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Aletheia. Revista de Desarrollo Humano, Educativo y Social Contemporáneo

On-line version ISSN 2145-0366

Aleth. rev. desarro. hum. educ. soc. contemp. vol.9 no.2 Bogotá July/Dec. 2017

 

Artículos de investigación

Lenguajes poéticos desde el silencio, un encuentro con la experiencia*

Poetical Languages from Silence: An Encounter with Experience

Linguagens poéticas desde o silêncio, um encontro com a experiência

Paula Andrea Villada-Rendón **  

** Docente de Cátedra de la Escuela de Nutrición y Dietética - Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia. Magíster en Educación y Desarrollo Humano. Correo electrónico: villada.paula@gmail.com. Código orcid: 0000-0002-1881-1464


Resumen

Diferentes autores han reflexionado sobre la crisis de la experiencia en la modernidad, época en la cual es concebida como experimento y no como experiencia particular que surge del acontecer y genera sorpresa y novedad. En este sentido, el artículo invita a pensar el concepto de experiencia desde la propuesta hecha por Jorge Larrosa, como "eso que nos pasa", que nos permite hacernos conscientes de nosotros, de los otros y del mundo, que genera transformaciones. Más allá de la saturación de información y de comunicación provocada por el sistema tecnológico actual, del afán, fruto de la competencia y de la incansable búsqueda de una mayor productividad, es necesario volver al silencio, que implica presencia y atención, en el cual la experiencia encuentra la posibilidad de nacer y dar paso a la apertura, al reconocimiento y a la contemplación de aquello que de manera inesperada y singular brinda sentido a la existencia y nos posibilita reconocer el rostro de ese otro que también nos interpela. El asombro, la imaginación y los sueños tienen cabida en el silencio, y, para ello, es necesario recuperar otros lenguajes poéticos como el arte.

Palabras clave: Experiencia; arte; silencio; transformación

Abstract

Different authors have reflected on the crisis of experience in modern times, in which is conceived as an experiment and not as an experience arising from events and that generates astonishment and freshness. In this sense, this article bids us to think, from Jorge Larrosa's proposal, the concept of experiencing as "something occurring to us" which allows us to become aware of ourselves, others and the world surrounding us, and to generate transformations. Due to the overload of information and communications triggered by the current technological system; the rush, because of competition and the relentless pursuit for greater productivity, it is necessary to return to silence. Since it implies presence and attention, experiencing finds an opportunity to rise and to give way to openness, awareness and contemplation of everything that, unexpectedly and uniquely, gives meaning to existence while enabling us to acknowledge the presence of which who also question us. Wonder, imagination and dreams have a place in silence, and therefore, it is a must to recover other poetical languages as art.

Keywords: Experience; art; silence; transformation

Resumo

Diversos autores já refletiram sobre a crise da experiência na modernidade, época na que é concebida como experimento e não como experiência particular que surge do acontecer e gera surpresa e novidade. Nesse sentido, o artigo convida a pensar o conceito de experiência desde a proposta feita por Jorge Larrosa, como "isso que nos acontece", que nos permite ser conscientes de nós, dos outros e do mundo, que gera transformações. Além da saturação de informações e comunicação provocada pelo sistema tecnológico atual, do afã, produto da competência e da insaciável procura de uma maior produtividade, é preciso regressar ao silêncio, que implica presencia e atenção, onde a experiência encontra a possibilidade de nascer e dar passo à apertura, ao reconhecimento y à contemplação daquilo que de forma inesperada e singular dá sentido à existência e possibilita reconhecer o rosto desse outro que também nos interpela. O assombro, a imaginação e os sonhos têm lugar no silêncio e, para isso, é preciso recuperar outras linguagens poéticas como a arte.

Palavras chave: Experiência; arte; silêncio; transformação

Allá, donde terminan las fronteras, los caminos se borran. Donde empieza el silencio.

Avanzo lentamente y pueblo la noche de estrellas, de palabras, de la respiración de un agua remota que me espera donde comienza el alba.

(Paz, 1998)

El presente artículo nos invita a pensar el concepto de experiencia, principalmente, en el sentido propuesto por Jorge Larrosa, es decir, como "eso que nos pasa". Larrosa2 (2003) en sus diferentes estudios sobre el tema plantea la importancia de volver a ese sentido primero de la experiencia, entendido como un páthei máthos, es decir, como un aprendizaje que se padece, que implica desasosiego e incertidumbre, como "ese saber que transforma la vida de los hombres en su singularidad" (Larrosa, 2003, p. 35). Concebida así, argumenta que no tiene nada que ver con el método de la ciencia moderna, que inicia Bacon y alcanza su máxima formulación en Descartes, en el cual la experiencia se convirtió en experimento como un camino seguro y comprobable, como una forma de apropiar y acumular conocimientos que siempre están fuera de nosotros, y de mediar entre estos y una vida concebida solo desde lo biológico para generar maneras de sobrevivencia y adaptación.

Larrosa(2003) plantea que en la actualidad

[...] la experiencia ya no es lo que nos pasa, [...] sino el modo como el mundo nos vuelve su cara legible, la serie de regularidades a partir de las que podemos conocer la verdad de lo que son las cosas y dominarlas. (p. 25).

