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Fronteras de la Historia

Print version ISSN 2027-4688On-line version ISSN 2539-4711

Front. hist. vol.28 no.1 Bogotá Jan./June 2023  Epub Jan 01, 2023

https://doi.org/10.22380/20274688.2361 

Selección especial

Gobernadores, capitanes de presidio y misioneros jesuitas en las puertas del septentrión novohispano. La presencia del protector de indios en el territorio del Gran Nayar (siglo XVIII)

Governors, Presidio Captains and Jesuit Missionaries at the Gates of the Novo-Hispanic North. The Presence of the Protector of Indians in the Territory of Gran Nayar (18 th Century)

Ismael Jiménez Gómez*  1

*Universidad Nacional Autónoma de México ismael050894@gmail.com https://orcid.org/0000-0003-0900-9311


Resumen

El presente artículo tiene el objetivo de analizar la funcionalidad que tuvieron los capitanes y los protectores de indios en el proceso de conquista y pacificación del territorio conocido como el Gran Nayar, ubicado en el septentrión novohispano, durante el siglo XVIII, y las relaciones que establecieron con ciertos actores eclesiásticos, en especial con misioneros jesuítas. Se busca resaltar aquellos factores geográficos e históricos, las necesidades y los intereses de las autoridades locales que definieron la labor ejercida por estos funcionarios jurídicos en un territorio de frontera. Un aspecto determinante se centra en las funciones que podían ejercer estos individuos como gobernadores, protectores y capitanes de presidio. Para lograr el objetivo de este escrito se desarrollan cuatro apartados: ubicación geográfica y jurisdicción del Nayar, la figura del capitán protector de indios en el norte novohispano, la conformación de la protectoría de indios y las relaciones establecidas entre indios, misioneros jesuítas, capitanes protectores y de presidio.

Palabras clave: protectores; jesuitas; indios; Gran Nayar; norte novohispano

Abstract

The purpose of this article is to analyze the functionality of the captains and protectors of Indians in the process of conquest and pacification of the territory known as Gran Nayar, located in the Novo-Hispanic Septentrion, during the eighteenth century, and the relationships they established with certain ecclesiastical actors, especially with Jesuit missionaries. We seek to highlight those geographical and historical factors, needs, and interests of the local authorities that determined the work performed by these juridical officials in frontier territory. A key aspect focuses on the functions that these individuals could exercise: as governors, protectors, and presidio captains. To achieve our task, four sections are developed: geographical location and jurisdiction of the Nayar, the figure of the captain protector of Indians in the novohispanic north, the conformation of the protectoria of Indians, and the relationships established between Indians, Jesuit missionaries, protector and presidio captains.

Keywords: protectors; jesuits; indians; Gran Nayar; Novo-Hispanic north

A la memoria del Mtro. Kinich Emiliano García Flores, especialista de la historia jurídica indiana

Introducción

El 9 de mayo de 1767 Andrés Cavo Franco, misionero jesuita de la provincia de San Joseph del Gran Nayar, escribía una carta dirigida al visitador Bartolomé Wolff en la que recogía una serie de denuncias en contra del capitán protector de indios Manuel Antonio de Oca, responsable de la administración del presidio de San Francisco Xavier de Valero. Las quejas eran variadas: incitaba a los indios a rebelarse en contra del sistema misional establecido por los “hijos de Loyola”, dejaba en libertad a aquellos “cabecillas” que transgredían el orden civil y religioso, descuidaba a los soldados que habitaban en el presidio y establecía precios excesivos a los productos de primera necesidad para su sustento (AHPM, C, 40, 1610). En síntesis, el misionero lo tachaba de soberbio.

El caso citado representa un ejemplo de los constantes conflictos en las relaciones forjadas entre misioneros, indios y capitanes protectores en la sierra nayarita. Sin embargo, esto no fue siempre así. Desde las últimas décadas del siglo XVII y primeras del XVIII las autoridades del Virreinato de Nueva España consideraron necesaria la consolidación de una figura jurídica que hiciera posible lo que en años anteriores había sido negado: la conquista definitiva del territorio conocido como el Gran Nayar, ubicado en los límites jurisdiccionales del Nuevo Reino de Galicia y habitado por parcialidades de indios coras, huicholes y tecualmes. Ante el fracaso de la vía armada, se intentó establecer una política de pactos, por medio de un sistema endeble de encomiendas y el establecimiento de misiones franciscanas, administradas por las provincias de Santiago de Xalisco y San Francisco de Zacatecas, y jesuitas, dirigidas por la provincia mexicana de la Compañía de Jesús. Sin embargo, un aspecto determinante que se ha estudiado poco en esta región es la figura y la participación del protector de indios en el proceso de pacificación de la sierra nayarita.

Al igual que en otras regiones del norte novohispano, esta institución jurídica manifestó ciertas peculiaridades derivadas de la casuística y las necesidades que iban surgiendo. Las funciones de los capitanes protectores pueden resumirse de la siguiente manera: la administración de los cuerpos de milicia en presidios, el establecimiento de pactos de paz con los indios, la participación en el proceso de extirpación de los cultos idolátricos en compañía de los misioneros y el uso de la fuerza armada para apaciguar a los indios.

Las siguientes páginas tienen el objetivo de analizar las particularidades y las funciones ejercidas por el protector de indios en la sierra del Nayar, haciendo énfasis en algunas décadas del siglo XVIII, derivado de la disponibilidad de las fuentes con las que se cuenta: 1720, periodo caracterizado por la participación de cuerpos de milicia en la conquista militar del territorio serrano; 1730-1740, etapa de una relativa consolidación de las misiones jesuíticas y caracterizada por la participación de los capitanes protectores en breves campañas de extirpación de idolatría, y 1760, decenio en el que se acentuaron los mayores conflictos entre los jesuitas y los capitanes de presidio.

Ubicación geográfica y jurisdicción del Gran Nayar

El Gran Nayar se encuentra enclavado en la Sierra Madre Occidental en el interior de un espacio serrano ubicado al oriente de Jalisco y al occidente de los actuales estados de Durango y Zacatecas. Entre los años de 1524 y 1531 tuvieron lugar las primeras expediciones españolas en territorios adyacentes a la sierra, las cuales tenían el objetivo de iniciar el poblamiento más allá de las fronteras conocidas. Una de las fundaciones más importantes fue la villa de Compostela, establecida por Ñuño de Guzmán, la cual se conformó como la primera capital del Nuevo Reino de Galicia.

Las primeras descripciones que dan cuenta de la existencia del Nayar fueron realizadas por el conquistador Guzmán y sus huestes, quienes la calificaron como una región “áspera”, compuesta por barrancas y despeñaderos, de “mal comer y de malos caminos”, no aptas para el tránsito con caballos y pobladas por unos pocos indios rebeldes y gentiles; en síntesis, era una tierra que ofrecía pocas riquezas y atractivos a los colonos españoles (Güereca, “Misionar” 285). El historiador Matías de la Mota Padilla mencionaba en su Historia de la Conquista de la Nueva Galicia ([1742] 1870) que:

Desde el año de 1542, que el señor virrey D. Antonio de Mendoza ¡lustró el reino de la Nueva Galicia con su persona, bajando de los cerros de Coynan, Nochistlán y Mixtón, los indios que sublevados hostilizaban la tierra, se retiraron muchos rebeldes a la sierra del Nayarit, que está en el centro de dicho reino de la Galicia. Es áspera por la profundidad de sus barrancos y por lo intrincado de sus riscos, tanto que en dos siglos se ha dificultado su allanamiento, y ha sido albergue de la gentilidad y refugio de los malvados apóstatas, que son los que han impedido la reducción de los gentiles. (458)

Para el siglo XVIII, este territorio sería reconocido bajo tres nombres distintos: provincia del Nayarit, San Joseph del Gran Nayar o Nuevo Reino de Toledo (Gutiérrez 23). En términos jurídicos, los responsables de administrar los recursos y las fuerzas militares presentes en la provincia asumirían el título de “gobernador, protector y teniente de capitán general del Nuevo Reino de Toledo”, otorgado por el virrey de México (Gerhard 145). Por las características peculiares de este territorio, la figura del protector de indios gozaría de gran relevancia, derivado de la necesidad de mantener el orden civil en una región diversa. Sin embargo, la preponderancia que tendría dicho cargo se vería reflejada sobre todo en los primeros años posteriores al proceso de conquista militar, como se verá más adelante.

