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Fronteras de la Historia

Print version ISSN 2027-4688

Front. hist. vol.22 no.2 Bogotá July/Dec. 2017

 

Artículos

El consumo y abasto de la carne y de otras materias primas pecuarias en la ciudad de Santafé del Nuevo Reino de Granada, 1572-1716

The Consumption and Supply of Meat and other Livestock Raw Materials in the City of Santafé of the New Kingdom of Granada, 1572-1716

YOER JAVIER CASTAÑO PAREJA1 

1 Universidad Eafit, Medellín, Colombia yjcastan@hotmail.com


RESUMEN

El abasto de las villas y ciudades era una de las funciones esenciales de los cabildos municipales. Se concebía que su eficiente administración aseguraba el bien común y la tranquilidad pública. En este artículo se estudian los mecanismos de aprovisionamiento oficiales y subrepticios de la carne y otros productos derivados del ganado, indispensables en la vida de los habitantes de Santafé, en especial durante el poco explorado siglo XVII. A partir de diversas fuentes, se calcula la magnitud de la demanda de ganados mayores y menores en esta capital provenientes de diferentes espacios geográficos. Mediante el examen de los precios de estos géneros, se determinan los periodos de escasez cárnica que experimentó y se explican los factores que provocaron estas crisis.

Palabras claves: abastecimiento; consumo; comercio; carne; ganadería; cabildos; Nuevo Reino de Granada; crisis alimentarias

ABSTRACT

The supply of towns and cities was one of the essential functions of municipal councils. It was conceived that its efficient administration ensured the common good and the public tranquility. This article studies the official and surreptitious provision of meat and other indispensable livestock products in the daily life of the inhabitants of Santafé specially during the little explored seventeenth century.

Based on various sources, in this research is calculated the magnitude of the demand in this capital of cattle that came from different geographic spaces. Through the analysis of the prices of these commodities are determined the periods of meat shortage experienced in this capital during this century and are explained the factors that caused these crises.

Keywords: supply; consumption; cattle trade; meat; livestock; councils; New Kingdom of Granada; food crises

Introducción

Durante el periodo colonial, se consideraba uno de los aspectos más relevantes para el buen gobierno de las ciudades, las villas y de la “república” en general garantizar el suministro regular de los elementos de consumo alimenticio de primera necesidad, como los granos y la carne. En diferentes textos de aquella etapa continuamente se resaltaba que las autoridades municipales, como delegados del rey, debían ser proveedores y protectores de los vasallos. Con miras a ello, tenían que velar por el buen funcionamiento del suministro alimenticio de las ciudades a su cargo, pues era uno de sus primeros deberes como “padres de la república”. Asimismo, esta era la mejor estrategia para ganar el respeto y la estima popular. Al mismo tiempo, era el modo más idóneo de mantener la obediencia de los vecinos y evitar los temidos tumultos, sediciones y motines de subsistencia (Castillo 22).

El gobierno local, en representación del rey, debía ser garante del bien común y, como tal, asegurar los suministros a la población. La organización de los abastos posibilitaba el adecuado aprovisionamiento de la ciudad y el control de los precios, lo que era, a su vez, uno de los escenarios de la llamada paz social.

En términos más generales, la operación apropiada del abasto cárnico expresaba el derecho de los ciudadanos a un orden cívico armónico. De tal forma, los motines por falta de alimentos o carestía eran evitados con la acción paternalista de la Corona, pero al mismo tiempo la garantía de precios bajos en la urbe permitía asegurar la demanda de productos, cuestión que, en definitiva, favorecía el ingreso de gabelas a las arcas municipales y reales. El abasto controlado fue una parte no cuestionada y una característica integral de la vida municipal durante el periodo colonial, que se fundamentó en la premisa de que timarían a los consumidores en el mercado, a menos que las ventas estuvieran estrechamente reguladas por las autoridades (Barrett 525-540; Quiroz, Entre el lujo 49).

La ganadería desempeñó entonces un papel protagónico en el abasto de los rastros municipales y en el aprovisionamiento alimentario de las zonas mineras. Pero la importancia de este sector productivo transcendía los fines meramente alimentarios; no hay que olvidar que proveía al comercio animales de carga y de transporte, surtía a los pequeños trapiches de una importante fuerza motriz que resultaba necesaria para la molienda de la caña dulce (materia prima a partir de la cual se producían aguardiente y mieles) y procuraba a las poblaciones objetos para su entretenimiento y diversión: los bovinos y equinos que se requerían para los festejos y regocijos populares. El ganado proporcionaba también materias primas de vital importancia en la cultura material y la vida cotidiana de aquel entonces, como la carne para la preparación de tasajos y cecinas, el sebo y la gordana para la elaboración de velas y jabón, los cueros para la fabricación de todo tipo de artículos como zapatos de cordobán, rejos y fustes de vaquería, sillas de montar, sacos para el acarreo de material en las minas y utensilios domésticos como petacas, zurrones, cujas y lechos para dormir.

El consumo de carne y otras materias primas derivadas del ganado estaba muy generalizado entre todos los estamentos de la sociedad colonial, aunque supeditado a una división cualitativa o a características diferenciadoras de acuerdo con la posición social (Montanari 41, 55, 88-89; Saldarriaga 288). Por ello, en la legislación indiana se reiteraba constantemente que las autoridades locales debían custodiar la provisión cárnica, y otorgar a tiempo y de forma habitual posturas a quienes pudieran suplir a las carnicerías municipales con animales de buena calidad, así como vender la arroba o el arrelde1 de carne (y demás subproductos como cueros, sebo y menudos) al menor precio posible.

Igualmente, en el caso de que el remate del abastecimiento cárnico no pudiera otorgarse a una persona en particular, el ayuntamiento debía repartir las semanas de carnal del año entre los principales vecinos criadores de su jurisdicción para que así la localidad no padeciera las temidas crisis de mantenimientos. Una buena parte de las funciones de los cabildos y concejos municipales consistía también en regular los precios de tales víveres, examinar los pesos y medidas, evaluar la buena calidad de aquellos suministros, extirpar todo tipo de fraudes en su expendio, supervisar el aseo en las carnicerías, rastros y mataderos, y facilitar el acceso a ejidos y tierras comunales de los animales destinados al abasto.

Al mismo tiempo, la buena administración del abasto cárnico municipal acarreaba beneficios económicos a la localidad y tenía un peso relevante en la recaudación fiscal. Una buena proporción de los propios o ingresos monetarios del cabildo se derivaba del arrendamiento de dehesas y tierras concejiles a los encargados del aprovisionamiento cárnico. Otro fragmento se obtenía de los derechos que se cobraban por el degüello y sacrificio de ganado mayor y menor en el rastro municipal. Generalmente, la mayor parte de estos ingresos se destinaba a obras de infraestructura física urbanas, como la construcción de puentes o el acondicionamiento de caminos. De la misma manera, dado que la provisión cárnica de las capitales era uno de los focos que estimulaban el comercio ganadero, durante el periodo colonial la Real Hacienda obtenía algunas entradas pecuniarias con este tipo de transacciones al imponerles gravámenes como la sisa y la alcabala.

Así, el abastecimiento de carne por medio de animales en pie fue un problema sustancialmente urbano y de las cabeceras de los núcleos mineros. En general, ambos espacios, y según lo establecido por la legislación, eran suministrados de aquel producto tan importante para la vida humana bajo el mismo sistema arriba aludido, esto es, a través del remate que el cabildo ofrecía al mejor postor o por semanas que se repartían entre los criadores de la jurisdicción. Como dice José Matesanz, el sistema del abasto de carne era un servicio municipal que se dejaba al mejor licitador, no un monopolio privado legalizado por el cabildo. En el fondo, el ayuntamiento cedía su preocupación de buscar ganado en diferentes áreas geográficas a un particular, y a la vez su responsabilidad de controlar los precios del producto en la ciudad, pues lo efectuaba mediante el contrato y obligaciones previamente aceptadas de mutuo acuerdo con el asentista. Entre las tareas que a este sujeto le correspondían, estaban hacerse cargo de todas las cuentas de los costos y de los salarios del personal que trabajaba en los mataderos, inspeccionar a los cortadores de carne, revisar la calidad del ganado que iba a ser pesado y vendido, examinar las básculas y, en general, comprar todo el ganado necesario para el suministro cárnico en consideración del bienestar público (547-550).

Aparte de estas condiciones principales, el obligado debía comprometerse a respetar las ordenanzas que el ayuntamiento expidiera sobre detalles del manejo de la carnicería. Entonces, la ciudad casi siempre delegaba la administración y venta de carne en la persona del obligado, pero eso no significó que se olvidara de vigilar el desempeño de este y controlar el funcionamiento del abasto mediante órganos administrativos como la fiel ejecutoría, las juntas de propios y el procurador general del cabildo. A la par, el obligado debía dar fianzas a satisfacción del cabildo para asegurar que cumpliría las condiciones de la concesión. Estas fianzas incluían un depósito en oro y la hipoteca de todos los bienes del obligado. En varias ocasiones el cabildo exigía también un fiador (Dusemberry 41; Quiroz, “Del estanco” 193).

El funcionamiento del abasto cárnico en la ciudad de Santafé

La ciudad de Santafé, fundada en 1539 por Gonzalo Jiménez de Quesada y sede de la audiencia del Nuevo Reino de Granada desde 1548, poseía a principios del siglo XVII (si nos atenemos a los precarios datos proporcionados por Antonio Vásquez de Espinosa) unos 2.000 vecinos, y ello sin incluirse los muchos indios y esclavos que vivían en ella2. Aquella ciudad era un importante centro político, religioso y económico, pues era la cabeza administrativa del Nuevo Reino de Granada, el lugar de residencia de la Audiencia y la sede de los tribunales mayores de cuentas y cruzadas. Asimismo, para ese entonces existían en ella una caja real y de fundición, una iglesia catedral, tres parroquias, cuatro conventos, tres monasterios de monjas, un hospital general y un colegio (que estaba a cargo de los jesuitas) con 60 estudiantes (Vásquez 300-301). Dadas estas condiciones, Santafé emergió para ese entonces como un importante núcleo urbano que articulaba dicha área periférica y unidad administrativa de los territorios de ultramar de la monarquía hispánica con la metrópoli. Esta ciudad se irguió entonces como un polo que atraía desde diversas partes los bienes de consumo necesarios para garantizar el mantenimiento de sus habitantes e impulsar sus respectivas actividades económicas. Desde este punto de vista, tal capital era un eje coordinador que, parafraseando a Marcelo Carmagnani, asumía además el papel de organizar tanto los intereses de tipo metropolitano (de naturaleza política, administrativa, de defensa y comercial) como los intereses locales y provinciales existentes en los respectivos espacios de la monarquía compuesta (335).

