En junio de 1746, los navios corsarios Dragon y Greyhound aparecieron en el puerto de Nueva York llevando consigo como presa el Gran Diablo1, el buque de un corsario español (Maclay 41). Entre la tripulación de este se encontraba prisionero Hilario Antonio Rodríguez, un joven cubano de apenas catorce años. En la caravana náutica debió hacer su flamante entrada también el Royal Hester, otro barco corsario de Nueva York, comandado por el capitán Robert Troup (1708-1768), ya que tanto la documentación del caso de Hilario Antonio Rodríguez como una de las Actas del Consejo de Gobierno de la Colonia de Nueva York (Fernow 427), el órgano que secundaba en poder al gobernador2, confirman que el adolescente fue apresado por el buque corsario Hester, al mando del "Capt. Troop" 3. Tras arribar, el corsario responsable de la captura debió realizar los trámites para reclamar el barco y su contenido ante el Tribunal del Vicealmirantazgo. Que el juez declaró presa buena y válida el Gran Diablo es evidente, porque la historia registra que el barco navegó luego como convoy de las naves corsarias inglesas hasta que fue destruido en el golfo de México, durante un enfrentamiento de dos dias con un buque de guerra español, equipado este con 36 cañones y 300 hombres (Maclay 41-42). Con respecto a nuestro joven protagonista, según las peticiones que presentó años después ante el Concejo de la Colonia de Nueva York, de entre los miembros de la tripulación del Gran Diablo, el Tribunal declaró hombres libres a dos negros españoles o Spanish negroes, según se les llamaba entonces en Nueva York: un Francisco Pérez y a Hilario Antonio Rodríguez4. Pérez fue enviado de vuelta a Cuba, posiblemente en un barco bajo bandera de tregua, pero Rodríguez sufrió otra suerte cruel que lo retuvo en Nueva York por al menos once años más.
El caso de este adolescente caribeño, reconstruido a partir de cuatro documentos manuscritos que sobrevivieron semiquemados el incendio del 29 de marzo de 1911 del Capitolio Estatal de Nueva York, depósito de los fondos de los New York State Archives en Albany, la capital del estado de Nueva York, demuestra el riesgo que representaba para un marinero o un pasajero de la primera mitad del siglo XVIII, y más aún para aquellos de piel oscura, lanzarse al mar de las Antillas con la identidad de súbdito de la Corona española. En aquel teatro agitado de luchas imperiales entre Francia, España, Inglaterra y Holanda, los tripulantes de barcos con bandera enemiga podian convertirse en prisioneros de cualquiera de estas naciones. En particular, ya que es lo que atañe a este ensayo, negros, mulatos e indigenas de habla hispana, una vez atrapados por los ingleses en esta situación adversa, encaraban la realidad de ser percibidos además como mercancia de gran valor. Como Nueva York era un puerto legalmente favorable para los corsarios, la ciudad se convirtió en uno de los destinos predilectos de los barcos cargados de presas maritimas de guerra.
En cuanto al aspecto epistemológico, como el asunto de los Spanish negroes se conoce muy poco, su estudio contribuiría a corregir la desaparición del panorama histórico de los individuos así conceptualizados, en principio, en el noreste de las colonias británicas de América. Albert Memmi juzgó este tipo de invisibilidad histórica, tanto como el hecho de ser removido de la comunidad, "el golpe mayor sufrido por el colonizado" (91). También, este tópico se enlaza a los estudios de la diáspora de ascendencia africana y de la migración y del desplazamiento forzados en las Américas en la época colonial. Además, como señala Richard Bond, la lucha de los Spanish negroes por su libertad contrasta con la narrativa típica del esclavo, en el sentido de que estos sujetos buscaron y encontraron en Nueva York ciertos puntos vulnerables del sistema y las estrategias legales a su disposición, y muchas veces lograron zafarse de la esclavitud (15).
