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Fronteras de la Historia

Print version ISSN 2027-4688On-line version ISSN 2539-4711

Front. hist. vol.26 no.1 Bogotá Jan./June 2021  Epub Jan 01, 2021

https://doi.org/10.22380/20274688.1237 

Artículos

El retorno a lo visual en el estudio de documentos cartográficos: análisis de un plano para la gobernación de Paraguay a mediados del siglo XVII

The Return of the Visual in the Study of Cartographic Documents: Analysis of a Plan for the Paraguay Governance towards the Mid-17th Century

LAURA PENSA* 

*Licenciada en Ciencias Antropológicas de la Universidad de Buenos Aires, Argentina, Master of Arts en Literatura y Lenguas Romances de la Universidad de Michigan, candidata a doctora en la misma universidad en Program in Spanish. Romance Languages and Literatures Department. Es integrante del grupo Los espacios de frontera desde una perspectiva histórico-antropológica: grupos étnicos e interacciones en el período colonial, de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y del Programa de Estudios de las Relaciones Interétnicas y los Pueblos Originarios de las Fronteras (Periplos), coordinado por Lidia R. Nacuzzi. lpensa@umich.edu


Resumen

El presente trabajo reúne los principales aportes de los estudios visuales al estudio de la cartografía, así como sus relaciones con la cartografía crítica y los estudios coloniales. A partir de una crítica al método harliano, se destacan las posibilidades de emplear una metodología híbrida en el estudio de estos documentos, que incorpore sus aspectos visuales y textuales. Mediante el análisis de un plano de la gobernación del Paraguay de mediados del siglo XVII, se busca hacer una aproximación a estos documentos que pueda dar cuenta no solo de su contenido textual o visual, sino del régimen de visibilidad colonial del que formaron parte y del lugar que este régimen asignó a grupos indígenas y no indígenas.

Palabras clave: cartografía; Paraguay; siglo XVII; grupos indígenas; cultura visual

Abstract

This article gathers the key contributions of visual studies in the study of cartography, and its relations with critical cartography and colonial studies. Coming from a critique of the harlean method, the possibilities of a hybrid methodology in the analysis of these documents are highlighted, one that incorporates its visual and textual aspects. Though the analysis of a plane for the Paraguay governance towards the mid-17th century, we exercise an approach to these documents that can speak not only for its visual or textual content, but for the regime of visuality of which they were part, and the role this regime assigned to both indigenous and non-indigenous groups.

Keywords: cartography; Paraguay; 17th century; indigenous groups; visual culture

Introducción

El encantamiento que produce el primer contacto con la cartografía crítica de la mano de J. B. Harley es innegable, siendo este quizá uno de los campos que más se beneficiaron del giro lingüístico. A partir de 1970, Harley comenzó a desarrollar una historia de la cartografía que descubrió las decisiones políticas constantes implicadas en la confección de un mapa, los postulados ideológicos que sustentan su producción y distribución y los silencios que habitan estos documentos. Hasta ese momento los mapas eran empleados bien como instrumentos decorativos que adornaban una narrativa historiográfica, o bien como evidencias de localización geográfica precisa de lugares y personas, a las que se otorgaba un valor de “verdad científica” que resistía toda crítica. Gracias a conceptos como el de “ficción controlada” (Harley 140), Harley fue capaz de desarmar los valores absolutos de verdad que los mapas aparentaban en virtud de una técnica y un lenguaje específico que, consolidado alrededor del siglo XVIII, vinculó a la cartografía con las disciplinas “duras”, objetivas, racionales, de las ciencias naturales1.

La idea del mapa como una ficción revela no solo su costado discursivo, sino lo que el autor considera su paradoja esencial, vale decir, que en la medida en que la cartografía se volvió más “objetiva” debido a las técnicas y las tecnologías posibilitadas por el financiamiento de los Estados modernos, se convirtió en un instrumento de estos para el despliegue y la reproducción de la ideología dominante. No obstante, el tipo de lectura centrada en la textualidad condujo a una subestimación del carácter visual de los mapas. Cuando el mapa se convierte en texto (o en ficción controlada), se desestima en el mismo gesto el hecho de que, además de estar teñidos de una cierta ideología dominante que los produce y los necesita, además de servir a intereses específicos, además de estar sesgados por los valores de sus autores, es decir, además de compartir un número de características con cualquier documento escrito, los mapas son también otra cosa. Antes que nada, un mapa es una imagen. Ya no imágenes decorativas que ilustran silenciosas los manuales de historia, sino objetos completos que forman parte y son susceptibles de ser entendidos desde la cultura visual.

Con la llegada del llamado giro pictórico, los mapas y otros documentos cartográficos son sujetos de una relectura que, en virtud de lo que considero una naturaleza híbrida, reúne a profesionales de distintas disciplinas. En este artículo señalaré algunos aportes de la teoría visual y los aplicaré en el análisis de un caso. El objetivo es discutir la especificidad de estas imágenes dentro de los archivos coloniales y, al mismo tiempo, hacerlas parte de una conversación que incluya otros documentos visuales.

Un lugar para la cartografía en la cultura visual

En Argentina, Carla Lois comparte con la tradición harliana el deseo de sacar la cuestión cartográfica del plano de las representaciones técnicas del territorio, pero su acento en la dimensión pictórica la lleva a proponer relaciones de tensión y diálogo entre los mapas y otros documentos visuales que tejen imaginarios sobre la Argentina moderna. Sigo su propuesta de revisitar estas imágenes desde los estudios visuales, que se funda en la necesidad de “hacer hablar a los mapas”, algo que el tipo de análisis lingüístico habría sido incapaz de hacer en virtud de su incapacidad para dar cuenta de los pliegues de la cuestión visual que atraviesan todas las disciplinas (Lois 27). La tarea de reconectar al mapa con otros objetos culturales, es decir, hacerlo sujeto de estudios visuales, se enmarca en lo que llama la “reactivación de un movimiento pictórico” en una época oculocéntrica signada por el permanente estímulo y la alta circulación de imágenes.

