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vol.28 issue1Poor People, Indigenous People, Enslaved People and Personae Misera bilis: a Reflection on Their Lawyers in the Consejo de Indias and the Audiencia de México in the Sixteenth CenturyGovernors, Presidio Captains and Jesuit Missionaries at the Gates of the Novo-Hispanic North. The Presence of the Protector of Indians in the Territory of Gran Nayar (18 th Century) author indexsubject indexarticles search
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Fronteras de la Historia

Print version ISSN 2027-4688On-line version ISSN 2539-4711

Front. hist. vol.28 no.1 Bogotá Jan./June 2023  Epub Jan 01, 2023

https://doi.org/10.22380/20274688.2384 

Sección especial

Entre el servido y el beneficio. Desempeño y prácticas habituales entre los capitanes protectores de la Sierra Gorda novohispana, 1590-1680

Between the Service and the Profit Performance and Usual Practice among Capitanes Protectores of the Sierra Gorda, in New Spain, 1590-1680

David Alejandro Sánchez Muñoz*  1

Gerardo Lara Cisneros**  2

*Universidad Nacional Autónoma de México FES Acatlán, Naucalpan de Juárez, México dav.sanch@comunidad.unam.mx https://orcid.org/0000-0002-2642-5643

**Universidad Nacional Autónoma de México Instituto de Investigaciones Históricas, Ciudad de México, CDMX, México glc@unam.mx https://orcid.org/0000-0002-8107-0427


Resumen

La expansión hispana hacia los territorios septentrionales de América causó una larga y hostil confrontación con las sociedades nativas que ahí habitaban. Estos conflictos, conocidos como guerra Chichimeca, cesaron mayormente en la década de 1590. Para alcanzar y mantener la pacificación de estas zonas, fue decisivo el papel de los capitanes protectores, responsables de que los indios permanecieran asentados, recibiendo justicia y suministros para su manutención, mientras asimilaban las formas civiles y cristianas. Este artículo pretende mostrar, de manera general, el origen de este cargo en el norte de Nueva España y en particular en la zona de la Sierra Gorda, hasta 1680, destacando los continuos ajustes por los que atravesó, hasta un momento en que su desempeño cayó en cierta decadencia. Mediante ello, quedará manifiesta una creciente brecha entre las obligaciones propias del oficio y su práctica.

Palabras clave: Sierra Gorda; capitán protector; siglo XVII; chichimecas.

Abstract

The Hispanic expansion into the northern territories of America caused a long and hostile confrontation with the native societies that lived there. These conflicts, known as the Chichimeca War, ceased mostly in the 1590s. To achieve and maintain the pacification of these areas, the role of the “capitanes protectores” was decisive. They were responsible for the Indians remaining settled, receiving justice and supplies for their maintenance while assimilating civil and Christian forms. This article aims to show the origin of this duty in the north of New Spain in general, and the Sierra Gorda in particular, until 1680, highlighting the continuous adjustments this job went through. This way, it will be clear that a growing gap took place, between the duties of this office and their performances.

Keywords: Sierra Gorda; protector captain; 17th century; chichimecas

Introducción

Si algo ha mostrado el estudio de la implantación y el desarrollo de las instituciones hispanas en América es que su validez, apropiación y eventual legitimación dependieron, en buena medida, de que estos organismos hayan estado sujetos a periódicas adecuaciones para así responder mejor a su realidad social. Estas adaptaciones resultaban muy convenientes cuando coincidían las necesidades, tanto de la Corona como de una porción significativa de sus súbditos, y no solamente para que algún grupo privilegiado consiguiera beneficios discrecionales exclusivos. Sin embargo, cuando esto último sucedía, la inoperancia de los organismos y el declive de sus funciones marcaban la pauta para que pudieran darse importantes cambios sociales y políticos.

Debido a estos continuos ajustes y a las diversas condiciones regionales en las Indias, el funcionamiento y los propósitos originales de numerosas instituciones terminaban por alterarse; por ello, su seguimiento y comprensión a menudo han sido complejos y demorados. Un buen ejemplo de ello es la protectoría de indios, que comenzó a ser estudiada desde finales de la década de 1920, pero solo hasta 1945 se distinguió más claramente entre protectores legos y eclesiásticos; para 1988 estaba claro que la adjudicación del cargo había pasado de los prelados a los ministros reales, aunque aún no se entendían bien los motivos para ello (Cunill 33-34). Hoy existe una visión más completa de estos cambios, pero se sigue explorando el impacto social y político de la implantación de los protectores y las consecuencias que tuvo a largo plazo esta defensa entre los pueblos nativos (Baeza; J. Torre; Owensby; Güereca).

Por lo señalado en los acápites precedentes, este artículo busca, por un lado, esclarecer el origen de la figura del capitán protector en la frontera septentrional novohispana, así como entender si estuvo vinculada directamente al desarrollo de la protectoría de indios o a otra prioridad del gobierno virreinal. Además, sirve para mostrar cómo la naturaleza de este cargo asumió características distintivas a lo largo de los años, particularmente en el área de la Sierra Gorda, de tal manera que se abrió una brecha cada vez mayor entre las responsabilidades propias del cargo y su desempeño cotidiano.

Cambios y ajustes en la protectoría de indios del siglo XVI

Es bien conocido que los religiosos fueron los primeros en asumir la protección de los naturales en las Indias, en principio por el desempeño propio de su ministerio y luego por encargos dados mediante cédulas reales u ordenanzas. De hecho, los conocidos sermones de fray Antón de Montesinos, en La Española, propiciaron la formulación y puesta en vigor de las Leyes de Burgos (1512) y luego las de Valladolid (1513), con las que se buscó limitar los abusos a los que eran sometidos los nativos.

Durante aquellos años el otro gran ejemplo de esta actividad fue el envío que la Corona hizo, en 1517, de tres frailes jerónimos a la isla La Española para impartir justicia y procurar la conservación de los indios. Entre las disposiciones entregadas a los religiosos resulta de especial interés aquella en que debía nombrarse un administrador español en cada pueblo, a fin de que colaborara estrechamente con estos religiosos, de manera que se integrara a los naturales a la cristiandad y a las formas civiles; este ayudante se vería supeditado a las decisiones tomadas por las justicias reales (Cunill 37).

