El 12 de mayo de 1738, por decreto real, Andrés Verdugo y Oquendo fue nombrado oidor decano de la Audiencia y Chancillería del Nuevo Reino de Granada. La designación iba en consonancia con el espíritu reformista impulsado por el rey Carlos III desde la metrópoli, y su materialización en el Nuevo Reino de Granada. Aquí, bajo el mando del virrey José Solís, Verdugo y Oquendo fue comisionado para llevar a cabo la visita a los partidos de Tunja y Vélez, labor que desarrolló entre 1755 y 1756 (Restrepo 352-353). La diligencia estuvo encaminada -siguiendo las noticias aportadas por el informe final de la visita- hacia la actualización de los datos relacionados con la población asentada en los pueblos de indios, así como de los tocantes a la distribución de los repartimientos y sus límites territoriales (Chaves y Jaramillo). Sin embargo, al margen de estos elementos, trabajados ampliamente por diversos investigadores (Herrera; Mingarro 92-95; Morner), son llamativos los diversos y poco estudiados inventarios de los templos doctrineros realizados por orden de Verdugo en la zona.
A pesar de que la visita de Verdugo y Oquendo pone de manifiesto que el interés administrativo relacionado con la población indígena y el manejo de la tributación era mucho más importante para España que la evangelización, lo cierto es que el visitador se tomó el tiempo de hacer inventarios detallados de los templos, en los que recogió una completa descripción de lo que en ellos se hallaba. Tal inclinación contrasta con lo observado en visitas anteriores como la de Tomás López y Diego de Villafañe (1563) o la del mismo Juan de Valcarcel (1635). En estas, si bien se puso un mayor énfasis sobre el tema evangelizador, la ornamentación de los templos pasó casi desapercibida, bien por su inexistencia, o bien porque los problemas que tenían que resolver fiscales y oidores se centraban en las disputas entre indios, encomenderos y curas de doctrina (López 102-104).
La visita de Verdugo y Oquendo, llevada a cabo entre 1755 y 1756, se convierte entonces en la primera diligencia que da cuenta -medianamente- del discurso iconográfico presente en los templos doctrineros pertenecientes al partido de Tunja, lo que la sitúa como una fuente invaluable acerca de la imaginería que en estos se hallaba. El presente artículo buscará entonces dar cuenta del discurso visual desplegado en los pueblos de indios del partido de Tunja, tomando como fuente los inventarios de los veinte templos requisados en medio de la visita1. Mediante los datos arrojados por la documentación buscaremos responder a una cuestión central: ¿cuál fue el discurso visual imperante en los templos de doctrina del partido de Tunja en la primera mitad del siglo XVIII?
A partir de este interrogante, en las páginas siguientes intentaremos demostrar que la imagen, como mecanismo de catequesis, no cumplió un papel central dentro de la estructura evangelizadora dispuesta en la Nueva Granada, lo cual impide hablar de una “imagen catequética” o de evangelización. Frente a esto, lo que demuestran los inventarios aquí analizados, es la presencia de un discurso que, si bien toca tangencialmente la construcción de un sujeto -el indio- modelado a partir de la norma cristiana (lo que podríamos intuir como catequesis), se asienta fundamentalmente sobre una estructura ensamblada a partir de lo milagroso. La imagen, como veremos, más que como un discurso catequético, se presentó como una formulación visual de lo maravilloso, tendido como puente dialéctico entre la “idolatría” -propia del mundo indígena- y la religión cristiana.
La imagen y sus funciones en el contexto doctrinal de mediados del siglo XVIII
Un lugar común dentro de la historiografía que tempranamente se ocupó de la evangelización de la Nueva Granada, fue ver este proceso como un fenómeno totalizante, y claramente ubicable dentro del marco temporal que va desde el ocaso del siglo XVI hasta el meridiano de la centuria siguiente (Friede; Romero). Tal aproximación al “problema de la evangelización”, aunada a la idea de una paulatina y rápida desaparición del indígena (Livi 18-23), se ve confrontada por la evidencia documental que demuestra que, aun a mediados del siglo XVIII, se mantenía vigente un esquema dirigido al adoctrinamiento de indios y mestizos. La pervivencia del fenómeno se ve reflejada en el cuestionario planteado por el visitador Andrés Verdugo y Oquendo entre 1755 y 1776 a los habitantes de los diferentes pueblos de indios ubicados dentro del partido de Tunja. En medio de estos interrogatorios, a la pregunta sobre el proceso de adoctrinamiento, algunos respondían señalando la existencia de doctrinas enfocadas en los “chinos” (como se les llamaba a los niños indígenas o mestizos), a las que se sumaba el rezo del rosario y la celebración de la misa. A esta última debían asistir todos los integrantes de los pueblos, tanto el domingo como los días de las fiestas de guardar. Las respuestas dadas en 1755 por Miguel Carreño, gobernador del pueblo de Busbanzá, son en este sentido reveladoras. Siguiendo el auto de la visita, Verdugo y Oquendo preguntó a Carreño:
si sabe o an oído decir que los yndios asisten con puntualidad a oir missa los días de precepto o si algunos se quedan sin oírla, si concurren al rosario, y que días asisten a doctrina y cuales son en los que se les explica, y dijo: que todos los domingos asisten a misa todos y que al rosario mui pocos que los chinos y chinas tienen doctrina todos los días y los reservados martes y sábado y que todos en común el domingo. (AGN, VB, 3, f. 730 r.)
