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Aletheia. Revista de Desarrollo Humano, Educativo y Social Contemporáneo

On-line version ISSN 2145-0366

Aleth. rev. desarro. hum. educ. soc. contemp. vol.10 no.1 Bogotá Jan./June 2018

 

Artículos de investigación

Cuestionamientos a la sociedad moderna y criterios contextuales para una discusión de los principios de la educación actual

Critique of Modern Society and Contextual Criteria for the Discussion of Current Education Principles

Questionamentos à sociedade moderna e critérios contextuais para uma discussão dos princípios da educação atual

Emilio Torres Rojas* 

* Académico de la Universidad Central de Chile. Doctor en Psicología y Educación, sociólogo y magíster en Ciencias Sociales. Correo electrónico: etorres@ucentral.cl


Resumen

El presente artículo describe las bases y cuestionamientos a la sociedad moderna, discutiendo dimensiones clave que estuvieron en la base de su despliegue y crisis. Constructos que parecían tan firmes originalmente, se encuentran hoy en una encrucijada para responder a la emergencia de nuevos procesos que tornan cuestionables los logros alcanzados desde el siglo XVIII y marcan de incertidumbre y confusión la acción individual y colectiva. La aceleración del cambio, la complejidad de una sociedad diferenciada global y los cuestionamientos a la razón como fundamento de las estructuras modernas de convivencia, han generado crisis en la mayor parte de las instituciones e incertidumbre en las personas. En ese marco se aprecia desesperanza, pero también oportunidades para la educación que puede formular alternativas de discusión para ampliar las posibilidades de transformación humana. Se proponen siete criterios para resituar contextualmente el entorno social de lo educativo y discutir en el nuevo escenario los ideales ilustrados.

Palabras clave: Sociedad moderna; transformaciones sociales; crisis, educación

Abstract

This article describes the foundations and challenges for modern society by discussing key dimensions that were at the basis of its deployment and crisis. Constructs that originally seemed so firm, are now at a crossroad in response to the emergence of new processes, making questionable the achievements since the eighteenth century, turning individual and collective actions uncertain and confusing. The acceleration of change, the complexity of a distinct society and the crisis of reason as the foundation of modern structures of living have generated a crisis in most people and institutions. In this context hopelessness is perceived, but also opportunities for education that may consider alternatives for discussion to expand the possibilities of human transformation. We propose seven criteria for contextually reposition the social environment of the school and discuss the enlightenment ideals in the new sociocultural scenario.

Keywords: Modern society; social; crisis; education

Resumo

O presente artigo descreve as bases e questionamentos à sociedade moderna, discutindo dimensões chave que estiveram na base de seu crescimento e crise. Constructos que pareciam firmes inicialmente, hoje estão em uma encruzilhada para responder à emergência de novos processos que fazem questionáveis as conquistas conseguidas desde o século XVIII e produzem incerteza e confusão na ação individual e coletiva. A aceleração das mudanças, a complexidade de uma sociedade diferenciada global e os questionamentos à razão como fundamento das estruturas modernas de convivência, geraram uma crise na maior parte das instituições e incerteza nas pessoas. Neste contexto, evidencia-se desesperança, mas também oportunidades para a educação que podem formular alternativas de discussão para ampliar as possibilidades de transformação humana. Propõem-se sete critérios para, mais uma vez, situar contextual-mente o entorno social do educacional e discutir o novo cenário dos ideais ilustrados.

Palavras chave: Sociedade moderna; transformações sociais; crises; educação

Introducción

Los orígenes de la sociedad moderna como categoría intelectual y como forma de descripción de la complejidad social son, sin duda, diversos, multidimensionales y difícilmente aprehensibles mediante esquemas simples de tipo causal, estos han sido debatidos hasta hoy por legos y eruditos. Especialmente, es necesario advertir que el concepto de sociedad moderna debe diferenciarse del concepto histórico de "época moderna", pues si bien ambos se encuentran estrechamente conectados, aluden a procesos de diverso tipo. Evidentemente, la época moderna apunta a un proceso que hunde sus raíces en el siglo XV, y para muchos historiadores clásicos culmina en el XVIII con la Revolución Francesa, o mediados del XIX, diferenciándola de la época contemporánea. La sociedad moderna, en cambio, describe una configuración particular que, originada hacia el siglo XVIII, implica una determinada base material de índole territorial y demográfica sustentada en un cierto modo de producción, coordinada políticamente mediante una nueva forma de representación del poder que se expresa en un conjunto de creencias, valores y normas culturales mediante un modelo de integración inédito en la historia humana y que se ha extendido prácticamente a todo el mundo.

En su mayor parte, pensadores de diversas especialidades y corrientes, entienden que su emergencia estuvo relacionada con profundos cambios culturales, económicos, políticos, y formas de vida, ocurridos inicialmente en Europa hacia el siglo XVIII y que posee como elemento predominante la creencia y aplicación de la racionalidad a distintos ámbitos de la experiencia. Dicha categoría eminentemente globalizadora, incluye desde los aspectos ideacionales de la concepción de hombre y el acontecer humano, hasta las concreciones cotidianas y prácticas de la subsistencia, la convivencia colectiva y la vertebración entre lo privado y lo público, en una modalidad industrial de producción económica que generó nuevas relaciones sociales, división en clases y una emergente organización política que enfatizó la civilidad y que adquirió una expresión territorial delimitada mediante fronteras entre estados nacionales.

Las bases de la sociedad moderna como proyecto histórico

Desde la revolución industrial, que significó la alteración de las formas arcaicas de apropiación y transformación de la naturaleza, pasando por la organización de nuevas modalidades de trabajo, generación, inversión y distribución del capital, las renovadas formas de vida vinculadas a la urbanización y al crecimiento de los asentamientos humanos, las transformaciones de la vida comunitaria, estamental y rural, la expansión de las libertades y la regulación legal mediante el derecho positivo, la libre circulación de las personas, hasta las nuevas propuestas contrarias a la organización del poder oligárquico e imperial, mediante nuevos sujetos cívicos, expresados en modos cada vez más democráticos y abiertos de representación política, encontramos un denominador común: el imperio de la razón (Weber, 2005).

Con grandes variaciones, a distintos ritmos, diversos grados de extensión y profundidad, la racionalidad, ya sea como visión predominante de la realidad en la filosofía y la ciencia o como acción social que orienta a sujetos individuales y colectivos en la toma de decisiones, se impondrá sistemáticamente, ya sea en el mundo de los negocios, el poder o la acción cotidiana, desplazando la religiosidad, la magia o cualquiera otra forma de misticismo como esquemas dominantes de concepción y organización del mundo. Los individuos, convertidos en nuevos sujetos históricos, por primera vez comienzan a verse a sí mismos como creadores de su propio mundo e identidad, en un marco de la amplificación sin precedentes de las libertades personales para actuar sobre la naturaleza, de las cosas y de las personas.

Este proceso de radical transformación está entre los más rápidos de la historia y constituye una revolución en sentido amplio, no solo político o industrial y capitalista, sino también de pensamiento en la convivencia social, en la autodefinición de la persona humana y las creencias, en los valores y prácticas culturales, en las formas de delegación de la autoridad, en la educación y el aprendizaje de las nuevas generaciones, y en las consecuencias para la psique de millones de personas a nivel planetario. Si bien existen antecedentes lejanos del inicio del capitalismo mercantil en el siglo XIV, o la afirmación del hombre en el humanismo renacentista, y la defensa de la ética autónoma y laica en varios filósofos pre-modernos, lo cierto es que, en apenas unas décadas, cambió el entorno en el cual las personas habían definido la realidad y la existencia durante largos siglos en occidente.

Entre el arado y la robótica junto con los viajes espaciales distan apenas 250 años; entre la esclavitud legítima y la sociedad de derechos universales, 200; entre la sucesión dinástica y la democracia representativa, algo más de 100, y entre el casamiento pactado por los padres y las relaciones amorosas virtuales, menos de 50. Para qué seguir insistiendo en la vorágine de la transformación.

La sucesión de lo nuevo se instala en lo cotidiano y se naturaliza rápidamente en el imaginario colectivo, la sociedad moderna es una sociedad de cambio continuo, buscado y aceptado como normalidad. Pero no de cualquier cambio. La creencia en la razón de inspiración ilustrada deja su huella; ya en el siglo XVIII, la pretensión por hacer una sociedad mejor, con base en los ideales de los enciclopedistas franceses o los iluministas alemanes, que fuera construida y dirigida completamente por los hombres e independiente de los designios divinos, fue una idea demoledora que rápidamente se extiende primero en Europa y luego por América y el resto del mundo. Las ciencias sociales, ya en el siglo XIX, pretendían dirigir ese cambio y elaboraban proyectos y diseños de una sociedad en eterno progreso, el positivismo de Comte, que tuvo tanta influencia decimonónica, incluso la necesidad de favorecer el laissez-faire en la economía y la vida social como propugnaba Adam Smith, o por el contrario, ya entrado en el siglo XX, las políticas regulatorias de la economía por un intervencionismo estatal de tipo Keynesiano, que buscaron superar la crisis del 29, son unos pocos ejemplo de ello.

