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HiSTOReLo. Revista de Historia Regional y Local

On-line version ISSN 2145-132X

Historelo.rev.hist.reg.local vol.5 no.9 Medellín Jan./June 2013

 

Corrupción, poder y abuso: el caso de los Capitanes a Guerra durante el tardío colonial en el Nuevo Reino de Granada

Corruption, Power and Abuse: The Capitains of War During the Late Colonial Period in Viceroyalty of Nueva Granada

Ana Catalina Reyes Cárdenas*

* Historiadora y Magister en Historia por la Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín y Doctora en Historia de América Latina por la Universidad Pablo de Olavide, España. Es Profesora Titular adscrita al Departamento de Historia de Universidad Nacional de Colombia Sede Medellín y Directora del Grupo de Investigación "Historia, Territorio y Poblamiento" clasificado por Colciencias en Categoría A. Es autora de libros, artículos y obras colectivas con énfasis en historia de la vida cotidiana, historia de las mujeres, y transformaciones del territorio y la sociedad en el tardío colonial y durante el periodo de la Independencia. Fue reconocida con el Premio Nacional de Historia por Colcultura en 1995. Correo electrónico: acreyes@unal.edu.co

Recepción: 8 de febrero de 2013 - Aceptación: 16 de abril de 2013. Páginas: 42-72


Resumen

Este artículo presenta, fundamentado en fuentes primarias, una imagen de la forma como se ejerció el poder por parte de los funcionarios reales a fines del siglo XVIII. En este caso, los capitanes a guerra nombrados en poblaciones nuevas, resultado de la política borbónica de organización de territorio y población, o en zonas en franca decadencia en las que habían desaparecido los cabildos. Estos funcionarios, en su mayoría sin preparación y sin salarios, aprovecharon sus cargos para explotar y abusar de la población. El artículo también ilustra cómo los vecinos libres (mestizos, zambos negros y pardos), denunciaron mediante quejas y reclamaciones estas situaciones e incluso, como ejercieron acciones políticas tales como las asonadas, los desordenes y —en casos extremos— el uso de la violencia para protegerse del mal gobierno.

Palabras clave: Capitanes a Guerra, plebe, libres, desacato, corrupción, despotismo.

Abstract

In this paper it is shown, based on primary sources, an image of how power was exerted by Royal servants at the end of XVIIIth century. In this case, they were the war captains named in new settlements as a result of the Bourbon policy of territory and people organization, or in zones in clear decadence in which councils had disappeared. Most of those Royal servants, having no preparation or salaries, would take advantage of their position to exploit and abuse the people. This paper also illustrates how free residents (mestizo, half-breed and mulatto) denounce these situations with complains, and also how they exert a political experience which uses the riots, disturbance and in extreme cases violence to protect themselves from bad government.

Keywords: captains of war, free people, rabble, disrepect, corruption, despotism.


Introducción

En el Nuevo Reino de Granada, durante la segunda mitad del siglo XVIII, se dinamizaron los procesos de recuperación demográfica a partir de un amplio proceso de mestizaje, ocupación de nuevas tierras y fundación de nuevas poblaciones. Los "libres de todos los colores", resultado del continuo cruce entre indígenas, blancos y negros, dieron como resultado los mestizos, mulatos, zambos y pardos, que hicieron parte de las castas en un sociedad signada por la exclusión asociada al color de la piel, el origen étnico y el oficio.

Los libres de todos los colores —como se le denominaba en los censos y padrones de periodo colonial— tenían la condición de libres a diferencia de los esclavos y los indígenas. Aunque sumaban el 40% de la población del Virreinato, no tenían cabida en el estrecho mundo colonial concebido idealmente como repúblicas de blancos e indígenas. Eran en su mayoría habitantes rurales pobres, sin bienes, ni tierras, sin educación y con pocas oportunidades de acceder al mundo de los criollos. Estaban excluidos del mundo de los indígenas, no tenían resguardos, no estaban protegidos por las leyes de la Corona, y frecuentemente eran víctimas de los abusos de los funcionarios, hacendados y curas.

