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Fronteras de la Historia

versão impressa ISSN 2027-4688versão On-line ISSN 2539-4711

Front. hist. vol.28 no.1 Bogotá jan./jun. 2023  Epub 01-Jan-2023

https://doi.org/10.22380/20274688.2369 

Sección especial

¿Rumor o verdad? La “peste” en Cartagena de Indias en 1696

Rumor or Truth? The Peste in Cartagena de Indias in 1696

Lireida José Sánchez*  1

*El Colegio de México ljsanchez@colmex.mx https://orcid.org/0000-0001-8806-7354


Resumen

El presente artículo analiza una supuesta “peste” que tuvo lugar en Cartagena en 1696, a partir de un expediente que da cuenta del suceso y la conmoción que causó en ese puerto y en la capital del virreinato. Si bien no existe consenso sobre el tipo de enfermedad y el impacto mortal que tuvo en la sociedad cartagenera, este trabajo indaga acerca de varias posibilidades y se presenta como una incipiente veta de análisis para futuras investigaciones. En este sentido, el trabajo plantea aportes sobre el estudio de las epidemias en el virreinato de la Nueva Granada, específicamente en Cartagena de Indias, algunas de las cuales no se encuentran bien documentadas o estudiadas por la historiografía. Asimismo, por medio de los testimonios de la época, se intenta adentrarse en el rol que desempeñaban el rumor y el miedo en estas situaciones, a la vez que se rastrean las rutas de contagio entre Cartagena y Santafé.

Palabras clave: peste; epidemia; rumor; Cartagena; Santafé

Abstract

This article analyzes a supposed “infestation” that took place in Cartagena in 1696, based on a file that describes the event and the commotion that it caused in that port and in the capital of the viceroyalty. Although there is no consensus on the type of disease and the fatal impact that it had on Cartagena’s society, this paper investigates some possibilities and presents an incipient vein of analysis for future research. In this sense, this work raises contributions to the study of epidemics in the viceroyalty of New Granada, specifically in Cartagena de Indias, some of which are not well documented or studied by historiography. Likewise, through the testimonies of the time, we try to delve into the role played by rumor and fear in these situations, while we trace the contagion routes between Cartagena and Santafé.

Keywords: infestation; epidemic; rumor; Cartagena; Santafé

A modo introductorio

En las sociedades del Antiguo Régimen la propagación de enfermedades con proporciones endémicas o epidémicas como la viruela, el tifo o tabardillo, la influenza, el sarampión, entre otras, era un asunto recurrente y alarmante tanto para las autoridades como para la sociedad en general, pues a su paso dejaban, entre otras consecuencias, muertes, miseria, dolor y sufrimiento. Por ello, el asomo de cualquier escenario que pudiera indicar la proliferación de alguna de estas causaba revuelo social y daba lugar al esparcimiento de rumores o noticias que se caracterizaban por contener una gran carga de miedo. El caso que se presenta a continuación es una muestra de ello, pues la noticia del arribo de los galeones del conde de Saucedilla en 1696 a Cartagena y el posterior deceso de algunos de sus viajeros y vecinos del puerto desató el miedo de sus habitantes y con este una ola de rumores sobre “la peste” que se había instalado en la ciudad y el peligro que suponía para todo el virreinato.

Lo expuesto conduce a tratar de esclarecer los conceptos de peste, rumor y miedo que se emplean en el trabajo. La peste, stricto sensu, es una enfermedad cuyo germen patógeno es la Pastereulla pestis, descubierta por Yersin en 1984. El vector de este es una pulga, la Xenopsylla cheopis, que se adapta a un huésped, la rata. Ante la muerte de la rata, la pulga busca otro huésped, que puede ser el hombre, y por medio de la picadura transmite el germen, lo cual ocasiona la enfermedad, que puede manifestarse en tres formas: bubónica (aparición de ganglios, bubas grandes y dolorosas en ganglios, axilas o cuello, con un periodo de incubación de dos a seis días), septicémica (deterioro de las condiciones generales, hemorragias, muerte fulminante antes del segundo día) y pulmonar (graves lesiones en las vías respiratorias, la muerte sobrevenía entre el segundo y el tercer día) (Molina, La Nueva España 69-70). En este sentido, la peste implicaba una mortalidad catastrófica, sin embargo, no siempre se trataba de esta, por lo que en muchas ocasiones estamos frente al abuso de dicha denominación genérica en la literatura de la época (Pérez 67). En este trabajo nos encontramos ante esta encrucijada, pues la terminología resulta confusa al no haber consenso sobre las causas, los síntomas y las manifestaciones de la enfermedad en cuestión.

Por otra parte, los conceptos de rumor y miedo se toman de la obra de Jean Delumeau, El miedo en Occidente. El primero, según este,

puede adoptar el aspecto de una alegría irracional y de una esperanza loca [...]. Pero la mayoría de las veces se convierte en espera de una desgracia. [...]. El rumor aparece entonces como la confesión y la explicitación de una angustia generalizada y, al mismo tiempo, como el primer estadio del proceso de liberación que provisionalmente va a liberar a la multitud de su miedo. Es identificación de una amenaza y clarificación de una situación que se ha vuelto insoportable. (213-214)

Mientras que,

el miedo es ambiguo. Inherente a nuestra naturaleza, es una muralla esencial, una garantía contra los peligros, un reflejo indispensable que permite al organismo escapar provisionalmente a la muerte. [...] Pero si sobrepasa una dosis soportable, se vuelve patológico y crea bloqueos. Se puede morir de miedo, o al menos ser paralizado por él. (16)

Ahora bien, para el autor, dentro de los miedos que perturban la tranquilidad de los humanos se puede mencionar el miedo a las epidemias: “Sobre el telón de fondo constituido por los miedos cotidianos [...] se destacaban, con intervalos más o menos próximos, episodios de pánico colectivo, especialmente cuando una epidemia se abatía sobre una ciudad o una región” (119).

El presente artículo, teniendo esto en consideración, se basa en un documento localizado en el Archivo General de la Nación (AGN), cuya descripción nos permitirá acercarnos a las maneras en las que circulaban las noticias sobre fenómenos de gran impacto como eran las enfermedades, las medidas que se tomaban en la Nueva Granada ante ciertos brotes epidémicos o endémicos y las distintas versiones que se podían dar sobre un mismo tema. Asimismo, es importante destacar que tratamos de abordar y responder cuestiones como las siguientes: ¿de qué se trató la “peste” de 1696, es decir, fue un rumor o realmente consistió en una enfermedad endémica o epidémica?, ¿qué causaba este tipo de noticias en los habitantes de esa sociedad?, ¿cómo actuaron la sociedad y las autoridades ante ella? Esta tarea no necesariamente es exitosa, pues existen diversos vacíos tanto en el documento como en la historiografía, los cuales se ven favorecidos por la falta de una revisión exhaustiva en los archivos locales cartageneros sobre las defunciones o cambios demográficos en ese año.

