Introducción1
No ay entre los yndios la xristiandad y dotrina que conbiene ni se administran los santos sacramentos como deben [...]". Así de contundente se mostraba Baltazar de Gallegos, procurador de causas del Cabildo español de la Ciudad de México, en una cédula recogida en el acta del 2 de marzo de 1556 (ACCM VI, 214).
No habían transcurrido ni tres meses cuando, en la nueva sesión concejil celebrada & el día 28 de mayo, la misma corporación abogaba con firmeza por la unificación de todas las municipalidades urbanas sin distingo de calidad étnica. Se arguyó en este caso que la mancomunación entre el ayuntamiento español y los colindantes cabildos indígenas de San Juan Tenochtitlan y Santiago Tlatelolco tenía I que acometerse a la brevedad por un motivo fundamental, resumido en que
[...] siendo muy necesario y conveniente al servicio de dios nuestro señor e de vuestra alteza [Felipe II] e bien de los naturales que todos sean de una republica para que con todo amor y cristiandad nos conservemos y [los indígenas] tomen nuestras buenas costumbres y pulicia [...] (ACCM VI, 228)
Es bien sabido que este tipo de peticiones, que el regimiento y justicia español de la Ciudad de México trasladó al Consejo de Indias y a la Corona en 1556, se insertaba en un contexto de mayor calado, caracterizado por cierta reluctancia de las jurisdicciones civiles y diocesanas novohispanas hacia la consolidación autónoma de las repúblicas de naturales, y, con ellas, hacia el perfeccionamiento de la Iglesia doctrinera de las órdenes regulares (Álvarez 303 y ss.; Connell; Menegus et al.; Moreno; Mundy, The Death; J. Pérez; Pérez y Reyes; Quijano; Rovira, "Se ha de suplicar" 80 y ss.). No sorprende, por consiguiente, que los alegatos del Ayuntamiento español corrieran en paralelo a la primera secularización de fundaciones mendicantes que Alonso de Montúfar, arzobispo de México, decretó en su jurisdicción entre 1555 y 1556, con evidente inmediatez al Primer Concilio Provincial (Chauvet 46-47, 143; O'Gorman, Destierro 39-40)2.
Así, el 15 de mayo de ese último año, el mitrado no vacilaba en comentar a las autoridades del Consejo de Indias que la transferencia de cabeceras de doctrina y visitas regulares a clérigos y curas presbíteros había sido necesaria porque, "[...] aun aquí en México, donde habían de ser mejores xprianos, los indios son los peores [...]". Y es que se tenía gran sospecha, proseguía tendenciosamente Montúfar, de la pervivencia de ciertos fenómenos idolátricos, muy comunes no solo en "[...] sierras y montes" sino también "[...] en México y cerca de México [...]" ("Carta del arzobispo" 73, 76). A don Esteban de Guzmán -juez indígena de residencia en la comunidad nahua de San Juan Tenochtitlan (1554-1557)- no le quedaría más remedio, pues, que tomar en esos mismos años una drástica determinación, en aras de salvaguardar la integridad del gobierno espiritual y temporal de la república tenochca. Fue esta la de ordenar la demolición de unos controvertidos edificios de origen prehispánico -conocidos en aquel entonces como mentideros- que, tras la conquista de la ciudad en 1521, habían pervivido con mayor o menor fortuna en algunos espacios y rincones urbanos indígenas (AGNM, C 644, f. 2 v.)3.
A lo largo de las tres convulsas décadas que prosiguieron al avasallamiento de Tenochtitlan-Tlatelolco, estos antiguos mentideros de la Ciudad de México se habían acabado convirtiendo en hervideros de liminalidad pública y exclusión social. Una variopinta amalgama de colectivos indígenas subalternos -depositarios de unas formas propias de ritualidad, religiosidad e identificación popular de evidente raigambre precortesiana, y que no se acoplaban completamente a las nuevas identidades morales cristianas (Burkhart 30, 106, 193)- desfilaba a diario, a partir del crepúsculo, por estos focos conflictivos de marginalidad. En ellos se juntaban "[...] mil ladrones y personas de mal bibir y cometen mil hurtos y otros munchos malos conciertos [...]" (AGNM c, 644, ff. 2 V., 11 V.). No es difícil hacerse una idea precisa de quiénes deambularían por estos mentideros, merced a las taxonomías de discriminación o estigmatización social del mundo nahua que figuran en la literatura sahaguntina. Bajo el cliché judeocristiano de "hechiceros y trampistas", "personas viciosas" y "malas mujeres", tanto el Códice florentino como la Historia general de las cosas de la Nueva España retratan de forma minuciosa a los tipos sociales callejeros, andariegos y vagantes. Nahualli, & tlapouqui y tlacatecolotl eran especialistas del saber esotérico del tiempo de la i gentilidad; teplantlato y tlaciuitiani, procuradores y solicitadores; iollopoliuhqui, telpochtlaueliloc y ueuetlaueliloc eran considerados hombres perdidos, alocados y borrachos, mozos desbaratados, o viejos y rufianes putañeros; suchioa y I cuiloni eran juzgados de embaucadores -o travestidos- y "sométicos"; iautl, tlaquetzqui, tetlaueuetzquiti, temacpaltoti y teichtacamicti eran vistos como homicidas, traidores, juglares, chocarreros, ladrones y salteadores de caminos. Por su parte, los estereotipos de género denigraban la feminidad no normativizada, reduciéndola a prostitutas (auiani), adúlteras o abortistas (tetzauhcioatl), hermafroditas (patlache) y alcahuetas (tetlanochili) (Florentine Codex II, libro X, cap. 9: 31-33, cap. II: 37-39, cap. 15: 55-57; Sahagún, libro X, cap. 9: 779-780, cap. II: 781-782, cap. 15: 790-791).