Ya para el siglo XX, la planificación social al servicio de los estados nacionales, que delineaban y aplicaban economías con mayor o menor intervencionismo, ningún modelo dejó el devenir al azar. Constituyeron economías industriales orientadas por el progreso y el incremento productivo, y determinadas ya sea por ideales liberales que confiaban en la iniciativa individual o bien socialistas, que asumían la planificación central y las orientaciones de partidos únicos. Sin excepción constituyeron formas de cambio administrado en función de determinados ideales asumidos como legítimos porque se inspiraban en la razón, fuese que blandían banderas libertarias o revolucionarias.

Algo similar ocurrió en la política que buscó, a través de los Estados y formas diversas de racionalidad burocrática, legitimar modelos de desarrollo económico y social. Los medios fueron heterogéneos según el país donde se concretara, algunas veces mediante formas violentas de implantación dirigidas por élites partidarias y otras con base en la apelación a los derechos humanos y la convivencia pacífica mediante la ratificación por el voto universal. Pero nunca el futuro del poder quedó abierto, de manera progresiva se fueron aplicando modalidades de ingeniería social, con o sin democracia.

En todos los casos, la sociedad moderna apuesta por una determinada matriz socio-política (socialista o capitalista), que se justificó en cada lugar como legítima. Implicó establecer una nueva forma de integración de ámbitos crecientemente diferenciados en esferas económicas, políticas, religiosas, educativas y familiares, las cuales van auto-nomizando sus propias reglas y códigos de comunicación (Luhmann, 1998). El problema de la integración social deja de lado las fórmulas que habían permanecido vigentes por milenios. Emile Durkheim, diría, hacia finales del siglo XIX, que van quedando obsoletas las formas de integración mecánicas, y esta nueva sociedad moderna, de carácter "sui géneris" e inédita en la historia, va integrándose mediante el refuerzo de valores comunes y una estructura normativa y legal racional que abandona progresivamente las tradiciones, los fundamentos religiosos y el control directo de los grupos comunitarios como principal forma de coacción y regulación de las conductas, para transitar hacia la obtención del orden social mediante formas orgánicas de cohesión (Durkheim, 1949).

La racionalidad, sobre todo aquella centrada en los fines y, por tanto, en resultados sopesados según cálculos de conveniencia (Weber, 2005), ha significado un cambio radical en el plano del entorno que caracterizó el acontecer y el diario vivir. El mundo rural, los pequeños asentamientos y villorrios de la sociedad antigua y medieval, que acompañaron diversas épocas históricas como las formas de vida ajustadas a modos de producción preindustriales, dan paso a las grandes y humeantes ciudades. La integración de ciencia, técnica y producción industrial se amplifica como nunca antes y favorece rápidas mutaciones en los medios de trasporte y comunicación haciendo posible el urbanismo como forma de vida predominante de la sociedad moderna. La ciudad con su incesante expansión y su correspondiente ecología urbana, es el hábitat del hombre moderno transformado de campesino a obrero, de terrateniente a capitalista, de noble a una clase dirigente principalmente burguesa (Park, 1999; Burguess, 1982).

El sistema de creencias se transforma con nuevas ideologías, y se genera también una revolución en las aspiraciones con la secularización de las costumbres y el acento en la movilidad social, en un modelo que con velocidad inusitada deja de ser estamental y arroja a los sujetos a una nueva forma de estratificación mediante clases sociales, para las cuales el mérito, el esfuerzo y el logro personal se presentan como los nuevos valores que vienen a reemplazar las rígidas definiciones de antaño, o que mediante revoluciones obreras o de otra índole pueden subvertir el orden de privilegios que se pretendía inamovible por las definiciones tradicionales, prometiendo así nuevas maneras de distribuir la riqueza.

De modo invariable la educación, entre otros procesos de socialización, reciben el impacto y la presión para responder a las oleadas imparables de la modernización material y de la modernidad cultural. El ideal educativo enciclopedista e ilustrado, plasmado en El Emilio de Rousseau, que anticipaba tempranamente en el siglo de las luces la necesidad de nuevas formas educativas, fue sobrepasado por la expansión de la era industrial generando enormes contradicciones no solo en el siglo XIX, sino, con diversas intensidades, hasta nuestros días. Empujados por la diversificación de las demandas y las necesidades de una sociedad cada vez más compleja, heterogénea y cambiante, y por las olas de las sucesivas revoluciones tecnológicas y energéticas: carbón, vapor, electricidad, petróleo y energía atómica, además de las incesantes innovaciones informáticas, se fueron subordinando los ideales de una educación integral y humanista en favor de procesos formativos estandarizados que cubrieran la creciente demanda por mano de obra especializada en la sociedad de masas.

El mundo de la vida o, dicho de otro modo, el acontecer cotidiano, la cultura dominante e incluso las definiciones de la identidad personal tienden a ser modeladas según estas trayectorias históricas o al menos fuertemente influidas por ellas. En todo caso, en plena vigencia de la época moderna, la concepción del sujeto cívico, la familia, la educación e incluso la religión, antiguamente articuladora central del mundo social, tienden a una alta coordinación y adaptación con las diversas manifestaciones de los sistemas económicos y políticos modernos. Las creencias populares, los gustos y los valores tradicionales son reemplazados por una moral moderna y los sujetos comienzan a identificarse con formas individualistas de expresión donde el logro, la acumulación y la diferencia con los otros, están por sobre la identidad comunitaria, el grupo consanguíneo u otras lealtades culturales, territoriales o étnicas.

Estas configuraciones histórico-sociales que comienzan a delinearse como aspiración en el siglo xviii, producto de la revolución francesa y la independencia de EE. UU. , adquieren legitimidad y comienzan a difundirse en el siglo XIX, especialmente a partir de las independencias latinoamericanas, y alcanzan su máxima expresión hacia mediados del siglo XX. Estos procesos liderados por élites muchas veces bien intencionadas buscan, sin embargo, la asimilación forzada "civilizando" a los pueblos originarios, considerados en estado de "barbarie", pero con ello contribuyen a profundizar la negación del mundo indígena instaurada durante la conquista y a cubrir con un dosel extranjerizante el rasgo mestizo de los pueblos del continente. Posteriormente, todas estas formas de iluminismo normativo dejan de tener las dimensiones épicas como aspiración final del espíritu humano. La promesa de progreso indefinido navegando en el vapor de la razón, capitaneado por líderes políticos que gozaban de alto prestigio y confianza pública, entra en aguas turbulentas. A partir de finales del llamado "siglo corto" (Hobs-bauwm, 2007), comienza a resquebrajarse y desmoronarse el sueño moderno.

Despliegues de la sociedad moderna, heterogeneidad y replanteamientos

Las manifestaciones de la sociedad moderna y sus procesos asociados; por una parte, de modernización, mediante la articulación de determinadas formas económicas, políticas y de estructura social en función de la adaptación al cambio permanente, y, por otra, de la modernidad, que en cuanto a la difusión de determinados valores culturales, formas de vida e identidades personales y colectivas han adquirido tres características predominantes: su extensión global, la obtención de grandes logros y la heterogeneidad de sus manifestaciones.

Hoy existen pocos lugares en el mundo donde no se registren los rasgos que caracterizan la sociedad moderna y el eslabonamiento de los procesos de modernización y modernismo. Sus características las encontramos en todos los continentes y todas las sociedades conocidas que han incorporado de algún modo estas transformaciones, salvo casos aislados que con alta probabilidad igualmente serán alcanzadas por estas tendencias.

La economía industrial ha llegado prácticamente a todas partes desde su forma originaria de libre intercambio, pasando por periodos de regulación estatistas keynesianas o socialistas que consolidaron su expansión, hasta la actual fase liberal de globalización capitalista y financiera, acumulando logros sin duda impresionantes. En menos de dos siglos, aun considerando los ciclos de contracción, el crack del 29, los posteriores ajustes económicos de la posguerra, la crisis del petróleo en los años setenta, hasta el reciente traspiés económico vinculado a la "burbuja inmobiliaria", es difícil desestimar los grados de desarrollo, generación de riqueza, pleno empleo en ciertos períodos, elevados ingresos fiscales, incremento del producto interno, récord de producción y distribución de bienes y servicios acumulados por la economía industrial y posindustrial, sin lugar a dudas, más que ninguna en la historia humana. Estos guarismos se mantuvieron especialmente altos y estables durante casi medio siglo en las economías más desarrolladas, y sirvieron de acicate a los países subdesarrollados que buscaban asimilarse al ritmo del primer mundo (Samuelson, 2006).