El último cuarto del siglo XVIII va a estar marcado por las tensiones entre los libres de todos los colores con las autoridades coloniales, los hacendados y los indígenas, puesto que los libres sin tierra no pocas veces intentaron alquilar o ocupar de hecho las tierras de los resguardos. Las autoridades coloniales por medio de visitas intentarán controlarlos, ordenarlos y convertirlos en vasallos útiles asentándolos en sitios y nuevas poblaciones en las que quedaban sometidos al control del cura y al cobro de impuestos por los funcionarios.

En este artículo nos ocuparemos de cómo los funcionarios, en este caso los "capitanes a guerra", ejercitan el poder en zonas lejanas, muchas de ellas de reciente ocupación. El gobierno de estos funcionarios se caracterizó por el despotismo y el abuso con la población. Así mismo, se hará evidente cómo los libres de todos los colores van acumulando una experiencia política de resistencia, que se materializa en quejas, reclamos y protesta; incluso con el uso de la violencia contra el abuso de estos funcionarios.

Gentes revueltas

Al revisar en el Archivo General de la Nación los fondos Cabildos, Poblaciones, Policía, Empleados Públicos y Juicios Criminales, podemos aproximarnos a las difíciles relaciones que se establecieron entre los poderes político y religioso y las gentes de todos los colores que se asentaban en las poblaciones y sitios rurales de la Nueva Granada a fines del siglo XVIII.

Poderes rígidos y estructuras correspondientes a modelos ideales españoles, apenas lograban adecuarse en territorios inmensos, desconocidos, y que en los al-bores del siglo XIX, estaban aún amenazados por la presencia de numerosos indios no sometidos "ni al Rey ni a Dios" y con capacidad para atacar las poblaciones.

Poderes trasladados del mundo europeo al americano, en el que honores, privilegios y distinciones debían reproducirse en una sociedad de castas, de individuos "revueltos, pobres, ignorantes y montaraces", según los términos comúnmente empleados por los funcionarios coloniales. En el siglo XVIII, en particular durante su segunda mitad, fue fundamental tanto el proceso de establecimiento de los libres de todos los colores en el territorio colonial como el de su transformación en un campesinado que pudiera garantizar su subsistencia a través del acceso a la tierra o al trabajo, como peones en las haciendas y lograr su reconocimiento jurídico como pobladores y vecinos de sitios y parroquias (Tovar Pinzón 1982 y 1995). En esos procesos y en su arraigo a nuevos sitios y poblaciones, fueron forjando los libres sentidos de identidad comunitaria.

Durante el siglo XVIII, los libres de todos los colores utilizaron varias estrategias para abandonar su condición de parias y adquirir la categoría de vecinos. Intentaron acceder a las tierras de los resguardos indígenas presionando, con el apoyo de las autoridades españolas, curas en algunos casos y grandes propietarios en otros, la desaparición de los antiguos pueblos de indios, para convertirlos en parroquias. En otras zonas debieron medrar las tierras de grandes propietarios de haciendas, que aplicaron sobre ellos un régimen de explotación y de trabajo similar al que habían intentado con las comunidades indígenas. A diferencia de los indígenas, que contaban, aunque fuera nominalmente, con protectores de indios, las castas estaban desprovistas de toda protección legal contra esta explotación y abuso.

En los núcleos urbanos de villas y ciudades, los cabildos, la Iglesia y las elites locales percibieron a las castas como una "plebe" amenazante que perturbaba la vida urbana y las costumbres, y que intentaba mezclarse con los vecinos. En la documentación que reposa en los archivos coloniales, son visibles los numerosos esfuerzos hechos por los vecinos blancos, criollos o mestizos acomodados a finales del siglo XVIII con el fin de darle más peso a todas aquellas distinciones propias de su grupo y que los diferenciaban de la gente revuelta de todos los colores. No obstante, los privilegios de sangre, la exigencia de legitimidad, el honor familiar, la riqueza y la educación, fueron esgrimidos continuamente con el propósito de cerrarle a las castas la puerta de acceso a la vida social.1