Pasemos, por tanto, a analizar qué fueron estos mentideros en origen y dónde se ubicaron, quiénes fueron sus verdaderos protagonistas, cuáles fueron sus polémicas actividades ocupacionales y cómo se vieron inmersos dentro del rejuego por las disputas jurisdiccionales en la Ciudad de México.
La distribución espacial de los mentideros en la Ciudad de México
Dados el fuerte prejuicio, la ambigüedad y la indefinición que suscitaron ya estos espacios urbanos de clandestinidad y delincuencia en la posconquista, pocas son las noticias históricas que han sobrevivido en torno a los mentideros de época virreinal, hecho que ha influido en el escaso interés que la investigación y la historiografía actual les han podido dedicar. Como veremos a continuación, estos edificios se localizaron siempre sobre vías, intersecciones, mercados, plazas, descampados y caminos conurbanos. En resumidas cuentas: unas topografías secundarias y evanescentes dentro del paisaje citadino, demasiado alejadas de los núcleos de poder del centro de la "traza española" como para ser aprehendidas a simple vista4. Por consiguiente, dichos lugares habrían ofrecido el cobijo idóneo tanto a individuos huidos y desarraigados -que habían sido expulsados de sus hogares y vecindarios urbanos tras infligir algún tipo de agravio u ofensa al resto de la comunidad- como a cierta población flotante indígena que malvivía en la ciudad. Esta última procedía del ámbito rural adyacente, disponía de exiguos recursos para sustentarse y, por su falta de apego al territorio urbano y a la cultura fiscal, fue considerada despectivamente por los habitantes autóctonos de la ciudad como estante, advenediza, vagabunda y forastera/extranjera5. En consecuencia, las áreas públicas anexas a los mentideros habrían sido relegadas, de forma muy pronta, a una posición no prioritaria -casi imperceptible, diríamos- dentro del temprano programa evangelizador en la Ciudad de México. En efecto: los religiosos seráficos prefirieron privilegiar el control exhaustivo de la población indígena tributaria natural, vecina y residente6. Mediante una estricta jerarquía espacial en sus feligresías, articularon el altepetl-o república de yndios local- en visitas vecinales, pasando por sus cuatro ayudas o vicariatos de Santa María La Redonda, San Juan, San Pablo y San Sebastián, hasta culminar en la cabecera de doctrina de la capilla de indios de San José de los Naturales (Gibson i06 y ss.; Lockhart 25 y ss.; Morales 351-385; Moreno; Mun-dy, The Death 117 y ss.; Truitt). Fue solo a partir del posterior incremento en la compraventa de inmuebles a extramuros de la "traza española", de las prácticas de cohabitación interétnica, de las solicitudes acerca de la erección de parroquias seculares y de los proyectos de unificación jurisdiccional de las décadas de i550 y i560 que aumentaron el conocimiento y la opinión de la población peninsular acerca de espacios y edificios indígenas adicionales, poco visibles y liminares, como fueron los mentideros.
Precisamente, fue en estos años que rodearon la medianía del siglo xvi cuando un joven mozo español, Diego Durán, tuvo su primer contacto ocular con las construcciones que estamos discutiendo. Ya de adulto, y convertido en fraile dominico, Durán recordaría sus primeros años en la capital de la Nueva España relatando que lo que los recién llegados llamaban mentideros no eran sino unos pequeños edificios conocidos en lengua náhuatl con el nombre genérico de momoztli. Estos eran parecidos "[...] a humilladeros, a manera de picota, que [los indígenas] usaron antiguamente [...], había de estos por los caminos muchos y por las encrucijadas de las calles y en el tianquiz [o mercado]" (Durán n: cap. XCVM, 215). Es más: el epíteto nativo de tlaquilyahualli -es decir, edificación I redonda, bruñida o encalada- figura igualmente como sinónimo de mentidero en un expediente de archivo del año i578 (AGNM t, 39, I.a parte, exp. 2, ff. 8 r., 15 r., cit. en Reyes et al. 147)7. Aunque no sea este el lugar para profundizar en las características específicas, tipologías internas y atribuciones de los momoztli de Tenochtitlan-Tlatelolco en la época prehispánica8, resulta imprescindible una somera aproximación para analizar en qué se resemantizaron durante el virreinato temprano. Considerando su morfología, el momoztli era una reducida pieza arquitectónica preferentemente de base circular, aunque se conocen casos en que disponían de zócalos rectangulares. Debieron de ser análogos a los temalacatl y cuauhxicalli, piedras labradas que acogían las estatuas que representaban al ídolo en los mercados y que eran además el escenario del sacrificio gladiato-rio entre los mexicas (Códice Borbónico L. XXXIII; Primeros memoriales H9). Es más: fray Juan de Torquemada comenta que estos momoztli, en forma de peanas o asientos enramados cada cinco días, se levantaban mayormente en honor al dios Tezcatlipoca, así como que eran conocidos también con el nombre de ichialocan, "[...] que quiere decir donde se guarda" (Torquemada ni: libro vi, cap. XX, 71). Dada la intrínseca vinculación con esta divinidad, cabría pensar, pues, que los momoztli estarían relacionados con los conceptos indígenas de autoridad y cotidianidad ritualizada, pero también con los de nocturnidad, transgresión y carisma personal mediante la movilización de la opinión pública (Olivier, Tezcatlipoca 307-325). De hecho, el cargo de pregonero -o tecpoyotl, en náhuatl- formó parte inherente del ciclo mítico del propio Tezcatlipoca (Sahagún, libro III, cap. 5, 284; cap. 6, 287; cap. 8, 288; cap. 9, 289).
