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Fronteras de la Historia

versión impresa ISSN 2027-4688versión On-line ISSN 2539-4711

Front. hist. vol.26 no.1 Bogotá ene./jun. 2021  Epub 01-Ene-2021

https://doi.org/10.22380/20274688.1295 

Artículos

Sobre ojos que aún cerrados permiten ver La representación simbólica del monacato femenino de reglas estrictas en el Barroco novohispano y sus dádivas de honor

About eyes that still closed allow to see The symbolic representation of the female monasticism of strict rules in the New Spain Baroque and its honor supplies

NATHALY RODRÍGUEZ SÁNCHEZ* 

*Politóloga egresada de la Universidad Nacional de Colombia e integrante del Grupo de Investigación en Teoría Política Contemporánea de la misma universidad, en la línea de investigación sobre feminismos, género y poder. Maestra y doctora en Historia de El Colegio de México. Sus campos de interés investigativos, abordados desde la perspectiva de la historia social, giran en torno a la historia de las mujeres, los feminismos, el género y la diversidad sexual en Hispanoamérica. Se desempeña como académica de tiempo completo del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad Iberoamericana Puebla y es miembro del Sistema Nacional de Investigadores (Conacyt), nivel 1. natalyrs21@gmail.com


Resumen

En el texto se busca descifrar el significado que tenían los ojos cerrados con los que se retrataba en la Nueva España, en cado que tenían los ojos cerrados con los especial en el siglo XVIII, a las religiosas que profesaban votos en órdenes estrictas. Con tal objetivo, partimos vislumbrando la concepción que el catolicismo tenía sobre la espiritualidad femenina durante el Barroco. Exploramos entonces la cultura monástica de las monjas descalzas y la lectura que se hacía de ellas como sujetos de vida espiritual de perfección. En medio de una sociedad estamental como la novohispana, tal imaginario proveía insumos para el honor familiar. Sobre esa base ubicamos la paradoja en la que se situaban estas monjas, una tramitada por los retratos de ojos cerrados: muertas para el mundo, pero reproductoras de su orden social.

Palabras clave: arte religioso; monacato femenino; honor; género

Abstract

The text seeks to decode the meaning of the closed eyes used in New Spain portraits of religious women who professed votes under strict orders, especially in the 18th century. With this objective we glimpse the female spirituality Catholicism had during the Baroque period. We explore the monastic culture of the discalced nuns and the reading of them as perfect spiritual life beings. In the center of a stratified society such as the colonial, this concept dispensed inputs for the family honour. Upon this base we locate the paradox where these nuns were allocated by the closed eyes portraits: dead to the world but reproductive of their own social order.

Keywords: religious art; female monasticism; honor; gender

A casi una hora de la Ciudad de México, emplazado en el municipio de Tepotzotlán y en el edificio del que fuera durante los siglos C XVII y XVIII el imponente Colegio de Novicios de San Francisco Javier -propiedad de los jesuitas-, espera y perdura el Museo Nacional del Virreinato. La experiencia museal allí desarrollada saca el máximo provecho del lugar patrimonial ocupado, ese tipo de espacios que imponen desafíos a los curadores que optan por un recorrido pedagógico y que mantienen el interés por renovar la oferta cultural entregada al público asistente (León 82). Respondiendo al reto, allí se ha tejido cuidadosamente un camino que invita a visitar, primero, la infraestructura y la ornamentación original del lugar y que llega, después, a las salas de exposición permanente donde se recuperan las creaciones artísticas de la sociedad novohispana. A través de esa senda se logra desarrollar la función fundamental de todo museo, es decir, su condición de espacio comunicativo (Panozzo 313). El visitante se asombra entonces con la fastuosidad de estructuras de madera que cubiertas de hojas de oro se levantan como retablos, se asombra con las bóvedas hermosamente adornadas, los múltiples lienzos y las numerosas esculturas y pinturas al temple que se dedicaron a ilustrar pasajes bíblicos, eventos y figuras de la Compañía de Jesús o que tenían por misión la adoración de la Virgen María en sus distintas advocaciones, piezas de arte y mobiliario que en conjunto componían espacios como el atrio, el relicario o la capilla de novicios del antiguo colegio. El espacio preservado y señalizado con cartelas no deja incólume al público, le permite aprehender una enseñanza en medio de la experiencia de ocio cultural (Ayala, et al. 64): lo interpela para que deduzca la importancia concedida en la época virreinal al catolicismo, a sus preceptos, dogmas y rituales. El visitante, en seguida, se dirige a las salas del llamado museo histórico.

Caballeros prestantes -dueños de un atisbo de sonrisa- salen al encuentro, aparecen en su mayoría de pie y apoyados en alguna mesa de evidente lujo. Observan fijamente, casi altivamente a sus interlocutores. “Aquí estoy yo”, parecen decir. El silencio del reciento es interrumpido entonces por el tintinear de unos cuantos relojes colgantes que adornan los amplios vestidos de unas finas damas de sociedad. Esas mujeres con cabellos levantados en altas torres, soportadas por flores, cintas o velos, concentran ahora la atención del público. Las damas son dueñas de unas miradas directas, miradas incisivas que van acorde al conjunto de lujo en el que aparecen. Delicadas pero orgullosas y con ansias de sofisticación parecen decir: “Merezco ser retratada”. Se intercalan entre esa élite las imágenes de arte religioso, que en principio logran captar la atención y el asombro por sus amplias dimensiones. Representaciones del infierno, del paraíso, de los pecados capitales, santos y santas con ojos elevados al cielo, pasajes bíblicos, antiguos encargos de algún fiel creyente católico o de un mecenas que conjugó el goce estético con el espíritu piadoso de su época. Son imágenes que narran, que enseñan sobre buenas prácticas católicas. Hasta ahí el inventario se conforma por miradas que se cruzan y por ojos dispuestos para gozar de una mirada fija con el observador. Miradas altivas, petulantes, arrogantes y también miradas piadosas. Por todas partes los ojos de sujetos con deseos de perpetuidad. El visitante, por fruto de la experiencia en esa sede museal, puede deducir -ahora- que la novohispana era una sociedad estamental organizada en torno al catolicismo y el honor; elementos que se enfatizan en los lienzos que ha contemplado. Pero, le queda por conocer un espacio más.