En esta línea, Matthew Edney compara la cartografía con la pornografía, sugiriendo que tal y como no hay nada estrictamente pornográfico en una imagen, tampoco hay una mapidad intrínseca, sino que son modos de mirar en los que se establece una relación de poder entre el sujeto y lo mirado. Edney plantea que en esa mirada pornográfica y cartográfica operan mecanismos similares, como la sujeción a una vista asimétrica y dominante, la objetivación de partes que definen el todo y la imposición del deseo de quien mira (Edney 85).

Más allá de la provocativa comparación está la idea de la mapidad, o lo que es un mapa, como una cualidad que no define quien produce la imagen sino el uso que un lector le da, así como los contextos en los que interviene. Esta idea dialoga con clásicos de la literatura colonial (Mignolo; Verdesio) que destacan una atención desplazada desde la imagen cartográfica en una superficie plana hacia el sujeto que la mira, la produce, la interpreta, e incluso al sujeto que no la necesita y que produce otras formas de representación espacial. Este gesto no es ajeno a los estudios visuales -sobre los que volveremos- que ubican gran parte de la responsabilidad de dar sentido a la imagen en el espectador o consumidor de esta.

Revisitar documentos cartográficos a partir de esta perspectiva interdisciplinar nos permitiría abandonar la definición clásica y sumamente restringida de mapa para en cambio pensar problemas transversales, como la lógica de representación entre la imagen y el referente que evoca. Si la pregunta es qué nos aporta entonces el giro pictórico, qué nos permite ver que antes no veíamos, entiendo que la respuesta se relaciona con una manera de arrojar al mapa a otra serie de imágenes, y a la vez permitir la entrada de estas a cierto agrupamiento cartográfico. Ya no se trata de decir si el mapa es una imagen técnica o política, neutra o ideológica. Se trata de comprender qué nos permite ver y cómo lo hace, cómo podemos actuar por medio de lo que vemos en los mapas. El funcionamiento cultural del mapa es lo que precisa ser desmontado, y los análisis de otros objetos visuales pueden ofrecernos modelos para este ejercicio.

Los mapas y los documentos cartográficos forman parte de dispositivos que alteran las formas del mundo en el que vivimos y son puestos en práctica con fines útiles. Un ejemplo del funcionamiento de estos dispositivos lo brinda el trabajo del teórico de la cultura visual Nicholas Mirzoeff, quien se preocupa por destacar la complejidad de las imágenes, al punto de plantear que constituyen un archivo en sí mismo (15), y lo que es más, un archivo mediante el cual podemos acceder a historias subalternas que se encuentran silenciadas en los documentos escritos. El autor toma el caso de las plantaciones de esclavos en la América colonial como locus primario del despliegue de lo que llamará “la producción de visualidad” (visuality). Esto es, la visualización de procesos históricos de manera tal que la autoridad parezca evidente o naturalizada mientras crea visual y discursivamente sus otros internos (y subalternos).

Mirzoeff, siguiendo una perspectiva foucaultiana, propone que los “complejos de visualidad” (visual complexes) están histórica, local y socialmente determinados, pero en todos los casos funcionan a partir de tres procesos principales: primero, la clasificación de un grupo de personas (por medio de los actos de nombrar, clasificar y definir); luego, la separación de este grupo como forma de organización social, con la intención de crear una segregación que evite la organización política de estos sujetos; y, finalmente, hace que esta clasificación y separación sean tomadas como el orden natural de las cosas, una estetización del statu quo (3). La atención hacia las imágenes como engranajes de un dispositivo que las pone en funcionamiento en compañía de otros objetos culturales, es uno de los aportes fundamentales de esta renovada mirada crítica desde los estudios visuales.

En este apartado intenté hacer un acercamiento hacia una discusión que tiene como centro al mapa en cuanto objeto cultural o visual y que continúa, de alguna manera, la propuesta inicial de J. B. Harley, o al menos entiendo que no presenta una ruptura radical. El mapa no deja de ser un componente central del corpus de nuestras investigaciones, y en muchos casos orienta nuestra lectura de otras fuentes de primera mano y bibliografía específica. De este modo, no solo no conviene desestimarlo sino que aún tiene mucho para ofrecernos.

Coordenadas históricas necesarias

Si consideramos que una de las finalidades de las imágenes cartográficas es la “reproducción incesante de la cultura que les da origen” (Wood 1), y aunque sea un desafío precisar esto a lo que llamamos cultura, es conveniente dar una idea acerca del contexto que nos oriente para entender la selección de la imagen. Existe un acuerdo en obras especializadas recientes acerca de criticar la clásica presentación de las relaciones “amigables” entre los conquistadores y los grupos guaraníes que habitaban el área donde se erigió el fuerte de Asunción en 1537 (Durán Estragó; Quarleri), aunque el consenso no alcance a la forma de instrumentar esta crítica. Desde una perspectiva etnohistórica, Lía Quarleri sugiere que los grupos denominados “carios guaraníes” se encontraban hacia finales del siglo XVI en una fase de auge demográfico y geográfico, pero que a diferencia de otros cazadores recolectores de tradición nómada, su condición de semisedentarios los hizo más vulnerables a la presencia de los conquistadores (Quarleri 39). Estos grupos de familias organizados en aldeas mantenían relaciones hostiles con bandas payaguás y guaycurúes que habitaban del otro lado del río Paraguay y llevaban a cabo incursiones en busca de los productos de la agricultura guaraní y otros bienes. Dado que los guaraníes estaban acostumbrados a vigilar lo que consideraban las fronteras de su territorio, pudieron anticiparse a la llegada de la expedición de Juan de Ayolas, enviada por Pedro de Mendoza.