Siendo así, dice que el conocimiento es un mathema, una acumulación progresiva de verdades objetivas que permanecerán externas al hombre.

Refiere entonces que es necesario volver a lo que nos haga pensarnos de manera diferente, volver al tiempo humano que está dotado de sentido, que es singular, en el que las personas adquieren una forma concreta y no universal y abstracta. Por tanto, propone recuperar la categoría de experiencia y volver al concepto de esta en su proximidad con la palabra vida que tiene mucho que ver con la fecundidad, reflexionada por María Zambrano, y con el nacimiento o la natalidad, propuesto por Hannah Arendt. La palabra vida es acogida por Larrosa desde su raíz griega "bios" que se refiere no solo al sentido biológico, sino al sentido o sinsentido de la vida, a las historias, a la biografía (singular e irrepetible) y que requiere también de un mundo de relaciones con los otros, de tradiciones y de exposición a la novedad.

La experiencia es lo que nos pasa, porque qué es la vida sino el pasar de lo que nos pasa y nuestras torpes y a veces inútiles tentativas de elaborar el sentido o los sinsentidos de lo que nos pasa. (Larrosa, 2007).

En relación con los anteriores planteamientos, este artículo nos invita a pensar la experiencia como aquello que nos permita hacernos conscientes de nosotros mismos, de los otros y del mundo; esquivar la vida sumida en lo rutinario, en lo estandarizado, en las masas y en las multitudes, donde el otro no tiene rostro, ese rostro resaltado por Lévinas que nos permite reconocer nuestro propio rostro hoy, perdido en lo fugaz, en aquello que se actualiza constantemente y que en tantas ocasiones es virtual, impidiéndonos el contacto con la piel del otro, con su mirada y con su voz.

Los demás planteamientos aquí esbozados, desde autores como Bárcena, Mèlich, Arendt, Benjamin, Gadamer, entre otros, nos invitan igualmente a habitar un espacio en donde el afán no sea la única prioridad, donde el silencio y el arte ocupen un lugar que posibilite el paso en la apertura, el reconocimiento y la contemplación de aquello que, de manera inesperada y singular, da sentido a la existencia, que nos estremece y nos devuelve a la vida, al instante, a escuchar el latido de nuestro corazón, a percibir la sensibilidad de nuestra piel, a conectarnos con esos otros mundos que pasan silentes, invisibles a nuestras miradas, desconocidos y negados, los cuales, sin saberlo, nos transforman y también nos constituyen.

Para adentrarnos en las reflexiones propuestas abordaremos el artículo en tres partes: (1) la crisis de la experiencia en la modernidad; (2) el silencio: un encuentro con la experiencia, y (3) el arte: una alternativa para el acontecer.

La crisis de la experiencia en la modernidad

Pensar en la modernidad es centrarnos en un época desprovista de silencio, en la cual prima la razón que no permite concebir la experiencia como relevante, pues, según Benjamin (1977), esta fue pensada como "una máscara sin expresión, impenetrable y siempre igual" (citado en Rosas, 1999, p. 171), pasando de la experiencia particular que no se puede sino tener a la experiencia general que solo se puede hacer, es decir, convirtiendo la praxis en teoría (Bentolilla, s.f.), la experiencia en experimento, en algo revisable y sometido a control, y no en algo que genere asombro y novedad.

En este sentido, Didi-Huberman (citado en Bárcena, 2012a) habla de la caída de la experiencia en el mundo moderno, teniendo como referencia el diagnóstico realizado por Benjamin (1933) en el cual dice que "Una pobreza del todo nueva ha caído sobre el hombre al tiempo que ese enorme desarrollo de la técnica. Y el reverso de esa pobreza es la sofocante riqueza de ideas que se dio entre la gente [...]" (p. 1). Dicho planteamiento fue retomado por Agamben (s.f.), quien argumenta que, en la existencia cotidiana en una gran ciudad, "El hombre moderno vuelve en la noche a su casa extenuado por un fárrago de acontecimientos -divertidos o tediosos, insólitos o comunes, atroces o placenteros-sin que ninguno de ellos se haya convertido en experiencia" (p. 152).

Atendiendo a estas reflexiones, la pobreza de experiencia no solo se da por la "experiencia de la guerra" que argumentaba Benjamin (1933), y que hoy seguimos viviendo, sino, de manera determinante, por la saturación de actividades que se presentan en nuestras vidas sin tocarnos, pues los ritmos apresurados que aceptamos a los cuales nos acostumbramos nos impiden estar atentos y abiertos a lo contingente.

Así, la experiencia en la actualidad, en el sentido propuesto por Larrosa "eso que nos pasa, que nos acontece", está en crisis. El mundo acelerado y ruidoso que habitamos no nos permite tener experiencias. Vivimos con afán, nuestro pensamiento está ocupado en las responsabilidades y compromisos que asumimos, en el mal llamado progreso que nos obliga a establecer una relación con el estudio y con el trabajo casi íntima, para lograr, en medio de la competitividad y la producción, el estatus deseado que nos dé capacidad suficiente de adquirir lo que el modelo de la modernidad nos prometió como medio para alcanzar felicidad, dejando a un lado la posibilidad de tener experiencias.

