ejemplo de los arcángeles arcabuceros, relacionados con la defensa local del culto de la Inmaculada y que integran en su iconografía manuales militares holandeses del siglo XVII, vestuario de la época y una compleja teología de las jerarquías celestes, afirma:

Esta integración de motivos militares con un tema religioso, que conduce a reimaginar este último, es un acto de expresión creativa particular que no debemos explicar como un fenómeno posible solo a nivel marginal, donde la falta de respeto a la propiedad del autor y la omisión de reglas se producen debido a la ignorancia, la ausencia de control o ambas. Por el contrario, la representación, composición e iconografía de una serie de imágenes (del manual militar) garantiza la economía de los medios expresivos, al investir una segunda serie de imágenes (los ángeles) con nuevas propiedades específicas de lo divino, en y a través de las cuales se organiza el mundo imaginario para formar una comunidad de creencias e identidades compartidas. (28)

Desde la publicación de estos volúmenes, la discusión en torno a la problemática de lo mestizo ha continuado, principalmente a partir de la pregunta semántica. En este sentido, un texto relevante es el de Lucía Querejazu, que se propone “revisar la utilización de algunos términos, como mestizo, aculturación, transculturación, síntesis, sincretismo e híbrido, en la designación del arte colonial andino” (107). La autora concluye denunciando el agotamiento del uso de este término, e invita a aceptar “la posibilidad tan amplia de conceptos al servicio de la interpretación histórica” y a “la utilización de todos ellos, o bien de muchos, para designar diferentes procesos simultáneos, ya que tal vez no se puede hablar de síntesis en todas las producciones mestizas, ni de hibridación en grupos étnicos aculturados” (122)17.

Otro punto de vista ampliamente discutido y adoptado es el de globalización o mundialización, a partir del estudio Les quatre parties du monde: histoire d'une mondialisation, de Serge Gruzinski. Este es, por ejemplo, el punto de vista que adopta, para las representaciones visuales andinas, Carlos D. de Mesa Gisbert.

Una perspectiva única, que apela a los modos de hacer, a las técnicas y a los traspasos de saberes en la pintura y en la alquimia de los colores y sustancias, es la inaugurada por Gabriela Siracusano, quien, sin mencionar el término mestizo, sacó a la luz los saberes y las prácticas mixtos de los artistas americanos, en las paletas de cuyas imágenes

[...] revelaban no solo una inusitada audacia pragmática respecto de lo que dictaban las normas, sino también un decidido énfasis puesto en una praxis y un nivel de experimentación en el orden del color jamás reconocido para el arte colonial andino. (Siracusano y Burucúa 501)

En una obra que amplía estos primeros estudios (Siracusano, El poder), la autora revela el aspecto simbólico del color, como producto de mezclas inéditas y como expresión de usos nativos de la materia que se expresaban en la pintura cristiana. Gabriela Siracusano descubre, entonces, aunque sin llamarlo así, un modo de producir mestizo, más allá de la combinación de iconografías de origen europeo y precolombino o del origen racial de quienes ejecutaban las obras.

¿En qué sentido podrían calificarse de mestizas las imágenes virreinales andinas presentes en el Chile colonial?

Puesto que los objetos visuales en el Chile colonial no eran producto de una “sensibilidad local”, sino localmente adquiridos o venerados, ¿cómo podría asociárselos a un mestizaje local? La historiografía de la historia del arte en Chile no ha asumido esta tarea, y en ella es posible distinguir dos tendencias. Por una parte, se califica de manera sumaria de mestiza cualquier representación visual de la Colonia presente en Chile, sin mayor especificación del carácter de lo propiamente mixto, y, como decíamos, vinculándolo apresuradamente a la mezcla racial local. Y, por otra parte, se niega tal carácter de mestizo a otras representaciones o expresiones materiales o visuales. Trataremos en este punto la primera de esas tendencias, tras revisar las principales obras que abordan la mixtura visual en las representaciones virreinales en Chile.

La aparición del término mestizo en la historiografía de la historia chilena del arte se remonta a los años ochenta. En Arte y sociedad en Chile, 1550-1650, Isabel Cruz de Amenábar emprende una reflexión que vincula la historia de las imágenes con los procesos de la sociedad que las acoge. La historiadora recoge y describe las principales obras presentes en Chile durante la época, y realiza un escorzo de las escuelas artísticas de los Andes en el cual identifica a los pintores europeos que habrían influido en la pintura americana.

Para introducir al imaginario visual del Chile colonial, la autora en mención aborda el mestizaje racial como matriz del arte colonial americano, sin referirse específicamente a Chile, y afirma:

[l]a consumación del mestizaje racial se expresa entonces en el arte, donde aflora el alma aborigen modificando el aporte occidental cristiano. [...] Este mestizaje cultural y artístico, esta fusión de elementos formales hispanos e indígenas en la plástica, expresa de modo sucinto y directo la simbiosis que se opera en todos los planos de la vida práctica y del pensamiento americano tras la Conquista: religioso-ideológico, iconográfico, técnico, estético, racial, socio-político. (Cruz de Amenábar, Arte y sociedad 20, 23)

En Chile, los historiadores del arte suelen ser precavidos a la hora de utilizar este vocablo para referirse a la realización, la recepción o el uso de imágenes religiosas en el país. Es el caso de Fernando Guzmán, quien, por ejemplo, ha estudiado la evolución de los ensamblajes de retablo en Chile durante los siglos XVIII y XIX, y describe “la huella profunda del Barroco iberoamericano, la influencia de los artistas jesuitas germanos, el trabajo del arquitecto italiano Toesca y el academicismo decimonónico” como “principales factores que explican los rasgos y el rumbo de la producción artística en el país” (15-16). El autor se apega a un estudio de las formas estilísticas de este mueble arquitectural que acompaña los altares, y destaca las particularidades locales que presenta el desarrollo de estas estructuras; así mismo, reconoce las mezclas, las variantes y las apariciones y desapariciones de temas, formas y materias, pero sin encasillarlas apresuradamente como mestizas.