Fue a partir de 1527 que a los obispos se les nombró protectores de indios, por medio de cédula real. Inicialmente sus facultades fueron muy amplias, incluso llegaron al plano legislativo; pero debido a las disputas jurisdiccionales que provocaron, muchas de estas atribuciones les fueron limitadas desde 1531, con el o de que no ejercieran una superioridad sobre los ministros reales. En este periodo se destaca la actividad de Las Casas, quien aprovechó el derecho canónico a favor de los indios y formuló el concepto jurídico de miserable, para atraer sus asuntos a la jurisdicción eclesiástica. Su objetivo no se logró, pero esta noción fue aceptada y retomada gradualmente por las autoridades civiles (Cunill 40, 47).

En Nueva España, fray Juan de Zumárraga también obtuvo la designación como protector de indios en 1527, pero, debido a varias acusaciones por exceder su jurisdicción, este cargo le fue retirado en 1534 y asignado al fiscal de la Real Audiencia de México. Entre 1554 y 1563 este mismo ajuste se aplicó en los otros territorios americanos, con el propósito de imponer un control más estricto sobre las actividades de la Iglesia. Fue así cómo durante la segunda mitad del siglo XVI, la Corona ya consideraba la práctica de la protectoría como una atribución del gobierno civil (Cunill 49-50).

Conforme se establecieron las audiencias como organismos para la administración de la justicia, una de sus responsabilidades más significativas fue la de favorecer el buen trato para los indios y tener especial cuidado en castigar los excesos cometidos contra ellos. En este sentido, los oidores debían servir como su “tutela y amparo” (E. Torre 95), además, los recordatorios para que estas disposiciones se cumplieran fueron frecuentes, sobre todo a partir del establecimiento de las Leyes Nuevas, en 1542. Al poco tiempo, esta política favoreció el inicio de numerosas causas judiciales, así como la aparición de procuradores privados que decían ayudar a los naturales, pero en la mayoría de las ocasiones solo los defraudaban (Borah, El Juzgado 65; Cunill 62-65).

Adicionalmente, la Corona buscó agilizar el otorgamiento de justicia y la asimilación del sistema de gobierno castellano entre los indios. Para lograrlo, dispuso varias medidas, como respetar las costumbres prehispánicas que no se opusieran a las normas cristianas, realizar juicios sumarios para simplificar los procesos y reducir sus costos. En Nueva España, el virrey Antonio de Mendoza aplicó está lógica y pudo organizar un sistema en el cual atendía una buena parte de los asuntos de indios. Inicialmente, Mendoza podía disponer si un caso era turnado a la Audiencia o determinado por él mismo en su calidad de gobernador; para esto último se apoyaba en informantes, comisionados y otros jueces que le ayudaban a tomar resoluciones al respecto. Este sistema tuvo continuidad en el gobierno de Luis de Velasco, pero nuevas disputas jurisdiccionales hicieron que su eficacia disminuyera, sobre todo durante las décadas de 1570 y 1580 (Borah, El Juzgado 76,89; Cunill 70-72).

En esta segunda mitad del siglo XVI hubo momentos en los que las responsabilidades propias del protector resultaron ambiguas y sin delimitación precisa, incluso en ocasiones se suprimieron estas designaciones, tratando con ello de encontrar una solución más eficaz para impartir justicia. A pesar de esta indefinición, durante estas décadas el fiscal de la Real Audiencia siguió siendo responsable de representar a los naturales en sus pleitos y negocios; eventualmente, esta labor se reafirmaba por medio de cédulas reales, como sucedió en 1554, 1563 y 1575, sin embargo, los abusos a los indios seguían. Dos situaciones muy comunes eran los elevados cobros de honorarios y costos jurídicos, así como las exigencias de contribuciones indebidas en los pueblos por parte de los corregidores españoles encargados de su gobierno (Encinas 268-269; Borah, El Juzgado 89, 97; Cunill

Finalmente, en 1589 se reestableció definitivamente la actividad protectora de manera general en Las Indias mediante un sistema dual donde el fiscal continuaría protegiendo y representando a los indios, además de una serie de procuradores -o defensores- especializados en este tipo de causas. En la Nueva España, el virrey Luis de Velasco el Mozo (1590-1595) tuvo el mérito de gestionar la jurisdicción especial para tratar estos asuntos; el nuevo tribunal se aprobó en 1590 y se organizó y ajustó a lo largo de todo el año siguiente. En este se incluía al fiscal que aconsejaría al virrey en las determinaciones que debía tomar sobre estos casos; este oidor era reconocido comúnmente como protector. También se contempló al procurador o abogado, aunque con el tiempo se conformó todo un sistema de asesores jurídicos asalariados (Borah, El Juzgado 107, 123; Cunill 84)

Este último punto resulta importante, porque las repúblicas de indios podían iniciar sus causas mediante los jueces locales, o por medio de algún abogado procurador adscrito a la Audiencia. Esta segunda opción era la que correspondía propiamente a la institución protectora del Juzgado General de Indios, en cambio, los gobernadores provinciales, como los alcaldes mayores o corregidores, eran delegados regios que tenían varias atribuciones, entre ellas la de impartir la justicia en su demarcación, pero era muy habitual que actuaran por medio de extorsiones y excesos, además de responder más a los intereses de los vecinos españoles (Huerta 25).

Si se considera todo lo anterior, el surgimiento de personajes designados como capitanes protectores durante la última década del siglo XVI resulta un tanto contradictoria. Por un lado, estos sujetos ejercieron funciones de gobierno entre los nativos chichimecas que estaban siendo pacificados en la franja fronteriza del norte novohispano, pero además, al ser protectores debían defender a los indios de agravios que comúnmente eran cometidos por autoridades como ellos. Por si fuera poco, no parece que hayan tenido vínculos, ni adscripción al juzgado de los naturales. Su reconocimiento como protectores no parece haber seguido la misma lógica que con los oidores y los abogados de la Audiencia, por ello se hace necesaria una revisión del asunto, para así aclarar el origen y las responsabilidades de este empleo.