Dicho desarrollo, facilitado por el ensamblaje entre un modelo político y social que ha retroalimentado su expansión, impactó indudablemente en un mejoramiento global de la calidad de vida. Salvo excepciones importantes, sin duda, el mejoramiento progresivo de la alimentación, la esperanza de vida, el incremento general de las condiciones materiales de la población en todos los continentes, son incomparables respecto de las precariedades existentes hasta hace una cuantas decenas de años. Junto con ello, el acceso masivo al consumo en la fase de sociedad de masas, la cobertura en educación, atención en salud, etc., forman parte del amplio y conocido repertorio que ha contribuido a ampliar las fronteras territoriales de la sociedad moderna y legitimar los aspectos materiales de su continuidad.

El ejercicio de la anhelada libertad en el mundo moderno fue interpretado también como un avance más o menos continuo hasta hace unos pocos años, antes de arreciar las críticas. Las libertades políticas, el acceso al voto universal, la incorporación cívica plena de la mujer, sumado a las exigencias que alcanza la necesidad de la libertad de opinión, colocan en difícil posición a los regímenes que poseen controles centrales de la información, pues se consideran mayoritariamente como pisos básicos y logros evolutivos de la razón, y parte de los derechos humanos universales exigibles en todos los rincones de la tierra.

A su vez, los abrumadores saltos de las ciencias básicas y las aplicaciones tecnológicas derivadas en múltiples campos multi y transdisciplinarios, especialmente a partir de la posguerra, suelen constituir parte de la defensa que los militantes de la modernidad le atribuyen como parte de su incesante despliegue y autojustificación.

La tercera característica posee una interpretación más ambigua. La heterogeneidad de los procesos que dinamizan la sociedad moderna han sido objeto tanto de validación como de crítica. Validación, pues mediante la diversificación de las estrategias aplicadas en distintos contextos sociales se otorgó flexibilidad a las propuestas originales del proyecto moderno que asumía ciertos rasgos como expresión de un ideal de sociedad. Especialmente, después de la década de los sesenta permitieron propiciar, incentivar y a veces imponer procesos de modernización con distintos grados de profundidad en ambientes culturales distintos al europeo y el norteamericano, generando, adicionalmente, consecuencias diversas no siempre favorables, tal como ocurrió en Latinoamérica, Asia y África.

Efectos no deseados, como las rupturas estridentes con la tradición en naciones consideradas tercermundistas, las "asincronías" del cambio social, las desigualdades generadas en el proceso de transformación acelerada, han constituido parte de constataciones preocupantes y posteriormente críticas hacia el avance de la sociedad moderna. Sobre todo cuando ocurrieron en sociedades periféricas o altamente dependientes de los centros de mayor influencia o fueron efectuadas de manera verticalista, con intervencionismos de diversa naturaleza o lideradas por elites que no siempre respetaron a las grandes mayorías sin sopesar suficientemente las condiciones y particularidades de sus países, se desvalorizaron las tradiciones y se puso en riesgo la identidad cultural (Medina, 1973; Lacoste, 1987, Bengoa, 2005; Klein, 2008; Sunkel e Infante, 2009).

Algunas de estas "consecuencias perversas de la modernidad", han servido para levantar voces disidentes respecto de la validez universal de la sociedad moderna como el único o al menos el mejor proyecto humano posible. Sin embargo, no son los únicos problemas que ha debido enfrentar en su afianzamiento histórico. Críticas mucho más demoledoras se han multiplicado durante las últimas décadas del siglo pasado y comienzos del presente, socavando tanto las bases como determinados logros considerados, hasta hace poco, incuestionables.

De la utopía a la distopía en la modernidad avanzada

Constituye casi un consenso entre la mayoría de los analistas que la época de esplendor, entusiasmo y convencimiento con la sociedad moderna pasó y que, a partir de la década de los setenta, la defensa de los "integrados" al modelo respecto de los "apocalípticos", para usar los términos de Umberto Eco (1995), se torna cada vez más difícil.

Los denominados "maestros de la sospecha", tales como Nietzsche, en el campo de la filosofía, Freud en la psicología, Marx en la economía o Weber en la sociología, tomaron clara distancia del espíritu iluminista de manera temprana hacia finales del siglo XIX y comienzos del XX, advirtiendo que la razón, por sí sola, no permitiría resolver los problemas del hombre, que la ciencia posee sus propias contradicciones y peligros, que la verdad depende de las condiciones históricas, que toda sociedad está atravesada de conflicto e incluso, que la extensión de la racionalidad a los diversos ámbitos humanos podría convertirse en una verdadera "jaula de hierro", producto del exceso de planificación, cálculo para la maximización de resultados y ajuste de medios con los fines. Algo similar ocurrió con los filósofos existencialistas como Sartre o la Escuela de Frankfurt, con personajes destacados como Horkheimer, Fromm y Adorno, quienes subrayaron los abusos y dificultades para una verdadera emancipación en una sociedad industrial que reproducía la alienación del hombre sofisticando las formas de dominación materiales y simbólicas. Sin embargo, hubo que esperar hasta los años ochenta para que el coro apocalíptico se manifestara en toda su magnitud.

Con diversos rótulos y sustentada en distintas tradiciones de pensamiento se observa, como nunca antes, una crítica despiadada al modelo que parecía incuestionable incluso durante la guerra fría. Los filósofos franceses contemporáneos agruparon sus críticas bajo el concepto de posmodernidad (Lyotard, Baudrillard, Deleuze e incluso Foucault con antelación), apuntaron demoledores misiles hacia los fundamentos mismos del espíritu moderno. Premunidos de una batería de armas fundadas especialmente en el análisis lingüístico y semiótico, tienden a "deconstruír" y denunciar las bases episté-micas del modelo histórico de la modernidad, y denuncian, de paso, los procesos de dominación que subyacen en su interior, así como los dispositivos y técnicas de control cada vez más refinados y sutiles, utilizados para el mantenimiento del orden. Uno de los aspectos centrales de la crítica posmoderna es la descripción de todo cuerpo de ideas como "relatos", y se agrega que los grandes sistemas de creencias y pensamiento (incluida la religión, la ciencia y la filosofía) que orientaron la historia humana, además de ser en el fondo solo "narraciones" equivalentes como tales a cualquier otra, se precipitan en una inexorable decadencia, develando, de paso, su profundo carácter ideológico en términos de pretender el monopolio de la verdad.

Otro conjunto de intelectuales que interrogan las consecuencias del proyecto moderno, describen sus variaciones recientes y exploran posibles escenarios futuros. En Inglaterra una de las voces más destacadas ha sido Antony Giddens, quien en sus trabajos ha discutido con los autores posmodernos, mediante las conceptualizaciones de "modernidad tardía" y "modernidad reflexiva". Ha destacado que vivimos un período "tardomoderno", caracterizado por el surgimiento de un conjunto de discontinuidades con la dinámica propia de la primera modernidad, constituidas por un cambio no buscado y brusco de la economía industrial que afecta al conjunto del orden social precedente. Dichos cambios se expresan, por ejemplo, en el "desanclaje" del tiempo y el espacio en la vida cotidiana y la coexistencia y contradicciones en las seguridades alcanzadas por la modernidad, con múltiples efectos institucionales. Surgen peligros generados en el marco de su propia manifestación, como los colapsos de la economía mundial, el crecimiento y diversificación del poderío militar en países no alineados, el deterioro de la protección social, la amenaza nuclear y los desequilibrios ecológicos, entre otros. Con ello se radicaliza la modernidad y cambian los contornos del industrialismo y las instituciones sociales. Esta transformación sería "reflexiva" porque implica autoconfrontación, su dinámica no solo se produce por los procesos desatados en su interior, sino que constituye una sociedad que desde sus diversos ámbitos institucionales se autoob-serva de manera crítica, genera problemas y riesgos nuevos únicos en la historia y busca en su interior las posibles y evasivas soluciones (Giddens, 1990; 2000).