El museo cuenta con unos 38 retratos de monjas profesas, colección que junto a los de prioras, monjas venerables o pinturas de escenas cotidianas de los claustros le permiten recuperar aspectos de lo que era la vida conventual femenina durante el virreinato. Si el visitante ha gozado hasta ahí de fluidos mensajes, en el recorrido por esa exposición es sobrecogido por una pausa en la comunicación que establece con las obras. Desde algunos de esos retratos (12), unos logrados en tonalidades frías y en los que resalta la humildad del contexto y la mesura de la religiosa profesa, el caminante del museo siente el peso de unos ojos cerrados (véase figura 1): al parecer ese es el gesto que le impide ahora la comunicación, tal símbolo le advierte que existe una trama cultural de respaldo que él no logra asir a simple vista.

Fuente: Miguel Cabrera. Instituto Nacional de Antropología e Historia, Museo Nacional del Virreinato, México. El retrato de sor María Josepha Augustina Dolores es el mejor logrado de los de este tipo y se convierte en un buen ejemplo de los elementos comunes de esta clase de obras: espacios vacíos en el contexto de la retratada, tonalidades frías, presencia mínima de elementos de ornamentación y cartelas que dan cuenta de la condición familiar de la protagonista (su situación de hijas legítimas). Los cuerpos suelen mostrarse recogidos, las cabezas agachadas, las sonrisas casi imperceptibles y los ojos cerrados.

Figura 1 Sor María Josepha Augustina Dolores, 1759 

Los ojos cerrados o entrecerrados son un gesto presente en un conjunto muy específico de retratos de religiosas novohispanas. Alma Montero ha realizado la más completa compilación de los retratos de monjas que fueron elaborados en el contexto de la monarquía hispánica. De las 176 obras allí recuperadas, después de descartar aquellos que corresponden a religiosas muertas (66) y los que pertenecen a monjas de otros territorios de esa corona (8), observamos un grupo de 102 retratos realizados para conmemorar el día de profesión de votos de monjas novohispanas. La gran mayoría de estos últimos, 93 retratos, fueron hechos en el siglo XVIII. La acumulación de piezas en ese periodo nos parece indicio de un fenómeno cultural particular acaecido en tal siglo: el deseo de la sociedad novohispana de retratar a las monjas profesas, interés que puede estar relacionado con la obtención, preservación o incremento del honor familiar -un asunto también en sintonía con el enarbolamiento del orgullo criollo propio de la época (Bieñko 124)-. En efecto, en esas obras se podría vislumbrar el estatus social que las familias alcanzaban al contar con una religiosa entre sus miembros, de ahí el interés que mantendrían por tener una representación artística que testimoniara la condición excepcional de sus hijas. Entre esas piezas, 16 presentan el rasgo diferenciador de los ojos cerrados. Una interesante coincidencia se hace entonces notoria: todas las protagonistas de esos últimos retratos pertenecían a órdenes de estricta observancia, es decir, eran carmelitas descalzas, capuchinas franciscanas o agustinas recoletas.

Puesto que un 88,88% de los retratos de monjas de órdenes de reglas estrictas presentan el rasgo de los ojos cerrados, nos preguntamos: ¿por qué fue utilizado ese gesto en tales obras? Más allá del estilo artístico adoptado en ellas, nos interesa desencriptar las motivaciones sociales y las intenciones expresivas que allí estaban en juego. Proponemos como hipótesis que estos particulares retratos cristalizan un cruce entre la imagen social de este tipo de monjas -como mujeres de vida religiosa venerable-, los parámetros de comprensión del mundo, del tiempo y del cuerpo observados por la cultura monástica de las órdenes descalzas y el deseo de honor familiar que era tan común en el Barroco novohispano -intención que frecuentemente motivó el uso de piezas artísticas como conducto para reafirmar el estatus social-. Ciertamente, ingresar a una orden descalza (más que a una calzada) era una señal de abandono del mundo y de la dedicación de una mujer a una vida espiritual de perfección1. Para dejar huella de esa condición espiritual superior, que implicaba gran disciplina para las consagradas y que haría merecedores a los núcleos familiares de un trato social favorecedor y admirativo en medio de una sociedad que concedía centralidad a lo religioso, se recurría al retrato. No obstante, para no transgredir la regla monástica ni el propio ideal contenido en la imagen social de la monja descalza, se hacía uso del gesto de los ojos cerrados. Se preservaba a través de él aquello que se quería mostrar al público, lo que constituye en su conjunto una interesante paradoja: mediante los retratos de ojos cerrados se daba a conocer a la comunidad a quien moría para el mundo, se hacía honor y gala de quien se alejaba de toda vanidad. En paralelo, aquí reflexionaremos sobre el tipo de práctica religiosa exigida a las mujeres en el Barroco novohispano, una que expresa la construcción social de lo femenino y de su condición espiritual en dicha época.

