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HiSTOReLo. Revista de Historia Regional y Local

versão On-line ISSN 2145-132X

Historelo.rev.hist.reg.local vol.2 no.4 Medellín jul./dez. 2010

 

INVESTIGACIÓN

 

Hachas y pastos: Caminos de ''civilización'' en el suroccidente de Cundinamarca

 

 

Fabiola Estrada Herrera *

* Historiadora de la Universidad del Valle, Especialista en Comunicación y Cultura de la Universidad del Valle, MSc en Medio Ambiente y Desarrollo de la Universidad Nacional de Colombia, Investigadora del Instituto de Estudios Ambientales IDEA, Universidad Nacional, Miembro del Centro de estudios regionales-Región de la Universidad del Valle y Docente-investigadora del programa de Historia de la Universidad Autónoma de Colombia. Autora de los libros: ''En Camino a la Villa del Samán, Monografía histórica del municipio de Alcalá, Valle del Cauca''. ''Ecología y Ecoturismo'', y ''Universidad Autónoma de Colombia: Una historia inacabada''. E-mail: fabiola.estrada@fuac.edu.co

 

Artículo recibido 19 de enero de 2010, aceptado el 31 de mayo de 2010 y publicado electrónicamente el 20 de diciembre de 2010.

 

Resumen

La autora interpreta el papel de la construcción de caminos y la exploración agrícola-comercial en el Suroccidente del actual Departamento de Cundinamarca durante la segunda mitad del siglo XIX. En este recorrido, llama la atención sobre cómo el ideario republicano de civilización conllevó a una tala irracional del bosque primario y a la introducción de nuevas especies de pastos, dos agentes de transformación que estuvieron al servicio de los ritmos que la élite decimonónica impuso a la economía local, la posesión de tierras, el control social y los proyectos agroexportadores.

Palabras clave: caminos, colonización, explotación agrícola-comercial, Cundinamarca


 

 

Introducción

En la primera mitad del siglo XIX se conjugó la herencia colonial y los ideales republicanos en el territorio colombiano. Es en la década 1850 cuando se plantea un proyecto que enfrenta esa herencia, al retar el poder de la iglesia y conseguir con ello el fortalecimiento del proceso de laicización social. Tras los enfrenamientos independistas y la reconquista, estallaron las guerras civiles desatadas por las tensiones que trajo la imposición de un estado centralizado en el contexto de una realidad fragmentada y unas condiciones regionales disímiles, tanto en aspectos ambientales, como sociales y culturales. En efecto, la inestabilidad política atravesó todo el siglo con disputas entre las élites locales y el incipiente estado central, cuyos enfrentamientos bélicos minaron las grandes transformaciones ambientales del actual territorio del Departamento de Cundinamarca.

Las regiones Oriental y Central fueron escenario del desarrollo del departamento durante la Colonia. Posterior a las grandes transformaciones del paisaje, introducidas por los españoles, durante el siglo XIX diversos procesos como la expansión de la ganadería sobre tierras aptas para la agricultura, la introducción y siembra generalizada de eucaliptos y pinos, la desecación de los humedales y la introducción de pastos foráneos, realizarían otra drástica transformación del paisaje.

Pero en la región occidental del actual Departamento de Cundinamarca, en donde prevalecen las tierras cálidas y templadas, el paisaje conservaba su condición agreste y selvática. Las escasas haciendas soportaban el tráfico e intercambio de productos con el altiplano, además de los tambos y sitios de descanso que servían de refugio a viajeros que iban hacia el río Magdalena y el occidente del país.

Esta situación cambiaría de modo progresivo con la reapertura del camino a La Mesa de Juan de Díaz, en tanto ésta dinamizó la actividad productiva de las haciendas existentes y permitió la asignación de tierras baldías a lado y lado de la trocha. Lo anterior posibilitó que una porción de las tierras se revistiera de cultivos, dehesas e ingenios para moler caña de azúcar en una extensión reducida; no obstante, la mayor parte de extensión de la región aún estaba cubierta de bosques hasta alcanzar las orillas del río Magdalena. La región, como el resto de la nación, se vio ante un constante proceso de colonización en la que las élites capitalinas plasmaron su proyecto civilizador y de progreso en la construcción de caminos y el sometimiento de la naturaleza, de tal modo que las tierras calientes y de vertiente fueron objeto de la ocupación decimonónica.