Dado que la ciudad concentraba una importante población que requería para su consumo cotidiano productos tan indispensables para la vida humana como la carne, los lácteos, el sebo y los cueros, emergió durante el siglo XVII no solo como un área de demanda de los ganados mayores y menores producidos en los pueblos de indios circundantes y de aquellos de la vecina jurisdicción de Tunja, sino que también requería para el sustento de sus habitantes los rebaños de vacunos producidos en el Alto Magdalena y Tierra Caliente. A la par, era un centro mercantil y núcleo financiero al cual afluían el oro y la plata de las diferentes cajas reales distribuidas a lo largo y ancho del Nuevo Reino, lo cual la convertía en centro de atracción para aquellas áreas especializadas en actividades agropecuarias (donde la economía natural constituía casi un sistema) que solo con la oferta de sus productos hacia esta ciudad lograban acceder a cierta porción de moneda y capital líquido (Muñoz y Torres 175).

El consumo de carne y de productos pecuarios manufacturados en este centro que poseían las características arriba señaladas lo convirtieron en uno de los mercados más estables para la producción pecuaria. Asimismo, el crecimiento lento pero constante de su población y la incapacidad de las zonas cercanas de procurarle en su totalidad la carne que requería estimularon el tráfico pecuario desde áreas de pastizales foráneas. La creciente capacidad de consumo de esta capital era el mecanismo que estimulaba e impulsaba el tránsito de ganados desde diferentes espacios geográficos y, por ende, era uno de los factores que permitían el establecimiento de articulaciones, enlaces y flujos comerciales de envergadura tanto local como interprovincial. Igualmente, la circulación de diversas mercancías en este epicentro urbano, provenientes de diversas áreas del Nuevo Reino de Granada, permitió que a través del ganado sus criadores y tratantes se vincularan directa o indirectamente a varios circuitos económicos.

Fuente: elaboración propia

FIGURA 1 Núcleos del consumo pecuario y epicentros de la producción ganadera en el Nuevo Reino de Granada, siglo XVII  

Las pautas del consumo cárnico imperantes en Santafé desde la segunda mitad del siglo XVI (influidas por el rango que se ocupaba en la jerarquía social) exigían que dicha capital se mantuviera proveída constantemente de diversos tipos de carne para satisfacer la demanda de los diferentes grupos sociales que la habitaban, lo que posiblemente también influyó en las dinámicas y lógicas productivas de los espacios que hicieron parte de su hinterland a lo largo de nuestro periodo de estudio. De este modo, la carne de ternero y carnero se requería sobre todo para el uso de los sectores acaudalados, entre los que se encontraban los miembros más notables del Gobierno y de la Iglesia. El consumo del vacuno cubría todos los sectores sociales; pero dado que el arrelde de este tipo de carne era casi tres veces más barato que el de las anteriores, su consumo era mucho más asequible para los grupos populares. A lo largo del siglo XVII, también se acostumbraba que el obligado separara y destinara un cuarto del total de la mejor carne beneficiada en el matadero para el presidente de la Audiencia, la de mediana calidad para los oidores y demás miembros de la administración y todo lo restante para el pueblo llano. Debido a ello, en el rastro santafereño fue una práctica bastante arraigada apartar la carne “conforme a la graduación de las personas” (AGN, SC, A, tom. 1, leg. 9, doc. 18, f. 914 r.).

El consumo del cerdo era tan ordinario y extendido, sobre todo entre la población de escasos recursos (dado su fácil sustento y prodigiosa reproducción), que de este pocas alusiones aparecen en las fuentes consultadas, y sobre su comercialización no hay registros en los remates del abasto cárnico santafereño3. Sin embargo, a juzgar por lo expresado por fray Alonso de Zamora, al parecer, durante el siglo XVII en aquel altiplano prosperó el engorde de cerdos con cebada, con cuyas carnes reputadas como más “sólidas” se producían jamones “tan buenos y mayores que los de Rutia, celebrados en España”. Este producto (junto con carnes saladas y secadas al aire libre) no solamente se llevaba a vender a Cartagena para aprovisionar a las armadas que allí arribaban, sino que también llegó a distribuirse hacia los distritos mineros de Mariquita y Antioquia (144-146). La cría y ceba de cerdos para la manufactura de sus perniles curados estimuló en aquella comarca la formación de algunas compañías, en las cuales era característico que ambas partes se comprometieran a construir bohíos, chiqueros y corrales para introducir cientos de verracos y hembras reproductoras. Uno y otro también se encargaban de adquirir los elementos necesarios para el sustento cotidiano de estos animales: sal, cebada, trigo y maíz4.

Para un año tan temprano como 1572, en Santafé ya se consumían entre 70 y 80 carneros semanales (que producían en promedio unas 94 arrobas de carne y entre 4 y 6 de sebo). A la par, semanalmente se cosumían entre 112 y 116 cuartos de vaca (lo que equivalía a unas 446 arrobas de carne), y en la carnicería pública se expendían 26 y 27 arrobas de sebo de bovino. Igualmente, en este mismo lapso se despachaban (para el consumo exclusivo de los poderes temporal y espiritual) 16 arrobas de carne de ternera, cuyo costo por arrelde ascendía a 4 y 6 granos5 (AGN, SC, A, tom.1, leg. 8, doc.11, ff. 523 r.-554 r.).

Para aquel entonces, los vacunos y ovinos que llegaban al mercado santafereño provenían, en primer lugar, de las cercanas tierras de la dehesa de Bogotá6, que pertenecían al terrateniente Antón de Olalla, quien le había vendido al obligado del abastecimiento de Santafé, Gaspar Rodríguez, en el transcurso de dos años, lo equivalente a 14.000 pesos en ganados mayores y menores. En segundo lugar, desde el pueblo de Sáchica, donde el calpixque Pedro Núñez era el principal vendedor de carneros, y había provisto con 700 de estos animales al mencionado encargado del abasto santafereño. Y, en tercer lugar, desde Tunja, donde un tal Pedro Niño había negociado tanto con Gaspar Rodríguez como con su apoderado, Alonso Delgado, más de 500 novillos y 120 vacas (AGN, SC, A, tom. 1, leg. 8, doc. 11, ff. 522 r.-554 r.). También hay noticias de que para finales del siglo XVI llegaban a Santafé millares de carneros capados y cojudos procedentes de la hacienda del sitio de Cucunubá (perteneciente a un tal Martín Rodríguez), los cuales eran adquiridos por el entonces obligado del abasto, Pedro Madero (AGN, SC, CC20, ff. 852 r.-852 v.).

En ese entonces, cada cabeza de carnero que ingresaba para su sacrificio en la carnicería valía entre 8 y 9 reales y la de cada bovino, entre 20 y 29 (dependiendo de si era novillo o vaca), precios que evidentemente se elevaron después de 1607, cuando la Real Audiencia impuso el pago de alcabalas sobre la carne de res y de carnero que se pesaba en los rastros del altiplano (AGI, S, 66, # 100, ff. 1 r.-1 v.). De modo que, teniendo en cuenta las cifras que se refieren arriba (ofrecidas por los escasos datos disponibles sobre la matanza en las carnicerías), y que el consumo llegaba a ser mucho menor al aludido durante la Cuaresma, se puede calcular que en las postrimerías del siglo XVI en Santafé se consumían anualmente entre 3.640 y 4.160 carneros. Y si con base en las cifras arriba expuestas calculamos que una res de aquel entonces que se consumía en la ciudad pesaba como mínimo entre 183 y 192 kilogramos7, podemos decir que, semanalmente, se beneficiaban en aquel rastro unos 30 novillos, es decir, la ciudad requería por lo menos cada año unos 1.560 bovinos para su sustento.

Fuente: elaboración propia

FIGURA 2 Pueblos proveedores de ganado mayor y menor para la ciudad de Santafé  

Cabe reiterar que, desde las primeras décadas del siglo XVII, Sa nta fé emergió como una importante área de demanda de los ganados mayores producidos en el Alto Magdalena (que comprendía a Neiva, Timaná, Coyaima y Natagaima) y Tierra Caliente (integrado por Tocaima, Ibagué y Purificación), así como de los caprinos criados masivamente en los pueblos adyacentes y en la vecina jurisdicción de Tunja. De este modo, entre 1640 y 1668 ingresaron a la dehesa de Bogotá (para el consumo de Santafé), desde la primera área señalada, aproximadamente 17.594 reses y desde la segunda (durante el periodo comprendido entre 1600 y 1668), unos 7.285 vacunos. En particular, para dicha centuria la mayor parte de los ganados mayores que se consumían en la ciudad de Santafé provenían de Neiva (66,6 %), Ibagué (8,3 %), Timaná (4,3 %), los pueblos de Coyaima y Natagaima (4,3 %), Tocaima (4,2 %) y Purificación (3 %). El 9 % restante era oriundo tanto de diferentes dehesas, estancias y haciendas del altiplano muisca8, como de algunos pueblos de esta área.

Entre mayo de 1669 y enero de 1670, tan solo en la dehesa de Bogotá, se vendieron 918 carneros, y se sacrificaron, para proveer a la ciudad de Santafé, otros 968. En promedio, solo desde esta propiedad se destinaban cada siete días para la provisión de la capital entre 35 y 56 de dichos animales. Del mismo modo, entre los meses de abril de 1669 y enero de 1670 se destinaron para el consumo de la ciudad 1.088 bovinos (AGN, SC, CV, 7, ff. 794 r.-807 r.). Así, en aquellos años se requerían como mínimo por semana, aproximadamente, 57 vacunos, lo que quiere decir que la demanda de carne bovina empezó a superar con cierto margen a la del caprino, lo que puede explicarse por el crecimiento demográfico gradual y sostenido de la población y por la extensión de la oferta vacuna gracias a la integración del hato ganadero de los pastizales del Alto Magdalena al hinterland de la capital durante el segundo cuarto del siglo XVII9.