La historiadora del arte Olaya Sanfuentes -quien ha estudiado detenidamente la figura del Niño Jesús y su devoción en Chile desde la Colonia hasta el siglo XIX- tampoco califica tales prácticas de mestizas. En sus textos sobre estas investigaciones describe algunas prácticas en torno a la devoción al Niño Dios en Chile durante los siglos XVIII y XIX, y las vincula con otras registradas en América, pero no subraya un uso mestizo. Sanfuentes suele describir la función que cumplen estas figuras quiteñas en Chile, relacionando fuentes visuales, históricas, literarias y folklóricas. Estos estudios sobre los “Niños en fanal” suelen también acercar estas prácticas a aquellas asentadas en el sur de Italia y de España, y destacar, para el caso chileno, el culto al pequeño Jesús como una “devoción surgida del fondo del corazón campesino” (“Una tierna” 56). No se habla entonces de lo mestizo en la recepción de tales imágenes foráneas, sino de lo campesino18.

Juan Manuel Martínez -curador e historiador del arte- utiliza los términos de Barroco y sincretismo para describir el arte en los virreinatos americanos, y deja muy en claro que:

Si bien en el territorio del Reino de Chile no existió una gran producción artística, sí se convirtió en un receptor de los circuitos comerciales establecidos en la zona andina, principalmente, mientras que la producción local del siglo XVII siguió los parámetros de toda la América virreinal. De este modo, Chile fue territorio de transferencia de imágenes elaboradas en la península o en los centros de producción artística americanos, o bien, de la producción de imágenes simples para el consumo de la piedad en conventos y hogares. (38)

El autor vincula entonces lo local con la expresión de imágenes populares, principalmente pequeñas esculturas de madera policromada realizadas en Chile por artesanos aislados, de cuya actividad y talleres no se tienen registros (solo se los tendrá para los artistas quiteños que migran a Chile en el XIX y fundan talleres)19. La “producción de santeros” es calificada por Juan Manuel Martínez de popular, de local, pero no de mestiza.

El historiador del arte Rolando Báez reflexiona, desde una mirada antropológica, en torno a la devoción de la Virgen María en América como reemplazo cristiano de la figura de una diosa femenina, y deduce esta presencia de lo indígena en algunas imágenes marianas de origen quiteño y cuzqueño del Museo de la Merced de Santiago de Chile (“Marianismo”). Tomando como guía conceptual el libro Madres y huachos, alegorías del mestizaje chileno, de la antropóloga Sonia Montecinos (1991), Báez identifica rasgos mestizos en las pinturas marianas, por ejemplo, el plato de frutas que acompaña a una determinada Virgen con el Niño, objeto que asocia a la abundancia y reproducción propia de la mujer (“Marianismo” 106). Báez incurre aquí, también, en la generalización de la visión de la Virgen como Pachamama, extrapolando el sentido específico de una imagen analizada por Gisbert a la totalidad de las Vírgenes americanas, a propósito de la Pietà:

Así, María acepta la muerte de su hijo y le da un sentido a su dolor. Si en el imaginario popular religioso andino, María es una representación de la Pachamama, la madre tierra, quién más indicada que ella para ofrendar su propia creación, pero no se habla de usos. (“Marianismo” 106)

La prisa por encontrar lo indígena en alguna expresión visual o devota se ve reflejada en la lectura omnipresente de toda representación mariana colonial andina como Pachamama, es decir, representada como refiriendo a la colina sagrada revestida como Virgen María, a partir de la lectura de Teresa Gisbert con relación a una imagen en particular: la Virgen de Pomata20. De este modo, se generaliza, irreflexivamente, y se evade una teoría visual mucho más económica: la forma triangular de los vestidos de las vírgenes proviene, la mayor parte de las veces, de estampas de vírgenes españolas o americanas que, a su vez, copiaban un modelo de vestido “triangular”, como es el caso de tantas imágenes ataviadas en la península ibérica y en América. Estos lienzos encarnaban así la “imagen de la imagen de una imagen”. Este juego de espejos sucesivos iba recreando visualmente una representación mariana, desde la escultura vestida hasta el lienzo, y derivó así en una representación geométrica del traje marial que dista mucho de aludir a una colina sagrada precolombina. Lo interesante aquí es ese traspaso, esos pequeños añadidos: los usos locales andinos de la representación de la escultura y sus vestidos, traspasados de la estampa y del lienzo, y cómo las sucesivas copias revelan cada una de esas variaciones.

En un texto posterior, Rolando Báez (“Sobre”) analiza la pintura cuzqueña relacionándola con el propio pintor mestizo o indígena en el área de producción de tales lienzos, sin vincularla de manera apresurada al mestizaje racial o cultural del Santiago de la Colonia. En uno de sus trabajos más recientes (Vírgenes), en la misma línea del estudio de la representación femenina en el arte virreinal andino, el especialista identifica “el sostenido proceso de mestizaje en la conformación de la identidad cultural de los habitantes de esta apartada región” y el modo en que las imágenes de la Virgen María sirven como

[...] símbolo móvil que recorre las clases y castas del complejo entramado social hispanoamericano. María borra la mancha mestiza de nuestro origen, le confiere un sentido a la existencia colectiva de los hispanoamericanos [.] (63)

Esta última lectura se acerca a aquella que propondremos más adelante: elaborar el mestizaje relacional de las imágenes andinas en el Chile virreinal, en un esfuerzo por comprender las asociaciones entre el consumo de tales imágenes y la sociedad que las acoge y utiliza.

En curatorías museográficas y ensayos teóricos locales, este esquema del mestizaje racial expresado en el arte se aplica irreflexiva y acríticamente a la realidad de la Capitanía General de Chile, y se lo repite sin analizar la relación de tal matriz híbrida expresada en las imágenes con el contexto en el que estas operan. Un caso paradigmático de este uso irreflexivo del término lo constituyó la exposición “Chile mestizo”, montada en 2009 en el Centro Cultural de La Moneda, y el texto del catálogo que la acompaña21. En esta importante muestra se agruparon por primera vez diversas imágenes religiosas coloniales provenientes de colecciones conventuales y privadas. El término mestizo se utilizó allí como una evidencia, sin hacerlo explícito en los objetos agrupados en dos grandes secciones -“devoción privada” y “devoción pública”-, distinción cuyos criterios demarcatorios (dicho sea de paso) tampoco resultaban transparentes22.