 

Transformaciones del suroccidente cundinamarqués

Para el suroccidente de Cundinamarca la reapertura del camino a La Mesa constituyó la vía que condujo la ''civilización'' a esta región. El general Agustín Codazzi, a mediados del siglo XIX, describe aquella población ubicada en el camino de Tenusacá, como una población rodeada de haciendas con cementeras de caña, yuca, plátano y algo de cacao, en donde se realizaba semanalmente el mercado. Gómez Lopez y otros (2003, 250) retoman dicha descripción:

El Estado de Cundinamarca tiene un comercio bien extenso sobre las tierras calidad del Valle del Magdalena y las tierras frías de la explanada de Bogotá [...] Los puntos intermedios de mercados son La Mesa y Guaduas [...] En La Mesa se depositan las sales destinadas a tierra caliente, y en Guaduas la panela y el azúcar producido por los vecinos valles.

Desde la Colonia, La Mesa fue un foco de comercio que comunicaba Santa Fe con el suroccidente del Departamento, Tolima, Huila, Quindío y Valle del Cauca; así lo plantea Velandia (1980, 298) cuando afirma que esta ruta:

[...] fue primero de los indios, luego de los conquistadores para ir de Santa Fe a Tocaima, después real de la Colonia para ir a Villeta y Honda, bajando de Bojacá a seguir por el pie de la cordillera y parte alta de Anolaima para volver sobre Agualarga o Siquima y Manoá para llegar a Villeta, camino que en la República fue varias veces abierto y reconstruido, una de ellas, a mediados del siglo pasado por el ingeniero Pedro María París [...].

En 1850 la reapertura del camino a La Mesa implicó la concesión de tierras baldías, en las que se condicionó la titulación a la tala de bosques y montes, como también a la apertura de nuevas tierras para la agricultura, exigencia que conllevó al desmonte de vastas extensiones de tierras. La tala indiscriminada se convirtió en una acción cotidiana, cuyo producto sólo fue posible consolidar gracias a la implementación masiva de pastos foráneos como el pasto de guinea y pará, introducidos en dehesas, lo cual elevó la proporción de tierra utilizada en la ganadería, destinación que además aumentó sus rangos con el cultivo del tabaco.

La escasa colonización marcaba una actividad agrícola que se reducía a tumbar el monte, limpiar la parcela, sembrar maíz y recoger la cosecha. Según Rivas (1972, 41) ''Mientras que la tierra caliente no ofrecía sino bosques, que eran preciso talar con un trabajo inmenso para recoger la cosecha de maíz, o sembrar las cañas, únicos cultivos que entonces se conocían, y a los cuales estaba destinada, volviendo el bosque a apoderarse del terreno inmediatamente''.

De tal modo que la dinámica de ocupación poblacional se expresó no tanto en la creación de nuevas poblaciones, como en la recuperación demográfica de ancestrales poblaciones y sitios de paso, como fueron los casos de Tena, Tocaima, Anapoima, Anolaima, La Mesa, Quilipe, Siquima y las poblaciones ribereñas del río Magdalena.

La posesión, la titulación de las tierras y la lucha entre los latifundistas y campesinos pobres fueron puntos nodales en el proceso colonizador. La legislación sobre el otorgamiento de tierras baldías no se cumplía y su aplicación tropezó con el poder de los viejos y nuevos latifundistas. Las haciendas agarrotaban a los pequeños propietarios que debían someterse a la condición de peones, arrendatarios o concertados, pese a que la Ley 28 de 1849 y la Ley 61 de 1874 establecían, según Chauz (1931, 35), que: ''la concesión de tierras baldías a los pobladores de los caminos nacionales, facultando al ejecutivo para adjudicar en plena propiedad hasta 10 fanegadas de tierras baldías, a orillas de los caminos nacionales, a cada familia que allí se establezca con la condición que habite y cultive el terreno adquirido''.