Los cuatro documentos conservados a medias en el Archivo Estatal de Nueva York son: 1) dos peticiones de Hilario Antonio Rodríguez dirigidas a Charles Hardy (NYSA, NYCCP, vol. 83, docs. 112a y 113. Véase figuras 1 y 2)5, gobernador de Nueva York del 3 de septiembre de 1755 al 2 de junio de 1757 (Fernow 7); 2) una declaración jurada del padre de Hilario Antonio Rodríguez, asegurando la condición de persona libre de su hijo y la suya propia, argumento este último que respalda el estatus de libertad de su descendencia (NYSA, NYCCP, vol. 83, doc. 112b. Véase figura 4), y 3) el certificado de bautismo de Hilario Antonio Rodríguez, emitido por Pedro José Quiñones -Peter Joseph Quiñones en el documento- y fechado el 29 de octubre de 1732 (NYSA, NYCCP, vol. 83, doc. 112c. Véase figura 3). Gracias a este escrito, se dispone de la fecha aproximada de nacimiento de Rodríguez. Es sabido que, por la frecuencia de la muerte infantil, el bautizo se celebraba tan cerca del alumbramiento como fuera posible.

Fuente: NYSA, NYCCP, vol. 83, 1751-1756, Hardy, doc. 113 y 112c. Fotografía de la autora.
Figuras 1 y 2 Peticiones de Hilario Antonio Rodríguez presentadas en 1756 al gobernador de Nueva York, Charles Hardy

Fuente: NYSA, NYCCP, vol. 83, 1751-1756, Hardy, doc. 112c. Fotografía de la autora.
Figura 3 Copia y traducción del certificado de bautismo de Hilario Antonio Rodrí guez, fechado en 1732. Es el único documento que procede de la esfera eclesiástica, pero es muy relevante porque expone la condición de libres de los padres de Rodríguez

Fuente: NYSA, NYCCP, vol. 83, 1751-1756, Hardy, doc. 112c. Fotografía de la autora.
Figura 4 Declaración jurada de Miguel José Rodríguez (Arará) en la que asegura su condición de persona libre y la de su hijo Hilario Antonio Rodríguez

Fuente: NYSA, NYCCP, vol. 83, 1751-1756, Hardy, doc. 112c. Fotografía de la autora.
Figura 5 Lado verso de la declaración jurada de Miguel José Rodríguez (Arará). Es visible la notarización del documento. Este detalle muestra el esfuerzo de demostrar la autenticidad del escrito
Como el fuego consumió los bordes de los folios, abrió orificios y quemó partes internas de los documentos mencionados, ninguno conserva la fecha de elaboración -o de la emisión como copia y traducción, en las instancias de la declaración del padre y del certificado de bautismo-. Sin embargo, en una de las peticiones se encuentra una nota en el dorso en la que se puede distinguir de la fecha solo el año de 1756, cuando el Concejo de Gobierno de la Colonia de Nueva York trató el caso y tomó una resolución temporal (NYSA, NYCCP, vol. 83, doc. 113 v.). Ciertamente, las Actas de la junta gubernamental, publicadas por fortuna en 19026, antes del fuego desastroso de 1911 en Albany, registran que el expediente de Hilario Antonio Rodríguez se discutió el 15 de mayo de 1756 y el 24 de septiembre de 1756 (Fernow 427, 431).
El trasfondo histórico
Las hostilidades entre España e Inglaterra y las confiscaciones mutuas de barcos y mercancias en las Antillas despliegan una larga historia, como lo demuestra, por ejemplo, el origen de la llamada guerra de la Oreja de Jenkins (War of Jenkins' Ear). Si bien este conflicto bélico entre España y Gran Bretaña se inició en octubre de 1739, la historia del capitán Robert Jenkins evidencia que, aun en tiempos de paz entre las dos naciones, los ataques en el Caribe entre naves de uno y otro país sucedían, por lo menos, desde los años de la guerra de la Reina Ana (1702-1713). En Londres, en marzo de 1738, Jenkins se apersonó ante un comité de la Casa de los Comunes y expuso su oreja cercenada más de siete años antes en las aguas de las Indias Occidentales. Jenkins narró que en abril de 1731 un grupo de guardacostas españoles se había enseñoreado de su barco Rebecca, lo había expoliado y abandonado a la deriva. Los parlamentarios enemigos del primer ministro Robert Walpole, quien en ese periodo se empeñaba en el logro de la paz entre los dos países, se valieron del incidente para enfurecer a la opinión pública, ya de por si encolerizada por otras noticias de injurias españolas contra buques y marinos británicos7. La ocasión sirvió también para denunciar el trato cruel hacia los prisioneros ingleses en las cárceles españolas.
