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Fronteras de la Historia

Print version ISSN 2027-4688

Front. hist. vol.22 no.1 Bogotá Jan./June 2017

 

Artículos

Problemáticas parroquiales y escasez de ayudantes de cura en el arzobispado de México a fines del siglo XVIII

Parish Issues and Shortage of Priest Assistants in Archiepiscopate of Mexico in the Late 18th Century

RODOLFO AGUIRRE SALVADOR1 

1Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación Universidad Nacional Autónoma de México, México, México aguirre_rodolfo@hotmail.com


RESUMEN

El presente trabajo estudia la problemática para dotar de ayudantes de cura a las parroquias. Estos clérigos adquirieron cada vez más importancia en el siglo XVIII debido a la conservación de grandes curatos y al crecimiento poblacional. Los curas tenían más dificultades para atender las necesidades sacramentales de sus fieles, por lo cual tendieron a buscar ayudantes. Aunque la Corona insistió en que el arzobispo debía nombrar a todos los ayudantes necesarios, la falta de recursos económicos para pagar su salario impidió, en buena medida, cumplir con la orden del rey. ¿De qué manera resolvió el arzobispo de México, Alonso Núñez de Haro, esa problemática en la diócesis más poblada de Nueva España?

Palabras clave: administración espiritual; arzobispado de México; Nueva España; parroquias; tenientes de cura

ABSTRACT

This paper explores the issues of providing priest assistants to parishes. These clergy gained more relevance during the XVIIIth century due to the conservation of large parishes and population growth. The priests had more difficulties to meet the sacramental needs of the faithful, so they tended to seek helpers. Although the Crown insisted that the archbishop was to appoint all necessary assistants, the lack of financial resources to pay their wages largely prevented to comply with the order of the king. How did the archbishop of Mexico, Alonso Nunez de Haro, solve this problem in the most populous diocese of New Spain?

Keywords: spiritual administration; Archbishopric of Mexico; New Spain; parishes; priest assistants

Los obispos de Hispanoamérica colonial de la segunda mitad del siglo XVIII gobernaron sus diócesis de un modo un tanto diferente con respecto a sus antecesores1. Como es sabido, el regalismo acentuado de Carlos III se dejó sentir en muchos aspectos de la Iglesia indiana. Los mitrados debían ser los primeros en llevar a cabo los deseos reales en materias eclesiásticas y fueron, generalmente, leales a la causa borbónica. En Nueva España, Lorenzana y Fabián y Fuero se consideran los ejemplos más visibles de obispos borbónicos (Brading, Orbe 530-552). El primero ha sido visto como el arquetipo del prelado eficiente en ejecutar los mandatos reales. Con todo, la realidad novohispana limitó en la práctica los alcances reformistas de Lorenzana (Aguirre, “El IV Concilio” 122-146). Menos atención ha recibido su sucesor en el arzobispado de México, Alonso Núñez de Haro y Peralta, a pesar de que su gobierno duró casi tres décadas, de 1772 a 1800, uno de los más largos (Brading, Orbe; Rubial et al.; Zahino). A Núñez de Haro le correspondió gobernar en un periodo de transición entre el reformismo acentuado de Carlos III y el inicio de la decadencia monárquica bajo Carlos IV.

Las condiciones en que Núñez de Haro recibió la mitra en 1772 no fueron las mejores, pues aún se estaban secularizando doctrinas de frailes; igualmente, había desconcierto y descontento por la expulsión de los jesuitas. Pocos colegios exjesuitas habían reabierto y las autoridades tenían problemas para sustituir las cátedras cerradas. En la Universidad de México ya se había ordenado la censura a los autores jesuitas y la afluencia de estudiantes para graduarse disminuyó sustancialmente, si bien se había iniciado una lenta recuperación (Aguirre, “Algunos efectos”). En este sentido, a Núñez de Haro le correspondió fortalecer al recién abierto colegio de San Ildefonso, el cual estaría ahora bajo el mandato del clero secular (González 124), así como convertir al antiguo colegio jesuita de Tepo- zotlán en otro destinado a la corrección espiritual del clero secular (Núñez XIII). Otro aspecto que la historiografía ha destacado de este prelado es la reforma de las cofradías que emprendió (Carbajal; García 262-271; Gruzinski). Es posible que la afectación a estas asociaciones de fieles haya rebajado sus aportaciones a la renta parroquial, con lo cual también disminuyeron los recursos para que los curas pagaran más ayudantes, pero aún falta investigación al respecto.

No obstante, hay otros aspectos importantes del gobierno de Núñez de Haro que se conocen menos. Uno de ellos es el de cómo abordó la reorganización de las parroquias después de la secularización de doctrinas iniciada en 1749, temática que aún carece de investigaciones de fondo. La parroquia no solo era la forma de organización eclesiástica básica para la población, sino también un espacio de convivencia cotidiana en donde se forjaron, desde el siglo XVI, rutinas de cohesión social e identidad para las comunidades rurales y urbanas. Los cultos, las devociones colectivas de santos y vírgenes, el papel aglutinante de las cofradías y las fiestas religiosas formaban parte ineludible en la vida de los fieles. Los primeros responsables de la continuidad parroquial eran los curas y sus vicarios o tenientes, quienes, junto con los funcionarios reales locales y los cabildos indígenas, eran los encargados de la estabilidad social y política de los pueblos. Núñez de Haro comenzó gradualmente a conocer e involucrarse en ese complejo ámbito del arzobispado.

Desde los inicios de su mandato, Núñez de Haro fue diligente con las directrices monárquicas para los curatos, como la carta pastoral del 26 de febrero de 1774 sobre la extinción de los jesuitas, enviada a todos los párrocos. En ella, el arzobispo respaldaba el poder absoluto del rey por concesión divina y declaraba que la religión debía ser respetuosa del orden monárquico y un cimiento de este. De ahí que la Iglesia debía apoyar la extinción de los jesuitas para colaborar con la paz, por lo cual ordenaba: “[...] que ninguna persona eclesiástica, secular o regular de cualquier grado, dignidad, condición, calidad que sea, se atreva a hablar ni escribir a favor ni en contra de la referida extinción ni de sus causas y motivos [...]” (AGI, M 2624, s. f.). Poco después, esas preocupaciones de la metrópoli reflejadas en sus primeras cartas pastorales abrieron paso también a las problemáticas concretas de las parroquias, sobre todo a raíz de que el arzobispo comenzó a visitar los partidos y advirtió las dificultades para mejorar su vida espiritual.

