A mediados del siglo XVI comenzó el proceso de conquista hispana del reino de Chile, en cuyos primeros años, y hasta iniciado el siglo XVII, se logró una rápida expansión con el objetivo de reconocer y asentarse en nuevos territorios y obtener mano de obra1. De tal modo, las primeras incursiones hispanas lograron la fundación de varias ciudades al sur del río Itata, entre las que se cuentan Villa Confines (actual Angol), La Imperial (actual Carahue), Villa Rica, Valdivia y Osorno. No obstante, la encarnizada resistencia que opuso el pueblo mapuche, también denominado reche2, que se desató con la sublevación de Curalaba en 1598, generó el repliegue de las huestes españolas y estableció como frontera el río Biobío, además del reconocimiento de cierto nivel de autonomía e independencia de parte del mundo indígena.
La colonización hispana tuvo tres ejes: uno de carácter militar, uno económico y uno de tipo religioso. En esta dinámica, destacó la temprana presencia de religiosas quienes, a diferencia de las órdenes masculinas, se ubicaron principalmente en los asentamientos más importantes del reino. Un ejemplo de lo anterior son las isabelas, asociadas a la orden de las clarisas, quienes llegaron a Chile en 1567 y se establecieron inicialmente en Osorno, pocos años después de fundado el asentamiento en 1558 (Muñoz), punto que funcionó como un centro administrativo clave en el límite sur de la conquista hispana. Su disposición en una zona álgida de conflicto español-indígena da luces sobre el rol de las religiosas en los procesos de conquista escasamente visibiliza-dos y los vínculos de estas con el mundo indígena local. A fines del siglo XVI, las religiosas se vieron obligadas a huir de Osorno debido a los asedios posteriores a la sublevación de Curalaba, a través de un viaje de dos años que las llevó a los valles centrales de Chile3.
En este trabajo se busca aportar sobre cómo se construyó históricamente el papel de las mujeres religiosas en el periodo colonial en espacios fronterizos, entendiendo la frontera como un concepto de carácter polisémico y plástico, con una dimensión histórica y sociopolítica, y que adopta distintas formas de expresión simbólica, ya sea desde la perspectiva física, o desde las distinciones sociales, políticas y culturales (Mantecón y Truchuelo). En ese sentido, la frontera se delimita en relación con sus "usos y convenciones sociales, debido al autorreconocimiento y a la percepción de la alteridad entre comunidades separadas por la fe, la etnia o la jerarquía social, el género o incluso la edad" (Mantecón y Truchuelo 20). Dichas comunidades pueden ser "más abiertas o más cerradas, más o menos porosas o permeables". En tal sentido, se comprende la perspectiva de la frontera como "una intersección que se va sedimentando sin que ninguna de las partes pueda ocupar o controlar exclusivamente el territorio en pugna" (Obregón 74). Esta mirada amplia permite adentrarnos en aspectos vinculados con las relaciones interétnicas, el poder político, los procesos de desplazamiento, entre otros (Malone; Valenzuela).
Asimismo, se rescata "a las mujeres como sujetos históricos" (Plaza 79), considerando su escasa presencia en las fuentes coloniales, y al convento como espacio en el cual las religiosas reprodujeron lógicas coloniales y construyeron identidades y relaciones sociales propias. Se profundiza, por tanto, en el rol de las religiosas en estos espacios en disputa, desde su posición como mujeres con un bagaje cultural hispano y mestizo-indígena, y las relaciones particulares con el mundo indígena local vinculado a prácticas sociales de negociación y resistencia cultural. Todo lo anterior, enmarcado en el contexto del modo en que se han interpretado históricamente hechos como el cautiverio para legitimar discursos de dominación.
Las isabelas de Osorno
Desde el principio del periodo colonial, el reino de Chile se trazó a partir de la creación de asentamientos, cuyo itinerario se inició con la fundación de Santiago en 1541 y de La Serena en 1544. Hacia 1550, siguiendo una lógica de movilidad norte-sur, Pedro de Valdivia continuó con sus expediciones hasta el río Biobío, lugar donde fundó Concepción. Posteriormente, al sur de este enclave, bordeando la cordillera de Nahuelbuta, se fundaron los fuertes de Arauco, Tucapel y Purén, y, más al sur, Villarrica, la Villa de los Confines (Angol), La Imperial (Carahue) y Valdivia. Luego de la muerte de Valdivia en 1553, se fundaron los dos asentamientos más australes del reino, la villa de Osorno en 1558 y Castro, en la isla grande de Chiloé, en 1567.