Para finalizar, el trabajo se compone de una breve introducción, un sucinto esbozo historiográfico sobre las epidemias o “pestes” en las regiones de Cartagena y Santafé, seguido de un corto contexto del puerto. A continuación, se muestran las primeras noticias de la enfermedad, para luego desarrollar las medidas que se tomaron desde Santafé para frenar su propagación. Posteriormente, nos centramos en los testimonios de viajeros sobre lo que acontecía en Cartagena, donde además se presentan algunas hipótesis de lo que pudo suceder. Las reflexiones finales retoman algunas ideas sobre el rumor y el miedo ante esta supuesta peste de 1696.

Breve balance historiográfico

Antes de adentrarnos en nuestro caso de estudio, parece pertinente presentar un breve esbozo sobre la historiografía centrada en las epidemias que azotaron al Nuevo Reino de Granada, especialmente a Cartagena de Indias y Santafé, que son las áreas implicadas en nuestro expediente. Es importante destacar que en esta revisión historiográfica sobresale con claridad el estudio de las pestes de viruelas en el periodo colonial. Las propuestas de investigación sobre esta enfermedad se han realizado principalmente desde enfoques de la historia social y cultural. En este grupo se encuentra el trabajo pionero de Renán Silva, publicado en 1992, que se titula Las epidemias de viruela de 1782y 1802 en la Nueva Granada: contribución a un análisis histórico de los procesos de apropiación de modelos culturales, en el cual el autor aborda “[...] el conjunto de comportamientos, actitudes, sentimientos y representaciones asumidas por la población y las autoridades frente al hecho de la epidemia” (Tovar 123). Unos años después de esta publicación surgieron múltiples investigaciones sobre el tema. Tal es el caso del trabajo de Juan Villamarín y Judith Villamarín, “Epidemias y despoblación en la Sabana de Bogotá, 1536-1810”, publicado en 1999, en el que los autores presentan un listado básico sobre las epidemias que padeció la capital del virreinato durante la Colonia, pero que puede servir de referencia para emprender estudios sobre el tema, mientras que, desde un enfoque regional, Andrea Gutiérrez en el 2013 presentó su análisis “Las epidemias de viruela en la Ciudad de Tunja, 1780-1805”.

Por otra parte, la facultad de Historia de la Universidad de los Andes es uno de los centros académicos que más han producido investigaciones sobre dicha enfermedad en Colombia. De esta manera, en el 2013 se presentó la tesis de Ana María Jiménez Guevara, intitulada “La prevención y la confrontación de la viruela en Santafé: discursos científicos y prácticas médicas sobre el cuerpo en el tránsito del siglo XVIII al XIX”. Ese mismo año, Sandra Marcela Durán presentó la tesis de magíster “Las epidemias en Nueva Granada: castigo de Dios y conjuras de los santos 1782-1850. Una aproximación al imaginario religioso”. Finalmente, César Aguirre en el año 2016, también desde una perspectiva de lo social, se interesó por las dos epidemias de viruelas que afectaron a Santafé en 1782 y 1802.

Resulta interesante el hecho de que otras epidemias importantes, como las de tabardillo o tifo, no se hayan analizado lo suficiente. Sabemos que en una obra de Andrés Soriano Lleras2 se describe la que tuvo lugar entre 1630 y 1633 en Santafé y que se extendió a otras regiones como Cartagena. Esta fue denominada localmente como peste de Santos Gil, nombre del procurador de causas de la Real Hacienda, a favor de quien testaron muchas personas afectadas en vista de que no tenían herederos (Peña 39). Sin embargo, no hay investigaciones recientes.

En el caso de Cartagena, un trabajo pionero en cuanto a los discursos médicos en el siglo XVII parece ser el publicado por Jairo Solano Alonso en 1998, intitulado Salud, cultura y sociedad en Cartagena de indias siglos XVI y XVII. Asimismo, el autor publicó en el 2007 el artículo “Juan Méndez Nieto y Pedro López de León: el arte de curaren la Cartagena del siglo XVII”. Otra investigación publicada en el año 2007 es la de Camilo Díaz Pardo, “Las epidemias en la Cartagena de Indias del siglo XVI-XVII: una aproximación a los discursos de la salud y el impacto de las epidemias y los matices ideológicos subyacentes en la sociedad colonial”, en la que el autor hace un recuento de las epidemias que sufrió Cartagena entre 1525 y 1804. Un trabajo que también se puede mencionar es el de Moisés Munive, del 2004, “Por el buen orden: el diario vivir en Cartagena y Mompox colonial”, que hasta el momento es el único artículo que menciona la peste de 1696, aunque sin ahondaren detalles.

Por otra parte, es preciso mencionar los análisis del médico Emilio Quevedo, quien en diversas oportunidades ha escrito sobre la historia de la medicina en Colombia3. Por cuestiones de espacio e interés, en este escrito solo se hace referencia a su artículo “El modelo higienista en el ‘Nuevo Reino de Granada’ durante los siglos XVI y XVII”, en el cual se explora la idea del surgimiento del protomedicato del virreinato y se mencionan las medidas higiénicas tomadas por las autoridades locales de la Nueva Granada en tiempos de epidemias. Igualmente, estas prácticas se vinculan con las implementadas en Europa en tiempos de crisis sanitaria.

Finalmente, resulta interesante mencionar que sobre el periodo colonial también se encuentran otras publicaciones que analizan el tema de las pestes o epidemias en un sentido genérico, es decir, que no se avocan a caracterizarlas, tipificarlas o hacer un diagnóstico de ellas de acuerdo con la sintomatología de los enfermos. Dentro de estos enfoques vale la pena mencionar el trabajo de Juan Friede, “Las minas de Muzo”. Para el autor, la documentación de la época no señala a la peste como causante de la debacle demográfica, por lo cual pone en duda la existencia de algunas pestes que registran los cronistas y admite que cuando las hubo no fueron iguales en todos los espacios americanos. Su estudio es de tipo demográfico y cuantitativo, sin detenerse en el aspecto médico y sociocultural.

Además, en Colombia se ha dado una discusión sobre la proliferación o no de la peste bubónica en la región de la Costa Caribe entre 1913 y 1914, debido a la aparición de una neumonía infecciosa altamente mortal en los departamentos portuarios de Cartagena, Santa Marta y Barranquilla. En esta discusión han participado tanto historiadores como médicos. Dentro de los primeros podemos señalar a Jorge Valderrama, quien en un estudio que se inscribe en la historia social, “¿Rumores, miedo o epidemia? La peste de 1913 y 1914 en la costa atlántica de Colombia”, apunta la hipótesis de que las deficientes condiciones sanitarias de los puertos y el tráfico tanto legal como ilegal con otros puertos americanos en los que sí se había confirmado la peste pueden ser indicio de que en Colombia hubo brotes de esta. Por otra parte, los médicos Alvaro Faccini y Hugo Sotomayor siguen el recorrido de la peste en Sudamérica. Sobre Colombia destacan la escasez de información y señalan la negación de las instituciones sanitarias colombianas sobre los casos de peste bubónica.