Aparte de ser adoratorios callejeros destinados a la veneración periódica de las truhanerías y granujadas del "Señor del Espejo Humeante", estos mo-moztli de las bifurcaciones viales y mercados fungían igualmente como altares dedicados a las cihuateteo, denominados cihuateocalli. Conocidas con los nombres adicionales de cihuapipiltin o mocihuaquetzqueh, las cihuateteo eran los espíritus de mujeres "evemerizadas", que habían fallecido durante el parto y moraban en el ocaso solar (Sahagún, libro I, cap. 10, 63-64; libro II, cap. 19, 140; libro II, cap. 31, 199; libro IV, cap. II, 330-331 libro VI, cap. 29, 545 y ss.). La concurrencia de ambos cultos en el mismo lugar no nos debe extrañar9, pues las cihuateteo mantenían una equivalencia ambivalente con el infractor Tezcatlipoca en el plano de las relaciones de género (Boone 200; Sigal 121 y ss.), y solían confundirse también con los tzitzimimeh, los temibles seres cadavéricos que descendían del cielo para infundir terror y maldad entre los humanos (Klein, "The Devil" 27-28)10 (figura 1).

Fuente: digitalización del autor a partir de los códices referidos.
FIGURA 1 Diversos tipos prehispánicos de momoztli -oratorios, basamentos, plataformas y altares callejeros- según las fuentes documentales; a) altares de planta circular y rectangular de los mercados (Códice Borbónico, ca. 1563, lám. XXXIII; Códice Durán, ca. 1581, f. 300 v.); b) cihuateocalli de las encrucijadas (Códice mendocino, ca. 1542, f. 64 r.); c) temalacatl (Códice Tovar, ca. 1587, f. 134 r.); d) cuauhxicalli.
Recapitulando: lo que se conoció con el nombre de mentideros tras la Conquista eran los momoztli de la anterior era prehispánica. Estos fueron unos edificios polivalentes que agrupaban a diversos tipos arquitectónicos de aras o asientos al aire libre, y donde se ejecutaban actividades rituales de fuerte arraigo popular consagradas a Tezcatlipoca y a las cihuateteo, entre otros. El ensalzamiento ritual de la ambigüedad, la complejidad identitaria, el quebrantamiento de lo normativizado y la contravención de las reglas naturales habrían condicionado, pues, la rutina diaria de estos espacios en el antiguo mundo nahua.
Asunto que merece ahora una cierta atención es el de empezar a escrutar la localización de estos edificios en la trama urbana de la Ciudad de México durante los primeros momentos del virreinato. Ello va a permitir no solo realizar un primer acercamiento a los mapas de distribución espacial de algunos momoztli de época mexica que sobrevivieron a la Conquista, sino que facilitará, a nuestro juicio, la comprensión del aspecto más relevante en el estudio que presentamos aquí. Esto es: una evidencia documental plausible acerca de las relaciones de subalternidad e infracción delictiva que estos mantuvieron respecto de las instituciones españolas, así como de la nueva interlocución semiótica que estos mentideros podrían haber llegado a establecer con los espacios indígenas virreinales. A la espera de recolectar un mayor número de noticias, hemos procedido a sistematizar la muestra preliminar de datos documentales, archivísticos, pictográficos y toponímicos de la que disponemos, en la tabla 1 y en el mapa anexado (figura 2).
TABLA 1 Lista provisional de los mentideros indígenas documentados en la Ciudad de México del siglo XVI

Fuente: elaboración propia.
Nota: se enlista como elemento de referencia el tlaxilacalli -o barrio menor indígena- o sitio aludido más cercano, seguido de la parcialidad correspondiente: SM (Santa María La Redonda), SJ (San Juan), SP (San Pablo) y SS (San Sebastián).
Fuente: elaboración propia.