Ante el fracaso del primer intento de defensa y freno de la expedición, vencidos por los conquistadores, los caciques se vieron obligados a negociar un acuerdo para poner fin a la violencia. Considerando las hostilidades con otros grupos nativos, los guaraníes establecieron una alianza política con los españoles que fortalecería su posición a efectos inmediatos. Los españoles lograron fundar un fuerte que aseguraba los límites con el Brasil, y accedieron entre los guaraníes a una serie de recursos estratégicos. Sin embargo, como destaca Quarleri, los términos del acuerdo terminaron combinando la coerción y el consenso de forma peligrosa y en perjuicio de los nativos. Sabemos que los españoles accedieron a sus derechos como recientes “cuñados”, pero desoyeron sus obligaciones, dando lugar a abusos de toda índole sobre las mujeres y los hombres guaraníes (Durán; Nacuzzi y Lucaioli; Quarleri).

Los ocasionales beneficios que los grupos nativos obtenían de esta alianza no fueron suficientes para impedir que las relaciones se tensaran, ahora entre parientes. En este primer momento, no obstante, empiezan a aparecer en el registro documental las categorías de “indios amigos” e “indios enemigos”, para dar cuenta de la diferenciación entre guaraníes y otros, aquellos que no se consideraban sujetos al dominio colonial.

La manera en la que la Corona y los gobernadores regularon sin resolver este conflicto fue mediante la imposición de la encomienda hacia mediados del siglo XVI. El gobierno a cargo de Domingo de Irala pretendía recrear en América una casta privilegiada, y sostenerla económicamente a partir de la venta de esclavos y la explotación de indígenas. De esto resulta que la sociedad asunceña se encontraba fuertemente atravesada por una alianza costosa para los guaraníes, en la que habían perdido gran parte de su autonomía y capacidad de reproducción social y biológica, a la vez que se encontraban al servicio de sus conquistadores por medio de un violento sistema de cargas de trabajo. Al mismo tiempo, Asunción se convirtió en un enclave colonial que necesitaba ser defendido de los “indios enemigos”. Hacia 1670, se registra el traslado de pueblos de indios por las amenazas de grupos cazadores recolectores, y la fundación de doce presidios que debían contenerlos (Telesca, Historia 90). En este contexto se inserta la imagen que se analiza a continuación.

Plano del castillo de San Ildefonso, a orillas del río Paraguay (1660)

La diferencia entre un mapa y un plano es que mientras el primero representa la Tierra o una parte de ella tomando en cuenta su curvatura, el último se define como una “representación esquemática, en dos dimensiones y a determinada escala, de un terreno, una población, una máquina, una construcción, etc.”2. Dada la ambigüedad del término terreno, que puede entenderse como una porción del territorio, el parentesco con el mapa es claro aunque la diferencia no resulta tan evidente. Las definiciones del diccionario, que suelen coincidir con las del sentido común, nos dicen poco acerca de la naturaleza y la función de estos documentos. La descripción del documento en el archivo que lo aloja solo colabora con la confusión de las categorías:

El castillo se hallaba en el pago de Tapua, a dos leguas de Asunción. Fue mandado construir por el gobernador Alonso Sarmiento de Figueroa para contener a los indios guaicurúes y payaguás. Con indicación de topónimos, tierras de indios enemigos, estancias del fuerte y explicación del desnivel entre la altura del castillo y el río Paraguay. (AGI, MP, BA, 225)

Para seguir esta descripción, el referente principal sería el castillo, y sin embargo, las “indicaciones” acerca del territorio y los habitantes forman parte de la composición y colaboran con la redistribución de los elementos de la representación. Si entendemos que “lo que se llama imagen es un elemento en un sistema que crea un cierto sentido de la realidad, un cierto sentido común” (Rancière 102), quizás podamos aproximarnos mejor al significado de estos registros en sí mismos y como parte de un sistema de información que los contiene. Este sistema combina palabras y formas visibles para producir nociones compartidas acerca del mundo, formas de percepción que asignan un significado, un “régimen de visualidad” (Rancière 83) en el cual lo mostrado pertenece a la misma esfera que lo real. En este caso busco acercarme al régimen de visibilidad, a cómo una imagen puede permitirnos ver aquello que era considerado parte de lo real, especialmente grupos de personas consideradas otras, en un espacio marginal de la colonia española.

Encuentro interesante no poder empezar sino por un nudo: en la defensa de una lectura textual de las imágenes cartográficas, se sostiene que por esta vía puede romperse la relación “natural” entre referente y representación, abriendo la interpretación del texto a problemas de polifonía, silencios estratégicos, relaciones de poder, entre otros. La premisa subyacente a este razonamiento sería que el campo de la representación, es decir, lo visual de estos registros, se considera exento de estos problemas, como si el problema o el mensaje oculto se encontrara exclusivamente al nivel del texto. Ahora bien, abogando por su cualidad visual, reclamo, entre otras cosas, el lugar del espectador o consumidor de la imagen.

Una característica inherente de la imagen es su falta de compleción, si es que ver no es creer sino interpretar (Mirzoeff 34). Como dijimos, desde los estudios sobre cultura visual se deposita en el espectador o consumidor de la imagen la responsabilidad de completar el sentido o permitir que la imagen funcione. Al respecto, Rancière (107) retoma un término presente en Barthes (38): el de imagen pensiva. Barthes decía que una fotografía no es subversiva cuando asusta, repele o estigmatiza, sino cuando piensa. La manera en que una imagen piensa es por medio de su indeterminación, existe algo que nos perturba en ella, algo que va más allá de lo que podemos saber y nombrar (studium), algo que nos molesta (punctum), que nos habla personalmente y que completamos, dice el autor, cuando finalmente retiramos la vista de la imagen, cuando cerramos los ojos para verla.