“Lo exigible” en la práctica espiritual femenina del Barroco novohispano

Despues de cumplido un año, si fueren de legitima edad, hagan profession en manos de la Abadesa, delante del Convento, diziendo en esta manera: Yo la Hermana N. prometo á Dios, é a la muy Bienaventurada Virgen Maria, y al Bienaventurado San Francisco nuestro Padre, y a la Bienaventurada Virgen Santa Clara, y a todos los Santos y á vox señora Abadesa, de vivir todo el tiempo de mi vida, so la Regla concedida a nuestra Orden, por el señor Papa Urbano Quarto, en obediencia, sin propio, y en castidad, y tambien so encerramiento, segun que por la misma Regla es ordenado [sic].

Primera y segunda Regla de Santa Clara, cap. XXVI, 1668.

Cuando una mujer tomaba los hábitos durante los siglos del Barroco novohispano2, además de profesar los votos de castidad, obediencia, pobreza y clausura, juraba acogerse a la regla y constituciones de la comunidad en la que se ordenaba. Las Reglas eran recopilaciones de principios que guiaban el comportamiento cotidiano de las religiosas y que habían sido escritas en su mayoría en la Edad Media: en el siglo XII para el caso de las órdenes franciscanas, en el siglo XIII para las carmelitas -aunque las carmelitas descalzas seguían la regla reformada por santa Teresa de Ávila en el siglo XVI-, y en la Alta Edad Media para el caso de las agustinas. En ese sentido, aquello que resultaba exigible para las profesas dentro de la cultura religiosa católica barroca estaba encuadrado en un marco de referencia guiado por la racionalidad de lo teológico del Medioevo, una en la que las mujeres eran vistas con cierta (o mucha) desconfianza.

Tal racionalidad sostenía que Dios había creado recto y espiritual al hombre pero que, como consecuencia del pecado original, este había despreciado a su creador y había quedado atado al cuerpo y al mundo. La salvación del espíritu -en el que residía la perfección del creador- suponía una lucha constante y frontal contra ellos. El estado de perfección tenía pues como uno de sus fundamentos la castidad, como señal de la entrega exclusiva del individuo a las cuestiones del espíritu. La vida de perfección era por lo tanto la que asumían los religiosos que abandonaban el goce del mundo y se dedicaban al disciplinamiento de la carne. En ese sentido, Tomás de Aquino escribió en el siglo XIII en la Summa Theologiae que “absolutamente hablando es mejor la virginidad que el matrimonio” (Sarrión 42). Pero, se anotaba, existían ciertos individuos que por sus condiciones espirituales naturales estaban conflictuados para esa entrega: la exégesis bíblica vinculaba la aparición de la primera mujer sobre la tierra con la tentación y la caída en el pecado. En esa línea, en el siglo IV San Juan Crisóstomo postuló que “cuando la primera mujer habló, provocó el pecado original”, y Tomás de Aquino insistió en que las mujeres eran débiles de espíritu, razón por la cual eran más propensas a los pecados carnales y a las tentaciones del mundo. Esa condición, según el imaginario medieval, podría afectar la práctica religiosa aun de aquellas que demostraban una especial vocación espiritual. La vida religiosa femenina requeriría pues una continua supervisión.

Sin embargo, con el culto mariano iniciado en el siglo XII se empezó a matizar dicho discurso. El modelo de la Virgen María permitió pensar los cuerpos femeninos como templos vivos y, en cuanto se les consideraba más proclives a los sentimientos que a la razón, se imaginaba que ellas tenían mayor acceso a las experiencias místicas. Como vemos, el discurso religioso sobre las mujeres, consolidado por los teólogos y doctores de la Iglesia en la Baja Edad Media, las situaba en un terreno de dramática ambigüedad que afectaría su condición de religiosas. Por una parte, las mujeres que optaban por esa vida debían luchar disciplinadamente y bajo el consejo de un guía espiritual masculino contra la afinidad al mal al que estaban inclinadas por naturaleza (Guilhem) pero, en contrasentido, eran tenidas por sujetos que podían acceder al mayor grado de santidad posible por su propensión a los sentimientos (Rubial, Profetisas 191-214). Al nacimiento de la Modernidad pues, el mundo espiritual femenino aparecía condicionado por un imaginario contradictorio que devenía en doble exigencia para las religiosas.

Sin embargo, en varias órdenes las demandas derivadas de todo ello no lograban ir más allá de las hojas de las Reglas, cosa observada por santa Teresa de Ávila a su entrada al monasterio de La Encarnación de la orden de la Virgen Santa María del Monte Carmelo en 1536. La religiosa notó allí que, por el predominio del principio del honor en la sociedad castellana, en el interior del convento se reproducía el orden exterior y existía por ello cierto ambiente de relajación conventual en el que las “doñas” tenían acceso a servicios y placeres no muy apegados a la vida de sacrificio, mortificación y abandono del mundo que se esperaba de ellas. En paralelo, santa Teresa conoció la obra de Francisco de Osuna, El tercer abecedario, en la que se aconsejaba otro método de oración por el que el alma buscaba a Dios en su propio interior, lo que exigía una vida de verdadero retiro del mundo y concentración en los ejercicios espirituales. Atravesada por el contexto de lucha contra el protestantismo y recuperando lo visto y leído, esta religiosa propuso una reforma conventual. Gracias a un Breve Papal, santa Teresa logró establecer, el 24 de agosto de 1562, un convento con la reforma carmelitana, siguiendo la regla primitiva dictada por Inocencio IV en el siglo XIII. Se configuraba así una diferencia entre las órdenes calzadas y las descalzas, dada por el grado de austeridad y el cumplimiento de la vida en común de estas últimas (Ramos 13). El punto final que delimitaría la experiencia de las religiosas en el Barroco sería determinado por el apoyo del Concilio de Trento (1545-1563) al rigor que exigían tales órdenes descalzas o reformadas (véase figura 2).