Al respecto, con Musil (1993), podríamos decir que "hemos conquistado la realidad y perdido el sueño. Ya nadie se tiende bajo un árbol a contemplar el cielo a través de los dedos del pie, sino que todo el mundo trabaja" (p. 48), ya no pensamos en aquello que es simple y sensible, que genera emoción, aventura y que puede ser inesperado, porque los ritmos cotidianos nos obligan a controlar nuestra existencia.

La vida de un ser humano está programada desde antes de su concepción: planeamos el tiempo en que nacerá; la manera en que el parto se dará; determinamos dónde y de qué forma se educará en sus primeros años de vida; escogemos los lugares que debe frecuentar; el segundo y tercer idioma que aprenderá; las instituciones en que tendrá su formación primaria, media y superior; los cursos a que asistirá para que no pierda tiempo; el ahorro programado con el cual comprará sus vehículos, viajará y tendrá siempre al día sus equipos de última tecnología para mantenerse informado y conectado con el mundo. Planeamos su vida para que no sufra y para que pueda acomodarse a lo que la sociedad cada día nos ofrece:

[...] a las ideas de homogeneidad, de individualidad, de satisfacción por el consumo, de impenetrabilidad y perennidad de las relaciones económicas, que no aceptan discusión y exigen obediencia inmediata, sobre la amenaza de la exclusión y de la marginalidad, de aquellos que no aceptan la lógica de funcionamiento del sistema. (Fontella y Fonseca, 2010, p. 111).

De esta forma, continuamos sumiéndonos en el modelo actual del mundo, hegemónico, con sus consignas de ilustración, producción y consumismo que saturan e impiden el silencio y con ello la ausencia de experiencias y, por tanto, de transformaciones.

Igualmente, la cantidad de información que nos llega, a veces sin pedirla, la comunicación constante cargada de palabras, en ocasiones vacías, palabras no reflexionadas y tantas veces emitidas de manera virtual, no nos dejan espacios ni cabida para el silencio ni para el encuentro. Es un mundo del que se nos escapa la experiencia, por lo cual al final de cada día no tenemos nada para contar, todo transcurre de manera rápida, casi imperceptible, y el lenguaje se convierte en un "mero instrumento al servicio de la comunicación y el poder" (Bentolilla, s.f., p. 2), pero no de la experiencia; las palabras ya no brotan del corazón, dejaron de ser cálidas, sutiles, inquietas y arriesgadas.

Perdimos también la experiencia porque la modernidad nos enseñó a vivirla desde la razón, desde el conocimiento científico, desde el "método, como único camino seguro hacia la verdad y la remisión de las condiciones de la experiencia a un 'nuevo y único sujeto': el ego cogito cartesiano, elevado a axioma indiscutible de toda acción teórica" (Bentolilla, s.f., p. 3). Descartes en su método desconfiaba de la experiencia y toda su apuesta necesitaba ser confirmada mediante el estudio, la indagación y la comprobación: "La ciencia moderna consigue superar así la clásica concepción de la experiencia, cuya idecibilidad solo puede expresarse en la fábula o el relato: es decir en prácticas de narración, no teóricas" (Ben-tolilla, s.f., p. 3).

Así, la pretensión de controlar los conocimientos y el lenguaje dentro de unos marcos normativos guiados por la ciencia moderna y el sistema tecnológico que siempre están en constante actualización nos obliga a dejar atrás la experiencia como un paso, como un camino, como un viaje que supone riesgos y deja huellas, que implica ir despacio para dejar que "algo nos pase", como lo expresa Larrosa, pues estamos acostumbrados solamente a construir conocimientos bajo parámetros racionales sin tener experiencias que supongan transformaciones. No conocemos algo con certeza porque estamos colmados de cosas, hay abundancia de estímulos, pero "nada nos conmueve en lo íntimo" (Larrosa, 2009). Al respecto Heidegger expresa:

[...] hacer una experiencia con algo significa que algo nos acaece, nos alcanza; que se apodera de nosotros, que nos tumba y nos transforma. Cuando hablamos de "hacer" una experiencia eso no significa precisamente que nosotros la hagamos acaecer; "hacer" significa aquí: sufrir, padecer, tomar lo que nos alcanza receptivamente, aceptar, en la medida que nos sometemos a ello [...]. (citado en Larrosa, 2009, p. 25).

Por tanto, la planeación inquebrantable, la saturación de información, el control y la falta de tiempo nos han llevado a perder la capacidad de asombrarnos, crear, imaginar, narrar, confiar, estar expuestos, la determinación para decir no, para renunciar, nos ha llevado a perder lo singular y a ganar soledad. El miedo nos vence, "nos vuelve dóciles y obedientes" (Bárcena, 2002) frente a un modelo que nos impulsa a la producción, a la belleza, a pretender ser el mejor en el área en que nos encontremos, para permanecer y continuar supliendo las necesidades del mercado o las necesidades del conocimiento. Las experiencias ocurren fuera de nosotros, sabemos muchas cosas pero no dejamos que nada nos pase; los acontecimientos se nos dan en forma de vivencia instantánea, puntual y desconectada (Larrosa, 2009):

La expulsión de la experiencia al exterior del individuo, su expropiación como lugar de un padecer "que excluye toda posibilidad de prever; es decir, de conocer algo con certeza", asume la forma de una liberación del sentido común por la razón y la comprensión práctica del mundo (que es finita y temporal), por el conocimiento teórico de los hechos que componen este mundo. (Bentolilla, s.f., p. 2).