Las funciones jurídicas del protector de indios en el norte novohispano

Desde la segunda mitad del siglo XX los estudios historiográficos que abordan la figura del protector de indios o naturales lo han hecho de forma casi periférica, es decir, no representan el actor principal de análisis. El historiador peruano Javier Saravia destaca dos enfoques de investigación desde los cuales se han articulado los trabajos más reconocidos: el político, centrado en la revisión de su funcionamiento demandado por las instituciones coloniales, y el social, que aborda la figura del protector a partir de las distintas variantes que conformaban su actuación derivada de la casuística y las circunstancias particulares (1).

Sobre el origen de esta institución jurídica, los especialistas se han limitado al contenido del capítulo noventa de la Historia de las Indias, donde el dominico Bartolomé de las Casas afirmaba ser el “protector universal de todos los indios de las Indias” (Cunill). Esta es la razón principal por la cual el obispo de Chiapas fue considerado por la historiografía “el primer defensor de indios en la historia de América”. La palabra defensor suele referirse a una supuesta actitud benevolente de los religiosos hacia los indios. Así, la designación de defensores civiles representó una forma de actualizar el vínculo entre los indios y el rey, y creó un contrapeso entre el poder eclesiástico y el civil (Cunill). De acuerdo con Constantino Bayle, al protector se le identificaba como abogado total o como un “cauce de correcciones y vigilancia del complejo aparato institucional indiano” (66). Podían ser sustitutos directos de los encomenderos, pues eran los responsables de supervisar la reducción y la educación de los neófitos. Enfatizando el carácter jurídico, la razón principal de la implementación de la Protectoría de Naturales en el Nuevo Mundo estuvo cifrada en la concepción paternalista que el rey tenía sobre sus súbditos, en su categoría de “miserable” (Bonnett 17).

En el caso del que se ocupa este escrito, el cargo de protector iba adjunto al de capitán de guerra, por lo que usualmente eran conocidos como capitanes protectores. Para explicar el origen y el sentido que tuvo esta institución jurídica en el norte novohispano debe señalarse que la Corona española no pudo impedir la formación y el ascenso de una clase gobernante novohispana, relativamente independiente, como consecuencia del escaso control civil que se hacía sobre la región. De este modo, la autoridad real declinó sus funciones de forma paulatina, y el poder político sobre la provincia pasó cada vez más a las manos de las oligarquías regionales, representadas por hacendados, comerciantes y mineros (Shadow 42). De igual manera, Carlos Ruiz Medrano, entiende el concepto de frontera como:

[...] un ribazo territorial con un estatus jurídico particular [...] concebido como un espacio de ruptura y de cambio social con zonas de convergencia y transición propicias para la resistencia, la violencia y la coerción sobre los grupos étnicos, e instituciones de gobierno delineadas bajo características militares. (Ruiz 201)

Esta propuesta ayuda a comprender las razones por las cuales la figura jurídica del capitán protector se consolidó en el septentrión novohispano.

Los orígenes del establecimiento del capitán protector en los territorios norteños se remontan a los últimos decenios del siglo XVI, en el contexto de la política de pacificación implementada por el virrey Luis de Velasco el Mozo para poner fin al famoso conflicto conocido como la guerra Chichimeca. En la década de 1590 se nombraron “capitanes amparadores de indios”, a quienes les competía la defensa de los naturales en los procedimientos criminales, vigilar que no se les dañaran sus privilegios sobre tierras y derechos de aguas, así como abastecerlos con alimentos, ropas y herramientas (Güereca, “Sin vulnerar” 62). Beatriz Suñe Blanco acuña el término de capitanes protectores de frontera, pues representaban la autoridad máxima por medio de la figura de un militar con jurisdicción especial sobre los indios y en cooperación estrecha con los religiosos encargados de la evangelización (Saravia 59).

A fines del siglo XVI se instituyó el cargo de protector de indios en las fronteras de San Luis Potosí, Saltillo y Colotlán. Esto representó uno de los mecanismos ideados por la Corona para afianzar la pacificación de los territorios norteños, en conjunto con el traslado de indios tlaxcaltecas del centro de México que colaboraran en la pacificación de los indios chichimecas. De igual manera, con estos asentamientos se buscaba fomentar la economía regional, establecer un sistema de defensa contra los indios “bárbaros” y ayudar en el proceso de cristianización de los que se encontraban reducidos. El objetivo principal era que el protector se consolidara como “una figura competente, encargada de administrar bienes y alimentos a cambio de mantener la armonía, pero también capaz de brindarles garantías en cuanto a amparo y protección” (Ríos 174). En términos generales, el cargo jurídico era reiterado de forma anual o bienal, según las necesidades locales y la relación que la Corona mantenía con los solicitantes; la asignación de su salario anual oscilaba entre 300 y 500 pesos de oro común (Ríos 176).

Uno de los personajes más destacados en recibir el título de protector fue el capitán mestizo Miguel Caldera, quien tenía larga experiencia y relaciones con los diversos grupos indígenas en la región de Nueva Galicia. En 1582, en el contexto de las presiones estancieras para aumentar el número de los soldados en la frontera norte, Caldera obtuvo del virrey Conde de la Coruña el nombramiento de capitán con cargo a la Real Hacienda a razón de 600 pesos de oro común al año. Su nombramiento marcó un antecedente en la región septentrional del virreinato novohispano, ya que, a partir del siglo XVII, el delegado del virrey empezó a ser llamado “capitán protector y justicia mayor de las fronteras de San Luis Colotlán y sierra de Tepeque”, además de que detentaba el título adicional de “teniente de capitán general” (Güereca, “Sin vulnerar” 63).

Establecido a finales de la década de 1580, el gobierno de Colotlán, ubicado entre las villas de Jerez y Tlaltenango, poseía como funciones principales la protección de los asentamientos españoles y los caminos de plata de las incursiones de los indios bárbaros, principalmente los que habitaban en la sierra del Nayar, y la administración de los indios sedentarios de la región (Shadow 42). Cabe mencionar que, a pesar de que el presidente de la Real Audiencia de la Nueva Galicia reconoció la autoridad plena del virrey sobre esta jurisdicción, no dejó de considerar al territorio como parte de su jurisdicción (Stangl, “‘¿Provincias?’” 170).