Los últimos años del siglo XVII y los primeros del XVIII se caracterizaron por la disminución de los rebaños de ganados mayores y menores que ingresaban para el consumo santafereño, específicamente en los años de 1695, 1698-1699, 1701, 1705 y 1709. Esto fue el resultado de diferentes factores, tales como violentas alteraciones meteorológicas en los centros de producción del altiplano, la salida de novillos desde al Alto Magdalena hacia Quito, la mortandad de vacunos en la dehesa de Bogotá y los constantes hurtos cometidos en esta heredad. A pesar de ello, entre los años de 1709 y principios de 1711 la ciudad había consumido, según los datos oficiales proveídos por los obligados de su carnicería, más de 6.676 carneros. Solamente entre abril de 1710 y febrero de 1711 habían sido pesados en las carnicerías de la ciudad 2.509 de estos animales (AGN, SC, CV, 10, ff. 821 r.-825 v.). En ese entonces, al parecer, en Santafé se consumían semanalmente entre 55 y 70 carneros. Ello permite estimar que entre 2.500 y 3.200 de ellos eran absorbidos anualmente por la ciudad. Alrededor del 62 % provenía de la vecina provincia de Tunja.

Fuente: elaboración propia a partir de AGN, SC, CV, 10, ff. 821 r.-825 v

Carneros sacrificados en las carnicerías de Santafé, 1710-1711  

En cuanto al consumo de ganado bovino, en 1708 se pesaron en la carnicería de Santafé 6.267 novillos y habían sido ingresados (entre el 22 de marzo de 1708 y el 17 de marzo de 1709) para la ceba en la dehesa de Bogotá 12.100 de aquellas bestias (AGN, SC, CC , 41, ff. 1007 v.-1008 r.). Posteriormente, entraron a la sabana de Bogotá, provenientes en su mayor parte de la provincia de Neiva y de Tierra Caliente, entre el 24 de mayo de 1709 y el 27 de julio de 1712, aproximadamente 11.552 reses. En promedio, en la capital se consumían, anualmente, durante los postreros años del siglo XVII y principios del XVIII, entre 5.400 y 6.200 vacunos. Como se aprecia en la figura 4, tan solo entre el 17 de abril de 1710 y el 22 de enero de 1711 se sacrificaron en los tres rastros de Santafé 5.409 reses. En promedio, en aquellos años se mataban en la capital entre 118 y 143 novillos cada semana. Dos semanas fueron especialmente críticas en el consumo de ganados mayores (una en el mes de julio de 1710 y otra en enero de 1711), dado que, al parecer, no habían llegado desde la provincia de Neiva los millares de rumiantes que se esperaban comúnmente para las fechas de San Juan y Navidad, a fin de repoblar el hato vacuno de la dehesa de Bogotá, que por esa misma época padecía una grave mortandad entre sus animales como consecuencia de la baja calidad de los ganados introducidos allí desde la provincia de Neiva, pues llegaban muy enjutos, agotados, débiles y, por ende, bastante proclives a padecer gusaneras y diversas epizootias. Hacia 1715, el entonces obligado del abasto de la ciudad calculaba que durante los cuatro años que llevaba en su cargo se habían introducido en la dehesa de Bogotá 12.322 novillos y 10.169 carneros (AGN, SC, A, tom. 1, leg. 6, doc.8, ff. 518 v.-519 r.).

Fuente: elaboración propia a partir de AGN, SC, CV, 10, ff. 809 r.-813 r

Novillos sacrificados en las carnicerías de Santafé, 1710-1711  

A grandes rasgos, el precio promedio de los novillos ingresados para su consumo en la capital del Nuevo Reino durante dicho siglo estuvo en un promedio de 22 reales, aunque a lo largo de aquellos años su costo osciló entre 13 (como mínimo) y 32 reales (como máximo). En la figura 5, construida a partir de la información dada por los protocolos notariales, se observan algunas tendencias en el precio de los novillos de las que, desafortunadamente, solo tenemos algunas explicaciones parciales. De este modo, entre 1615 y principios de la década de 1640 el precio de cada cabeza de ganado mayor se mantuvo relativamente estable, más o menos entre unos 16 y 18 reales. Posteriormente, en la década de 1650, dicho costo sufrió agudas oscilaciones de cuyas causas no tenemos noticias, pues el valor subió hasta los 27 reales y luego bajó hasta menos de 15. Sin embargo, puede aventurarse (a modo de hipótesis) que la sobreoferta que se dio como consecuencia del ingreso al mercado santafereño de ganados provenientes de las más tardías jurisdicciones de Coyaima, Natagaima y Purificación incidió en el descenso del precio de los bovinos a inicios de tal decenio. Poco a poco el valor de cada novillo se fue recuperando y tendió al alza, por lo menos hasta los primeros años de la siguiente década, cuando nuevamente el precio de la res volvió a mostrar sobresaltos (pero no tan agudos como en los años previos), ya que después de la depreciación de los primeros años de la década de los sesenta el costo de cada animal se mantuvo entre 20 y 25 reales hasta, aproximadamente, los postreros años de la década de 1680.

A partir de esta fecha, el precio de la res tendió al alza, hasta alcanzar su cúspide a finales de la década de 1690 y se mantuvo así (con una breve baja) hasta el primer lustro del siglo XVIII. Este incremento estuvo relacionado con varios factores, en primer lugar, la preferencia de los ganaderos de la provincia de Neiva durante esos años por llevar sus ganados hacia Popayán, Pasto, Ibarra y Quito, dado que se pagaban a mejor precio y las condiciones del transporte eran menos traumáticas. Por ende, la salida de vacunos con destino a esos mercados rivales de Santafé llevó a que se distribuyeran menos animales hacia la capital o que se destinara para su provisión la sobra de los hatos, lo que produjo una disminución de la oferta que dio pie al aumento del costo de los bovinos.

En segundo lugar, después de esta intempestiva alza, el costo por animal descendió un poco (por lo menos en 5 reales) y se mantuvo estable hasta comienzos del siglo XVIII, debido a las medidas impuestas por el Cabildo santafereño (y por la Real Audiencia) para frenar el incremento de los precios de los vacunos, como las sanciones a todos los criadores que se atrevieran a llevar ganados hacia aquellos espacios meridionales rivales; la obligación de los ganaderos de la provincia de Neiva del envío anual hacia la capital de 4.500 novillos, y la terquedad del obligado (o encargado del abasto cárnico de dicha capital) en no dar por una res que llegara en óptimas condiciones de peso más allá de 28 reales. Después de 1705, el precio de los novillos provenientes de la aludida zona de producción pecuaria cayó estrepitosamente, como consecuencia de que sus criadores solo llevaban a Santafé el ganado de “desecho” (es decir, el más flaco y de menor calidad) y, por el contrario, el más gordo y saludable era distribuido clandestinamente hacia la gobernación de Popayán y la Audiencia de Quito. Por tal razón, los tratantes de ganados de Santafé y el encargado de su abasto lo pagaban muy mal, a menos de 20 reales por cabeza.

Fuentes:AGN, NPB, 45, 46b, 50, 59, 60 y 61; r 12, 17 y 24) y NSB (tom. 76 y 86; r 8)

FIGURA 5 Precio (en reales) de los novillos introducidos a la dehesa de Bogotá durante el siglo XVII para el consumo santafereño  

El precio de la arroba de la carne y el de las velas (y demás subproductos) también tuvieron una tendencia ascendente a finales del siglo XVII, lo que estaba ligado a los factores antes mencionados, así como al acrecentamiento de los costos para el obligado en aras de la provisión cárnica de la capital. En relación con los años anteriores, aumentó la arroba de res por lo menos en 3 tomines y el costo de la libra de velas se duplicó. Contrariamente, la calidad de la carne declinó y mermaron tanto el peso como los atributos de las candelas. Las exiguas ganancias obtenidas por los obligados de estos años provenían de las novedades introducidas en el suministro de este último objeto. En general, fueron años negativos para asumir este negocio, y por ello fue difícil encontrar a quién adjudicarle el estanco de las carnicerías la capital. Por aquellos años, hasta 30 pregones se realizaban en las ciudades de Tunja, Neiva, Purificación y Timaná, sin que ningún candidato presentara su postura ante el Cabildo santafereño10.

A grandes rasgos, el sistema de abasto santafereño funcionaba con una dinámica similar al de otras ciudades y villas del mundo hispánico, esto es, bajo la figura de un remate que periódicamente otorgaba el Cabildo a quien aseguraba el aprovisionamiento cárnico de la urbe, con los mejores precios durante determinado tiempo, a cambio de ciertos privilegios comerciales, como el monopolio en el beneficio, expendio y venta de la carne y de diversos subproductos derivados de los ganados sacrificados en el matadero local. En el caso particular de la ciudad de Santafé, detrás de la figura del aludido obligado del abasto se encontraban los abonadores, en quienes se apoyaba el primero para obtener las reses que necesitaba para cumplir con el convenio adquirido con el ayuntamiento, y con quienes se repartía las ganancias provenientes de este negocio. Estos sujetos tendían a ser ricos tratantes de ganados que, gracias a sus vínculos con otros comerciantes o directamente con los criadores, tenían la capacidad de atraer hacia la capital, desde diversas zonas de producción ganadera, a los animales que se requerían para su aprovisionamiento cárnico.

Eran, pues, estos individuos agentes que integraban la cadena de suministro de la ciudad. Otra de las funciones que ejecutaban los abonadores consistía en reemplazar al obligado en sus tareas en caso de ausencia temporal por enfermedad u otras circunstancias adversas. Asimismo, en sus actividades cotidianas el obligado debía estar respaldado por un fiador, quien con su peculio debía garantizar que aquel individuo cumpliera con los deberes y responsabilidades asumidas. En otros espacios del orbe indiano esta figura podría haber desempeñado un papel irrelevante, pero en el caso santafereño tal situación no se presentaba, pues quien tendía a desempeñar este rol era el dueño de la dehesa de Bogotá, es decir, el más rico propietario de tierras y tratante de ganados del altiplano cundiboyacense, quien de esa manera participaba en el negocio de la reventa de ganados, cuando no lo ejercía directamente como abastecedor oficial de la capital o como uno de sus abonadores.

El apoyo de esta persona a quien aspiraba al abasto santafereño era crucial para su elección como tal, pues poseía la más extensa y rica zona de ceba del reino, y los ganados que negociaba (provenientes en su mayoría del valle del Magdalena) gozaban de buena fama y estima entre los habitantes de todas las jerarquías sociales de la ciudad. A la par, como las tierras de la dehesa de Bogotá eran destinadas a apacentar a los ganados reservados para el aprovisionamiento santafereño (a cambio del pago del derecho de arrendamiento), resultaba indispensable que la persona encargada del abasto de la ciudad tuviera contacto permanente con el dueño de estas heredades, y por ello era usual que uno y otro estuvieran vinculados por relaciones de parentesco y compadrazgo.