Los libres de todos los colores también intentaron establecerse en los antiguos asentamientos urbanos en decadencia, tales como las ciudades del primer ciclo minero (1580-1680). Para esto contaron en algunas ocasiones con la complicidad de funcionarios coloniales o de hacendados y mineros, quienes los veían como población que podía serles útil como fuerza laboral, que contribuyera a recobrar la importancia que sus poblaciones habían perdido. Otros se arrimaron a los nuevos poblados que habían surgido como resultado de la labor misional de la Iglesia en regiones ocupadas por indígenas.

Los diferentes patrones de poblamiento no estuvieron exentos de conflictos. Algunos vecinos blancos de las ciudades en decadencia se quejaron de las malas costumbres y vicios que introdujeron estos pobladores y exigieron que fueran expulsados de las ciudades, al tiempo que los curas de algunos pueblos de indios los presentaban como un peligro pernicioso para los indios cristianizados.

El capuchino y regalista fray Joaquín de Finestrad escribió en 1789 un informe sobre el estado actual del Nuevo Reino de Granada. Al referirse a los libres apuntó:

Otra casta de gentes que hay que se alimentan con la sobrada embriaguez y ociosidad, amigos de la libertad desenfrenada, sin ninguna aplicación al cultivo de las tierras, las más fértiles y pingües. Semejantes a los árabes y africanos que habitan los pueblos meridionales, tales son los indios, los mulatos, los negros, los zambos, los saltoatrás, los tente en el aire, los tercerones, los cuarterones, lo quinterotes y cholos o mestizos [...]. Estas son las gentes que habitan el Nuevo Reino y es infinito el número de ellas. Se han multiplicado tanto que es imposible subsistir pueblo tan crecido si se permite la holgazanería y no se le destina a las tareas del campo.2

Nada más lejano al Nuevo Reino de Granada durante el siglo XVIII que pensarlo como un mundo inmóvil y quieto. Éste era, por el contrario, un mundo que fluía y en el que las castas trataban de ocupar el territorio y emerger en los intersticios de las repúblicas de españoles e indios. Los cabildos, alcaldes, capitanes a guerra y gobernadores, máximas autoridades políticas, fiscales y judiciales, intentaron mantener el orden colonial; controlar no sólo los espacios urbanos sino también los rurales y así conservar los privilegios para los vecinos que tradicionalmente habían dominado en las localidades. Los numerosos conflictos que aparecen en la documentación dan cuenta de las tensiones que se desarrollaron durante este siglo. Igualmente, en la documentación sobre cabildos y poblaciones sobresalen los enfrentamientos entre elites, redes familiares y clientelares e incluso "partidos" que dominaban la política local. Durante este período, era notorio el desafío de nuevos grupos parentales o "roscas" que ponían en peligro a los grupos familiares que controlaban el poder. Esto llevaba a largos y constantes pleitos, en los cuales la vida pública y privada del grupo antagónico era utilizada ante las autoridades y los vecinos con el fin de desacreditar su capacidad para gobernar y detentar los honores propios del mundo colonial.

Intentar reconstruir el mundo rural emergente de los libres de todos los colores no es fácil, si se recuerda que se está hablando de un grupo excluido, de castas cuya presencia y voces debemos reconstruir de forma muy fragmentaria a partir de una documentación producida por las elites criollas y los funcionarios coloniales. Por eso, la información nos proporciona, en lo fundamental, la percepción que los grupos de poder tenían sobre las castas. Para la elite criolla y las autoridades coloniales, las castas, o plebe, como ellos las denominaban, eran una amenaza que debían enfrentar. La documentación nos permite ver cómo se recomponía el mundo colonial a finales del siglo XVIII, y las resistencias para incorporar en él a las castas.