El secretario de Cámara y Gobierno de Núñez de Haro, el doctor Manuel de Flores, expresó que la mejor prueba del celo pastoral del arzobispo eran las dieciséis visitas que realizó a los curatos, donde no hubo algo que se le escapase de remediar, “[...] dictando las providencias más adecuadas, eficaces y sabias para atajar los abusos y desórdenes que iba notando y para el mejor servicio de ambas majestades” (Núñez XIV)2. Más allá del carácter apologético de esa semblanza, es claro que Núñez trató de estar cerca de las parroquias, sus ministros y su feligresía. Aunque en este texto no nos ocuparemos del estudio de las visitas, es importante destacarlas por su papel en los proyectos de gobierno de Núñez de Haro; sin duda, merecen un análisis por sí mismas.

En lo que sí está centrado este trabajo es en estudiar la problemática a la que se enfrentó el arzobispo para dotar de ministros auxiliares suficientes (vicarios, tenientes y ayudantes de cura) a las parroquias. Este sector de la clerecía novohispana ha sido poco estudiado en la historiografía (Aguirre, “En busca”; Brading, Una Iglesia 132-135). Al no ser titulares de los curatos, su trabajo itinerante y temporal provocaba su paso de unos a otros partidos con cierta frecuencia (Taylor, Ministros I: 168-170). Sin embargo, ese opaco sector del clero parroquial fue adquiriendo cada vez más importancia en el transcurso del siglo XVIII, debido a dos factores. El primero, que se siguieron conservando en Nueva España los curatos grandes, a pesar de las presiones de la Corona para dividirlos. Ante la inercia dominante para no hacerlo, la monarquía insistió entonces en obligar a los curas a contratar más tenientes y vicarios a partir de una cédula de 1764. Y el segundo, que con el crecimiento poblacional del siglo XVIII los curas se vieron en más aprietos para satisfacer un mínimo de atención espiritual y sacramental a sus abultadas feligresías. Para los parámetros canónicos de la época, no era un secreto que el “estado espiritual” de los pueblos de fines de la Colonia seguía siendo un ideal no alcanzado por la Iglesia, como apuntaba el virrey Revillagigedo: “[...] no habían producido el efecto que debía esperarse y los indios estaban aún bien ignorantes y muy rudos en asuntos de religión [....]”. Afirmación compartida por el obispo y el Cabildo eclesiástico de Puebla, que algunos años más tarde afirmaron que los indios aún eran párvulos en la religión (Zahino, Iglesia 79).

De esa manera, en la segunda mitad del siglo XVIII se dio cada vez un mayor desfase entre el lento proceso para crear más parroquias, por un lado, y la creciente necesidad de ministros y de empleos para una clerecía más abultada, por el otro. El asunto no era nada fácil, pues ni autoridades, ni curas titulares ni fieles deseaban aportar más recursos para pagar más clérigos ayudantes. Si bien ello no era algo nuevo, el contexto en que se daba sí lo era, pues ahora casi la totalidad de los curatos estaba a cargo del clero secular, por lo que teóricamente la mitra estaría en mejores condiciones de reorganizarlos. En contraste, las pocas doctrinas que conservaron las órdenes religiosas se vieron favorecidas por un mayor número de ministros, desplazados de partidos secularizados. Por supuesto que ello provocó que las obvenciones ahora tuvieran que repartirse entre más doctrineros, como también sucedió en las doce doctrinas que la provincia franciscana de Xalisco conservó luego de las secularizaciones (De la Torre 173). Pero, además, desde el siglo XVII los curatos del arzobispado no habían tenido una población tan numerosa como a fines del siglo XVIII. Sin embargo, los curas titulares cerraron filas para evitar una fragmentación general de sus curatos que provocaría una disminución de sus ingresos. ¿Cómo enfrentó Núñez de Haro este nuevo contexto parroquial en la diócesis más poblada de Nueva España?

Problemáticas parroquiales del arzobispado

Desde el siglo XVI, cuando se inició la fundación de doctrinas y curatos seculares, la búsqueda de su consolidación fue un asunto que ocupó persistentemente a obispos y órdenes religiosas. Aunque ambos cleros presumieron de haber fundado tal o cual número de partidos, ya no pudieron hacerlo tanto si se trataba de evaluar el avance del cristianismo en los nacientes pueblos de indios.

Ya en el siglo XVIII, tanto la Corona como los arzobispos siguieron atentos a conocer la situación de la administración parroquial, sus alcances y sus irregularidades, con el fin de impulsar soluciones. Todo ello en el contexto del discurso de reforma eclesiástica que provocó la guerra de sucesión y el inicio de la monarquía Borbón (Barrio 47-62). Aunque el arzobispo José Lanciego Eguilaz (ha. 1712-1728) intentó incluso secularizar sesenta doctrinas en 1722, los religiosos aún tuvieron el poder para impedirlo. Sin embargo, Felipe V apoyó varias iniciativas para reorganizar a las parroquias, subdividir aquellas donde había condiciones y pedir más ministros por partido para mejorar la administración espiritual. Igualmente, a raíz del cobro del subsidio eclesiástico, se dio pie a una fiscalización de las rentas parroquiales y de los fondos de las cofradías del arzobispado (Aguirre, Un clero).

Igualmente, el activo arzobispo Lanciego estableció un número de jueces eclesiásticos sin precedentes, incluso en las reacias doctrinas de frailes, cuyos ministros tuvieron que resignarse a tenerlos cerca. Lanciego realizó también nueve visitas pastorales a todas las regiones de su jurisdicción (Bravo y Pérez, “Una práctica”), lo que le permitió percatarse de los problemas parroquiales y actuar en consecuencia. Un rubro que el arzobispo Lanciego Eguilaz (ha. 1712-1728) atendió fue la preparación en lenguas indígenas. Poco a poco hubo más clérigos, con diferente nivel de conocimiento de mexicano, u otomí en especial, que estuvieron en condiciones de ser buenos vicarios en curatos de indios. Aunque subestimados, subordinados y mal pagados, los clérigos lenguas fueron demandados por curas titulares, conscientes de sus dificultades de comunicación con los indios. Si bien arzobispos como Lanciego o Rubio y Salinas impulsaron la castellanización de los indios, sumándose a los esfuerzos de varias generaciones atrás que no habían logrado mucho, también siguieron ordenando a clérigos lenguas, sabedores de que seguían necesitándose, más aún al divisar la secularización generalizada de las doctrinas de los regulares (Aguirre, Un clero 85-112).

Una nueva época para las parroquias comenzó con la secularización de doctrinas decretada en 1749 por Fernando VI, echada a andar por el arzobispo Rubio y Salinas, continuada por Lorenzana y finalizada por Núñez de Haro. A este último le correspondió dar estabilidad a su jurisdicción, luego de los cambios operados en el tercer cuarto del siglo XVIII en la Iglesia, y en especial el de la secularización, proceso que si bien fue la culminación de la histórica demanda de la Iglesia diocesana por tener toda la administración de las parroquias, también fue el inicio de una etapa de reestructuración y reorganización. Para el mundo parroquial, el traspaso de las doctrinas fue parte de un proceso más amplio que aún está por conocerse más a fondo.