Lo señalado por el gobernador, reiterado en pueblos como Gámeza (AGN, VS, 9, f. 909 r.), pone de manifiesto la existencia, aun en el tardío siglo XVIII, de una estructura evangelizadora centrada en el adoctrinamiento de los más jóvenes. Esta fórmula, aplicada desde los albores del periodo colonial por franciscanos y dominicos, se había mantenido sin cambios hasta el siglo XVIII, fundándose sobre una separación de los niños cuya premisa era la de evitar una reproducción de las malas prácticas propias de los mayores (Borja, “Pintura, devoción y sociedad” 56). Ahora bien, probada la pervivencia de una estructura evangelizadora en el meridiano del siglo XVIII neogranadino, surge un interrogante: ¿qué papel tuvo la imagen dentro de dicha estructura? Y más allá de esto ¿cuál fue el discurso que se pretendió transmitir a partir del uso de lo visual?
Al revisar el registro de los objetos listados por Andrés Verdugo y Oquendo en los inventarios realizados entre 1755 y 1756 salta a la vista un primer elemento que permite responder las cuestiones planteadas: la inexistencia de lo que podríamos llamar imágenes de catequesis, es decir, iconografías centradas en discursos básicos tales como la enseñanza de la vida de Cristo, la configuración de la Iglesia o sus dogmas principales. Contrariamente a esta idea, la mayoría de los templos doctrineros registrados por Verdugo presentan un discurso iconográfico fundamentado en las imágenes de santos, seguidas por la iconografía cristológica y las representaciones de lo que la profesora Olga Acosta ha denominado “Milagrosas imágenes marianas”. Tal escenario nos lleva a replantear cuestiones referentes no solo a las fórmulas de enseñanza de la religión en el contexto evangelizador, sino también al papel que dentro de este tuvo el discurso visual.
Una idea generalizada en relación con la imagen religiosa colonial es la que refiere su uso como herramienta de evangelización, proceso de instrumentalización icónica que -supuestamente- permitió al doctrinero sortear las barreras idiomáticas que impuso el encuentro con el otro. El enaltecimiento del discurso visual entendido como biblia de los analfabetos se vincula aquí a un largo proceso de uso de la imagen cristiana en el contexto europeo, transcurso en el que lo visual (ya fuera pintura o escultura) fue impulsado por la Iglesia como mecanismo de educación cristiana2. Sin embargo, el fenómeno, que pareciera no haber tenido cambios en su trasvase al Nuevo Mundo, terminó planteando rupturas, evidentes en el caso de la Nueva Granada en la ya señalada inexistencia de imágenes dirigidas a enseñar la religión. Al revisar los inventarios de los templos efectuados por Verdugo, salta a la vista que el discurso que prevalece en la generalidad es el de los santos (gráfico 1), iconografía que difiere de lo que podríamos denominar imágenes de catequesis.
Sobre un total de 616 imágenes cuya iconografía se identificó en los inventarios, no deja de ser llamativo que el tema que se podría considerar el fundamento de la catequesis (la vida de Cristo) se vea, no solo superado en porcentaje por las representaciones de santos, sino también casi igualado por el número de representaciones de advocaciones marianas, que asciende hasta el 20% correspondiente a 125 piezas. A esto se suma el hecho de que las imágenes centradas en los dogmas de la Iglesia -la trinidad o la inmaculada concepción de María- no tienen ninguna relevancia porcentual, en la medida en que solo se registraron tres casos: una pintura de la Santísima Trinidad en el templo doctrinero de Motavita; un relieve en yeso que representa la trinidad, en Monguí, y una pintura de la limpia concepción coronada por la santísima trinidad en el mismo templo (AGN, VB, 13, f. 1001 r.; AGN, FI, 10, ff. 658 v., 659 r.). Los números aquí revelados pueden tener entonces dos posibles explicaciones: una, que la imagen -entendida en términos de catequesis básica- no fue protagonista dentro del proceso de evangelización neogranadina, y la otra, que su relevancia estuvo reducida a la construcción -siguiendo lo planteado por Jaime Borja- tanto de un cuerpo individual como de un cuerpo social modelado a partir del ideal proyectado por los santos (Borja, Pintura y cultura 53-54, 61-63).
En lo tocante a la primera perspectiva, cabe señalar que el proceso evangelizador de la Nueva Granada se organizó a partir de la casuística determinada por el hallazgo de diversas culturas lejanas del europeo, tanto en términos ontológicos como en materia lingüística. Ese “descubrimiento del otro” producido tras el encuentro de los dos mundos (Abulafia 312-313) llevó al doctrinero a enfrentar unas realidades tan adversas -en términos socioculturales- que terminarían superándolo, impidiendo la conversión del indio, elemento esgrimido como legitimador de la Conquista. En medio de este contexto temprano, la aparición de la imagen fue esporádica, en la medida en que -tal como lo señalaba la encomendera Leonor de Maldonado en 1563- “en Santafé no había un pintor que elaborara los retablos para las iglesias” (López 163). La ausencia de un discurso visual fue cubierta entonces por los catecismos, instrumentos privilegiados para la enseñanza de los rudimentos cristianos3.
Sin embargo, el uso del verbo por encima de la imagen no fue óbice para que en las instancias más tempranas de la evangelización se empleara lo visual como único canal de comunicación posible entre doctrineros y naturales. De este fenómeno nos ha quedado como testigo el catecismo atribuido a fray Pedro de Gante, uno de los primeros franciscanos que arribaron a la Nueva España. En este pequeño documento, conservado hoy por la Biblioteca Nacional de España (véase figura 1), se hace presente el uso de imágenes muy sencillas, dirigidas a expresar a partir de lo simbólico temas tan extraños para el indígena como la existencia de Jesús, su resurrección o la presencia de un papa entronizado como vicario de Cristo y príncipe de la Iglesia. Imágenes similares a las utilizadas por el fraile franciscano en la Nueva España fueron quizá aprovechadas también en otros territorios, aun cuando de ellas no ha quedado huella. Lo cierto es que en los doscientos años transcurridos entre 1550 y 1750, los templos doctrineros de la Nueva Granada no habían llegado a consolidar grandes colecciones iconográficas, estableciendo cifras que -siguiendo las diligencias de visita de Verdugo y Oquendo- fluctuaban entre la veintena y el medio centenar de imágenes por templo (gráfico 2).