Por su parte, Scheerbart (citado en Benjamin, 1933) en Experiencia y pobreza, enuncia: "Estáis todos tan cansados, pero solo porque no habéis concentrado todos vuestros pensamientos en un plan enteramente simple y enteramente grandioso" (p. 3). Quizá ese plan tenga mucho que ver con el silencio y nos conduzca de regreso a la experiencia.

El silencio: un encuentro con la experiencia

Fue el canto del pájaro el que nos hizo sentirnos a nosotros mismos porque creó un fondo de silencio en el que pudimos recogernos. Un silencio de nadie, tan de nadie que podía ser de cualquiera, tuyo, mío, y en el que aquella noche, asomados a la ventana, recogidos en el silencio, nos sentimos vivos.

(Larrosa, 2003, p. 18).

¿De qué manera rescatar el silencio que nos permita volver a nosotros mismos y de este modo a la experiencia?

En este mundo acelerado y ruidoso, la saturación de palabras y de acontecimientos sin experiencia nos conduce a la necesidad del silencio. Sin embargo, pasa inadvertido para la sociedad contemporánea porque, para algunos, "el silencio es el enemigo de la palabra incesante [...]" (Bárcena, 2002, p. 26). Según Le Bretón (2002), su "legitimidad queda cuestionada", pues "la ideología de la comunicación asimila el silencio al vacío, a un abismo en el discurso, y no comprende que, en ocasiones, la palabra es la laguna del silencio" (citado en Bárcena, 2002, p. 26).

Pero el silencio es necesario, en él reposan las palabras que no pueden decirse y que son responsables del otro, aquellas que, según Wittgenstein, expresan lo más importante de la vida, "las cuestiones fundamentales de la vida", "lo que resulta decisivo" (Mèlich, 2012, p. 128-129).

Esta afirmación nos invita a volver a ese primer silencio del crecimiento interior en el vientre materno, que menciona Bárcena, en el espacio-otro de un cuerpo otro, que nos permita nacer en un lugar sin palabras o en un espacio para recuperar las palabras verdaderas y múltiples, regresar a la intimidad del silencio, a su voz y exponernos a lo imprevisible y a lo trascendental: "Venimos al silencio y al silencio vamos. Antes de la vida y después de la vida estamos instalados en el silencio. El silencio es nuestra condición y nuestro hábitat" (Bárcena, 2002, p. 26). En términos de Arendt, llamaríamos a esto "natalidad", como esa posibilidad de nacimiento, de ruptura y de sentido (Bárcena, 2006).

Hoy, necesitamos del silencio para apaciguarnos, para percibir el mundo, incluso para escuchar el reloj de la modernidad que marca incesantemente nuestro tiempo y define nuestro espacio; para sentirnos respirar y hacernos conscientes del palpitar de nuestro corazón, sabernos vivos y vulnerables. Lo necesitamos para pensar, porque "pensar nos hace presentes ante nosotros mismos" (Bárcena, 2012b, p. 237), permitiéndonos contemplar la posibilidad de transformarnos, de comprendernos y comprender el mundo, de inquietarnos para indagar, proponer y planear nuevos comienzos.

El silencio nos dispone al encuentro con la vida, su lenguaje está lleno de gestos, de recuerdos, de palabras que emergieron en otro momento, de reflexiones para reconocernos y reconocer al otro y sus silencios, esos, llenos también de ausencias, deseos o alegrías. El silencio nos da la posibilidad del acontecer porque nos deja expuestos a lo improgramable, a aquello que llega de manera impertinente, sin aviso y nos vuelca a la sensibilidad, a la apertura, a saber que los otros son seres distintos que contribuyen en nuestra configuración como sujetos, desde la relación y el vínculo.

En el silencio la experiencia encuentra la posibilidad de nacer, enunciarse y resistir, tanto la experiencia propia como la ajena en la cual no podemos intervenir porque es singular, a diferencia de un experimento que es homogéneo y generaliza. De este modo, podríamos concebir y vivir la experiencia como Larrosa (2009) lo plantea: "la experiencia es eso que me pasa a mí, que acontece en mí", por cuanto siempre tendrá un sentido y una afectación diferente, pues una experiencia es para cada cual la suya. Dicho concepto nos adentra, además, en el principio de pluralidad pensado por el autor como aquel en el que la alteridad tiene cabida, porque ante cada acontecimiento siempre habrá muchas experiencias singulares. Situándonos desde la perspectiva del otro, como lo expresa Mèlich, reconociéndolo "radicalmente otro" y haciéndonos responsables y no libres de él (Vásquez, 2014).