El sistema de pacificación para los chichimecas en la última década del siglo XVI

Al iniciar la década de 1580, el territorio septentrional de la Nueva España atravesaba por una creciente ola de violencia, especialmente en el amplio corredor que se forma entre la Sierra Madre Oriental y la Occidental. Los antecedentes de este conflicto se remontan hasta 1530, con las expediciones de Ñuño de Guzmán por el territorio que posteriormente formaría la Nueva Galicia, las cuales dejaron un rastro de enorme devastación; y luego, con la guerra del Mixtón de 1540-1541, en la que se esclavizó a un gran número de indios alzados y rebelados contra los conquistadores hispanos (Assadourian 29,39; Reséndez 76).

Hacia 1550, el problema adquirió nuevas dimensiones, luego de ciertos asaltos y ataques llevados a cabo por guachichiles y zacatecos contra arrieros y comerciantes que transitaban por el Camino Real hacia el importante centro minero de Zacatecas. Estas acciones llevaron a las autoridades hispanas a desarrollar una respuesta militar desmedida, capturando, asesinando y esclavizando a nativos de muy diversos linajes, reconocidos genéricamente como chichimecas, sin importar si estos eran culpables o no.

Dichos grupos solían sustentarse mediante la apropiación de recursos regionales, por medio de caza, pesca y recolección, de manera cíclica y estacional, pero muy pronto limitaron su estadía en los parajes llanos y buscaron refugio en las serranías y sitios de difícil acceso, se dispersaron aún más en cuadrillas y conjuntos pequeños y establecieron alianzas para enfrentar a los españoles y sus aliados indios. En el curso de las siguientes décadas, sus agresiones a poblados, caravanas, haciendas y estancias se volvieron cada vez más violentas y desestabilizaron la región, lo que dificultó la continuidad de las nuevas empresas y negocios hispanos (Carrillo, El debate 618, 692).

Durante años, el gobierno virreinal favoreció la confrontación abierta con estos alzados al apoyar el establecimiento de presidios, pagando soldados y permitiendo que muchos capitanes desarrollaran un lucrativo negocio por medio del apresamiento y la esclavización ilegítima de los chichimecas. El fracaso continuo y el gasto excesivo ocasionado por estas políticas, así como la cada vez mayor urgencia por explotar las vetas mineras, que continuamente aparecían a lo largo de estos territorios, urgía a las autoridades a encontrar una vía definitiva para la pacificación (Ruiz, “Capitán” 31).

En este conflictivo contexto, hubo al menos dos acontecimientos que influyeron claramente en las resoluciones tomadas por el gobierno virreinal. En primer lugar, destacan las propuestas surgidas del Tercer Concilio Provincial Mexicano, de 1585. En esta reunión de prelados, teólogos y provinciales religiosos se declaró ilícita la guerra a sangre y fuego, que validaba la esclavización de los chichimecas3, además, las autoridades eclesiásticas sugirieron la fundación de nuevas poblaciones, con la participación de indios mexicanos y tlaxcaltecas, que orillaran a estos grupos a asentarse de manera definitiva y llevar adelante su conversión al cristianismo (Carrillo, “El poblamiento” 595). Por otro lado, resultó muy llamativa una experiencia exitosa de mediación, realizada por un grupo de capitanes de frontera, que se ganaron la confianza de varios líderes chichimecas. Entre estos mandos militares destacaba la figura del mestizo Miguel Caldera.

Desde 1582 Caldera tuvo a su cargo una milicia de treinta soldados, a la que posteriormente se añadió un grupo de flecheros cazcanes como aliados. En el curso de los siguientes años, este capitán pudo llegar a acuerdos con varios líderes guachichiles haciendo uso del recurso conocido como paz por compra, que consistía en proporcionarles textiles, vestido, comida y algunas herramientas a quienes aceptaran la paz con los españoles. Estos beneficiarios debían asentarse de manera definitiva en lugares donde pudieran trabajar para obtener su sustento, organizarse políticamente y ser doctrinados en la cristiandad, tal como sucedía en las repúblicas de indios del centro de la Nueva España. La estrategia comenzó a rendir frutos entre 1586 y 1588, periodo en el cual Caldera llevó a varios de estos cabecillas ante el virrey para formalizar la paz (Powell, La Guerra 226; Ruiz, “Capitán” 51-52).

Para 1589, el virrey marqués de Villamanrique redujo drásticamente la presencia de soldados españoles en las regiones norteñas, basándose para ello en los resultados positivos de esta práctica de negociación; además, concedió ciertas atribuciones a los capitanes mediadores para cumplir con las demandas de los chichimecas que estaban siendo asentados. En estas condiciones, es posible entender que se hayan otorgado a Miguel Caldera los cargos de alcalde mayor en Jerez y corregidor en Tlaltenango, de modo que se le permitió gobernar y administrar justicia de manera itinerante mientras continuaba sus negociaciones en diversas zonas de la frontera. Al año siguiente, el virrey Velasco le otorgó el nombramiento de “justicia mayor de todas las nuevas poblaciones de chichimecas y tlaxcaltecas”, con la obligación de amparar y defender a los indios recién establecidos en una amplia franja del septentrión de Nueva España y Nueva Galicia (Powell, Capitán 177; Assadourian 138,547; Ruiz, “Capitán” 53).

Con la designación de justicia mayor4, la principal responsabilidad de Caldera se centraba en el ámbito judicial de estos indios que habían aceptado la paz con el rey, así como de aquellos que se habían trasladado hasta esos lugares como colonos y auxiliares en el proceso pacificador. No era gratuito que su nombramiento señalara que debía defenderlos de cualquier agravio y vejación y que podía proceder y castigar a aquellas personas que ocasionaran alzamientos y rebeliones (Powell, Capitán 177). Es lógico que para el desempeño de estos oficios haya necesitado de algún asesor letrado, pero no hay evidencia de ello.

Más allá de la función que cumplió Caldera, o del papel que desempeñaron sus dos sucesores en este cargo5, la historiografía ha atendido menos a otros participantes del sistema de pacificación. Como ejemplo están los colaboradores y subordinados directos de Caldera, muchos de los cuales eran parte de su familia extendida o de su círculo más cercano: entre ellos estuvieron Hernán González, Juan de la Torre y Francisco Gómez, a quienes se dio comisión o nombramiento de caudillos y protectores de los indios de Colotlán, valle de San Francisco o Chalchihuites, respectivamente, con un salario de 500 pesos anuales (Powell, Capitán 178); además, estaban otros ayudantes que cumplían con funciones de labradores, encargados de los almacenes o de la distribución de los bienes.