La situación de las villas coloniales fue inestable desde un punto de vista social y político, y su crecimiento como asentamiento hispano se detuvo tras los levantamientos indígenas iniciados con Curalaba en 1598, cuyo corolario fue la destrucción de las siete ciudades más australes del reino, a excepción de Castro. A lo anterior se suma el retroceso de la colonización hispana y la consecuente configuración de un territorio mapuche independiente, además del establecimiento de políticas de negociación a través de los parlamentos (Guarda). Es en este contexto que ocurrió un proceso de migración hispano obligado hacia el norte y hacia Chiloé, proceso del cual las isabelas hicieron parte.
La fundación de la villa de Osorno estuvo a cargo de García Hurtado de Mendoza, gobernador de Chile, quien la nombró en honor a su abuelo, el conde de Osorno (Mariño de Lobera). Este asentamiento se dispuso de forma específica en la confluencia de los ríos Rahue o de las Canoas con el de las Damas, en el lebo de Chauracavi, el día 27 de marzo de 1558 (Mariño de Lobera). Se extendió inicialmente en siete manzanas y media de largo por cinco manzanas de ancho y se pobló originalmente con alrededor de cincuenta vecinos (Guarda).

Fuente: Biblioteca Nacional Digital de Chile. Sala Medina, Mapas. Chile: s. n., 1796. Acceso en línea. Imagen de dominio público.
FIGURA 1 Plano de la antigua ciudad de Osorno: repoblada de orden de S. M. por el Exmo. Señor Barón de Ballinary, presidente, gobernador y capitán general de este reino de Chile, año de 1796
Existen versiones contrapuestas sobre la importancia y el nivel de desarrollo urbano de Osorno. Por una parte, autores como Mariño de Lobera la posicionan como una de las ciudades más fuertes de inicios del periodo colonial en el reino, lo que justifica por sus condiciones ambientales, su emplazamiento en los valles y su cercanía al mar. En contraste, en una carta del Cabildo dirigida al rey en 1600, se señala que Osorno era tan pobre que ni siquiera había encomenderos de indios con casa propia (Guarda). No obstante, considerando el registro documental sobre el tamaño del asentamiento y los recursos asociados, específicamente el oro y la madera, sumados a la presencia fuerte de distintas órdenes religiosas, es posible plantear que fue una villa relevante a inicios del periodo colonial al sur del reino de Chile.
De hecho, llama la atención que el primer convento femenino que se fundó en el reino no fuera en Santiago, sino allí; se trata del monasterio de Santa Isabel de Hungría en 1571. Dicho monasterio dio origen al de Santa Clara en la capital4, luego de que las religiosas migraran forzosamente de Osorno y La Imperial a Santiago en 1607 (Cano; Muñoz). La fundación de las isabelas estuvo a cargo de doña Isabel de Landa (mujer anciana y viuda de origen español peninsular, quien fue la primera abadesa), doña Isabel de Palencia (española y viuda) y doña Isabel Jesús (sobrina de doña Isabel Palencia). La orden, en un principio, fue el resultado de la reunión de estas tres mujeres, quienes tomaron de tutelar a santa Isabel de Hungría (Cano; Matthei; Muñoz):
Es curioso observar que no existe documento alguno que indique la licencia o decreto de fundación ni de parte del rey Felipe II ni del papa Gregorio XIII, como es procedimiento canónico en estos casos. Se presume que bastó la devoción de las tres Isabelas para constituirse en comunidad según la regla de la Orden III de San Francisco y que, más tarde, cuando vino en visita el primer obispo de la Imperial, fray Antonio de San Miguel, en 1573, haya confirmado la fundación, imponiéndole clausura monástica, nombrando la primera abadesa que fue sor Isabel de Placencia, ordenándoles dedicar tiempo a la instrucción de las hijas de españoles y de indígenas. (Cano 646)
El convento fue de clausura. No obstante, esta regla al parecer fue una expresión más tardía de su desarrollo y se aplicó con bastante flexibilidad. Lo anterior lo atestiguó el nieto de Isabel de Landa, Diego de Venegas, quien en declaraciones hechas en Concepción en diciembre de 1654 sostuvo que las mujeres podían salir a la calle a oír misa; y fue posteriormente, una vez observada la vida religiosa y construidos los aposentos, que un cura atendió el servicio religioso como capellán de la orden. Asimismo, el cura Gaspar Cardemil, en su obra Los monasterios coloniales de Chile, señaló que las monjas debieron poseer una clausura limitada ya que salían por "diversas razones" (Cano 554). Aunque estas razones no se especifican, tiene sentido considerando que "los medios eran escasos y las mayores precauciones estaban dedicadas a precaverse de las sostenidas asonadas de los araucanos" (554).