Contexto histórico de Cartagena de Indias: una ciudad portuaria

El siglo XVII fue de gran importancia para Cartagena de Indias, fundada en 1533. Esto, según Calvo y Meisel (“Prólogo”), se debió al hecho de que durante dicha centuria la ciudad afirmó su papel de puerto comercial activo y opulento, de protectora de Panamá, Perú y Nueva Granada, a la vez que experimentó un crecimiento de población, de fortalezas militares y se estableció como base principal para las flotas comerciales y de guerras que transitaban entre el Caribe y España (10).

Ahora bien, en cuanto a la población que se encontraba asentada allí, se tiene información de un censo de 1661, según el cual había 7 354 habitantes, de los que 3686 eran blancos, es decir, el 50,12%, en tanto que 3668 eran negros y mulatos, lo que corresponde al 49,87 % de la población -de estos, 1667 fueron calificados como esclavos-. Resulta interesante que en este censo no se mencionara a la población indígena (Ruiz 357)4. Otros autores señalan que en 1687 había 1952 esclavos en la ciudad de Cartagena, mientras que la población indígena disminuyó de 3191 en 1610 a 2258 en 1675 (Garrido 457-458).

Algunos investigadores han establecido que a mediados del siglo XVII Cartagena había experimentado un retroceso demográfico. Un factor esencial para explicar esto fueron las epidemias. Según Vidal, Cartagena fue sinónimo de “vómito negro”, ya que nunca fue una ciudad salubre, pero durante el siglo XVII las epidemias impactaron gravemente la ciudad, diezmando a gran parte de su población, tanto blanca como negra e india. La lepra, al parecer, fue endémica. Las langostas devoraron sembradíos de maíz, por lo cual “un cierto halo de leyenda sobre lo que en Cartagena esperaba a los viajeros, lugar de cita de la riqueza y la muerte, se extendió por toda América Colonial y aun por muchos puertos europeos” (104-105).

Como se ha señalado en acápites precedentes, la condición portuaria de Cartagena propiciaba el tránsito de muchas personas, así como la introducción de diversas enfermedades ajenas a estos ámbitos americanos5. Por tal motivo, desde su fundación se implementaron medidas que buscaban frenar posibles brotes epidémicos y mantener un control sanitario, entre las cuales se puede mencionar la construcción de tres hospitales: el de San Sebastián, que atendía a enfermos con dolores y bubas; el del Espíritu Santo, para incurables, enfermos crónicos y convalecientes; y el de San Lázaro, para leprosos y llagados (Romero 25). No obstante, esto no fue suficiente para frenar los estragos de las epidemias en Cartagena, ya que:

Su calidad de puerto de entrada a Suramérica y al Perú la hacía el cuello de botella donde se podía controlar el flujo de inmigrantes, esclavos, comerciantes y gentes de todas las parcelas de la sociedad, muchas de las cuales venían de regiones donde las enfermedades infecciosas solo esperaban un incauto pasajero para hacer un viaje que traería al Nuevo Mundo los horrores que habían causado en el Viejo. (Díaz 11)

A ello habría que agregar las condiciones ambientales de la ciudad, pues Cartagena tenía un clima húmedo y cálido, con muchos vientos, tempestades, aguaceros y polvaredas que inundaban las casas con un agua insalubre. Todo esto amenazaba la salud de los habitantes, quienes estaban expuestos a picaduras de mosquitos, fiebres, disentería y epidemias (Garrido 488). Un ejemplo de la introducción y expansión de enfermedades lo constituye la supuesta y temida “peste” que azotó a Cartagena en 1696 y que causó gran alarma incluso en la capital del virreinato, Santafé.

Es importante destacar que todavía a finales del siglo XVIII, cuando se empezó a implementar una serie de cambios en las ciudades vinculados a las reformas borbónicas y que apelaban a las ideas de orden y limpieza, varias disposiciones mostraban inquietud por la suciedad en la ciudad, la cual producía fetidez y daño a la salud pública. Incluso el 18 de abril de 1790 el rey, mediante una real cédula, ordenó la limpieza, el empedramiento y el mantenimiento de calles, conventos y obras pías de la ciudad. Un aspecto importante de esta deficiente higiene fue la falta de recursos públicos que afectó la inversión para su saneamiento, aun cuando Cartagena era un enclave mercantil de gran relevancia. La respuesta a esto se encuentra justamente en su función de plaza fuerte del reino, lo que implicó que las grandes cantidades de dinero que llegaban al puerto se emplearan en gastos militares y muy poco en gasto civil (Alzate 89-90).

De hecho, estas condiciones todavía seguían siendo comunes a inicios del siglo XX con la aparente llegada de la peste bubónica, pues según señalaban algunos medios “Cartagena era una ciudad desaseada donde las basuras y los cadáveres de animales se arrojaban en cualquier parte y en la cual no existía servicio público de agua potable. La ciudad pestilente podía ser presa fácil de cualquier epidemia” (Valderrama 139).

La supuesta y desconocida “peste” de Cartagena de 1696

El 28 de febrero de 1696 el procurador general de la ciudad de Santafé, Juan Antonio Durán de Castro, escribía al gobernador de esta para notificarle con gran alarma el lastimoso achaque que padecían los habitantes de la ciudad de Cartagena, el cual aparentemente era una especie de “peste”. Según los detalles que había recibido el procurador por cartas provenientes de Cartagena6 y de la villa de Mompox7, hasta aquella fecha habían muerto más de 1300 personas, tanto de la armada del conde de Saucedilla -que fue la supuesta responsable de la introducción de la enfermedad- como de vecinos de la ciudad. También se señalaba que esta “peste” era tan “violenta” que aquellos que la padecían morían en un lapso de veinticuatro horas a cinco días. Estos indicios hacían suponer a los moradores que se trataba de peste formal y no de la vulgar, a la que el vulgo solía llamar chapetonada (AGN, SC, P, t. 47, leg. 11, doc. 10, f. 212)8.