Quienes resultan de mayor interés son estos capitanes protectores, a los que continuamente se les han atribuido ciertas obligaciones: a) la protección y la defensa de los pueblos pacificados, b) el aprovisionamiento de bienes para la manutención de los indios, c) el apoyo y la instrucción para el cultivo de sus tierras y d) los vínculos de cooperación con los religiosos doctrineros o misioneros (Powell, Capitán 182).

El señalamiento de estos capitanes como protectores ha favorecido que la historiografía los vea inmutablemente dentro del mismo desarrollo de la institución regia que brindaba asesoría legal y defensa jurídica a los indios (Suñe 735-737; Baeza 210; Ríos 181-182), pero esto no parece haber sido así. Inicialmente, estos capitanes fueron comisionados, operadores de la política de pacificación: la protección que brindaban radicó más en preservar y sostener las condiciones materiales suficientes para dar continuidad a los asentamientos indios; en cambio, los asuntos concernientes al ámbito judicial eran resueltos -como ya se dijo- por el justicia mayor. Lo anterior explica el que durante la inspección realizada en estas poblaciones por el juez visitador de los gastos y fronteras, Diego Infante del Águila, en 1603, sus pesquisas se enfocaran solo en determinar si estos capitanes habían entregado el sustento y los suministros acordados a los indios, sin hacer uso indebido de todas estas mercancías, ni cometido fraude contra la Real Hacienda (AGI, C, 851). Al visitador no le importó averiguar si los protectores, subordinados de Caldera, impartían justicia o no, porque eso no les competía.

Otra situación que ha contribuido a los malentendidos sobre la naturaleza de este cargo es que se ha dado por sentado que la instalación de este empleo en diversas provincias norteñas conllevaba las mismas atribuciones, cuando no necesariamente esto funcionaba así. Como ejemplo se encuentra que en el Nuevo Reino de León el cargo se creó en 1714 con la intención de que tuviera facultades judiciales, pretendiendo que los indios quedaran desde entonces fuera de la jurisdicción del gobernador y de cualquier otra justicia; este protector, además, debía actuar como procurador y abogado de los naturales, y así defenderlos en todas sus causas civiles y criminales (Baeza 214). En cambio, en el norte de Sonora, a comienzos del siglo XIX, los protectores de los indios ópatas y pimas debían circunscribirse a sus funciones como representantes legales, sin desempeñar ninguna facultad judicial (J. Torre 197).

Debido a estas diferencias locales, es necesario ir a fondo en cada caso para entender mejor el desempeño de estos personajes, las características de su cargo y cómo sus funciones adquirieron gradualmente matices distintivos. Por ello, en las siguientes líneas se busca resaltar varios de los cambios acontecidos en el ejercicio de los capitanes protectores en la región de la Sierra Gorda, desde la última década del siglo XVI hasta la reorganización del aparato militar promovida por los Borbones en el siglo XVIII, en lo que se evidencia una brecha cada vez más amplia entre las obligaciones del empleo y su práctica cotidiana.

Los capitanes encargados de los chichimecas en la Sierra Gorda occidental

La Sierra Gorda es una porción de la Sierra Madre Oriental, situada a unos 150 km al noroeste de la Ciudad de México, caracterizada por un relieve sumamente abrupto, con gran diversidad de climas y recursos bióticos (Piña y Nieto). Desde las primeras incursiones hispanas, este espacio sirvió como zona de refugio para distintos grupos chichimecas, entre los que se hallaban pames, mascorros, coyotes y samúes. Dado que esta región es sumamente heterogénea, puede decirse que su identidad se basa, sobre todo, en un sustrato cultural y un desarrollo histórico común (García 114-116).

Esta zona serrana fue escenario constante de conflicto con los chichimecas, pero debido a sus colindancias con los valles queretanos y las planicies del Bajío (véase figura 1), que fueron zonas donde muy tempranamente se desarrollaron asentamientos y negocios hispanos, puede decirse que su proceso pacificador antecedió ligeramente al del Altiplano potosino, donde actuó el capitán Miguel Caldera. Por ejemplo, la paz por compra se registra en el pueblo de Xichú de Indios, al menos desde 1584 (AGN, M, 13, f. 121 r.-v.), mientras que en San Luis de la Paz comienza una misión que atiende a guachichiles y guajabanes en 1590, y el año siguiente ya se les entregan rejas para asar, telas y ropa (AGN, AHH, 1513, ff. 68 v.-69 r.; FS, SLPZ-B, 1). En cambio, fue en 1591 cuando un grupo de más de novecientos tlaxcaltecas partió hacia la frontera septentrional para poblar los sitios señalados por Caldera, uno de los cuales daría lugar al establecimiento de San Luis Potosí (Serrano 139).

Fuente: elaboración propia a partir de Lara 38.

Figura 1 Delimitación hipotética para la Sierra Gorda a mediados del siglo XVII 

A diferencia de lo que sucedió en los territorios de frontera que fueron parte de la jurisdicción de Miguel Caldera, la política de pacificación en la Sierra Gorda no tuvo la presencia inicial de los caudillos y protectores. En lugares como Xichú de Indios y San Pedro Tolimán resultó muy común que los alimentos, los vestidos y las herramientas se entregaran directamente a los guardias de los conventos franciscanos locales, forma de proceder que se mantuvo al menos hasta 1605 (AGN, M, 13, f. 121 r.-v.; Powell, La Guerra 290). Para otros asentamientos chichimecas, distribuidos en los partidos de Xichú, San Luis de la Paz y Querétaro, sí existió un responsable de la distribución de mercancías y ayudas, al menos hasta 1606, pero a lo largo de este periodo su empleo es mencionado solamente como capitán encargado (AGI, C, 851, f. 834 r.; AGN, AHH, 1513, f. 125 r.).