Ciertos casos dieciochescos del Tribunal del Vicealmirantazgo, compilados, editados y publicados por un juez federal de los Estados Unidos a principios del siglo XX (Hough 30-31), junto con algunos anexos del libro, indican que, para reclamar ante el Tribunal la propiedad de las embarcaciones capturadas y los bienes encontrados en ellas, los comandantes de los barcos de corso debian entregar al Tribunal, sin excepción, los documentos encontrados en los buques (Hough 259, 269-270) e introducir, en beneficio suyo y de los dueños de los navios, una petición que reclamara la nave y todos sus contenidos como botin legal de guerra (lawful prize) (Hough 267-269). La solicitud se publicaba a fin de asegurar que no hubiera otro requeridor del buque apresado (Hough 17-18). Si no surgia ningún otro reclamante, el Vicealmirantazgo conferia las piezas capturadas a los peticionarios. Tras la adjudicación, los dueños declarados estaban autorizados a venderlas o a disponer de ellas según su deseo y conveniencia.
Con relación a los tripulantes de los buques capturados, el Tribunal los distribuia, con base en el color de la piel, en esclavos y prisioneros de guerra. Los segundos ingresaban a las cárceles, con la esperanza de llegar a ser intercambiados por prisioneros británicos que aguardaban igual fortuna en los calabozos de la Corona española. Los primeros, negros, mulatos y algunos indigenas, sin documentación para probar su estatus de hombres libres, una vez declarados esclavos por el juez, pasaban a formar parte de la propiedad mercantil de los comandantes y capitanes de los barcos corsarios (Hough 29); en consecuencia, eran transferidos a compradores individuales o a subastadores de esclavos (vendue-masters). Que se les vendiera y revendiera complicaba aún más el logro de la libertad de estos sujetos, pues hacia más tortuoso el localizarlos y recobrar sus personas, si acaso se presentaba la ocasión de intentar recuperarlos.
El problema de que a muchos prisioneros hispanos se les adjudicara la condición de esclavos en razón del color de la piel tenia antigüedad8, y no todos los oficiales reales habían sido indiferentes a este. Robert Hunter, gobernador de Nueva York y Nueva Jersey de 1710 a 1720, en un informe del 23 de junio de 1712, dirigida a los señores oficiales de la Junta de Comercio y Asuntos Coloniales9 en Londres, abordó el asunto de la conspiración de esclavos de 1712 en Nueva York. Expuso que, en contra de la decisión de la Corte Suprema de la provincia, les había concedido indulto de la pena de muerte a dos esclavos, encontrados culpables de participar en dicha rebelión:
En esta Corte Suprema fueron también enjuiciados y condenados un Husea10, perteneciente a la Sra. Wenham, y un John11, perteneciente al Sr. Vantilbourgh. Estos dos son prisioneros tomados en un botín español durante esta guerra y traídos a este puerto por un corsario, hace unos seis o siete años, y por razón de su color de piel, que es oscuro12, se dijo que eran esclavos y, como tales, fueron vendidos, entre muchos otros del mismo color y país. A estos dos también les he suspendido la pena hasta conocer el real ánimo de Su Majestad. Pronto, tras mi llegada a este gobierno, recibí solicitudes de varios de estos indios españoles, como los llaman aquí, indicándome que eran hombres libres, vasallos del rey de España, pero vendidos aquí como esclavos. Secretamente, me apenaba su condición, pero no teniendo ninguna otra evidencia de lo que aseguraban, más que sus propias palabras, no estaba en mi poder el aliviarlos (Hunter 342; mi traducción).
En efecto, la mayoria de los prisioneros no disponia, ni en alta mar ni en tierra, de pruebas tangibles para probar su estado legal real (McManus 88); sin embargo, los tribunales de Nueva York, Newport y Pensilvania, entre otros, les requerian refutar con escritos la presunción de que por ser negros eran esclavos (Foy 56, 64).