Fuente: Instituto Nacional de Antropología e Historia, Museo Nacional del Virreinato, México. En la mayoría de los casos, importaba a los pintores dejar huella -con la representación de sencillos hábitos- de la pobreza en la que vivirían las descalzas. Pero, de igual forma, ellas quedaban anotadas en las cartelas como monjas de velo negro y coro, que eran aquellas “que reunían un conjunto de requisitos que incluían además del pago de una dote de tres mil pesos para el siglo XVIII, el certificado de pureza de sangre, una copia del acta de bautizo con la cual comprobaba ser mayor de 15 años y menor de veinticinco y ser ante todo hija legítima, además de haber sido aceptada por el conjunto de la comunidad después del noviciado como religiosa profesa. La principal ocupación de estas monjas consistía en leer y rezar el oficio divino en el coro de allí su nombre” (Loreto, Los conventos 90).

Figura 2 Sor María Josefa Ignacia, siglo XVIII. Miguel Cabrera 

En efecto, como bien sabemos, Trento había nacido del interés de un sector de la Iglesia católica por reorganizar la institución -ordenar vocaciones, poderes, funciones y jurisdicciones- en el marco de las interpelaciones críticas (internas y externas) recibidas en el último siglo. Esto le permitiría, a juicio de los promotores, enfrentar de mejor forma la amenaza protestante y el paganismo, pero también restaurar la fe debilitada de los fieles (Elliot 156). Si bien el grueso de la discusión giró en torno a asuntos doctrinales, entre las cuestiones de reforma allí tratadas estuvieron las relacionadas con la disciplina observada por las órdenes en general. Estas fueron materia del tercer periodo del Concilio (1562-1563) (Balderas 417-434) y con ellas se buscaba que los religiosos -de todo grado- tuviesen en adelante una vida apegada al culto, a la piedad y al beneficio de las almas de los fieles a ellos encomendados (Elliot 149-155). En el caso del clero regular, las reformas conciliares implicaron, entre otras: 1) la recuperación de las antiguas constituciones y reglas para normar la vida en común; 2) el enaltecimiento de la vida en monasterio; 3) el sometimiento de estos últimos a visitas regulares de obispos y visitadores de la orden; 4) la profesión de votos, como mínimo, después de un año de noviciado y nunca antes de la edad de 16 años; 5) la imposibilidad de abandonar los hábitos después de cinco años de la profesión; y 6) el impedimento de todo regular de pasar a una orden menos severa que la suya (Balderas 459). Junto con los decretos doctrinales que llamaban a los católicos a demostrar una fe activa, tal disciplina promovería que en el contexto postridentino los religiosos buscaran asir un modelo de vida ascético.

En el caso de las monjas descalzas esto se tradujo en una mayor rigidez en la vida en comunidad y rigurosidad sostenida en la clausura perpetua, punto al que volvieron -para enfatizarlo- las diferentes reglas respaldándose en el mencionado concilio. En este sentido, en la orden de las capuchinas se estableció con rigor:

Si alguna apostatare, o saliere de los limites del Monasterio, ésta por el mismo caso incurra en pena de Excomunion mayor alta tentativa, y en todas las demas censuras, y penas, que por los Decretos del Santo Concilio Tridentino, y por otras Constituciones Apostólicas de los Sumos Pontífices han sido puestas contra las tales delinquentes. Y por tanto debe ser declarada aver incurrido ¿en ellas, y apremiada, y castigada gravemente”. (Regla primitiva de las religiosas descalzas de Nuestra Señora del Carmen95-96)

En las constituciones de las carmelitas descalzas las referencias también fueron explícitas:

Guarden nuestras Religiosas perpetua clausura, como lo disponen los Sagrados Canones [...] Porque conforme a los decretos del Santo Concilio de Tridentino, y motus propios de los Sumos Pontífice, especialmente de Pio Quinto, de felice memoria, no pueden las Monjas salir de la clausura, prohibimos estrechamente, debajo de las penas, y censuras contenidas en los dichos Decretos, y Constituciones Apostólicas, que ninguna Religiosa pueda salir de la clausura a cosa alguna, ni a la Iglesia, aunque sea a componer los Altares, ni al zaguan para cerrar la puerta de él. (Regla y constituciones de las religiosas descalzas de la Orden de la Gloriosisima Virgen María del Monte Carmelo 26)

Semejante vida de olvido del mundo, sin duda implicaba una decisión individual mayor que requería ser tomada en toda conciencia y autonomía. De allí que se recalcara en esas reglas reformadas la absoluta libertad con la que se debía tomar el velo. Con este encuadramiento tenemos una primera aproximación a la explicación del gesto de los ojos cerrados que aparece en los retratos de monjas de estricta regla: ese gesto se convertía en una forma de resaltar a las mujeres que seguían la más rígida disciplina religiosa. Estas mujeres, con el ánimo reformador de Trento en la devoción y piedad de los fieles, se convertían en los más altos ejemplos de vida espiritual, siendo ejemplares aun entre las comunidades monásticas y, según el imaginario religioso medieval, pese a su propia naturaleza femenina. En consecuencia, cualquier representación gráfica al respecto, y en sintonía con el ánimo pedagógico entregado al arte en la Reforma católica (Vargaslugo 62), debería comunicar ese estado de perfección femenina. Pero, específicamente, ¿qué se estaba representando de la experiencia vital de ellas con esos retratos de ojos cerrados? Adentrémonos en la cultura monástica de las reglas estrictas para deducir la respuesta.