Fuente: Pedro de Gante, Catecismo de la Doctrina Cristiana, siglo XVI, f. 4. Biblioteca Digital Hispánica - BNE, http://bdh-rd.bne.es/viewer.vm?id=0000057904&page=1.
Fuente: elaboración propia a partir de información recogida de los inventarios ya citados realizados por Andrés Verdugo entre 1755 y 1756.
Lo que podría parecer una regularidad en el promedio de imágenes por doctrina, se ve alterado por el alto número de piezas que para 1755 poseía el templo de Monguí. La disparidad se explica por el propio contexto del pequeño pueblo enclavado en lo alto del camino que conectaba a Sogamoso con los llanos orientales. Monguí, consolidado por los franciscanos como un punto estratégico para las misiones de los llanos, terminó convertido en el gran centro de peregrinación religiosa del siglo XVII, debido principalmente a los dones prodigados por la milagrosa imagen de la llamada Virgen de Monguí. El icono, una representación del descanso en la huida a Egipto, se convirtió -desde finales del siglo XVI y al menos hasta bien entrado el XVIII- en el núcleo de la piedad en la zona central de la Nueva Granada4. El fenómeno votivo trajo consigo el ensanchamiento de las arcas del templo, lo cual repercutiría en el crecimiento de su fábrica y su colección iconográfica. En Monguí, contrariamente a la tendencia general, sobresale la imagen cristológica, siendo quizá el único centro de doctrina que poseía para el siglo XVII una narrativa visual completa de la vida, la muerte y la resurrección de Jesús. Según lo registrado en el inventario de 1755, en el templo se hallaban, entre otras imágenes: “Un quadro de Christo crucificado con su santísima madre [...] otro de Christo en la bofetada [...] otro en que Christo señor nuestro manda a sus discípulos san pedro y san Andrés que le sigan y suelten sus redes [...] otro en que Christo señor nuestro se la aparece resucitado a su santísima madre [...] otro de la adultera [...] otro de la samaritana [y] otro en que Christo señor nuestro vaxo al limbo a visitar a los santos padres” (AGN, FI, 10, f. 659 r.)
Imágenes como las mencionadas bien podrían ser definidas como propias de un discurso de catequesis, en la medida en que actuaban como vaso comunicante entre el doctrinero y el fiel, al representar “elementos básicos” de la vida de Jesús, núcleo del ethos cristiano5. No obstante, el carácter excepcional de la colección de Monguí lleva a preguntarnos por el discurso que se hallaba en el resto de los templos doctrineros aquí considerados, siendo este el que puede determinar -si es que tal cosa es posible- una línea iconográfica ligada a la evangelización.
Si tomamos como punto de partida la iconografía cristológica, aquella que supuestamente debía “estructurar” el discurso catequético, nos encontramos no solo con que esta ocupa una segunda posición en términos porcentuales, sino también con el hecho de que los “temas” que más se representan no reflejan propiamente lo catequético. Las representaciones más recurrentes -en materia cristológica- son el Niño Jesús, la Crucifixión de Cristo y lo que en los inventarios se reconoce como el Nazareno, iconografía de Jesús con la cruz a cuestas y vestido con túnica roja o púrpura6. A estos temas les siguen las imágenes de la resurrección de Cristo, el Ecce Homo y la Natividad (véase gráfico 3). La relevancia del Niño Jesús dentro de estas iconografías puede explicarse como un fenómeno vinculado a la catequesis de los niños, aspecto que iría de la mano con la idea de un cuerpo social sacrificial modelado a partir de la imagen del Cristo sufriente, representado en las imágenes de la pasión. Aun así, el número de imágenes relacionadas con Cristo no es, como se podría suponer, representativo.
Fuente: elaboración propia a partir de información recogida de los inventarios ya citados realizados por Andrés Verdugo entre 1755 y 1756.
Jaime Borja ha señalado que las representaciones de la vida de Cristo constituyen el núcleo visual más importante de la cristiandad, en cuanto a que acogen la figura prototípica sobre la cual se asienta el culto. Sin embargo, como el mismo Borja sostiene, las condiciones de desarrollo de lo que podríamos llamar la “cultura barroca” en la Nueva Granada determinaron que esta iconografía no fuera la más representada, viéndose superada en número por las representaciones de los santos (Borja, “Las representaciones” 103). Esta hipótesis, confirmada por lo hallado en los inventarios aquí analizados, al llevarse al campo de la “doctrina” plantea un problema adicional: la inexistencia de una abundante imaginería en torno a Cristo desplaza la función evangelizadora desde el que debería ser su centro -la imagen de Cristo- hacia otro núcleo, el de los santos.
La presencia mayoritaria de la iconografía de los santos en los veinte templos aquí analizados puede explicarse a partir del cumplimiento de uno de los ideales centrales de la evangelización: construir una nueva sociedad o, en palabras de la profesora Mercedes López, “crear y modelar las prácticas de los colonizados” mediante un esquema que imponía devociones amarradas a la “occidentalización” de las prácticas (López 7). Sin embargo, esta idea, a todas luces incuestionable, no brinda una explicación completa de la presencia de ciertas iconografías en el contexto de los templos doctrineros visitados por Verdugo y Oquendo. El discurso proyectado por la iconografía cristológica, así como por las diferentes representaciones de los santos, se halla vinculado entonces a otro elemento, también puesto en evidencia en las visitas realizadas entre 1755 y 1756, como lo fueron las prácticas devocionales, aunadas a un fenómeno que según los datos aportados por la documentación fue clave dentro del sistema evangelizador: el milagro.