Ante la presión ejercida por el proceso de colonización, la apropiación territorial y los ciclos agroexportadores, la antigua configuración de unidades productivas diversificadas, tanto en la agricultura como en la ganadería, carecía de eficiencia para contener la recolonización del bosque y frenar su proceso de sucesión. En el proyecto civilizador decimonónico, el obstáculo primordial estuvo concentrado en las particularidades de la colonización ambiental; específicamente, en la contención del bosque tras la apertura de nuevas tierras de cultivo y asentamiento. Según Rivas (1972, 291), ''lo que vino a salvar esas tierras fue el pasto de guinea [...] que se siembra al tiempo con el maíz, al coger la cosecha una verde pradera cubre todo el campo donde vienen a pastar miles de reses''.

Ahora bien, el pasto guinea se implementó hacia 1830 y el pasto pará fue introducido por Santa Marta en 1840, aunque por más de una década no fue utilizado. El pará sustituiría al guinea porque este último tenía muy corto ciclo de vida y presentaba dificultades adaptativas en la región. Fue hacia 1850 cuando empezó, de manera sistemática, la introducción de pastos ''artificiales'' en detrimento de los bosques. Los cambios del paisaje en el ámbito local modificaron la relación con el medio natural, y lograron de este modo una conquista ambiental. El uso y desuso de especies sometieron al continuo pisoteo la capa vegetal y el suelo, a la concentración y localización de gramíneas existentes por fuera de su natural ecosistema, y esto produjo la alteración de los distintos ecosistemas presentes en la región con la introducción de especies foráneas. Esta sustitución ecosistémica implicó, además de réditos económicos, la imposición civilizadora que ordena, articula y controla el territorio.

La contención de la maleza que se hacía con los pastos de guinea y luego con el pasto pará, incrementó la ganadería que se desarrolló a la par con el cultivo del tabaco. La expansión de la ganadería ofreció adicionalmente a la industria del tabaco, la utilización de la piel de las reses para la elaboración de los zurrones en los que se exportaba la hoja, y la carne se utilizaba para el consumo de los trabajadores y el consumo en los mercados locales. Pero el mayor alcance de dicha expansión lo constituyó la apropiación y dominio del territorio y la sujeción de la mano de obra.

Paralelo a la extensión de pastizales, forrajeras y de la ganadería, la agroexportación cimentó sus esperanzas en la siembra del tabaco. Aunque el cultivo de éste se realizaba para la época colonial en Guaduas, Villeta, Sasaima, La Palma, Guataqui y Tocaima. El dinamismo de Ambalema como productor y receptor de la hoja de tabaco para la exportación, favoreció, según Rivas (1972, 38), que ''como por encanto las selvas se abatieron, convirtiéndose en inmensas praderas; las orillas del Magdalena se cubrieron de sementeras de tabaco, y hubo un movimiento industrial fabuloso en el país. Todos los negocios tomaron incremento, y del interior bajaron a tomar parte en la obra civilizadora hombres trabajadores''.

La industria tabacalera se generalizó después de expedida la Ley 24 de julio de 1848, que terminaba con el estanco. Bajo el gobierno del general Mosquera, los estancos fueron considerados incompatibles con las garantías que debían gozar los ciudadanos; de modo que la siembra, compra y venta de tabaco se convirtió en una actividad libre, cuyo producto podía ser destinado al consumo interno o la exportación. La ley de 1848 pretendía, de acuerdo con Quijano (n.d., 14), ''[...] que la nueva Granada favoreciendo la industria, proporcionando una ocupación útil a los ciudadanos, pondrá a muchos en la actitud de enriquecerse, i a los ocho años a lo más pagará todas las deudas con el producto de un solo vegetal, y si se quiere apurar la expresión con el humo que despide''.

Después del auge tabacalero sólo quedó pasto. El desmonte sería el gran actor de la transformación del paisaje. Tras la ruina de la industria del tabaco, la tierra caliente cayó en estancamiento y las ricas haciendas y poblaciones tabacaleras decayeron, y se convirtieron ''en pastales inmensos; donde antes reinaban la industria y el bullicio, y como si una maga maléfica hubiera tocado con vara funesta esas regiones, repentinamente sentaron sus reales la soledad y el abandono'', lo recuerda Rivas (1972, 42). Molano (1994, 15) señala que, ''las formas espaciales no son vacías, son formas-contenido [...]. El paisaje formula ese espacio-tiempo que estructura y proyecta una sociedad, integrada con y en la naturaleza, convirtiendo el territorio no en un actor mudo, sino en testimonio''.