“Lo posible” en la cultura monástica de las órdenes descalzas

Las monjas de reglas estrictas rompían con la vida cotidiana que se llevaba en el siglo y asumían unas prácticas monacales disciplinarias guiadas por otra noción del espacio, del tiempo y del cuerpo; la vida religiosa venerable que se les adjudicaba devendría del cumplimiento de ellas. Al entrar al convento esas mujeres ingresaban a un espacio excepcional regido, como ya veíamos, por una normatividad asentada en el racionamiento religioso del Medioevo y reafirmada por Trento. Pero la distancia con lo mundano suponía más que las paredes conventuales y se ahondaba mediante una experiencia diferente del tiempo: el tiempo monacal era el de lo eterno. La vida terrenal era vista como un breve paso del espíritu por el mundo, razón por la cual las consagradas debían darle prioridad al culto y al disciplinamiento del cuerpo a cambio de garantizarse una plácida vida eterna. Reconfiguración tras reconfiguración del sentido de la existencia, muralla tras muralla, solo quedaría lugar para lo espiritual. Para poder guiarnos en esta inmersión en la cultura monacal femenina de reglas estrictas utilizaremos en adelante como faro -sabiendo de su carácter de normativo- cuatro reglas y constituciones que organizaron la vida en conventos de las órdenes franciscanas y carmelitas descalzas en el mundo hispánico y que fueron reimpresas en la Nueva España durante los siglos XVII y XVIII -suponemos que para consumo de las monjas profesas criollas-.

Tales insumos nos dicen que sin duda la primera reconfiguración vital de una monja descalza estaba marcada por la entrada al convento. Sin embargo, este paso se suponía antecedido por una primera lucha de la religiosa contra su naturaleza humana y femenina, aquella que le llamaba a saciarse con las tentaciones terrenales y caer en la vanidad, entendida como “desvanecimiento propio por las prendas naturales” (Diccionario de la lengua, tomo V, 419) y supuesto rasgo común de su género. Así, de acuerdo con las advertencias proferidas en 1668 por el teólogo y fraile franciscano Joseph de Avalos, la pretendiente habría pues:

de venir desengañada, y huyendo de las vanidades del mundo [...] porque la que assi no viene, y quiere componer cosas de vanidad mundana, con el Santo Instituto de esta Religión, vivira continuamente desconsolada, y arrepentida, y le sera el yugo de la Religión pesadissimo, por ser contrario a sus vanidades, y será de notable molestia a todo el monasterio y cruel verdugo de las buenas, y Religiosas. (Primera y segunda regla de Santa Clara 111-112)

El noviciado serviría después para desgastar, no sin sufrimiento, toda resistencia subsistente. Ese proceso de ruptura con el mundo debía ser observado de cerca por las otras religiosas, al punto que la regla de las carmelitas descalzas mandaba:

Adviertase con mucha diligencia, que las personas que se huvieren de recibir al Habito, sean honestas, y recogidas, y que aspiren a la perfección Religiosa, y amen el menosprecio del mundo; porque si no fueren apartadas de el mundo en sus desseos, no podrán facilmente llevar la observancia de nuestra Religion, y mejor es mirar esto antes de recibirlas, que averlas de echar despues. (Regla y Constituciones de las religiosas descalzas de la Orden de la Gloriosisima Virgen María del Monte Carmelo20)

Pasado el año, la postulante podría convertirse finalmente en una religiosa. Buena parte del simbolismo implícito en la ceremonia de toma de hábitos, en la cual la novicia aparecía como doncella opulenta antes de ser vestida con los hábitos de la orden (Montero 114), se fraguaba en medio del imaginario que asociaba a la mujer con la vanidad, pero también estaba auspiciado por el deseo de mostrar la decisión final de las elegidas de abandonar los placeres mundanos y, más a fondo, de la intención de revelar la transformación de la condición corporal femenina de las religiosas. En el rito se apreciaba simbólicamente que ellas se alejaban de Eva y se convertían en cuerpos que eran como templos vivos. En el caso de las capuchinas, al respecto se anotaba:

Acabada la dicha bendición, echará agua bendita sobre los dichos vestidos [...] Y dichas las oraciones, eche agua bendita sobre la Novicia. Despues la dicha novicia se arrodille delante de la Abadesa, y le cortaran los cabellos. y mientras se los cortan, dirán el Responsorio: Regnum mundi, & omnen ornatum faculi contempli propter amorem Domini mei lesu Christi. Repitiendo siempre lo mismo hasta que sean cortados. Y hecho esto honestamente, la comenzarán a desnudar, y a cada una ropa que le pongan, digan: El Señor te vista de nueva creatura, la qual segun Dios sea criada en justicia, verdad, y santidad. (Regla de la gloriosa Santa Clara 69-79)

El simbolismo del rito de la orden carmelita era aún más explícito: haga su profession de esta manera. Yo N. hago mi profession: y prometo Obediencia, Castidad, y Pobreza a Dios nuestro Señor, y a la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo [...] Mientras se dice el Te Deum laudamus, Preces, y Oraciones, este la professa postrada en Cruz en medio del Capítulo sobre un paño de jerga. Y en este tiempo, doble con la campana mayor del Convento, como a muerta. (Regla y constituciones de las religiosas descalzas de la Orden de la Gloriosisima Virgen María del Monte Carmelo 20)