Milagro y devoción: los ejes de la funcionalidad de la imagen en la doctrina
La cosmogonía que articulaba a las comunidades asentadas en lo que sería la zona andina central del Nuevo Reino de Granada descansaba sobre una multiplicidad de deidades, asociadas fundamentalmente a fenómenos de orden natural (tempestades, sol, lluvia), o bien a aspectos relacionados con el devenir de cada comunidad (la guerra, la paz, la cosecha, entre otros). Leídas bajo la lente de una cultura como la española del siglo XVI, articulada a partir de la ortodoxia católica, dichas deidades se tradujeron en idolatría, concepto propio del cristianismo occidental que denunciaba la existencia de estatuas o elementos a los que se le atribuían las propiedades de un “dios falso”, así como su influencia sobre los fenómenos físicos o naturales (Acosta 70-71). Como constructo discursivo la idolatría abrió el camino para la satanización de la alteridad por parte del español, a la vez que se ubicó como base para la entronización del culto cristiano, esto último a partir de la sustitución. Como ha señalado Serge Gruzinski, el ídolo solo existía “por y para la mirada del español”. Su creación semiótica, amarrada a su destrucción física en medio de la evangelización, abrió un vacío que solo pudo ser llenado por una nueva idolatría: la cristiana. Esta, auspiciada por una “Iglesia barroca” que instrumentalizó como nunca a la imagen7, terminó convirtiendo a santos, vírgenes y representaciones cristológicas en extensiones de la deidad; imágenes que -siguiendo a Gruzinski- hacían visible a Dios, repartido ahora en múltiples semidioses (Gruzinski 55 y 160).
Pensada bajo esta premisa, la evangelización neogranadina bien podría ser definida en términos de una sustitución idolátrica en la cual la imagen tuvo un rol fundamental, ya no como núcleo de “alfabetización cristiana”, sino más bien como instrumento tendiente hacia la suplantación de una idolatría prehispánica por otra cristiana y occidental. Pero ¿podemos realmente corroborar tal afirmación? Los datos expuestos en las visitas realizadas por Andrés Verdugo y Oquendo evidencian -en este sentido- que, más allá de cualquier otro discurso, la imagen milagrosa desempeñó un papel predominante dentro de los conjuntos visuales que reposaban en los diferentes templos doctrineros. Los veinte inventarios aquí analizados revelan que, por encima de lo que podríamos denominar el discurso retórico, dirigido a la configuración de un individuo y unas relaciones sociales, la línea discursiva que unifica el uso de lo visual en medio de la evangelización se fundó -principalmente- en la acción milagrosa atribuida a las imágenes. Tal carácter terminó presentándose como vehículo para transmitir, tanto los discursos dogmáticos como aquellos relacionados con la constitución de una sociedad normada por la policía cristiana8. La iconografía repartida en los templos doctrineros aportó entonces, por encima del discurso catequizador, una instrumentalización de lo maravilloso, erigido aquí como vínculo entre las deidades prehispánicas y el nuevo “panteón” impuesto por los peninsulares9.
La iconografía de los santos y el milagro
Para demostrar lo antes mencionado nos centraremos -en primera instancia- sobre el porcentaje más amplio dentro del número de temas iconográficos visibles en los templos de doctrina: los santos. A partir de un total de 228 santos listados en las visitas, el 73% (166 imágenes) corresponde a personajes masculinos, mientras el restante 27% (62 imágenes) se halla integrado por representaciones femeninas. Ahora bien, tanto en el caso de los santos como en el de las santas, es llamativa la presencia recurrente de lo que podríamos llamar íconos milagrosos (tabla 1).
Santo | Cant. | Carácter |
---|---|---|
San Antonio de Padua | 21 | Devocional / milagroso |
San Francisco de Asís | 18 | Santo fundador |
Santo Domingo Guzmán | 11 | Santo fundador |
San José | 11 | Cristológico / devocional |
San Isidro | 9 | Devocional / milagroso |
San Jerónimo | 8 | Padre de la Iglesia |
San Salvador de Horta | 6 | Devocional / milagroso |
Fuente: elaboración propia a partir de la información recabada de los inventarios ya citados realizados por Andrés Verdugo entre 1755 y 1756.
En el caso de los varones, la aparición recurrente de san Francisco y santo Domingo de Guzmán se explica a partir del contexto de la evangelización misma, depositada fundamentalmente sobre la acción de sus órdenes: franciscanos y dominicos. Caso similar ocurre con san Jerónimo, quien, como padre de la Iglesia, fungía como piedra angular o fundante de esta. Sin embargo, el hecho de que la presencia de santos como Antonio de Padua supere las representaciones, no solo de los patriarcas de las órdenes y la Iglesia, sino también de la cristología misma, es indicativo de otro problema. La amplia presencia del santo portugués, si bien puede relacionarse -como ya lo vimos- con la formulación de modelos de vida, se asienta de manera especial sobre los prodigios adjudicados al santo, “atributo” que ya desde el siglo XVII era impulsado en sus hagiografías. El relato del jesuita Pedro de Rivadeneyra -uno de los hagiógrafos más importantes del XVII- es iluminador en este sentido. Según sus palabras:
fueron tantos y tan esclarecidos los milagros que Dios hizo por San Antonio después de su muerte, que todos los enfermos de cualquier enfermedad, que venían a su santo cuerpo recibían salud [...] Extendióse por todo el mundo la fama de la santidad, gloria y milagros de sanAntonio: y especialmente por las ciudades de Italia y Francia, donde el havia predicado, cobraronle grandísima devoción, acudiendo a él en todas sus necesidades y yendo en romería a su sepulcro y ofreciéndole ricos, y preciosos dones [...] y cada año [la ciudad de Padua] celebra su fiesta y hace una procesión solemnísima en honra suya, en la que llevan con gran pompa, y aparato sus reliquias. (Rivadeneyra 2: 211-212)
Las imágenes de san Antonio se imponen aquí como verdaderos ídolos que, tal como sugiere Gruzinski, permitieron dar forma al sincretismo entre lo indígena prehispánico y lo cristiano introducido por la doctrina (Gruzinski 69-70). La iconografía del santo de Padua no es, sin embargo, la única que puede dar cuenta de este fenómeno. Junto a él aparecen representaciones de san Isidro (en Toca, Chíquisa, Chivatá, Pesca, Duitama, Sátiva, Sugaita, Samacá y Oicatá) y san Salvador de Horta (en Cerinza, Chiriví, Duitama, Monguí, Samacá y Oicatá), dos personajes vinculados también a lo milagroso.