El crecimiento del convento fue bastante rápido. Ya para 1584 se señala que había dos novicias y siete monjas profesas, y a fines del siglo xvi vivían allí alrededor de veinte religiosas, todas hijas de españoles residentes en Osorno (Cano; Muñoz). No obstante, el 20 de enero de 1600 ocurrió el asalto indígena a la ciudad por parte de Pelantaro, en un contexto en el que los seis asentamientos españoles al norte de Osorno ya habían caído. Fue en ese proceso que las monjas se refugiaron en el fuerte por orden del corregidor y residieron allí hasta marzo de 1603, día en que las poblaciones hispanas de Osorno asediadas por el hambre emprendieron la retirada hacia el puerto de Calbuco. Fue entonces, asimismo, que murieron siete u ocho religiosas y en uno de los asaltos fue raptada sor Francisca Ramírez5, quien habría vivido como cautiva varios años. La historia de este cautiverio en particular ha sido referida por varios autores y hay diversas versiones del evento en documentos coloniales y posteriores, en los cuales la vida de la religiosa Francisca Ramírez, luego de ser raptada, se fue convirtiendo en un mito revestido de santidad.
Posteriormente a la salida de Osorno de las isabelas, comenzó un éxodo que hizo que las religiosas llegaran a Santiago recién en 1604, y allí fundaron el convento de las clarisas. Desde su salida por el puerto de Calbuco, las isabelas estuvieron cerca de un año en el archipiélago de Chiloé y después emprendieron su retirada a Santiago vía Valparaíso, a cargo del franciscano Juan Barbejo, quien fue en 1600 guardián del convento franciscano de La Imperial (Muñoz).
La sociedad colonial y los roles femeninos a inicios del siglo XVII
La sociedad colonial de fines del siglo xvi se constituyó como una sociedad de castas, entendiendo por ello más bien un proceso histórico originado por la naturaleza de los primeros contactos entre europeos e indígenas y el tratamiento de su descendencia, que interactuó con el trabajo, el matrimonio y otras formas de vida social (Schwartz).
En ese sentido, el europeo, como nuevo agente de cambio, reestructuró de forma significativa las pautas y comportamientos sociales en América, de la mano con las jerarquías sociales que se gestaron dentro de las nuevas dinámicas culturales y que se han analizado históricamente desde las perspectivas de la raza6, la clase y el género pero que, sin embargo, contienen una complejidad mayor, cuando se integran otras categorías como el parentesco y el trabajo (Schwartz).
A lo anterior se suma el rol de género, entendido como el "conjunto de normas y prescripciones que dicta la sociedad y la cultura sobre el comportamiento femenino o masculino" (Lamas 188), y que a fines del siglo XVI se estructuró a partir de un modelo patriarcal en el cual "las virtudes de las mujeres eran las que denotaban su dependencia y sujeción a la autoridad del hombre" (Macera 305). En el caso masculino, la honra y la fama definían la reputación de un hombre, la cual se adquiría por virtud de su rango, hechos y valor: "Era una motivación fundamental para la acción personal que conllevaba la pertenencia a una posición social" (Mannarelli, Pecados públicos 45). En ese sentido, la construcción del género se encuentra cruzada por la experiencia corporal, determinada esta última por el "efecto combinado de la educación recibida y los procesos de identificación que han conducido al individuo a asimilar los comportamientos de su entorno" (Le Breton 12).
En ese contexto, se observa que, en la sociedad colonial, la moral y la naturaleza humana se asimilaron a la apariencia corporal, pues se comprendía que el cuerpo "representaba las pasiones, el desorden, el peligro, la disolución" (Araya 74). De tal modo, las mujeres fueron
[...] prisioneras de las representaciones o imágenes que los propios miembros de su sociedad construían. Así por ejemplo, tanto la mujer blanca o india era, según los misioneros franciscanos, la encarnación misma del Demonio. (Tamagnini y Pérez 692)
Fue así como en aquel periodo se fomentó, desde el poder civil y religioso, la subordinación drástica de la mujer respecto del hombre (Anderson; Arma-canqui-Tipacti; Baena; Cavieres; Harvey; Macera; Mannarelli, Pecados púbicos; Van Deusen). Ello se sustentó en la creencia de que las mujeres acusaban una inferioridad tanto mental como moral con relación a los hombres, ya que eran más propensas a las tentaciones y a cometer o incitar actos pecaminosos. Por lo mismo, debían estar bajo la tutela masculina, ya fuese del padre, esposo, tutor o sacerdote (Armacanqui-Tipacti; Baena; Macera; Mannarelli, Pecados públicos):
En su mayoría, las mujeres eran analfabetas o muy someramente educadas; a pesar de ciertas válvulas locales de seguridad, estaban jurídicamente subordinadas al hombre; políticamente tenían poca influencia en los círculos donde se tomaban las decisiones administrativo-jurídicas. (Lavrin y Couturier 279)
Una de las formas de control femenino de la época radicó en prácticas de recogimiento, que se materializaron principalmente a través de la segregación física (Armacanqui-Tipacti; Baena; Lavalle; Mannarelli, Espacios femeninos; P. Martínez, La libertad), por lo cual las calles y los lugares públicos estaban restringidos para las mujeres de la alta sociedad (Baena; Mannarelli, Pecados públicos; "Espacios"; Montecino). Las prácticas de segregación también se expresaron en el ámbito religioso, ya que el desarrollo femenino de una vida religiosa significaba el retiro físico del mundo exterior, el enclaustramiento. Por el contrario, la mayoría de las órdenes masculinas poseían un énfasis hacia el exterior, "se movilizaban en procura de las conquistas espirituales" (Lavrin, "Religiosas" 176).