Este último resulta de interés especial por las actividades que desarrollaba, pues se involucraba directamente en tres de los cinco aspectos en los que se dividía el aparato gubernamental español: la administración civil (el gobierno), lo judicial y lo militar, asumiendo un papel muy similar al que desempeñaba Caldera como justicia mayor. Los dos primeros capitanes encargados en esta región fueron Diego Peguero (al menos desde 1591 y hasta 1598) y Diego de Vargas (1598-1604), a quienes se asignó un salario anual de 800 pesos de oro común. Solo se conoce el nombramiento de este último, pero su contenido esencial resulta ser el mismo que el del sucesor inmediato de Caldera (AGN, IV, 5517, exp. 29, ff. 4 r.-5 v.; Urquiola, Documentos 54), por lo que puede suponerse un cargo equivalente, aunque en un territorio mucho más acotado. Revisemos algunas de las actividades en los que estos personajes se involucraron.

En primer lugar, para lograr que los chichimecas aceptaran asentarse en un poblado resultaba común que este acuerdo solo se lograra mediante la acción conjunta de religiosos y capitanes que gozaran de la confianza de los nativos. Así lo había propuesto desde 1582 Juan Alonso Velázquez, clérigo beneficiado de la villa de San Miguel, al sugerir la cooperación con una figura reconocida, como la del capitán Diego Peguero (Assadourian 483). No resulta extraño que poco después, como capitán encargado de los indios pacificados, Peguero haya sido parte fundamental para la consolidación de una misión jesuita en San Luis de la Paz, durante casi toda la década de 1590.

Hacia 1599, el método seguía siendo el mismo: el sucesor de Peguero, Diego de Vargas, hacía entradas a territorio serrano en compañía del jesuita Diego de Monzalve (Zubillaga Vil: 245). Algo muy similar sucedió en 1617, cuando el alcalde mayor de las minas de Xichú, Juan de Porras y Ulloa, acompañó a fray Juan Bautista Mollinedo a hacer la fundación del convento y conversión franciscana de Río Verde (Urquiola, El Cerro 14). La lógica consistía en que se procuraba la participación conjunta de autoridades civiles y religiosas y se esperaba que los naturales aceptaran su condición de nuevos súbditos del rey y de neófitos en la cristiandad.

Una vez consolidado el asentamiento, la asimilación de la vida política al modo hispano debió de ser un proceso cotidiano, por lo que es difícil encontrarlo en testimonios; pero una de las manifestaciones públicas más elocuentes podría ser la realización de un viaje y eventual presentación de los indios ante el virrey y besar su mano en la Ciudad de México. Con este acto, los chichimecas se reafirmaban como súbditos de Su Majestad y de paso como nuevos cristianos. Los misioneros jesuitas de San Luis de la Paz dan cuenta de este traslado y de la participación de los indios, a instancias del capitán que se encargaba de ellos en 1597 (Zubillaga V: 434).

A partir del nombramiento de capitán encargado de los chichimecas, otorgado a Diego de Vargas en 1598, es posible conocer varias de sus obligaciones. Esta persona debía asegurarse de que todos los naturales, tanto chichimecas como tlaxcaltecas avecindados con ellos, prepararan sus tierras y las dedicaran al cultivo; además, que se dispusiera y mantuviera en orden un almacén para el resguardo de todos los implementos necesarios y lo que recibían de parte del Gobierno (AGN, IV, 5517, exp. 29, ff. 4 v.-5 r.). De hecho, Vargas intentó mejorar el sistema de abasto de carne, pues esta se entregaba a destiempo al partido de San Luis de la Paz, lo que generaba descontento. Es muy posible que esta zona no representara un gran interés comercial para los ganaderos, ya que hacia el norte podían hallarse otros lugares con mejores condiciones para pastar. Así, su propuesta de nombrar a un gestor que se encargara del problema fue puesta a discusión por el Gobierno virreinal (AGN, J, IV, 56, exp. 13; Ocampo 35).

En cuanto a la administración de justicia, el capitán debía conocer las causas y los negocios efectuados entre los indios, así como los que se llevaban a cabo con los españoles. En este sentido, pudo ser muy común que interviniera cuando algún natural decidía trabajar en las minas del cercano Real del Palmar de Vega, a escasos 8 km de distancia, pues esto comenzó a ocurrir al menos desde 1595 (AGN, IV, 5517, exp. 29, ff. 4 r.-5 v.; FS, SLPZ-B, 1).

Con respecto a la defensa de los naturales, el nombramiento de 1598 presenta el mismo texto que el del justicia mayor Miguel Caldera, y los amparaba

[...] de cualesquier agravios e vejaciones que se les pretendan hacer por cualesquiera personas, procediendo contra los cuales y contra los que fueren causa de que se vuelvan a alzar y revelar, castigándolos breve y sumariamente como caso de corte y usanza de guerra [...] (AGN, IV, 5517, exp. 29, f. 4 v.; Powell, Capitán 177)

En este sentido, Diego Peguero tomaba muy en serio su papel, pues en 1594 consideró que no debería hacerse merced al minero Cristóbal de Oñate para fundar una venta en los alrededores del pueblo de Xichú de Indios, pues esto provocaría “[...] quitarles el sustento de sus personas y casas y ocasiones, cosa que no puedan vivir y conservarse en su natural” (AGN, I, 6,1.a pte., exp. 710). Lo anterior sugiere una defensa activa de los intereses de los indios, porque generalmente los alcaldes o corregidores solían dar una opinión favorable a los españoles que pedían tierras, con tal de recibir más pagos por la realización de diligencias. Además, este no fue un caso aislado: Peguero negó el otorgamiento de mercedes, al menos en tres ocasiones más (AGN, I, 6,1.a pte., exp. 66 y 1009; AGN, I, 6, 2.a pte., exp. 1084).

Por último, debe señalarse que la vertiente defensora de estos capitanes cobró una importancia especial en la transición al siglo XVII, pues en aquellos años se volvió a experimentar una notable inestabilidad en buena parte de la Sierra Gorda. Los principales blancos, atacados por grupos de chichimecas alzados, fueron los reales mineros y las haciendas de beneficio, muy posiblemente por los abusos y los trabajos forzados que pudieron imponerse a los indios. Tanto Diego Peguero como Diego de Vargas recibieron instrucciones, en varias ocasiones, para capturar a grupos de salteadores, sobre todo provenientes del Cerro Gordo; debían levantarles causas por sus excesos cometidos y remitirlos a la ciudad de México, donde se determinarían sus condenas (AGN, I, 6,1.a pte., exp. 932; AGN, 5517, exp. 29, f. 5 v.-6 r.; AGN, GP, 6, exp. 527).