Rancière continúa con esta línea e insiste en que la responsabilidad de una imagen no corresponde solamente al autor. No obstante, altera la idea de imagen pensiva, o la desarrolla, al decir que no es la imagen la que piensa, sino que es la que contiene un pensamiento no pensado (unthought thought) destinado a encontrarse con la mirada de un espectador emancipado. Por su parte, Didi-Huberman (42) dialoga de manera permanente con la idea de imagen dialéctica al hablar de una imagen ardiente. Lo que arde en la imagen es lo real, es aquello que todavía no es ceniza, aquellas imágenes que aún no se han perdido para siempre porque las hemos recuperado, que con su sola existencia nos hablan de las otras, las que han ardido a lo largo de la historia. Mirar, para este autor, no equivale tampoco a ver sino que supone el reconocimiento de una implicación y una afectación por parte del sujeto. Entonces, para pensar estas imágenes conviene tener en cuenta nuestra acción de verlas, seleccionarlas, hablar de ellas. Al igual que con la idea de mapidad, se trata de algo que completamos al ver la imagen, no solo algo que en ella resida.

Al presentar el mapa me encuentro tomando una decisión que no anticipaba y habla de todo aquello que traigo en la mirada. Este registro no tiene un norte, y en ese signo (en esa falta) pesa toda la historia de su significado. Debo decidir cómo ubicarlo, sin tratarse de un acto deliberado de rebeldía cartográfica sino de un problema ante todo pragmático. Empiezo definiendo por la falta: falta algo que considero que el mapa necesita para orientarme. Dudo: las posiciones geográficas en el espacio son relativas, puedo pensar en distintas orientaciones que, a la altura de los ojos del promedio de las personas, acentuarían aspectos variados de la imagen. Decido y le entrego el poder al texto -ese conjunto de letras que para mí significan- de guiar la lectura. Oriento el plano para que pueda ser leído, producto directo de la cultura en la que me he socializado y formado. Adopto el lugar de ego que enuncia con palabras. Esta decisión habla de una característica fundamental de estos registros: su mutabilidad. “El mapa ya no es un objeto estable y unívoco sino un ‘emergente' que resulta de una mezcla de prácticas creativas, reflexivas, juguetonas, afectivas y cotidianas, todas ellas afectadas por el conocimiento, la experiencia y la habilidad del individuo” (Kitchin y Dodge 341). De esta manera, si como Harley entendía, el mapa condensa todo el conocimiento del mundo del que es producto, cualquier análisis que pueda hacer de aquel también condensa todo el conocimiento del mundo que opera en mí.

Fuente: Archivo General de Indias (AGI), Sevilla.

Figura 1 Plano del castillo de San Ildefonso, a orillas del río Paraguay (1660) 

La ausencia de un signo convencional del lenguaje cartográfico que dé cuenta del norte podría brindar información adicional en caso de que no contáramos con un fechado. Algunas convenciones en los signos cartográficos, como la presencia de la rosa náutica, el uso de escala francesa, la marcación de paralelos y meridianos, entre otras, se consolidan como un estándar científico recién hacia mediados del siglo XVIII (Harley), lo cual nos lleva a pensar que este registro es anterior a esa fecha, coincidente con el fechado oficial en 1660. El signo que marca el norte es relacional, marca la posición con respecto a algo, incorpora lo representado en una imaginación espacial mayor, tal como lo harían, por ejemplo, la marca de latitudes y longitudes. Otra ausencia que se relaciona con lo que Mundy (13) considera una de las diferencias principales entre la corografía y la cartografía “racional”, que devino en una de las preocupaciones mayores de los cosmógrafos imperiales: encontrar una manera de medir las latitudes para, por un lado, resolver cuestiones de división territorial entre imperios, y, por otro lado, lograr representaciones más “exactas” de la posición de los territorios amerindios en relación con Europa.

Esta imagen es claramente corográfica, no representa la relación con otros espacios ni ningún itinerario posible para llegar allí. La representación en dos dimensiones es también indicial de la corografía, que se traduce como una ausencia de profundidad tanto en las figuras humanas como en el castillo y remite estéticamente a los célebres códices en náhuatl confeccionados antes y durante el periodo colonial3. Tal como sugiere Duarte (106), la profundidad en la representación del espacio es capaz de evidenciar los vínculos afectivos y el tipo de concepción en torno a un espacio dado, una idea que se encuentra siempre social e históricamente determinada. Nuevamente, es Mundy (39) quien relaciona la estética corográfica con la confección de mapas que se basan en aquello que los funcionarios coloniales pensaban que debía ser un mapa, pero que incorporan elementos y símbolos de la estética nativa dado que en la mayoría de los casos fueron los indígenas quienes los confeccionaron.

Los autores son desconocidos, pero en un ejercicio de imaginación histórica (Comaroff y Comaroff) podríamos suponer que así como los nativos de la región tuvieron participación (forzada o no) en la construcción de caminos, fuertes y viviendas, podrían haber tenido participación en la confección de este plano. Al respecto, Mignolo advierte sobre la participación indígena en la elaboración de “pinturas” (como eran llamadas por los funcionarios de la Corona española) por parte de “indios viejos”, quienes conocían el territorio. Esta participación se evidencia en la concepción del espacio representada a partir de la diversidad de escalas y proporciones, en el aumento de tamaño de algunos elementos del paisaje y también en la bidimensionalidad que ocurre en esta imagen. También señala que los oficiales coloniales no tenían el mismo interés en el campo de las imágenes, que consideraban el dominio de los indígenas, como sí lo tenían en los documentos textuales en los cuales su alfabeto primaba.