La notificación de Durán de Castro encendió las alarmas entre las autoridades de la ciudad de Santafé, lo cual es comprensible, ya que en ese siglo siete epidemias habían hecho estragos en la sabana de Santafé: entre 1617 y 1618 el sarampión mató a más de un quinto de los indios y afectó a otros grupos, excepto a los españoles nacidos en España; en 1621 la viruela atacó con gran fuerza a la población indígena; entre 1630 y 1633 el tifo o tabardillo causó la muerte de un tercio de los indios de Santafé y Tunja, además de generar gran mortandad entre los otros grupos sociales; igualmente, en 1651 y de 1667 a 1668 una gran cantidad de indios murieron a causa de la viruela. Finalmente, las últimas epidemias registradas para ese siglo fueron la de sarampión en 1692 y la de viruela de 1693, que juntas disminuyeron en un 30% la población tributaria, mientras que el sarampión afectó mucho a los españoles y a otros grupos (Villamarín y Villamarín 142-143).

En el caso de Cartagena, también se registraron siete epidemias durante el siglo XVII. Primero, el tifo exantemático en 1629, que tuvo una duración de cuatro años y diezmó a cuatro quintas partes de la población aborigen. Esta misma enfermedad se volvió a presentaren 1639, mientras que en 1650 y 1651 se manifestó la fiebre amarilla; se sabe que en el último año esta tuvo una duración de cuarenta días y afectó a toda la población, incluyendo a nueve jesuitas y a san Pedro Claver, quienes murieron. En 1688 reapareció el tifo, mientras que entre 1692 y 1693, al igual que en Santafé, el sarampión y la viruela fueron los protagonistas (Díaz 12).

Si se considera lo señalado, al parecer, a primera vista no hubo ninguna “peste” en Cartagena en 1696, y tampoco alcanzó a llegar a la capital, sobre todo, si se recuerda que la única referencia historiográfica sobre el asunto es una mención realizada por Munive, quien afirma que en 1696 “se contaron en Cartagena 1700 muertos por causa de una fuerte peste”, y agrega que “se concluyó la investigación argumentando que había sido transmitida a través de algunas mercancías” (181). Esta casi nula información sobre el asunto genera muchas interrogantes.

Si se retoma la pronta respuesta del procurador general, esta también nos sitúa frente al lugar del miedo a las epidemias: ¿a qué se debía? Para Delumeau, la respuesta está en que la peste trastocaba la vida cotidiana, es decir, detenía las actividades familiares, ocasionaba silencio en la ciudad, llevaba a experimentar la enfermedad en soledad, sufrir una muerte en anonimato y abolía los ritos colectivos de alegría y de tristeza. A esto se sumaba la imposibilidad personal para concebir proyectos hacia el futuro (141-142). Igualmente, para Miriam García Apolonio las pestes de viruela en las misiones jesuitas del Paraguay pueden entenderse como fenómenos de subversión cotidiana que generaron “preocupación, dolor, angustia, desolación, incertidumbre, pérdida y muerte”, a la vez que provocaron temores colectivos hacia la autoridad celestial y la terrenal (10).

Asimismo, América Molina del Villar constata el miedo ante las epidemias en el México colonial a través de los actos religiosos que buscaban paliar ese sentimiento, pero también encontró una forma particular y novedosa durante la epidemia del Matlazahuatl de 1737: el uso de la hechicería para sanar o incluso provocar la enfermedad por parte de una mujer, lo que ocasionó diversos niveles de miedo, pues no solo se temía a la peste, sino a la hechicera e incluso a la autoridad inquisitorial, la cual se encargó del asunto (“Entre el miedo” 95). De esta manera, la vivencia previa de determinadas endemias y epidemias conformaba el caldo de cultivo para que esta sociedad estuviese prevenida ante posibles brotes y surgiera el miedo que daba rienda suelta a los rumores alarmantes.

Medidas preventivas

El mismo día que el procurador Durán escribió al gobernador de Santafé para advertir de la situación en la ciudad portuaria de Cartagena le solicitó que tomara algunas medidas para prevenir la llegada de la “peste” a la capital. Entre dichas solicitudes se encontraban: poner degredos y guardas a unas 10 leguas de distancia de Santafé, con la finalidad de detener el paso de ropa y personas enfermas provenientes de Cartagena y la villa de Mompox. En dicho lugar deberían aguardar hasta que se considerara que no había peligro de enfermedad y de “infición” para la ciudad. Después de ese lapso, las personas debían obtener una licencia de tránsito. Todo ello “para el bien común de esta ciudad y salud de sus habitadores imponiendo a los que contra viniesen la pena que a vuestra señoría le pareciere” (AGN, SC, P, t. 47, leg. 11, doc. 10, ff. 212 r.-v.).

Estas recomendaciones ponen en evidencia la manera de proceder ante la posibilidad de una enfermedad que podía adoptar características endémicas o epidémicas. En este sentido, Emilio Quevedo destaca que desde los comienzos de la Colonia hasta las postrimerías del siglo XVII y primeros años del XVIII, en la América española se adoptaron las mismas medidas de higiene pública que se empleaban en Europa medieval en tiempos de pandemia. Estas eran: los “degredos”, es decir, lugares de aislamiento que generalmente se situaban en espacios despoblados y atravesados por vientos continuos, en otras palabras, equivalían a las cuarentenas europeas; la purificación de la ropa y los enseres de los viajeros retenidos en los “degredos”; los castigos para los infractores de la cuarentena, así como la realización de interrogatorios con la finalidad de recabar información sobre el origen de la enfermedad. En caso de epidemias, se creaban juntas de sanidad provisional. El autor también señala que era muy probable que en América este tipo de prácticas se mezclaran con otras medidas higiénicas indígenas, de origen local, y negras, de origen africano (Quevedo, “El modelo higienista” 51-52).

Efectivamente, en el expediente que aquí se analiza se puede constatar esta especie de protocolo sanitario heredado de la tradición europea para prevenir la dispersión de la desconocida enfermedad proveniente de la ciudad de Cartagena, como se verá a continuación. La primera medida estipulada por el gobernador fue notificar al cabildo de la ciudad de la situación, para que este a su vez informara en los parajes indicados las previsiones necesarias. Por su parte, el fiscal, con la celeridad que se ameritaba, dispuso el 29 de febrero que se instalara el mencionado “degredo” para el cumplimiento de la cuarentena; asimismo, que se desinfectase y purificase la ropa en una tienda hecha al aire libre para tal fin; que las cartas remitidas de dicha ciudad se pasaran por vinagre, y en caso de que se enviara plata se procediese de la misma manera; también se disponía que para la seguridad y tranquilidad de la ciudad se debía poner centinelas de íntegra satisfacción en el puerto de Opón, en el río de Sogamoso, en la villa de Ocaña, en el puerto de Honda y en el presidio de Carare, que eran los parajes por donde se podían introducir personas y ropa; al igual que un ministro togado en la boca del Monte, un regidor de esta ciudad en la venta de Sopó, y otras personas de esa calidad en los demás sitios que se considerasen convenientes.