Paralelamente a estos individuos existían los proveedores semaneros, un grupo de ganaderos locales (y de algunos tratantes) a quienes el Cabildo asignaba diez semanas del año para que proveyeran el rastro de la ciudad y gozaran de las prerrogativas que esto conllevaba. Esta era una práctica legitimada por la costumbre y la tradición que, en el caso santafereño, favorecía a quienes habían proveído a esta capital con reses y carneros durante las épocas de escasez de estos mantenimientos alimenticios, o cuando había estado ausente la aludida figura del obligado del abasto. Este último casi siempre tuvo una relación hostil con los semaneros, pues consideraba que acaparaban y vulneraban algunas de las dispensas monopólicas de su postura. Al respecto, en 1698 el entonces obligado del abasto, Salvador García de Galvis, adujo que se oponía a repartir esas semanas entre los criadores porque ello significaba “perjudicarme en el dispendio que tengo prevenido en virtud de mi obligación”, y además porque ya tenía 6.000 carneros listos para el abasto, los cuales no se consumirían en su totalidad si a la carnicería ingresaban animales de otras personas (AGN, SC, A, 12, f. 1021 r.). A pesar de los continuos recelos que manifestaba el aludido obligado contra esta usanza (y que en algunas ocasiones estuvo apoyada por el procurador general de la ciudad), el Cabildo casi nunca renunció a esta potestad, pues la consideraba uno de sus atributos soberanos como ente corporativo local y una estrategia o contrapeso para controlar el precio de la carne, en cuanto daba salida a los excedentes pecuarios de los vecinos de la sabana de Bogotá.

Las diversas tareas que requería el sostenimiento del rastro, tales como el cuidado de los carneros destinados al aprovisionamiento (y que se ponían a pastar en las tierras de Bobacé y Bogotá), el sacrificio de los ganados, la extracción del sebo y el expendio de la carne estaban a cargo de un grupo de indios (entre 12 y 15) quienes, como concertados con el obligado y según lo estipulado por ordenanzas, percibían a cambio de su servicio un salario anual que osciló, desde finales del siglo XVI hasta las postrimerías de la centuria siguiente, de 12 a 20 pesos. Estos trabajadores también percibían semanalmente una serie de raciones que incluían una arroba de carne de vaca y tres fanegas de maíz, todo lo cual (junto con su sueldo en moneda o en especie) debía ser costeado por el mencionado obligado. También eran ocupadas allí dos indias, quienes recibían 6 mantas anuales y la misma cantidad de carne que sus compañeros a cambio de separar el sebo11.

A todas luces, el abasto de la carnicería era un negocio que exigía gastos e inversiones, entre los que se encontraban: el arrendamiento de pastizales y ejidos; la cancelación de derechos de propios; el desembolso del salario y las raciones de la mano de obra; la adquisición de herramientas (para la matanza de los ganados, el expendio de la carne y la elaboración de velas); la compra de los animales de labor para el trasporte de la carne desde el matadero central hacia las carnicerías subsidiarias; la adquisición de los avíos y de los alimentos que requerían las bestias; la obtención de los centenares de arrobas de algodón que se necesitaban para elaborar las mechas de las lumbres; el pago de los peones encargados del transporte de la carne, y la búsqueda de ganados en los centros de producción pecuaria más cercanos.

Otra de las responsabilidades del obligado al asumir la postura consistía en proveer a la ciudad de 40 toros para las fiestas reales o de la ciudad, pero de ningún modo para las celebraciones particulares organizadas por las cofradías. A principios de la década de 1570, el entonces obligado del abasto santafereño, Gaspar Rodríguez, calculaba que todo (excepto las gabelas) le costaba la notable suma anual de 1.827 patacones. En general, en aquel entonces el beneficio semanal del ganado producía unos 138 pesos y 6 tomines. A la par, las pérdidas cotidianas por este mismo lapso ascendían a 10 pesos y 6 tomines. Muchos de estos problemas eran generados por la mala operación con los cueros y los menudos.

Así mismo, eran causados por la muerte, el extravío y el robo de animales, o por la poca demanda cárnica durante la Cuaresma (AGN, SC, A, tom. 1, leg. 8, doc. 11, ff. 553 r.-554 r., 555 r.-555 v.).

Ahora bien, si dicha empresa se administraba bien y las circunstancias de la producción ganadera eran favorables, reportaba importantes ganancias y usufructos. El abasto de la carne debía ir unido a otros negocios, como la manufactura de velas de sebo y el beneficio de cueros, para que diera los más óptimos rendimientos. No faltaban los obligados que para incrementar sus dividendos incurrían en diversos fraudes, como alterar las romanas y las básculas, robarle hasta cuatro onzas a la libra de sebo, vender la carne sin desangrar “y de no entero peso”, alterar el volumen de las velas con harina y sal o elaborarlas con adulterados pabilos de lana en vez de algodón. Todas ellas una serie de prácticas tramposas, muy corrientes por aquel entonces, y que el Cabildo trataba de corregir con visitas esporádicas por parte de algunos de sus diputados a los mataderos y tajones.

A la par, el obligado trataba de maximizar sus beneficios exhortando al Cabildo a que implementara medidas drásticas que prohibieran el comercio clandestino de carne, sebo, cueros y que vedaran la fabricación casera de velas. Cabe decir que el monopolio sobre el abasto santafereño no siempre resultó ser un ejercicio atractivo, hubo años en que no se presentaba postor y, por ende, el Cabildo se veía obligado a constreñir a los vecinos de la jurisdicción para que enviaran sus ganados a la capital, o bien la misma Audiencia forzaba a los corregidores para que acopiaran ganados en los pueblos bajo su mando y con ellos surtieran por unas cuantas semanas al rastro municipal. A grandes rasgos, los pueblos de los alrededores de Santafé eran la despensa pecuaria de esta capital, particularmente en tiempos de desesperación y crisis12. Era común que se llevaran a tal destino, en aquellos periodos aciagos, desde el valle de Machetá, el pueblo de Tibirita y el partido de Guatavita, grupos de hasta dos centenares de reses,

cuyo comercio se realizaba a través del camino que pasaba por las localidades de Gachancipá, Sopó y Sesquilé13 (AGN, SC, A, tom. 1, leg. 5, doc.3, ff. 298 r.-312 r.).

En general, situaciones como las matanzas fuera de la carnicería y, en consecuencia, el comercio secreto y al menudeo de la carne fresca y de las materias primas derivadas del ganado restaban muchos dividendos al obligado. Del mismo modo, la venta en las pulperías de velas fabricadas fuera de las carnicerías (en pequeñas unidades domésticas de producción), así como la adquisición realizada por las tenerías de cueros que no habían sido procesados en el rastro local, minimizaban aún más la obtención de utilidades. Ambas fueron situaciones que trataron de ser contrarrestadas por el Cabildo santafereño (o por lo menos eso se prometió en varias ocasiones) con la imposición de multas, penas de cárcel, castigos corporales, amenazas de destierro y hasta la advertencia de que los reincidentes serían enviados a realizar trabajos forzados en los temibles presidios de Cartagena. En 1682 y 1685 los entonces obligados del abasto -el capitán Juan Rodríguez de Moya y Diego de Narváez, respectivamente- manifestaron ante el ayuntamiento y la Real Audiencia que las personas que efectuaban este tipo de ventas clandestinas defraudaban al Cabildo y al Real Erario por no pagar alcabalas, el derecho de ejidos y los propios (AGN, SC, A, tom. 1, leg. 8, doc. 20, f. 826 r.). Asimismo, se expresó que tales individuos mercadeaban carne de mala calidad, perpetraban trampas en su peso y sacrificaban ovejas y borregos en vez de carneros.

Se decía por entonces que dichos individuos le robaban a cada arroba de carne entre cuatro o seis libras. Ante esta situación, que ponía en peligro los asientos que el Gobierno establecía con particulares, al igual que la veracidad en los pesos y medidas, el 27 de abril de 1682 el presidente de la Audiencia, don Francisco de Castillo de la Concha, amenazó con diversos tipos de sanciones a los infractores:

[...] que ninguna persona de cualquier estado, calidad o condición que sea con ningún pretexto sea osado a matar en esta ciudad ni entrar muertos en ellas ningunos ganados mayores ni menores ni los vendan pesados ni sin peso pena, si fuere persona de calidad, de cien patacones por la primera vez, doscientos por la segunda, cuatrocientos por la tercera y si prosiguiese se procederá a las demás penas pecuniarias de destierro que haya lugar fuera del perdimiento de los ganados, y si fuere gente ordinaria, fuera de perderlos por la primera vez un mes de cárcel, por la segunda vergüenza pública y por la tercera doscientos azotes y si prosiguieren dos años de fábrica en las de Cartagena; y ningún indio sea osado a vender por las calles carnero ni ningún tratante en su tienda so las mismas penas. (AGN, SC, A, tom. 1, leg. 8, doc. 20, f. 828 r.)

Pero ni las amenazas con aquellos escarmientos ejemplares ni otro cualquier tipo de esfuerzo ni estrategia coactiva pudieron frenar este tipo de economía informal. De modo que, al margen del suministro legal y oficial de carne y de sus productos derivados, subsistía un comercio encubierto de estos efectos del cual se beneficiaban los integrantes de las más bajas esferas de la sociedad, pues pocos de ellos poseían los ingresos suficientes para adquirir una arroba de carne en el rastro oficial. Sin lugar a dudas, para el pueblo llano obtener la carne en estos rastros clandestinos era mucho más ventajoso, ya que expendían la carne en volúmenes menores y con un costo más asequible para sus bolsillos.