Precisamente, el riesgo ha sido una de las categorías que el sociólogo alemán Ulrich Beck asume como clave para describir la condición de la sociedad actual. En la modernidad avanzada la producción social de riqueza va acompañada sistemáticamente de la producción social de riesgos. Ello se vincula a dos condiciones propias de la sociedad actual. En primer término, la potencialidad que existe de eliminar la miseria material, dado el alcance de las fuerzas productivas humanas y, en segundo lugar, que su mismo crecimiento exponencial en términos tecnológicos liberan riesgos globales y autoamenazas en un grado de destrucción desconocido hasta el momento, que ponen en entredicho la posibilidad misma de subsistencia de la especie. Por su globalidad y sus causas constituyen, por tanto, riesgos de modernización que no ocurren en el vacío, sino que operan en una determinada arquitectura social y dinámica política generando sus propias contradicciones. Los riesgos generados por las fuerzas productivas y sus consecuencias a corto y mediano plazo suelen quedar invisibilizados para el grueso de la población, y son procesados por el saber científico-técnico que los trata de manera especializada con acceso desigual por diversos grupos de interés, con lo cual se facilitan posiciones sociopolíticas clave. Con el reparto e incremento de los riesgos surgen situaciones sociales de peligro repartidas diferencialmente según clase social, localización urbana o rural, pertenencia al primer o tercer mundo, etcétera. Sin embargo, los riesgos contienen un "efecto bumerang" que termina por amenazar a todos, poderosos y excluidos, generando nuevas presiones y tensiones que solo pueden ser abordadas mas allá de las fronteras de los estados nacionales. La expansión de los riesgos no compromete necesariamente el desarrollo capitalista, puesto que al aprovechar esos mismos riesgos como un gran negocio de necesidades insaciables de la población por seguridad ante los peligros que produce y el potencial para una política, se pueden reivindicar nuevos temas renovando en parte el desgaste de las promesas propias de la era industrial (Beck, 1998; 2000).

Adicionalmente, en esta "segunda modernidad" cambiante y riesgosa, se han desmontado las estructuras que sostenían el desarrollo inicial generando crisis en la totalidad de las instituciones, las que pueden ser descritas como verdaderos "zombies" (familia, clase social, vecindario, sistema de representación política y educación), están muertos y, sin embargo, todavía vivos. Se nos presentan como estructuras vigentes en lo formal pero sin espíritu, con respaldo legal pero que no convencen o entusiasman a las nuevas generaciones, con poder pero cada vez con menor legitimidad. Esa es en parte la crisis actual, una crisis de desplazamiento espaciotemporal de la cual ninguna de las configuraciones sociales se libra, en la medida en que han sido concebidas en otro entorno, diseñadas para otros desafíos y, por lo tanto, luchan desesperadamente para procesar los presentes y los futuros pero con distinciones del pasado.

La radicalización de la sociedad moderna por las fuerzas productivas, particularmente por el comportamiento y efectos derivados de la transformación tecnológica, ha sido un tema abordado por importantes pensadores. Los cambios registrados y sus efectos futuristas generados por las sucesivas oleadas señaladas por Alvin Toffler (1973, 1981), en los conocidos bestsellers El Shock del futuro y La tercera ola, o también el norteamericano Daniel Bell, quien bajo el rótulo de "sociedad postindustrial", advertía de las contradicciones sociales, políticas y económicas que se generaban con los innumerables avances en las comunicaciones y la tecnología aplicada (Bell, 2004).

Tal vez uno de los más influyentes y quien ha elaborado una síntesis más acabada en esta línea, ha sido el español Manuel Cas-tells, particularmente en el texto La Era de la Información. Afirma que ha emergido una nueva estructura social, que se está extendiendo a nivel planetario, la cual se encuentra asociada a la manifestación de un nuevo modo de desarrollo denominado "informacionalismo", definido históricamente por la reestructuración del modo capitalista de producción, lo cual ha ocurrido hacia finales del siglo XX (Castells, 1997). En el modo de desarrollo industrial la principal fuente de productividad es la introducción de nuevas fuentes de energía y la capacidad de descentralizar su uso durante la producción y los procesos de circulación. En el nuevo modo de desarrollo informacional la fuente de la productividad radica fundamentalmente en la tecnología de la generación de conocimiento, el procesamiento de la información y la comunicación de símbolos. Esta constituye uno de los pilares de su andamiaje teórico con consecuencias radicales para todo el sistema social. Cada modo de desarrollo posee un principio rector de actuación estructuralmente determinado en torno al cual se organizan los procesos tecnológicos. Así, mientras el industrialismo se dirige hacia el crecimiento económico, esto es, maximización del producto, el informacionalismo se orienta hacia el desarrollo tecnológico, es decir, hacia la acumulación de conocimiento y hacia grados más elevados de complejidad en el procesamiento de la información. Hubo ciertas condiciones históricas que resultaron decisivas para acelerar, canalizar y modelar el paradigma de la tecnología de la información e inducir sus formas sociales asociadas desde los años ochenta en adelante.

Como principal consecuencia se observó una serie de reformas encaminadas a profundizar la lógica capitalista, con la intensificación de la productividad del trabajo y el capital, la globalización de la producción, la circulación y la generación de nuevos mercados, y la incorporación del apoyo estatal para el aumento de la productividad y la competitividad de las economías nacionales, incluso a menudo, en detrimento de la protección social y el interés público. Sin la nueva tecnología de la información disponible, ahora a gran escala, el capitalismo global hubiera sido una realidad mucho más limitada. Este proceso ocurrió a escala global, no obstante, las sociedades nacionales reaccionaron de maneras muy diversas según su historia, su cultura y sus instituciones, de modo que no puede afirmarse la existencia de una sociedad informacional homogénea. Sus características son: a) la información es su materia prima, b) la alta capacidad de penetración de las nuevas tecnologías, c) la lógica de interconexión de todo sistema o conjunto de relaciones que utilizan las nuevas tecnologías de la información, d) su flexibilidad, e) la convergencia creciente de tecnologías específicas en un sistema altamente integrado. El nuevo paradigma informacional proporciona las condiciones para que cale en toda la estructura social mediante las redes, como una predominante morfología social que adquiere preeminencia sobre la acción social. Esto implica procesos de inclusión/exclusión que se vuelven dominantes en nuestras sociedades, pues las redes son estructuras abiertas capaces de expandirse sin límites. Un sistema social que se basa en redes es muy dinámico y abierto, susceptible de innovarse sin amenazar su equilibrio. Por ello son instrumentos adecuados en una economía capitalista, basada en la innovación, la globalización, la concentración descentralizada, la flexibilidad laboral, para una cultura de la reconstrucción permanente, para una política de procesamiento rápido de valores, opiniones, tendencias, y para una organización que pretende superar las limitaciones del tiempo y el espacio.

Por otra parte, las redes reorganizan las formas del poder. Los "conmutadores" que conectan redes son ahora los instrumentos privilegiados del poder. Ello se debe al hecho que las redes y los códigos son múltiples por lo tanto se vuelven instrumentos para estructurar, guiar y confundir a las sociedades. Desde el punto de vista sociológico y económico no existe una clase capitalista global propiamente tal, pero si una red de capital global integrada, cuyos flujos y movimientos determinan, en última instancia, las economías e influyen decisivamente en las sociedades. El capital y el trabajo tienden a existir cada vez más en tiempos y espacios diferentes. El tiempo de los flujos (capital) y el tiempo de los lugares (trabajo), el tiempo inmediato de las redes informáticas frente al de la vida cotidiana. Viven el uno por el otro, pero no conviven. El capital depende cada vez menos del trabajo específico localizado y cada vez más de las redes virtuales y los flujos financieros. Como la información y la comunicación circulan primordialmente a través del sistema de medios, la política cada vez se encierra más en el espacio de los medios. El liderazgo se personaliza y la creación de la imagen es poder, trasladado al juego de los medios masivos.

Las funciones dominantes de la sociedad se organizan desde redes pertenecientes al espacio de flujos, y se fragmentan las funciones y los grupos de personas que operan en el espacio y tiempo territorial y cotidiano. Esta construcción social desarrolla una metared que desconecta y desarticula las funciones o actividades no esenciales para sus propósitos, subordina grupos sociales y devalúa territorios y personas. Se crea una distancia enorme entre esta supraestructura globalizada de intereses económico-políticos y la mayoría de las personas y las localidades. En la metared se crea el valor, los significados culturales y se decide el poder. Nuevamente el gran tema es político ¿cómo representar legítimamente estos nuevos intereses y grados de influencia, controlando ciudadanamente en la sociedad informacional? (Castells, 2001).

Pero hay intelectuales que van más allá y no solo se conforman con aludir a las contradicciones de la modernidad al otorgarle realismo a la utopía iluminista, sino que derechamente han desarrolladoed su obra en torno a la descripción del lado obscuro del proyecto moderno. La filósofa judeo-alemana Hannah Arendt, ha prefigurado la permanencia de formas extremas de dominación y barbarie en pleno siglo xx, cuestionando la expansión de la supuesta libertad y el espíritu democrático en la época contemporánea (Arendt, 2004). Sigmund Bauman, un nonagenario intelectual polaco, que vivió los horrores de la segunda guerra, ha sido uno de los más sistemáticos en este empeño. En una obra que abarca unos sesenta libros e innumerables artículos ha descrito la "distopía" como condición contraria al sueño utópico originario de la época moderna, una situación actual y futura que pone el acento en las consecuencias perversas, demoledoras para el ser humano, particularmente de la preeminencia de la racionalidad instrumental como principal fuerza de la cultura contemporánea pero con elevados costos humanos.