A todo ello hay que añadir la política monárquica de redimensionar el papel histórico de los curas ante la sociedad, considerándolos más agentes espirituales de la Corona que padres, maestros y abogados de los fieles (Taylor, “El camino”). Así, Núñez de Haro se ocupó en reorganizar y poner orden en el interior de los curatos, tanto los antiguos como los recién secularizados, tarea por demás complicada por todos los factores implicados, tanto políticos, como jurídicos, económicos y sociales.

En 1773 Núñez de Haro ordenó elaborar un registro de todos los curatos y doctrinas de su jurisdicción. De ello resultó que por entonces había 226 cabeceras parroquiales y 65 vicarías auxiliares3, a cargo de 462 curas y vicarios, de los cuales 184 curas eran titulares, 12 interinos y había solo 3 coadjutores. Para entonces el clero regular ya solo administraba 14 curatos. En 1793 ya existían 236 parroquias, atendidas por igual número de curas (Descripción). En 20 años solo se habían fundado 10 nuevos curatos.

Otro aspecto por destacar es que, a pesar de las campañas de castellanización de los indios que se venían impulsando desde el siglo XVI, en 1773 se registró que 128 curatos aún se administraban en lengua mexicana, 45 en otomí, 4 en mazahua y 5 en huasteco (Bravo y Pérez, “El tejido”). Sin duda, buena parte de la feligresía aún hablaba alguna lengua nativa, factor que la mitra debía tomar en cuenta si realmente quería una administración eficaz. Pronto, el arzobispo se enfrentó a uno de sus principales retos: dotar de suficientes ministros a todos los curatos para mejorar la atención espiritual. El problema no era la falta de clérigos, pues por entonces los había como nunca, sino comprometer fondos económicos suficientes para pagarlos.

La falta de ministros para atender la administración espiritual

Si algo tuvo claro Núñez de Haro fue que la secularización de doctrinas no resolvió por sí misma los añejos problemas de administración. De hecho, en varios partidos los agravó, como fue el caso de la cobertura de vicarios, tenientes y ayudantes de cura, tanto en calidad como en cantidad.

Desde al menos la primera mitad del siglo XVIII había una desproporción entre el número de curas y vicarios y la demanda de atención a la feligresía creciente del arzobispado, la cual no se resolvió por entonces, en buena medida por la resistencia de los primeros a pagar más ayudantes. Además, la política eclesiástica en general era permitir a los curas titulares quedarse con la mayor parte de las obvenciones y dejar en sus manos la decisión de contratar o no más auxiliares. Así, aunque un obispo pudiera informar al rey que todos los curatos tenían curas titulares designados, ello no significaba que todos los poblados, aparte de las cabeceras, tuvieran la atención espiritual debida. Los arzobispos del siglo xviii insistieron a los curas titulares para que contrataran más vicarios, pero al no ofrecer una solución económica fue poco lo que se logró. Los bajos salarios de los ayudantes y vicarios no eran exclusivos del arzobispado de México; en Michoacán sucedía lo mismo, lo cual provocaba una circulación constante de un curato a otro en busca de mejores ingresos (Brading, Una Iglesia 132-135).

Con la secularización de doctrinas, la Corona esperaba una mejora sustancial en la administración espiritual de la población, para lo cual se reimpulsó la idea de hacer curatos más pequeños, pero con más ayudantes de cura. Carlos III ordenó, por cédula de 1764, poner tenientes en pueblos de visita distantes a cuatro leguas o más de las cabeceras:

[...] enterado de que a causa de residir los curas párrocos de las Indias en los pueblos cabeceras de sus beneficios y de no tener los necesarios tenientes en otros, que suele haber a distancia de diez, doce, catorce y más leguas, carecen de todo pasto espiritual […] (AGI, M 727, s. f.)

Esta disposición proponía conseguir los fondos para pagar a los nuevos tenientes, tanto de las rentas parroquiales como de la Real Hacienda. Sin embargo, en el caso de los fieles asentados en las haciendas, que no eran pocos, el arzobispo Manuel Rubio Salinas opinó que sería difícil que los hacendados pagaran a tenientes de cura. Por su parte, un comisario general franciscano declaró en 1765 que la cédula antes mencionada no se había cumplido en general, por lo cual sugirió el regreso de los frailes a las doctrinas y convertir capillas de los pueblos de visita en cabeceras parroquiales (AGI, M 727). Esta última idea refleja hasta qué punto los religiosos ya estaban dispuestos a reorganizar todas sus doctrinas, algo no visto en épocas anteriores.

Poco después, aunque el arzobispo Antonio Lorenzana (ha. 1766-1772) impulsó cambios sustanciales, como el arancel de obvenciones, la reorganización parroquial de la ciudad de México o la religiosidad popular de su feligresía, con respecto al aumento de vicarios no alcanzó mucho más que sus antecesores. Esto se reflejó en los resultados del cuarto concilio que aquel presidió y donde se expresaron diferentes opiniones sobre la economía de las parroquias novo- hispanas, pero ninguna sobre cómo ampliar el número de ministros por curato (Aguirre, “La reafirmación”). Durante las sesiones del concilio se reflejó a un sector del clero que defendió la conservación de curatos grandes, para mantener un bajo nivel de contribuciones de los fieles y asegurar una congrua suficiente a los curas titulares, sin importar la carencia de vicarios que se requerían en muchas poblaciones (Aguirre, “La reafirmación”).

Los decretos del cuarto concilio no tuvieron medidas concretas para mejorar las rentas parroquiales, lo cual refleja las limitaciones del régimen eclesiástico novohispano y de la Corona para proveer de más ministros. Por el contrario, en esa asamblea se reforzaron las tendencias monárquicas y del alto clero de épocas anteriores respecto al sustento económico de las parroquias. La política de los obispos fue aligerar las obvenciones pagadas por los fieles, recortando los ingresos de los curas, pero sin desaparecer necesariamente los convenios locales. El más favorecido por todo esto fue el alto clero, al evitar un mayor reparto del diezmo a favor de las parroquias.

Con estos antecedentes, Núñez de Haro emprendió también la ardua tarea de dotar con más vicarios a las numerosas parroquias que lo requerían, ante la presión de la Corona y de una feligresía en aumento. Los principales problemas parroquiales de esta época tenían que ver con la enseñanza de la doctrina, la administración de sacramentos, el cumplimiento del calendario litúrgico anual y la recaudación eficaz de obvenciones, por mencionar solo las tareas básicas de curas y vicarios. De hecho, seguía habiendo curas acostumbrados a trabajar sin vicarios, como lo hizo notar el de Huauchinango en 1777, quien expresó a la mitra que estaba dispuesto a seguir solo, como ya lo había estado en otros partidos, pero solo pedía una ayuda de veinticinco pesos para hacer sus recorridos, o bien, que fuera trasladado a otro curato más cómodo (AGN, BN 1042, exp. 1, parte 1). Consciente de todo ello, Núñez de Haro procuró varias soluciones paralelas que retomaban experiencias de sus antecesores, pero ahora él las combinaba para hacer frente al nuevo contexto parroquial, ante la imposibilidad de crear más curatos por las inercias del Real Patronato y de los intereses de los curas establecidos.