El texto que abre el catálogo de la exposición comienza considerando que “la localización geográfica del Reino de Chile fue determinante en la transferencia artística y cultural, ya que situó a nuestro país fuera del área de influencia directa de España y los virreinatos americanos […]”, y califica, más adelante, de “precaria” la “consolidación del poder español en este lejano territorio” (Cortés 24-25). Estas primeras afirmaciones son erróneas, si se considera la temprana implantación de la Real Audiencia en esta capitanía general (1565 en Concepción, disuelta en 1575, y refundada en 1609 en Santiago) y el pronto establecimiento de la primera escribanía en la capital (1558). Ambas instituciones forman parte de un entramado estatal que la Corona española implantó en Santiago y que contradice la presunta precariedad institucional de la que nos habla Gloria Cortés. Tales afirmaciones se insertan en la siguiente argumentación:

A partir del siglo XVI y hasta el fin del proceso emancipador, al actual territorio de Chile se ubicaba en el espacio administrativo y cultural del Virreinato del Perú. En este ámbito virreinal, la producción y los circuitos de obras de carácter religioso se hacen patentes, a pesar de la precaria consolidación del poder español en este lejano territorio. Debido a esta situación, Chile fue tributario de los centros de producción artística, como Quito, Lima, Cusco, Popayán, Potosí, entre otros. (Cortés 25)

Esta cita sugiere, al menos, los siguientes reparos: Chile fue tributario de los centros de producción andina porque se ubicaba “en el espacio administrativo y cultural” del Perú, y no a causa de su condición periférica ni de un poder estatal débil. La necesidad de imágenes religiosas convirtió a esta capitanía en un lugar receptor, y la razón de tal receptividad era la falta de productividad local, que no se debía a un poder español precario sino, más bien, a la pobreza de una región constantemente sometida a los estragos de la guerra y a los sacrificios económicos de los vecinos por costearla, y ello a pesar del real situado23. Por otra parte, la ciudad se empobrecía también a causa de los terremotos que la destruyeron (1647 y 1730), y por las numerosas pestes y plagas. Por lo tanto, la razón de esta dependencia de obras visuales de los centros productores no es de orden político-administrativo, sino económico: la precaria realidad material de la entonces Capitanía General de Chile.

Por otra parte, la autora no reflexiona directamente sobre el carácter de lo mestizo chileno de aquellas obras que presenta la muestra. En primer lugar, el término mestizo se usa para “aludir a nuestra configuración histórica. Un mestizaje de sangre, que deviene en mestizajes culturales (religión, lenguaje, formas estéticas y modos de vida)” (Cortés 24). Esta mención resulta evidente, pero carece de carácter explicativo porque se limita a relacionar, sin solución de continuidad, el mestizaje biológico en Chile con las pinturas y esculturas que se califican de mestizas. Es evidente que Chile fue prontamente un espacio de mestizaje biológico, como toda Latinoamérica, y que ello dio lugar a un mestizaje cultural local, pero -como lo hemos subrayado ya- las imágenes no eran hechas en este ambiente mestizo local, sino en otro. Por lo tanto, es preciso tematizar y estudiar la relación de receptividad de las imágenes en este otro ambiente, y no contentarse con darlo por supuesto.

En segundo lugar, se habla de que “el color, el paisaje, la incorporación de formas naturales propias de América, el cuerpo mestizo, entre otros, se convirtieron en estrategias de resistencia utilizadas por los artistas locales frente a la hegemonía europea” (Cortés 26), pero esos artistas no fueron “locales”, sino que sus obras provenían de lejanas regiones andinas.

Cuando se reflexiona en torno a la pintura San Francisco Javier con donantes indígenas (Cortés 26), conservada en el Museo de Curimón (San Felipe, Chile), y su carácter eminentemente mestizo, se olvida que se trata, nuevamente, de una pintura cuzqueña. Por lo tanto, no refleja un mestizaje local y, por otra parte, se desconoce desde cuándo esa pieza forma parte del museo. En efecto, el exconvento franciscano de Curimón pudo recibir esta pintura del ámbito jesuita tras la expulsión de la Compañía, en 1767, o como donación de un particular durante el siglo XX. Por lo tanto, esa pieza no refleja un pasado visual mestizo local, como quisiera afirmar la autora en el texto que sustenta el discurso de la exposición.

Por último, se menciona que en los altares domésticos era “posible visualizar la vida popular y rural, sus costumbres, creencias y entornos, y es donde aparecen con mayor claridad indios, mestizos y negros, ya que reprodujeron la realidad inmediata del mundo colonial” (Cortés 28). Se trata de una afirmación que alude al mundo mestizo sin, nuevamente, relacionarlo con la producción o el uso de las imágenes presentes en tales altares.

Otro ejemplo de este tipo de empleo laxo de la voz mestizo, esta vez en el ámbito de las prácticas religiosas ligadas a objetos devocionales, es el estudio de Fernando Aliaga “El Señor del Pelícano. Una expresión sincretista de simbología religiosa popular”. Este se centra en la escultura de un pelícano que servía de sarcófago al Cristo desclavado de la cruz cada Viernes Santo entre 1776 y 1906 en Quillota (localidad situada a 130 kilómetros al noroeste de Santiago). Constituye este un trabajo paradigmático de la tendencia a interpretar los objetos de devoción como elementos “sincréticos” de la cultura religiosa, sin entregar mayores justificaciones argumentativas al respecto. El autor vincula aquí el fervor por el pelícano con la “conservación de creencias mitológicas” por parte de los grupos indígenas del centro de Chile, para los cuales “dejaba de ser un símbolo y pasaba sencillamente a ser una divinidad”. Aliaga agrega:

El cristianismo popular, integrado por grupos mestizos, encontró en el símbolo del pelícano una expresión de gran contenido que interpretaba no solo sus sentimientos religiosos, sino su realidad de trabajador de la tierra, su pobreza y el contexto social en el cual estaba sumergido. (15)

El autor omite aquí que el pelícano es símbolo de Cristo en la iconografía cristiana. De acuerdo con una creencia medieval, este animal se rompe el pecho para dar de beber sangre a sus polluelos, lo que constituye una interpretación errónea del gesto de este animal que acerca su cabeza hacia el pecho para dar de comer a sus crías los peces que lleva en su pico. El pelícano se transformó en un símbolo de la muerte sacrificial de Cristo, así como del amor paternal, que no retrocede frente a ningún sacrificio. Libros antiguos como el Physiologus contaban que el pájaro mataba a sus polluelos cuando no le obedecían, pero podía devolverles la vida tres días después de bañarlos con su propia sangre. Este tipo de creencias habría sido también parangonado con la imagen de la resurrección de Cristo tres días después de morir (Cazanave 514-515). A todas luces, no es posible relacionar sin mayor evidencia al pelícano con aspectos sincréticos o populares; el simbolismo cristiano es la más obvia interpretación del pájaro que servía de ataúd del cuerpo de Cristo en el pueblo de Quillota.