Es de resaltar que la consagración de estas mujeres a lo espiritual estaba representada por una asociación teológica de gran envergadura: las monjas contraían un matrimonio místico con Cristo3. Consagraban su vida al “bien amado perfecto” y un incumplimiento de los votos, en tanto funcionaban como matrimoniales, suponía sacrilegio mayor: ellas debían ser un cuerpo y un espíritu dedicados solo a él. Si bien a esto podría colaborar el emplazamiento conventual, el abandono de sí misma implicaba una disciplina cotidiana más ardua. Caía entonces la segunda muralla de clausura. Ya en el convento la profesa abandonaba el cuerpo, la mayoría de las veces mediante un proceso de adiestramiento y mortificación carnal que era muy rígido en las órdenes estrictas (Ramos 192). Santa Teresa de Ávila recordaba a sus correligionarias:

Habéis venido, no para regalaros, sino para morir por Jesucristo; si no nos resolvemos á llevar la falta de salud, nunca haremos nada. ¿Qué importa morirnos? ¿Cuántas veces se ha burlado de nosotros nuestro cuerpo? ¿Y no nos burlaremos de él alguna vez? (La verdadera esposa 230)

Bajo tal comprensión de lo que era posible para las esposas de Cristo, la monja descalza debía tratar de regular las más mínimas expresiones corporales, negándose así a la satisfacción aun de los placeres cotidianos y espontáneos: no tocar piezas o prendas que resultaran gustosas al tacto, menos tocarse entre ellas, escuchar solamente lo necesario pues debían estar prestas a oír la palabra de Dios, abstenerse de comer manjares o de probar ciertos sabores, mortificarse a través del ayuno, hablar poco -no más de lo necesario y a las horas determinadas para ello- y soportar los dolores de cualquier enfermedad como una forma de penitencia (Loreto, “La sensibilidad” 544).

Estas prácticas no eran simple retórica consignada en los devocionarios, las religiosas debían dar cuenta de su comportamiento en reunión semanal con la orden en el refectorio y podían ser castigadas de acuerdo con el nivel de indisciplina cometida. ¿Y los ojos? La vista era entendida como la puerta de entrada del pecado, de la tentación desde la que se empezaba la cadena de culpas que condenaba finalmente el alma. De acuerdo con Rosalva Loreto, dentro de las carmelitas descalzas se propagó la idea de no ver más allá del trecho que se necesitaba para caminar, mientras que entre las clarisas se narraba la historia de la profunda pena que sintió santa Clara cuando después de haberse negado por años a ver el rostro de hombre alguno, por pura casualidad vio en medio de una misa el del sacerdote que consagraba la hostia (“La sensibilidad”). Además de estas limitaciones, al no tener la posibilidad de hacer muestras por fuera del claustro, la demostración de fe y disciplina de estas religiosas estaba condicionada a las actividades espirituales que desarrollaban en el interior de las celdas, reguladas por el silencio que la mayoría de las reglas ordenaba entre la hora de completas hasta prima -cinco de la tarde a cinco de la mañana-4, así como por el consejo de los confesores, quienes usualmente les pedían dar cuenta por escrito del tipo de actividades y contactos místicos que habían logrado en la oración (Lavrin).

Un gesto sencillo era pues retratar a estas religiosas con los ojos cerrados (véase figura 3), pero como vemos este trazo expresaba el código cultural de la vida monástica de las monjas descalzas del Barroco novohispano: expresaba la creencia que guardaban sobre la necesidad de someter con disciplina la naturaleza femenina, el miedo al mundo y al cuerpo como corruptores del espíritu que sostenían y la entrega de estas órdenes a las prácticas místicas. En resumidas cuentas, el gesto denotaba el abandono de sí mismas y del mundo que hacía venerables a estas mujeres. Pero ¿alguien, además de su dios, podría sacar provecho de tal sacrificio?

Fuente: Anónimo. Instituto Nacional de Antropología e Historia, Museo Nacional del Virreinato, México. También es común que entre estos retratos, el pintor se hubiese dedicado solamente a retratar el rostro de la monja descalza. La modestia allí se manifestaba en la naturalidad de los gestos.

Figura 3 Sor Úrsula de San Hilarión de Tejada y Llera, siglo XVIII 

“Lo venerable” de la vida religiosa de ¿una doncella de sociedad?

Cabe preguntarse ahora ¿y por qué permitir que fueran retratadas las monjas de tan estrictas reglas? Tal vez la respuesta se resbale entre el significado que tenían los retratos como objetos de distinción dentro del mundo hispánico en general -y de la cultura barroca en particular- y la importancia conferida a la vida religiosa como vida venerable -una que podría redituar honor familiar pero que además el catolicismo tenía interés en difundir-.

Por las cartelas que aparecen en cada retrato (véase figura 4), sabemos que estás mujeres eran hijas legítimas, provenientes entonces de familias interesadas en cumplir las formas de vida aconsejadas por el catolicismo. Además, por el hecho mismo de la profesión de votos como monjas de velo negro, podemos suponer que sus familias gozaban de cierta comodidad económica o de las relaciones sociales que eran necesarias para poder sufragar la dote de ingreso. Si a ello sumamos el costo de contratar un retrato (con un pintor como el famoso Miguel Cabrera), en conclusión sabremos que ellas eran doncellas de familias partícipes -o deseosas de participar- en el circuito del honor: un rasgo que se adquiría al cumplir con los comportamientos de un buen católico y que, en la sociedad estamental novohispana, se traducía en tratamientos sociales distintivos. Esos tratos preferenciales iban desde el respeto cotidiano que recibía el individuo en su comunidad, pasando por el acceso a ciertos cargos y dádivas reales y hasta llegar a juicios favorecedores para sus poseedores si se veían implicados en un lío judicial; de ahí que Julian Pitt-Rivers advirtiera que el honor en las sociedades tradicionales “es el valor de una persona a sus propios ojos, pero también a ojos de su sociedad” (22). Preciado baluarte era pues el honor para la reproducción del lugar social y, sin duda, contar con una hija de vida religiosa de perfección abonaría mucho en todo ello. Pero todavía más: en una sociedad acostumbrada a utilizar retratos para denotar poder, uno que testimoniara semejante condición sería el medio idóneo para reclamar honor por esa vida de sacrificio.