Vicarios fijos

Dadas las dificultades que para el virrey y los obispos significaba la creación de nuevos curatos, según la normativa canónica, el Real Patronato y los intereses creados, hubo una tendencia cada vez mayor a crear vicarías fijas, una especie de subcabeceras bajo responsabilidad de un vicario permanente que, de manera formal, estaba subordinado al cura de la cabecera. Las fuentes consultadas indican que, en la práctica, los vicarios fijos tendían a la independencia, con anuencia de la mitra. Así parece mostrarlo el hecho de que los vicarios se comunicaran directamente con el secretario del arzobispo Núñez, como el de San Miguel Totolmaloya:

[...] remito los padrones de los feligreses que contiene esta vicaría de San Miguel Totomaloia y sus anexos, los que he practicado como vicario de pie fijo en ella y en esa misma conformidad van, en todo el bulto de ellos seis, los cuatro pueblos, la ranchería de San Antonio y hacienda de Santa Cruz [...] (AGN, BN 1042, exp. 1, parte 1, s. f.)

A nuestro modo de ver, el nombramiento de este tipo de vicarios fue una solución a corto plazo en el arzobispado para hacer frente a las deficiencias de atención espiritual.

Al llegar Núñez de Haro a ocupar su mitra había 65 vicarías auxiliares, o sea, en el 22% de los curatos (Bravo y Pérez, “El tejido” 172). El aumento de vicarios fijos en la segunda mitad del siglo XVIII fue la respuesta que los arzobispos dieron a la demanda de la Corona por proveer de más ministros a los curatos. Núñez de Haro no fue la excepción. El 29 de octubre de 1781 se emitió una real cédula que ordenó a los obispos, entre otras cosas, cumplir con dos cédulas previas: la del 18 de octubre de 1764 y la del 1.° de junio de 1765, sobre designar más tenientes de cura. Ante un requerimiento del virrey, en 1783 Núñez de Haro le informó que por entonces ya había 237 curatos; es decir, II más que una década atrás, si bien el número de vicarías fijas había disminuido de 65 a 6i, sin dar mayor explicación (AGI M, 2548).

A pesar de la evidente necesidad de más ministros fijos, fueran o no curas titulares, Núñez de Haro no permitió que los frailes fueran vicarios, como se pudo constatar en la Sierra Gorda, al norte del arzobispado. Ahí, el alcalde mayor propuso como vicario fijo a un fraile que ya estaba desde antes de la secularización, el cual se ofrecía a continuar, aun sin ningún salario. El cura de la cabecera de Pacula y Xiliapam buscó algún clérigo, pero no lo halló, a lo que se sumaba que tres curas vecinos tampoco tenían vicarios. El mismo cura declaró que solo tenía un vicario: “Es grande la escasez de ministros y esto, señor, sobre ser para mi conciencia un gran torcedor porque hacen falta para tantas almas

[...]” (agn, bn 1042, exp. 1, parte 1, s. f.). Sin embargo, el arzobispo avisó que ya iba otro vicario en camino para hacerse cargo de esa misión de Cerro Prieto y que no consentiría a un fraile como tal.

En la década de 1780 aumentó la presión de las autoridades virreinales a la mitra para designar más vicarios fijos. El virrey Matías de Gálvez (ha. 17831784), en especial, siguió esta directriz con el arzobispo Núñez de Haro, al pedirle poner vicario fijo a los indios de Landa, Tilaco y Tlancollol. El arzobispo, consciente de que había que consolidar ese nuevo partido (AGN, BN, 266, exp. 24)4, obró en consecuencia e hizo un plan para crear una nueva vicaría fija, pero el asunto no fue fácil debido a que se hablaban cuatro leguas y a que no había obvenciones suficientes para el salario del vicario (AGN, BN, 266, exp. 24)5. En vista de ello, la mitra pidió ayuda a la Real Hacienda por quinientos pesos para tal fin. Otro problema era el de hallar a un vicario competente que hablara mexicano, otomí, huasteco y pame (AGN, BN, 266, exp. 24). Para el arzobispo constituyó un reto lograr la estabilidad parroquial en estas antiguas misiones de Sierra Gorda, que seguían teniendo problemas de integración, a pesar de lo cual era optimista:

Con esta providencia, y con cuidar del fomento de las escuelas de lengua castellana y de que los indios trabajen y se apliquen a la crianza y labranza y de que traten bien y los exhorten al trabajo, es de esperar que en lo sucesivo se instruyan [...] (agn, BN 266, exp. 24, s. f.)

Por esa misma época, la mitra nombró vicarios fijos en Timilpan, curato de Xilotepec; en Zumpango del Río, de Chilpancingo; en Huautla, de Huejutla; en Tezcatepec, de Atotonilco el Grande y en Mezcala (AGN, BN, 266, exp. 27). Las iniciativas provinieron de curas titulares, de clérigos vecinos desocupados y también de los mismos pobladores. Sobresale el caso de Zumpango del Río, antigua cabecera que había descendido a pueblo de visita en la segunda mitad del siglo XVIII. Ahí, el vicario de Chilpancingo, Vicente Ximénez, explicó a la mitra que mucha gente de Huiziltepec, visita del mismo curato, prefería ir mejor a Zumpango, a tres leguas, que a Chilpancingo, que estaba a siete; por ello propuso estar ya fijo en Zumpango, a pesar de que el cura titular lo prefería en la cabecera, pues le encomendaba todo el trabajo parroquial. Además, añadía Ximénez, el arzobispo así lo había dispuesto en su visita pastoral y no se había cumplido. El vicario no pedía más honorarios que los seiscientos pesos que ya recibía. La mitra, en consonancia con la cédula de 1764, accedió a la petición e hizo de Zumpango, antigua cabecera, una nueva vicaría.

Vicarios, tenientes y ayudantes temporales

Ante la imposibilidad de una subdivisión general de curatos, la segunda vía seguían siendo los vicarios fijos, y la tercera, la más socorrida: los vicarios o ayudantes temporales. Pero esta última también se complicaba en regiones que históricamente habían sido poco apetecidas por el clero secular, como el sur del arzobispado, entre Iguala y Acapulco. Así lo explicaba en 1777 el cura del real de Tetela del Río, quién necesitaba de vicarios e informaba sobre la disposición de los dos clérigos residentes en su parroquia: uno de ellos apto, pero otro todo lo contrario, “[...] quien sin embargo de estar ordenado a título de idioma mexicano no quiere administrar y se niega hasta las confesiones de necesidad; para este partido no es apto porque por su natural tan altivo esta de quiebra con los más principales”. Pero, además, ambos clérigos solo querían trabajar en las minas buscando mayores ingresos (AGN, BN, 1042, exp. 1, parte 1).