En ese sentido, el desarrollo de la vida conventual femenina se vinculó a espacios urbanos bajo la tutela masculina. Así, los conventos de religiosas se localizaron específicamente en las zonas hispanas de la ciudad, lo más cerca posible de la plaza mayor, pero manteniendo su carácter apartado del mundo exterior:
Las religiosas eran el grupo femenino más fácilmente identificable en las ciudades de la América española. Vivían juntas dentro de los límites físicos de una unidad arquitectónica; ningún otro grupo tenía la coherencia interna, el poder económico o el prestigio social de que disfrutaban las religiosas. (Lavrin, "Religiosas" 175)
La existencia de conventos fue, potencialmente, un índice de la riqueza de las ciudades y demostraba la prosperidad económica de sus habitantes, que podían patrocinar la construcción de conventos en sus ciudades o barrios. Así, "a medida que las ciudades crecían, y aumentaba el número potencial de patronos ricos, se argumentaba que había suficientes vecinos como para mantener determinado número de conventos a través de donaciones directas o de caridad" (Lavrin, "Religiosas" 178).
Por otra parte, la condición de subordinadas de las religiosas tenía bastantes matices. Aunque los conventos fueron concebidos como proyectos originalmente masculinos, volcados a la construcción de espacios de control para mujeres (P. Martínez, "Mujeres"), y dependían por lo general del obispo o de una orden masculina de sacerdotes7, las religiosas pudieron en gran medida autogobernarse (Paz). En ese sentido, los claustros femeninos distaron mucho de llevar esa vida ordenada que pretendía la autoridad masculina (Salinas):
Eran las mujeres más insubordinadas y liberadas de las colonias; tanto que podrían ser consideradas como las más combativas entre sus congéneres; el convento les ofreció a muchas mujeres una protección contra los peligros y abusos de poder del mundo exterior. (Armacanqui-Tipacti 18)
El convento, además de ser un dispositivo de control masculino hacia las mujeres, fue también un medio para salvaguardar la estructura social colonial. Esto, considerando que en estos espacios era donde se preservaba la obra eclesiástica y se transmitían en la cotidianidad de la vida colonial los preceptos de la cristiandad (Iglesias, "El rol"). Por tanto, parte de las tareas del convento guardaron relación con la educación de las mujeres hispanas y de las indias, ya que "algunas de estas fueron también admitidas a la profesión con el objeto, sin duda, que empleando el conocimiento y experiencia que tenían del genio, hábito y propensiones de sus nacionales, cooperasen a su educación con mejor éxito" (Muñoz 266-267). Adicionalmente, el convento constituyó un espacio de negociación cuyo objetivo era no solo esparcir la religión, sino conocer y alienar a la población local a través de la imposición de las lógicas de sociabilización hispanas.

Fuente: Felipe Guamán Poma de Ayala, El primer nueva coránica y buen gobierno (1615/1616) (K0benhavn, Det K0ngelige Bibliotek, GKS 2232 4°).
FIGURA 2 Auadeza maior y uicaria general deste reyno de las Indias
Asimismo, el interior del convento reproducía relaciones de poder colonial en virtud del rol y estatus que tenían las religiosas en el exterior (Iglesias, "El rol"; Lavrin, "Religiosas"; Paz; Millar y Duhart; Salinas; Van Deusen), distinguiéndose en los conventos religiosas de velo negro, de velo blanco8, donadas9, niñas10, sirvientes y esclavos. Las de velo negro, por ejemplo, eran las de más alta categoría, pertenecían a las mejores familias, pagaban las mejores dotes y aspiraban a los cargos más altos, por lo que eran las responsables de la mayoría de las decisiones que se tomaban en el convento.