Por otra parte, al fiscal le parecía prudente que se notificara a son de cajas en la ciudad de Santafé y en todas las del reino que las personas que desearan trasladarse de una a otra o hacia la capital debían llevar certificación, bien fuera del escribano del pueblo, de las justicias, del corregidor, o del cura con testigos -según la autoridad que hubiese en cada lugar-. Dicha certificación debía incluir las características físicas de cada persona, es decir, estatura, cabello, ojos y demás señales de su fisonomía, al igual que la cantidad y la calidad de las cargas que llevaba, así como la fecha de partida del viajero. También se señalaba que en las ciudades por donde este pasara se debía guardar el degredo. Tal era la rigurosidad del caso que la pena recomendada para aquellos que osaran contravenir la orden o quebrantar el degredo era la muerte misma (AGN, SC, P, t. 47, leg. 11, doc. 10, ff. 226 V.-227 r.).

Este elocuente pasaje proporciona datos interesantes sobre aspectos como la desinfección de objetos, las rutas por las cuales se podía trasladar la enfermedad desde Cartagena, hasta la manera de demostrar que se estaba a salvo de esta para poder transitar por el virreinato, así como la severidad de los castigos para quienes no cumplieran con las medidas impuestas. Esto último lleva a plantearse una interrogante, que no necesariamente se podrá responder: ¿cuál era la razón de este castigo tan severo?, es decir, ¿solo buscaba atemorizar a los viajeros para que cumplieran a cabalidad el ordenamiento?, ¿la disposición de las autoridades era la respuesta a la falta de cumplimiento de las medidas de prevención?, o ¿tanto era el miedo a las epidemias que se actuaba con mucha rigurosidad?

En cuanto a las rutas de posible contagio se puede agregar unas líneas: “Como era conocido desde el siglo XVI, los contagios llegaban en los galeones y seguían su curso con los comerciantes y mercaderes por los caminos y rutas que conducían a la región central del territorio neogranadino” (Gutiérrez 4). La comunicación entre Cartagena y Santafé era de gran importancia para el reino de Nueva Granada, por la función que cumplía cada uno en la sociedad: la primera, por ser la llave del virreinato y la segunda por ser la capital. En este sentido, se trazó una ruta que combinaba el transporte fluvial con el terrestre, compuesta de varios trayectos.

Fuente: elaborado por Gonzalo Silvestre Zepeda Ferrer, basado en Ogilby, John, “Terra Firme et Novum Regnum Granatense et Popayan”, 1671, H219, Banco de la República, Biblioteca Virtual.

Figura 1 Ruta de contagio y puestos de control 

La primera parte se hacía desde Cartagena hasta el puerto de Honda, a través del río Magdalena, y podía demorar entre veinte días y tres meses, dependiendo de las condiciones climáticas. Este tramo, a su vez, estaba compuesto de tres etapas: Cartagena-Barrancas (4 días aprox.), Barrancas-Mompox (4 días aprox.) y Mompox-Honda (20 días aprox.). La segunda parte del recorrido lo constituía el famoso camino Honda-Santafé, el cual era uno de los más transitados de la Nueva Granada, pero también uno de los más peligrosos y difíciles de recorrer, ya que presentaba muchos barriales, rocas y piedras. De Honda a Santafé había una distancia de 23 o 24 leguas, que se podían recorrer entre cuatro y seis días en época de verano y hasta el doble en invierno. En este trayecto había diferentes parajes: Mariquita, la villa de Guaduas, El Raizal, Chinauta, Villeta, Facatativá y finalmente Santafé (M. Jiménez 119-120)9.

La relevancia de Honda como punto estratégico de enlace entre Santafé y Cartagena explica el hecho de que el 3 de marzo se enviaran indicaciones específicas al poblado para que allí se examinara a las personas que llegaran de Cartagena y, en caso de ser cierto el contagio, en el puerto se estableciera allí el degredo mencionado anteriormente. Asimismo, el fiscal don Gil de Cabrera y Dávalos ordenaba que las justicias de Honda procedieran a cumplir las indicaciones con todo el rigor y que ninguna justicia o persona estorbara la comisión, so pena de 200 pesos de buen oro para la cámara de su majestad (AGN, SC,P, t. 47, leg. 11, doc. 10, ff. 228-229).

Estas, sin embargo, no fueron las únicas disposiciones enviadas desde la capital. Otra fue de especial importancia, pues tenía que ver con la indagación de lo que sucedía en Cartagena, por medio de los testimonios de los mercaderes y transeúntes provenientes del puerto. Debido a que esta es una parte decisiva y extensa del expediente, se le dedica un apartado.

¿El esparcimiento de un rumor o el desconocimiento de una enfermedad?

Como se anunció al inicio, para Jean Delumeau “un rumor nace [...] sobre un fondo previo de inquietudes acumuladas y es el resultado de una preparación mental creada por la convergencia de varias amenazas o de diversas desgracias que suman sus efectos” (213). Los interrogatorios que se realizaron a mercaderes y vecinos de Cartagena, Santafé y las regiones aledañas resultan de sumo interés, ya que encierran entre líneas el temor a la recién llegada “peste”, a la vez que revelan detalles sobre la etiología y sintomatología de esta, pero no solo eso, sino que también llegan a poner en duda su existencia (véase la tabla 1).

Tabla 1 Declarantes 

Declarante Estancia en Cartagena desde la llegada de la armada Número de muertos Periodo de desarrollo de la enfermedad10 Enfermedad / síntomas
Francisco Luis de Lara - - Desde 3 días No reconocida
Adam José Mesa 24 días 100 3, 4 y 6 días No reconocida / síntomas: resfríos y sangrados por excesos en las bebidas
Tomás de León y Cervantes 40 días 500 Desde 3 días No reconocida / causas: excesos en bebidasy comidas
Juan González de Estrada 40 días - Desde 3 días No reconocida / causas: excesos en bebidasy comidas
Pedro Moscoso ¿1 mes? 800 Desde 3 días No reconocida / bochornos prolongados en la embarcación
Juan Antina Moreno 2 meses 800 - Tabardillo, flaquezas de estómago, excesos No contagioso
Manuel Martínez del Real 9 días - No hubo muerte repentina No reconocida
Francisco de Escoto 2 meses 150, 900, 1800 - Excesos de comidas y bebidas
Juan José Joseph de Figueroa 1 mes - No hubo muerte acelerada -
González - - - Diferentes achaques
Cristóbal de Pantoja - 1100 y más - -
Francisco de Ledesma 8 días No supo nada - -
Francisco de Espinoza 1 mes 150 3, 5 y 8 días Calenturas ardientes, delirios
Francisco Gutiérrez 1 mes 150 3, 4, 6 y 8 días No contagioso Calenturas, desvarios Causas: falta de bastimentos (pan)
José Flores 1 mes 150 3, 4, 6 y 8 días No contagioso Calenturas con desvarios Causas: falta de bastimentos (pan)

Fuente: elaboración propia.