Durante el siglo XVIII todos los pueblos de indios sujetos al “capitán protector, justicia mayor y amparados de los indios de la frontera de San Luis Colotlán, Sierra de Tepeque, Huejuquilla, Tesompa y San Andrés de Teúl”, entre los que se encontraba la región del Nayar, gozaban de un estatus especial: estaban exentos del pago de tributo, el cual se conmutó por servicio militar. Sus causas, tanto civiles como criminales, eran juzgadas en primera instancia por el capitán protectory en segunda por el virrey de México (Güereca, “Sin vulnerar” 64). Puede concluirse que la creación de la jurisdicción de Colotlán surgió como una estrategia de establecer pueblos de indios responsables de contener las entradas invasoras de los indios serranos y proporcionar auxilio a algunos ataques que padecían los pueblos y caminos hacia Zacatecas. En lugar de contribuir con tributo en especie, lo hacían mediante el servicio de las armas; se conformaron cuerpos milicianos de indios flecheros que vigilaban los caminos, patrullaban los pueblos en las noches y apoyaban las entradas de pacificación (Güereca, “La tenencia” 116). El nombramiento de capitán protector recayó en militares españoles de bajo rango designados por el virrey, quienes además de encargarse de hacer llegar los bastimentos y las provisiones con que se apoyaba a las congregaciones de reciente creación, tenían a su cargo “el amparo, conservación y defensa de los indios congregados y reducidos de paz” en los pueblos de la frontera de Colotlán, así como de los que en adelante se formaran (Güereca, “La tenencia” 113).

Las funciones del protector de indios en el proceso de conquista del Gran Nayar

El establecimiento de misiones franciscanas, la presencia militar organizada en los presidios, la conformación de milicias más profesionales y el paulatino crecimiento de la población española y mestiza se conformaron como aspectos fundamentales del proceso de transformación de los territorios nativos del Septentrión novohispano, principalmente en espacios de vida sedentaria (Sheridan 20). En relación con el asunto de la organización militar, la existencia de un capitán protector en las fronteras de Colotlán permite argumentar que en las inmediaciones del Nayar la figura de dicha autoridad era ampliamente conocida (Güereca, “Sin vulnerar” 62). Tanto militares como hacendados se ofrecerían a ejecutar la conquista con la intención de recibir cargos y méritos propios. Algunos ellos tenían una relación cercana con los indios serranos, aspecto que era vital para el desarrollo fructífero de la empresa.

En 1701, la Audiencia de Guadalajara ordenó la conquista de la sierra al español Francisco de Bracamonte, quien había recibido el título de capitán protector del Gran Nayar. Cabe precisar que este personaje había sido nombrado con dicho cargo en la jurisdicción de Atonalisco, cinco años antes (ARANG, C, 298, E15), no obstante, su labor fue efímera, pues murió en una emboscada perpetrada por indios tecualmes, en compañía de algunos de sus soldados (Ortega 35-43). Como consecuencia de este hecho, el cargo de capitán protector desaparecería por un tiempo en el territorio serrano. Con el paso de algunos años, la falta de esta figura jurídica se notó en la presencia de nuevas dificultades e inconvenientes padecidos por los indios que habitaban en las inmediaciones de la sierra nayarita. Por ejemplo, en el año de 1708, un cacique de nombre Pedro, acompañado de otros indios principales del pueblo de Guaximic, acusaba al alcalde de la jurisdicción de obligarlos a trabajar en contra de su voluntad, además de que destacaba algunos estragos que sufrían como consecuencia de las constantes invasiones de indios no reducidos, principalmente coras que provenían del Nayar (ARANG, C, 21, exp. 3, f. 1 r.).

Otro antecedente relevante sobre la figura del protector se encuentra en la labor pastoral del misionero Antonio Margil de Jesús, fraile que había sido solicitado por los funcionarios de la Real Audiencia de Guadalajara para que fuera el responsable de adoctrinar y reducir a los nayaritas de forma definitiva. Tenía una larga experiencia en dicha materia, pues había establecido colegios de Propaganda Fide en Querétaro, Zacatecas y Guatemala, destinados a la formación de misioneros experimentados. En 1711 se trasladó a la sierra en compañía de algunos indios aliados para lograr el objetivo encomendado, y al no obtener los resultados deseados, aconsejó a las autoridades virreinales la entrada de cuerpos militares que lograran la pacificación definitiva de la sierra.

Durante su estancia en el Nayar, Margil consideraba la posibilidad de que a los indios se les nombrara un alcalde, acompañado de un protector, pues esa había sido la estrategia utilizada en otras regiones que no habían sido pacificadas, como California o Texas, y que mostraba un efecto positivo. Asimismo, recomendaba favorecerá los indios aliados que habían participado en la empresa de conquista, retribuyéndolos económicamente y exentándolos de los pagos de tributo en especie:

También convendrá ofrecerles a los indios, que se redujeren y estuvieren como buenos cristianos sujetos a la doctrina, y buenas costumbres, que no se les pondrá alcalde mayor, ni otra justicia española, sino que el pueblo que se formaré con su iglesia tendrá su alcalde indio de ellos mismos, dirigiéndoles los padres misioneros en lo que convenga para su gobierno político, puesto que en California se ha ejecutado con solo un capitán, que nombraron los padres conversores, y ha tenido hasta hoy buen efecto; que si quisieren se les nombrara un protector, el que ellos quisieren y les pareciere más favorable a sus causas, o inclinaciones, que no se permitirá entren a sus pueblos negros, mulatos, mestizos, sino los que a los misioneros les pareciere ser conveniente; que a los indios cristianos circunvecinos de la comarca, que nos acompañaren o asistieren, ayudándonos a la empresa y pacificación, se les ofrezca, tenerles esta Real Audiencia presentes, para favorecerles en cuanto se pueda. (Ortega 55)

Posteriormente a la empresa llevada a cabo por Margil, la autoridad virreinal mostró mayor interés en obtener la conquista definitiva del Nayar. La inquietud principal se desprendió de la posibilidad de explotar yacimientos mineros ubicados en las inmediaciones del territorio serrano. La posibilidad de encontrarlos en el interior de la sierra originó un interés más genuino por conocer el número de indígenas asentados en la sierra, su organización, la distribución de sus rancherías y las distintas vías de comunicación que podían llegar a consolidarse. Por otro lado, la razón oficial que guio y justificó la reducción de los indios nayaritas fue la de la pervivencia de sus antiguas prácticas y creencias, calificadas como idolátricas. Como se mencionó anteriormente, el conocimiento de estas prácticas no era algo novedoso. Desde el siglo XVII, algunos documentos eclesiásticos ofrecían noticias acerca de la presencia de idolatrías entre los grupos coras y la ubicación de un adoratorio principal en la Mesa del Nayar. Ejemplo de este conocimiento lo ofrece el franciscano Antonio Tello en la Crónica miscelánea de la Santa Provincia de Xalisco:

El ídolo a quien hoy adoran los más está en una parte de la sierra que llaman del Nayarit, a donde tienen una capilla muy adornada, porque, dice el indio de quien hube esta relación, que antes que se conquistase la tierra y entrasen los españoles, había en ella mucho oro y plata, y que después acá los mismos indios de dicha sierra la han ¡do sacando y hurtando para vestirse, no siendo bastantes a resistir unas indias viejas que guardan y cuidan de la capilla; y dice que los que la han despojado han sido los que adoran el sol, arco y flechas, y que estos tales blasfeman contra el dios que los otros adoran, el cual es un indio muerto y enjuto, el cual fue un rey que tuvieron en su antigüedad, dentro por el cual habla el demonio; y que antiguamente había mucha devoción, y los sacrificios que se le hacían, era cada mes degollar cinco doncellas de las más hermosas, a las cuales quitaban la vida encima de una peña, delante del templo, y que luego les sacaban el corazón y las colgaban por fuera del templo, y que luego les sacaban el corazón y las colgaban por fuera del templo o ermita para que allí se secasen, guardándolas para la fiesta que hacían general, en la cual cocían los corazones, y moliéndolos y deshaciéndolos en la sangre de muchas doncellas y mancebos que en aquel día se sacrificaban, se los daban a beber revueltos en atoles a las madres de dichas doncellas, para que con ellas viviesen mucho en agradecimiento de que habían dado sus hijas para que se sacrificasen, y lo mismo hacían con los padres de las dichas doncellas. (30)

Según William Taylor (74), durante el siglo XVIII, las comunidades indígenas de la arquidiócesis de México y la diócesis de Guadalajara daban cada vez menos muestras de idolatría, a pesar de que persistían algunas prácticas supersticiosas. Puede saltar a la vista el hecho de que fenómenos como la pervivencia de cultos calificados como “idolátricos” siguiera manifestándose en el Gran Nayar. De acuerdo con el discurso de las autoridades civiles y eclesiásticas, el cristianismo no se había manifestado entre sus habitantes. Es probable que la razón más importante de la persecución de la idolatría en este siglo se encontrara relacionada con la política borbónica, que impulsó un cambio en la actitud que la Iglesia mantuvo frente a los delitos de fe entre la población indígena: menos tolerancia y mayor vigilancia ante la expresión de las creencias populares y, en particular, contra las heterodoxias religiosas (Lara 34).

El nombramiento del capitán protector se reanudó en el año de 1715, cuando la Audiencia encargó una nueva expedición de pacificación al capitán Gregorio Matías de Mendiola, hacendado del valle de Xuchil en la Nueva Vizcaya, lugar al que concurrían con frecuencia algunos coras para trabajar sus tierras de forma temporal. Si bien el presidente de la Audiencia se refería a él solo como “teniente general de las fronteras de Colotlán”, Mendiola entró a la sierra nayarita entre los meses de diciembre de 1715 y enero de 1716, acompañado del jesuita Tomás de Solchaga, encargado del proceso de adoctrinamiento cristiano, con treinta soldados españoles y cien indios aliados provenientes de la sierra de Tepic (Magriñá 12). El mismo Mendiola se refería a sí mismo como “teniente de capitán general y protector de los indios sublevados de San Andrés de Teúl [...] y de los indios gentiles del Nayarit” (AGI, Guadalajara, 102, f. 106). Algunas versiones señalan que Mendiola logró acceder a un paraje cercano a la Mesa del Nayar el 14 de enero de 1716; en dicho lugar, algunos líderes coras ofrecieron su obediencia al monarca, pero sin aceptar su reducción y el adoctrinamiento cristiano (Decorme 546).

En febrero de 1720, el español Juan de la Torre Valdés y Gamboa, hacendado de la villa de Xeréz, fue designado como nuevo capitán protector de la sierra del Nayar por el virrey Baltasar de Zúñiga, por medio de la gestión realizada por el corregidor de la ciudad de Zacatecas, don Martín Verdugo de Haro. Se determinó que Valdés era el más idóneo para ocupar dicho cargo, pues mantenía relaciones de comercio y amistad con algunos coras que lo visitaban en su hacienda con el objetivo comerciar distintos productos. Sumado a esto, entendía muy bien la lengua mexicana, mediante la cual se comunicaba con uno de los indios principales, de nombre Pablo Felipe. De este modo, las autoridades aprovecharon a individuos como Juan de la Torre para acercarse a los indios de la sierra (Dávila 452). El jesuita José de Ortega ofrecía pistas acerca de la personalidad de este individuo y sobre su nombramiento como capitán protector, función por la que recibía un sueldo específico:

Era Don Juan de la Torre el más idóneo, para dar luz en la conferencia, y aún para encargarse de ejecutar, lo que se resolviese en la junta; porque por su buen corazón y amabilidad, a que añadía la liberalidad, que le permitía su caudal y el hablar con expedición, y entender la lengua mexicana, arrastraba los afectos, no solo de los indios fronterizos, que habían de ayudar a la conquista, sino de los mismos nayeritas, que siempre dieron especiales muestras de amor a los de esta familia, y más que a otros a ese tan amable caballero, con quien siempre comunicaban, cuando salían a comerciar, y le escribían varias veces, cuando tenían algún embarazo [...] Aceptó tan valiente y cristiana resolución, y para empezarle a premiar sus heroicidades, se le remitió el título de capitán protector, asignándole por entonces el sueldo de cuatrocientos cincuenta pesos, y encargándole con suavidad, que le dictase su discreción, procurase mover a algunos de los indios nayeritas a que pasasen a México. (76-77)

El capitán Valdés hizo una propuesta formal al “tonatí”, gobernante principal de los coras, de realizar una visita oficial al virrey Zúñiga en la ciudad de México, con el objetivo de solucionar algunos problemas que persistían en la sierra, como el bloqueo de caminos puesto en práctica por algunos grupos de la costa y que interrumpía el comercio de la sal ejercido por los serranos. A cambio de que se resolviera este inconveniente, los nayaritas debían aceptar su conversión al cristianismo y manifestar su condición de vasallaje al monarca. De acuerdo con algunas fuentes eclesiásticas, los principales motivos por los cuales los nayaritas se mostraron interesados en establecer una interlocución con el virrey fueron exclusivamente de tipo comercial. Muchos de ellos sufrían asaltos y robos de sus productos cuando salían a comerciar en las fronteras de la sierra, y a pesar del apoyo ofrecido por la Audiencia de Guadalajara para arrestar a los perpetradores de aquellas acciones, no se terminaba de resolver el problema (Ortega 75). Las penalidades sufridas por los coras pueden ayudar a explicar la funcionalidad que les podía brindar una figura como el protector de indios, siendo su representante legal y su enlace directo con las autoridades más relevantes. Existe un documento en el Archivo General de Indias de Sevilla, estudiado por Raquel Güereca, que permite defender esta hipótesis. En la cuarta cláusula del “Memorial de los indios nayaritas al virrey de México”, se menciona que estos pedían “que no ha de conocer de nosotros ni de nuestro capitán protector otra justicia que vuestra excelencia y su asesor”; en la quinta se indicaba que “no se nos ha de poner ahora ni adelante alcaldes mayores sino capitán protector”; finalmente, en la séptima solicitaban:

que no nos han de quitar a nuestro protector don Juan de la Torre por haber experimentado siempre en sus antepasados y en él mucho amor y amparo todos los hijos, de que nos confesamos agradecidos y a este queremos por nuestro protectory lo es después de vuestra excelencia. (Güereca, “Sin vulnerar” 60)

Fue así como el virrey ratificó el nombramiento de Juan de la Torre como su protector, situación que convenía a los propios intereses de los indios y podía mejorar su situación económica.