Bauman (2003) afirma que la modernidad tardía se ha tornado líquida, todos los moldes, las formas legitimadas por décadas que organizaron la acción colectiva, que pautaron y le dieron sentido a la acción y que articularon las relaciones sociales, se han convertido en torrentes, en fluidos cambiantes que diluyen los fundamentos epocales. Las normas, las reglas, la moral no resultan autoevidentes, ya no están determinadas por la época, el modelo sociopolítico, el partido, la clase social o la comunidad de pertenecía, que le daban sustrato cultural a la visión de mundo. El sujeto está abandonado a su propia individualidad, recae sobre sus hombros el hacerse cargo de la totalidad de su destino pues la modernidad ha privatizado el éxito y el fracaso. Categorías que le dieron cimientos a la era moderna como el trabajo estable, con toda su carga estabilizadora hacia el mundo cotidiano, familiar y personal, ha desparecido o constituye prácticamente una reliquia en la era de los proyectos, la flexibilidad o mejor dicho en la precariedad e inseguridad laboral reinantes. El Estado benefactor que, al asumir un compromiso social, mitigaba las crisis, integraba a los excluidos, respaldaba y ampliaba los derechos, se redujo, disminuyó o eliminó las ayudas sociales, mientras que la política se alejó, perdió sintonía con las demandas colectivas, se autonomizó en sus propios afanes de poder y se corrompió desterrando aquellos líderes virtuosos de antaño iluminados, que mostraban seguros las sendas del porvenir. Ya no hay mas lideres que seguir, que orienten el hacer, cada cual debe reinventarse de manera privada, particular, cada cual debe enfrentar individualmente los problemas generados socialmente.

La "distopía" no termina allí, continúa con diversas manifestaciones desarticula-doras para el ser humano. Así por ejemplo, viviríamos una época pospanóptica, donde ya el vigilante no se encuentra presente en la torre de control, como en las formas clásicas de control social, actualmente las personas con influencia pueden ponerse en cualquier momento fuera de alcance siendo virtualmente inaccesibles, una élite nómade y extraterritorial, donde los compromisos nacionales, regionales y locales desaparecen y las nuevos espacios de flujo por donde "surfea" el poder, se encuentran dislocados de los dominados. Tampoco hay que olvidar, que muchas "aplicaciones" computacionales que se presentan en sentido lúdico como las redes sociales o "herramientas de trabajo" como los email, además de las "huellas" que dejan, tarjetas de crédito y cualquier transacción electrónica, así como la omnipresencia de las cámaras de vigilancia y sus registros, son monitoreados permanentemente por agencias nacionales e internacionales y se están convirtiendo en estrategias renovadas de inteligencia y control.

La individualización ha llegado para quedarse, diluyendo lo ciudadano, lo público, genera la emancipación sin precedentes para experimentar sin límites si se desea, pero implica la tarea de hacerse completamente cargo de las consecuencias, con escasas mediaciones comunitarias, estatales, o identidades de grupo, que permitan contener las presiones disruptivas hacia la personalidad. En la "modernidad sólida" todo era sedentario, situado en lo estable y arraigado, un mundo que reforzaba las seguridades en un entorno que se asumía como cambiante e innovador pero en un marco de compromiso societal, una ética colectiva y compartida de la responsabilidad. El esfuerzo de la acción social de la modernidad en su fase sólida, estaba orientado a sentar las bases institucionales de una evolución constante y un progreso indefinido pero que garantizaba estabilidad, seguridad en el empleo, producción elevada, conquista y ampliación de derechos en un ambiente público de confianza, aún en situaciones de conflicto. Los trabajadores se sindicalizaban para aumentar la estabilidad de sus puestos e incrementar sus conquistas, con la confianza en que la empresa continuaría aumentando sus ganancias a cargo de administradores y dueños que seguirían ahí para ofrecer empleo.

Por el contrario, la modernidad líquida ha sustituido a los trabajadores y ciudadanos por consumidores, vinculados débilmente a una totalidad social cada vez más ambigua y distante. La condición de consumidor es prioritariamente individual a diferencia del respaldo de identidad que otorgaba el pertenecer a "las clases trabajadoras de antaño" o a los derechos que nos convertían en ciudadanos, que se hacían parte del ágora pública, imbricados con proyectos históricos colectivos.

Hoy se consume, en cuanto sujeto, en una cadena de sensaciones experimentadas y momentáneamente satisfechas de forma particular: las multitudes en los templos del consumo se ubican allí en cuanto capacidades individuales de gasto, ajenos a interpelaciones colectivas, coincidiendo en una actividad social predominante pero despojada de elementos unitarios, donde las motivaciones para relacionarse con otros, comunicarse, asumir acuerdos o levantar demandas, carecen de sentido. Todo debe ser casual, eventual, pasajero, descontex-tualizado del territorio. Los malls, erguidos como templos del consumo no son parte del vecindario como el almacén de la esquina o la antigua plaza, no somos parte de ellos, se constituyen como "no-lugares" (Augé, 1993), espacios de paso, sin apropiación ni identidad que nos vincule cotidianamente, están allí para el disfrute, la seducción inmediata, para el deseo fugaz y para el éxtasis sensorial, en fin, para la entretención perpetua, siempre mediada por un precio, pero raramente enriquecedora como experiencia y generadora de vacios difíciles de llenar, como ha remarcado Lipovetsky (2003).

Las consecuencias de la distopía no son difíciles de imaginar. Cuando la identidad comienza a estar regida por la capacidad de consumo y el exceso de oportunidades, la trivialización del cuerpo y la intimidad, la superficialidad de las relaciones interpersonales, la dependencia extrema de la tecnología, o por la conciencia de desigualdades irritantes, la generalización de formas de precarización laboral, la inseguridad y el miedo en el entorno urbano, cuando las normas estables que antaño que definían nuestro lugar en la sociedad son reemplazadas por un relativismo sin trasfondo, cuando las confianzas cotidianas, comunitarias y sistémicas se derrumban en un ambiente de crecientes amenazas e inestabilidad, las posibilidades de fragmentación y desarticulación personal con los costos psicológicos que ello conlleva se agudizan. En un entorno altamente competitivo los intentos privados por mantener el equilibrio son emprendidos frecuentemente de manera individual y muchas veces en el marco de procesos de consumo y competencia despiadada, más que mediante fórmulas espirituales, o grupales, exponiendo a masas de sujetos a variadas formas de corrosión del carácter, como ha denunciado Richard Sennett (2009).

Si bien es cierto, gozamos de posibilidades antes no imaginadas de elección y satisfacción material, a la vez, nuestra integridad individual se triza, cuando no estalla en pedazos, aferrándonos a sucedáneos de una identidad y seguridad comunitaria perdida; en urbes tecnológicas y llenas de peligros, que reemplazan las relaciones primarias y la fraternidad, creyendo que facebook, con su tecnosociabilidad e ilusión de intimidad, incrementa nuestros amigos, o que twitter nos hace ciudadanos en 140 caracteres, o bien que un arma de fuego y altas rejas de condominio con guardias privados podrán salvaguardar nuestras vidas. El incremento de las presiones laborales y la necesidad de éxito personal, por otra parte, han elevado en el mundo el consumo de fármacos, las consultas psicológicas, la necesidad de asistencia personal y las creencias en "gurús" o supercherías que prometen restaurar la confianza en el destino. También está la posibilidad de dejarnos tentar por la promesa superflua del lujo, las exigencias estéticas y el mercado de ilusiones, que no satisfacen una búsqueda personal plena.

En tanto, a nivel social, se aprecian colapsos de la confianza y formas decadentes de compromisos entre la acción colectiva y la política, no solo asociadas al espectáculo de la corrupción a la cual hemos estado expuestos por los medios masivos durante las últimas décadas, o por la ausencia de estadistas en un contexto de sospecha, donde lo público, lo nacional y las posibilidades estatales y civiles de recomposición están cada vez más limitadas por un poder que queda prácticamente fuera de la política y radica en espacios de flujos virtuales globalizados con quienes no es posible generar acuerdos, o fundar un nuevo estado de compromiso. En un medio así observamos formas colaterales de "subpolítica", que reivindican parcelas particulares de intereses personales o de pequeños grupos, construidas desde "abajo", sin jerarquías o con precarias estructuras de organización y, por lo tanto, con escasas posibilidades de implementación (Beck, 2000). También formas de violencia étnica, fanatismo religioso y odiosidades que pensábamos extintas por el avance de la civilidad, sumado a focos múltiples y difusos de indignación, protestas con contenidos antiliberales y antiglobalización, y movilizaciones sociales en torno a una variedad amplia de temáticas, en países desarrollados y subdesarrollados, pero que, en su mayor parte, se encuentran desacopladas del sistema de partidos, evaden sistemáticamente la institucionalización desacreditando la capacidad del Estado y los gobiernos para dar respuesta a sus demandas o simplemente claman "que se vayan todos", negando toda posibilidad de acuerdos, negociación y legitimación. Es decir, clausurando la política y lo público como ágora, como encuentro y como integración.