La pluralidad nos recuerda también que la experiencia implica pasión, que "supone un trayecto hacia afuera, [...] en el que uno si se encuentra a sí mismo es respondiendo a otro, a las demandas del otro, a las solicitudes del otro, y no tiene más remedio que dar respuesta a ese desafío [.]" (Mèlich, 2012, p. 71). Así, mediante el silencio la experiencia se abre a lo real como singular, incomprensible, incomparable, irrepetible, extraordinario, único y sorprendente. Se da libre, sin prejuicios. La posibilidad de la experiencia supone, entonces, la suspensión de cualquier exposición genérica desde la que se habla, se piensa, se siente y se vive; supone que el sujeto se mantenga en su propia alteridad constitutiva (Larrosa, 2009).

Desde este concepto de experiencia propuesto por Larrosa, el silencio, en el cual surge, no es vacío; en el vacío hay miedo, dolor, angustia, sin-sentido; no es soledad, es un encuentro transparente, tranquilo, amoroso y acogedor que nos permite el vínculo sincero con el otro en una relación en la que al final algo se ha transformado. El silencio implica presencia, atención y preparación, "una preparación de otra cosa que vendrá después" (Bárcena, 2002, p. 29), una preparación para el acontecer. Por ello estar callado, no emitir palabras, no es estar en silencio, pues este, igualmente, es eso que Bárcena (2002) nos recuerda:

Y me recorre, también, el silencio bellísimo y desconsolado de una mirada, sí, una mirada herida que me trae el dolor del mundo. Tu mirada. Tu mirada de niña, con infancia robada; tu mirada de madre, sin tiempo para amar; tu mirada de anciano, el perfil de tu mirada, la boca esbozando el dibujo de tu llanto; tu mirada de mujer amante perdida en la noche oscura de un tiempo sin retorno, tu mirada acogedora del amado moribundo. (p. 29).

En esta cita el autor evoca un silencio que nos hace visibles a los otros porque requiere estar vigilante, escuchar ese grito callado de quien se encuentra a nuestro lado. El silencio nos permite ver su rosto, aquél que Lévinas nos muestra no como el que simplemente miramos con los ojos de la conciencia o con la sensibilidad del gozo, que se convierte en dato, sino como aquél que reconocemos en su "expresión", sin necesidad de contexto, que escuchamos y que nos "interpela" (Navarro, 2008 desde aquello que no dice, porque "en la expresión un ser se presenta a sí mismo" (Levinas, citado en Navarro, 2008 p. 181).

La presencia de ese rostro nos cuestiona y nos inquieta. De esta manera, "el silencio es un estado [.], es escucha del yo, del sí mismo, de lo hondo y del mundo. El silencio es estado de vida, una intensidad de vida, un estado de nerviosa inquietud y éxtasis" (Bárcena, 2002, p. 29), como lo expresa Octavio Paz en el siguiente poema:

Silencio

Así como del fondo de la música brota una nota que mientras vibra crece y se adelgaza, hasta que en otra música enmudece, brota del fondo del silencio otro silencio, aguda torre, espada, y sube y crece y nos suspende y mientras sube caen recuerdos, esperanzas, las pequeñas mentiras y las grandes, y queremos gritar y en la garganta se desvanece el grito:

desembocamos al silencio en donde los silencios enmudecen.

(Paz, s.f.)

Este enmudecer, que nos recuerda el poeta, tiene relación con las palabras que calla el silencio, con eso que no alcanzan a expresar, pero también con eso que es necesario guardar porque cuida del otro. Por ello, el silencio es trascendencia y encuentro; es una forma de resistir, del "poder no hacer" de nuestra potencia al que se refería Aristóteles frente a los modelos que nos imponen, pero también es "una obligación respetuosa, no desesperada ni escéptica. Hay que guardar silencio para poder vivir. Hay que aprender a hablar las palabras del silencio [.] el silencio es la palabra del rostro, de la mirada, del gesto, del tacto [.]" (Mélich, 2012, p. 129).

Tal como lo expresa el poeta Lord Chandos en su carta, en la cual cuenta que, desde su experiencia en el campo donde se retiró a vivir, comprendió que el silencio habla de aquello que no se puede expresar con el lenguaje, pues le ocurría que con "su lenguaje, ya no podía expresar aquellas cosas que eran lo más importante de la vida [.], los valores más profundos -las que son inexpresables" (Hofmannsthal, citado en Mèlich, 2007, p. 224). Él recupera la cercanía de las cosas que hemos perdido cuando las reemplazamos por conceptos; a Lord Chandos el silencio le permitió "establecer una nueva y premonitoria relación con toda la existencia" (Hofmannsthal, s.f., p. 8), le permitió el asombro de aquello que es simple y singular, y que en cada instante nos acerca a lo impredecible.