Parte de esta generalización de lo mestizo, así como de lo popular, radica en que la iconografía y la función de los objetos religiosos continúa siendo un tema poco atendido por los estudiosos del Chile colonial, e igual cosa cabe afirmar del estudio comparado de las representaciones religiosas y las reliquias con la liturgia que las escenificaba y la arquitectura en la que estaban insertas. Las variantes de la devoción y los sucesivos cambios de la demanda cultual de ciertas advocaciones tampoco han sido estudiados sistemáticamente en relación con la actividad de las cofradías, de las órdenes religiosas y de las jerarquías eclesiales que promovían el culto de una determinada imagen.

Las imágenes de carácter religioso en el Chile colonial han sido abordadas, casi exclusivamente, desde el punto de vista de la historia del arte. Es decir, en primer lugar, se las ha visto como “obras de arte”: intentando detectar los talleres virreinales donde fueron producidas, los artistas que serían responsables de su factura y las influencias visuales que estos centros de producción (y estos artistas) habrían plasmado en estas obras. En segundo lugar, se ha intentado también distinguir sus orígenes y las peculiaridades propias de la subjetividad de cada creador, y se han realizado algunos análisis iconográficos que permiten comprender el origen de los modelos que subyacen a las tipologías representativas de escenas y personajes. En otras palabras, se trata de una consideración de las representaciones visuales de tipo devocional que privilegia sus propiedades intrínsecas por sobre sus características relacionales y funcionales.

Tampoco forman parte esencial de los estudios de historia del arte o de historia de la Iglesia en Chile el tratamiento de temáticas relacionadas con el fenómeno social, tales como los contextos de producción de las representaciones sagradas, sus usos específicos, los factores que determinan su circulación, su culto y el conjunto de creencias que lo sustentan (por una parte), y el papel que desempeñan las imágenes religiosas en las dinámicas sociales y étnicas (por otra). No existen tampoco análisis monográficos de la relación de la sociedad chilena con las imágenes religiosas (sean estas importadas o de factura local) ni el uso que se hace de ellas en las ceremonias públicas y en la vida privada. Se afirma, por ejemplo, que “la visión de pinturas y esculturas fue un fenómeno público” (Cruz de Amenábar, Arte y sociedad 61), sin interrogarse acerca de ese “público” y del modo en que sus demandas afectaron la propia producción: para quiénes eran visibles las representaciones sagradas, en qué ocasiones, con qué frecuencia, etc. La ausencia de tales preguntas ha impedido configurar claramente patrones sociales de visualidad y analizar los conjuntos de pinturas, por ejemplo, de acuerdo con tales patrones (es el caso de las series de pinturas de los conventos, solo accesibles al público restringido de los frailes o monjas). No se abordan tampoco dimensiones que podrían caracterizarse como institucionales, pues no se interroga por el papel específico que asumen la Iglesia, las órdenes, las cofradías y los particulares como mandantes y poseedores de obras ni el modo en que se configura la demanda de ciertas temáticas vinculadas con las advocaciones o con situaciones concretas (como terremotos o guerras).

En suma, algunas tendencias metodológicas y disciplinarias que han estudiado las imágenes en Chile tienden a invisibilizar los mencionados aspectos de la imaginería religiosa y de la práctica devota.

La posibilidad de un mestizaje relacional de cARA a las imágenes andinas veneradas en el Chile colonial: algunas sugerencias metodológicas

La historiografía del arte que aborda lo mestizo evita la real evaluación de los aspectos mestizos relacionales entre las imágenes y el contexto que las recibe. Nos parece entonces menester, como ya se ha dicho aquí, problematizar esta calificación cuando se analizan los objetos sacros y devotos que importaba masivamente esta capital colonial periférica. Es preciso hacer explícito qué es lo concretamente híbrido en estos objetos en relación con el territorio donde son recibidos y venerados.

En el caso del pelícano que antes revisábamos, a la luz de la carga simbólica que adquiere este animal para el cristianismo, no es claro que sea el “alma aborigen” la que surja en la representación del animal como féretro de Cristo en la ceremonia de la Pasión quillotana. La posible vinculación del pájaro con creencias ancestrales tendría que ser probada, porque la lectura más evidente de la ceremonia quillotana es la provista por la simbología cristiana. En efecto, parte del interés de la realidad visual y devota en América Latina radica en el hecho de la transposición de modelos europeos al otro lado del mundo, y no siempre lo sincrético radica en la trasposición de estos modelos; puede entenderse como una transposición simbólica literal y no como un sincretismo.

Por otra parte, la pregunta evidente que surge a partir de la anterior cita de Aliaga es: ¿por qué una escultura suntuosa, de tamaño importante y de alas blancas cubiertas de espejos, habría de identificarse con la “pobreza del trabajador”? ¿No se trataría, más bien, de una figura ricamente ataviada que demostraba una importante inversión de recursos en este objeto dedicado a albergar y exhibir el cuerpo sufriente de Cristo? En primer lugar, la escultura cubierta de espejos es más bien lujosa y, en segundo lugar, se desconoce quién donó esta estructura del pelícano a la iglesia de este pueblo. También es prematuro identificar la condición de mestizo con la condición de pobreza, porque, por ejemplo, los caciques encomenderos y sus hijas dieron origen a un linaje mestizo hispano-indígena que formó parte de las élites coloniales americanas. Pudo ser la iniciativa de un indio o de un mestizo, y ello haría de la imagen una representación mestiza, desde otro punto de vista, no vinculado ya a su forma ni a su iconografía, sino a la dinámica de su donación por un indio de un objeto cultual que retoma una antigua simbología cristiana.

Con mestizaje parece que la historiografía buscase también lo exótico: aquello que desentona dentro de una imagen u objeto que parece, en principio, europeo. Por ejemplo, los motivos autóctonos que es posible ver interpolados en iconografías flamencas25. Pero este pensamiento unilateral impide considerar otros fenómenos; por ejemplo, cuánto hay de mestizo en la platería mapuche, un arte que los aguerridos indios del sur del Maule van a dominar solo a partir del siglo XVIII y que adquieren de un saber español. Lo mismo sucede con las maderas nativas de Chiloé que sirven (ya a fines del siglo XVII) para construir caxuelas, y con las joyas de tumbago.