En tal sentido, los conventos no fueron espacios únicamente para las "mujeres notables", sino también para las mujeres en general, y en ellos se articularon relaciones sociales y de poder que se expresaron, entre otros modos, materialmente, a través de la arquitectura (Goldschmidt). La arquitectura conventual se caracterizó por constituirse como la reproducción a pequeña escala de una ciudad (Goldschmidt; Valdés), en la que había espacios comunes donde estaban las celdas normales (Aguirre). Pero había religiosas, según su estatus y el tipo de convento, más o menos estrictos, con sus propios aposentos (Lavrin, "Religiosas"; Millar y Duhart; Salazar; Valdés). Estos aposentos eran similares a una casa con dormitorios, cocinas y huerta, donde podían vivir allegados de la familia, religiosas de menor estatus o riqueza, sirvientes y esclavos, sin contar con la propietaria que era la religiosa que estaba a cargo (Sarabia y Arenas).
Todo esto generó, como lo mencionara Alfonso Pinto en 1781, que los conventos femeninos
Más bien parecieran pueblos desordenados que claustros de religiosas. La misma arquitectura de los monasterios sufrió cambios, habiendo desaparecido los anchos patios interiores que por autorización arzobispal servían de refugio a los pobladores durante los terremotos, en su lugar se construyeron, pegadas a sus paredes, habitaciones lujosas asignadas por dos o tres vidas con derecho a nombrar sucesión; de modo que los claustros, denunciaba un testigo presencial, más tenían callejones que celdas de recogimiento. (Macera 331)
Por consiguiente, aunque en el caso de las isabelas no se posee registro arquitectónico, se evidencian dinámicas de resistencia y empoderamiento femenino a fines del siglo XVI, esto considerando que las fundadoras crearon la orden fuera de los estrictos órdenes administrativos coloniales y posteriormente, luego de su creación, este fue oficializado. En consecuencia, aunque la presencia del convento en Osorno da cuenta de la importancia de la ciudad por las implicancias económicas de su mantención, su origen nos remite más bien a las dinámicas de empoderamiento femenino y su rol social en contextos de frontera colonial.
Las cautivas, el caso de sor Francisca
En contextos de violencia, vinculada a la expansión "blanca" en territorio americano, la resistencia a los conquistadores generó fronteras y bandos opuestos (Operé). Fue en estas regiones fronterizas, espacios de tensión y conflicto, donde las incursiones frecuentes a veces daban lugar a guerra abierta y, tanto en el caso europeo como en el indígena, llevaban a la mutua toma de cautivos (Socolow). De este modo, la captura de personas del grupo enemigo fue un mecanismo de defensa -pues permitía acciones de negociación entre los grupos para conseguir liberar a los afectados- y de ataque -comprendiendo que los cautivos eran parte del botín de guerra y de resistencia (González)-, ya que estos actos implicaban
[…] la apropiación de cuerpos con diferentes fines. Esto explica el carácter selectivo de los secuestros, según el momento y grupo que incurrió en dicha práctica, aunque en general las capturas iban dirigidas a las poblaciones simbólica y materialmente más vulnerables. (González 189-190)
El fenómeno de cautiverio de las poblaciones indígenas locales no solo se vinculó con el apresamiento de mujeres. Aunque los testimonios de los cronistas por lo general señalan que el principal objetivo de los malones (incursiones mapuches) era masacrar a los hombres y raptar a mujeres y niños, hay numerosos ejemplos que dan cuenta también de buenos tratos con cautivos hombres. Uno de los casos más conocidos es el de Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán en su obra El cautiverio feliz (Cruz).
En el caso particular del fenómeno de cautiverio, este guardó directa relación con las condiciones de aislamiento en las que se encontraban las ciudades posteriores a Curalaba (Guzmán), donde las mujeres blancas, españolas o criollas eran capturadas por indígenas y se constituían en un trofeo o moneda de cambio. En contraste, las mujeres indígenas aprehendidas por los españoles fueron denominadas esclavas, distinción en el lenguaje que denota el estatus inferior de la mujer indígena y que se condice con el mal trato que recibían (Guzmán).