El lenguaje del silencio está impregnado de arte, sus palabras son cercanas a las palabras poéticas, las que necesitamos llenas de ausencia y de sombra, palabras que quedan en la memoria y reposan en los sentidos y en las emociones, ese lenguaje que dice que no es solo lo que dice, y eso es precisamente lo que dice. Es el lenguaje de las ausencias múltiples con el cual poder leer literalmente la realidad (Aparici y Larrosa, 2010). Para Aparici y Larrosa (2010) la palabra poética es una forma de resistir a la razón, como lo es el silencio, es una alternativa para participar en la realidad, para reconocer lo diverso, acoger lo múltiple, respetar lo diferente. En su texto Realidad y tiempo. La poesía y el aprendizaje de la multiplicidad, "recogen indicios de cómo la palabra poética inventa una nueva posibilidad de vida [...]" (p. 15), un lenguaje con tinte de nacimiento que lleva a pensarse y a cuidar del otro, tal como lo hace el arte, por el cual, quizá, podamos volver al silencio y con él a la experiencia.

El arte: una alternativa para el acontecer

El arte desde sus diferentes expresiones actúa como acontecimiento, "es imprevisible [.], irrumpe" (Mèlich, 2012, p. 100), por ello lo importante no es la obra, sino "eso que me pasa" cuando me vinculo al acto artístico. El arte deviene como un acontecimiento exterior a mí frente al cual estoy atento para dejarme tocar y reflexionar, para transformarme desde la libertad, porque su lenguaje no necesita ser interpretado ni justificado, solo requiere, desde el vínculo, de la apertura que nos permita generar nuestras propias construcciones.

Así, en relación con la experiencia, Bárcena nos propone recuperar otras voces, una de ellas es la voz del poeta, voces constituidas a partir del arte (la literatura, el teatro, el canto, la música, el baile, la plástica, entre otros) en las que el silencio se reinventa; voces que nos devuelven al asombro, a la magia, a la escucha, a conmovernos desde una experiencia no programada, para alentarnos a existir de manera diferente. El autor nos recuerda que "la voz de la poesía no nos dice cómo tenemos que vivir, por eso es conversable y es libre. Es, su presencia, como una visita inesperada" (Bárcena, 2002, p. 36).

En este mismo sentido, Larrosa (2003) al poner como ejemplo la lectura para explicar la dimensión de la experiencia refiere que esta implica una relación, que lo importante no es el texto sino la relación que generamos con él y lo que nos pasa con su lectura. En dicho encuentro aprendemos una "erótica del arte", como lo denomina Sontag (citado en Bárcena, 2002), que implica suspender la comunicación como fin natural del lenguaje y de las palabras que comunica el texto; "supone el increíble esfuerzo de escuchar el silencio, disponiéndose uno a percibir la tensión del encuentro con el momento justo" (Bárcena, 2002, p. 32), en el cual nuestro cuerpo nos lleva a aquietarnos para impedir que lleguemos a la saturación, al desespero y a la desazón, porque el silencio y, con él, el arte en sus diferentes expresiones, nos instan a la vida y a la utopía, nos piden pasos lentos para ser conscientes de cada uno de ellos y de las posibilidades que tenemos, nos hacen sensibles para descubrirnos y escuchar las voces simples de la naturaleza.

Las relaciones que se configuran, por tanto, nos permiten formar o transformar nuestras palabras, pensamientos, sentimientos y acciones desde lo contingente y lo finito, pues Aparici y Larrosa (2010) nos recuerdan que en el "lenguaje poético las palabras se tornan inagotables, narrando la vida siempre inagotable de tiempos y realidades múltiples en continuo devenir" (p. 16). A diferencia del lenguaje científico y técnico, del lenguaje ilustrado, homogéneo, frío, insensible, pocas veces comprendido, el lenguaje poético brota del corazón, es espontáneo, cálido, claro, insaciable. Al respecto, Mèlich (2012) nos recuerda que "la palabra poética no es tanto la palabra del poeta, de un poeta, sino la palabra regalada al otro. Es la palabra que tiene cuidado del otro" (p. 100).

El arte como acontecimiento nos ayuda entonces a sentir por nosotros mismos porque irrumpe en nosotros, porque el lugar de la experiencia somos nosotros. Los cuentos, los poemas, las canciones, las historias, nos llegan de manera inadvertida, nos dicen y nos inquietan, desnudan nuestras verdades, hacen visibles nuestras ausencias y elevan nuestra imaginación con la necesidad de crear otros mundos y nuevos caminos. El lenguaje del arte dice todo lo que no puede decirse con palabras que salen de la razón, nos sitúa frente a nuestras realidades, nos estremece la piel, nos libera o nos oprime. Sus palabras son persistentes más que insistentes y una vez llegan no hay manera de escapar de ellas; dicen, una y otra vez; buscan, una y otra vez; indican, una y otra vez. El arte nos interpela, nos conmueve, nos convoca a la vida, y por ello implica comprensión y pasaje, salida de sí hacia otro que no soy yo.

En este mismo sentido, Gadamer relaciona el arte con el juego, el símbolo y la fiesta como elementos que lo constituyen. Concibe el juego como un movimiento que surge de dentro, que implica apertura a otros mundos, a diversas formas de comunicación y de lenguaje; el juego permite la finitud y la transcendencia, es siempre un acto libre. Así, el arte nos remite a una experiencia singular del sujeto, una experiencia que acontece en un entramado de relaciones con los otros y con lo otro, que nos reinventa en ocasiones desde el asombro para decirnos siempre algo nuevo, y que también nos deshace, "nos descoloca, nos descompone, nos desconcierta" (Mèlich, 2012, p. 101). Al respecto, Bárcena (2002), en su texto La respiración de las palabras: ensayo sobre la experiencia de una lectura posible, argumenta que "el espíritu del juego es serio y la seriedad es al final solo juego" (p. 36), solo es movimiento, creación, imaginación, sueño, incertidumbre.