Se trata, entonces, de repensar las generalizaciones y señalar con más exactitud en qué casos cabe hablar de lo mestizo. Así, se puede dejar en evidencia el carácter híbrido de los objetos en su materialidad, en sus usos o en el proceso de su fabricación o restauración. O, también, evidenciar el carácter mixto de las sensibilidades, las ideologías o creencias que posibilitaron la creación, la fabricación, la compra o el uso de un objeto, cualquiera que este sea. Proponemos que la recepción y la reutilización de estos objetos se piense en relación con el contexto de acogida, y es en ese sentido que podríamos hablar de un mestizaje relacional. A título de ejemplo, expondremos dos posibles vías de acceso a esta perspectiva de carácter relacional.

Para fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, la variedad de objetos que se expenden en los comercios de Santiago se acrecienta, incluyendo la venta de libros, rosarios y medallas, entre otros objetos, como especias, telas e instrumentos musicales. Citamos dos listados paradigmáticos de esta tendencia, para 1791 y 1802, respectivamente:

42 novenas de varios santos; 10 docenas de libritos de oro, 26 docenas de rosarios, 8 y 1/2 dedales de sastre [...] 4 lienzos pequeños con marcos dorados de diferentes advocaciones, otros 4 sin marcos, 12 estampas de papel, 1 san juan de bulto de 1/2 vara de alto, pimienta de choapa, pimienta de castilla. (ANH, es, vol. 939, f. 57, “Inventario de los bienes de Blas Soloaga”, 1791)

18 estampas de 1/2 pliego, 91/4 varas de galón limeño, 3 pares de zapatos de lima de mujer, 4 libritos de explicación de la doctrina: 2 de ellos con el título “Centells de amor”, 31/4 varas de raso liso, 171 medallas de metal, cantidades de botones y cintas [.] azúcar, pimienta, papel, algodón, 10 flautas traversas con sus anillos de plata. (ANH, RNS, vol. 6, f. 398 v., “Inventario de los bienes de José María Gavilán”, 1802)

Estos testamentos hablan de comercios donde lo devoto se vendía junto a lo profano; donde la vestimenta proviene del Perú y la pimienta, de Choapa (Chile) o de Castilla; y los instrumentos musicales con anillos de plata acompañan medallas y estampas. Otro documento contemporáneo, una carta de dote, menciona “1 rosario de cuello con cuentas de oro y su medalla a tumbagos” (ANH, ES, vol. 947, f. 289 v., 1799). La tumbaga o tumbago era un material ya usado en la Colombia precolombina. En su primera aparición en diccionarios españoles es definido como “metal, especie de cobre mui fino que viene de la China” (Diccionario de autoridades, sv). Se trataba, en realidad, de una aleación de oro, cobre y plata usada para fabricar, entre otras cosas, poporos o contenedores de cal de uso ceremonial. La aparición de este metal en los inventarios de Santiago es rara y, por lo mismo, podría hablar de una circulación de objetos que no tendría un origen de tipo comercial, sino personal; es decir, es probable que alguien transportara este objeto desde la Nueva Granada y llegara a manos de su dueña. Lo interesante es que el uso de esta aleación precolombina para la fabricación de un rosario denota una configuración inmediatamente mixta en un objeto de uso devoto, cotidiano y privado.

Un segundo caso de posible análisis de mestizaje relacional puede rastrearse en el culto a la Virgen de Copacabana y la presencia de sus imágenes en el Santiago virreinal. El comercio y la adquisición de objetos respondían también a devociones importadas, cuyas recepciones en Chile se reflejan en el contraste entre testamentos, registros de cofradías y otras fuentes.

El pueblo de Copacabana -en Chucuito, Alto Perú- estaba dedicado originalmente a una divinidad femenina incaica. El relato del milagro de la transformación de la Virgen esculpida por un indígena asumió exitosamente el culto a la deidad india26. El carácter de reliquia de la imagen promovido por los cristianos (puesto que toda imagen que es intervenida, encontrada o transformada por milagro se vuelve reliquia en la tradición cristiana, desde un punto de vista cultual) y la deidad inca que la precedía y su cercanía con el Titicaca estrecharon el vínculo devoto entre los indígenas y la Virgen (Estenssoro, Del paganismo; Valenzuela, “… que las ymagenes”).

En el Cuzco y Lima, a fines de la década de los ochenta del siglo XVI, se crearon cofradías indígenas dedicadas a la Copacabana, motivadas por la fama milagrosa de la imagen original y cobijadas por los agustinos, la orden que se encargó del culto a un costado del lago. En Lima, la popularidad de su culto hizo que la cofradía acogiera a hermanos de diversos orígenes sociales y étnicos (Ramos 163-165, 170; Valenzuela, “Devociones” 231-232). Por otra parte, si bien los agustinos descalzos fueron los principales promotores de esta advocación, otras órdenes religiosas se apropiaron de este culto transversalmente en otros lugares de América27. En Santiago, los agustinos regían la devoción de la Candelaria, pero no la de la Copacabana, que funcionaba en la iglesia franciscana. La advocación estaba también asociada a los “indios y naturales” desde antes de 1608 y muchos de los cofrades eran indios inmigrantes (Valenzuela, “Devociones” 233). Esta modalidad de recepción del culto de Copacabana por una orden distinta a la que regía el templo original, así como la composición heterogénea de los cofrades testifica, de suyo, en favor del carácter relacional que hemos propuesto. Cada Jueves Santo, los hermanos desfilaban en la procesión que Alonso de Ovalle calificó como “la más numerosa de disciplinantes, de todas las demás” (Ovalle 290), lo que atestigua la popularidad de la cofradía para mediados del siglo XVII.

La celebración principal de la cofradía de Copacabana era la Candelaria, el día de la Purificación de la Virgen en el Templo, cuarenta días después del nacimiento de Cristo28. Para feliz coincidencia con la cofradía de Copacabana, la fiesta de la Purificación era, además, una fiesta oficial del Cabildo de Santiago desde 1595, cuando se dispuso que “se dé velas a todas las [autoridades de la ciudad], y se compre a costa de los propios y rentas de la ciudad, y el portero del Cabildo las reparta” (ACS, 27 de enero de 1595). Para 1681 (ANH, ARA, vol. 484, pieza 3) esta costumbre seguía intacta, y lo mismo en 1767 (ACS, 10 de abril de 1767).