La distribución subrepticia de la carne se realizaba en los barrios de la ciudad, así como en los pueblos aledaños de Bosa, Soacha, Fontibón, Engativá y en una venta ubicada en el puente de Bogotá. En general, esta actividad era llevada a cabo por pequeños negociantes que acopiaban ganados -muchos de ellos mal habidos- en algunas estancias que habían arrendado en la sabana. De ellos sacrificaban ocho a diez por semana, y la gran mayoría de esta carne era después adquirida por revendedores y recatoneros que se internaban en los pueblos del altiplano y en los barrios de la capital para distribuirla. Muchos de los animales que se beneficiaban en estos rastros clandestinos provenían de pequeñas propiedades ganaderas ubicadas en la sabana; algunos eran reses procedentes de tierras forasteras que no habían sido adquiridas por el dueño de la dehesa de Bogotá ni por los otros abonadores del abasto santafereño, porque no cumplían con la calidad exigida, y otra porción se derivaba de los hurtos que se cometían tanto en esta gran heredad como en otras haciendas de la jurisdicción14.

Algunas industrias de transformación de materias primas pecuarias

En un texto ya clásico en la historiografía económica hispanoamericana, Ruggiero Romano afirma que los estudios sobre las industrias de transformación de géneros agrícolas y ganaderos -y en particular acerca de la elaboración de velas- continuaban siendo muy pocos. Estas actividades abarcaban la manufactura de cueros, la producción de sebo, la elaboración de candelas, la fabricación de jabón y la salazón de carnes. Este último renglón es el mejor conocido hasta el momento, dado que desempeñaba un papel fundamental -junto a las galletas- en el abastecimiento de los barcos que participaban en el comercio marítimo intraoceánico (247, 252). En específico, ha recibido cierta atención la producción de cecinas que se llevó a cabo en el Río de La Plata durante el siglo XVIII y cuyos mercados se encontraban en las zonas auríferas y de extracción de piedras preciosas del interior del Brasil, los centros argentíferos del altiplano andino y las plantaciones azucareras del Caribe (Garavaglia; Giberti; Levene; Mendoza).

Aunque no llegó a alcanzar las magnitudes de aquel espacio, las fuentes consultadas nos han permitido acercarnos un poco a ciertos rasgos de estas actividades manufactureras en la capital del Nuevo Reino de Granada y sus zonas aledañas. Bien vale la pena que dediquemos un acápite a un aspecto tan abandonado por las investigaciones históricas, aunque este sector transformador -en oposición al del Río de la Plata- solo hubiera tenido como destino de consumo a un restringido mercado local e interno.

Cabe recordar que, a lo largo de las centurias señaladas, la creciente población santafereña -que en el transcurso de aproximadamente un siglo y medio se había quintuplicado- requería de manera constante grandes cantidades de productos elaborados a partir de las materias primas que se extraían del ganado mayor y menor. Sobre estas industrias subsidiarias, que demandaban a su vez voluminosos conjuntos de vacunos y ovinos, hemos encontrado muy pocos rastros, pero gracias a un documento hallado en el Archivo de Indias, en el cual el español Miguel Sánchez de Villoslada pedía permiso a la Real Audiencia para establecer -bajo el sistema de asiento- una almona o jabonería en la capital en 1621, podemos conocer algunos detalles de esta actividad económica.

Sánchez de Villoslada había sido maestro en este oficio en los reinos del Perú, Chile y Tucumán. Como tal, se había dedicado a la producción y venta de jabón tanto en Lima como en los valles de Trujillo. Había conocido la manera en que funcionaba este negocio en la península ibérica (Andalucía y Extremadura) y en los virreinatos del Perú y la Nueva España. Y se comprometió a entregarle una cantidad de 1.000 reales a la Real Hacienda anualmente si se le daba la exclusiva potestad de producir jabón para aquel mercado, lo cual significaba la prohibición del comercio de este producto y de su materia prima a otras personas, “ni por grueso, ni por menudo, en público ni en secreto”, bajo la pena a los infractores de 10.000 maravedíes. También solicitaba la merced de varios indios para que, a cambio de un jornal, laboraran en el servicio de la proyectada almona y lo proveyeran de ceniza y leña.

A juzgar por lo que se expresa en dicho documento, en aquel entonces tal actividad económica no estaba monopolizada por un solo postor ni regulada por los cabildos neogranadinos. Este género no se importaba desde Castilla, puesto que se deterioraba muy fácilmente con el viaje trasatlántico. Por esa razón, la elaboración y el comercio de las diversas variedades de este producto habían dado pie a un intenso tráfico interior que tenía como principal foco de demanda a las ciudades y a los pueblos de indios de la meseta muisca. En Santafé, Tunja y las localidades circunvecinas se requerían continuamente grandes cantidades de “jabón cuajado o raso” y de “jabón de tierra en pan” para utilizarlo, bien en el lavado de la ropa, bien para la limpieza personal. Esta mercancía se elaboraba con sebo de vacuno y con ceniza del árbol de guácimo (Guazuma ulmifolia) en las pequeñas unidades domésticas de producción que existían en el valle del Magdalena, en particular en Ibagué, Tocaima, Mariquita, Sutagaos, Honda y Riogrande, y como carecía de lejías que pudieran causar lesiones en la piel, era considerado de muy buena calidad, a pesar de su color oscuro. A su fabricación se dedicaban sobre todo mestizos e indios ladinos y sus familias, las cuales no solo pagaban sus demoras y requintos con el comercio de aquel producto, sino que accedían al consumo de otros géneros mediante el trueque con este objeto, pues carecían de cualquier tipo de moneda que les permitiera realizar tratos al contado (AGI, E, 765b, ff. 4 r.-4 v.).

Como se advierte en las fuentes consultadas, la fabricación de este tipo de jabón estaba en manos de los naturales y de unos cuantos vecinos pobres que habitaban en las dehesas de Tierra Caliente, cuya actividad manufacturer también había estimulado la crianza de bovinos en aquellos confines. La elaboración de jabón en estos lugares garantizaba el abasto continuo del mercado santafereño y de las zonas vecinas. Esta oferta constante había incidido en que dicho producto se mantuviera con un precio barato (que tendía a la baja, pues una libra valía menos de un tomín y la arroba, “un peso y ducado de plata”), y a tal objeto tenían acceso los habitantes más humildes a través de permutas con otras mercaderías. Al igual que con el jabón “de la tierra”, a lo largo de la Tierra Caliente y en el valle de Neiva existían pequeñas fábricas domésticas de tasajos, un tipo de carne salada, secada al sol y casi incorruptible que se elaboraba sobre todo para ser vendida a los viajeros que recorrían los caminos de aquel territorio. Este tipo de carne curada se preparaba en unos artefactos verticales construidos con guadua a los que se llamaba tasajeras, y que eran muy comunes en las áreas rurales de aquellos contornos15.

Al mismo tiempo, en las ciudades y pueblos de la sabana cundiboyacense, las personas más pudientes demandaban un tipo de jabón mucho más fino que se elaboraba con aceite de manatí y de caimán en Cartagena y Mompox, cuyo precio por libra oscilaba entre 2 y 3 tomines, dependiendo de si era “de pan” o “blando”, y que se consideraba mejor que el castellano pues no poseía ingredientes como caparrosa y almagre. Aun así, de este jabón de origen caribeño adujo Miguel Sánchez, a fin de ganar el favor para su proyectado negocio, que producía en la piel de quienes lo usaban empeines, lamparones, sarna e incluso el temido mal de san Lázaro (AGI, E, 765b, f. 17 r.).

En general, el Cabildo santafereño y el defensor de naturales del reino, Juan Rodríguez Corchuelo, se opusieron al aludido asiento, ya que vulneraba el principal trato y granjería a que se dedicaban muchas familias del valle del Magdalena que no tenían “otras rentas y oficios con que poder sustentarse”. Igualmente, consideraban que, si se desplazaba cualquier posible competidor en la oferta de jabones finos y ordinarios para dicho mercado, existía el peligro de que este escaseara, aumentara de precio y no lo pudieran adquirir las personas menesterosas, “por carecer de dinero para comprarlo al contado”. Además, aquel jabón producido por Miguel Sánchez en su almona al pie del río San Francisco era conocido por su mala calidad y sus efectos nocivos para la salud, pues era cuajado con sal, no blanqueaba y se convertía en una viscosa levadura al meterse en el agua (AGI, E, 765b, f. 9 r.).

Uno de los principales negocios llevados a cabo por los obligados del abasto santafereño era la fabricación y expendio de velas de sebo, que tan indispensables resultaban para iluminar los hogares, templos y minas de veta. Su precio por libra a todo lo largo del siglo XVII fue superior al arrelde de carne de carnero y casi equivalente a la arroba de res. En las carnicerías de la capital, este tipo de velas se labraba por palancas, cuyo peso por unidad ascendía a un poco más de 7 arrobas y anualmente se producían 300. A la par, una palanca también equivalía a 18 atados de velas. Por ende, del rastro municipal salían con aquella periodicidad más de 26 toneladas de velas de sebo, las cuales eran vendidas por arrobas tanto al menudeo como por junto, lo que generaba un ingreso anual de por lo menos 7.200 pesos.

El sebo producido en dicho rastro también se vendía por ramas y su excedente era enzurronado o guardado en alforjas de cuero para evitar que se “malbaratasen y echasen a perder”. Las velas de sebo fabricadas en la carnicería iban a parar a manos de tratantes (algunos de los cuales adquirían entre 300 y 500 arrobas) que luego las revendían a más del doble de su precio original en las pulperías de la capital. También era usual la formación de compañías entre el obligado y los tratantes con mayor capacidad adquisitiva, para controlar entre ambos dichos negocios, y a tal efecto unos se comprometían a poner el sebo y otros a adquirir los pabilos que debían ser de hilo de algodón, un negocio en el cual se invertía como capital hasta 2.000 pesos (AGN, SC, CC, 23, ff. 927 r.-984 r.). Pero la producción de este objeto estaba lejos de ser monopolizada por el rematador del abasto y su red de tratantes pues, como se mencionó unas páginas atrás, existía una manufactura casera, a la cual el Cabildo no se oponía, siempre y cuando se limitara a cubrir las necesidades del ámbito doméstico y su excedente no se mercadeara.

Aun así, subsistía una industria clandestina de velas de sebo que cubría una cuota de la demanda en los barrios de la capital santafereña; las velas también llegaban a distribuirse públicamente -junto con las que habían salido lícitamente del rastro municipal y hacían parte del estanco- en las más de 100 pulperías que había en la ciudad a finales del siglo XVII, tal como se verificó en una inspección realizada por algunos diputados del Cabildo en 1698 para recoger las velas de muy mala calidad que había distribuido en la capital el entonces obligado, Salvador García de Galvis. En tal pesquisa se descubrió que a dichos géneros les faltaban entre 5 y 11 onzas del peso legal, se les había mezclado sal y harina para hacerlas más gruesas, en tanto que sus pabilos habían sido fabricados con una mezcla grosera de algodón y lana16.