Precisamente, al inicio de 1746, poco antes de la llegada de Hilario Antonio Rodríguez a Nueva York, hubo correspondencia diligente entre el gobernador de Rhode Island y el gobernador de La Habana porque durante el invierno anterior (1745-1746) el capitán John Dennis, del buque The Defiance, y el capitán Robert Morris, de la nave Duke of Marlboro, ambos corsarios de Rhode Island13, habian apresado a veintidós españoles de piel oscura o Spanish negroes.
Más tarde, estos resultaron vendidos como esclavos en las colonias inglesas del norte. En represalia, diecinueve miembros de la tripulación del capitán Dennis habian sido capturados y hechos prisioneros en Cuba hasta que devolvieran a los españoles. En régimen de libertad bajo palabra, el gobierno de La Habana envió a Daniel Denton, uno de los prisioneros ingleses, para garantizar la liberación de los hispanos esclavizados. En junta urgente, el Consejo de Gobierno de la Colonia de Rhode Island estableció el estatus de individuos libres de los esclavos hispánicos y, en consecuencia, su captura se consideró ilegal. Se ordenó localizarlos, enviarlos de vuelta a Cuba en un barco bajo bandera de tregua y se indemnizaran a los compradores de los hombres retenidos. La asamblea ordenó que se procurara una nave en la que Denton debia regresar a La Habana para entregar a los españoles liberados -no todos se pudieron recobrar- e intercambiarlos por sus compañeros británicos de tripulación (Arnold 2: 153-154). El desarrollo de estos acontecimientos indica que, si los gobernantes de ambas naciones en pugna se involucraban con energia y buena voluntad en un rescate de esta naturaleza, los resultados podian beneficiar a una parte de los Spanish Negroes afectados.
Las peripecias de Hilario Antonio Rodríguez
Los padres de Hilario Antonio Rodríguez fueron Miguel José Arará y Antonia María Arará, dos negros libres de probable ascendencia de la actual nación africana de Benin14. Todavia niño, atraído tal vez por las promesas de los reclutadores forzosos de gente de mar que operaban por las calles de La Habana (Ordenanza, 1718 nov. 17)15 y acaso con la ilusión de algún dia hacer fortuna rápida, Hilario Antonio se empleó en un buque corsario para aprender el oficio de marinero16. A los catorce años, en plena etapa de guerra entre España y Gran Bretaña, el muchacho se encontró en medio de una batalla en alta mar contra una nave de bandera inglesa, hasta que el Gran Diablo, barco donde iba, fue doblegado por las fuerzas del capitán Robert Troup. Derrotados y capturados, tripulación, nave y carga llegaron al puerto de Nueva York en junio de 1746.
Quizás confiado en que el Tribunal del Vicealmirantazgo, partiendo del color de piel de Hilario Antonio Rodríguez y de Francisco Pérez, condenaría a ambos como esclavos, el capitán Troup no esperó a que el juicio se celebrara. Esquivando además los gastos de manutención y las tareas de vigilancia y control de los negros españoles en su poder, el capitán inglés vendió a Pérez a William Walton y a Rodríguez al capitán Christian Hartell. Más tarde, para la sorpresa de Troup, el juez Lewis Morris (1698-1762), quien presidió en Nueva York el Tribunal del Vicealmirantazgo desde 1738 hasta su muerte y cuyas sentencias eran con gran constancia favorables a los corsarios, declaró libres tanto a Francisco como a Hilario Antonio17. Asimismo, expresó que la Corte emitiria órdenes para que ambos fueran enviados a La Habana18. En consonancia con las disposiciones del juez, Francisco Pérez, como se expuso antes, regresó a Cuba19.
En el caso de Hilario Antonio Rodríguez, entre los capitanes Robert Troup y Christian Hartell no parece haber habido ningún conflicto posterior, ya fuera por la decisión del Vicealmirantazgo, o por la ilegalidad de la compraventa. Troup hizo caso omiso de la decisión del juzgado y dejó a Rodríguez en poder del capitán Christian Hartell20. El historiador Edgar McManus afirma que no es posible estimar con precisión cuántos Spanish negro es fueron esclavizados en Nueva York, ya que algunos corsarios vendían a estos prisioneros sin cumplir con el procedimiento formal del Vicealmirantazgo (88). En efecto, contraviniendo la ley, los corsarios solian traficar con los marineros de piel oscura antes de llegar al Tribunal del Vicealmirantazgo, tal vez arropados con la racionalización de que, después de todo, el juez los declararia esclavos.