Isidro, uno de los patronos de España, fue impulsado por la Iglesia como figura milagrosa, asociando sus prodigios a las labranzas y los trabajos propios del campo. La lluvia y el sol, necesarios para las cosechas, así como la defensa frente a las plagas que atacaban los campos fueron endilgados como poderes a este santo, ubicándolo como una de las figuras más apreciadas por aquellos que -como los indígenas- vivían su cotidianidad en el agro (Stresser-Péan 252-253). Por su parte, la aparición de san Salvador de Horta no deja de ser una rareza. A pesar de la devoción que suscitaba este santo dentro de la comunidad franciscana, no sobreviven hoy en Colombia -descontando las posibles imágenes pertenecientes a colecciones privadas- piezas que lo representen, ni aparece como referente dentro del amplio estudio de iconografías coloniales neogranadinas realizado por el profesor Jaime Borja10. A pesar de ello, su presencia en las doctrinas mencionadas da cuenta, no solo de su imposición en la Nueva Granda como figura relevante del santoral franciscano, sino también del rasgo milagroso al que se asoció dicha imposición.
Aunque san Salvador de Horta presenta en su hagiografía elementos destacables como “modelo”: humildad, austeridad, ayuno, disciplinas sangrientas, confesión, comunión, entre otras (Vida y novena 4-5), estas actitudes siempre mantenían una relación directa con lo prodigioso. De hecho, tras su beatificación en 1606, sus milagros proliferaron. Dentro del amplio catálogo de prodigios registrados en la hagiografía que de él se publicó 1772, se cuentan desde curaciones del mal de gota y fiebres mortales, hasta la resucitación de un “niño difunto” (Guiso 169-189). Estas maravillas, transmitidas mediante el relato hagiográfico, dotaron de poder funcional a su imagen, a la vez que sirvieron como canal para la enseñanza de los elementos “moralizantes” de su vida.
En el caso de las santas, las imágenes inventariadas ubican a santa Lucía y santa Bárbara como las más representadas (véase gráfico 4), fenómeno que se explica por el poder para conceder milagros relacionados con la curación de diversos males (santa Lucía), o con el apaciguamiento de fenómenos naturales como las tormentas (santa Bárbara). Cabe anotar aquí que para 1755, momento en el que se llevaron a cabo las visitas analizadas, el poder milagroso de ambas santas era ya bastante conocido, lo que las había convertido en parte fundamental de la piedad neogranadina. De esto da cuenta la aparición temprana de un templo de santa Barbara en Santafé de Bogotá, levantado a expensas de la devoción del encomendero Lope de Céspedes (Plaza 220). Santa Lucía, por su parte, sería acogida por advocación principal de doctrinas como la de los indios coyaimas y natagaimas en 1621 (Vargas 173-175), así como de algunas cofradías constituidas y regentadas por indígenas11. Pero si la fenomenología propia del milagro se veía proyectada e instrumentalizada a partir de los mencionados santos y santas, dicho carácter se acentúa aún más en las “advocaciones marianas”, iconografía que tras los santos y la imagen cristológica completaba el círculo de los discursos visuales más difundidos en las doctrinas aquí analizadas.
Imágenes marianas y otras devociones
En un texto publicado en el año 2011, la profesora Olga Isabel Acosta pone de manifiesto la presencia de múltiples “imágenes milagrosas marianas”, trasladadas al mundo de la evangelización neogranadina desde el contexto propio, no solo del mundo católico europeo, sino también de una cultura peninsular que -influida por el contexto de la reconquista- hizo de lo milagroso uno de los pilares de su fe (Acosta 33-49). El milagro, como pieza clave de la imaginería mariana, se manifestó en la Nueva Granada como un “recurso” que, en la praxis relacionada con lo iconográfico, comportaría varias aristas. Por una parte, la imagen mariana, en su gran mayoría a partir de advocaciones como la Virgen de la Antigua o la Virgen de Atocha, era utilizada por los primeros conquistadores que avanzaban sobre el Nuevo Mundo como “amuleto de protección”, mecanismo dirigido a invocar la presencia divina en medio de la adversidad (Acosta 66-70). Por otra parte, y casi en paralelo a este uso, la imagen mariana comenzó a establecerse como suplantación de los ídolos prehispánicos, esto dentro de una acción kerigmática cuya pretensión era la de anunciar el nuevo orden religioso12. Ambos aspectos -en el caso de la imagen mariana- se hallan relacionados con la evolución de un proceso de idolatrización, en el que el ícono católico deja de ser representación -en términos de hacer presente lo ausente- para convertirse en la deidad misma.
Las diferentes advocaciones de la Virgen listadas por Verdugo y Oquendo en sus inventarios dan cuenta de este uso, asentado sobre tres tipos de iconografías:
las advocaciones milagrosas locales (Chiquinquirá y Monguí, principalmente);
las advocaciones importadas (la Virgen del Rosario, fundamentalmente); y
las devociones asociadas a pasajes de la vida de la Virgen, tales como Nuestra Señora de la Concepción o la Virgen de los Dolores13.