La cofradía de Copacabana estaba alojada en la capilla franciscana de Santa Clara. No sobreviven inventarios que puedan dar luz sobre los objetos que poseía, y para 1752, el inventario de la sacristía de la iglesia nombra lacónicamente “una Corona de plata de Nuestra Señora de Copacabana y otra del Niño de lo mesmo” (Ramírez 197). El lugar, como ocurría con las capillas de cofradías, servía como entierro para los cofrades. Dos casos de mujeres sacan a la luz el entierro en la capilla de Copacabana: los testamentos de Nicolasa Bueso y de María de Campusano, de 1691 y 1695 respectivamente, así como otros dos muy posteriores, de 1762 y 1763, de María de Aguilera y Juana Bosa Garcés (ANH, ES, vol. 355, f. 229; vol. 378, ff. 97-98; vol. 743, f. 366; vol. 744, f. 188 v.). Se trata de mujeres españolas o mestizas, lo que coincide con la participación cada vez menor de indios entre sus cofrades desde fines del XVII, tendencia que se habría acentuado desde 1681 (Valenzuela, “Devociones” 234). La cofradía habría ido transformándose de una de indios a una de mestizos, que seguían sintiendo cercanía con la devoción mariana cuyo trasfondo era la deidad incaica.

La importancia de la Copacabana en Chile y la circulación de objetos que esta suponía se muestra también en la existencia de imágenes de plata de esta advocación en los inventarios de Santiago durante fines del siglo XVII y comienzos del siglo XVIII. Estas pequeñas esculturas eran expuestas en cajas y, al menos en un caso, se sabe con certeza que medían una tercia de alto29. Se trataba de objetos de uso devocional doméstico y no corporal, si bien se las testa entre las joyas por la materialidad preciosa que las compone. Imágenes preciosas para lucir y venerar en la intimidad de la habitación y en el interior de una caja reproducen el modelo de las cajas o tabernáculos que acogían imágenes de dimensiones más importantes: “2 imágenes pequeñas de papacana (sic) en sus cajitas de plata”30 y “una imagen de Copacabana con su caja de plata”31.

Por su factura en plata y su iconografía, puede suponerse el origen potosino de estos objetos, lo cual atestiguaría la importancia de su circulación y del peregrinaje a orillas del Titicaca. La relativa cercanía geográfica del centro devoto al yacimiento de Potosí propició una relación muy estrecha entre el templo mariano y la ciudad minera desde los orígenes de la devoción. Desde allí pudieron ser transportadas las estatuillas -ya fuera por comerciantes o por los propios devotos- hasta Santiago, y promover y reforzar su culto en la capital chilena.

A partir de estas reflexiones y acercamientos a lo que podría ser un mestizaje relacional, se hace posible repensar la contextualización y la narrativa de los objetos, que consiste en situarlos en toda su complejidad: en su materia, su fabricación, sus formas e iconografías, su circulación, sus acumulaciones, sus recepciones, sus usos y los lugares que ocupan. Pensar las dinámicas de la imagen mestiza en Chile colonial requiere hacerlo en términos de cultura material y de antropología de la imagen, más que de historia del arte o de la Iglesia en sentido estrecho. Sin pretensiones de exhaustividad, se ha expuesto aquí, en forma programática, cómo se podría proceder para realizar un empleo más prudente del polémico término mestizo, a efectos de lograr una mejor comprensión de las imágenes de piedad existentes en el Chile colonial, que provenían, en su gran mayoría, del mundo andino.

Otras imágenes -aún escasamente estudiadas- sí habrían sido producidas en Chile durante el periodo virreinal, y dicha producción se habría prolongado hasta la República: esculturas en pequeño formato y pinturas más rústicas en su materialidad, su ejecución y su técnica. Tales representaciones de santos y cristos no han sido consideradas por la historiografía del arte en Chile, que las ha desdeñado en favor del preciosismo o la grandiosidad de las producciones de los centros exportadores de los Andes. La tarea del estudio de estas piezas, que sí corresponderían a un quehacer artístico mestizo local chileno, ha sido emprendida recientemente por un equipo de investigadores liderados por Marisol Richter y conformado por Fernando Guzmán, Patricia Herrera, Juan Manuel Martínez y la autora del presente escrito32.

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1 Para una tematización de estas y otras dimensiones de mestizaje y de las identidades raciales no abordadas en el presente estudio, véase, en etnohistoria, especialmente, Araya y Valenzuela; Farberman y Ratto; Wade. Para una perspectiva orientada al estudio de la identidad racial en las representaciones visuales, véase Katzew, Majluf y Patton.

2 El corregidor Fernando de Mendoza Mate de Luna remite los nombramientos de los maestros mayores de todos los oficios mecánicos y artes liberales en virtud del derecho de media anata.

3 Un ejemplo es el del fraile agustino de origen limeño Pedro de Figueroa quien, cuando vivió en Santiago (entre 1604 y 1620), habría esculpido una serie de figuras de la vida de Cristo, entre otras, el Cristo de la Agonía conservado hasta hoy en el templo agustino de Santiago y con fama de milagroso desde el terremoto de 1647 (Olivares 296).

4 No nos hacemos cargo aquí de los objetos de colecciones privadas, como las colecciones Joaquín Gandarillas Infante, conservada por la Pontificia Universidad Católica de Chile, y María Loreto Marín Estévez, resguardada por la Universidad de los Andes, ambas en Santiago. Esto debido a que no nos consta que ellas resguarden obras que llegaran a Chile en tiempos contemporáneos a su fabricación.

5 En efecto, hacia comienzos del siglo xviii se encuentran también en el circuito doméstico varios lienzos que relatan la vida de un santo, lo que supone una serie: “18 lienzos de la vida de n sra, pintura del cuzco, nuevos, mismo tamaño anteriores (2 varas de largo por 1.1/3 de ancho)” (“Inventario de bienes de Francisco Terán”, 1701, ANH, ES, vol. 431, f. 31 v.).

6 Agradezco al profesor Hugo Contreras las valiosas referencias documentales de contratos de algunos doradores, pintores y escultores del siglo xvii que reflejan la naturaleza esporádica y dispar de esta actividad artesanal en Santiago.