Decidido a mantener a Hilario Antonio Rodríguez como esclavo, y tanto para ocultar la transacción clandestina como para prevenir que el joven cubano le comunicara a alguna autoridad competente su situación, otra arbitrariedad del capitán Christian Hartell, el dueño de Rodríguez, fue sacarlo furtivamente de la ciudad. Primero lo envió a la bahia de Honduras, según declarara el joven en una de las peticiones que presentó ante el Concejo de la Colonia de Nueva York (NYSA, NYCCP, vol. 83, 1751-1756, Hardy, doc. 113)21. No se descarta que, explotando la experiencia del joven, lo haya alquilado como marinero o embarcado en alguna nave corsaria en la que Hartell fuera inversionista y que tuviera la bahia de Honduras como demarcación de sus actividades. Hacia 1752, Hartell lo trasladó a trabajar en la instalación y las labores de una fábrica de vidrio y de potasa22 en New Windsor, pueblo del condado de Orange, del estado de Nueva York, localizado según las rutas modernas a 107 km de la metrópolis actual. Precisamente, una de las dos peticiones en el Archivo Estatal rezuma gran urgencia, pues indica que Rodríguez seria reenviado al día siguiente a New Windsor (NYSA, NY Colonial Council Papers, vol. 83, 1751-1756, Hardy, doc. 112a). La frase will return ("regresará") en el documento indica que Hilario Antonio debió de aprovechar una de las visitas de Hartell a la ciudad, en la que este lo habria llevado consigo, para procurar a escondidas a William Kempe, fiscal general de Nueva York desde 1752 hasta su fallecimiento en 1759, quien redactó la petición y la presentó ante el gobernador Charles Hardy y el Consejo Gubernamental de Nueva York23.
Christian Hartell era miembro de un grupo de inversionistas que en 1752 había establecido en New Windsor una fábrica de vidrio para botellas y ventanas -una industria pionera en la zona- (Purvis 107; Ruttenber 27; Ruttenber y Clark 216-217). La vida de Rodríguez en esta empresa, en la que trabajaría unos tres años, debió de haber sido inclemente. A la severidad y la longitud de los inviernos en el área, y a la incuria típica de los albergues de esclavos, se agregaba el que los pueblos del condado de Orange, apenas en formación en aquellas tierras del norte a orillas del rio Hudson, tenían instalaciones muy rudimentarias. Las viviendas eran de troncos o de piedra. Solo en algunas pocas de estas construcciones, la madera estaba tallada con hacha para mejor ensambladura. Aun después de la existencia de aserraderos, las iglesias eran meras barracas inconclusas. Los traslados y viajes se realizaban a pie o a caballo; las carretas eran pocas y toscas, muchas de ellas con ruedas cortadas del extremo de troncos de árboles. Los trineos se elaboraban con ramas o tablones y eran halados, en vez de ser propulsados por animales (Ruttenber y Clark 215).

Fuente: NYSA, NYCCP, vol. 80, Parte 2, 1755; DeLancey, doc. 109. Fotografía de la autora.
FIGURA 6 "A List of the Negroes Male and female Above the age of fourteen Years in the Southern Division of the Precinct of New Windsor, otherwise Called the High Lands, Whereof Tho's Ellison Junior is Captain Vizt". De izquierda a derecha, la primera columna registra el número de esclavas; la segunda, el número de esclavos; y la tercera, los dueños. El sexto nombre en la lista es el de Christian Hartell, de quien se registran dos esclavos en propiedad. Al pie, en el lado derecho, aparece la fecha, 23 de octubre de 1755 y, debajo, la rúbrica de Thomas Ellison Junior
En cuanto al trabajo en si, este era arduo, tóxico y peligroso. La manufactura de vidrio en las colonias americanas de Inglaterra se efectuaba de silice, presente en la arena, y de compuestos álcalis como potasa, piedra caliza y carbonato de soda. Después de purificados a través del lavado y del calentado, estos materiales se licuaban por la acción del fuego, en un horno, y se les extraia la escoria que ascendia a la superficie del crisol. Las altas temperaturas eliminaban el ácido carbónico y fusionaban la silice con los álcalis para formar cristales. Los materiales fundidos se espesaban por medio del enfriamiento lento hasta que alcanzaban la consistencia apropiada para poder soplarlos, aplanarlos o moldearlos en objetos acabados (Purvis 107). Al parecer, Rodríguez tuvo poca ayuda en esta fábrica. En un censo de negros mayores de catorce años que se realizó en 1755, por orden del Consejo de Gobierno de la Colonia de Nueva York, un Thomas Ellison Jr. reporta el 23 de octubre de 1755 que Christian Hartell poseia en New Windsor solo dos esclavos y ninguna esclava. Entre los dos individuos, sin duda, se contaba a Rodríguez, quien entonces tendria veintitrés años (NYSA, NYCCP, vol. 80, Parte 2, 1755, doc. 109)24.