FIGURA 2 Mapa preliminar de distribución espacial de los mentideros indígenas documentados en la Ciudad de México en el siglo XVI. La zona coloreada en gris refiere a la "traza española"
Como se puede apreciar en la tabla i y en la figura 2, la información provisional recabada a fecha de hoy delinea una clara tendencia de la concentración de dichos momoztli/mentideros hacia la fracción suroeste de la Ciudad de México, en estrecha contigüidad espacial con las avenidas, las calles, los cruces, las plazas comerciales y los senderos periurbanos de los tlaxilacaltin y vecindarios sujetos a la colación y parcialidad indígena de San Juan. Solo hay un caso documentado en la de Santa María La Redonda y un par en la de San Sebastián. Hasta donde se sabe, en San Pablo no ha sido posible conseguir datos concluyentes al respecto. Una observación heurística más acuciosa de las fuentes consultadas sobre estos mentideros dilucida que, en la mayoría de las ocasiones, su visibilidad documental parece estar circunscrita a las noticias probatorias o contestatarias que se aportaron en las actas protocoladas de traspaso de inmuebles, en los contratos de compraventa de solares, en los litigios civiles por la posesión de lotes domésticos -todo ello, entre naturales y españoles-, así como también en ciertas narrativas administrativas, judiciales e historiográficas de factura indígena.
No resulta raro, por consiguiente, que todo este corpus documental sugiera que fueron tres los focos prioritarios de confrontación y violencia virreinal en varios mentideros de la Ciudad de México: el área colindante con el gran tianguis de México, las calles limítrofes con la "traza española" y los caminos del contorno ejidal hacia el sur de la urbe. Tampoco desconcierta que estos tres espacios fueran, en efecto, zonas de frontera o limbo jurisdiccional entre la república deyndios y su cabecera doctrinera, el Ayuntamiento español y el distrito eclesiástico secular sujeto a la iglesia Mayor. Es decir, el intersticio idóneo en el que desarrapados, vagabundos, maleantes y trabajadores de los oficios callejeros podían desarrollar sus hábitos y quehaceres diarios en un ambiente viciado de imprecisión, opacidad jurídico-administrativa y cierta impunidad penal11.
Los mentideros en acción
Ciertamente, la recurrente colisión institucional entre las autoridades indígenas de San Juan Tenochtitlan y las españolas del municipio de la Ciudad México -en materia de delimitación de sus respectivas soberanías competenciales- ocasionaba una profunda fisura sociológica, en la que proliferaban los nichos de grupos discriminados. Los mentideros reportados sobre las vías y las confluencias de calles en los tlaxilacaltin indígenas de Yopico, Cihuateocaltitlan, Amanalco y Teocaltitlan no debieron de mantenerse al margen de tales dinámicas, dada su proximidad con el gran tianguis de México. Sobre esta plaza comercial, los recientes estudios de Beatriz Rubio Fernández y Barbara E. Mundy han esclarecido la existencia de varios encontronazos jurisdiccionales (Rubio, "Antiguos tianquiztli"; Rubio, Tiendas y tianguis; Mundy, The Death 157-158). Pugnas abiertas entre naturales y españoles por la potestad de gestionar las ganancias, la cesión de asientos y la venta de solares en este tianguis se documentan en i533-1534, 1543-1549, 1560, 1561, 165, 1571, 1572 y 1573 (ACCM III, 64, 78, IV 388; AGNCM, p; A. Alonso, "Ratificación de venta"). Como era de esperar, esta indefinición jurídica propició el caldo de cultivo adecuado para el enquistamiento de masas de población indígena excluida y migrante, que vivía a expensas de la parasitación en el gran mercado. De ese modo, ciertos colectivos no nahuahablantes, como mixtecos y zapotecas, merodeaban ya por estos focos de concurrencia colectiva poco después de la Conquista (AGNM I 17, ff. 234 v-235 v., cit. en Valero 23; Rivero). Y, para mediados del siglo XVI, se levantaron muy cerca de allí algunas chozas perecederas, parecidas a las construcciones de los indígenas de la localidad de Quauhquechollan (BNF, FM 271, f. 7 v.). Por entonces, el virrey Luis de Velasco reconocía lacónicamente que amanecían "[...] en México cada día ochocientos hombres sin tener dónde comer y no se pone remedio en que trabajen [...]" ("Carta de D. Martín Cortés" 458). Fuentes adicionales de llegada desregularizada de indígenas foráneos y desplazados, que holgazanearían alrededor del tianguis de México, incluían a mujeres amancebadas con naturales de la ciudad (AGNM C 644, exp. 1, ff. 4 v., 8 r.-8 v., 10 r.), clientelas de paniaguados (AGNM T 19, 2.a parte, exp. 3, f. 75 r.), huidos de los repartimientos forzosos en la zona de Chalco (Jalpa 79) y población otomí oriunda de la provincia de Tula y del valle del Mezquital (AGNCM P, J. Pérez, "Autos").