Los hacendados que se habían desplazado de la Sabana a tierras calientes, arruinados con el tabaco, intentaron cultivar añil. Desde tempranos tiempos coloniales, los colorantes naturales representaron un reglón importante de la explotación en América: el palo de Brasil, la cohicnilla y el añil. Pero la fabricación industrial de colorantes depreció este producto hacia 1890; de hecho, luego de que William H. Perkin descubrió la anilina sintética y se inició su difusión, las exportaciones declinaron sustancialmente para 1891. Con los vaivenes del rendimiento económico, después del apogeo del tabaco y el añil, para la región vendrían los ciclos agroexportadores de la quina y el café.1

Los proyectos de explotación agrícola fueron motores de siembra, cultivo y cosecha, pero la acción que causaría mayor impacto en la transformación de las condiciones medioambientales de las tierras calientes sería la colonización ambiental, proceso que imponía una irracional y destructiva tala de bosques. Los cultivos como el tabaco, caña de azúcar, pastos y la cría de ganado no alcanzan a explicar la magnitud de la devastación. Rivas (1972, 21) lo ilustra del siguiente modo:

El trabajo comienza: los peones en fila empiezan la tala de la montaña; los pequeños árboles ceden sumisos al golpe del machete; el rastrojo se abate miserable como hace la multitud ante los dictadores; pero los gigantes cumulaos, los diomates y los guayacanes resisten impávidos el hacha, pero siempre caen, con un fragor que espanta a los animales de la selva y que repiten las montañas.

Los ideales de progreso imponían a la naturaleza su concepción de tierras vacías e incultas. Rivas (1972, 12) nos habla de tales ideales cuando se refiere a la reapertura del camino de La Mesa:

Y se empezó la obra de gigantes, no escalando el cielo sino haciendo temblar la tierra con el estallido de las enormes piedras cuyos pedazos, al reventar, con minas de pólvora, volaban por el aire, mientras que los grandes árboles caían abatidos a los golpes del hacha civilizadora, y un trabajo de zapa aplanaba la cordillera, ensanchaba el sendero y despejaba el horizonte.

Al término de los trabajos de reapertura, el camino de La Mesa se limpió lado a lado para establecer haciendas de praderas y ganados. La idea de un territorio vacío, de una tierra baldía o inútil, de la maleza y la selva como lo salvaje, dinamizaron los procesos de movilidad poblacional en toda la región. Desde el Estado se otorgó el derecho a los particulares para explotar, ''limpiar'' y ''civilizar'' extensos terrenos. En suma, se trató de una idea utilitarista de la naturaleza, que se encargó de sacrificar gran parte del patrimonio natural del país.

Un recurso que escasea, no puede recuperarse y deja la nostalgia de una imponente belleza en los testimonios de los habitantes de la región en las últimas décadas del siglo XIX. Al respecto, Rivas (1972, 99) nos dice: ''Los que trabajamos en tierra caliente, talando el bosque y quemándolo, trabajamos como bárbaros pues destruimos una inmensa riqueza de maderas que hoy hace falta''. Si los responsables de crear e implementar proyectos productivos y de desarrollo hicieran hoy suyas las palabras de Medardo Rivas, de seguro que las generaciones venideras gozarían de las mismas o mejores condiciones ambientales de las que hoy gozamos.

La construcción del camino a la Mesa, actividad pionera en la apertura del suroccidente de Cundinamarca, fue realizado con mano de obra presidiaria bajo la dirección de Lino Peña, y posteriormente con cuadrillas especializadas, cuyos miembros se identificaban como ''antioqueños''. El privilegiado testimonio de Rivas (1972, 239) describe para Guataquicito cómo estas cuadrillas de jornaleros caminaban la región talando bosques a contrato:

Llevaron su campamento al sitio más fresco de la propiedad; estableciéndose por cuadrillas [...] empezaron la tala; y devoraban la montaña como por encanto. Los gigantescos cululaes, los guayacanes y hobos se doblaban a su paso, y caían dejando una amplia huella y un ancho vacío del uno y al otro lado de la montaña. A los tres meses el bosque íntegro había desaparecido; a los seis meses se recogían mil cargas de maíz; al año estaba formado el potrero de Lurá para cebar quinientas reses.