Repartidas en los veinte templos doctrineros aquí analizados (gráfico 5), estas representaciones se convirtieron en núcleo de desarrollo de una piedad formulada a partir de la representación de la Virgen como madre e intercesora ante Dios. En este caso, la aparición de la Virgen del Rosario como la representación más difundida entre los templos de doctrina (veintiocho imágenes en veinte templos) permite establecer, no solo la importancia que tuvo la introducción de la práctica del rezo del rosario en el ambiente doctrinal -al que esta advocación se hallaba vinculada-, sino también el carácter votivo y milagroso que se estableció en torno a dicha práctica. El rezo del rosario por parte de los adoctrinados, hábito por el que preguntaba Verdugo y Oquendo en sus cuestionarios (AGN, VS, 8, ff. 907 v., 909 r.), se había erigido como una práctica religiosa mediada, al menos desde el siglo XV, por los dones emanados de la figura de la Virgen (Acosta 213-214). Este vínculo devocional se ve reflejado en la descripción que de la imagen de dicha virgen se hace en el inventario del pueblo de Toca. Según esta, en el templo había
Fuente: elaboración propia a partir de información recogida de los inventarios ya citados realizados por Andrés Verdugo entre 1755 y 1756.
un tabernáculo de un cuerpo todo dorado con quince serafines también dorados y labrados en el dicho tabernáculo; la ymagen de la santa de bulto con el niño dios en los brazos; Un rosario a granates de quince dieces engarzado en alambre de plata falsa, con cruz y tres medallas de la misma plata; una corona de plata dorada que pesa un marco; una media luna de plata que pesa un marco; una cruz de plata con la imagen de la virgen que pesa seis onzas; un estandarte de damasco blanco con galon de oro falso aforrado en angaripola; otro de razo color a flores de lo mismo con galon de oro falso aforrado en tafetán verde. (AGN, VB, 13, f. 976 v.)
En el caso del templo de Siachoque, por citar otro ejemplo, la imagen de Nuestra Señora del Rosario, entronizada dentro de su propio retablo, se describe portando al “niño dios con una corona de plata”, elemento al que se suma un complejo ajuar integrado -entre otros objetos- por tres coronas de oro, mantos de seda, tocas, banderas de tafetán, una cruz de plata, una cadena de cobre, manillas de cuentas blancas y un rosario de corales (AGN, VB, 13, f. 985 r.). La presencia de tales objetos pone de manifiesto la citada “idolatrización” de la Virgen, asociada a una instrumentalización configurada a partir del uso de vestidos y joyas de todo tipo que convertían a su figura escultórica en una “presencia viva”. Pero el uso de adornos y vestidos asociados a la imagen no se quedaba allí. Transgrediendo los límites de la técnica, tales atavíos se empleaban también en aquellas imágenes que solo contaban dos dimensiones. Los cuadros que representaban a la Virgen de Chiquinquirá portaban, siguiendo esta lógica, medialunas, coronas o diademas de plata -como es el caso de las pertenecientes a los templos doctrineros de Sátiva o Chivatá (AGN, C, 37, f. 174 v; AGN, VB, 13, f. 991 r.)-, así como “Vestido de Rempeyán” o “Rosario de Corales”, como ocurría en Pesca y Duitama (AGN, VB, 13, f. 967 v.; AGN, C, 37, f. 168 v.). De igual forma, la imagen de la Virgen de Monguí era engalanada por diferentes adornos dentro de las doctrinas14, mientras que en el propio Monguí la milagrosa imagen era poseedora de un cuantioso tesoro. Según el inventario levantado en 1755 por Verdugo y Oquendo, la pintura de la Virgen poseía, entre otras alhajas: “quatro esmeraldas [...] una cruz que tiene en forma de granada de oro [...] [y una] gargantilla de oro con treinta y tres esmeraldas”. (AGN, FI, 10, f. 656 r.)
Las alhajas de la Virgen, cuya cantidad y peso ya para el siglo XIX habían causado diversos deterioros en el lienzo (Cacua 16-19), dieron forma desde el siglo XVII a un teatro en el que la imagen doctrinal se convirtió en núcleo de idolatría. En esta medida, las advocaciones marianas incubadas en la Nueva Granada, como es el caso de las vírgenes de Chiquinquirá y Monguí, no solo apropiaron el carácter milagroso que ya portaban vírgenes foráneas como las advocaciones del Rosario, o la Virgen de la Antigua -presente en los templos de Chivatá y Chiriví15-, sino que a su vez lo potenciaron y lo llevaron, en el marco de la evangelización, a su máxima expresión.
Las imágenes se convirtieron en los templos de doctrina en iconos dotados de poder y vida, por ello no solo se vestían, o se coronaban, sino que también se ocultaban de la vista de la feligresía actuando como parte de la teatralización de lo eclesiástico. Tal fenómeno se alcanzaba a partir del uso de velos (negros o de colores), que cubrían y descubrían a las imágenes de la vista de los feligreses. Como práctica, el encubrimiento teatral -según lo señalado en los inventarios- no solo alcanzó a las advocaciones marianas, sino que se hizo extensivo a todas las imágenes de los templos. Así, por ejemplo, mientras en Cerinza dos esculturas correspondientes a san Salvador y a san Agatón y una pintura de santa Rosa se hallaban cubiertas por “velos de razo” (AGN, C, 37, f. 171 v.). En Toca, Duitama y Oicatá el retablo de las ánimas contaba con un velo negro que cubría la pintura de las “ánimas” que allí se exponía (AGN, C, 37, f. 168 v; AGN, VB, 13, ff. 977 r., 993 r.).
La práctica de cubrir las imágenes activaba el poder de estas, estableciendo una relación con los fieles afianzada a partir de la “desaparición” y “reaparición” de sus ídolos. Como hábito del contexto evangelizador, este tipo de usos se hallaban vinculados a un último elemento, central dentro de la acción catequética: la fiesta. Como ha señalado la profesora Mercedes López, lo festivo católico se convirtió para las comunidades indígenas del altiplano cundiboyacense en un escenario de vínculo con el alter -el español-, a la vez que en mecanismo de evasión de las labores que imponía la encomienda (López 165-167).