El 13 de marzo de 1696, don Vicente Landaverde, alcalde ordinario y juez de puertos de Honda, notificaba al fiscal el arribo de embarcaciones con mercaderes, por lo cual se disponía a hacer las averiguaciones correspondientes. Así, el 14 de marzo comenzaron los interrogatorios a las siguientes personas: Francisco Luis de Lara, Adam José de Mesa, Tomás de León y Cervantes, Juan González de Estrada, Pedro Moscoso, Juan Antina Moreno, Manuel Martínez del Real, Francisco de Escoto, Juan José de Figueroa, un sujeto de apellido González y una copia de la carta del capitán Cristóbal de Pantoja. Así, el alférez Francisco Luis de Lara, mercader español, que había llegado en la armada al ser preguntado sobre la supuesta “peste” dijo:

[...] sabe por haberlo visto que muchísima gente de la presente armada ha muerto en la ciudad de Cartagena después de llegados galeones y pocos o ninguno de los que estaban en estas partes en que se ha reconocido que los que han muerto son chapetones de este primer viaje y que la formalidad de su fallecimiento ha sido según se ha experimentado de tres días para arriba sin que se haya sabido ni reconocido ser la calidad de su accidente por los médicos de la dicha ciudad de Cartagena y que las dichas muertes se han experimentado así en los de buen trato como en los pobres. (AGN, SC,P, t. 47, leg. 11, doc. 10, ff. 229 V.-230 r.)

Ese mismo día, el mercader Adam José de Mesa dijo haber permanecido en la ciudad de Cartagena veinticuatro días, desde la llegada de la armada, y haber visto y oído decir que fallecieron cien o más personas tanto de las “de buen trato como pobres”, y que todos los muertos habían llegado por primera vez a las Indias. Agregó que “las formalidades de su fallecimiento eran en tres o cuatro o seis días para arriba sin que por los médicos de la dicha ciudad se hubiese reconocido el achaque de qué morían”. Y añadió que “lo que se ha reconocido por la gente de la dicha armada ha sido que los más que mueren ha sido de cometer excesos en las bebidas de que proviene resfríos y luego los sangran” (AGN, SC, P, t. 47, leg. 11, doc. 10, ff. 230 r. -230 v.).

Por su parte, el mercader Tomás de León y Cervantes, vecino de Cartagena, señaló que estuvo en dicha ciudad en los cuarenta días posteriores al arribo de la armada, que fue testigo de algunas muertes y escuchó que el número llegó a quinientas personas. También ratificó lo testificado por Adam José de Mesa sobre las “formalidades” y las causas de muerte (AGN, SC, P, t. 47, leg. 11, doc. 10, ff. 231 r.-231 v.). Igualmente, el mercader español Juan González Estrada, quien llegó en la armada, repitió esta versión (AGN, SC, P, t. 47, leg. 11, doc. 10, ff. 229 V.-230 r.), mientras que Pedro Moscoso, vecino de Santafé, quien recién venía de Cartagena, señaló que el número de personas presuntamente muertas era de ochocientas, todos de la armada, y agregó que se presumía que la causa era por los bochornos tan prolongados que padecían en la embarcación (AGN, SC, P, t.47, leg. 11, doc. 10, ff. 231 V.-232 r.).

Uno de los testigos que proveyeron más información fue el mercader y capitán don Juan Antina Moreno, quien el 15 de marzo indicó que estuvo diez meses en Cartagena aguardando la llegada de la armada y que luego de que esto ocurrió se quedó allí por un periodo de dos meses, cuando oyó decir que murieron ochocientas personas de todas las calidades. Igualmente, declaró que muchos de sus amigos provenientes de España en dicha embarcación habían enfermado y que habiéndolos visitado se percató de que padecían diferentes enfermedades: unos tabardillo y otros flaquezas de estómago, así como el mal gobierno y desórdenes en su alimentación. Para Antina, no se trataba de ningún achaque contagioso, pues los vecinos de Cartagena asistían a los enfermos en todo lo que necesitaban sin haber peligrado ninguna persona de allí, y en caso de morir solo lo era por causas naturales (AGN, SC, P, t. 47, leg. 11, doc. 10, ff. 232 r.-232 v.).

También ese mismo día el mercader Manuel Martínez del Real proporcionó información que descartaba cualquier enfermedad contagiosa, pues dijo que durante el tiempo que estuvo en Cartagena se había hospedado en la casa de un médico y que por ello sabía que los enfermos atendidos por este no corrían ningún tipo de riesgo y que, si bien supo que morían muchas personas de la armada, desconocía el número y el tipo de achaque (AGN, SC, P, t. 47, leg. 11, doc. 10, f. 233).

El 16 de marzo, Francisco de Escoto, también recién llegado en la armada, dijo que en un periodo de dos meses vio morir en la ciudad de Cartagena hasta 150 hombres, y que posteriormente, mientras se encontraba en Barrancas, unos quince días antes de declarar, escuchó que el número había subido a novecientos, y que luego en Mompox tuvo noticia de que la mortandad había ascendido a 1800. Según Escoto, los que había visto morir formaban parte del grupo que viajaba por primera vez a estas tierras y que la causa era el exceso en comidas y bebidas (AGN, SC, P, t. 47, leg. 11, doc. 10, f. 233 v.).

Tanto el español Joseph Juan de Figueroa, como el testigo González, vecino de la villa de Mompox, repitieron las noticias sobre la mortandad de personas llegadas en la armada, en tanto que el capitán Cristóbal de Pantoja tenía una carta escrita desde la villa de Mompox el 17 de febrero por don Esteban de Esqueda, en la cual se daba noticia de las más de mil muertes ocurridas en Cartagena (AGN, SC, P, t. 47, leg. 11, doc. 10, ff. 234 r.-235 v.).

Las indagaciones, sin embargo, no terminaron allí, pues en Santafé también se hizo lo propio. Así, el 1.° de mayo, Francisco de Ledesma declaró que solo había estado en Cartagena ocho días después del arribo de la armada y que ni en ese tiempo, ni por noticias había tenido información sobre contagio alguno en aquella ciudad. Por su parte, los españoles Francisco de Espinosa, Francisco Gutiérrez y José Flores, residentes de Santafé, quienes habían estado en Cartagena cuando llegaron los galeones, declararon que un mes después de su atraco en el puerto, la ciudad estaba enferma “como sucede en todas las ocasiones de armada”, que el número de muertos hasta ese momento era de hasta 150 personas, tanto de la armada como de tierra y que los médicos decían que el achaque correspondía a “calenturas ardientes”, seguidas de delirios, pero que no todos peligraban, ya que algunos mejoraban, mientras que los que morían lo hacían en tres, cuatro, seis u ocho días. Igualmente, destacaron que no se le dio el nombre de contagio a estas muertes, y que más bien se atribuía a falta de “bastimentos y particularmente del pan” (AGN, SC, P, t. 47, leg. 11, doc. 10, ff. 218 r. -220 v.).