En el caso de las relaciones geográficas, esto devino en numerosos mapas sin firmar, tanto porque su autoría era considerada menor o porque era producto de intervenciones nativas: los españoles delegaban estos trabajos a los indígenas (Mignolo 97). De este modo, es imposible “decidir” entre las dos interpretaciones, qué tipo de visión del mundo guía la confección de la imagen, si es que una visión puede ser reducida a un conjunto de rasgos estéticos. Quizás lo valioso sea plantearlas como una posible arena de disputa en ese terreno de negociación entre formas de entender el mundo que nunca termina de solaparse limpiamente, sino que nos muestra sus desprolijos bordes.

En un trabajo acerca de las fronteras coloniales hasta mediados del siglo XVIII (Nacuzzi y Lucaioli), Carina Lucaioli destaca la superposición de gobernaciones (Tucumán, Paraguay, Buenos Aires) que marcaron la historia de un espacio heterogéneo en relación con las relaciones interétnicas sostenidas, las políticas de colonización ensayadas y las maniobras de resistencia empleadas por los agentes nativos. El registro cartográfico que analizamos representa un castillo4 a dos leguas de Asunción, considerado por algunos “el primer emplazamiento colonial en el Gran Chaco”. Fundada en 1537 como puesto defensivo, la ciudad supo tener enorme relevancia como paso estratégico hasta la fundación de Buenos Aires en 1617 y su posterior crecimiento económico.

Lucaioli sostiene que, debido a la relación de desigualdad con la ciudad portuaria, la “frontera del Paraguay” sufrió una marginación política, geográfica y económica que condujo a tomar una postura esencialmente defensiva (36). Una de estas medidas consistió en la construcción de presidios a lo largo de la costa occidental del Paraguay (Telesca, La provincia), una acción que, combinada con el registro de robos violentos de mujeres y niños mbyá y payaguá para enfrentar el declive demográfico, nos ofrece un buen panorama acerca del contexto social y cultural del que nuestra imagen es producto y testigo.

Lo que la imagen nos permite ver es la voluntad de una defensa. La perspectiva asumida para la representación del castillo es una que con el tiempo será ampliamente asociada con la cartografía militar, la vista de pájaro. Esta óptica, que solo se aplica al castillo, tiene por objetivo destacar la solidez y la estructura del emplazamiento, dar cuenta del espacio que ocupan sus simétricas aristas y rectas paredes, las únicas líneas rectas de todo el plano5. El tipo de vista exagera las dimensiones del emplazamiento, que parece más grande que todo el río. Sólidamente situado en la imagen, todo en el castillo refiere a una actitud defensiva, desde la precisión en el delineado de cada uno de los bloques que forman las paredes y las tejas hasta el detalle de las torres esquineras, mostradas como puestos de vigilancia, y la aclaración por ejemplo de la existencia de un almacén de armas (aun a sabiendas de que las armas en el Paraguay eran un recurso escaso, su reserva es de algún modo destacada).

En cada una de las torres se nos permite ver a numerosos individuos uniformados y disparando en las cuatro direcciones, cada grupo bajo el nombre de un santo cristiano, san Ignacio, Santiago, san Francisco, santo Domingo. Los soldados están activos, vigilantes, aunque las balas no se direccionan a ningún objeto, animal o persona específica. Entonces, ¿qué es lo que sí vemos? El interior del castillo, el patio, eso que vemos solo porque la adopción de la perspectiva nos lo permite, lo que la imagen quiere que veamos, lo que queda dentro del mínimo espacio protegido por las balas, quizás, lo que las balas protegen: el escudo de Castilla y León, perfectamente legible sobre la puerta principal. La bandera del imperio es donde nuestra mirada se detiene cuando vemos el castillo, su centro o quizás el punctum (Barthes 27), el detalle que me atrae y al mismo tiempo me repele.

Las referencias topográficas en este plano son escasas, y nuevamente el desafío consiste en intentar dilucidar lo que el registro nos permite ver, además de lo que falta u oculta. Existe una división entre dos planos más o menos equitativos en términos de espacio adjudicado, pero claramente distinguibles en la imagen. La manera en la que opera esta distinción es mediante, por un lado, el uso exclusivo de rectas en el plano inferior y curvas en el plano superior, una técnica sutil que sin embargo determina la manera en que nuestra mirada recorre el plano y lo secciona; y por otro lado, el empleo de colores para pintar una superficie -muy específica- del terreno y no toda. El castillo de San Ildefonso se encuentra emplazado sobre un espacio blanco casi en su totalidad, solo la torre de Santiago, aquella más cercana al río, se encuentra rodeada por una suerte de superficie marrón que comparte con el río, la vegetación y los indígenas. Aquí vale detenerse en un punto importante.

El uso del blanco en cartografía tiene una historia semántica propia. No significa unívocamente un espacio vacío, ni desconocido, ni inexplorado, todas adjetivaciones muy distintas entre sí que fueron dadas a porciones del territorio en momentos diversos de la exploración, la conquista y la colonización del llamado Nuevo Mundo (Lois 47). En este caso, el uso del blanco se emplea con el fin de hacer lugar para aquello que aún se desconoce. Estos espacios reconocen la existencia de una incógnita y le hacen un lugar en la cartografía que permite su imaginación, su incorporación en el horizonte de lo real y lo posible, y en última instancia posibilitan el pasaje de desconocido a conocido, no solo en el conocimiento geográfico y cartográfico, sino en la programación y consecución de exploraciones.