Los jornaleros de la tala, trabajadores estacionales, fueron socialmente vistos como salvajes, rudos e ignorantes, ejecutores de la fuerza física como única vía para ganarse la vida, mientras que los dueños de tierras y agentes de proyectos agrícolas fueron considerados titanes, gigantes, héroes y agentes de civilización. De un lado los trabajadores de la tala, y del otro los dueños de hacienda, agentes conscientes de la transformación, constituían una unidad diversa que permitió la posesión y control territorial como anteriormente se ha señalado.

El concepto de ''baldío'' se aplicó a gran parte del territorio nacional, concepto en el cual las diferencias geográficas y ecosistémicas fueron homogenizadas bajo la idea de espacios vacíos, como también fueron homogenizadas las pequeñas aldeas que no gozaban de un desarrollo urbano y distaban de los principales centros de control social y político. Los habitantes de estas pequeñas localidades sufrieron un proceso de anomia ante la denominación de ''salvajes'' o como ''incultos'', al igual que el medio que los circundaba. En estos términos, era necesario y sentido como una obligación moral, el imponer los patrones de ''civilización'' asimilando territorio y habitantes a la corriente modernizante, o bien, devastarlos.

Hasta entonces, la tierra cálida del occidente de Cundinamarca no tenía valor. Su desnudez, vista como la carencia de la actividad y producto de la mano del hombre, presentaba en el imaginario de élite y pobladores, un carácter ahistórico e inmóvil; pero cuando esa desnudez era cubierta por cultivos uniformes y pastos, adquiría valor aquello que supuestamente era baldío.

La riqueza no existía sin el control y posesión territorial, y ésta no era medida en términos del bien general, sino en función de un modelo civilizador que estableció el dominio de la gran propiedad, despojando a los pequeños cultivadores mientras que ''las poblaciones agonizan y mueren ahogadas por las grandes haciendas que las rodean. No tienen generalmente sino una estrecha área, sin ejidos, sin dehesas comunes, ni siquiera donde recoger leña [...]'' (Rivas 1972, 57).

La devastación de bosques, en su acción irracional, destruyó un posible desarrollo sostenible y agotó los recursos naturales necesarios incluso para soportar los grandes proyectos de infraestructura durante el siglo XIX en la región, viéndose ésta en la necesidad de ampliar su huella ecológica, tal como Rivas (1972, 75) lo plantea:

Si un propietario hubiese conservado intacto su bosque en el trayecto de La Mesa a Girardot, su propiedad sería diez veces más valiosa que lo que hoy pueda representar cubierta de pastos. No hay una viga para construir casas en las poblaciones de La Mesa, Anapoima y Tocaima; y si hubiera de continuarse el ferrocarril, no se encontrarían durmientes en toda la extensión que debe recorrer.

La élite decimonónica vio en la tierra desnuda de naturaleza el camino del progreso, sin percatarse de que la economía de la nación continuaba siendo, en general, de subsistencia en los aislados marcos locales y regionales. Pero el aprovechamiento de las ventajas medioambientales y los recursos naturales,2 ubicaba al país en la división internacional del trabajo como abastecedor de materias primas. Las élites regionales se embarcaron en los proyectos agroexportadores, que tras momentos de auge sufrieron un proceso de decadencia que dejaba tras de sí la destrucción de bosques centenarios, una mayor desorganización social y una menor calidad de vida para las poblaciones y sus habitantes.

La inserción en el mercado mundial, además de las posibilidades económicas, significó el espacio de concurrencia de las élites republicanas al mundo civilizado a través del Estado o a modo individual, bajo igualdad de condiciones, en el libre intercambio comercial y cultural de las naciones del mundo. Pero la abstracción del principio liberal no les permitió apreciar y dirigir el proceso que los ciclos agro-exportadores producían al interior del territorio nacional, es decir, el poblamiento de las zonas templadas de vertiente mediante la migración interna que replanteaba la posesión y control territorial.

La política de tierras baldías tuvo un ritmo desigual. Durante la primera mitad del siglo se otorgaron de modo selectivo y condicional, pero después de 1848 la asignación se hizo masiva. La queja del despoblamiento de extensas zonas, la carencia de centros urbanos, el atraso en el aprovechamiento de los recursos naturales y la falta de colonización de los espacios ''vacíos'' se conjugaron en las leyes sobre tierras baldías. Era necesario liquidar lo agreste, limpiar lo desconocido e inaprovechado, superponer la obra humana sobre la obra de la naturaleza. La colonización de tierras baldías también imprimió una mayor dinámica a la inmovilidad de la tierra, que conjuntamente con la liquidación de los resguardos indígenas a inicios de la República y la abolición del mayorazgo en 1824 favorecía la fragmentación de grandes globos de tierras ''improductivas'', simultáneamente con el fortalecimiento del latifundio a lo largo del siglo XIX.