Fuente: Instituto Nacional de Antropología e Historia, Museo Nacional del Virreinato, México. En la cartela se lee: “Sor María Bárbara de Sr. San Joseph, hija lexa. de D. Manuel de Eguia y Bustos y Da. Antonia de Olmedo y Araciel. Nació en Xalapa el 6 de Marzo de 1765 y tomó el hábito en el convento de carmelitas descalzas de N. Sra. de la Soledad de la Puebla de los Angeles el día 8 de Enero de 1786 y profesó el 18 de Diciembre del mismo año”.

Figura 4 Sor María Bárbara de Sr. San Joseph, 1786, Anónimo  

En efecto, el uso del retrato como canal para mostrar la majestuosidad se había consolidado en la corte española desde el reinado de Carlos V. Con tal intención, según anota Nicola Spinosa, los pinceles de Tiziano, de Moro, de Rubens y de Velázquez, entre otros famosos pintores, se dedicaron a la creación de las imágenes oficiales del Imperio español. En los reinos americanos se continuó con dicha tradición. Así aparecieron rápidamente en la Nueva España los retratos de virreyes y arzobispos en el siglo XVI. Estas imágenes se creaban para consumo de los jerarcas eclesiásticos y de los funcionarios de alto rango que buscaban reafirmar los grados de poder poseídos; asunto bien transparentado, como señala Michael Brown, por los lugares en los que se emplazaban las obras -las fastuosas sacristías, la catedral Metropolitana (en el caso de obispos y arzobispos) o la sala del Real Acuerdo (en el caso de los virreyes)-. Ya en el siglo XVIII se empezaron a popularizar los “retratos de sociedad”, y en el siglo XVIII aparecieron aquellos que eran pagados por comerciantes acaudalados o por nobles de rango menor interesados en dar aviso de su nueva fortuna y exaltar el origen y los logros de los criollos (Bieñko). En todos los casos, la representación fastuosa de las damas servía para demarcar el estatus social de las familias de las que provenían.

En el caso de los retratos de monjas descalzas, no obstante, se necesitaba tener cierta precaución: la ostentación de poder y riqueza era calificada como vanidad dentro de los círculos religiosos, suponía la aparición de esa característica que como hemos visto era abominada (pues suponía un deleite del mundo y del cuerpo). Con miras a controlar los desafueros vistos en el Renacimiento, el Concilio de Trento explícitamente había prestado gran atención al tipo de contenidos que debían expresarse en las obras de arte, de allí que señalara en el apartado sobre “la invocación, veneración y reliquias de los santos y de las sagradas imágenes”:

Enseñen con esmero los Obispos que por medio de las historias de nuestra redención, expresadas en pinturas y otras copias, se instruye y confirma el pueblo recordándole los artículos de la fe, y recapacitándole continuamente en ellos: además que se saca mucho fruto de todas las sagradas imágenes, no sólo porque recuerdan al pueblo los beneficios y dones que Cristo les ha concedido, sino también porque se exponen a los ojos de los fieles los saludables ejemplos de los santos, y los milagros que Dios ha obrado por ellos, con el fin de que den gracias a Dios por ellos, y arreglen su vida y costumbres a los ejemplos de los mismos santos [...] Y si alguno enseñare, o sintiere lo contrario a estos decretos, sea excomulgado.

Siguiendo tal mandato, dentro de las variaciones del arte religioso del catolicismo, el arte del Barroco sería un estilo expresivo de ardiente espiritualidad (Weisbach): las obras de arte de este periodo buscaban expresar una profunda religiosidad humana y exhortar al observador a cumplir con los ideales de piedad y devoción impulsados por la Contrarreforma. En ese contexto social y religioso, una familia que contratara un retrato de una monja descalza podría reclamar la condición de piadosa -y por ende honorable- pero además lograría ser valorada como divulgadora entre los seglares de los actos de honra cotidiana a Dios. Sin embargo, el asunto no estaba del todo resuelto, el pintor aún debía manejar los mandatos de la cultura monástica de reglas estrictas, no fuera que -por ese deseo de ostentación de los rasgos merecedores de honor- se vilipendiara el control de la naturaleza femenina y la vida de disciplina espiritual practicados por sus hijas. Así, para mediar entre el alarde que suponía tener una hija profesa en una orden religiosa estricta y la piedad exigida por la iconografía católica y por las normas de tales congregaciones, aparecían las tonalidades frías de los oleos, los rostros inexpresivos, los espacios vacíos que rodeaban a la monja, los hábitos sencillos y holgados, la escasa representación de otros elementos en la escena retratada y, claro está, los ojos cerrados.

Seguramente, como en el caso de las visitas de los médicos o de los confesores al convento que se describían en las reglas, cada una de las retratadas estuvo acompañada por un par de monjas ancianas mientras se elaboró el retrato, en un ambiente de escasos intercambios de palabras con el pintor y teniendo para ello el permiso de la abadesa y del provincial correspondiente5. Surgía así toda una escena para dejar huella de lo que se consideraba venerable en la sociedad barroca novohispana, códigos bien entendidos por todos los que participaron en la producción de la obra de arte y por sus observadores contemporáneos. Sin duda, estamos ante retratos absolutamente intencionados. Y de nuevo, y esta vez para siempre, las retratadas cerraron los ojos para no transgredir sus votos y reforzar al mismo tiempo la representación social de la monja descalza que abandonaba toda vanidad femenina, mientras eran útiles para la ostentación familiar.