Recobrando el optimismo. La modernidad como proyecto inacabado

Afortunadamente, la diversidad del pensamiento contemporáneo ha producido miradas más esperanzadoras que permiten entrelazar debates que no renuncian a la posibilidad de crecimiento y expansión de las fronteras humanas y educativas.

Tanto en las ciencias naturales como en la filosofía y las ciencias sociales, se levantan voces que relativizan la crisis, moderan el pesimismo y proponen criterios e ideas que podrían contribuir a reimpulsar el proyecto moderno o prefigurar formas de convivencia más armónicas y sentidos personales más satisfactorios.

Si bien, cada propuesta es deudora de su propia tradición de pensamiento y se encuentra organizada en torno a un determinado hilo discursivo, podemos considerar como elemento común el hecho de constituir reflexiones llamadas de "segundo orden". Es decir, ya no operan únicamente como argumentos lógicamente encadenados en un plano de distinciones de un sujeto u observador, sino que se interrogan por las condiciones en que esas distinciones se realizan y por las reglas que se aplican para generar determinados significados, es decir, "observan la observación", haciendo consciente el hecho de que, como han señalado Maturana y Varela (2007), "todo lo dicho es dicho por alguien". Esta situación está conectada de diversas formas a la crisis de la objetividad en la ciencia contemporánea, a las ciencias de la cognición y el conocimiento, al giro lingüístico, a la cibernética, a la teoría de sistemas complejos autorreferidos, entre otros ámbitos de pensamiento actual. En todos ellos, la posición del observador es central, pero a la vez, desacredita toda posibilidad de argumentos esenciales o proposiciones de pretensión universal, debido a la relatividad y particularismo del sistema que observa, sean personas, grupos o instituciones. Es importante resaltar el hecho de que situarse en un segundo orden de observación no implica una jerarquía superior de ninguna índole, pues también es una observación y, por tanto, posee sus propios puntos ciegos. Así, la conciencia de la imposibilidad de efectuar distinciones absolutas nos puede hacer más humildes y nos invita a completar nuestra mirada con la de otros.

En definitiva, hoy existen evidencias filosóficas, biológicas y sociopsicológicas que muestran el carácter ideológico de toda descripción del mundo que, a través del lenguaje como única herramienta operativa para el ser humano, pretenda erguirse como verdad final, reflejo o modelo único de la realidad. Esta situación también es aplicable al orden cultural en el sentido de una evolución de la conciencia en términos de que, por primera vez en la historia, estaríamos en un momento en el cual en las diversas manifestaciones de la creación humana: filosofía, arte y ciencia se elevan voces reivindicando la capacidad humana de autoinvención, a veces como susurros, a veces como conversaciones lógicas y, otras tantas, como gritos destemplados. En todas ellas se rechaza el esencialismo, para afirmar la identidad del hombre como posibilidad, como opción contingente, que puede devenir de un modo u otro, y por primera vez en el ciclo histórico como una expresión no normativa, que debe, por tanto, asumir su propio acontecer, pues el ser humano se podría reconstruir permanentemente como persona y sociedad y en una ética plenamente humana. Parafraseando a Huidobro, como un verdadero "creacionismo" de la experiencia vital.

El perspectivismo y, por tanto, la validez legítima de todo observador en el ejercicio del lenguaje como mediación inescapable, pasa a ser entonces una condición basal para la discusión. La objetividad ya no es un argumento para obligar (Maturana, 2005). Como correlato las actuales discusiones otorgan gran importancia a las condiciones de posibilidad que adquieren las propuestas y no a la comprobación absoluta o esencial de sus argumentos. Todos los observadores son válidos pero todos pueden ser "deconstruí-dos" en su argumentación como discursos, con puntos ciegos que suelen no advertir sus propias contradicciones. Ello obliga permanentemente a situar las conversaciones y las comunicaciones, al menos, en un segundo nivel que confronta argumentos, pero que también asume la observación de dichas tesis desde otro nivel que genera distancia y relativiza las distinciones porque asumen que siempre poseen un carácter limitado.

Esto no es solo un tema de especialistas, posee importantes consecuencias para la generación de nuevas formas de convivencia, la educación, la política, los usos de la ciencia, la convivencia cotidiana, etc. Ya no puede aludirse por ejemplo, a principios incuestionables como el Estado o la legitimidad absoluta de un sistema legal moderno frente a las reivindicaciones de los pueblos originarios. Hoy, la dominación e incluso el avasallamiento de los pueblos indígenas es posible, plausible para muchos incluso, pero ya no es legítima. La única legitimidad posible hoy es la del reconocimiento del otro como un igual, no disponible para un modelo unilateral al servicio de una clase, "vanguardias esclarecidas", "padres fundadores", sabios, "hombres buenos", imperio de la ley o Estado (Dussel, 1992; Florescano, 1996). Lo mismo ocurre respecto de temáticas raciales, el tratamiento a los migrantes y sobre todo el problema de la igualdad de género, que constituye un proceso largo e incompleto de reparación de injusticias legales, equidad de oportunidades y del reconocimiento pleno de las capacidades de la mujer para contribuir a la sociedad.

Jünger Habermas, uno de los teóricos contemporáneos más influyentes, ha planteado que no es posible pensar en una época posterior a la moderna pues el proyecto moderno está aún inconcluso. La racionalidad como fundamento del sujeto y la sociedad en cuanto reflexión y autoreflexión crítica no se cumple a cabalidad. Ha estado al servicio de algunos grupos, clases, elites, burocracias, empresas, poderosos, etc., lo mismo la ciencia y la técnica como medios de dominación y control de unos sobre otros. Por lo tanto, la autonomía del sujeto no se ha respetado para alcanzar plenamente libertad, igualdad y fraternidad. El cultivo de la auto-reflexión crítica del sujeto y el mundo está aún inacabada (Habermas, 1998). La educación y las agencias de socialización poseen una responsabilidad central para generalizar esa práctica. Solo así, es posible avanzar hacia formas de acción comunicativas como acuerdos predominantes de interrelación y manejo de las diferencias de manera lógica y racional, pues muchos emprendimientos en la modernidad resultaron ingenuos, extravagantes, impuestos y manipulados o con racionalidades unilaterales. Dicho desafío implica un cultivo profundo de la tolerancia, de un esfuerzo intelectual y del desarrollo de una ética basada en el reconocimiento del otro, toda vez que el solipsismo cartesiano o la razón autofundada ya no es sustentable, en la medida en que el conocimiento nos ha develado como entidades intrínsecamente sociales, incluso en el ámbito de la subjetividad humana (Honneth, 1997).

Resituando los ideales ilustrados en la actualidad

En una sociedad altamente diferenciada, con sistemas funcionales crecientemente autonomizados, que defienden sus límites y campos de dominio particulares y procesan la complejidad social desde sus propios códigos y programas, se hace aún más difícil la comunicación y el entendimiento e improbable apelar a una moralidad universal o a una reorganización centrada en una determinada retórica colectiva (Luhmann, 2007). Una condición adicional del momento presente es que vivimos en una sociedad sin centro, que no es capaz de elaborar un discurso único y válido para una sociedad diferenciada en ámbitos específicos y que procesan sus entornos de manera particular y autorreferente.

Esta situación es interesante para sopesar el lugar de la educación, los profesores y los estudiantes en estos procesos. Se puede decir equivocadamente, con cierto desánimo, que las instituciones educativas en sus diversos niveles pueden haber perdido peso relativo respecto de la centralidad y el esplendor de antaño en términos de su influencia social. En realidad no es así; cuando se observa la evolución social caemos en cuenta de que todas las instituciones se encuentran en un proceso de diferenciación creciente, en el cual se especializan pero a la vez pierden capacidad de influir en el todo social. La Iglesia, el Estado, la educación, la familia, son solo algunos ejemplos de esta reducción de influencia debido a la funcionalización progresiva de la sociedad. La educación se vinculó al Estado, e influyó en el diseño de programas laicos aplicados que se mantuvieron vigentes por varias décadas, pero en un contexto con grados parciales y difusos de diferenciación, donde las ideologías políticas o religioso-morales y los valores de la familia tradicional permitían la integración a nivel sistémico.