Los auxiliares de curas más inestables en los equipos parroquiales eran quizá los vicarios nombrados por los mismos titulares, aunque para el periodo aquí estudiado también la mitra tendió a designarlos. El carácter provisional de su nombramiento y sus bajos salarios provocaban falta de compromiso con la tarea pastoral. El mundo de los vicarios era una especie de “vagabundeo” por los curatos en busca de mejor renta o mejores condiciones del oficio, situación que Núñez de Haro trató de moderar deteniéndolos por más tiempo en los curatos. Así lo demostró Manuel José Cavallero, quien solicitó pasar a ayudar a su primo, el cura de San Luis de la Paz, pero no tuvo éxito. Aunque el secretario de la mitra le propuso entonces ir como vicario con el cura del Pueblito, en Querétaro, Cavallero contestó que prefería quedarse donde estaba (AGN, BN, 1042, exp. 1, parte 1). Con todo, a raíz de la secularización de doctrinas y la salida de muchos frailes ayudantes en pueblos de visita de las doctrinas, se provocó una escasez de ministros. En Acapetlahuayan, su cura enfermo seguía esperando un vicario (AGN, BN, 1042, exp. 1, parte 1).

Un informe anónimo que llegó a Madrid por esas épocas, y que apoyaba el regreso de los franciscanos a las doctrinas, expresó también la falta de ayudantes a los nuevos curas de las doctrinas secularizadas y ponía de ejemplo a la de Cuautitlán, al noroeste de la capital. Ahí, el arzobispo nombró como cura a un miembro de su familia que no conocía la lengua mexicana, pero, además, ni él ni su vicario pudieron atender a toda la feligresía, y llegaron incluso a que el Jueves Santo

[...] fue a dar la comunión, la gente era mucha y se acabaron las formas consagradas y para que no fueran desconsolados los que faltaban, mandó al indio sacristán trajera más formas, y sin escrúpulo alguno fuera de la misa y habiendo almorzado las consagró y despachó a sus ovejas, como se deja considerar […] (AGI, M, 2716, s. f.).

Sobre todo en Semana Santa, los curas pedían vicarios temporales a la mitra, como José Manuel Viana:

[...] para el actual jubileo del año santo y cumplimiento de la iglesia no tengo vicario por más diligencias que se ha hecho y así: si no viene por mano de vuestra como el año pasado sin cumplir los más con la iglesia, por lo que espero del favor de vuestra señoría me mande uno […] (AGN, BN, 1042, exp. 1, parte 1, s. f.)

Lo mismo hizo el cura de Ozumba6. En Tantoyuca, su cura, en 1777, pedía a la mitra permitir que el padre Juan Ángel, que iba de paso hacia México, se quedara con él debido a una peste en los indios, con lo cual también ayudaría a los curas vecinos (AGN, BN, 1042, exp. 1, parte 1)7. Núñez de Haro echó mano incluso de los jóvenes presbíteros del colegio de Tepozotlán para proveer de ayudantes y vicarios a los curas quienes, sabedores de ello, los solicitaban directamente al rector del primero (AGN, BN, 1042, exp. 1, parte 1)8.

Otro aspecto que incidía en la inconstancia de los vicarios eran las condiciones de trabajo y climáticas, como lo señaló el cura de Tlayacapan a su paso por el curato de Jonacatepec:

[...] en dos años que fui cura en Jonacate tuve tres vicarios mozos, robustos y dos de ellos indios, y con todo, antes del año, quedaron inservibles y me fue preciso mandarlos a México a que se curaran y luego acomodarlos en la cabecera, vivos están que lo pueden declarar [...] (AGN, BN, 1042, exp. 1, parte 1)

En otras zonas alejadas de la capital también faltaban vicarios jóvenes para sustituir a los de mayor edad que ya no atendían a los fieles, por enfermedad o falta de convicción, como hizo saber el cura de Acapulco a la mitra sobre su vicario en Coyuca y Tixtlancingo, en 1777 (AGN, BN, 1042, exp. 1, parte 1). A veces se generaban fricciones entre los curas y la mitra, como cuando esta enviaba vicarios desde la capital y sin conocimiento previo del párroco. El cura Fernando Messia pidió al secretario del arzobispo quitar un mal vicario pues tenía malas referencias de él por informes de otro cura (AGN, BN, 1042, exp. 1, parte 1).

Otra opción fomentada por el arzobispo Núñez fueron las campañas de evangelización, llamadas misiones, de los padres franciscanos del colegio de San Fernando. En carta al rey del 26 de septiembre de 1792, el prelado justificaba así la venida de veinte frailes más:

[...] los religiosos de este colegio son útilísimos al público por su constancia y celo en el confesionario y púlpito, haciendo misiones por este arzobispado y obispados sufragáneos cuando los prelados lo estimamos oportuno, y estando siempre prontos al exacto cumplimiento de su apostólico instituto, por lo que no encuentro el menor reparo en que VM siendo de su soberana aprobación atienda benignamente a su solicitud o lo que fuere de su real agrado. (AGI, M, 2645)

Al norte del arzobispado, en las misiones de indios de Tampico, aún sin secularizar, la mitra no puso ningún reparo en que los frailes siguieran al frente de la administración espiritual. Los misioneros llegaron a informar al arzobispo la buena acogida que seguían teniendo en los fieles de esa comarca (AGN, BN, 1042, exp. 1, parte 1)9.

Clérigos lenguas

Como es bien sabido, la evangelización y el conocimiento de los idiomas indígenas estuvieron muy asociados desde el siglo XVI. Las órdenes religiosas fueron muy conscientes de que el camino menos difícil para cristianizar a los nativos era hablar sus lenguas, por lo que se dieron a la tarea de aprenderlas, y a mediados del siglo XVI ya había verdaderos expertos10. Se estableció entonces una fuerte relación entre la formación sacerdotal y el aprendizaje de los idiomas. Bartolomé de las Casas aconsejó incluso que los prelados eclesiásticos aprendieran las lenguas para mejorar sus tareas pastorales (Bono 12). No obstante que la Corona insistió en castellanizar a los indios (Bono 24), Felipe II ordenó en la cédula del patronato de 1574 a las autoridades eclesiásticas que para la provisión de cualquier cargo eclesiástico prefirieran “[...] a los que mejor supieren la lengua de los indios [...]” (Recopilación i: libro i, título vi, ley xxix, p. 26). Otra cédula de 1578 disponía que cualquier clérigo o religioso que fuera a ocupar algún cargo en las parroquias de indios debía saber “la lengua general”, y que los que no la supiesen la aprendiesen en alguna cátedra (Recopilación I: libro I, título VI, ley XXIX, p. 26).