Conclusión

Si un caminante de museos de nuestra época se encuentra con la imagen de una monja novohispana retratada con los ojos cerrados, es posible que pueda reparar en el gesto, pero difícilmente podrá descifrar el código cultural del que hace parte dicho símbolo. El contacto visual con la imagen no le informa más allá de un curioso detalle presente en estas pinturas: su representación del mundo no pertenece a la del lenguaje religioso y aunque fuese un creyente católico es posible que no tenga claras las representaciones de lo que significa la vida espiritual en monasterio y, menos aún, que comprenda el tipo de honor implícito en la condición de ser familiar de una religiosa profesa en una orden de estricta regla.

Por el contrario, quienes observaron dichos retratos en la misma época de las retratadas sí entendían el mensaje allí implícito pues resultaba coherente con su propia representación del mundo; una construida por el código del catolicismo, del honor y de los ideales de devoción y piedad -remarcados por la Contrarreforma-6. Dicho mensaje se componía de una cadena de significados que empezaba por reconocer el abandono hecho por una mujer del mundo y el cuerpo y su posterior consagración a la vida espiritual, desciframiento seguido por la identificación de la orden en la cual profesaba la religiosa -lo que demarcaba el grado de sacrificio hecho por esa mujer-. La comprensión de la pintura finalizaba al denotar que la retratada pertenecía a una familia de honor y acaudalada que había cumplido con el deber de formar a su hija de acuerdo con el dogma y la honda espiritualidad aconsejada por la Reforma católica, un comportamiento arreglado a la norma que se redituaba en el honor del que ya gozaba la familia. La obra -tan intencionada- podía ser comprendida de manera inmediata, casi no pensada por los contemporáneos, y llevaba a unos comportamientos también inmediatos que recompensaban socialmente a los agentes productores del retrato. En medio de ese diálogo, el gesto de los ojos cerrados ayudaba a mediar entre las exigencias de las reglas estrictas, el abandono de toda vanidad exigida por el catolicismo en tal periodo y el deseo de ostentar todo ello para ganar méritos sociales. Sin duda, los retratos de religiosas de ojos cerrados (intercambiables por sus condiciones pictóricas) son objetos embebidos en la cultura de la sociedad barroca novohispana y fuera de dicho contexto podrían ser desvirtuados en su significado.

Por último, vale la pena reflexionar sobre la paradoja en la que se situaban las protagonistas de estas expresiones plásticas. Esas mujeres que abandonaban el mundo para dedicarse a una vida espiritual de perfección, quedaban totalmente insertas en él por medio del retrato: sus imágenes ayudaban a la reproducción del orden social basado en el honor y en aquella religiosidad que buscaba modelos de vida ejemplar. Sus vidas entre murallas de clausura seguían siendo productos y productoras de las formas sociales y espirituales que regían el mundo por fuera de las paredes conventuales.

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1 Las religiosas urbanistas o calzadas (como las concepcionistas, las jerónimas, las dominicas y las clarisas urbanas) tenían un tipo de vida conventual menos exigente: poseían celdas propias y bien proveídas, y podían tener servidumbre —ayuda que les facilitaba hacerse de mercancías o de la información que circulaba en el siglo (Montero).

2Comprendemos al siglo XVIII como un periodo aún inserto en las formas culturales y artísticas moldeadas en la Nueva España en los siglos pertenecientes, propiamente, al Barroco. En tales años existe una tangible continuidad en las costumbres, en las actitudes y en las preferencias de la población; formas de sociabilidad apenas retocadas por los aires de racionalismo que sacudían a Europa y que empiezan a filtrarse en los imaginarios de lo político de estas tierras a finales de la centuria.

3La comprensión de los votos perpetuos como matrimonio místico era también una tradición creada desde el Medioevo. Según Montero, ese amor que unía a una religiosa con Cristo, era bien descrito por los versos del Cantar de los Cantares, que resalta el amor de la novia con el “bien amado”, así como su condición de virginidad.

4Es de aclarar que la oración dentro de la celda también estaba regulada, con el fin de evitar falsas ilusiones, cuestiones que dieron pie a que en el siglo XVIII seis monjas fueran al Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición bajo el cargo de ilusas o alumbradas (Rubial, “¿Herejes en el claustro?”).

5En estas órdenes el contacto con seglares se reducía al máximo. En tal sentido, la regla de las fran ciscanas colectas señalaba: “De la misma manera para mayor seguridad, y honestidad, tanto de las Monjas, quanto del Monasterio, ordenamos, que en ningun Monasterio de esta Orden se permita jamás mas de un Locutorio, en el qual de la parte de dentro aya de aver dos telas negras enclavadas, para que las Monjas ni puedan ver, ni ser vistas [...], enfrente de la puerta principal se haga otra puerta con fuerte cerradura, de tal dispuesta, y ordenada, que las Monjas en manera alguna pueda ir, ó acercarse a la puerta principal, ni los de afuera, e impedimento de esta segunda puerta, puedan vér, ni oir ni hablar a las Monjas por las hendeduras, ó juntas de la primera puerta, quando por fuerte alguna estuviesse enfrente de ella” (Estatutos, y Constituciones, de las pobres Monjas de la Orden de los Mendicantes 115-116).

6Un código sociológico de referencia que, a decir de Michel De Certeau, resulta totalmente inverso a nuestro código moderno, lo que puede afectar nuestras posibilidades de comprensión de sus manifestaciones pues la relación de lo metafísico —la aceptación del milagro, por ejemplo— ya no nos resulta familiar (Mendiola 31).

Recibido: 19 de Mayo de 2020; Aprobado: 22 de Septiembre de 2020

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