El expediente se queda en los testimonios, sin haber alguna conclusión sobre el asunto. En todo caso, es obvio que las diferentes noticias, rumores y opiniones sobre lo que acontecía en Cartagena a comienzos de 1696, no deben llevar a pensar que se trataba de una noticia sin importancia o de “un chisme” desafortunado. Como se puede observar, no hay uniformidad de opiniones sobre la cantidad de muertes, la etiología de la enfermedad o los síntomas; no obstante, casi todos los testigos consideraban que no se trataba de ninguna enfermedad contagiosa y que los más afectados eran los recién llegados de la armada, sin distinción de nivel socioeconómico.

En este punto, conviene retomar los planteamientos de Jean Delumeau (132) sobre el comportamiento de las autoridades, especialmente las sanitarias, ante las pestes en la Europa del Antiguo Régimen. Para el autor, dichas autoridades por lo general mostraban una actitud negligente, lo cual se fundamentaba en que no se quería sembrar pánico en la sociedad, o bien para no afectar de manera negativa las transacciones económicas con el exterior, y, lo más importante, para no generar miedo. Este aspecto en particular conducía a las autoridades y a los médicos a retrasar la aceptación de las pestes, e incluso a plantear diagnósticos menos graves y señalar que se trataba de un “mal común, fiebres tercianas y dobles, difteria, fiebres persistentes, punzadas en el costado, catarros, gotas y otros padecimientos semejantes”; en otras palabras, las autoridades sanitarias “buscaban, pues, cegarse a sí mismos para no darse cuenta de la ola ascendente del peligro, y la masa de gentes se comportaba igual” (Delumeau 133). De esta manera, aunque las acciones de investigación fueran rápidas, como se vio en el apartado anterior, es posible que la admisión de la epidemia fuera retrasada.

¿Acaso sucedió esto en Cartagena?, es decir, ¿las diferentes formas de nombrar la enfermedad por los médicos constituían una negación de esta? o, ¿verdaderamente se trataba de un falso rumor de peste? Nuevamente, no tenemos la respuesta, pero lo que también se puede señalar es que ante un fenómeno natural o social que trastornaba la seguridad y la cotidianeidad social era frecuente que se generaran rumores, lo que podría conllevar mayor zozobra en la sociedad (Molina, “Entre el miedo” 107).

Por otra parte, se puede señalar la posibilidad de que durante el periodo en cuestión se hubiesen presentado de manera simultánea una serie de enfermedades que alarmaron a algunos pobladores, de modo tal que se enviaron cartas dando cuenta de ello. Como se desprende de una de las declaraciones, al parecer, al arribo de los galeones era común el brote de alguna enfermedad, aunque no necesariamente de proporciones epidémicas o pandémicas. Aunque también podría plantearse que la enfermedad estaba afectando solo a los recién llegados por las condiciones que se enfrentaban en viajes como aquellos, es decir, que duraban no menos de seis semanas y proliferaban las enfermedades (Segovia 158), quizá a causa de las condiciones de insalubridad de las embarcaciones, además de que la alimentación no era la mejor.

En este sentido, se pudo tratar de tifo, si se considera que esta enfermedad se vinculaba con el estado de alimentación de una población y su higiene. El tifo tenía un periodo de incubación de catorce a veintiún días (Pérez 71-72). Si se recuerdan las declaraciones de tres a ocho días como lapso en que se presentaba la muerte una vez se manifestaban los síntomas, queda la hipótesis de que algunas de estas personas ya venían enfermas antes de llegar a la ciudad, lo cual cobra sentido si se toma como veraz el testimonio del mercader Adam José de Mesa, de más de 150 muertos en veinticuatro días. No obstante, esta hipótesis se tambalea cuando se pregunta porqué los habitantes de Cartagena no se habían contagiado en un lapso de dos meses, que es el periodo más extendido de los testimonios.

Esta situación era similar a la de la peste bubónica pues, aunque esta se transportaba en mercancías -como supuestamente ocurrió con la “peste” de 1696-, al parecer no se presentó en los puertos colombianos sino hasta comienzos del siglo XX11. Por otra parte, la opción de la fiebre amarilla o vómito negro podría ser una posibilidad, si se tiene en cuenta que esta arribó a Cartagena en 1651 y mantuvo una presencia en la región Caribe en oleadas epidémicas esporádicas hasta 1830, cuando se expandió a otras zonas del país gracias a la navegación a vapor (Hernández et al. 56), y que muchos de los testimonios aluden a flaquezas de estómago y calenturas, síntomas de esta enfermedad. Igualmente, es importante recordar que la fiebre amarilla tiene como agente un virus septicémico transmitido por un mosquito, el cual vive en ambientes climáticos de altas temperaturas, como lo es el caso de Cartagena (Pérez 77).

Aunque no hay certeza de lo que sucedía en el puerto, lo que sí se puede reiterar es que la ciudad presentaba las condiciones para que pulularan las enfermedades. En ese sentido, algunas de las más comunes eran las bubas, la sífilis, la lepra (considerada endémica en la región), la disentería, las fiebres (tercianas, cuartanas, recias o ardientes y lentas o flemáticas), y también eran recurrentes las apostemas externas e internas, las enfermedades urinarias, hernias, dolores de costado, problemas pulmonares, afecciones gástricas, hidropesía, jaquecas, hemorragias, entre otras.

La viruela, por su parte, era una enfermedad que causaba gran preocupación por sus efectos catastróficos (Munive 181). También el tifo fue recurrente en la ciudad, como se ha apuntado al inicio de este escrito. Esta situación se puede constatar en la saturación de los centros asistenciales. Margarita Garrido ha señalado:

Los hospitales de San Lázaro y de San Sebastián, administrados por religiosos, permanecían llenos de enfermos. Los informes sobre la situación de pobreza e insuficiencia de los hospitales se repiten en las cartas de los obispos al Rey, en los discursos de Méndez Nieto y en los testimonios sobre San Pedro Claver [...]. Los padres de San Juan de Dios se veían agobiados por el número de soldados que regresaban de excursiones militares en la provincia, muy especialmente al arribar la flota que traía hasta 300 enfermos de los viajes, y por la inexistencia de una enfermería para las mujeres, lo que dificultaba su atención. (489)

Si se considera lo expresado anteriormente, sobre todo lo relativo a la cantidad de enfermos que llegaban en los galeones, no resulta descabellado el número que dan algunos testigos de 100 o 150 muertos de la armada del conde de Saucedilla. Podría decirse, entonces, que es comprensible que la sociedad cartagenera sintiera temor ante este tipo de situaciones y esparciera rápidamente el rumor de la peste. La misma autora expresó también que los mayores miedos de los habitantes de Cartagena en el siglo XVII estaban relacionados con la pérdida de los grandes bienes del individuo, y estos eran: la salud, la familia, la comunidad, la riqueza, ser servido y la vida eterna, así como con las enfermedades, la muerte, las pestes, el diablo, las tempestades, las plagas, entre otros (Garrido 456).