En este registro, la coexistencia de un emplazamiento en un espacio blanco, junto con el contraste inmediato con un espacio otro, no blanco, nos dice al menos dos cosas en distintos niveles. Lo que respecta al régimen de visibilidad y de la diferencia entre el espacio ocupado por el imperio y el espacio ocupado por los indígenas será discutido un poco más adelante, pero sugiero que se trata de una forma de representar la diferencia entre el ámbito de la naturaleza y el de la cultura. En un nivel epistemológico, remite a un momento de transición entre desconocimiento y conocimiento geográfico que es representado mediante técnicas cartográficas concretas. Al mismo tiempo, el escaso espacio compartido, signado por la leyenda “De este lado del río ay [sic] profundidad de seis picas de peña trabajada”, marca la malograda separación entre los planos: de “este” lado del río, el nuestro en relación con un ego que enuncia y defiende con una pica profunda su frontera, y el no nombrado “otro” o “aquel” lado del río, el lado de los otros, el espacio que se busca separar y, como toda frontera, cae en la paradoja de también unirlo.

Lo primero que destacar acerca del “otro” lado es que, a diferencia de los alrededores del castillo, se trata de una representación que incorpora elementos naturales del paisaje como el río, las formas de vegetación y los cerros. Estos elementos son deliberadamente relegados a un sector del plano: aquel en el que habitan los grupos nativos. Se trata de un movimiento que separa aquello que existe en dos órdenes: la naturaleza y la cultura, esta última en la figura de una construcción guiada por ideas, métodos y proyectos hispanocriollos, el símbolo de la imposición sobre territorios considerados indómitos. El “otro lado” se convierte así en el orden de la naturaleza, y colabora con un recurso discursivo presente en numerosos registros escritos durante todo el periodo colonial: la extensión de características entre un territorio y sus habitantes nativos.

Este recurso es propio de una de las poéticas más enraizadas en el discurso colonial de jesuitas, militares y exploradores, un ejercicio por el que los registros cartográficos no suelen ser responsabilizados pero del que son parte. Los distintos relatos e imaginarios históricos en torno al espacio chaqueño están plagados de ideas de exuberante fertilidad, imposible acceso, permanente salvajismo. Un espacio y unas personas condenadas al atraso, ya sea por lo “fragoso” de sus tierras, o por su entendimiento, donde el desarrollo se encuentra limitado debido a lo indómito de sus montes o de sus habitantes (Gordillo). Esta operación se relaciona con lo que Fabian (11) ha llamado “la negación de la simultaneidad”, que resulta en la ubicación de un grupo de contemporáneos subalternos en el pasado histórico del grupo dominante, un pasado remoto, prístino, un estado de naturaleza atemporal. Algunos ejemplos son6:

Mientras estaban libres como las aves que vuelan de aquí para allá y sin ningún conocimiento de la agricultura, la liberal naturaleza les proveía espontánea y magníficamente de todo lo que necesitaban para vivir. (Dobrizhoffer 352. Énfasis con cursiva añadido)

La mayor parte de ellos viven como fieras, no en ciudades o pueblos, sino en rocas o cavernas, no reunidos en común, sino esparcidos y cambiando a cada paso de morada; sus caminos, propios de ciervos o gamos; casas ningunas, sin techo y sin paredes sacadas de cimiento; manadas de animales o abreiaderos [sic] había que llamarlos, más bien que reunión de hombres. (Acosta, cit. en Mateos 60. Énfasis con cursiva añadido)

Según Michel Trouillot (19), la naturalización de la conexión entre un grupo de personas y un fragmento de territorio puede rastrearse hasta el proceso de la construcción de otredad en las Américas. De acuerdo también con Mignolo (243), por este proceso se configura el Occidente (West) y el resto (Rest), se delinea un referente geopolítico llamado Occidente donde antes solo era el centro de la cristiandad, y también sus espacios otros7. El registro cartográfico moviliza un mensaje de este tipo de una manera tan efectiva como sutil, o al menos aparentemente menos deliberada que los fragmentos textuales citados. La imagen no necesita explicarse, no presenta contradicciones, no argumenta, sino que establece aquello que existe, lo real o incluso lo posible.

En este acto de presentar lo real se cubren las contradicciones con una imagen que pretende ser cerrada, en la que el conflicto se encuentra resuelto: los indígenas son parte de la naturaleza. Esta premisa posibilita una serie de discursos y eventualmente acciones sobre el territorio y los grupos nativos, tales como el emplazamiento de una serie de presidios, puestos de vigilancia o “castillos”8. Por supuesto, este registro es solo un ejemplo, pero así como ríos de tinta justificaron y posibilitaron la colonización y conquista de América, sería ingenuo pensar que la selección, la acumulación y la circulación de imágenes cartográficas no colaboraron activamente con el mismo propósito.

Aun cuando la imagen nos ofrece un escenario dicotómico, el plano superior da cuenta de un cierto conocimiento acerca del paisaje y los habitantes nativos. Como la autoría en este caso (y quizás en todos) es incierta, no conviene tomarlo como el conocimiento de unos sobre otros sino como esa serie de informaciones que conformaban un sentido común o parte de un acervo compartido para cierto lugar y época. Por ejemplo, la representación de islotes que delatan la existencia de numerosos brazos del río Paraguay. Este conocimiento se encuentra ampliamente documentado en las fuentes escritas dado que, dependiendo de la época del año, podía condicionar acciones militares, de comercio y de exploración.