No debe olvidarse que la dehesa de Bogotá también producía velas de sebo para el abasto de Santafé y sus contornos. Desgraciadamente, en los pocos libros de cuentas que sobreviven sobre esta propiedad hay muy pocos datos al respecto. Sin embargo, sabemos que entre el 26 de abril y el 31 de octubre de 1669 se produjeron allí 187 arrobas de tal género, cuyo costo total se calculaba en 510 pesos, es decir, a 23 reales la arroba (AGN, SC, CV, 7, ff. 745 r.-745 v.). Posiblemente, un centro de demanda importante de estas manufacturas fueron las minas de plata cercanas de Mariquita, Santa Ana y Las Lajas, pues se necesitaban constantemente este tipo de candelas para alumbrar las vetas subterráneas de dicha región. Una porción de las velas que circulaban en este distrito se producía localmente, mientras que otras llegaban desde diversas poblaciones del altiplano muisca17.

En ese entonces también existían en Santafé varias tenerías dedicadas a la curtiduría de los pellejos de res y de carnero, donde se elaboraban elementos indispensables para la vida cotidiana como rejos, zurrones, odres, cinchas, avíos, plantillas, cordobanes y badanas. Los cueros también eran utilizados como lechos para dormir o como las puertas y ventanas de las viviendas más sencillas. Cada uno de estos negocios funcionaba con licencias expedidas por el ayuntamiento. Entre sus deberes se encontraba proveerse por lo menos con la mitad de las corambres producidas por el obligado, quien comerciaba cada cuero al precio de dos o cuatro reales, dependiendo de si era de vaca o de novillo. No obstante, a pesar de que dicho obligado trató en varias ocasiones de monopolizar la provisión de estos pequeños talleres, no pudo desplazar de este negocio a los jesuitas, pues estos alegaban que poseían una real cédula que les otorgaba facultades para matar ganados y beneficiar pieles, así como para fabricar suelas en sus estancias establecidas en la sabana (AGN, SC, A, tom. 1, leg. 3, doc. 4, f. 632 r.).

Dada la existencia de este sector competidor, la mayor parte de los cueros producidos por el obligado debían ser manufacturados en su propia tenería -o en la establecida desde mucho tiempo atrás en la dehesa de Bogotá-, pues de no hacerlo existía el peligro de que las pieles resultantes de los animales sacrificados en las carnicerías se quedaran sin mercadear y sin generar ninguna renta. Para la década de 1680 había tres grandes tenerías en la capital, como la de los jesuitas -cuyo administrador se llamaba Blas García-, la del doctor Martín Pérez de Galarza -dirigida por el mayordomo José de Montalvo- y la de la dehesa de Bogotá -administrada por un tal Luis de Toro-, y cuyos dueños eran los hermanos don Fernando y don Alonso Beltrán de Caicedo -propietarios de esta gran heredad- en asocio con Juan Rodríguez de Moya -administrador de aquella posesión y antiguo obligado del abasto cárnico santafereño-.

Sin lugar a dudas, durante nuestro periodo de estudio esta fue la más importante tenería de Santafé y la principal proveedora de corambres brutas y procesadas, tanto allí como en los pueblos circunvecinos, así como en las no muy lejanas minas argentíferas de Mariquita. Según se manifiesta en el libro de entradas y salidas de aquella tenería (que va desde marzo de 1680 hasta los primeros meses de 1682), en aquel establecimiento laboraban 2 esclavos y 15 concertados (entre oficiales y peones), quienes recibían un salario nominal anual de, aproximadamente, 30 patacones y raciones semanales de carne, pan y algo de pescado. Cada semana ingresaban a ella 121 pieles crudas de novillo y 80 de carnero. En el periodo señalado se contabilizaron en total en dicha tenería 15.849 cueros de res y 4.589 de ovinos. De esta cantidad fueron vendidos en total, unos 1.827 pellejos en pelo de novillo. El 36 % de ellos fueron adquiridos por los jesuitas, el 45 % por el doctor Martín Pérez de Galarza y el resto se expendió a pequeños compradores. Por otra parte, poco más de 100 unidades de cuero bovino fueron dadas al obligado de las carnicerías de la capital, a fin de que se fabricaran los zurrones que se requerían para almacenar sebo. Además, de aquel establecimiento salieron en ese periodo unos 2.947 pellejos vacunos ya procesados (a los cuales se les daba el nombre de medios y plantillas, cuyos precios oscilaban entre 6 y 8 reales) y 923 badanas o cueros ya curtidos de carnero (AGN, SC, RAC, tom. 50, leg. 5, doc. 11, ff. 552 r.-619 v.).

Ya hemos visto que estas industrias subsidiarias producían tanto utilidades para el obligado del abasto como algunos ingresos para el Cabildo santafereño. Asimismo, una importante fracción de la población derivaba su sustento cotidiano de la participación (al margen del estanco) en la manufactura de aquellas materias primas. Sin lugar a dudas, la fabricación constante de estos bienes de primera necesidad estimulaba la oferta de vacunos en los centros pecuarios ya señalados. Sin embargo, no debe olvidarse que estas industrias de transformación dependían de otros sectores económicos o producciones complementarias para garantizar su producción y funcionamiento. La elaboración de todos aquellos géneros provenientes de subproductos proporcionados por el ganado generó a su vez encadenamientos económicos con diversos renglones concentrados en la explotación de algunos recursos naturales o la fabricación de otros bienes.

La elaboración de velas demandaba cientos de arrobas de hilos de algodón provenientes, probablemente, de las zonas cálidas de la provincia de Tunja. De igual manera, la curtiembre de cueros exigía grandes cantidades de cal procedente del área salinera de Zipaquirá -o de las propiedades de los jesuitas- y decenas de toneladas de casca o cortezas de ciertos árboles que se usaban para curtir pieles, cuyo costo para la década de 1680 se calculaba en 3 cuartillos por cada arroba. Esta misma actividad exigía volúmenes considerables de hierba, afrecho y cargas de leña. La elaboración de jabón requería también este último elemento, la madera del árbol de guácimo -cuya ceniza era fundamental para hacer cuajar el sebo- y varias unidades de pailas de cobre que llegaban a representar el capital fijo más importante de este tipo de empresas. Para los años de 1680 y 1682, en la aludida tenería de la dehesa de Bogotá se consumieron 13.201 arrobas -unas 180 toneladas- de casca, la cual se tenía que triturar en uno de los molinos de aquella heredad para extraer los taninos que curtían las pieles y les daban flexibilidad -cuyos desperdicios iban a parar al río de Fucha-. También se gastaron 148 arrobas de cargas de hierba, 46 de leña y se invirtieron casi 400 pesos en cal, material este último que era requerido para curar y ablandar las corambres.

“Y mucha mortandad por la calamidad del tiempo”

A pesar de los continuos esfuerzos y las medidas impuestas por el Cabildo santafereño para mantener un precio regular y asequible de estos productos de consumo básico, los costos de cada uno de tales géneros se dispararon a finales del siglo XVII y principios de la siguiente centuria, puesto que en aquellos años las crisis de mantenimientos se volvieron casi crónicas en esta ciudad como consecuencia de varios factores que a continuación señalaremos y que, desafortunadamente, no podemos describir ni analizar con suficientes detalles dado que solo son enunciados en los manuscritos consultados.

En primer lugar, las anomalías climáticas que afectaron a las zonas de producción pecuaria proveedoras de Santafé (tanto aledañas como foráneas), las cuales se sucedieron con muy poca diferencia temporal. Entre 1692 y 1694, un largo verano había causado gran mortandad de los ganados vacunos del valle de Neiva, pues en algunas partes las manadas se redujeron a la mitad, disminuyó notoriamente el peso de las reses sobrevivientes y se diseminaron por varias leguas a la redonda en su búsqueda de agua y mejores pastos. Paralelamente, una peste de viruela, sarampión y tabardillo había diezmado a los “vaqueros y gente de servicio” de la zona; tanto fue así que muchos vecinos principales salieron por un tiempo de aquella provincia para no verse expuestos a contagiarse. Por esta causa, en varias heredades no había la mano de obra suficiente para llevar a cabo la recolección, el rodeo, el acopio y la yerra de los vacunos. Tan solo en la estancia del ganadero y alférez Jacinto del Castillo Riverol habían fallecido 18 de sus vaqueros, y por ello no había podido remitir con puntualidad 400 novillos hacia la dehesa de Bogotá (AGN, SC, A, tom. 1, leg. 9, doc. 15, ff. 735 r., 756 r.-756 v., 805 r.-805 v., 807 v.). De la misma forma, para entonces no había en la hacienda de La Manga (perteneciente a don Francisco Álvarez de Velasco) suficientes individuos para realizar el rodeo y conteo de todos sus ganados y tan solo el negro Juan Cácota (mayordomo de la hacienda) estaba ocupado en tales menesteres18.

Así que todas estas condiciones habían retrasado los envíos de rebaños hacia Santafé, incidido en que se redujera el número de reses en cada saca y provocado que los criadores del Alto Magdalena no cumplieran con el envío anual de 4.500 reses que les había impuesto la Real Audiencia de Santafé desde finales de la década anterior.

Cuatro años después, las bajas temperaturas nocturnas que intempestivamente se presentaban en los meses más cálidos del año -denominadas heladas- habían menoscabado los pastos de la dehesa de Bogotá, y por tal razón los ganados acopiados en esta heredad para su seba y purga se encontraban “muy flacos y descaecidos”, “entecados”, “convalecientes”, y por ende muy vulnerables a las plagas. Para entonces, ninguno de ellos se encontraba en las condiciones adecuadas de peso y calidad necesarias para ser sacrificados en la carniceira municipal. En una inspección realizada a esta propiedad por dos delegados del Cabildo se observó que aquellos bovinos se encontraban “[...] muy flacos y muriéndose y los más de ellos con enfermedades por la ocasión de los tiempos […] y haber falta de agua, que resulta estar los pastos secos y que de quererse traer dhos ganados que al presente están en dha dehesa de Bogotá se puede ocasionar en todos los vecinos y pobres de esta república muchas enfermedades y peste” (AGN, SC, A, tom. 1, leg. 8, doc. 12, ff. 592 v.-593 r.). Por lo tanto, el examen y conteo de aquellos animales se tuvo que llevar a cabo sin moverlos ni alterarlos de los parajes donde estaban pastando, pues no hubieran sobrevivido a su rodeo y a su encierro en corrales. Tres años después, centenares de vacunos de los pueblos aledaños de Suesca y Ubaté sucumbieron como consecuencia de otra larga sequía que había agotado casi por completo las praderas del área (AGN, SC, A tom. 1, leg. 3, doc. 4, f. 592 v.).