En 1580 se decretó una cédula que tuvo repercusiones en el futuro del clero secular novohispano, pues el rey instó al clero a saber las lenguas si quería recibir todas las órdenes sacerdotales (Lanning, Reales 296-298). Además, se dispuso la creación de una cátedra de lengua en la Universidad de México para el mismo asunto. A fines del siglo XVI, la Iglesia en su conjunto acabó por aceptar que, dado que la castellanización de los indios ocuparía más tiempo, era mejor formar a ministros lenguas en el corto y mediano plazo. Esto quedó muy claro en el III Concilio mexicano de 1585, en donde se determinó:

Considerando, además, este sínodo la suma necesidad que hay en esta provincia de ministros que sepan bien la lengua materna de los indígenas, decreta que los que supieren alguna de estas lenguas sean promovidos a los sagrados órdenes, aun cuando no tengan beneficio, patrimonio o pensión que les dé lo suficiente para mantener la vida. (“Tercer Concilio” 28)

La recuperación de las comunidades indígenas en el siglo XVII11 implicó también el reforzamiento de sus idiomas. Los arzobispos del siglo xviii siguieron buscando clérigos que supieran el náhuatl, el otomí, o, más difícil aún de hallar, el mazahua o el huasteco. A mediados de esa centuria, el arzobispo Manuel Rubio y Salinas, quien inició una campaña sistemática de creación de escuelas de castellano (Tanck 158), se quejó de que los misioneros no hubieran enseñado el español a los indios, pues desde su punto de vista no era posible explicar los misterios de la fe en sus lenguas. No obstante, la realidad volvió a mostrarle que esa tarea llevaría más tiempo y, en consecuencia, siguió solicitando clérigos conocedores de las lenguas (Bono 33), aun cuando no tuviera una buena opinión de ellos. Todavía en el IV Concilio provincial mexicano se aceptó la ordenación de clérigos a título de lengua (“Cuarto Concilio” 70-71).

Con estos antecedentes, el arzobispo Núñez no podía esperar algo mejor en su clerecía. Un informe anónimo llegado a Madrid explicaba la ignorancia de las lenguas de los clérigos jóvenes que sustituían a los frailes en las doctrinas y algunas de las consecuencias que de ello se derivaban (AGI, M, 2716)12. Esta deficiencia se extendía a los familiares del mismo arzobispo. La necesidad de clérigos lenguas era tanta que incluso varios obispos habían hecho sacerdotes a indios, chinos y mulatos, dispensando su origen social. Explicaba el informante que, aun cuando recientemente se habían creado muchas escuelas de castellano, los padres de los niños los castigaban si no hablaban sus lenguas nativas (AGI, M, 2716). El informe remataba cuestionando todo lo que sucedía en esos curatos con clérigos ignorantes de las lenguas:

De estos son, señor excelentísimo, el número tan crecido que hay de clérigos, estos los hábiles y doctos en las lenguas y los que se han puesto en lugar de los regulares y estos los que enseñarán a los indios doctrina correspondiente a estos hechos, y si los casos referidos suceden en los curatos del arzobispado de México, donde está a la vista de un señor virrey y de una real audiencia y del señor arzobispo, ¿qué sucederá en los demás a donde no conocen al cura por no asistir en el curato? ¡Oh santo Dios y que lástimas se están experimentando! pues, señor excelentísimo, estos hechos y otros muchos que omito por no molestar a vuestra excelencia son cortísimos y no ficciones de frailes porque les vuelvan los curatos [...] (AGI, M, 2716)

Aunque este informe era parcial en sus apreciaciones, como correspondía a su objetivo de abogar por el regreso de los frailes a las doctrinas, no carecía de fundamentos, pues varios curas admitieron su ignorancia. El cura de Ozumba, en el valle de México, expresó a la mitra que, como no sabía el mexicano, muchos de sus parroquianos se quedarían sin sacramentos, por lo cual pedía ayudantes lenguas (AGN, BN, 1042, exp. 1, parte 1). En Tantoyuca, de lengua huasteca, su cura coadjutor renunció al cargo, entre otras razones, por sus problemas de comunicación con los indios. El ministro sabía mexicano y otomí, pero no huasteco, lengua que muy pocos clérigos dominaban en el arzobispado. Por ello se sentía frustrado, al no cumplir con todas sus obligaciones. Destacaba el hecho de que servía como capellán de misas con rentas amplias y que solo servía en los curatos por obediencia de la mitra. Explicaba que en Tantoyuca, con duros esfuerzos algunos hombres entendían el castellano, pero no el resto de los fieles: “[...] sólo me encuentro capaz de atender una corta feligresía de los idiomas que profeso [...]” (agn, bn, 266, exp. 27, s. f.).

Desde la mitra siguieron haciéndose esfuerzos por hallar clérigos lenguas, por ejemplo, mediante la estrategia de formar a indios en el Seminario Conciliar de México para que en el futuro sirvieran como auxiliares de curas titulares que no las supieran. Durante las tres últimas décadas del siglo XVIII, el número de estudiantes indios de ese seminario aumentó significativamente con respecto a décadas pasadas (Menegus y Aguirre 121). Pero, además, siguieron recibiendo órdenes sacras clérigos indios o no indios, a título de idioma, como en marzo de 1779. En aquella ocasión Núñez de Haro concedió treinta nuevas órdenes sacerdotales: quince a título de capellanía y otras quince a título de náhuatl, otomí o mazahua (AHAM, Lmo, f. 34).

Capellanes de haciendas

Núñez de Haro, como sus antecesores, acometió también la meta de mejorar la administración espiritual de los habitantes de las haciendas y los ranchos asentados en el arzobispado. El siglo XVIII se significó por la plena consolidación de estas entidades agropecuarias, especialmente en los valles de Toluca y México, así como en la región de Cuernavaca y Cuautla. A ellas hay que agregar las haciendas de beneficio de metales en las regiones de Pachuca y de Taxco. En estos núcleos económicos se establecieron docenas, a veces cientos, de trabajadores de diferente origen étnico que eventualmente necesitaron también de atención espiritual. Ya a fines del siglo XVII el franciscano Agustín de Vetancurt dejó constancia sobre la importancia de las haciendas en la composición social de las doctrinas franciscanas (Vetancurt, Teatro). Sin duda, haciendas y ranchos impulsaron un régimen social alterno a los pueblos, y si además tomamos en cuenta que crearon mejores condiciones de trabajo y manutención para sus trabajadores, será más fácil entender por qué se convirtieron en entidades cada vez más importantes para las parroquias.