Una necesidad manifiesta fue el déficit de vías y medios de transporte. La construcción de caminos que abrieran paso a los productos agrícolas y mineros, conectara las distintas regiones y permitiera un flujo comercial constante fue uno de los problemas fundamentales que enfrentó la nueva República. La herencia colonial, constituida por múltiples archipiélagos, casi autosuficientes, fue cediendo ante la construcción o mejora de las vías carreteables; fue así como el avance en materia de infraestructura vial y transporte estuvo supeditado al desarrollo del estado centralizado. La relativa autoridad nacional no tenía la fuerza suficiente para afrontar proyectos de envergadura nacional y las rentas del estado eran limitadas para emprender tales obras.

Para finalizar quisiera recordar las palabras de José Manuel Restrepo (2007, 65), cuando se refiere a los habitantes de la Provincia de Antioquia:

Romper las duras piedras, corta las colinas [...]. Ya con la cortante hacha, la azada y el arado, derriba los bosques, limpia las malezas y abre el seno feraz de la tierra que le brinda mil verdaderos tesoros y riqueza [...]. Asido a las costumbres de sus mayores poco ilustrados, y lleno de envejecidas preocupaciones, no atiende a los brillantes ejemplos que le dan otros pueblos más civilizados.

Este discurso se repite a lo largo y ancho del territorio nacional, pretendiendo homogenizar las distintas poblaciones y paisajes, imponiendo en la práctica un sentido de naturaleza. Ocultar u opacar la realidad a través de un modelo, como el que poseían las élites republicanas, significó establecer un cenit ideal, un punto de llegada a lo ''más progresivo'' negando las múltiples dinámicas y formas en las que la sociedad se manifestaba.

La destrucción y menosprecio del entorno biofísico, que fue referente común y natural guía de la acción humana en el siglo XIX, correspondió a una irracionalidad e inconsecuencia del propio imaginario del progreso. Aunque se planteaba entre sus postulados la necesidad de ''preservar'' para el futuro un mundo más feliz en la construcción del presente, este imaginario de progreso omitió una parte importante en la relación interactuante que le posibilita alcanzar mayores niveles de bienestar. La naturaleza fue borrada, omitida de la realidad.

El efecto que dicha mutilación de la realidad tuvo sobre vastas regiones del país, fue la configuración de un ideal de progreso que vio en la naturaleza la contraparte que debía ser liquidada de forma violenta y sometida al silencio de la no existencia. La tala indiscriminada así como la explotación de bosques acabaron con numerosas especies maderables y dislocaron el funcionamiento de los ecosistemas de los bosques secos y semisecos en la región sur occidental de Cundinamarca. La humanización del entorno natural implicó la destrucción y circunscripción de éste a un perímetro controlado, con una limitada selección de su diversidad, vaciando el orden natural para fundar sobre sus ruinas un nuevo entorno que desconoció las condiciones específicas de la economía y la sociedad decimonónica que poseía una historia, una forma de ser y de vivir.

 


Notas al pie

1 Según Camilo Montoya (2001), las primeras zonas de explotación de la quina en el territorio estaban localizadas a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX en el occidente de Cundinamarca, específicamente en las provincias del Tequendama y Fusagasuga y en todas las montañas que del lado de la Mesa se acercan al Magdalena.

2 Para ilustrar tal concepción, se transcribe la citación de apartes del informe del Secretario del Despacho de Hacienda del Gobierno de la Nueva Granada, don Florentino González en el año de 1847 ante la Cámara Legislativa: ''En un país rico en minas y en productos agrícolas, que pueden alimentar un comercio de exportación considerable y provechoso, no deben las leyes propender a fomentar industrias que distraigan a los habitantes de las ocupaciones de la agricultura y minería, de que pueden sacar más ventajas''. Citado en Samper (1984).


 

 

Bibliografía y fuentes

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