Esto ya no ocurre en la deriva de la modernidad avanzada, donde todas las instituciones se especializan mediante sus propios códigos de comunicación y elaboran programas para enfrentar la contingencia de mediano plazo. El Estado sustentado en una tecnoburocracia posee sus propias finalidades, cada vez más alejadas de una sociedad civil, en proceso de atomización creciente producto de fenómenos de individualización que alimentan la competencia entre personas en todos los niveles, la que es aceptada culturalmente en términos de "triunfadores" cada vez más admirados y "perdedores" estigmatizados como fracasados o definitivamente descartados como "daños colaterales" del sistema (Bauman, 2011).

El filósofo Cornelius Castoriadis propone una concepción no teleológica de lo social, que nos aleja de supuestos metafísicos, necesidades sistémicas, históricas o funcionales y que rechaza naturalismos de cualquier especie. Así, la imaginación, en cuanto capacidad humana fundamental y creadora de los imaginarios sociales, de toda institución y, por tanto, del ordenamiento colectivo siempre remite a la capacidad creativa del hombre y de la sociedad para autodeterminarse. Dada esta característica, los imaginarios y su posibilidad de concreción en estructuras sociales siempre son históricos y abiertos al cambio no determinista, de modo que, cada sociedad construye sus propios imaginarios donde el presente puede ser siempre reimaginado en el futuro en sus concreciones específicas (creencias, valores, leyes, instituciones, normas y comportamientos). Es necesario reafirmar la capacidad liberadora de la imaginación para el conjunto de la sociedad y las personas en un nuevo proyecto con voluntad de autoemancipación, pues la historia de la humanidad es un trayecto constante de determinación "heterónoma", es decir, con atribuciones y fundamentos extrasociales, llámese Dios, antepasados, orden natural, rey, autoridad científica, etc. (Castoriadis, 1983).

Pero todas estas respuestas siguen siendo profundamente racionalistas, o podríamos decir ideológicas, en tanto sitúan como verdad o principio basal indiscutible una cualidad humana fundamental pero que no es su único o indiscutido rasgo. No podemos abrir aquí, por falta de espacio, una recopilación de la variedad de los argumentos que se oponen a la razón aristotélica como la diferencia básica del hombre en cuanto especie. Basta recordar que numerosos campos del conocimiento reivindican las emociones como un proceso básico e incluso indivisible del razonamiento o la intuición y un conjunto de capacidades propias del ámbito irracional como el lado más complejo del hombre. No debemos dejar de lado todas las corrientes esotéricas, místico-espirituales y el resurgimiento de una neoespiritualidad, que justamente rechazan la racionalidad como incompleta para una verdadera refundación epocal que libere al hombre de las ataduras actuales.

En la filosofía se registran varias oleadas o movimientos en espiral que retornan sobre este problema. Probablemente Nietzsche, fue uno de los más importantes en el siglo XIX, en tanto Henri Bergson, hacia principios del XX, planteó la necesidad de ampliar los límites puramente racionales de la conciencia integrando fuerzas vitalistas, y con ello rechazar dualismos simplificadores de la experiencia humana. Recientemente, numerosos pensadores que se mueven en variados campos frontera de las ciencias y las humanidades, han planteado este tema: Carl Rogers, Maturana, Varela, Deepak Chopra, Edgard Morín, etc. Se entiende entonces que las condiciones de posibilidad de una "neoutopía", a la que la educación pueda contribuir, han cambiado. No es posible eludir la experiencia de la sociedad moderna, tampoco las actuales discusiones culturales de la posmodernidad y contradicciones de la razón, sumadas al nivel de sobrecomplejidad y diferenciación social prevalecientes hoy en día.

Las tres preguntas constituyentes de la conciencia humana: ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos? y ¿hacia dónde vamos?, se encuentran sobrepasadas de cuestionamientos e incertidumbres. El relato que definía al hombre en su autonomía antropomórfica, la mente y la unidad en su interior, se derrumba como explicación. Por otra parte, el pasado construido por las historias oficiales, hoy nos acusa por dejar sin voz a grupos, etnias y pueblos perdedores, que no plasmaron su paso por el tiempo, y el futuro, se nos presenta lleno de incógnitas, miedos e indefiniciones. Para que la elaboración y la discusión no devenga en autocomplacencia, o se ahogue en una sinfonía de lamentos que nos deje llevar por el nihilismo o la negación de toda transformación, con la renuncia a todo ideal, estimamos necesario plantear algunos elementos que parece importante tener en cuenta, sin descartar otras condiciones relevantes para el debate. Proponemos a continuación, siete criterios para resituar y discutir los ideales ilustrados en el nuevo escenario sociocultural, que estimamos cruciales para la discusión actual de la educación en general, y los roles de estudiantes y maestros:

El futuro no está garantizado

La historia humana puede tomar su destino en sus propias manos. Pero, por lo mismo, el futuro permanece abierto, hoy todo puede ocurrir, nos movemos entre el sueño y la pesadilla. La liquidez actual del mundo contemporáneo amplifica el riesgo en las más diversas áreas (persistencia de la desigualdad local y global, guerras, contaminación, crisis ecológica, fanatismo, etc), pero la contingencia, es decir, la posibilidad de que las cosas puedan ser o derivar de una u otra forma constituye una oportunidad, un reto y un deber. No podemos dejar que los acontecimientos simplemente pasen. El problema es que no disponemos de una carta de navegación ni de un conjunto definitivo de principios de los cuales simplemente derivar las respuestas. Como señala Derrida (1997), el porvenir no puede deducirse de normas o programas preexistentes, pues aún no tenemos una imagen final, un modelo al cual aspirar. El meliorismo, que implica un necesario equilibrio y la conciencia de que es posible la superación y la transformación humana, pese a la imperfecciones del mundo y nuestro propio ser, puede tener aún mucho que decir si se inserta en el nuevo contexto, no puramente liberal y pragmático, sino como una energía transformadora, un vitalismo racional global, verdaderamente democrático al servicio de los acuerdos colectivos, ya no solo situado al interior de la nación sino sobre un planeta, húmedo, fértil, pero frágil.

"La imaginación al poder"

La globalización neoliberal produce riqueza pero es incapaz de generar integración social y las democracias electorales han demostrado ser insuficientes como único mecanismo de representación de las demandas de la población. El problema no pasa, como pensó la ciencia política de hace tres décadas, por un tema solo de gobernabilidad, pues en la era posliberal el empoderamiento electoral no da cuenta del conjunto de formas que adquieren los conflictos políticos y que abren el análisis a diversas manifestaciones sociales y nuevos actores que no operan como audiencias cautivas disponibles en cada elección, gran parte de las cuales vienen acumulando profundas decepciones hacia la clase política. Por el contrario, se trata de un problema de "gobernanza", que asume la política como "arte de lo posible", en un marco que no se contenta con administrar modelos, sino que busca cambiar la vida de personas y sociedades, generando mejores políticas, regulaciones y resultados, pero en un marco de real confianza, transparencia y legitimidad (Arditi, 2011). La reinvención de lo político y su reencantamiento, no puede ser una mera repetición de fórmulas agotadas, requiere esfuerzo sistemático, inventiva y empatía. La consigna sobre la imaginación al poder puede pasar de un viejo slogan de mayo del 68 a un principio que permita refundar un nuevo ethos, para una acción comunicativa basada en el entendimiento y en la necesaria creación de alternativas aún no exploradas, pero que requieren de una disposición social hacia el cambio no monopolizado o dirigido exclusivamente por unos pocos, que, por el coontrario, se asuma como una tarea de construcción conjunta de nuevas identidades de sujetos individuales y colectivos, para la innovación de estilos, alcanzar consensos y aportar de manera generosa a la construcción de la educación y el ágora del futuro, que con elevada legitimidad fortalezca la actividad pública. Ese lugar de debate local y global, con ciudadanos nacionales y a la vez con un sentido de pertenencia a una humanidad planetaria, aún no posee las columnas que la sostendrá.