En 1704, Hipólito del Castillo, minero del Real del Monte, solicitó al virrey Alburquerque permiso para construir una capilla, debido a que sus trabajadores, más de cuatrocientos, no oían misa por la gran distancia a Atotonilco el Grande, cabecera parroquial. El virrey pidió informes al alcalde mayor y al doctrinero, quienes al parecer asintieron, luego de lo cual se concedió la licencia (AGN, CRS 92, exp. 1). Llama la atención el gran número de trabajadores asentados en esa hacienda, factor que sin duda actuó a favor de la demanda clerical por obtener ocupación cerca de su región de origen. Lo mismo sucedió con el hacendado Tomás Delgadillo en la doctrina de Tepeapulco: el demandante decía que su hacienda estaba a dos leguas de la cabecera y que sus cincuenta sirvientes no podían asistir (AGN, CRS , 92, f. 181).

Pronto hubo clérigos contratados por los hacendados como capellanes, para celebrar misa principalmente, aunque algunos también comenzaron a administrar sacramentos. Primero en oratorios, después ya en capillas particulares, los servicios espirituales se dispensaron a los residentes, tanto a la familia de los propietarios, como a la de los administradores y a los trabajadores. En la doctrina de Metepec, el bachiller Roque de Alanís, dueño de hacienda, solicitó también poder fabricar capilla (AGN, CRS, 94, f. 104).

Es indudable que la administración espiritual de las capillas de las haciendas se convirtió en un destino para los clérigos de provincia, aun cuando era posible que los curas se opusieran a su existencia, pues podían representarles una merma de autoridad local y de obvenciones. De ahí que no faltaran curas que prefirieran ellos mismos tomar la iniciativa de gestionar la construcción de capillas en haciendas, con tal de quedarse con su administración. Como cuando en 1742 los curas de Sultepec, Felipe Neri y Torres y José Damián de Tovar y Baeza, solicitaron licencia para que los mineros de la veta de San Juan Bautista, cuya productividad era óptima por entonces, pudieran construir ahí una capilla debido al aumento de la población (AGN, CRS , 150, f. 74).

Aunque formalmente toda hacienda, trapiche o rancho pertenecía a la jurisdicción de una parroquia, en la práctica no era raro encontrar hacendados y labradores que omitieran tal reconocimiento y contrataran a presbíteros para administrar sacramentos en sus propiedades. En 1746, los dominicos lograron que el virrey ordenara a obrajeros y hacendados pagar a los curas ministros por concepto de sacramentos, pidiendo el auxilio de las justicias reales, bajo pena de secuestro de sus personas y sus bienes. Igualmente, el virrey prohibió a los hacendados poner a sus parientes clérigos a administrar los sacramentos (AGN, CRS, 150, exp. 1).

No obstante tales reticencias y fricciones entre hacendados y clero parroquial, las autoridades reales y eclesiásticas comprendían que ambos actores se necesitaban mutuamente y que los primeros podían coadyuvar en la atención espiritual de sus trabajadores. Esto quedó muy claro en las cédulas del 18 de octubre de 1764 y el 16 de abril de 1766, sobre secularización de las misiones de la custodia de Tampico, “[...] relativas a que los dueños de haciendas mantengan un sacerdote que administre en ellas el pasto espiritual [...]” AGN, BN, 575, exp. 68).

Pero las intenciones de la mitra iban más lejos: lograr que los hacendados mantuvieran vicarios fijos en sus posesiones, aprovechando el repunte minero. De ahí que aceptara de buen grado el convenio entre el cura del real de Temas- CALTEPEC y el marqués de Rivascacho, dueño de una mina importante ahí, para que este último pudiera nombrar un capellán fijo y desviar a este los veinticinco pesos y los derechos de misa que antes se daban a la parroquia. El capellán sería nombrado por el marqués y tendría la obligación, además, de administrar el sacramento de la penitencia y otros auxilios espirituales a los trabajadores de la mina de Aguas, así como de las anexas de San Francisco de Paula y el Jarro (AGN, BN, 1100, exp. 23).

Otro caso interesante se dio en el partido de Tetela del Río, al sur del arzobispado. Ahí el apogeo del real minero de Tepantitlán ocasionó que en tan solo 12 años se creara una población de 3.000 habitantes, mayor que la de muchos pueblos antiguos. Sin embargo, carecían de una iglesia en forma (AGN, BN, 575, exp. 65). Por ello, los mineros se obligaban a costear la construcción y a mantener el culto divino, sin pedir nada a la Real Hacienda, pues confiaban en que las minas siguieran en aumento. En 1788, el justicia mayor, diputados territoriales, mineros, comerciantes y demás vecinos solicitaron al virrey Manuel Antonio Flores licencia para construir la iglesia. El virrey consultó entonces al arzobispo sobre el asunto.

En su informe, el arzobispo Núñez de Haro confirmó lo expuesto por el vecindario del real minero, que la gente iba en aumento y que, si bien se había designado un vicario fijo, ya era insuficiente; además, el real minero estaba a doce leguas de la cabecera de Tetela del Río. Las expectativas, según el arzobispo, eran que con el nuevo templo se poblaría aún más. Por ello, proseguía:

Para que por falta de estos no carezcan del pasto espiritual he cumplido de que haya siempre dos o tres, y de que algunas veces hayan ido misioneros a solicitud del mismo vecindario que en el día puede pasar de diez mil almas. (AGN, BN, 575, exp. 65)

Sin duda, tratándose del fomento de las minas y, por tanto, del Real Erario también, el arzobispo dio todo su apoyo.

Reflexiones finales

Las problemáticas que los arzobispos de México tenían que enfrentar durante su gestión no eran pocas ni fáciles de resolver. Aunque existía todo un abanico de disposiciones reales y canónicas que preveían su solución, en la práctica los mitrados eran rebasados por una realidad siempre cambiante. El mandato del arzobispo Núñez de Haro no fue la excepción, pues las tres últimas décadas del siglo XVIII estuvieron marcadas por cambios eclesiásticos, políticos y sociales que incidieron directamente en la vida parroquial del arzobispado. Los efectos de la secularización de doctrinas, el aumento poblacional, la decisión de la Corona de restringir el papel social de los curas, así como la defensa de estos de sus intereses, incluyendo la no división de curatos, fueron factores que obstaculizaron una reorganización general en beneficio de la atención de la feligresía, la más grande de Nueva España. Ante un contexto de esa naturaleza, el arzobispo aquí estudiado optó por ir remediando problemas específicos sin intentar soluciones globales. De nueva cuenta, la realidad novohispana mostraba las limitaciones del poder y de la autoridad del principal dirigente eclesiástico en el virreinato.