Durante la audiencia en el palacio virreinal, el marqués de Valero les había asegurado a los nayaritas la protección real y la solución de sus problemas relacionados con el bloqueo comercial impuesto por otros grupos de la región. Posteriormente a la reunión, el tonati y los coras fueron trasladados al palacio arzobispal para ser presentados ante el prelado Joseph Lanciego y Eguilaz, quien comenzó a gestionar con el provincial de los jesuitas, Alejandro Romano, la administración espiritual de los indios serranos. Se determinó que los jesuitas Juan Téllez Girón, residente en la ciudad de México, y Antonio Arias de Ibarra, misionero con una experiencia previa en el trabajo misional en el territorio de Nueva Vizcaya, serían los encargados de comenzar las tareas de reducción en la sierra del Nayar. Ambos fueron designados por el provincial Romano, posteriormente a un convite que se realizó en el Colegio Seminario de San Gregorio de Indios (Ortega 90).

El jesuita Ortega menciona que, al regreso de la comitiva a Zacatecas, el tonati manifestó algunas dudas sobre la aceptación del bautismo y su reducción, por lo que comenzó a presentar excusas relacionadas con el conflicto que podrían mostrar algunos líderes para aceptar la entrada de los padres jesuitas y los militares en la sierra. Es verdad que, desde un inicio, algunos individuos se mostraron reacios a aceptar la entrada de sujetos ajenos a sus parcialidades, e incluso le reclamaban al tonati el pacto que había establecido con el virrey en la ciudad de México. Ante la negativa del gobernante para cumplir los acuerdos establecidos, el capitán de la Torre gestionó el apoyo de sujetos que conformaran un cuerpo militar de mayor tamaño para emprender la conquista definitiva de la sierra. Fue así como se preparó desde Zacatecas un contingente militar que tendría la función de tomar la Mesa del Nayar por la vía armada. En octubre de 1722 la tropa se instaló en el poblado de Huejuquilla, y posteriormente en el paraje de Peyotán, que se convirtió en el “centro de operaciones” desde donde se planeó la empresa militar. En su función como protector de naturales, el capitán de la Torre gestionó el envío de embajadores indígenas con el encargo de solicitar a los líderes coras de las rancherías ubicadas en los alrededores de la Mesa que acudieran a recibir a la tropa, y así no recurrir al uso de las armas. Después de estas diligencias, un grupo de coras citó al capitán protectoren otro paraje, llamado Coaxata, para demostrar obediencia y aceptar su reducción. Sin embargo, antes de llegar, la tropa española fue emboscada en un barranco a los pies del cerro de Teaurite. Después del enfrentamiento con los invasores, algunos rebeldes huyeron hacia la Mesa del Tonati y otros se redujeron voluntariamente, y con ellos se fundó el primer pueblo en Peyotán bajo la advocación de Santa Rita de Casia (Magriñá 14).

Las fuentes conocidas indican que, posteriormente a estos hechos, el capitán de la Torre fue reportado con problemas mentales y de locura por sus huestes, tal vez debido al fracaso que representó su expedición. Por este motivo, el 11 de noviembre de 1721 el virrey expidió el título de capitán y protector del Nayarit a Juan Flores de San Pedro, cuarto nieto de Hernando Flores, militar que participó en la conquista de la Nueva Galicia y encargado de la hacienda de San José de Tahuaya (AGI, Guadalajara, 162, f. 524; Magriñá 15). El nuevo capitán protector, hablante de náhuatl al igual que su antecesor, salió rumbo al Nayarit el día 19 de diciembre del mismo año.

Cuando las compañías militares arribaron a la sierra, comenzaron la subida por la cumbre principal de la Mesa. Después de una cruenta batalla, la mayoría de los indios que habitaban en este lugar huyeron, y otros más fueron apresados por el contingente militar. Los militares hicieron un registro de los principales templos, centros ceremoniales y objetos de culto idolátrico preservados por los coras, entre los cuales destacaba la famosa osamenta del rey Nayarit, que sería trasladada a la ciudad de México, donde se dictaminaría un proceso judicial en su contra por idolatría. El capitán Flores de San Pedro y el jesuita Antonio Arias destruyeron algunos templos, entre los cuales destacaba el de Tzacaimuta o Casa del Sol. Este era el lugar donde se encontraba la osamenta del Gran Dios, junto con otros objetos de culto que serían remitidos a la ciudad de México:

Subieron el padre [Arias] y el señor gobernador [Flores] con cuatro soldados que les acompañaban, el mismo día a registrar los inmediatos templos, e infames adoratorios de los ídolos que estaban en un cerro tan cercano y casi contiguo a la Mesa, que les sirve esta como de basa. [...] más arriba estaba el gran Templo del Sol; y por ignorarse entonces que los idólatras hubiesen sacado de ahí a su tan venerada deidad, que llamaban el Gran Dios, para que aún en caso de quedar padres y soldados, pudieran en lugar oculto fabricarle algún templo, creyó aquel celoso jesuita que adoraban a una piedra jaspeada, que se halló allí, en que se veía esculpida la imagen de aquel luminoso astro; con esta persuasión la sacaron con dos picheles, uno de plata, y otro de estaño, en que le ofrecían sangre de venados, o de los guainamotecos que mataban para remitirlo a México con los huesos del Nayerit; metieron fuego así a su templo como al del sol. (Ortega 168)

Luego de la quema del templo, Flores de San Pedro encargó a los sargentos Alvaro Sánchez Serrada y Alonso de Reina que pasaran a la ciudad de México a dar noticia al marqués de Valero sobre la toma definitiva de la Mesa del Nayar, y le hicieran la entrega formal del alfanje del tahuitole, indio principal que había participado en la ofensiva de los coras y que había perecido en el enfrentamiento, una piedra tallada que se encontraba en el adoratorio del sol, y la osamenta del Nayar compuesta por algunos adornos. También se remitieron siete indios reos acusados por el delito de la idolatría. Una vez recibidos, el virrey determinó que los despojos se entregaran al doctor don Juan Ignacio de Castoreña y Ursúa, calificador del Santo Oficio y provisor general de indios del arzobispado de México (AGN, Provincias Internas, V 85, exp. 1, f. 1 r.; AGN, Regio Patronato Indiano, V 1267, exp. 5).

El 9 de abril de 1723 el marqués de Valero daba cuenta a la Corona sobre la conquista y pacificación definitiva del Gran Nayar, realizada por Flores de San Pedro, a quien se le añadiría el nombramiento de “gobernador y capitán protector de la Provincia del Nuevo Reino de Toledo”. La labor del capitán no terminaría con la toma de la Mesa del Nayar. La empresa de reducción y el establecimiento de misiones entre algunos grupos quedaría pendiente. Destacaría su participación en la congregación de los indios huaynamotecos, gracias a la obtención de ciertos recursos financieros ofrecidos por algunos vecinos de la ciudad de Guadalajara. En los autos formados por la audiencia de dicha ciudad sobre la conquista del Nayar, las autoridades de la audiencia mencionaban que:

para el logro de esta expedición y que sean menos gravosos a mi real hacienda habiendo conseguido que los vecinos y comerciantes de su jurisdicción hubieren servido para este fin con mil cuatrocientos noventa y un pesos en reales, ciento cuarenta y siete caballos, doscientas dieciséis fanegas de maíz y otros mantenimientos que también habían concurrido algunos eclesiásticos a influencias y exhortaciones de V. arzobispo de aquella ciudad como todo. (ARANG, C,40, exp. 1, f. 7 r.)