Que los cercanos mentideros darían sostén a este conglomerado de colectivos marginales se entiende por cuanto eran focos muy visibles de atracción de clientes, entre los mismos compradores del mercado, hacia unos negocios informales de los que se hablará en breve, tales como tabernas encubiertas, prostitución andariega y prácticas de adivinación o hechicería de naturaleza gentílica. Pero también, por la conveniente adyacencia -y tal vez, coincidencia- de estos edificios con las tarimas de pregón público y con las instalaciones de almacenaje en el tianguis. En estas últimas, las autoridades indígenas atesoraban, bajo estricta vigilancia por las ordenanzas del virrey Velasco de i55i, y mediante la obligatoriedad del cobro del tianquiztequitl o pochtecatequitl a artesanos y comerciantes nativos de extracción social plebeya, una parte sustancial de la tasación pública en especie de todo aquello que se traficaba en su gran mercado ("Ordenanças que han de guardar" 393-395)12. Dichos depósitos callejeros guardaban, pues, ingentes cantidades de comestibles y otro tipo de bienes de primera necesidad; susceptibles, no obstante, de caer en manos ajenas. En efecto, en una querella de 1564, varios maceguales quejosos expresaron que quienes vagaban por los mentideros de la Ciudad de México "[...] cometen mil hurtos [...]" y que los "alc.des [indios] son consentidores [...], estando mandados quitar [por] don esteva' governador juez de comision que fue en esta çiudad por su magestad" (AGNM C 644, exp. I, f. 2 V.). Un testigo aportado en las testificaciones acreditativas de este cargo, de nombre Pablo García, tenochca natural del barrio de San Pablo de México, fue un paso más allá y espetó que, para él, todos eran "[...] ladrones" (AGNM C 644, exp. I, f. II V.). Aunque el indígena Domingo Hernández, declarante adicional de la parte pleitista, adujo que escuchó hacer discursos públicos a un regidor nativo, subido a uno de estos controvertidos mentideros (AGNM C 644, exp. I, f. II V.). Antes bien, y a ojos de todos los oficiales de la república tenochca, la perdurabilidad virreinal de los momoztli o mentideros resultaba obligatoria por concurrir en ellos donde "[...] se juntan a h[ace]r sus llamamientos para obras e otras cosas que se ofreçen" (AGNM c 644, exp. i, f. 5 r.). Gobernadores, alcaldes, regidores y cargos menores del Cabildo indígena menospreciaban así los señalamientos del populacho acusador a quien tutelaban. El procurador Juan Caro alegó en nombre de estas autoridades del concejo indígena querelladas y, de forma un tanto sospechosa, que los mentideros no hacían justicia a su desdeñoso nombre, ya que n° podían ser considerados en modo alguno "[...] casas a donde n°. señor [Jesucristo] sea des servido ny su mag. [Felipe II] ny la república ny lugares para mentir ny decir cosas profanas ny ylyçitas". Según el parecer de este representante legal español, para los cabildantes nahuas de Tenochtitlan estos antiguos momoztli se habían resignificado completamente en "casa[s] o lugar[es] comun[es] diputado[s] [...] para juntar a cosas q. convienen para su comunidad y buena governaçion y tratar cosas q' sean entrellos de acordar por el bien pua. y no para daño ni ofensa de nadie" (AGNM C 644, exp. I, f. 17 r.).
¿Cómo deberíamos entender, entonces, que estos edificios albergasen simultáneamente dichas prácticas de alta institucionalidad con los fenómenos de golfería, latrocinio y subalternidad que estamos examinando? ¿Acaso existían redes de retroalimentación societal entre los grupos hegemónicos y los colectivos marginales en este mundo indígena de la Ciudad de México del siglo XVI? Cabe traer a colación ahora que, en la mayoría de los estudios de caso que se recogen en la tabla i y en la figura 2, existió una clara interrelación entre los predios en los que los mentideros se ubicaban con zonas de habitación de la élite nativa y puntos de aprovisionamiento hídrico, que abastecían a aguaderías, temascales y pulquerías ilegales, entre otros establecimientos. Ello invita a considerar la posibilidad de que haya existido un cierto grado de connivencia y clientelismo entre los propietarios tradicionales y los individuos advenedizos de los mentide-ros, quienes, por permitirles ofrecer sus servicios y abastecerse de lo necesario en estos lugares, pagarían rentas privadas a sus patrones a través de dependencias personales, agasajos y retribuciones en especie o en moneda13.