Posteriormente, entre 1709 y 1710, otra vez la dehesa de Bogotá padeció una severa disminución de sus ganados, puesto que las reses de mala calidad que por entonces se estaban enviando desde el Alto Magdalena llegaban tan delgadas y derrengadas a este destino que fácilmente expiraban al ser expuestas a las faenas cotidianas. Muchas de las reses que se sacaban de allí para su sacrificio debían ser llevadas a rastras hasta las carnicerías, pues estaban tan enclenques que no podían caminar. Tampoco se les estaba dando a estos animales el tiempo suficiente para purgarse y cebarse en aquellos esquilmados pastizales y abrevaderos, lo que había repercutido en el deterioro de su carne (AGN, SC, CC, 41, ff. 1029 r.-1030 r.).

Una vez más, entre 1714 y 1716, los rebaños acopiados en esta heredad para el abasto de Santafé perecieron por centenares, pues entre ellos se esparció una enfermedad que dañaba su hígado, llamada cóscora. A esta serie de calamidades se sumó, en segundo lugar, la salida subrepticia de grandes contingentes de novillos desde los pastizales del Alto Magdalena hasta los mercados rivales de Popayán y Quito, lo que provocó que se llevaran hacia Santafé no solamente menores cantidades de novillos, sino también animales con mucho menor peso y grasa corporal. La conjunción de las alteraciones atmosféricas que por entonces afectaron a la sabana cundiboyacense y la mala calidad de los bovinos forasteros que llegaban a la dehesa de Bogotá favorecieron la proliferación de pestes y epizootias entre ellos, y murieron millares de cabezas de ganado en esos años. En 1715, sucumbieron casi 3.000 vacunos, solamente en la dehesa de Bogotá (AGN, SC, A, 11, f. 725 r.).

Ante esta dramática situación, la Real Audiencia y el ayuntamiento santafereño exigieron a las autoridades locales de Tocaima, Ibagué, Llanogrande, Coyaima, Natagaima, Neiva, La Plata y Timaná embargar todos los ganados que estuvieren a la sazón en sus respectivas jurisdicciones y se envió al juez comisionado don Martín Carlos Sáenz del Pontón para que velara por el estricto cumplimiento de estas órdenes (AGN, SC, A, tom. 1, leg. 14, doc. 17, f. 420 r.). También se eliminó el pago de pastaje para cualquiera que ingresara ganados a la sabana de Bogotá. Al mismo tiempo, se solicitó la contribución de los jesuitas en el abasto de Santafé con las reses que mantenían en Fontibón (Mora 24).

Como consecuencia de estos fenómenos, entre los años de 1694 y 1695 el costo de la carne en Santafé se incrementó abruptamente en varios tomines. Asimismo, una cabeza de ganado proveniente del Alto Magdalena, que anteriormente le había costado al obligado entre 22 y 24 reales, para esos años fatídicos había acrecentado su precio en un 25 % (AGN, SC, A, tom. 1, leg. 3, doc. 4, ff. 462 r.-463 v.-474 r.). La escasez de sebo también se hizo evidente, y, para que no se agotaran con rapidez las reservas de este género, el Cabildo santafereño permitió al obligado que a cada libra de velas le sacaran 4 onzas y su costo se duplicara. Con esa medida, el Cabildo también intentaba subsanar las pérdidas sufridas por el obligado durante ese bienio, de 8.000 pesos anuales derivados de la sustracción de aquel volumen de grasa. Por otra parte, la escasez de carne bovina obligó a que se sacrificaran muchas hembras reproductoras, bueyes de arada y vacas preñadas para aprovisionar la carnicería, pues hubo semanas en que ni el obligado ni los abonadores pudieron saciar la demanda cárnica de la capital debido a las situaciones mencionadas.

Estas circunstancias llegaron a volverse tan insostenibles para el obligado del abasto que en un par de oportunidades quienes desempeñaban ese papel se vieron precisados a dejarlo, debido a lo difícil que les resultaba adquirir las reses para el abasto, la intempestiva mortandad de los pocos animales acopiados, las grandes pérdidas pecuniarias que les reportaba el beneficio de reses muy flacas y las enormes deudas que habían acumulado para conseguir el capital que se requería para aprovisionar a dicha ciudad. Ante estas situaciones tan abrumadoras, el Cabildo se veía forzado a depender de las semanas “forasteras” dadas a algunos vecinos de la jurisdicción para que proveyeran con sus ganados a la capital, y para motivarlos a ello se les garantizaba que no se les cobrarían los 30 pesos de la renta de los ejidos. También se enviaban diputados del Cabildo a las haciendas y estancias de la sabana para que reconocieran y recogieran

los ganados aptos para su beneficio y posteriormente los condujeran al rastro municipal para su sacrificio. Asimismo, se enviaban jueces comisionados hacia las dehesas del valle del Magdalena para obligar a los criadores a remitir cierta cuota anual de vacunos hacia la capital o, con apoyo de la Real Audiencia, se exhortaba a los corregidores de la sabana -a través de representantes enviados por el ayuntamiento- para que confiscaran a la fuerza animales entre los pueblos circunvecinos bajo su mando, tales como los de Ubaté, Ubaqué, Fusagasugá, Turmequé, Tenza, Fómeque, Zipaquirá y Guatavita. De no obedecer a estos mandamientos, o de no colaborar en las inspecciones y acopios de animales realizadas por tales diputados, dichos corregidores debían pagar una multa de hasta 200 pesos. Los ganados recogidos por estos medios se turnaban semanalmente con los pocos existentes en la dehesa de Bogotá para dar abasto a la capital, y de ese modo se paliaban por algún tiempo las carencias descritas.

Como se enunció unos párrafos atrás, otra circunstancia que precipitó aquellas crisis del abasto cárnico en la capital santafereña fue la salida clandestina de miles de novillos desde las llanuras del Alto Magdalena hacia Popayán y Quito, a partir de finales del siglo XVII. En efecto, dada la preferencia que tenían los criadores de las jurisdicciones de Neiva, Timaná y La Plata por conducir sus ganados hacia estos nuevos mercados meridionales -por los buenos precios que allí obtenían sus animales y la mayor comodidad de su transporte-, la ciudad de Santafé puso en marcha desde mediados de la década de 1690, y hasta por lo menos el primer cuarto del siglo XVIII, varias estrategias coercitivas para controlar y monopolizar en su beneficio los ganados provenientes de aquellas dehesas que, desde el primer cuarto del siglo XVII, se habían convertido en su más importante zona proveedora de vacunos.

Las autoridades de Santafé emitieron constantes bandos -amparados por reales provisiones- en los que se prohibía el libre comercio de reses por parte de los criadores de esa zona hacia los mercados meridionales y se favorecía el control del recurso pecuario de aquel territorio a la red de personas que controlaban el abasto cárnico de la ciudad19. Por lo tanto, fue en esos años cuando se inició una disputa entre las autoridades de las audiencias de Santafé y Quito por la provisión ganadera de tales espacios pecuarios. Los infractores de las medidas coactivas impuestas por la Audiencia de Santafé debían padecer el pago de multas, la confiscación de los animales transportados, el encierro en prisión e incluso dolorosos castigos corporales.

Sin embargo, amparados por algunas reales provisiones emitidas en el reino de Quito, los criadores del Alto Magdalena trataban de evadir los mandamientos de Santafé mediante el comercio clandestino de sus animales a través de una vasta red de caminos y trochas que permitían sacar los ganados desde la provincia de Neiva hasta la ciudad de Caloto -en la gobernación de Popayán-, por medio de la cuenca del río Páez. Este era un comercio secreto que, generalmente, se llevaba a cabo con la complicidad de la oscuridad nocturna, y participaban tanto integrantes del poder local de estas áreas como miembros del clero que apelaban a sus fueros para no acatar los despachos que se imponían desde Santafé para frenar el comercio pecuario hacia el sur, o provincias de abajo, como se las llamaba entonces.

La producción ganadera del valle del río Cauca había entrado en crisis desde 1687 debido a “la común calamidad y menoscabo de las crías” y, por ende, al haberse detenido la oferta de vacunos desde esta zona de producción pecuaria, los precios de los novillos, la arroba de carne y el sebo se dispararon en los mercados de Popayán, Pasto, Ibarra y Quito (AHC, C, 9, ff. 62 r.-63 r.). Como resultado de este fenómeno coyuntural, el valle del Magdalena se convirtió en el proveedor del ganado que se requería con insistencia en aquellas capitales y, en consecuencia, reemplazó en esa función a las áreas ganaderas de Cali, Caloto, Buga y Cartago. En aquellos años, en Quito se pagaban hasta 8 reales por una arroba de carne, 20 reales por una arroba de sebo y 6 patacones por un novillo, lo que implicaba un aumento en el precio de la carne de casi un 400 % con respecto a los importes de cuatro décadas atrás. Por tales razones, puede decirse que a partir de aquel año de 1687 -fatídico para el hato ganadero vallecaucano- comenzó una época dorada para la producción pecuaria de la provincia de Neiva, cuyo comercio se hacía mayoritariamente de contrabando, dadas las enunciadas restricciones impuestas por la Real Audiencia de Santafé.

Conclusión

En los anteriores párrafos se pusieron de manifiesto algunas especificidades del sistema de abasto cárnico en una de las más importantes capitales coloniales de los Andes septentrionales, de lo cual solo se habían escrito cortos fragmentos, generalmente restringidos a la segunda mitad del siglo XVIII. Se incursionó entonces en el estudio de las pautas de consumo cárnico predominantes entre los habitantes de Santafé y en la manera en que el crecimiento paulatino de su población estimuló la especialización en la actividad pecuaria en un vasto hinterland que transcendió sus límites jurisdiccionales. Ligado a esto, se calcularon los requerimientos anuales de ganado mayor y menor de dicha capital en determinados periodos para garantizar la alimentación de sus moradores.