El 20 de noviembre de 1754, Christian Hartell estaba muy enfermo, asi que decidió hacer su testamento (NY WPR, WA, 1659-1999, ff. 169-171)25. Le dejó los bienes a su hijo, quien era entonces menor de edad. El documento, tal vez como signo de la ilegalidad de la posesión, no menciona a Hilario Antonio Rodríguez ni a ningún otro esclavo, aun cuando, como se señaló, el censo de negros de 1755 registra que Hartell era dueño de dos esclavos masculinos en New Windsor. En su testamento, Hartell designa como primer albacea a su "amado cuñado Cornelius Tiebout"26. Era bajo la potestad de este que se hallaba Hilario Antonio Rodríguez en 1756, cuando su caso se presentó ante el Concejo de Gobierno de la Colonia de Nueva York. Se infiere que a la muerte de Hartell en 1756, o aun antes, Tiebout, quien por voluntad testamentaria debía vender las propiedades del difunto relativas a la fábrica de vidrio para pagar las deudas y el entierro, recibió a Rodríguez de su cuñado o se lo compró. Tiebout (figura 7) llevó al joven de vuelta a la ciudad y allí debió de alquilar su mano de obra en una panadería, ubicada en una calle llamada entonces de Peter Gómez, según uno de los documentos, y contigua a la casa de la misma familia Gómez27.

Fuente: colección de la New-York Historical Society, objeto número 1926.3
FIGURA 7 Anónimo, Cornelius Tiebout (ca. 1720-1785), sin fecha, óleo sobre lienzo, 50 x 40 in. (127 x 101.6 cm). Tiebout era el dueño de Hilario Antonio Rodríguez en el momento de la petición de libertad en 175629
En 1756, de vuelta en el medio urbano y con veinticuatro años, Hilario Antonio Rodríguez conocía más de la vida, de la ciudad, su gente y sus funcionarios, del idioma inglés y del procedimiento que podría seguir para obtener su libertad. Desde aquí, le escribe a su padre, Miguel José Rodríguez28, pues así lo manifiesta este en la declaración jurada que a su nombre se presenta ante el Concejo de Gobierno de la Colonia de Nueva York. Rodríguez padre indica que su hijo le informa del trabajo arduo en la panadería. Ciertamente, el acarreo, los hornos, el fuego y las jornadas largas y extenuantes hacían de esta labor una de las más afanosas y riesgosas de las desempeñadas entonces en las ciudades (David 28, 181-182).
No se conserva documentación del desenlace del caso de Hilario Antonio Rodríguez. En una de las dos peticiones, Rodríguez ruega que el gobernador ordene la revisión de los archivos del Tribunal del Vicealmirantazgo para que se compruebe que el juez lo había declarado hombre libre -en 1746-. Algo del proceso posterior se deduce de las frases al dorso de la otra solicitud. El Concejo de Gobierno de la Colonia de Nueva York, después de leer la documentación en 1756, ordenó que el alguacil asumiera la custodia de Rodríguez hasta tanto se determinara su estatus de libertad. No obstante, si Cornelius Tiebout estaba dispuesto a dar una fianza de cien libras (£100), podria retener a Hilario Antonio en su servicio mientras el Tribunal aclarara la controversia.