El Virreinato del Nuevo Reino de Granada era un espacio que todavía poseía extensos territorios sin poblar. Las fronteras de pueblos y sitios estaban constantemente amenazadas por indios "gentiles", que no aceptaban someterse a la autoridad colonial; mientras que el cambio demográfico y las mezclas étnicas, que habían surgido a través de un intenso proceso de mestizaje, introdujeron un colapso en el mundo colonial "ideal", planeado y soñado por los peninsulares desde su establecimiento en las Indias. En 1789, el arzobispo-virrey Antonio Caballero y Góngora dejó plasmada, en su Relación de mando, su visión sobre la sociedad colonial neogranadina de finales del siglo XVIII. El Virrey informaba que:

[...] Se ven fertilísimos valles, cuya abundancia pide la mano del hombre, más para coger que para trabajar; y sin embargo se hallan yermos sin un sólo habitante, al mismo tiempo que se pueblan las montañas ásperas y estériles de hombres criminosos y forajidos, escapados de la sociedad por vivir sin ley ni religión. Bastaría delinear un abreviado mapa de la población del reino para que se conociera la confusión y desorden con que viven estos montaraces hombres [...].3

Esta descripción nos permite insistir en varios puntos. En los albores del siglo XIX, el Nuevo Reino de Granada era fundamentalmente un territorio todavía en proceso de poblamiento e incorporación de vastas zonas. Un Virreinato por poblar. Su población no había realizado el sueño ibérico de construir repúblicas de españoles y de indios; por el contrario, era dispersa, incontrolable y habitada por mestizos, mulatos y zambos. Una población de libres de todos los colores que no cabía en el ordenamiento colonial. A diferencia de un Reino, concebido como una cadena de asentamientos urbanos, nos encontramos con un mundo rural desordenado y pobre, en el que los núcleos urbanos eran escasos y otros, que habían sido importantes, estaban en decadencia. Al tiempo, se anunciaba la aparición de nuevas parroquias.

La mayoría de la población del Nuevo Reino de Granada estaba dispersa en los campos, fuera de los centros urbanos. Mapas y planos elaborados durante el siglo XVIII y comienzos del XIX muestran enormes "espacios vacíos" rodeando las ciudades y villas. Sin embargo, esa representación no se asemejaba a la realidad, pues precisamente allí, en el mundo rural, se concentraba el mayor porcentaje de la población del Virreinato.

La segunda mitad del siglo XVIII se puede caracterizar por una constante tensión por la posesión o explotación de las tierras, que desató procesos de colonización propios de este período. Roberto Luis Jaramillo (1988, 177-208), en una investigación sobre la colonización en la Provincia de Antioquia, señaló que este proceso tuvo dos modalidades: una colonización espontánea y una colonización planeada o dirigida, y esta última, sobre la que se tiene más información, fue descrita por él en detalle. Tales modalidades de colonización pueden aplicarse al resto de provincias del Nuevo Reino de Granada, e igualmente se puede constatar que donde los campesinos pobres y futuros colonos apuntaban espontáneamente, allí las elites compraban calculadamente los terrenos para aprovecharse de los futuros establecimientos.

En manos del mal gobierno

El descubrimiento y la conquista de las Indias enfrentaron a la Corona con problemas tradicionales enmarcados en un medio nuevo. La defensa, el establecimiento y el mantenimiento de la autoridad real, la extracción de lucro y la administración de justicia a una población diferente fueron sólo algunos de los desafíos. Para enfrentarlos, la Corona se apoyó fuertemente en los funcionarios diseminados en las ciudades y villas, que se habían fundado durante el período de la Conquista.

Pero si bien estos funcionarios representaban a la autoridad real, también eran responsables de abusos y corrupción. En muchos de los casos, los abusos afectaban de una manera u otra a los vecinos libres, quienes representaban casi un 50% del total de la población.4 Las quejas y representaciones dejan ver la desprotección de los vecinos frente a las discriminaciones y los abusos de las autoridades; aunque mayoritarios como pobladores, eran excluidos de las esferas del poder y quedaban a merced de funcionarios que no sólo tenían poder político y económico, sino que ejercían la justicia.