Por ejemplo, los mentideros reportados en la cabecera de San Juan, y que orbitaban alrededor del comentado tianguis de México, se hallaban también muy próximos a varias casas de Cabildo de indios y residencias principales (ACCM IV, 302; Toby 14-33). De ese modo, los litigantes de 1564 alegaron que los gerifaltes del concejo nativo solían frecuentar los establecimientos aledaños, puesto que se había observado al "[...] gov.or y alcaldes [...] y algunos rregidores vañarse en los temascales pu.ca.mente [...] con yndias que estaban dentro en carnes y esp. lmente [se] vio en el barrio de san juan [...] e alli en dcho. temascal bebían [...]" (AGNM C 644, exp. I, ff. 6 r.-6 v.). Por otra parte, el i6 de octubre de 164, las autoridades españolas concedieron a Diego Isidro, barbero de profesión, un "[...] solar [...] al barrio que dizen de Ntra. Señora la rredonda linde con unas casas de unos cortidores y de un asiento que dizen ser mentidero de yndios" (ACCM VII, 22i). Según lo plasmado en una pictografía de 163, trasuntada a una información probatoria y sentencia de i566, otro mentidero documentado en el tlaxilacalli de Amanalco estaba incorporado a una única finca urbana, que incluía una gran calle pública, una acalli -o casilla de venta de agua-, acequias, lotes chinamperos y el domicilio de los descendientes de Ezhuahuacatzintli, un dignatario de la época prehispánica (AGNM T 29, E. 5, ff. 23 v.-24 r. [plano 555.iL cit. en Alcántara; AGNM T 29, exp. 5, cit. en Reyes et al. 118-127). Significativo resulta igualmente el caso que se describe en el tlaxilacalli de Xihuitonco. A tenor de las noticias aportadas allí, en relación con la permuta inmobiliaria que el español Luis de Ávila Bezos y el indígena principal Jerónimo Velásquez concertaron el 3 de noviembre de i568, el bien raíz objeto de transferencia estaba "[...] cerca de un mentidero, que alindan con casas de ana yndia aguadera y por la otra parte con casas de ysabel xoco tia de don gironimo [Velásquez, hijo del antiguo cihuacoatl Tlacotzin] e por delante la calle rreal" (AGNM T 24, exp. 3, f. 122 r.). Por su parte, Martín Alonso, escribano real de la Audiencia de México, levantó acta sobre la venta que Isabel García de Alvarado ejecutó en 1576 a favor de Gonzalo Gutiérrez en torno a unos solares localizados en el corazón del distrito de San Sebastián, terrenos que confinaban, "[...] por un lado con casas que fueron de Juan Martín, tocinero, por otra, un mentidero y casas de Francisco Micoatl [sic], alguacil, y por delante con la calle que va a [dicha] iglesia" (AGNCM P; M. Alonso, "Venta"). A poca distancia de allí, en el cercano tlaxilacalli de Tomatlan, se comentó, en un protocolo notarial concerniente a la viuda Mondragón, Rodrigo García y Miguel Pérez, que en 1579 existía de I igual modo otro "[...] mentidero en la calle que va a las casas de Ana Bernal, linde con casas de Juan, indio, botonero, de una parte y de otra [...]" (AGNCM P; A. Alonso, "Ratificación de venta"). No resulta extraño, pues, que de ese mismo vecindario de Tomatlan se cuente con informaciones suplementarias, presentadas ya por los maceguales demandantes en la querella de i564, acerca de que se conocía:
[...] a mucho tiempo, [...] taverna puca.mente de pulcre de la tierra e que lo [sabían] myn° cano Alcalde e myn. çipaque rregidor [...], [de donde] los an llevado en braços borrachos [...], e que los que hazen el vino, que por dadivas que dan a los dhos. alcaldes y rregidores, disimulan con ellos. (AGNM c 644 E. I, ff. 8 v., 10 r.-10 v.)
De hecho, tenderetes y bodegas similares -en las que el consumo nocturno y clandestino de esta bebida confraternizaría a clientes importantes con burlones, meretrices y músicos deambuladores- parecen haber llegado a existir cerca del mentidero que indicaba el topónimo Temalacatitlan, pago reportado en 1558 en los ejidos periurbanos del valle de Atlixocan (AGNM T 2o, 2.a parte, exp. 4, 7 r., cit. en Reyes et al. 100). En esta zona rural de Atlixocan existían los villorrios adicionales de Huehuetla -o "lugar de atabales", en náhuatl-, Tlenamacoyan -"donde se ofrenda", en esta misma lengua, así como Mo-moztitlan Tlachtonco -"en el lugar del juego de pelota, cercano al momoztli- (Tezozomoc cap. XIII, 85; cap. XVI, 95)14. En conjunto, todas estas últimas evidencias harían compatible la existencia de tales momoztli con la presencia de actividades recreativas, el consumo abusivo de alcohol y los fenómenos de criminalidad, de los que un número restringido de fuentes documentales parece dar fe en estas décadas del siglo xvi. En efecto, el aludido Diego Durán recomendaba no transitar por estos parajes de Atlixocan tras la puesta de sol, puesto que a sus oídos había llegado que en su cercanías "[...] todas las noches de esta vida salia un phantasma y se llevaba a un hombre, el primero que topaba, el qual nunca más [a]parecía" (Durán ii: 5i9, cap. LXVII). Los problemas de inseguridad pública habrían llegado a alcanzar allí cotas tan alarmantes que el virrey Luis de Velasco II se vio obligado a expedir un mandamiento, a fin de que en
[...] el pueblo de santa maria nativitas atlexuca subjeto a esta cibdad a la parte de san juan [se prendieran en el cepo y la cárcel local a] los borrachos y delinquentes de noche [...] por lo que conviene a la quietud de los naturales y para evitarles el dicho daño y peligro [...] (AGNM I 5, exp. 1082, f. 344 v.)
A la sombra de los mentideros: prostitución y nigromancia tradicional
Que las altas instancias novohispanas tuvieran que apaciguar hasta tal grado las infracciones delictivas y de embriaguez entre cierta población indígena podría haberse debido, en parte, a la dejación y la negligencia consciente con las que obraron las autoridades nativas de la república de Tenochtitlan. A estas últimas les convenía más bien delegar la gestión de la violencia institucionalizada a un grupúsculo de adeptos vigilantes, alguaciles y merinos no naturales de la ciudad, quienes eran muy permisivos con las bellaquerías ocasionales de foráneos, vagabundos y delincuentes eventuales, pero que no vacilaban en apabullar y reprimir con fuerza a los colectivos maceguales tenochcas si estos se atrevían a mostrar actitudes contumaces de subversión o porfía en contra de sus propios gobernadores, alcaldes y regidores15. En ese contexto debe entenderse cómo en la década de i56o, y siempre según la narrativa judicial-testifical generada por los pleitistas de i564, estos especialistas del orden público recibieron instrucciones precisas de detener en la calle a una mujer indígena llamada "[...] maria, de fuera desta cibdad, natural de otumba y casada, ala qual prendieron [y] ala qual soltaron e desimularon con I ella porque estava amancebada, y al presente lo esta con myguel teyquinio [sic], rregidor dela p.te de mexico [...]" (AGNM C 644, exp. 1, f. 8 v.).