Para Gadamer, otro de los elementos constitutivos del arte es el símbolo, que no es una especie portadora de mensajes sino que da apertura al sentido del arte, el cual siempre es singular y plural. Afirma que "la representación simbólica que el arte realiza, no precisa de ninguna dependencia determinada de cosas previamente dadas" (Gadamer, 1991, p. 93); no es algo preestablecido, es algo que me dice. El símbolo no es el significado mismo de la obra, lo que constituye al arte en un acontecimiento, "porque aunque siempre se da en un tiempo y en un espacio tiene sentido en otro tiempo y en otro espacio" (Mèlich, 2012, p. 101).

De esta manera, el arte nos convoca siempre desde la novedad y nos dice en la medida en que deviene en proceso de construcción de sentido a partir de la experiencia individual y colectiva. El arte tiene que presentarse de forma libre para que pueda generar experiencia, se tiene que dar como "la posibilidad de un nuevo nacimiento (un reaprendizaje de la existencia)" (Bárcena, 2012b, p. 238); "[...] cualquier forma de encierro en la lógica disciplinar puede acabar reduciendo el impacto simbólico del arte, su potencia de revelación, por así decir" (Bárcena, 2010, p. 36).

Por tanto, el arte no nos lleva a adquirir solo conocimientos, a llenarnos de cosas que no sabíamos, en su lugar nos convoca al cambio, a dejarnos afectar. Hay que dejar que algo nos pase, y para ello el arte también requiere del silencio, como lo plantea Bárcena, de estar dispuestos a la escucha, a dejarnos conmover para que surjan transformaciones que siempre serán singulares, no homogéneas como un experimento, pues en las experiencias de cada uno están implícitas sus historias, sus anhelos y sus miedos. Por eso, para Larrosa, en la experiencia la repetición es diferencia, la mismidad es alteridad, la experiencia siempre tiene algo de sorprendente.

Gadamer propone también la fiesta como elemento constitutivo del arte que representa la posibilidad de ser y crear en comunidad; permitiéndonos movimiento, apertura, exposición, alegría, acogida y encuentro. Desde esta propuesta nos centraremos solamente en los dos últimos aspectos porque la experiencia implica fundamentalmente alteridad, nos lleva a desacomodarnos, a perturbarnos un poco, a reconocer que existe otro cuya presencia es significativa para nosotros; nos conduce al riesgo.

El arte en su expresión de encuentro con el otro permite que la experiencia se dé en un espacio público, pasando de una experiencia singular a una colectiva, dual y plural, en la cual se manifiesta la alteridad, se reconoce al otro y se comparte con él en relaciones que nada tienen que ver con la dominación, el disciplinamiento y el control, sino con la alegría, el cuidado y la acogida, con recibirlo en la perspectiva de un acontecimiento (Mèlich, 2012). "El otro es ese que no soy yo, pero también está conmigo" (Mèlich, 2012, p. 27), es el que me interpela. Así, en la experiencia del arte como fiesta la alegría sobrepasa los límites del individualismo en espacios para encontrarnos con lo inesperado y para celebrar la vida.

En la fiesta se da un nacimiento, porque "nacer es sobre todo ser acogido [.] porque los seres humanos somos vulnerables, frágiles" (Mèlich, 2012, p. 40) y necesitamos de la hospitalidad, de las palabras del otro, de su mirada, de su escucha y de su sonrisa cercana. "El mundo en el que un ser humano ha nacido es un mundo compartido con otros. El recién llegado nace rodeado de personas que lo han acogido en el momento de nacer. Sin acogida no hay vida. [...] la acogida hace que establezcamos relaciones con los otros [...]" (Mèlich, 2012, p. 27), es aquí cuando comprendemos la finitud y nos exponemos al acontecer.

El arte, como lo expresa Nussbaum (2014) retomando a Tagore, "permite imaginar al ser humano algo distinto de lo que es y avanzar hacia un ideal hermoso así imaginado" (p. 111). Por tanto, en la fiesta podemos salir de nuestra cotidianidad y asumir una actitud de apertura que nos posibilite soñar y crear un mundo diferente, que no depende de un ser individual sino que es una experiencia que involucra siempre la presencia del otro; es un movimiento de ida y vuelta (Larrosa, 2009) que surge del acontecer, que es contingente y requiere siempre una respuesta oportuna, una "presencia poética" (Bárcena, 2012a).

A modo de conclusión

En el mundo moderno la ciencia, y "el sistema tecnológico, quiere reducir la complejidad y la contingencia de la vida cotidiana, intenta controlar el azar y la novedad de los discursos y de los acontecimientos" (Mèlich, 2012, p. 54). Ante esta situación, es necesario elegir otros caminos, resistir con alternativas que nos permitan el encuentro con el otro, sin el afán que marca nuestra cotidianidad y que nos impide estar atentos y expuestos. Tenemos que dejar que los acontecimientos, bajo la concepción de natalidad propuesta por Arendt como una posibilidad de nacimiento y transformación, pasen por nosotros y no solo por nuestro lado, como lo expresa Larrosa (2003).