Esta disposición expresa, si bien difícil de comprender y aceptar para el lector actual, tenía sentido en la época y el medio. Se trataba de evitar tanto que los esclavos se convirtieran en una carga económica y de vigilancia para la ciudad como que permanecieran en la cárcel sin nadie que velara por sus necesidades básicas. Por otro lado, la fianza actuaba como aval de que el propietario no venderia ni apartaria del lugar al esclavo mientras el dictamen estuviera pendiente. Está claro que si no se le exigia garantia, el amo, recelando un fallo en su contra y temiendo perder el valor del esclavo, buscaria proteger la inversión a toda costa.

Fuente: New York State Archives, NY Colonial Council Papers, Volumen 83, 1751-1756, Hardy, doc. 113 v30. Fotografía de la autora.
FIGURA 8 Al dorso de una de las peticiones se halla esta nota, en la que apenas se distingue el año de 1756 en la primera línea y se registra la decisión provisional del Consejo de Gobierno de la Colonia de Nueva York

Fuente: Bernard Ratzer (cartógrafo), William Faden (editor), Thomas Kitchin (grabador), Londres, 1776. Imagen de The New York Public Library. digitalcollections.nypl.org/items/510d47df-f437-a3d9-e040-e00a18064a99.
FIGURA 9 Plan of the city of New York in North America: surveyed in the years 1766 & 1767. En la mitad del pliego se observan las cuadrículas de la punta sur de la isla de Manhattan, el núcleo urbano de Nueva York en el siglo XVIII, bordeado por el East River al este y el río Hudson al oeste
Conclusiones
En 1746, Robert Troup capturó a Hilario Antonio Rodríguez al apoderarse del Gran Diablo. Si bien ya lo habia vendido a Christian Hartell, en el momento designado presentó al joven como parte del botin de corso ante el Tribunal del Vicealmirantazgo de Nueva York. Contra lo esperado, el juez declaró a Rodríguez hombre libre. Al no ser proclamado esclavo por el sistema judicial, las arbitrariedades y la avaricia de Troup convirtieron al adolescente en una especie de mercancia de contrabando. El acto de venta fue ilegitimo y, desde luego, un caso de secuestro. Para ocultar la transgresión, Troup optó por reenviar a Rodríguez a navegar hacia el Caribe, esta vez bajo bandera inglesa. El joven debió permanecer varios años en la bahia de Honduras. En 1752, Hartell condujo a Hilario Antonio al norte del territorio neoyorkino, lejos del núcleo urbano, otra táctica para aislarlo y además ocuparlo en su recién instalada fábrica de vidrio. A principios de 1756, en tiempos de la muerte de Hartell, Rodríguez pasó a manos de Cornelius Tiebout, quien lo retornó a la ciudad. Antes de esto, Hilario Antonio habia conversado con los otros Spanish negro es, compañeros de desdichas, sobre lo que podian hacer, individualmente, para luchar por la liberación a través de mecanismos legitimos. En Nueva York, por solicitud de Rodríguez, William Kempe habia iniciado el proceso de redacción y sometimiento de peticiones a favor del joven. También Hilario Antonio habia conseguido comunicarse con su padre en Cuba y, gracias a este, logrado obtener alguna documentación. Añadida a la que se conserva parcialmente, citada en este trabajo, una de las dos peticiones menciona dos declaraciones juradas de hombres que lo conocieron en La Habana como persona libre31.
Hilario Antonio Rodríguez era un sujeto con múltiples vulnerabilidades en el ámbito de la colonia británica, por su juventud, raza, catolicismo, identidad hispana y desconocimiento del inglés. Su caso no es único ni excepcional. Hubo muchos otros casos similares, antes, después y simultáneamente al suyo. No obstante, en vez de estudiarlos como grupo, la mirada individual rescata al sujeto, nos ofrece sus circunstancias particulares y facilita distinguir con mayor claridad, anexos al infortunio, los intereses, los mecanismos y las estrategias que hacian posible no solo la esclavización de los negros, mulatos e indigenas, súbditos del rey de España, sino también que estos emprendieran, en un contexto tan rigido para el subyugado, la contienda legal por la libertad. El secuestro, la esclavización y la lucha de Hilario Antonio Rodríguez, consecuencias del corso y de la guerra entre imperios, ejemplifican las vicisitudes de cientos de hombres libres que, categorizados como Spanish negroes, padecieron esclavitud temporal o definitiva en la Nueva York colonial.