El cautiverio femenino era para la sociedad colonial una amenaza "a la integridad de las tradiciones y de la identidad" (Rotker 21). Esta afrenta a la virtud y el orden era el cumplimiento de la amenaza del pecado de la impureza, pecado que marcaba por vida a estas mujeres quienes, con independencia del regreso a su lugar de origen, quedaban despojadas de su honor, al igual que sus familias. En ese sentido, los cuerpos de las mujeres revelaban aún más que los de los hombres, los peligros morales del cautiverio, ya que, como describe Gerónimo de Quiroga (1628-1704) en sus Memorias sobre los sucesos de la guerra de Chile, incluso había mujeres que se negaban a regresar del cautiverio indígena, lo que demostraba su nivel de degradación (Voigt). Lo anterior constituye más bien una justificación desde la perspectiva blanca y masculina a la decisión de no volver de ciertas mujeres, que pudo deberse a la vergüenza, pero no necesariamente esa fue la única razón. En ese sentido,
[...] si el salvaje era despreciado y temido, el contacto carnal de las cautivas con él las contagiaba y las volvía a su vez potencialmente contagiosas: de acuerdo a la lógica del tabú, cualquiera que haya violado la prohibición del tabú tocándolo, se convierte a su vez en tabú. (Rotker 21)
Aunque no hay testimonios directos de mujeres cautivas, siguiendo los planteamientos de Guzmán hay dos fases de la percepción indígena sobre ellas. Un primer momento, vinculado a una interacción desde la venganza debido a los malos tratos y abusos por parte de las señoras españolas a las mujeres indígenas. Una segunda fase guarda relación con una mirada de la mujer como un ente productivo dentro de la economía local indígena, esto en una lógica de la percepción del rol femenino muy distinta a lo planteado por el mundo hispano. Adicionalmente, para los hombres mapuches, el tener entre sus esposas una mujer española se consideraba una distinción, un símbolo de su victoria sobre el conquistador: "La esposa española contribuye al prestigio social de su amo, pudiendo llegar incluso a ser la esposa principal o la favorita" (Guzmán 89).
Una de las pocas evidencias de raptos que quedaron documentadas en Osorno fue del de sor Francisca. La religiosa fue tomada como cautiva en el contexto de los levantamientos indígenas en mayo de 1601 durante el ataque del cacique Pallamanque y fue designada como esposa del cacique Huenteman-que. Una de las cuestiones que llama la atención son las distintas versiones que se fueron gestando de este suceso: la versión popular sostiene que Huenteman-que habría quedado prendado de la señora y que incluso le habría construido una ruca11 exclusiva para ella. Además, la religiosa, luego de años conviviendo con el cacique, le habría solicitado que la devolviera a Santiago, y este no solo la habría llevado, sino que se habría quedado trabajando de portero en el convento hasta el día de su muerte, ofreciéndole total devoción a sor Francisca (Matthei; Sánchez).
Con respecto a testimonios tempranos de esta historia, destaca la versión de Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, quien se referiría a este caso en una conversación con el cacique Quilalebo sobre la muerte de Loyola en 1598, en su obra El cautiverio feliz, publicada en 1673. Sobre su periodo de cautiverio en 1629, Núñez de Pineda y Bascuñán señala que fueron varias las ciudades asoladas -entre ellas Osorno- donde además fueron apresadas mujeres y monjas, aunque destaca el caso de una religiosa en especial:
A esta monja la trajo a su casa un indio principal y valeroso soldado, hijo de un casique viejo, y estimado de todos por su consejo, sagacidad y astucia; y habiéndola elegido por su mujer y esposa, llevado de su pación y apetito, me contó varias veces que quiso llegar a la ejecución de su deseo, y, queriendo cogerla de los brazos, se hallaba como impedido y maniatado sólo con mirarle la señora, cubiertos de lágrimas los ojos, sin hablarle palabra, con un saco de jerga sobre su cuerpo, y, en lugar de camisa, me significó que traía puesto a raís de sus carnes un jubón de serdas de caballo: todo esto dijo que le obligó a tenerla tanto respeto, mesclado con un temor originado del alma, que no le daba lugar a forsarla, aunque se inclinaba a ello, porque es de ánimo generosos lastimarse de los afligidos. (Núñez de Pineda y Bascuñán 726-727)
Y continúa:
[...] bien sabéis, señora mía, que sois mi esclava, y como tal debéis estar sujeta y subordinada a mis mandatos; éstos se encaminarán tan solamente a que os ajustéis a hacer mi gusto, admitiéndome de grado por vuestro esposo, y con buena voluntad, para que yo os lo agradezca y estime más, pues sabéis que con violencia y a pesar de vuestro gusto pudiera yo obligaros a lo que humilde y manso os estoy rogando. A que le respondió con severo rostro y religiosa autoridad, que siendo esposa del Rey de cielos y tierra, cómo podía admitir en su pecho a otro ninguno, para que ni aun con el pensamiento manchase su corazón ni el alma; que primero perdería mil vidas, si las tuviese, que faltar a la obligación de verdadera esposa de Cristo, Señor Nuestro, a quien estaba consagrada con voto inviolable; y que así no se cansase, ni se persuadiese de que había de hallar en ella la menor flaqueza del mundo, y que, cuando él quisiese tener con ella tal atrevimiento, queriendo poner en ejecución sus torpes deseos, que tenía por muy sierto que había quedar muy rigorosamente castigado, y aun muerto de la mano de Dios. Estas fueron razones que le obligaron a no proseguir ni pasar adelante con su pretención ni intento, porque, dijo, le causó temor y espanto su severo rostro y su penitente traje; antes, fue tanto al respecto y reverencia con que después la miraba, que la puso en casa aparte, con criadas que la sirviesen y regalasen; y viendo que la buena señora todos los días con lágrimas continuas suspiraba por su quietud y clausura, no mostrando consuelo ni alegría, por verse violentada y fuera de su sentro, aunque más procuraba el amo regalarla, solicitó entregarla a los españoles. (Núñez de Pineda y Bascuñán 727-728)
Fue el mismo Núñez de Pineda y Bascuñán quien señaló que, según el testimonio del padre Diego Álvarez de Paz, el indígena pidió el bautismo y habría seguido a la religiosa "y le sirvió de esclavo toda su vida, con notable ejemplo y edificación de todos" (Núñez de Pineda y Bascuñán 728).