El tercero y último de estos capitanes encargados, Juan de Vergara Osorio, también tuvo una activa participación en las persecuciones de chichimecas alzados, pero sobretodo con los que acostumbraban actuar entre San Luis de la Paz y la zona de Río Verde. Su desempeño se sitúa entre 1604 y al menos 1615, cuando ya quedó registrado como capitán protector y justicia mayor, y sus atribuciones quedaron nominalmente más claras que en el caso de sus antecesores, aunque con un sueldo más bajo: 600 pesos anuales (AGN, IV, 3036, exp. 9; AGN, IV, 3538, exp. 40, f. 6 r.; AGN, IV, 3840, exp. 45; AGN, M, 30, ff. 141 r.-142 r.; AGI, 230, n.° 4).

Los cambios posteriores: capitanes protectores

Ya se ha señalado que, a pesar de las soluciones que podían aportar a la problemática chichimeca, ni el cargo de capitán encargado ni el de capitán protector tuvieron una presencia generalizada. En la zona de Río Verde, por ejemplo, el establecimiento de varias conversiones franciscanas se consolidó desde 1617, entonces pasaron a conformar una custodia en 1621, fecha desde la cual parece haber un capitán protector para amparo y gobierno de los indios (Carrillo, Michoacán 529).

En la porción central y sureste de la sierra, donde se encontraba el Cerro Gordo, que le dio nombre a toda la región, hubo un primer intento para su instalación en 1614. En ese entonces, Juan Paes, un minero de la zona, hizo una petición al virrey para desempeñar la responsabilidad de capitán protector; al parecer esta fue la primera ocasión en que se hizo alusión a su presencia en esta área. La respuesta dependía de la información que el alcalde mayor de Escanela remitiera sobre este asunto particular, por lo que no es seguro que la solicitud se haya concedido en aquel momento (AGN, IV, 6668, exp. 18).

Al parecer fue hasta el comienzo de la década de 1640 cuando el empleo de capitán protector de los indios del Cerro Gordo sí se autorizó y se otorgó de manera efectiva, cuando fue asignado a Lázaro Sánchez, un vecino de la recién fundada villa de Cadereyta, situada en la falda sur de la serranía. No resulta claro cuánto tiempo ejerció sus obligaciones este capitán, pero en determinado momento suplicó al virrey que se nombrara alguien más para el puesto, pues reconocía muchos inconvenientes, ya que

[…] el que usare el dicho oficio de capitán conviene no sea vecino de dicha provincia, ni que tenga dependencia de nadie, ni hacienda de ganados en dicha Sierra Gorda, para que pueda atender a la quietud de dichos indios y ejecutar libremente los medios que para ello viere que conviene. (AGN, IV, 5783, exp. 9)

Con su declaración, Lázaro reconocía que era necesario no estar influido por intereses personales inmediatos para desempeñar adecuadamente el cargo y por tanto renunciaba. Este caso contrasta totalmente con el del protector Gaspar de los Reyes y Fernández de Acuña, que entre 1683 y 1692 arrendó tierras y adquirió propiedades en las cercanías de Tula y la misión de Alaquines, al norte del Río Verde, cuya posición le permitía dar el visto bueno para la obtención de nuevas estancias, señalando que no existían poblaciones que resultaran afectadas, aunque hubiera chichimecas en esos sitios (Rangel 96).

Lo anterior resulta muy sintomático de lo que fue la principal inclinación y desvío de los protectores a lo largo de todo el siglo XVII: obtener un beneficio personal, aun a costa de sus propios protegidos. Sin duda, la gran dificultad para que los capitanes pudieran preservar de manera efectiva las condiciones de subsistencia de los chichimecas consistía en ir en contra del círculo social del que ellos formaban parte. Por ejemplo, en los pueblos de San Luis de la Paz, Tierra Blanca y Xichú de Indios hubo capitanes protectores, como Juan Frías Valenzuela (al menos entre 1617 y 1620) y Gonzalo de Ugarte (1617-1622), que también se desempeñaron como mineros en el real del Palmar de Vega durante la década de 1620. Esta duplicidad de actividades les facilitaba poder completar su plantilla de trabajadores, de manera más fácil que otros mineros, pues podían persuadir o coaccionar fácilmente a los indios (AGN, IV, 3538, exp. 40; FS, SPP-B, 1).

Otro factor que debió incidir en la actuación de los capitanes fue el salario que percibían. Ya se ha mostrado que el sueldo de los capitanes en el occidente serrano bajó, de 800 a 600 pesos anuales, en un lapso de casi veinticinco años. Se puede situar esta percepción entre los 500 asignados al capitán de la villa de Saltillo en 1643 y los 700 pesos del protector de Nuevo León en 1720, pero, adicionalmente, debe considerarse que estos pagos tardaban en ser devengados y, en varias ocasiones, estos hombres ya habían desembolsado cantidades similares en gastos propios de sus cargos (AGN, IV, 5517, exp. 29, f. 5 r.; AGN, RCOD, D49, exp. 322; Baeza 217). También es posible que la fuente de financiación para los sueldos haya cambiado con el tiempo, pues en 1620 el alcalde mayor de las Minas de Xichú solicitaba que le dieran la jurisdicción de los pueblos administrados por el protector, pues en ellos su capitán solía cobrar tributos. Es muy posible que las percepciones de ambas autoridades hubieran disminuido considerablemente, pues se trataba de jurisdicciones con poca población (AGN, RCOD, D16, exp. 251; Sánchez 37)

Acerca de este mismo punto, vale la pena regresar a los protectores Gonzalo de Ugarte, de San Luis de la Paz, y Juan de Frías Valenzuela, para Tierra Blanca. En ambos casos, sus nombramientos (1619 y 1622) muestran pocas diferencias con respecto a las atribuciones de los primeros capitanes encargados, excepto en los casos que tuvieran relación con las haciendas de minas, en los cuales los protectores ya no debían tener injerencia, de modo que pasaron a ser vistos por el alcalde mayor en turno. Además, a estos dos protectores ya no se les señaló sueldo alguno, situación que se mantuvo así para sus sucesores (AGN, IV, 3538, exp. 40, f. 6 r.-v.). Esto último ya es una diferencia notable en relación con varias provincias de Nueva Vizcaya y Nueva Galicia, donde el cargo se mantuvo con salario, al menos durante el siglo XVII y buena parte del XVIII (AGN, T, 2941, exp. 142; AGN, RCOD, 16, exp. 425; AGN, RCOD, 18, exp. 379, 479 y 522; AGN, RCOD, 48, exp. 86 y 119).