Lo festivo cobró entonces valor y sentido, en un contexto como el de la Nueva Granada en el que -tal como lo recuerda López- fue la interacción cotidiana, y no la doctrina en sí, lo que permitió dar forma a una evangeliza- ción (López 199). Esta precisión histórica dota de significado lo hallado en las visitas de Verdugo y Oquendo. Los inventarios demuestran no solo la presencia de diversos objetos de uso procesional en los templos doctrineros (andas, ciriales, cruces altas, estandartes, entre otros), sino también el protagonismo de la imagen escultórica que, muy por encima de la pintura, se convirtió en fundamento de lo festivo y lo doctrinal. La escultura -de acuerdo con lo señalado por Olga Acosta-, al representar el cuerpo del santo o la deidad en su tridimensionalidad, termina sustituyendo lo representado y alcanza una mayor influencia sobre la feligresía (Acosta 136). Los sentimientos que suscitaban las esculturas, presentes en los templos doctrineros de forma mayoritaria (gráfico 6), actuaban directamente sobre lo devocional, estableciendo un canal dialéctico que -aun por encima de las barreras idiomáticas- terminaba acercando al indígena a la imagen.
Fuente: elaboración propia a partir de información recogida de los inventarios ya citados realizados por Andrés Verdugo entre 1755 y 1756.
Una última muestra de este vínculo entre devoción, imagen y culto festivo la podemos hallar en los “purgatorios” o “cuadros de ánimas”, como se referencian en los inventarios. Presentes en dieciocho de los veinte templos aquí analizados, el tema de las ánimas se convierte -contrariamente a lo postulado por Jaime Borja-16 en un referente iconográfico que aunaba, bajo un mismo discurso, lo dogmático, lo milagroso y lo devocional. En cuanto a lo dogmático, la imagen de “ánimas” establece un vínculo con el discurso de las postrimerías, traducido en la “doctrina del tormento purificador de las almas” tras la muerte (Borja, “Purgatorios” 82). Sin embargo, el discurso dogmático necesitaba un camino para llegar al fiel y establecerse en su conciencia: este es el de la devoción y el milagro. Las imágenes de las ánimas actuaron aquí, no solo como contenedoras de discurso, sino también como instrumentos devocionales.
En los inventarios hechos por Verdugo y Oquendo se registra la existencia de dieciocho pinturas o “quadros de ánimas”, relacionados con retablos independientes dedicados exclusivamente a esta iconografía. La presencia de lo que en los inventarios se describe como “altar de las ánimas” (tabla 2) permite suponer el concurso de una devoción articulada en torno a las “benditas ánimas del Purgatorio”, hipótesis que se ve reforzada a partir de la presencia en Siachoque de una cofradía en torno a las “ánimas” (AGN, VB, 13, f. 985 r.) y la celebración en Chiriví de una festividad alrededor de esta iconografía. En este último caso el templo no solo contaba con un “quadro de las Animas Benditas”, sino que a su vez poseía un “estandarte de las benditas ánimas” relacionado con ciriales y otros objetos de corte procesional (AGN, VB, 13, f. 1017 v.). El dogma se sustentaba aquí en una imagen idolatrada, ocultada -a partir de velos negros o púrpuras- y, por ende, dotada de vida. Tal uso de la imagen encuentra concordancia con una cultura barroca que, vinculada a la teatralización impulsada por la Contrarreforma, terminó desplazando la “evangelización” desde lo puramente doctrinal hacia lo maravilloso.
Templo doctrinero | Nombre de la obra | Ubicación |
---|---|---|
Cerinza | Cuadro de las Ánimas | Altar de las ánimas |
Chiriví | Ánimas Benditas | Altar de las ánimas |
Chivatá | Cuadro de las Ánimas | Altar de las ánimas |
Duitama | San Miguel y las Ánimas | Altar de las ánimas |
Iguaque | Cuadro de las Ánimas | Altar de las ánimas |
Monguí | San Miguel y las Ánimas | Altar de las ánimas |
Oicatá | Benditas ánimas | Altar benditas ánimas |
Pesca | Cuadro de las Ánimas | Altar de las ánimas |
Ráquira | Cuadro de las Ánimas | Altar de las ánimas |
Samacá | Cuadro de las Ánimas | Tabernáculo de las ánimas |
Sátiva | Cuadro de las Ánimas | Altar de las ánimas |
Siachoque | Cuadro de las Ánimas [perteneciente a la cofradía de las ánimas] | Altar de las ánimas |
Soatá | Cuadro de las Ánimas | Altar de las ánimas |
Sugaita | Cuadro de las Ánimas | Altar de las ánimas |
Tinjacá | Cuadro grande de las Ánimas | Altar de las ánimas |
Toca | Cuadro de las Ánimas | Retablo de las ánimas |
Tuta | Cuadro de las Ánimas | Altar de las ánimas |
Tutasá | Las Benditas Ánimas | Altar de las ánimas |
Fuente: elaboración propia a partir de la información recabada de los inventarios ya citados realizados por Andrés Verdugo entre 1755 y 1756.
Dispuestos en el marco de una “sociedad del espectáculo”17, los vínculos entre evangelización e imagen, más allá de dejar de existir, se fortalecieron, y dieron forma a un contexto en el que lo iconográfico no solo funcionó como expresión de lo “doctrinal” ad pedem litterae, sino que se presentó como manifestación del “representar” barroco. La idea de “hacer presente lo ausente”18, llevada a su punto más alto por la semiótica contrarreformista, terminó trasladándose al ámbito de la evangelización neogranadina, exhibiendo en la imagen la “presencia” del santo ausente. En persecución de este fin el Barroco exacerbó el uso de todos los sentidos, ligando a pinturas y esculturas con un aparato escenográfico cuyo locus de expresión fue el templo doctrinero. Ya hemos señalado, en este sentido, el uso de la tridimensionalidad escultórica y las ventajas que esta otorgaba en relación con el empleo de adornos y vestidos. De la mano De esto, otro de los elementos que llaman poderosamente la atención dentro de los inventarios aquí analizados es la presencia de diversos instrumentos musicales en los templos, hecho que resalta la vinculación de lo visual con lo auditivo dentro del espacio de doctrina.