Por otra parte, otro testimonio temprano de esta historia es el de Diego de Rosales, sacerdote jesuíta en su Historia general del Reino de Chile escrita en 1674, donde señala:
Y lo que mas lastimó a todos fue aver captivado dentro del castillo una monxa llamada Doña Gregoria Ramirez, que aunque algunos han escrito que la cogió saliendo a coger yerbas del campo no fué sino dentro del castillo, como lo refieren y lo he sabido de personas que alli se hallaron, a la qual tubo el barbaro que la captivó, que fué un cacique llamado Guentemoya, con gran respeto en su tierra, porque aunque al principio la quiso tener por muger, como lo hazian con las demas españolas, esta esposa de Christo fué tan constante y la dió su divino Esposo tal autoridad para con su amo, que viendo su grande honestidad la miró con decoro y la puso casa aparte y la buscó un breviario en que rezasse, y mandaba a todas sus mugeres y domesticos que obedeciessen, que es tal la santidad que captiva se haze señora. Y aviendo estado algun tiempo captiva y en esta affliccion, la sacó el Capitan Peraza con guía que tubo para ir al rancho donde la tenia su amo y la traxo a Osorno, de donde fué con las demas monxas a Chiloé. Y por que ubo muchas singularidades en este caso, las dexo por no alargarme aqui para quando trate de el Convento de estas santas Religiosas de Santa Clara y de las virtudes de las que mas se señalaron en santidad. (Rosales 379)
Se destaca en este último testimonio que el autor comente la posibilidad de que a la religiosa la hubiesen capturado cuando había salido fuera del convento. Aunque luego lo niega, su sola sugerencia da cuenta de las implicancias reales del claustro de estas religiosas y, posiblemente, de todas las religiosas en la sociedad colonial de fines del siglo XVI.
Con todo, aunque las versiones del rapto son variadas, lo interesante es cómo se multiplicaron en relación con la construcción del rol de la religiosa, situación en la que se describe a la mujer controlando a su raptor indígena por su determinación y constancia, condiciones revestidas de santidad y de superstición. Llama la atención la trascendencia histórica de las versiones en torno al enamoramiento del cacique raptor, lo que guarda relación con la construcción de la percepción del hombre indígena subyugado a la mujer colonial, que a su vez se encuentra subordinada al hombre español.
Por lo tanto, las categorías de casta y género fueron aspectos permanentes en el constructo social colonial, siendo estos conceptos claves para establecer roles y jerarquías sociales, y, consecuentemente, pautas de sociabilización. En ese sentido, ambas categorías superpuestas dan cuentan de la jerarquía de la primera por sobre la segunda como base de la estructura del periodo colonial, cuestión que se refleja en las distintas versiones sobre el relato del cautiverio de sor Francisca, en donde un hecho deshonroso se transformó en un discurso de dominio sobre la "barbarie". Esta construcción se sustentó además sobre la base de la condición de la mujer como religiosa de casta, y por tanto superior al resto de su género. El vínculo con Dios que tenía esta mujer le permitió transformar la deshonra, la mayor afrenta hacia la mujer, en virtud. De tal manera, incluso en la estructura social colonial fue factible rescatar a una mujer sobre la figura de un indígena, relegando a este último a una condición inferior.
Reflexiones finales
Las relaciones entre religiosas e indígenas en el contexto colonial fueron escasamente registradas y cuando se encuentran aparecen mediadas por interlocutores hombres "blancos", hispanos o criollos, cuyo acercamiento da cuenta de un contexto parcial y limitado de la riqueza y los alcances de dichas relaciones. Por lo tanto, se hace importante relevar las relaciones sociales entre grupos subalternos del periodo, entendiendo que en este se "cruzan dos categorías históricamente denegadas y, por ello mismo, subversivas, a rescatar: la de los pueblos originarios, y la de las mujeres" (Semilla 4). Asimismo, se rescatan las dinámicas sociales en torno a los espacios periféricos, como es el caso de Osorno, y, en específico, cómo se expresan y articulan estas relaciones en espacios fronterizos entre mujeres hispanas e indígenas dentro de una sociedad barroca.