7 La tradición de la historia del arte en Chile en el periodo colonial evita afirmar de modo categórico la dependencia casi exclusiva de Santiago con respecto a los centros productores de imágenes de los Andes: Cuzco, Alto Perú, Lima y Quito. Eugenio Pereira solo lo afirma de modo algo eufemístico cuando admite: “En Chile, el estímulo que golpeara la imaginación y moviera la mano de los primeros pintores y escultores vino por la vía directa o indirecta de las escuelas del Virreinato y del Alto Perú, de Lima y Cuzco, Chuquisaca y Potosí” (28). Esta línea interpretativa hace parecer las obras extranjeras como “inspiradoras” de los artesanos locales para la producción de nuevas obras y no admite que, lisa y llanamente, los objetos importados fueran preponderantes en Chile, con independencia de la producción en el ámbito jesuita. Es esta perspectiva la que adoptan también Cruz de Amenábar y Viñuales cuando argumentan que, “a partir de 1650, el desarrollo de la pintura en Chile se vinculó más estrechamente a la producción de los grandes centros artísticos como Cuzco, Quito, Lima y Potosí” (179). Esta afirmación resulta coherente con la línea de trabajo del libro Arte y sociedad en Chile, 1550-1650, en el que Cruz de Amenábar emprende una reflexión acerca de las piezas coloniales que encuentra en Chile, eludiendo la problemática de pensar el “arte en Chile” a partir de obras de factura extranjera instauradas en un nuevo ambiente. A nuestro entender, sería preciso argumentar que la importación masiva de este tipo de objetos no fue, en realidad, un “estímulo” a la imaginación de artistas locales en ciernes, sino que constituyó, derechamente, el origen directo de los objetos del consumo local. En otro lugar, Pereira admite que, en lo que a pintura se refiere, “las escuelas que surtieron las necesidades ornamentales del país fueron las de Lima y Cuzco” (22).

8 Cabe destacar que esta informalidad en los intercambios de piezas devotas impide un seguimiento archivístico concreto de las obras que se recibían en Santiago desde estos centros productores durante el periodo colonial.

9 Kennedy describe también rutas alternativas desde la Sierra, de Quito a Lima, que permiten precisar aún más el origen foráneo de buena parte de la imaginería religiosa que poblaría el Chile colonial y animaría sus prácticas devotas: “Quito-Cuenca-Loja-Piura-Lima o desde el puerto de Guayaquil por vía marítima hasta Lima, en ambos casos podían continuar hasta la costa chilena. Es difícil saber qué y cuánto se quedaba en Lima y qué y en qué cantidad se redistribuía hacia Chile. La documentación señala únicamente el destino a Piura o Lima” (“Circuitos” 93). Dicha mención documental podría explicarse por la importancia comercial y administrativa de tales destinos.

10 En noviembre de 1800, por ejemplo, el navío El Valdiviano trajo para Lefebre (sic) “seis rostros de santos” (ANH, acs, ma, 1S, vol. 1560).

11 Esta tesis evoca aquella de Jean Seznec con respecto a la comprensión medieval del mundo antiguo (Seznec, La survivance). Este autor revela que las divinidades paganas se mantuvieron vivas en la cultura y el arte del Medioevo, aun cuando sus formas clásicas fueron disociadas de su contenido y, recíprocamente, los temas o personajes clásicos, privados de su aspecto antiguo. Seznec concluye que durante el Renacimiento opera la reintegración de un tema antiguo en una forma antigua, definición próxima a la que formulará más tarde Panofsky, según la cual el Renacimiento puso término a la práctica medieval de restringir la forma clásica a temas no clásicos e, inversamente, de revestir temas clásicos de formas no clásicas (Panofsky 152).

12 En la versión corregida y aumentada de Historia de la pintura cuzqueña, a propósito de la pintura mural del siglo xviii, los estudiosos destacan también “los temas impuestos por el barroco mestizo” en el conjunto mural de la iglesia de Ocongate (241-242). En cuanto a las “temáticas de la decoración mestiza”, las dividieron en: a) flora y fauna tropical americana: papayas, piñas, papagayos, etc.; b) motivos de ascendencia renacentista: sirenas, mascarones, etc.; c) motivos precolombinos: máscaras, pumas, etc., y d) motivos cristianos e hispánicos: águila bicéfala, pájaros picando las uvas, etc. (Holguín 290).

13 “A mediados del siglo xviii se origina un tipo de pintura que, liberada del fuerte individualismo occidental, crea una estética peculiar, semejante a la que se dio en arquitectura en el llamado ‘estilo mestizo', en cuanto a la incidencia de motivos precolombinos en la temática. Los abundantes retratos de caciques, las múltiples representaciones de ‘Santiago Mata indios', el tocado de pluma en algunas Vírgenes, etc., hablan claro de la influencia precolombina inserta en los motivos cristianos y occidentales” (De Mesa y Gisbert, Historia 272-273). Esta reflexión hace directa referencia —a pie de página— al estudio de los elementos indígenas en la pintura virreinal de Teresa Gisbert (Iconografía). Se trata este de un trabajo descriptivo de gran aliento, que recorre diversas manifestaciones visuales presentes en La Paz, el Cuzco y pueblos andinos del área comprendida entre esas ciudades, durante un periodo que se extiende desde la Colonia hasta fines del siglo XIX. Gisbert identifica y analiza, por ejemplo, la huaca del cerro minero de Potosí metamorfoseada en Virgen de Copacabana, más conocida como “Pachamama”; la aparición de motivos como delfines y sirenas en la pintura mural de capillas, así como de dioses del panteón pagano (Hércules y Apolo); y los diversos modos en que surge el imaginario indígena en las producciones visuales religiosas andinas. En El paraíso de los pájaros parlantes, Gisbert abandona el término mestizo y aborda la expresión de la cosmovisión indígena en las representaciones visuales, culturales, sociales y devotas del mundo andino virreinal.

14 Numerosos son los estudios que proceden mediante este uso “operacional” de mestizo, entendido como mezcla, sin entrar en explicaciones teóricas al respecto, sino tomando el concepto de manera tácita. Por ejemplo: Bailey, Stols y Bleys y Tomoeda y Millones.

15 El término sincretismo ha sido utilizado muchas veces como sinónimo de mestizo, en un sentido sobre todo relacionado con lo religioso. Con respecto a este último uso, véanse Bravo; Ciattini y Salazar; Marzal; Núñez de Salas; Urbano. Juan Carlos Estenssoro aborda la religiosidad en el mundo andino desde una perspectiva que prescinde de términos como sincretismo o mestizaje cultural y estudia, entre otras temáticas, el intento indígena por innovar en las prácticas religiosas y la interpretación de tales prácticas por parte de la Iglesia como demoníacas (“El simio”); también documenta la permeabilidad del catolicismo hispanoamericano respecto a los cambios doctrinales o pastorales emitidos desde Roma (Del paganismo). Véase también Dehouve. Estas últimas perspectivas cambian el eje de la discusión desde la hibridación religiosa hacia el análisis de las estrategias de las diversas prácticas religiosas, y exponen las negociaciones, los avances y los retrocesos en la ejecución de algunas de ellas, es decir, un panorama que complejiza la simple idea de mezcla.