De conformidad con estos cambios, al menos en el occidente de la Sierra Gorda, parece que los capitanes protectores quedaron gradualmente relegados en su importancia y que en la práctica asumieron un papel cada vez más cercano al de los tenientes de alcalde mayor; este es el caso de Juan Núñez de Esquivel, quien en 1634 participó en una diligencia para informar la pertinencia de una merced de tierras a un minero local (Ramírez 210-212), un procedimiento rutinario en el cual ya no solía ponerse objeción alguna. Así, se abría una brecha, cada vez más grande con respecto a las decisiones que solían tomar capitanes encargados. Adicionalmente, si la jurisdicción mantuvo una baja población durante estos años, como lo sugieren varias fuentes, esto pudo servir de justificación al virrey y a la Real Hacienda para eliminar el pago de este oficial de justicia, lo que inevitablemente los hizo más vulnerables.

Para aquellos momentos, tampoco resulta extraño que los capitanes protectores aparecieran cada vez más vinculados con los grupos de poder locales; por ejemplo, en 1645 el minero y criador de ganados Juan de Frías Valenzuela le otorgó un poder especial al protector de Tierra Blanca, Luis de Tovar y Torres, para que en su nombre pudiera representarlo en sus negocios, solicitar créditos y liquidarlos (AHQ, FU, 2, p. 638).

Solo fue cuestión de tiempo para que los cargos de mayor importancia, dentro del mismo distrito, se reunieran en una misma persona. En 1676, Agustín de San Cristóbal Palacios fue nombrado alcalde mayor del partido de las Minas de Xichú, con atribuciones adicionales de “capitán a guerra y protector del dicho partido y sus rancherías” (AGI, I, 127, n.° 94). Al estar aún más involucrado con el sector hispano de la región y quizá con sus actividades productivas, la defensa de los indios quedaba todavía más en entredicho.

En cuanto a la porción central y sur de la sierra, el otorgamiento del puesto de protector también adquirió matices particulares. En el último tercio del siglo XVII aún permanecían varios grupos de chichimecas, algunos identificados como mascorros, jimpeces o jonaces, que acostumbraban trabajar ocasionalmente en carboneras, matanzas de ganado menor o hasta en haciendas de minas, en poblaciones de españoles como Zimapán o Cadereyta. No obstante, muchos de ellos se negaban a asentarse de manera definitiva y eventualmente tenían problemas con los diversos hacendados y mineros de estos partidos por los abusos que recibían de ellos. De esta problemática derivaban, con frecuencia, asaltos, alzamientos y ataques a las unidades productivas y a sus medios de transporte, que paralizaban las actividades y generaban un desabastecimiento generalizado (AGN, C, 502,3.a pte., ff. 288-315).

En este estado de las cosas, el desempeño del capitán protector del Cerro Gordo era fundamental para mediar y mantener la paz en la región, no solo al favorecer los asentamientos de los indios, sino al garantizar que estos pudieran integrarse al resto de la sociedad a través de las vías que ellos ya habían elegido: el comercio y el trabajo por temporadas. Del mismo modo que en la porción serrana occidental, estos capitanes tampoco gozaban de sueldo; el cargo era honorífico y los gastos que se desprendieran de su ejercicio corrían por cuenta propia. Bajo ese tenor, los únicos con el suficiente caudal para tomar una responsabilidad de ese tamaño eran los hacendados, mineros y criadores de las jurisdicciones comprendidas en la sierra.

El ejemplo más claro de los perjuicios que causaba esta situación fue la actuación como protector de Jerónimo de Labra el Viejo, quien provenía de una familia de mineros y ganaderos de la zona de Zimapán y con frecuencia participaba en las entradas punitivas organizadas por los vecinos del real, a manera de venganza contra los chichimecos serranos, luego de que estos hicieran algún atraco en las cercanías. Estas acciones de “pacificación” eran interpretadas como una defensa de la tierra y el honor, pero a su vez eran servicios que se prestaban a Dios y al rey, por tanto, se hallaban plenamente justificadas (Ruiz, “A su costa” 107).

En una de estas acciones, hacia 1665, Labra descubrió varias vetas en el Cerro Gordo y puso su empeño en trabajarlas, abrir camino hacia ellas y beneficiar sus metales. También consintió que varias cuadrillas de chichimecas se establecieran en las cercanías. Para garantizar el orden mantuvo de su bolsa un agrupamiento de veinticinco soldados. El virrey le otorgó como merced el título de capitán protector de Sierra Gorda durante el año 1670 (BNM, AF, caja 45, n.° 1044.2; AGN, T,2972, exp. 136).

En su nombramiento de capitán protector sigue percibiéndose -como en los de sus antecesores- una preocupación de las autoridades virreinales por defender los asentamientos chichimecas, pero en esta ocasión con cierto énfasis en el uso de los recursos militares que anteriormente no se destacaban:

[...] mando que como tal capitán, en las facciones que se ofrecieren contra los indios enemigos del Cerro Gordo, podáis salir y salgáis con la gente que os pareciere y de ella nombraréis en las dichas ocasiones, cavos de cuadrillas, señalando puestos y poner postas y vigías, dándoles las órdenes que os pareciere [...]. (AGN, T, 2972, exp. 136, f. 3 v.)

En cambio, se omiten otras responsabilidades que podrían parecer esenciales y darían mayor cohesión a los indios y su encargado: no se señala ya el conocer de los negocios entre ellos, ni instruirles en la vida política.