El poder se combinaba con su condición de funcionarios, muchos de ellos mal pagados o incluso sin asignación regular, o que habían prestado dinero para obtener las fianzas necesarias para el cargo y estaban seguros de que el poder que tenían lo podían ejercer a su favor como fuente de enriquecimiento personal. Siempre existía la posibilidad de que los vecinos elevaran una representación o queja, pero también el riesgo de que como respuesta a una denuncia recibieran represalias, que iban desde la confiscación de bienes o los arrestos, hasta azotes, en algunos casos. El hecho de que estas quejas y reclamos existieran, señala la capacidad de denuncia y protesta de los vecinos, y su confianza, la mayoría de las veces injustificada, en que la justicia podía atender sus reclamos.

En su Relación de mando, fechada en 1796, el virrey don José de Ezpeleta manifestaba que la situación de desarreglo de muchas poblaciones tenía que ver con las "calidades y conocimientos de corregidores, tenientes o jueces de cada partido", y señalaba que, aunque el gobierno tenía la responsabilidad de nombrarlos y de encontrar personas con las calidades necesarias, era una tarea casi imposible proporcionarles una "competente dotación". Según el Virrey, las gentes con calidades estaban dedicadas a oficios que les proporcionaban mayores medios de vida (Colmenares 1989, 2: 206).

De forma similar, la relación que escribió el saliente virrey don Pedro de Mendinueta al virrey don Antonio Amar y Borbón, deja constancia de que la pobreza del gobierno virreinal era tal que difícilmente se reunía el dinero para los pagos a los corregidores de indios, capitanes a guerra y tenientes letrados. Concluía señalando la dificultad para "la elección de sujetos para estos pequeños destinos, porque careciendo aliciente justo y permitido, hay recelo que se haga un abuso de autoridad para existir a expensas del público y con perjuicio suyo".5

En 1789, el arzobispo-virrey Antonio Caballero y Góngora señalaba con precisión el problema de los abusos y corrupción de los funcionarios:

[...] es la asignación de competentes dotaciones con que los Jueces puedan subsistir sin baraterías; ni otras cosas no poco deprendibles porque la Real Hacienda no está en estado de sufrir tantos sueldos, ni los pueblos tienen rentas de los propios para ocurrir a este gasto, que le era más correspondiente, y mucho menos conviene permanezcan estas plazas indotadas [...] los corregidores unos verdaderos monopolistas, tanto de los frutos que extraen de las provincias cuanto de los géneros comerciales que se introducen en ellas, con notorio agravio de los vasallos del Rey, que claman por la protección de las leyes [...].6

El Virrey anotaba que se había vuelto un comportamiento tan común el que los funcionarios explotaran a los pobladores que varios de ellos lo aducían como derecho consuetudinario en los juicios de residencia, esgrimiendo que el gobierno no los podía castigar, "mientras pretenda que trabajen sin remuneración".7

Capitanes a guerra: sinónimo de corrupción y despotismo

Según la evidencia depositada en los archivos, además de los corregidores de indios, los funcionarios que mayor inconformidad despertaron a finales del período colonial fueron los capitanes a guerra. Éstos, delegados por los cabildos, ejercían la autoridad política, fiscal y judicial en poblaciones nuevas o en poblaciones decadentes del norte del Virreinato, en especial, en el norte de la provincia de Antioquia, en la extensa provincia de Cartagena y en la provincia de Santa Marta. El hecho de que ejercieran sus funciones en lugares distantes a centros urbanos importantes les permitía escapar al control de otros funcionarios y autoridades, lo que les posibilitaba un amplio margen de maniobra en sus localidades. La mayoría de los habitantes de las poblaciones consideraban a los capitanes a guerra sujetos "odiosos" e incluso, en no pocos casos, se levantaron contra ellos. Además, como la intervención de los capitanes generalmente reñía con la autoridad del cabildo o de otros funcionarios de mayor rango, era frecuente que se crearan problemas de competencia de autoridades en los que tomaban parte activa los vecinos.