La Post-Babel: no a los discursos totalizantes para una ética del reconocimiento del otro en la diferencia

El preciado principio de la tolerancia como base de nuevos ensayos de entendimiento parece ineludible para cuadrar el círculo. Inevitablemente nos cuestionamos por las bases que deberían regir la convivencia únicamente cuando están en peligro o hemos perdido la tolerancia. Su ejercicio cotidiano sigue siendo un ideal, como una garantía que no pretenda clausurar la formación de nuevos significados sin pactos de sumisión, sin resignar dignidad ni libertades humanas, sin imposición de verdades ilustradas o de conveniencia material tipo Estado de bienestar o que se conforme con el liberalismo global y el éxtasis pasajero y alienante del consumo. Decretar el "fin de la historia" como pretendió, por ejemplo, Fukuyama (2004), no resulta aceptable, menos la imposición de discursos que busquen la descontestación, al eliminar toda polémica y al pretender monopolizar una determinada verdad en un mundo donde ya nadie la posee. Tampoco resuelven el problema aquellas propuestas puramente denunciatorias y las nuevas causas sociales, que extreman, aunque muchas veces con buenas intenciones, determinados principios anárquicos, ecológicos o esotéricos, pero que construyen pseudoalternativas, con escasa atención a la actual realidad demográfica o tecnológica y que siempre eluden de manera ingenua el tema de los costos humanos y económicos de los cambios. Como sabemos toda construcción de mundos es conflictiva, enfrenta intereses y aspiraciones disímiles y, por lo mismo, implica un esfuerzo constante, abierto y adaptable, que no renuncie a construir conjuntamente, respetando las diferencias una nueva civilidad más abierta, deliberativa e incluyente, aunque con límites que deben consensuarse y defenderse con claridad, más allá de actos retóricos que resultan insuficientes para frenar los nuevos abusos, marginaciones, discriminaciones y desigualdades extremas.

Emancipar la sociedad de la sociedad. Hacia una democratización del conocimiento

La deriva evolutiva de la sociedad moderna no solo ha especializado los ámbitos de lo social y lo humano, sino que con ello ha profundizado las brechas del control del saber con un acceso potencial, pero que en la práctica se aleja del escrutinio ciudadano. La sociedad de la información es una realidad inminente, no así la del conocimiento, donde una pluralidad de actores accede y puede elaborar críticamente alternativas con capacidad real de influir en el curso de los acontecimientos. El desafío de emancipar el conocimiento científico-técnico de las instituciones del poder, para ponerlo al servicio de la población, es un anhelo no cumplido, pues la creencia ciega en el progreso tecnológico reemplazó las lógicas consensuales por la racionalidad con arreglo afines, privilegiando los nexos con el capital y el poder político y extendiendo su dinámica de cálculo y eficiencia a otras esferas de interacción simbólicas. Los énfasis de la ciencia en términos de campos a privilegiar, así como sus usos y aplicaciones deben democratizarse. Eso no implica renegar del saber o la tecnología, y mucho menos, intervenir en los códigos y criterios para establecer la validez científica de los descubrimientos como se pretendió corruptamente en regímenes autoritarios. Es someter los usos de la ciencia y sus decisiones estratégicas al examen público y no dejarlos al arbitrio de unos pocos, de espaldas a la sociedad.

Internet no resuelve todos los problemas. ¡Cuidado con las redes!

La expansión del "informacionalismo" económico y social, mediante la aplicación a gran escala de las capacidades tecnológicas para instalar un nuevo modelo de desarrollo y proyectar nuevas relaciones sociales mediante las redes como estructuras de organización colectiva predominantes, generó la adaptación del capitalismo y le dio un nuevo aire al desarrollo y a la productividad, se suuperó la crisis del petróleo y las encrucijadas de los setenta, pero se desataron fuerzas inesperadas con reestructuraciones del poder a gran escala. Se dividió el tiempo y el espacio de la actividad social y se abrieron brechas difíciles de dimensionar y controlar. Las personas comunes siguen experimentando su cotidianeidad localizadas en territorios y "tiempos de reloj". (Castells, 1997). Los conmutadores, es decir, los traductores de códigos y conectores entre redes acumulan capacidades inéditas de decisión estratégica y parecen desplazar a los cargos burocra-tizados y territoriales de antaño. Surge entonces, la necesidad de ampliar la influencia también en estos ámbitos, pues la acción de la Universidad en términos formativos y su presencia pública ha estado estructurada históricamente sobre la localización y el territorio. Generar estrategias de ingreso, presencia e influencia en esas redes que permitan vincular diversos niveles, abrir temas que originen conversaciones nacionales y debates internacionales para la construcción de una ciudadanía más amplia, que redefinan así las pertenencias de la humanidad como patria planetaria, resulta imperativo, pues la sociedad global ya existe (Luhmann, 2007). Esta multiplicidad de identidades no requiere renunciar a la nación y otras adscripciones de identidad, pero significa necesariamente, ampliar la conciencia universal de la especie, desplegando actividades libertarias y que promuevan la tolerancia en diversos ambientes, de manera simultánea y con variedad de herramientas.

El doble desafío en una América Latina periférica

Si bien los desafíos aludidos son globales, ello no descarta el hecho de que estamos pensando la educación, o más bien deberíamos decir, reproduciendo pedagogías en un continente que se integra de manera posterior y por tanto en términos periféricos a los cambios de la sociedad moderna. Ello no solo implicó un rezago inicial que no logra ser cubierto, a pesar de los avances que implicaron las independencias nacionales y la construcción del Estado decimonónico, tampoco con los procesos de modernización forzada hacia mediados de siglo XX, ni con la incorporación desmesurada del neoliberalismo contemporáneo. Subsisten altos niveles de heterogeneidad estructural entre regiones y países, trabas en la viabilidad del desarrollo en muchas naciones de la región, sumados a problemas endémicos de desigualdad a los cuales se agregan complejos fenómenos de exclusión y segregación económica, social, cultural y educativa. Muchos han sido los calificativos que las ciencias sociales han dado a esta manifestación continental: "subdesarrollo" (CEPAL, 1998), "dependencia"(Cardoso y Faletto, 1977), "transición" (Germani, 1965), pero que en todos los casos dan cuenta de un proceso plagado de contradicciones y claroscuros en un territorio mestizo que generó un Estado antes que Nación, ciudadanos con pocos derechos, clases sociales sin proyectos históricos, industrialización sin revolución industrial, en fin, en el decir de Lechner (1997), "modernización sin modernidad". Este "sobredesafío", implica mantener también una doble atención. Por una parte, seguir atentamente los avances y debates internacionales pero tomando la distancia necesaria, para no aplicar mecánicamente como muchas veces se hizo en el pasado, recetas a nuestras particularidades históricas y culturales, con nefastas consecuencias y elevados costos humanos. Por otra parte, no renunciar a la elaboración de un pensamiento y una mirada propiamente latinoamericana, que de manera informada pero con distinciones y luces propias pueda participar activamente en el debate internacional. La educación en el continente, y particularmente en Chile, aún está en deuda con el legado cultural de los pueblos originarios, no hemos sabido enriquecernos con el simbolismo prehispánico, con el carácter tutelar de las creaciones civilizatorias aztecas, mayas e incas, y no hemos dialogado, comprendido ni asimilado suficientemente la profundidad de las enseñanzas indígenas, las cuales enfrentan amenazas evidentes de desaparición.

Se rompió el molde del docente y el estudiante

Una de las definiciones de prototipo, es el de primer molde de algo. Pues bien, en esta segunda modernidad, el primer molde del profesor y estudiante prototípico ligado al espíritu republicano se concebía como varones libres que constituían la encarnación de determinados valores ilustrados, pertenecientes a una sociedad unitaria, que la educación ayudó a construir y por la que también fue moldeada, parece no dar respuesta a la diversidad y complejidad reinante. En un mundo altamente diferenciado, tan marcado por el tedio y por el horror incluso como divertimento, el prototipo del docente también se ha diversificado, no puede ya ser entendido como elite iluminada que debe alumbrar las mentes del alumno, o concebirse como vanguardia esclarecida destinada a aportar a la consolidación del estado nacional o impulsar un modelo fijo de desarrollo de un Estado-Nación (que se desmorona como forma de organización social). Por su parte, el estudiante no puede ser comprendido como mero receptor homogéneo o portador de una identidad nacional única, pues participa crecientemente y activamente de redes globales desde las cuales crea y recrea permanentemente los contenidos y las miradas; en esa dinámica se autoeduca de manera híbrida y multireferencial, y sobrepasa los límites clásicos de la socialización formal del sistema educativo y la familia.

Colofón

José Ortega y Gasset (1987) , planteaba en Las meditaciones del Quijote: "Yo soy yo y mi circunstancia, si no la salvo a ella no me salvo yo". Estamos hoy como partícipes de procesos de trasformación de la persona en el contexto de la educación, interpelados para ofrecer alternativas que permitan enfrentar la crisis de los modelos educacionales y para ese desafío histórico aún no se ha forjado un nuevo molde en la fragua.

Bibliografía

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Cómo citar éste artículo: Torres Rojas, E. 18). Cuestionamientos a la sociedad moderna y criterios contextuales para una discusión de los principios de la educación actual. Revista Aletheia, 10(1), 194-221

Recibido: 04 de Enero de 2016; Aprobado: 22 de Febrero de 2017

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