Es llamativo que el río, que en la imagen funciona como frontera entre dos planos, sea el elemento natural dotado de más detalle. Si recordamos los fragmentos textuales citados, podríamos esperar un espacio densamente poblado por bosques, en el que los indígenas se ocultaran, agazapados como las fieras. Contrariamente, la imagen presenta a un grupo de personas en medio de un espacio despejado, solo diferenciado por el color de la superficie, identificado como “tierra” (y no bosques ni campos ni esteros; tampoco país o nación, como sería común encontrar un siglo después), pero que no presenta ningún refugio a los llamados “indios enemigos”. Sugiero que en esta imagen se encuentra una prefiguración del “desierto”, una figura retórica que estará presente hasta entrado el siglo XVIII para estos territorios (Gordillo; Wright)9. La imagen nos permite ver la presencia de una selección humana y la calidad de su vínculo con el ego que enuncia en el mapa, seleccionando algunos elementos del discurso del sentido común colonial, y no otros, para entregar un mensaje efectivo: de este enemigo es preciso defenderse.

Una de las citas más recuperadas del padre jesuita Nicolás del Techo es su definición del “país de los frentones”, adjudicado geográficamente a una región cercana a Asunción, donde habitaban numerosas personas que “hablaban tantas lenguas como tribus formaban” y “divididos en varias tribus, casi todos los días estaban peleando entre sí” (Del Techo 89). La representación de los grupos nativos en esta imagen es contemporánea con el imaginario de Del Techo.

Mientras que textualmente el plano nos indica que los indios que habitan ese lado de la tierra son enemigos, el sentido de esta palabra no es unívoco. Por un lado, son enemigos de los hispanocriollos, quienes se posicionan en actitud de defensa, pero también son enemigos “entre sí”, una cualidad de los grupos cazadores recolectores de tierras bajas que supo generar un nivel de ansiedad muy alto en los conquistadores. A diferencia de algunas sociedades estamentales de tierras altas, las formas de liderazgo y conformación de las bandas nómadas de la baja Amazonia estaban marcadas por la fusión y fisión de grupos de familias en función de variables muy diversas que, especialmente en el inicio de los contactos interétnicos, eran desconocidas y desconcertantes para los agentes coloniales (Braunstein; Miller; Saeger; Susnik; Vitar).

Al mismo tiempo que la imagen nos informa de una defensa activa por parte de los hispanocriollos, la actividad indígena dista mucho de ser pasiva. A diferencia de los soldados que disparan en todas las direcciones, las flechas salen de la tierra de indios enemigos pero no entran en ella, ni tampoco van dirigidas al castillo de San Ildefonso. Los indígenas sobre la tierra disparan contra aquellos menos distinguibles que bajan en canoas por el río. Se trata de la representación gráfica de un conocimiento acerca de relaciones interétnicas potencialmente conflictivas entre grupos de distinta pertenencia étnica, aun cuando el plano no incluya rótulos étnicos nativos o impuestos (Nacuzzi). El registro nos permite ver la existencia de “enemigos”, aunque no visibilice a los “indios amigos”, como solía llamarse a los grupos (más que nada guaraníes, pero también lules y vilelas) que tuvieron un papel fundamental en la conformación de la sociedad colonial asunceña, y materialmente en la construcción de estructuras durables como iglesias, rutas y fuertes.

La uniformidad de los individuos sobre las canoas contrasta con la definición de los “indios enemigos”, de los cuales la imagen nos muestra una selección muy particular. Las personas se encuentran en una hilera que mira hacia el río, hacia las canoas, y se trata de figuras masculinas en todos los casos, o con escasa diferenciación sexual. La construcción del otro selecciona una parcialidad, ya que no vemos familias, mujeres, niños, ni animales domésticos, de crianza o movilidad. Tampoco nos muestra viviendas ni posesiones, de acuerdo con un imaginario acerca de los grupos cazadores recolectores que “no poseían domicilio fijo” y “se hallaban dispersos” (Del Techo 207). No obstante, el detalle de alguna de las figuras da cuenta de un contacto cercano que permite distinguir accesorios, adornos y armas, como arcos, flechas y lanzas.

Algunas figuras poseen más adornos que otras, tocados de colores, y formas de vestimenta distintivas que nos hablan de distintos roles o funciones dentro del grupo. Una de las figuras es representada en un tamaño y adornos mayores, lo que podría hablar del estatus de líder. Otra de las figuras, la más colorida, sostiene una especie de pipa que se relaciona con usos rituales y ceremoniales. Si pensamos que los autores fueron hispanocriollos, estaríamos frente a una representación exotizante por medio del despojo de las relaciones sociales, familiares y productivas de los indígenas entre sí y con el territorio que habitan. El producto es una hilera de individuos que, llamados enemigos, parecerían encontrarse en medio de la nada con el único objetivo de hacer guerra al exterior.

Si al mismo tiempo tenemos en cuenta que posiblemente haya habido participación indígena en la creación de este documento, la representación minuciosa de las figuras puede en cambio hablarnos de un conocimiento interétnico cercano entre grupos nativos. Con esto destaco que el significado de una imagen no está completo ni cerrado en su producción, y que nuestro lugar como consumidores (o espectadores) puede dotar de otros significados a objetos culturales que cargan consigo una cantidad de posibles mensajes. La potencia y mutabilidad de estos registros se evidencia en instancias tan concretas como los reclamos indígenas actuales por los derechos sobre las tierras que tradicionalmente ocupan. Así, documentos cartográficos que fueron originalmente producidos con la finalidad de reconocer un territorio para despojar a los grupos nativos de él, en la actualidad son instrumentados como prueba de ocupación histórica ante la justicia por parte de distintos pueblos indígenas (Cardin; Erbig).