En una sociedad en la cual la religión tenía un papel fundamental, la población muchas veces creyó que se trataba de un castigo divino, a la vez que consideraba que una manera exitosa de enfrentar estas amenazas era implorando la ayuda divina. Por ello, se acudía a Dios, a la virgen y a los santos para invocar su protección. También se celebraban procesiones con las imágenes de los santos o se levantaban templos, como el que se terminó de construir en la ciudad en 1674, por orden del cabildo, en el barrio Getsemaní, en honor de un santo por la epidemia de fiebre amarilla (Durán 62).

Algunas consideraciones finales

Gracias a este caso de la supuesta “peste formal” de 1696, fue posible acercarse a las epidemias que padecieron los pobladores de Cartagena durante el siglo XVII. De esta manera, se hizo notorio el hecho de que este tema no se encuentra bien documentado. Aunque hay algunas investigaciones al respecto, lo cierto es que falta mucho por hacer, hay más preguntas que respuestas y es posible que si se hurga en los archivos salgan a la luz nuevos casos de “pestes” que ni siquiera se han podido categorizar o identificar. En este orden de ideas, no puede concluirse este trabajo afirmando si existió o no la “peste formal” del696, o de qué tipo de enfermedad se trató, pues el expediente que se consultó está inconcluso y hay muchas versiones encontradas. Esto se vio dificultado, además, por la imposibilidad de revisar otro tipo de fuentes, como registros de defunción o de hospitales de Cartagena, que quizá permitan dar otras explicaciones a lo sucedido.

Empero, en este pueden presentarse algunas reflexiones finales. En el caso de la sociedad que se estudia, es evidente que la amenaza de las enfermedades, de las epidemias y de la muerte siempre estaba acechando, sobre todo si se recuerda que las condiciones sanitarias, especialmente en el puerto de Cartagena no eran óptimas, que el arribo de flotas con personas enfermas era un hecho constante, y no había tratamientos médicos eficaces para algunos padecimientos, entre otras dificultades. Todo esto, seguramente abrió el camino para que ante la más mínima duda de una epidemia el rumor se convirtiera en una realidad amenazante. Asimismo, al parecer, la incertidumbre provocada por esta situación se puede palpar entre líneas en el documento que se analizó, pues la inmediatez de los degredos, las desinfecciones de objetos, los funcionarios apostados en los puntos designados, la notificación de los acontecimientos a son de cajas en todo el reino, las pesquisas que se realizaban a los testigos, las medidas coercitivas y las otras acciones mencionadas reflejan el temor a que la aparente “peste” se esparciera.

De esta manera, se puede enfatizar que en el caso que se viene estudiando, seguramente la sociedad involucrada sintió temor de sufrir los embates de la enfermedad, morir a manos de ella, perder a sus familiares, quedarse solos, en fin, las múltiples situaciones de vulnerabilidad que ocasiona una epidemia. También, las autoridades debieron preocuparse por el pánico social y el malestar económico que podía incitar esta, sobre todo si se tiene en cuenta que las ciudades más afectadas eran centros claves del funcionamiento colonial, por lo que también parece que se tomaban en serio las investigaciones sobre el tema. Ahora bien, que se aceptara con la misma inmediatez la realidad de la enfermedad es otro asunto.

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2Esta obra aparece citada en diversos estudios tanto para Santafé como para Cartagena (Soriano).

3Otros de los trabajos de Emilio Quevedo son: “Los tiempos del cólera”, “Cuando la higiene se volvió pública”, y una obra monumental de cinco volúmenes titulada La historia de la medicina en Colombia, cuyos dos primeros volúmenes están dedicados al periodo del Virreinato y una parte de la República.

4El autor destaca que probablemente hubo más población esclava que no fue Incluida en el conteo. También indica que en un censo posterior, de 1799, solo se registraron 88 indios, pero no explica los motivos de su baja densidad demográfica.

5La catástrofe demográfica postulada por la escuela de Berkeley, según la cual entre 1519 y 1625 la población de México central perdió 25 millones de habitantes a causa de las enfermedades infecto- contagiosas que trajeron los conquistadores y colonizadores europeos, también ha sido empleada para explicar otras realidades latinoamericanas. Sobre esta teoría existen interesantes discusiones (véase Rabell 18-35; Livi 31-48; Sánchez 9-18).

6La carta fue escrita por el padre fray Francisco de Ovalle, guardián de San Diego, y enviada a Santafé al padre fray Diego Barroso de la orden seráfica, dando cuenta del “achaque pestilencial” que se vivía en Cartagena (AGNC, P,SC.47, 11, D. 10, f. 227 v.).

7Escrita por el capitán Cristóbal de Pantoja a Esteban de Esqueda (AGNC, P,SC.47, 11, D. 10, ff. 235 r.-v.).

8En este punto es importante precisar algunos apuntes sobre la terminología que nos ofrece el expediente, en específico los referidos a peste formal y peste chapetonada. En primer lugar, podemos señalar que chapetón era el nombre con el cual los locales llamaban a los españoles que arribaban a la Nueva Granada. De manera que, las pestes chapetonadas eran aquellas que llegaban en los barcos que atracaban en la costa norte del reino, especialmente en Cartagena, y que después se diseminaban al continente con los viajeros, en tanto que las pestes formales aludían a aquellas que tenían un origen local. Al parecer las chapetonadas no eran graves, por lo cual las que causaban mayor preocupación a las autoridades eran las formales. Así, al confirmarse que estas “habían picado a los naturales”, se tomaban las medidas necesarias (Quevedo, “El modelo” 51).

9Al respecto, véase la figura 1.

10En el documento se usa la expresión formalidad. En este caso se refiere específicamente al tiempo que transcurría entre el contagio y la muerte de los más afectados.

11De hecho, la presencia de la peste bubónica en Colombia todavía se pone en duda (véase Valderrama 133-171).

1Licenciada en Historia por la Universidad Central de Venezuela, maestra en Historia de América del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, en la actualidad cursa estudios de doctorado en Historia en el Colegio de México. Ha desarrollado diversas investigaciones dedicadas al periodo colonial, entre las que destaca el estudio de la Inquisición.

Recibido: 16 de Febrero de 2022; Aprobado: 05 de Julio de 2022

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