Ya hemos tenido antes ocasión de comprobar la existencia de importantes clientelas de poliginia informal en los mentideros, temascales y pulquerías del barrio de San Juan de México, donde los indígenas plebeyos de ^64 lamentaban que los señores del Cabildo indio hiciesen jactancia pública y sin pudor de su gusto por el jolgorio carnal (AGNM C 644, exp. I, ff. 6 r.-6 v.). El concubinato sexual -que tenía lugar en tales lugares con este tipo de mujeres, adúlteras forasteras, vagabundas mantenidas y amantes transitorias- debe entenderse en un contexto de prostitución no regularizada, circunstancial y discrecional, diferente de aquella que se ejercía en los lupanares y burdeles de los barrios nativos, donde las meretrices maauialtianimeh residentes recibirían cierto grado de identificación, reconocimiento, reputación y honorabilidad por parte de sus convecinos16. En cambio, las rameras viles (auianimeh), las fornicadoras callejeras (auilnenqueh) y las "vendedoras de su cuerpo" del mercado (monamacacqueh, nacanamacacqueh) resultaban ser las féminas predilectas de la clientela anónima y transeúnte que concurría a los espacios vinculados a los momoztli o mentideros. Según el parecer de fray Bernardino de Sahagún, los potenciales usuarios de los servicios que estas "malas mujeres" ofrecían las podían reconocer fácilmente porque "[...] andab[n] como borracha[s] y perdida[s]", "[...] mascando el tzictli", y siendo muy "[...] andariega[s], callejera[s] y placera[s], [...] buscando vicios" (Sahagún, libro X, cap. 15, 79o). Además, solían pasar largo tiempo en las acequias, las fuentes y los temascales, acicalándose (Florentine Codex libro X, cap. 15, 55-56).
Justamente, era el masticado escandaloso y lúbrico del chicle el rasgo distintivo que unía a esta clase de prostitutas con otros ofrecedores de sexualidad marginal, como eran los que, a ojos del franciscano, estaban corrompidos por el "pecado nefando" (Sahagún, libro X, cap. 24, 810). En efecto, los hombres "sométicos" eran conocidos como cuilonimeh, chimouhqueh y cocoxqueh. Y los sodomitas eran los tecuilontianimeh (Sigal 124-125)17. Dado el ambiente de nocturnidad y ocultación en el que se debían desarrollar tales encuentros, a causa de su naturaleza criminal (F. Molina 545-562; Olivier, "Conquistadores" 47-63; Tortorici), poca es la evidencia documental que se ha generado al respecto18. No obstante, disponemos de un número muy limitado de indicios que apuntarían hacia el hecho de que la invitación remunerada a realizar ciertas prácticas ho-moeróticas estaría fuertemente arraigada dentro de los circuitos de emigración chichimeca-otomí en la ciudad virreinal, así como en oscuras tabernas pulqueras, plazas públicas y momoztli/mentideros. Ciertamente, Clark L. Taylor (82) reporta casos de "indios floridos", travestismo y bardajes entre algunas poblaciones del norte de la provincia de Jilotepec en la Gran Chichimeca, aspecto que es & parcialmente recogido por Richard C. Trexler (76) con sus datos sobre Cuizco, en la frontera con el mundo tarasco. La lacra que perseguía a las masculinidades chichimecas de ser promiscuas, afeminadas y homosexuales era altamente admitida por la población nahua del centro de México, al punto que Diego I Muñoz Camargo, en su célebre Descripción de la ciudad y provincia de Tlaxca-la (ca. 1585), no tenía reparo en etiquetar de sodomitas a todos los huastecas y otomíes. No es de extrañar, pues, que en la Ciudad de México del año i598 se procediese a abrir un proceso criminal contra Martín Cuistei, otomí oriundo de la provincia de Tula, por ser "[...] indio puto", tal y como se adujo en el oficio abierto en la Real Audiencia. Se lo inculpó inicialmente por un delito de bestialidad con una perra blanca, pero a los pocos días se le amplió el repertorio acusatorio con el "pecado nefando", cuya "[...] fealdad y abominación pide lugares secretos y ocultos [...]", en palabras de Cristóbal de Medina, defensor del reo. Jugaban en contra de Martín Cuistei los prejuicios con los que se martilleaba su origen foráneo, pero también una serie de hechos comprobables, puesto que, según el testimonio que ofreció la testigo Ana Toco, indígena del barrio de San Hipólito, iba "[...] borracho a lo que parecía sin juicio, el cual hedía a pulque [...]" y solía perderse sin rumbo ni suerte por calles recónditas de la ciudad (AGNCM P; J. Pérez, "Autos procesales").