Se comprobó que a la representativa figura del obligado de las carnicerías estaban vinculados una serie de criadores y tratantes -invisibilizados hasta ahora por la historiografía- que garantizaban que cumpliera con las responsabilidades adquiridas con el ayuntamiento. Se explicó cómo el suministro cárnico de Santafé era un negocio no siempre lucrativo -y fácilmente vulnerable a las alteraciones agroclimatológicas, epizootias y adversidades en el flujo de los vacunos- al que estaban sujetas otras actividades comerciales, como el arriendo de pastizales -necesarios para su ceba- y el usufructo de las materias primas derivadas del sacrificio de ovinos y vacunos en el matadero local. Relacionado con esto, a través de este estudio se logró realizar una descripción detallada de los mecanismos de distribución de carne y otros insumos que funcionaban al margen del sistema monopólico tradicional de abastecimiento de la ciudad, y que sobre todo beneficiaba a los miembros de las más bajas jerarquías de aquella sociedad estamental y organicista. Este ámbito subterráneo del comercio pecuario se constituyó en otro estímulo para la oferta de reses -flacas, derrengadas o despreciadas por su baja calidad en el rastro local- provenientes tanto de las zonas de cría adyacentes a Santafé como de distantes valles interandinos.

Se hizo hincapié en cómo los criadores del valle de Neiva y los tratantes de ganados de Popayán se valieron de las ambigüedades jurisdiccionales y de las superposiciones administrativas del área para llevar a cabo un intenso tráfico clandestino de vacunos hacia el mercado quiteño durante la coyuntura de declive de la producción pecuaria vallecaucana, provocada por trastornos agro-climatológicos durante las dos últimas décadas del siglo XVII. Este comercio se realizaba a través de las rutas que, al modo de vasos capilares, atravesaban la cordillera Central de los Andes neogranadinos. Este intercambio mercantil, que emergió y se consolidó como otro factor de integración norandina, se realizó en desmedro del abasto pecuario de Santafé, en desacato de las normas promulgadas por sus órganos de gobierno, y logró mantenerse ajeno a la intervención de estos entes extraeconómicos a través de diversas tácticas de evasión y resistencia.

Por último, se incursionó en un aspecto de difícil rastreo en las fuentes manuscritas -y en especial para el caso de este espacio del mundo andino-, como lo fueron algunas industrias subsidiarias: la talabartería, la producción y comercio de sebo, la elaboración de jabón y la fabricación de velas. Todas estas fueron actividades de transformación que hasta hace poco habían sido miradas con cierto desdén por la historia económica. Estas especialidades fueron generadoras de rentas y capitales privados, al igual que de gabelas para las villas y ciudades; dieron sustento a un importante segmento de la población; satisficieron las pautas de consumo de los habitantes de los distritos mineros y centros urbanos; y, asimismo, posibilitaron encadenamientos con otros renglones concentrados en la explotación de recursos naturales que se utilizaron como insumos en estos sectores productivos.

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1Una arroba es equivalente a 25 libras y el arrelde, a 4.

2Desafortunadamente, no existen datos demográficos de esta capital durante el siglo XVII. Las únicas cifras existentes provienen del siglo XVIII. Solo a finales de esa centuria llegó a tener más de 16.000 habitantes. Al respecto, véanse las obras de Vargas 12-13 y Tovar 32-33.

3Las aludidas ventajas del cerdo y su profuso consumo por parte de los sectores populares durante el periodo colonial han sido abordados tangencialmente en algunos artículos (Gómez; Jiménez).

4En 1604, un tal Juan Artieda de Esparza y Álvaro Gómez hicieron compañía por dos años para iniciar la cría y ceba de marranos en las estancias de La Balsa y Fosca. El primero se comprometió a hacer entrar 142 cabezas de puercos (hembras y machos) y levantar los bohíos, chiqueros y corrales, pues aquellas heredades eran de su propiedad. El segundo se obligó a introducir 190 marranos y contribuir con la mitad de sus avíos y raciones alimenticias (agn, NPB, r. 10,1601-1606, v. 26 a 29., ff. 341 r.-341 v.).

5Para ese año, la arroba de carne de vaca se vendía a tomín y medio, la libra de velas, a tomín y los menudos, a cinco granos. Al parecer, el sostenimiento total de la carnicería durante el periodo del estanco costaba 1.827 patacones.

6En la obra de Jairo Gutiérrez Ramos puede consultarse más información sobre la dehesa de Bogotá o hacienda de El Novillero.

7Estos cálculos han sido realizados con base en las cifras presentadas por Gaspar Rodríguez (abastecedor de carnes en Santafé) en 1572. Al parecer, para este entonces los carneros sacrificados en el rastro local pesaban como mínimo 14 kilogramos y las terneras, 66. Véase AGN, SC, A, tom. 1, leg. 8, doc. 11, ff. 553 r.-554 r.

8Entre ellos cabe mencionar las tierras de Río Seco, el rincón de La Serrezuela y las haciendas de El Novillero, Tena, Talata, Tensa, Susa, Cucunubá y Las Ibeleras.

9Las praderas de esta zona fueron ocupadas definitivamente con grandes haciendas ganaderas, una vez fueron pacificados o vencidos militarmente diversos grupos indígenas hostiles, como los paeces y los pijaos, hacia los años veinte de tal centuria.

10Las oscilaciones del consumo pecuario señaladas fueron detectadas a través del contraste entre fuentes que proveían tanto información cualitativa como datos cuantitativos. En resumidas cuentas, no se tuvo la fortuna de contar con un tipo documental cuantitativo que fuera homogéneo y regular, como lo hubiera sido un impuesto de extracción de ganados o los registros de sacas de novillos (que tan útiles han resultado en los estudios sobre la ganadería en Nueva España, en especial para la Audiencia de Guadalajara). Por tal razón, se recurrió casi exclusivamente a los protocolos notariales (en particular, las cartas de compraventa que se hallan en los fondos Notaría Primera y Segunda de Bogotá del agn) para intentar levantar series temporales que permitieran comprender, no solo las posibles magnitudes de la demanda pecuaria en el foco de consumo aludido, sino también los movimientos del precio del ganado en pie. Igualmente, para lograr este fin se usaron algunos libros de cuentas de carnicerías y la fragmentada información contable de la dehesa de Bogotá o hacienda de El Novillero, que se encuentra dispersa por los más recónditos e impensados fondos y series documentales.

11En 1601, algunos de los indios allí concertados eran Luis Tirate, Francisco Caco, Juan Esparta, Luis Zurdo, Pedro Silva, Juan Yosga, Melchor Simón y Alonso Susacana (AGN, NPB, r. 9, 1599 a 1601, v. 20-25, ff. 250 r.-250 v.; AGN, SC, A, tom. 1, leg. 3, doc. 4, f. 617 r.).

12Durante estos periodos no solo sufría el común de las personas con los altos precios y la mala calidad de la carne, sino que también padecían “[...] los dueños de estancias y ganados, por los daños que reciben de traérseles a las carnicerías todo género de reses mayores y menores, bueyes y aun vacas, sobre que de palabra y por escrito clamorean” (AGN, SC, A, tom. 1, leg. 3, doc. 4, f. 553 v.). Sobre las inconformidades y quejas que provocaban estos despojos entre los indígenas de los pueblos de la sabana cundiboyacense, hay información en el libro de Cecilia Restrepo Manrique.

13El flujo y transporte de estos animales desde aquellos pueblos hacia dicho núcleo receptor no era fácil, pues en aquel territorio era muy frecuente el aumento del cauce de los ríos como consecuencia de las continuas lluvias, así como la muerte y pérdida de algunas cabezas de ganado en el temido boquerón de Machetá.

14En los años de los cuales venimos hablando, los aludidos obligados del abasto señalaron a un individuo llamado Juan del Real Navarro como el cabecilla que controlaba el suministro de este tipo de carne en la capital. De él se decía que, en la venta del puente de Bogotá, semanalmente distribuía la carne de diez novillos, como mínimo. Tenía arrendada una estancia en la famosa heredad de La Serrezuela, en la que recogía, cebaba y engordaba a los ganados que adquiría por diversos medios. Durante aquellos años ni los corregidores de los aludidos pueblos ni el mayordomo de la dehesa de Bogotá habían podido lograr que este individuo desistiera de aquella actividad (AGN, SC, A, tom. 1, leg. 8, doc. 20, f. 830 r.).

15En su relación del viaje por el territorio neogranadino a mediados del siglo XVIII, el franciscano fray Juan de Santa Gertrudis describió estos artefactos como “tres palos parados, con diez pasos de distancia de uno al otro. Arriba tiene una guadua que los ciñe a los tres. Más abajo tiene otra, y más abajo otra. Cuando esta gente mata una res solo lo que se come aquel día es carne fresca; la otra es preciso salarla, si no se perdió por el calor. Ellos la hacen lonjas y la salan, y para que el sol la seque la cuelgan en estas guaduas” (131).

16Las velas con estas características recibían el nombre de chirriadoras, ya que emitían un sonido agudo al ser prendidas, daban muy poca luz y se apagaban sin tocarlas. Por orden del Cabildo y de la Real Audiencia, todas las velas de este tipo fueron confiscadas y regaladas a los conventos de monjas y religiosos de aquella capital (AGN, SC, A, tom. 1, leg. 9, doc. 18, ff. 906 r.-924 r.).

17Para 1703, en estos distritos argentíferos se consumían semanalmente alrededor de 4 arrobas de sebo y más de 20 libras de manteca “en rama, mala y buena”. Para extraer esta cantidad de grasa se requería el sacrificio de once toretones (AGN, SC, A, tom. 1, leg. 6, doc. 5, ff. 453 r.-453 v.).

18En palabras de la negra María de Ospina (residente en aquella heredad): “[...] y que no pasa el dho negro de día ni de noche [en aquella hacienda] por hallarse solo y sin vaqueros que le ayuden por haberse muerto los más en la epidemia presente de viruelas que según está el ganado cayéndose de flaco y otro alzado en los montes y distancia de veinte leguas se necesita de juntar cuarenta vaqueros de otros hatos que será dificultoso el hallarse y que se gastará en dhos rodeos más de dos meses” (AGN, SC, A, tom. 1, leg. 9, doc. 15, f. 807 v.).

19Este enfrentamiento entre las autoridades santafereñas y los ganaderos de los valles de Neiva, Timaná y La Plata ha sido abordado por Clavijo y por Soulodre-La France.

Recibido: 23 de Enero de 2017; Aprobado: 18 de Abril de 2017

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