En los años siguientes, Labra se dedicó a acrecentar sus haciendas de minas, aprovechando a los trabajadores chichimecas, ya que fácilmente podía retenerlos, coaccionarlos o reprimirlos, de ser necesario. Su ejemplo fue seguido a lo largo de los siguientes cuarenta años, no solo por sus hijos, sino por diversos mineros de la región que combinaron con eficacia el poder político, su posición hegemónica y el clientelismo para poder acaparar la poca y disputada mano de obra disponible en la región (Sánchez 133-138, 172-174).

Finalmente, para contrastar esta situación, vale la pena mencionar lo acontecido por esos años en la colindancia norteña de la Sierra Gorda. Hacia 1681, en una información remitida al obispo de Michoacán por los religiosos franciscanos asistentes de la Custodia de Río Verde, se dio cuenta de la inutilidad total del empleo de capitán protector en esos pueblos de doctrina. Los frailes reconocían que inicialmente fue provechosa la existencia de esta autoridad, cuando los nativos estaban recién asentados y era necesario ampararlos de ataques y hostilidades; sin embargo, explicaban que al menos desde 1650 las generaciones de chichimecos, tanto pacíficos como alzados, prácticamente se acabaron. Algunos habitantes de estas localidades aún eran indios, pero su presencia ya no justificaba el gasto de 500 pesos que cada año se daba como sueldo a este encargado (Carrillo, Michoacán 529).

Conclusiones

En este artículo se ha buscado resaltar en todo momento las múltiples vías por las cuales las instituciones se transforman, se trasladan de lugar y tratan de responder a una realidad social que aparenta salirse de control. Estas soluciones cobraban más sentido cuando se atendía a una parte significativa de la sociedad y asimismo podían satisfacer las expectativas de la Corona. Borah lo expresa claramente cuando apunta que el pensamiento español pasó de debatir cómo conservar el modo de vida de los indios a aplicar una protección jurídica y social que ya se hallaba establecida en Europa para los miserables (Borah, El Juzgado 94). Si bien esta política protectora sirvió para imponer límites claros a la voracidad de los encomenderos, también pudo favorecer que tanto indios como nuevas generaciones de hispanos pudieran incorporarse menos dolorosamente a la nueva sociedad en formación.

Con respecto a la naturaleza y la caracterización inicial del empleo de capitán protector en las fronteras septentrionales novohispanas de finales del siglo XVI, queda claro ahora que este oficio no guardó un vínculo tan directo con la institución protectora que el Gobierno virreinal ejecutaba mediante el Juzgado General de Indios; más bien, se hallaba en la misma lógica del sistema de gobierno provincial, que por ese entonces también atravesaba por sus propios ajustes.

El capitán protector surgió entonces como parte del sistema de pacificación que mediaba y negociaba con los chichimecas, pero como un garante de la validez de esos acuerdos, en tanto que el ámbito de la administración de justicia fue atribución exclusiva de las justicias mayores, manteniéndose así en numerosos casos. Sin embargo, las condiciones sociales y políticas tan diversas, presentes en los diferentes distritos norteños, pudieron dar lugar a numerosas variaciones en la concepción de este empleo y sus facultades. Muchos de estos casos apenas están siendo abordados por los investigadores.

En el ámbito de la Sierra Gorda hubo dos sucesos principales que afectaron notablemente la eficacia, los métodos y los objetivos de los capitanes protectores. El primero es la pérdida de su goce de sueldo hacia 1617; el segundo, el aprovechamiento discrecional de los indios como mano de obra para empresas y negocios personales. Este último fenómeno pudo suceder casi desde los primeros años de la pacificación, pero se manifestó de manera más evidente y problemática a partir de la década de 1620 en la porción occidental serrana; de 1650 en el Río Verde y por lo menos desde 1665 en las inmediaciones del Cerro Gordo.

Sin duda, las condiciones sociales de cada espacio influyeron notablemente en la utilidad u obsolescencia del oficio de capitán protector conforme pasaron los años. Más allá de ello, los ajustes que este cargo más requería consistían en solventar, de manera efectiva, los conflictos de interés con los grupos de poder locales, pero esto sucedió de manera muy parcial hasta bien entrado el siglo XVIII, cuando los nombramientos quedaron sometidos a la autoridad del teniente de capitán general José de Escandón, quien puso en marcha una reorganización de las milicias en toda la región.

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3Esta denominación permitía que los soldados españoles pudieran capturar, esclavizar o incluso matar a sus enemigos, comúnmente por oponerse a la enseñanza y la consolidación de la fe cristiana; durante el reinado de Felipe II este recurso seguía empleándose en Andalucía (Bravo 320; Reséndez 95).

4La definición del empleo de justicia mayor ha tenido interpretaciones diversas: en ocasiones ha sido considerado como aquel que detenta el ejercicio de la justicia ordinaria en las provincias novohispanas (Jiménez 60-61); como un cargo jerárquicamente superior a los alcaldes mayores, con los que colaboraba estrechamente (López 242); o como un oficial que atendía lo meramente judicial, en lugar del gobernador provincial (Borah, “Los auxiliares” 62).

5Luego de Caldera, hubo solo dos capitanes más con el nombramiento de justicia mayor de las poblaciones chichimecas: Gabriel Ortiz de Fuenmayor, entre 1597 y 1617 (Urquiola, Documentos), y Pedro Arizmendi Gogorrón, de 1617 a 1622 (AGI, P, 87, n.° 3, ramo 1). Posteriormente, el empleo de justicia mayor continuó, pero no con una jurisdicción territorial tan amplia.

1Licenciado en Arqueología por la Escuela Nacional de Antropología e Historia y doctor en Historia por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). En la actualidad es docente en la Facultad de Estudios Superiores Acatlán, de esa misma universidad. Participa en varios proyectos enfocados en la minería y los pueblos indios, dentro del ámbito de los mundos ibéricos de los siglos XVI-XVIII.

2Doctor en Historia por la UNAM, investigador titular del Instituto de Investigaciones Históricas (IIH) de esa misma universidad, donde se desempeña como profesor de licenciatura y posgrado, además de tutor de diversos programas de posgrado. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACyT), y autor de varios libros y artículos sobre la religión indígena y la Iglesia católica en Nueva España.

Recibido: 28 de Febrero de 2022; Aprobado: 05 de Julio de 2022

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