De hecho, los estereotipos de homosexualidad y prostitución masculina mancillaban también la identidad ocupacional de "hechiceros" y "brujos", ya que estos habían estado muy vinculados al culto del mujeril Tezcatlipoca Ti-tlacahuan y a sus antiguos espacios de veneración en los momoztli (Sigal iii)19. No disponemos de certidumbre documental directa acerca de si algunos nigromantes indígenas, escasamente evangelizados, continuarían callejeando de forma desacomplejada por los mentideros de la época virreinal. Antes de la década de i55o, los señores nativos de la Ciudad de México no ocultaban su afección y simpatía por requerir los servicios de estos depositarios del ocultismo prehispánico. Pero los informes disponibles no arrojan suficiente luz como para saber si estos gobernadores tenochcas los reclutarían de las franjas sociales forasteras y desarraigadas que vagabundeaban por las calles de la ciudad. Este no pudo ser el caso del reputado Martín Ocelotl, quien realizó curas domésticas al moribundo don Pablo Xochiquentzin (1532-1536), mediante técnicas medicinales consistentes en geotermia y prohibiendo además la entrada a ciertas mujeres (García; L. González 25-26). Para la época en la que don Diego Huanitzin accedió a la más alta magistratura en el gobierno local (ca. 1538-1541), se requirió la presencia de unos "[...] profetas [que] saben de todos los ídolos de la tierra" y que solían acompañarle. Sus nombres eran Tocoal, Culhua, Totepeu, Cigua-tecpaneca, Chachicinayotecal, Culua Tlapisque y Achicatl (sic). Poco más se sabe de ellos (L. González 122 y ss.). En 164, hay noticias sobre la visita que el nuevo gobernador don Luis de Santa María Cipactzin (1563-1565) efectuó para ver al nigromante Hualilo, considerado un mictlâtlacatl, es decir, una "persona del infierno", conforme a la traducción que ofreció Luis Reyes García (Anales de Juan Bautista 242-243)20. Según los reportes, a este personaje "[...] le salía fuego por la cara y tenía colgadas varias [serpientes] cincohuatl" (Anales de Juan Bautista 242-243). Se dice que moraba en Atenantitech, un vecindario muy apartado y próximo a la albarrada que ponía fin a la ciudad con la laguna de México. Al enterarse de lo sucedido, el guardián del convento urbano de San Francisco exigió de inmediato la presencia de Hualilo, quien se negó a acudir (Anales de Juan Bautista 242-243).
Epílogo: el posible devenir de los momoztli indígenas en la Ciudad de México
Con la irrisoria cantidad de datos que ahora mismo están a nuestro alcance en torno a los momoztli o mentideros que perduraron momentáneamente tras la Conquista, es imposible que nos podamos aventurar a conocer siquiera qué ocurrió exactamente con ellos a finales del siglo XVI. Sin embargo, algunas noticias históricas abogan por una serie de conjeturas razonables al respecto. Por ejemplo, desde mediados de esa centuria se dieron los primeros pasos para regularizar con mayor firmeza el tianguis de México, y, con ello, el maremágnum de gentes que por él pululaban. En efecto, la real cédula de 1552 ("Cédula que manda" ff. 310 r.-311 r.) tuvo ciertas consecuencias, puesto que se & procedió a relocalizar y sujetar administrativamente a todo este contingente pora blacional ocioso con la creación del contiguo tlaxilacalli comercial de Xacalpan (AGNM R 45, exp. 3, cit. en Calnek 171-173)21. También se tendría que considerar si las obras por la apertura del nuevo acueducto de Chapultepec, así como la construcción de una nueva fuente en este tianguis durante la década de 157o, pudieron implicar el desmantelamiento progresivo de estos mentideros, dado el alto índice estadístico de concentración que hemos empezado a detectar sobre la calle que se vio afectada por tales remociones de tierra y apisonados (Mundy, "La fuente"). Es indudable que en la segunda mitad del siglo xvi el parcelario urbano de la Ciudad de México se había vuelto altamente complejo y las prácticas de integración interétnica iban en aumento, con abundantes bolsas de vecinos españoles radicando fuera de la "traza", en íntima corresidencia con los naturales, reclamando asimismo al Ayuntamiento y al arzobispado la dispensa de servicios sacramentales propios mediante la promoción de nuevos curatos seculares (L. Pérez y Reyes). Clérigos y curas presbíteros se quejaban de la displicencia con la que algunos indígenas, resistentes a la evangelización, trataban a la Iglesia católica. Así que, cuando las cabeceras y ayudas doctrineras de San Pablo y San Sebastián de México fueron traspasadas al clero diocesano en la década de i56o, se incrementó el control feligrés sobre la población indígena mediante la creación de padrones parroquiales y listas rigurosas de tributarios (Rovira, "La secularización temprana" 482-5; Rovira, San Francisco Padremeh 155 y ss.; Ramírez, "Las nuevas órdenes"). Prueba de ello sería el Libro de tributos de San Pablo Teocaltitlan de 1574. Y es que allí figuran ya, como individuos adscritos al pago de impuestos, los amo chanequeh (BNF, FM, 376, ff. 13 r., 18 r., 24 v. y ss.), esos volátiles forasteros y forasteras que habían merodeado antaño por unos mentideros, los cuales empezarían ahora a caer en el olvido.