Conclusión

En este artículo propuse continuar una línea de investigación interdisciplinar entre estudios coloniales, cartografía crítica y estudios visuales para reflexionar acerca de un espacio fronterizo de la colonia española, mediante el análisis de un documento cartográfico producido a principios del siglo XVII. En palabras de Mignolo (24), “no sólo usamos una herramienta, también justificamos sus usos en tanto la seleccionamos de entre muchas posibilidades. El uso de una herramienta es tan ideológico como la descripción inventada para justificarlo”. La selección de esta imagen entre muchas otras posibles responde a un criterio específico, el de interrumpir un flujo incesante de imágenes repetidas y permitir una apertura hacia imágenes otras (Rancière).

Los registros que suelen ser descartados en el análisis cartográfico porque la relación con su referente no facilita la implementación como evidencia de localización geográfica, son recuperados a partir de la propuesta de los estudios visuales: reunir a los mapas con estudio de otros objetos culturales de índole visual. Sujetar estas representaciones a partir de conceptos que provienen tanto de la cartografía crítica como de los estudios visuales se planteó como una posible estrategia orientada a capitalizar los esfuerzos teóricos que rodean a estos objetos. La visualidad, decía Mirzoeff, sutura la autoridad al poder y lo convierte en algo natural. Esta imagen, seleccionada como un “episodio” de la representación, trabaja en este ejercicio de separación, clasificación y naturalización que en última instancia define la naturaleza de un espacio y sus habitantes. A lo largo de este artículo se trató de otorgarle un lugar a este registro, considerando que forma parte de un dispositivo que ordena las relaciones de poder en un espacio marginal de la colonia.

Notamos que existe una separación entre grupos de personas (nativos y soldados), no solo en términos espaciales sino también ontológicos (naturaleza y cultura). Esta disposición convierte en natural e incluso necesaria la instalación de un emplazamiento que se define castillo y cumple las funciones de puesto defensivo -podríamos llamarlo ofensivo si cambiáramos el punto de vista-. Al mismo tiempo, dibuja una frontera del otro lado de la cual habitan enemigos. La función cultural de este registro es hablar del indígena como otro, vehiculizar la imagen de indios bárbaros enemigos y establecer una distancia que los separe del ego que enuncia. Con respecto al espacio, al tratarse de una corografía no nombra la región con un topónimo, sino que la caracteriza a partir de la visualización de los elementos que en ella coexisten, un registro temprano que muestra cómo la conformación de estos imaginarios es un proceso de producción de significado en constante transformación.

En resumen, estas imágenes producen sentidos propios -aisladamente y en conjunto, aunque aquí limitamos el análisis a una de ellas- y colaboran de manera visual con la empresa conquistadora. Los registros son cartográficos porque forman parte de un contrato dentro del cual su papel es ordenar relaciones espaciales para las personas que habitan este espacio tanto como para los grupos que pretendían ejercer nuevas formas de ocupación sobre él. La mapidad en ellos está otorgada por el grupo que la produce y consume, grupo del que formamos parte, cientos de años después, yo misma y aquellos pueblos indígenas que exigen derechos territoriales a los Estados nacionales e incorporan estas imágenes como prueba de ocupación ancestral.

En este ejercicio de territorialización y reterritorialización la imagen nunca está completa, funciona en distintos niveles, y las relaciones que ordena no son solo espaciales o miméticas en relación con una porción de la Tierra. En su contexto de producción, dispone y moviliza imágenes que avalan el empleo de formas violentas de ejercicio del poder por parte de la sociedad colonial sobre grupos nativos específicos que tuvieron lugar hacia mediados del siglo XVII. En el contexto de circulación que continúa en el presente, forma parte de una capa de visualidad sobre la cual se construyen otras, una especie de consenso en torno a una forma de imaginar una región y sus habitantes, una imagen que dialoga con otras a través del espacio y el tiempo.

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1 La preocupación por los mapas coloniales ya estaba presente en clásicos sobre la cartografía de ultramar como Alba o Allenet al., entre otros. La perspectiva harliana renueva el debate y lo centra en los vínculos entre conocimiento y poder que trabajan en los mapas.

3Algunos ejemplos son el Códice Mendoza y el Códice Florentino.

4Sabemos que la construcción se realizó ya que Telesca (La provincia 79) reúne datos para este y otros presidios “que guarnecen la Provincia del Paraguay” en 1747.

5Este recurso es compartido aún en registros muy posteriores como el “Plano de la nueba reducción de Yndios Tobas nombrada San Bernardo de Vertiz”, de 1781 (AGI, ES, 41091.AGI/27.3; MP,BA, 141). Véase http://pares.mcu.es/ParesBusquedas20/catalogo/description/16956?nm

6Los ejemplos abundan en memorias y cartas anuas jesuitas, ya que empleaban esta retórica para justificar la legitimidad de su empresa y solicitar fondos, recursos materiales y excepciones de impuestos, tanto a sus colegios centrales como a la Corona española.

7Del estudio de los “otros” se encargaría la antropología, una especie de lugar epistemológico que también se crea en este movimiento de definición entre Occidente y “el resto”.

8de esta designación y la tratan de exagerada, lo que quizás nos hable de concepciones que cambian históricamente, o de una voluntad de enaltecer la construcción por medio de una designación un tanto grandiosa. Me refiero por referencias actuales a notas periodísticas como: http://www.abc.com.py/edicion-impresa/suplementos/abc-revista/un-antiguo-puesto-de-vigia-870592.html.

9El recurso de las tierras “desiertas”, es decir, no solo despobladas de personas sino también de nombres o referencias a grupos étnicos, dependiendo de la escala, se encuentra en numerosos registros que tienen por objetivo visualizar recursos específicos, como por ejemplo el “Mapa del Gran Chaco Gualamba y del camino abierto para acceder a su mina de hierro”, de 1783 (AGI, MP, BA, 156). Véase http://pares.mcu.es/ParesBusquedas20/catalogo/show/16975

Recibido: 04 de Mayo de 2020; Aprobado: 19 de Junio de 2020

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