Al respecto, Bárcena (2012a) nos dice que:

En la caída de la experiencia es posible, también, una toma de conciencia crítica [.], que nos permita constatar que [.] existe otra experiencia posible por venir. [.] Podemos todavía devenir luciérnagas nosotros mismos a través de determinados gestos, acciones y palabras [.]. Pero para ello necesitamos tomar una distancia del tiempo y de la época [.]. Esta distancia es una distancia apropiada, o lo que es lo mismo: una presencia poética. Una distancia situada a medio camino entre un saber ya constituido y un no-saber que paraliza. Una distancia que nos permite hacernos presentes en nuestro presente a través del ejercicio del pensar. (Bárcena, 2012, p. 401).

En este sentido, el silencio es una alternativa, nos da la posibilidad de pensar, de distanciarnos y de arriesgarnos, y al pensar nos permite estar atentos, porque "pensar es como vivir" (Arendt, citada en Bárcena, 2012b, p. 234), es exponernos, inquietarnos y movilizarnos frente a nosotros mismos, a otros y al mundo; es estar presente, escuchar y reconocer el rostro del otro que en su alteridad nos interpela y nos constituye.

En el silencio, prohibido por la sociedad moderna (Mélich, 2012), encontramos la posibilidad de nacer, de respirar, que nos permite recuperar la experiencia no como experimento, como algo comprobable y universal que está dentro de las instituciones, sino como aquello presente en la vida misma que se da en los momentos simples y no ostentosos, libres de presiones y de parámetros, en los cuales el asombro, la imaginación y la utopía tienen cabida; en los que recuperar otros lenguajes poéticos, como el arte en sus diferentes expresiones, nos permite aquietarnos, suspendernos en el mundo, escaparnos, porque, como lo expresa Bárcena (2002), sobre todo "necesitamos una erótica del arte: necesitamos aprender a ver más, a sentir más, a oír más" (p. 24), a cuidar más, a conmovernos más.

Larrosa (2009) nos propone que la experiencia no puede captarse desde una lógica de la acción sin sentido sino desde la lógica de la pasión; que la experiencia no se hace sino que se padece, que el sujeto de la experiencia es un territorio de paso, y lo que nos pasa deja huella, una marca o una herida, y se encuentra al margen de la abundancia de información y de opinión, de la falta de tiempo y del exceso de trabajo que solamente hacen que los acontecimiento se den en forma de vivencia instantánea, puntual y desconectada; en los que la obsesión por la novedad, no como natalidad sino como aquello que se actualiza constantemente, impide la conexión significativa, la memoria, porque cada acontecimiento es sustituido, pero no deja huellas y, por tanto, no supone transformaciones.

Por consiguiente, volver a la intimidad del silencio nos da la posibilidad de regresar la experiencia a nuestro interior, de aquietarnos y dejar desnudos nuestros pensamientos, sentimientos y acciones, dando paso a aquello que, como el arte o los lenguajes poéticos, nos lleva a lo simple y a lo sensible.

Recuperar o reconfigurar estos lenguajes, exponernos a ellos, dejarnos afectar, escuchar palabras que dicen de manera libre, cercanas, naturales y múltiples, nos devuelven al asombro y, con ello, a recorrer trayectos para la creación de mundos y realidades singulares.

El silencio, la experiencia y los lenguajes poéticos requiren siempre, y nos muestran, caminos diversos para vincularnos con los otros y con lo otro, y solo en esos encuentros y relaciones reconocemos su presencia inquietante porque nos conmueven, alteran y movilizan, haciéndonos conscientes, desde el contacto y la reflexión, de que nuestro actuar en el mundo implica apertura, atención, responsabilidad y comprensión para que surjan transformaciones individuales y colectivas.

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1Artículo de reflexión derivado de la investigación "El arte en Altavista Central: experiencias de formación y participación", presentado como requisito parcial para optar al título de Magíster en Educación y Desarrollo Humano de la Universidad de Manizales en convenio con la Fundación Centro Internacional de Educación y Desarrollo Humano (Cinde), sede Sabaneta, septiembre del 2016..

2Profesor de Filosofía de la Educación en la Uni versidad de Barcelona. Licenciado en Pedagogía y Filosofía. Doctor en Pedagogía. Estudios posdoctorales en el Instituto de Educación de la Universidad de Londres y en el Centro Michel Foucault de la Soborna de París. Pensar en la modernidad es centrarnos en un época desprovista de silencio, en la cual prima la razón que no permite concebir la experiencia como relevante, pues, según

Cómo citar este artículo: Villada-Rendón, P Α. (2017). Lenguajes poéticos desde el silencio, un encuentro con la experiencia. Revista Aletheia, 9(2), 138-155.

Recibido: 11 de Febrero de 2017; Aprobado: 21 de Julio de 2017

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