Otra gestión llevada a cabo por Flores fue el reconocimiento de los indios de la villa de Guaximic como vasallos del rey, con su respectiva exención de tributo en especie, como también aquellos que habitaban en el poblado de Tonalisco, sujetos al alcalde mayor de Tepic, y los que habitaban en las misiones franciscanas de San Juan Cuyutlán y San Diego; estos últimos habían presentado sus servicios como indios flecheros y arcabuceros al mando del capitán español Luis de Ahumada. Fue así como, gracias su participación en la conquista del Nayar, numerosos pueblos recibieron como recompensa a sus servicios la confirmación de su calidad de soldados fronterizos y la exención tributaria (Güereca, Milicias 103-104). Por el lado contrario, algunos grupos “rebeldes” que estaban en contra del proceso de reducción fueron desarmados y se les prohibió de forma expresa poseer armas en el futuro.

En sus funciones como gobernador y capitán protector, Flores de San Pedro realizó una segunda entrada a territorio serrano, dos años después de la toma de la Mesa, en 1724, con el objetivo de concluir la pacificación de los coras “rebeldes” e intentar reducir a la nación tecualme, considerada una de las más “aguerridas” de la región y la principal incitadora para transgredir el orden establecido. Para lograr esta empresa, uno de los oidores de la audiencia de Guadalajara, Juan Picado Pacheco, solicitó al virrey que mandara “librar despacho para que todos los tenientes de capitán general, el de Durango y Acaponeta y demás capitanes protectores y militares de aquellas cercanías y alcaldes mayores estén a la disposición y órdenes del referido gobernador don Flores de San Pedro en lo militar y aún en lo político” (Magriñá 19). De igual manera, el capitán solicitó ser socorrido con 6000 pesos para gastos extraordinarios y para la paga de soldados. En un aparte de los autos, redactados por él mismo, certifica haber llegado a la misión jesuita de Jesús María y José el 29 de mayo de 1724, con varios objetivos: afianzar la reducción de los grupos coras, llevar bastimentos suficientes para la protección y conservación de las nuevas reducciones, pacificara la nación tecualme y corregir aquellos excesos o “desviaciones” de los naturales ya reducidos. No obstante, la reducción de este grupo sería una empresa que quedaría pendiente para la posteridad, pues muchos de estos se refugiaron en el pueblo de Atonalisco, donde serían reducidos por el fraile franciscano Francisco Navarro, a cambio de que entorpeciera las tareas del protector (Magriñá 22).

En el ámbito eclesiástico, los jesuitas Téllez y Arias comenzaron a planear el establecimiento de las primeras misiones jesuitas en la sierra, entre las que destacaron Santísima Trinidad -establecida justamente en la Mesa del Nayar-, Santa Teresa Quaimaruzi, Jesús María y José, Santa Rita o San Juan Peyotán, San Ignacio Guainamota, San Pedro Ixcatán, Nuestra Señora de Dolores y Santa Gertrudis. Fue así como la Nueva Provincia de Toledo se consolidó como el único territorio donde los jesuitas tuvieron oportunidad de gozar de un crecimiento misionero durante los primeros decenios del siglo XVIII. Al igual que en otras regiones del norte novohispano, la misión se consolidó como la institución preponderante, aunque tuvo que compartir el control de las poblaciones locales con los otros asentamientos españoles: los presidios militares y los reales mineros.

Conflictos entre capitanes protectores, indios y misioneros en el Nayar (1730-1760)

La figura del capitán de presidio en el Nuevo Reino de Toledo se mantuvo durante los 45 años que duró la empresa misionera jesuítica en la sierra nayarita. Sin embargo, es pertinente señalar que, a partir de la década de 1730, la documentación oficial hace referencia al nombramiento de este personaje solo como capitán de presidio y no como protector de indios. Este fenómeno puede explicarse por dos razones: la relativa pacificación de los nayaritas serranos después del proceso de conquista militar hizo posible que no fuera necesaria la presencia directa de un protector de indios, al encontrarse bajo el cuidado de los misioneros, y la jurisdicción que el capitán protector de Colotlán ejercía sobre el territorio del Nayar. Por otro lado, no todos los militares que ejercían la función de administrar presidios podían ocupar el cargo de protector. De acuerdo con el argumento de Walter Stangl, “mientras que era usual que el sucesor de un cargo heredara las mismas facultades, no era necesariamente así, por ejemplo si no era ‘letrado’ en asuntos de justicia o ‘de capa y espada’ en asuntos militares” (“¿Provincias?” 162). De esta manera, debía contar con conocimientos jurídicos suficientes para poder ejercer la labor que requería la enmienda.

Sin embargo, la presencia de los capitanes de presidio se justificaba por tres situaciones concretas: la correcta administración de los presidios, la garantía de seguridad de los indios coras y el compromiso de extirpar la presencia de cultos idolátricos en su vida cotidiana. Con respecto a este último punto, el trabajo conjunto entre capitán protector y misioneros se reflejó de manera clara en la década de 1730. En este periodo se registraron distintos adoratorios ubicados en algunas barrancas cercanas a los pueblos de misión, los cuales se componían de osamentas humanas, cabezas de venado, mantas, flechas, banderas, cuentas y plumas de ave. El capitán Joseph Carranza y Guzmán, acompañado del misionero Urbano Covarrubias, gestionó la empresa de destrucción y quema de veintinueve santuarios adyacentes a las misiones de Santa Teresa, Nuestra Señora de Dolores y San Pedro Ixcatán (Alegre 226). Uno de estos adoratorios se ubicaba:

[A] tres leguas inmediatas al pueblo y misión de Santa Teresa, con la cual se da principio al profundo barranco y río que llaman de Santiago, en cuyos transparentes cristales, debiendo según razón, advertirse la sombra obscura de sus idolatrías, sucede al contrario que pervertido el orden por diabólica industria, se forma allí mismo el teatro y universidad de sus gentílicos errores, pues allí antiguamente acostumbraban ayunar sin sal, supersticiosamente señal cierta de la gracia que carecían, absteniéndose juntamente de sus propias mujeres el tiempo que el demonio les asignaba para salir impasibles entre las enfermedades y las armas de los cristianos. (“Cosas particulares” 59)

El capitán Carranza y Guzmán redactó una carta en la cual explica la manera en que se organizó la empresa de búsqueda y extirpación de ídolos en otras misiones, como Nuestra Señora de DoloresySan Pedro Ixcatán. En dicho documento destaca el acontecimiento de una emboscada perpetrada por los indios tecualmes:

Destruí en las barrancas de sus contornos [del Nayarit] los adoratorios. De allí pasea el de los Dolores [...] donde destruí cinco ¡dolos falsos, de allí pasamos [...] pueblo que llaman de Iscatán [...] Habiendo salido conmigo escuadra del presidio de aquel partido el día treinta de noviembre [...] como a media noche destinados para quemar los últimos adoratorios distantes del presidio como ocho leguas a dar nuestra vuelta como media legua antes de llegar del presidio y pueblo nos salieron en una emboscada más de ciento y tantos indios de guerra de la nación de los tecualmes indios belicosos soberbios. (AGN, Provincias Internas, V 85, exp. 9, ff. 157r.-158v.)