16 Estos argumentos se acercan a aquellos esbozados en la década de los sesenta a propósito de la arquitectura americana. En efecto, Paolo Gasparini consideró que la arquitectura vernácula sería una repetición de principios estructurales europeos aplicados pasivamente, y los componentes autóctonos solo aparecerían en los ornamentos arquitectónicos. Lo mestizo no sería un estilo, sino una reelaboración popular de temas importados, y —coincidiendo con Kubler— se trataría de la intrusión de diseños provinciales presente en cualquier parte del mundo. Antonio Bonet Correa, por su parte, consideraba que gran parte de lo que se pensaba como “arte americano” no era más que una aplicación de un temario europeo (Macera 102).

17 Véase también Dean y Leibsohn. Este análisis historiográfico y conceptual del término híbrido propone considerar muchos tipos de hibridación y no solo el binomio indio-europeo, lo que había sido ya destacado por Mujica.

18 En este sentido, sería deseable un estudio comparativo que revelara las particularidades “chilenas” de tal devoción a la infancia sagrada y sus connotaciones de pureza, candidez y ternura, puesto que “lo campesino” podría ser un rasgo iberoamericano o incluso europeo. Y, por otra parte, los fanales constituyen también una devoción urbana.

19 Los gremios de otras especialidades artesanales —sastres, carpinteros, zapateros, plateros— existieron en el Santiago colonial, no así aquellos vinculados a la pintura y la escultura. Sin embargo, hay registros de carpinteros y talladores —principalmente dedicados a armar retablos y estructuras para figuras vestidas (¿y quizás pequeñas figuras de madera, después policromadas?)— y de doradores, dedicados a dorar retablos y marcos y “restaurar” los dorados gastados.

20 Véase Gisbert, Iconografía y De Mesa y Gisbert, La pintura. A nuestro parecer, este último libro extrema la interpretación de la temática mariana de las “vírgenes cerro”. La autoridad de estos historiadores ha hecho de esta lectura la única privilegiada al analizar estas imágenes de vírgenes vestidas en un altar.

21 Otro caso del uso irreflexivo del término en el ámbito museográfico lo constituyó el reciente coloquio organizado por el Museo Histórico Nacional (Santiago, 17 y 18 de noviembre de 2015), titulado “Musealidades mestizas: pensar el museo desde América Latina”, en el que la temática de lo mestizo en la recepción, creación o uso de las obras visuales (o en otras áreas, como la escritura de crónicas, la política o las prácticas domésticas, etc.) en Chile virreinal no formaba parte del programa de ponencias y discusiones. El presente estudio surgió de un esbozo presentado en esa misma instancia.

22 En la sección de “piedad privada” figuraba un Señor de la Paciencia tallado y policromado, de tamaño casi natural, realizado en Charcas durante el siglo XVIII y procedente de la iglesia de Santa Rosa de Los Andes. Se trataba de una imagen de culto público que pudo incluso ser sacada de la iglesia en procesión durante el Viernes Santo. ¿En qué sentido se trataría de una imagen que demuestra una piedad privada?

23 En 1599, Felipe III instituyó el real situado, una suma de dinero que debía enviarse anualmente desde Lima a Chile para financiar la guerra de Arauco. La irregularidad de los montos y la impuntualidad de las entregas obligaron a los vecinos de Santiago a financiar dicha costosa guerra.

24 Agradezco a Carolina Tapia la referencia a dos poemas dedicados al pelícano y su simbología de la Pasión, publicados en la Lira Popular (1866-1913): “Versos a lo divino del Pelícano en Quillota” y “A lo adivino. El pelícano de la Pasión”, de Daniel Meneses (Colección Alamiro de Ávila, pliegos 47 y 68, respectivamente).

25 El propio Gruzinski pone en guardia con respecto a las tentaciones de “purismo” o de prejuicios indigenistas que niegan todo mestizaje en las actuales comunidades autóctonas: “A fuerza de otorgar una preeminencia a la adaptación del grupo a su medio natural, hemos terminado por olvidar las interacciones entre los pueblos y, en particular, las repercusiones de la presencia europea” (35).

26 Según el relato del religioso agustino Alonso Ramos Gavilán, el indio Urinsaya, originario de la península de Copacabana del lago Titicaca, habría esculpido una figura de la Virgen para ganar el derecho de los suyos a formar una cofradía. El franciscano Francisco Navarrete habría ayudado a Yupanqui a entrar a la ciudad con la imagen en andas en febrero de 1583, el día de la Purificación de la Virgen, también llamado fiesta de la Candelaria por el tradicional uso de las velas. Desde allí surgió la devoción que los agustinos protegieron y promovieron (Ramos Gavilán).

27 En Córdoba, por ejemplo, fueron las carmelitas quienes erigieron una iglesia que acogió esta advocación en el siglo xvii, en tierras donadas por un encomendero para favorecer expresamente la realización de misa en un pueblo de indios. San Antonio de Humahuaca, otra localidad del norte argentino, fue fundado en 1594 una vez lograda la paz entre españoles e indios omaguacas y, simbólicamente, la imagen central de la iglesia de San Antonio es Nuestra Señora de Copacabana, venerada al menos desde 1640 (Schenone 360-363).

28 Según la costumbre hebrea, una mujer podía entrar a un templo no antes de los cuarenta días después de parir, cuando ya no estaba sangrando. En esa ocasión, la madre era “purificada”.

29 “Una imagen de copacabana de una tercia de plata”, “Inventario de Pedro de Amassa, casado con Catalina Lisperguer i Andia”, 1691 (ANH, ES, vol. 355, f. 287v).

30 “Inventario de Teresa de Contreras”, 1696 (ANH, ES, vol. 400, f. 146).

31 “Dote de Josefa Arbieto Figueroa”, 1704 (ANH, ES, vol. 417, f. 271).

32 Proyecto “Imaginería devota popular, la herencia colonial en el Chile republicano: esculturas en madera policromadas producidas en la zona central de Chile, siglos XVIII-XIX”.

Recibido: 24 de Julio de 2016; Aprobado: 30 de Septiembre de 2016

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