Esta doble tarea nos permite recoger prácticas sociales de resistencia no solo indígena sino también de las mujeres hispanas, y nos remite a comprender que el convento, espacio supuestamente protegido del exterior, fue más bien un lugar en disputa y permeable a la sociedad que lo rodeaba, donde las mujeres religiosas desempeñaron un rol fundamental en la reproducción social hispana y en la reproducción de nuevas pautas culturales mestizas. En ese sentido, las isabelas muestran un contexto colonial cotidiano en el que aspectos como la clausura y la misma supuesta relación que establece sor Francisca con el indígena captor dan cuenta de vínculos sociales de intercambio y resistencia cultural, entendiendo por esta última la configuración de nuevas prácticas culturales que transgreden las pautas impuestas. Por tanto, más allá de lo anecdótica que pueda resultar esta historia, tanto sor Francisca como Huentemanque son el reflejo de transgresiones sociales de individuos inferiores dentro de la estructura social colonial: en el caso de la religiosa, como mujer despojada de su virtud, y en el caso de Huentemanque, como indio ladino, preso del deseo.
En ese sentido, el relato sobre lo que supuestamente ocurrió a sor Francisca -que no es ni siquiera su propio relato, sino el transmitido por hombres "blancos"- se convirtió en una hagiografía12, que en este caso "adaptó" el acontecimiento de deshonra a un mensaje de virtud que subyugó al poder indígena y que "feminizó" no a un indígena común, sino a un cacique. De este modo, se rescata el rol de ciertas mujeres dentro de la escritura colonial como escritoras, pero también -es el caso de sor Francisca- como sujetos de narración, debido a su condición de ejemplo de "comportamiento y encarnación de una nueva espiritualidad" (Lavrin, "La vida" 28). Los relatos antes expuestos, entonces, nos revelan la visión de su escritor "como representante de la religión y como autoridad masculina sobre el sujeto femenino" (Lavrin, "La vida" 45) y la configuración de la escritura como un espacio de frontera cultural, que fue realizada o protagonizada excepcionalmente por ciertas mujeres, en este caso religiosas, dentro de un espacio de monopolio masculino (Iglesias, "La Ragún").
Estos relatos evidencian la construcción de la sociedad colonial de fines del siglo XVI, sustentada en las categorías de casta y género, donde la primera subyugó a la segunda, pero ambas fueron a su vez subalternas del orden colonial. De este modo, indígenas y mujeres hispanas no constituyeron interlocutores válidos de su propia historia.
Con independencia de lo anterior, la sociedad colonial fue permeable a las nuevas realidades y contextos en que se desarrolló. En ese sentido, este relato da cuenta de procesos de mestizaje sociocultural en espacios fronterizos, entendiendo la frontera, desde una perspectiva amplia, como límite físico, social y simbólico cuyos márgenes pueden ser porosos (Mantecón y Truchuelo). Esto se expresó a través del relato masculino hispano que, a partir de la reinterpretación del cautiverio de sor Francisca, mantuvo el statu quo, ya que "ningún tabú podía ser mayor que el de hacerse su semejante" (Rotker 21), pero dejando entrever relaciones sociales fuera del estricto orden colonial (Goldschmidt).
Se entiende el carácter eminentemente construido de las fronteras y de las implicancias sociopolíticas de la demarcación de la polis colonial y la barbarie, estrategia colonial destinada a "tragar espacios de resistencia" (Giudicelli) y que se sustentó en el discurso mitificador de la conquista, definido en el caso indígena en términos de sumisión (Pastor).
En ese sentido, aunque resulta lamentable que no podamos profundizar sobre los sentimientos de Francisca y de Huentemanque a partir del propio relato de ambos, sí podemos elucubrar que al menos existió una relación que quebraba las pautas impuestas y que se situó en este espacio de frontera cultural. Con todo, los relatos sobre el cautiverio de sor Francisca dan cuenta de experiencias de resistencia cultural indígenas e hispanas. Las primeras, relacionadas con Huentemanque y el mundo indígena por resistir ante nuevas pautas sociales de subyugación, tomando por suyo el mayor capital del hombre español, sus mujeres. Por otra parte, la resistencia del hombre hispano al cambio de la estructura social colonial y que generó un relato que justificaba comportamientos fuera de los rangos establecidos. Y, finalmente, la resistencia de sor Francisca y de otras tantas mujeres religiosas que se convirtieron en inspiración de textos hagiográficos. Esto permitió que ciertos relatos traspasaran los altos muros conventuales y se convirtieran en un referente femenino de ejemplo y santidad para toda la sociedad colonial, lo que permitió una trascendencia en el tiempo inédita para la mayoría de sus congéneres de la época.