Ante las dificultades para fragmentar las doctrinas secularizadas y crear curatos más pequeños, Núñez de Haro puso más atención entonces en tratar de dotarlos con más vicarios, tenientes y ayudantes, asunto que desde los arzobispos de la primera mitad del siglo xviii venía ya discutiéndose, aunque sin lograr avances significativos. La problemática no pasó desapercibida al régimen de Carlos III, quien a partir de 1764 comenzó a presionar para que fueran designados más tenientes en cada curato. Sin embargo, ninguna de las disposiciones garantizaba fondos económicos seguros para los nuevos salarios.

En este sentido, Núñez de Haro tampoco pudo resolver el problema de los salarios; ninguna instancia quería dar más recursos, incluida la mitra. Con todo, el arzobispo impulsó una combinación de medidas para paliar la falta de ayudantes: los envío desde la capital a los curatos con más necesidades en calidad de auxiliares; insistió a los curas titulares para que pagaran más tenientes de su renta parroquial; mantuvo más de sesenta vicarías fijas a falta de más subdivisiones de curatos, tratando a los vicarios fijos como curas y buscando su mayor libertad de acción. Igualmente, facilitó la labor de los capellanes en las haciendas, espacios que competían con los pueblos en número de fieles. Además, a pesar de tantos esfuerzos por lograr la castellanización de los indios, Núñez de Haro siguió fomentando la formación de presbíteros indios en el seminario conciliar, por un lado, y ordenando nuevos clérigos lenguas, por el otro, a contracorriente del conjunto de críticas vertidas que exigían el fin de las lenguas nativas, y por derivación, de los clérigos lenguas. Las problemáticas históricas de las parroquias novohispanas demostraban a otro arzobispo, una vez más, que no había soluciones fáciles. Aunque había una población clerical muy numerosa, la escasez de auxiliares en los curatos se debía básicamente a que no se abrían más fondos para su manutención. Este problema siguió vigente hasta la época independiente e incluso se agravó debido a la disminución general de rentas eclesiásticas.

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1 El presente trabajo forma parte del proyecto de investigación “La Iglesia y la conformación socio política de Nueva España: redes parroquiales, jerarquías eclesiásticas y actores sociales”, financiado por el Programa de Apoyo a Proyectos de Investigación e Innovación Tecnológica de la Universidad Nacional Autónoma de México.

2 Respecto a las visitas, en el Archivo Histórico del Arzobispado de México se halla actualmente el registro de catorce de ellas.

3 Las vicarías auxiliares eran una especie de subcabeceras, en cuyo vicario se descargaba la responsabilidad de administrar espiritualmente un cierto número de pueblos de visita.

4“[...] la necesidad de poner un vicario de pie fijo en el pueblo de Tilaco, uno de los cuatro que componen el citado curato, es gravísima porque dista 8 leguas de la cabecera y está en proporción para asistir desde algunos de dichos pueblos y porque con él podrán civilizarse e instruirse más aquellos indios, que son todos cerrados y flojos, de este arzobispado. Esta necesidad me constó por la visita que hice del dicho curato en noviembre de 1780, desde el real de Zimapan, y por el informe que me hizo mi secretario y visitador general de este arzobispado que visitó personalmente el expresado curato [...]” (AGN, BN, 266, exp. 24, s. f.).

5“[...] juntó a las repúblicas de dichos pueblos y les exhortó a que se cultivasen y sembrasen un pegujal de maíz aunque fuera de media fanega cada cien familias para que con sus productos se pudiera mantener un vicario de pie fijo y también dispuso que los vecinos del Saucillo, que casi todos son de razón, tuvieran misa cada ocho días como la tenían cada 15, para que cumplieran con el precepto de oírla y sirviera la limosna para ayuda a la manutención del vicario, cuyas providencias confirmé por juzgarlas acertadas y muy oportunas para el fin indicado, pero, según el informe que verbalmente me ha hecho ahora el cura propio que ha venido a oponerse a los curatos vacantes, no han producido los efectos que eran de esperar del gusto con que las recibieron las enunciadas repúblicas y es de temer que suceda lo mismo en lo futuro atendiendo a la indolencia y desidia de aquellos indios” (AGN, BN, 266, exp. 24, s. f.).

6 Carta del 3 de marzo de 1777: “ [...] aflicción y congoja tan grande en que me hallo me hace molestarles y suplicarle para la sangre preciosísima, me provea de ministro porque es imposible el dar abasto y más habiéndome juntado el año santo, he hecho cuantas diligencias son posibles y no le encuentro...” (agn, bn 1042, exp. I, parte I, s. f.).

7 Carta del 8 de enero de 1777 del bachiller Francisco Ardujo y Sotomayor.

8Cuautitlán, carta del 1.° de febrero de 1777 del cura Francisco Andrade: “Muy señor mío, hallándome necesitado de ministros por lo inmediato de la cuaresma, necesito de uno y se me ha proporcionado el licenciado don José de Acosta a quien he solicitado y escrito al rector de Tepo- zotlán, donde se halla dicho padre, quien me dicen escribió a vuestra merced o al señor arzobispo y respecto a no haber tenido razón, ocurro a vuestra [merced] representándole que dicho bachiller Acosta gusta de estar conmigo supuesta la venía de su ilustrísima y de vuestra [...]” (AGN, BN, 1042, exp. I, parte I, s. f.).

9Tampamolón, carta del 13 de marzo de 1777 de fray José Peyro de Bondía: “[...] llegamos nosotros los misioneros hasta la misma villa de los Valles. Vamos a concluir ahora al pueblo de Tantoyuca, donde nos esperan y nos desean todos los hijos con las mayores ansias y deseos. Es un santo gozo como todos sus hijos y súbditos se aprovechan de la divina palabra. La continua frecuencia en los santos ejercicios es imponderable el explicarla [.] ya los pueblos se disponen, con las mayores veras, para ganar el santo jubileo [.]” (AGN, BN, 1042, exp. 1, parte 1, s. f.).

10 Esta problemática fue señalada hace ya muchos años por Robert Ricard, La conquista, especialmente en el segundo capítulo, “Preparación etnográfica y lingüística del misionero”.

11 Al respecto, véanse los trabajos de Carmagnani y de Jalpa.

12“Informe anónimo a favor de los franciscanos en las doctrinas de Nueva España”, sin fecha: “Una india de la jurisdicción de Huichiapan, curato que era de San Francisco, pidió confesión por hallarse muy mala, ignoraba el cura el idioma otomí que hablan en aquel curato y así llevó un mestizo que le servía de intérprete; confesó la enferma un pecado de adulterio, pasaron algunos días y la india sanó de su enfermedad; fue el intérprete a solicitarla ad turpia, pero ella aunque la amenazó con el marido se resistió con valor, sin querer cooperar al pecado, fuese el intérprete al marido, la reveló los pecados que había confesado su mujer e instigado el hombre con las persuasiones del maldito intérprete, cogió un puñal y mató a la miserable india [...]” (agí, m, 2716).

Recibido: 05 de Julio de 2016; Aprobado: 30 de Septiembre de 2016

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