A pesar de los frutos obtenidos y ensalzados en el discurso, tanto por el jesuíta como por el capitán protector, es importante señalar que la empresa de extirpación tuvo momentos de tensión entre ambos personajes. En una carta dirigida al provincial de México, Antonio de Oviedo, el misionero Joseph de Ortega señalaba las discordancias entre Carranza y los misioneros jesuitas con respecto a las formas o métodos en que se debía proceder para lograr la reducción de los indios. A pesar de que el capitán no ejercía el cargo de protector, el jesuíta mencionaba que cuando sus compañeros amonestaban a los indios luego de cometer algún delito de fe, el capitán los protegía dándoles asilo y resguardo en el presidio (AGN, Provincias Internas, V 85, exp. 5, ff. 134 r.-135 v.). Además, lo acusaba directamente de abrir la correspondencia que iba dirigida exclusivamente al provincial, y de no asignar la cantidad suficiente de soldados para la protección individual de los hijos de Loyola. Carranza no se quedó callado ante tales acusaciones, pues respondió que había asignado dos militares para la atención individual de cada misionero, a pesar de que había sufrido ciertas bajas causadas por la supresión de diez plazas militares, y que el jesuita había aprovechado dicha coyuntura como pretexto para solicitar a las autoridades virreinales la llegada de nuevos cuerpos de milicia.

Por otro lado, solían presentarse conflictos entre los jesuitas y los indios reducidos en los que se veía inmiscuida la figura del capitán protector. En el año de 1743, los líderes locales de la misión de Jesús, María y José, y sus respectivos pueblos de visita, de nombres don Pedro Canarí, Nicolás Solís, Fernando Marcos Canarí, Marcelino de Rivera y Tadeo González Canarí, solicitaron en una carta al marqués de Altamira, oidor y auditor de Guerra y Hacienda en la Real Audiencia de México, la remoción del padre José de Ortega de su cargo de administrador principal de la misión, como también del capitán del presidio de San Francisco Xavier de Valero, Antonio Serratos, por su exceso y fuerza desmedida en la ejecución de castigos físicos, cuando los indios no asistían a la impartición de la doctrina cristiana (AGN, Indiferente Virreinal, exp. 6, ff. 2 r.-9 v.).

En el documento se menciona que ambos individuos permitían la presencia de personas ajenas a la reducción, como algunas mujeres, además de que obligaban a los coras a trabajar en la siembra del maíz sin recibir paga, les impedían controlar el comercio de ciertos productos como la sal y gozaban de servidumbre personal. Como posible solución, los miembros del cabildo solicitaban que el provincial designara un nuevo misionero y que pidiera al virrey la restitución del capitán Carranza y Guzmán como nuevo capitán del presidio de San Francisco Xavier, e implícitamente como su protector, pues ya lo conocían de antaño y siempre los había protegido. A pesar de la insistencia de los indios, ambas solicitudes serían rechazadas.

Durante las décadas posteriores del siglo XVIII, la información sobre las relaciones establecidas entre misioneros y capitanes protectores es algo escueta. Sin embargo, en el Archivo Histórico de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús existe documentación suelta, fechada en la década de 1760, que sigue mostrando las constantes tensiones entre ambos sectores, principalmente en el tema de la administración de las misiones, y que con el correr de los años iban en aumento. He aquí algunos de los testimonios.

El 26 de febrero de 1760, el misionero jesuita Antonio Polo redactaba una misiva al provincial de México, Agustín Carta, ofreciéndole algunas noticias sobre la participación del capitán protector de las fronteras del Nayarit, Juan Antonio Romualdo Fernández de Córdoba, en cierta campaña punitiva que tenía el objetivo de sofocar una rebelión de indios, la cual se estaba extendiendo por todas las misiones del Nayar. Cabe señalar que se tiene registro de que este personaje había sido capitán protector de las fronteras de San Luis Colotlán por más de veinte años (AGN, Provincias Internas, V 129). Estos grupos tenían la intención de huir a la alcaldía mayor de San Luis Colotlán por los malos tratos que recibían de parte de su capitán protector. De igual manera, acusaba que otro de los soldados asentados en el presidio de San Francisco Xavier de Valero, Antonio Serratos, intentaba persuadir a Fernández de Córdoba de restituir a los indios a sus respectivos pueblos a través de la fuerza (AHPM, C, 35,1415).

La acusación del jesuita Cavo puede representar una denuncia que daba cuenta del ejercicio erróneo que el capitán del presidio estaba realizando, al provocar un problema de inestabilidad de mayor envergadura para el aparente ordenamiento del complejo misionero, y al mismo tiempo violaba algunos de los estatutos establecidos en su función de protector. Las gestiones realizadas por el provincial ante las autoridades virreinales tendrían su efecto, ya que el 8 de noviembre de 1763 el capitán protector Joseph de la Cueva Villaseñor, en la alcaldía de San Luis Colotlán, prestaba sus servicios al jesuita procurador Joseph Hidalgo, presentándose como nuevo “capitán protector, justicia mayor y teniente de capitán general” del presidio del Nuevo Reino de Toledo. En su discurso de presentación se muestra cierta cordialidad y afinidad con los misioneros de la Compañía de Jesús, al señalar que:

en la inteligencia de que apetece mi gratitud remunerar en algún modo la obligación en que estoy constituido, viviendo satisfecho en que sois hijo y uno de los más apasionados de la Sagrada Compañía de Jesús. Por lo que deseo se proporcionen ocasiones de que yo le pueda servir y manifestar con obras lo mucho que lo estimo. (AHPM, C 24, 971)

Los conflictos volvieron a aparecer cuatro años después, con la presencia de un nuevo capitán protector. El 5 de mayo de 1764, el misionero Cavo denunció al visitador de la provincia, Bartolomé Wolff, una serie de extorsiones cometidas por el capitán Manuel Antonio de Oca, en compañía de su teniente y brazo derecho Manuel Ibáñez y Lesala, hacia los indios que habitaban en la misión de Santísima Trinidad de la Mesa. El problema principal se resumía de la siguiente manera:

Desde que estos caballeros llegaron a esta provincia han sido molestísimos a estos indios, ocupando sus caballos y muías sin pagarles el precio debido, que con sumo trabajo merecen pues la paga a demás que se les retarda hasta que llegue el aviso, se les da en reales como era razón sino en géneros, y géneros bien malos y a precios muy subidos. [...] estos señores le decían que eran unos malcriados que habían de llevarlo que se les daba. (AHPM, C 40, 1609)

Cabe señalar la participación de otros soldados del presidio, de nombres Casimiro López y Marcos Sánchez, quienes eran los responsables de buscar a los animales de carga. El misionero denunciaba que, después de quedarse con las mejores bestias y llevarlas a la plaza del presidio, los militares no otorgaban ningún pago o recompensa en especie a los indios, y que solo se les prometía que en cuanto recibieran nuevos avíos se les ofrecerían. Como lo había hecho años antes, Cavo solicitaba la ayuda del padre visitador para que pudiera atender los pesares que sufrían los indios ante tales vejaciones, actuando como intermediario ante el virrey, y que se destituyera al capitán Oca de su cargo. Para fortalecer su solicitud, el misionero indicaba que las disposiciones tomadas por el protector no estaban dirigidas solamente a los indios de las misiones, sino también al resto de soldados que habitaban en el presidio, pues entre los meses de agosto y diciembre de 1766 habían recibido alimentos en mal estado para su propio sustento, y el dinero que se suponía debía ser utilizado para dicha cuestión había sido empleado por el protector para comerciar otro tipo de productos, principalmente tabaco. En este mismo sentido, se mencionaba que los precios de algunos productos de primera necesidad, como el maíz, el chile, los paños de algodón y la ropa eran impuestos por este personaje y su teniente. El jesuita manifestaba su queja principal del siguiente modo:

Cómo se puede ver en los papeles de cuentas que tienen varios soldados guardados, y se infiere también de que muchos o los más de los soldados, aun los que tan solos están hechos pedazos, y sin una camisa que mudarse, que es posible que solo en maíz, higos, chile, que es lo que comen, y que a veces se les ha retardado la nación contra todo decreto, obligándolos a que mendiguen, como sucedió el día de la Santa Cruz, es posible que en esto y en 2 pares de camisas, 1 par de calzones, 1 capote, 1 chupa, 1 medias, 1 sombrero, y en 2 o 3 o 6 pares de zapatos, 1 naguas medias y camisas para sus mujeres se les consumen 315 pesos que el Rey N.S. les da? Bien es que [...] se ha quitado a los soldados los 15 pesos y de 2 años a este parte [...] se le quita a cada uno 30 pesos, con que solo quedan 29, no sé con qué fin! (AHPM, C 40, 1610)

Sumado a estos inconvenientes, se señalaba que la mayor parte de los soldados no recibía su sueldo en tiempo y forma. En 1767, durante un periodo de ausencia del capitán Oca con motivo de una diligencia realizada en la ciudad de Guadalajara, el teniente Ibáñez y Lesala quedaría a cargo del presidio, en compañía de un alférez llamado Paulín Canales. Al igual que sus colegas, dicho individuo cometía distintas vejaciones contra los indios y contra los soldados del presidio, a quienes les quitaba los caballos y las muías de carga para que no pudieran transportarse con libertad, les ordenaba hacer tareas que tenían el objetivo de satisfacer sus intereses personales y enviaba mercancías personales que comerciaba en otras regiones. Para terminar su testimonio y denuncia, Cavo menciona que el militar ordenaba a los indios de la misión de Huaynamota dedicarse a cultivar algunos productos, como el camote, el cual se destinaba a su consumo personal, y no les ofrecía un salario justo, pues siempre regateaba los precios.

Ante la falta de información de primera mano que dé cuenta de alguna respuesta en la cual el capitán de presidio se defendiera ante las acusaciones, solo fue posible hallar otra carta redactada por el mismo Andrés Cavo, fechada cuatro días después de la citada, en la cual enumera una serie de quejas manifestadas por algunos indios, quienes en apariencia defendían al capitán protector y acusaban a los jesuitas de proferir falsos testimonios en contra de él. Para defenderse de tales acusaciones, el jesuita alude a que se trataba de indios gentiles, específicamente idólatras, quienes mantenían tratos comerciales con el capitán protector. Destacaba el nombre de Manuel Ignacio Doye, indio principal de cabildo de la misión de Santa Teresa, quien era el responsable principal de persuadir a los indios de la misión de Jesús, María y José para acusar y calumniar a los misioneros. Este documento puede representar un testimonio que ejemplifica la forma en que los indios serranos aprovechaban la función principal de la protectoría de indios para su beneficio personal. Cabe señalar que, para la administración del norte novohispano, la iniciativa de contar con estos representantes estaba impulsada por la comandancia general de las Provincias Internas (Torre 186), la cual buscaba reformar el manejo de los bienes comunales y el control que los misioneros tenían sobre la mano de obra indígena, principalmente durante los últimos decenios del siglo XVIII.

Conclusión

El presente artículo ha tenido la intención de contribuir a la discusión historiográfica sobre la relevancia que tuvo la figura del protector de indios en la América virreinal y su funcionalidad en contextos y circunstancias particulares. A pesar de que su rol principal se reflejaba en la defensa y la protección de las sociedades locales ante las arbitrariedades cometidas por distintos sectores, su participación en otros ámbitos es notable. Esta era determinada por algunos factores, tanto de interés personal como de su relación con las autoridades civiles y eclesiásticas. Hemos seleccionado un estudio de caso particular que permita mostrar dichas variantes, gracias a la revisión de los hechos determinados por la necesidad política de afianzar el proceso de conquista y reducción de los indios que habitaban en el Gran Nayar durante el siglo XVIII.

Es posible argumentar que la relación establecida entre indios, capitanes de presidio y protectores se conformó como un mecanismo efectivo que facilitó una nueva organización ante el proceso de conquista y pacificación de la sierra, y que permitió a los indios enfrentar una nueva realidad, diferente a la que estaban acostumbrados. Fue así como la búsqueda de representantes poderosos se constituyó como una estrategia clave para la misma supervivencia de sus pobladores.

A pesar de que no todos los capitanes de presidio recibieron el título de protector, las dignidades recibidas pueden ayudar a explicar su participación en actos violentos, como lo fue la conquista militar, y que parecieran ser contradictorios a su esencia jurídica. Se puede establecer que sus tareas iban más allá de la participación exclusiva de los indios en procesos de litigio, ya que le correspondía afianzar el proceso de reducción de un territorio complejo, de poco control y difícil acceso. En segundo lugar, es necesario destacar la participación de esta figura jurídica en las campañas de extirpación idolátrica, en compañía de los misioneros jesuitas. En mayor relación con el ámbito judicial y recurriendo al uso de cierta violencia simbólica, los capitanes se conformaban como los garantes de la evangelización y el adoctrinamiento cristiano efectivo entre los indios serranos, mediante la destrucción de las antiguas cosmovisiones locales, lo que se relacionaba también con el mantenimiento de la condición de vasallaje que los indios serranos le manifestaban al virrey y al monarca mismo.

Un tercer punto de reflexión sería el siguiente: la presencia de capitanes que en apariencia se alejaron de su razón de ser al descuidar y maltratara las poblaciones locales para satisfacer sus necesidades personales. No obstante, en una mirada crítica a la documentación emanada de los misioneros se deben tener en cuenta distintos factores políticos y sociales que explican la postura de estos protectores, más allá de sus intereses personales. Algunos de estos son, la búsqueda de cierta preponderancia en su autoridad frente al poder eclesiástico, las carencias productivas y materiales que padecía la región serrana, la legitimación de la obra pastoral realizada por los jesuitas y el relativo aislamiento físico en el que se encontraban con respecto a otras autoridades. Solo así es posible explicar la libertad con la que se manejaban estos personajes en el territorio serrano.

Para concluir, vale la pena retomar el argumento del historiador peruanista Bernard Lavallé, quien propone que el protector de indios cumplió con una función de válvula de escape sobre la insatisfacción de los naturales contra los abusos perpetrados por encomenderos, hacendados y otras autoridades virreinales. Así, el mecanismo jurídico se convirtió en un receptor de descontento y reclamo de las masas locales, además de que cumplió con un papel funcional para los propios intereses administrativos de la Corona española. Esta situación se puede visualizar en el Gran Nayar, pues ahí se logró establecer relaciones estrechas entre indios y protectores. A pesar de toda la serie de desavenencias manifestadas en la retórica oficial, los indios serranos mostraron afinidad a esta autoridad jurídica, pues en distintos períodos buscaron instaurar alianzas y pactos para mejorar su situación económica e, incluso, solicitaban la restitución de algunos de ellos. De esta manera, la funcionalidad del protector de naturales justificó su permanencia en la sierra nayarita hasta los últimos decenios del denominado siglo de las luces.

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1Licenciado en Estudios Latinoamericanos y maestro en Historia de la Universidad Nacional Autónoma de México, en la actualidad cursa el programa de Doctorado en Historia en la Universidad Nacional Autónoma de México, donde realiza un estudio comparativo sobre la labor misionera de la Compañía de Jesús en el proceso de extirpación de idolatrías y supersticiones en la sierra del Nayar y Maynas, durante el siglo XVIII.

Recibido: 29 de Enero de 2022; Aprobado: 31 de Mayo de 2022

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