En lo registrado en los inventarios de Verdugo y Oquendo, con referencia al templo de Iguaque se cita la presencia “un terno de chirimías y otro de flautas” (AGN, VB, 13, f. 1002 v.), mientras en Chivatá se da cuenta de la existencia de “un terno de clarines” y “una trompeta” (AGN, VB, 13, f. 991 v.). Aunque algunos templos solo contaban con un tambor y una trompeta -como es el caso de Tinjacá (AGN, VB, 13, f. 1005 v.)-, otros como el de Sátiva estaban mucho mejor dotados; en este último caso se listaba entre sus bienes un facistor, un arpa y un grupo de clarines (AGN, C, 37, f. 175 r.). La chirimía, un instrumento de viento similar al oboe, destaca por ser uno de los más utilizados; su presencia se menciona en el templo de Iguaque, así como en Tutasá (AGN, C, 37, f. 173 v.) y Sugaita. En este último pueblo contaban además con “un clarín, cuatro flautas de tiple tenor contralto, un bajón y una trompa” (AGN, VB, 13, f. 1012 r.).
La presencia de todos estos elementos nos permite reconstruir un escenario evangelizador mediado por lo teatral, en el que imagen y sonido iban de la mano para dar forma a lo que Fernando Rodríguez de la Flor ha denominado un espacio “lúdico-simbólico”, dotado de una “pluralidad tipológica de manifestaciones” (Rodríguez 256). En el contexto que nos revelan las visitas de Verdugo y Oquendo, dicho universo lúdico-simbólico no se reduce al locus del templo, sino que trasciende sus límites y llena todo el pueblo doctrinero a partir del ejercicio de lo festivo. Aquí la celebración de festividades como el Corpus Christi o el día de un santo determinado permitía aunar, bajo el manto de lo cristiano, aspectos como la imagen, la música, la ceremoniosidad, la palabra del cura y, claro, el milagro. Este ambiente asociado a la imagen fue, finalmente, la puerta que permitió a los doctrineros entrar en la cabeza de los adoctrinados. Una puerta cuya llave, más que en el discurso, se forjó en el crisol de lo maravilloso.
A modo de conclusión ¿Existió una imagen catequética?
En un artículo publicado no hace mucho tiempo, el profesor Eduardo Valenzuela reflexionaba sobre la estructura de la evangelización, vinculando dicho proceso a un esquema que -según lo planteado por la teología francesa- se seccionaba en dos grandes partes: el “anuncio inicial del cristianismo” (foi de la conversión) y la “instrucción profunda de la catequesis” (foi de la connaissance) (Valenzuela 15-16). A partir de esto, Valenzuela sitúa la evangelización en un esquema tripartito en el que a la proclamación inicial de la “palabra de Dios” (Kerigma), le seguirá la enseñanza de los dogmas y la ontología cristiana (catequesis), para concluir con la inserción del alter dentro de la comunidad; aquello que el teólogo Italiano Doménico Grasso ha denominado homilética (Valenzuela 15). La idea de una cristianización, entendida como un proceso fundado sobre el desarrollo de estas fases, fue desplazada por el mismo Valenzuela al plano iconográfico, sosteniendo -junto a la historiadora del arte Laura Vargas- la existencia de una imagen kerigmática, es decir, una iconografía tendiente a la proclamación de la palabra.
Valenzuela y Vargas, a partir de esto, aluden a la existencia de imágenes dirigidas a “exponer la buena nueva” por primera vez a los indígenas, visualidad materializada en la pintura mural de templos como el de Turmequé. Aquí, siguiendo lo anotado por ambos autores, la aparición de temas iconográficos centrados en los relatos del Génesis pone de manifiesto una estructura “precatequética” en la que se anuncian al indígena los fundamentos de la religión (Valenzuela y Vargas 94-97). Ahora bien, si la imagen, tal como sostienen Valenzuela y Vargas, cumplió un rol “más allá de lo decorativo u ornamental”, erigiéndose como un “instrumento prioritario de la misión” (97), ¿por qué no aparecen imágenes de corte catequético en los diferentes templos doctrineros registrados por Verdugo y Oquendo en el siglo XVIII?
La cuestión, respondida en términos de lo que en estas páginas se ha argumentado, nos lleva a replantear el uso de la imagen en la doctrina. En este orden de ideas, si bien podría sugerirse la existencia de íconos relacionados con el kerigma (primera fase evangelizadora), no ocurrirá lo mismo con la catequesis, en la cual la instrumentalización de la imagen se desplazó desde lo catequético -entendido como instrucción religiosa- hacia lo milagroso. A pesar de que es inobjetable la presencia de un discurso “moral” dirigido a construir un cuerpo social e individual, este no se mantuvo como eje de las competencias iconográficas, sino que terminó viéndose desplazado en dicha labor por lo milagroso. Esta capacidad, manifestada en la cura de una enfermedad, la salvaguarda de una cosecha, o la detención de un clima tormentoso, permitió atravesar la brecha existente entre el kerigma y la instrucción religiosa. La imagen cristiana, dotada de funciones idolátricas, permitió al indígena decodificarla a partir de lo conocido, sirviendo de puente entre lo nuevo y lo antiguo. Las vírgenes y los santos milagrosos, así como las dinámicas teatrales asociadas a la imagen y evidentes en los inventarios analizados, no eran más que los ladrillos de dicho puente.