En las provincias de Cartagena y Santa Marta, los capitanes a guerra detentaban el control militar y a ellos estaban subordinados los oficiales de las compañías de milicias que hubiera en el partido; debían, así mismo, administrar justicia en lo civil y en lo militar, como alcaldes pedáneos que eran y cobrar los quintos, cobos y demás impuestos. En la provincia de Antioquia, por el contrario, estos funcionarios no tuvieron responsabilidades militares, pues en esta zona del Nuevo Reino de Granada no hubo ejército regular y no se lograron organizar milicias de blancos o pardos. Los capitanes a guerra en Antioquia tuvieron básicamente funciones de justicia y hacienda.

En la provincia de Antioquia, durante el gobierno del reformador borbónico Francisco Silvestre (1782-1785), se nombraron cuatro capitanes a guerra: en la pujante localidad de Rionegro y en las decadentes ciudades de Cáceres, Zaragoza y Los Remedios, donde representaban la justicia mayor y eran administradores de la Real Hacienda.

La población de Zaragoza, ciudad próspera en la Provincia de Antioquia durante el primer ciclo del oro, a finales del siglo XVIII estaba en total abandono. Sus habitantes apenas alcanzaban la cifra de 3.000, de los cuales el 70% eran libres de todos los colores y un 23% esclavos.8 En 1810, sus vecinos estaban desesperados por el regreso de su antiguo capitán a guerra, don Estanislao Buelta Lorenzana, que había sido acusado de numerosos delitos a través de representaciones enviadas al gobernador de Antioquia desde 1805. Las acusaciones eran "cohecho, soborno y castigo y persecución a personas inocentes, la puesta en prisión de mujeres honradas y de poseer un espíritu voluntarioso e intrépido".9

Ante la ausencia de acciones por parte de las autoridades provinciales de Antioquia, los vecinos de Zaragoza aprovecharon la coyuntura de 1810, cuando se crearon Juntas de Gobierno por parte de los criollos para lograr un cambio de funcionario. Ante la desatención a su solicitud por parte de la Junta de Gobierno de la provincia de Antioquia, se dirigieron a la Junta Suprema de Gobierno de Santafé de Bogotá, pidiendo que depusieran a este funcionario y nombraran en su reemplazo a un vecino respetado, don Tomás de Mora y Puerta. Los vecinos prometían que si se tomaba la medida por ellos solicitadas, estarían dispuestos a separarse de la Provincia de Antioquia y anexarse a Santafé.10

Una situación de inconformidad política también se vivió en la ciudad de Cáceres. Esta ciudad estaba venida a menos desde finales del siglo XVIII, contaba con escasos 2.000 habitantes, de los cuales el 67% eran libres de todos los colores y el 30% esclavos.11 Los vecinos, cansados de padecer las vejaciones que les propinaba su capitán a guerra, don Juan Bautista Valiente "se vieron forzados a deponerlo de su cargo, amarrarlo con grillos y expulsarlo de la ciudad". En los motivos que adujeron se mezclaban razones que tenían que ver con su comportamiento moral y familiar y toda una serie de abusos cometidos por él contra la población. Sus faltas más notorias fueron haber contraído matrimonio en Los Remedios con una mujer casada, por cuyo motivo "era reo de la justicia ordinaria y de la Inquisición", su constante embriaguez, la arbitraria persecución y prisión a la que sometía a varios vecinos, el cobro de altos derechos de carcelaje (tradicionalmente se cobraban cuatro pesos, y el capitán cobraba doce pesos), los fraudes contra el estanco de tabaco y la intención de monopolizar su venta, los fraudes al impuesto del papel sellado, el irrespeto al cura de la localidad y a las fiestas sagradas, y en algunas ocasiones, las expresiones de herejía:

[...] Don Juan Bautista Valiente ha dicho que el espíritu santo no merecía ser obedecido de el en lo temporal, por que "su jurisdicción es solo en lo espiritual." Así mismo, el domingo de pasión pasó a casa del Señor cura, y le dijo a gritos muchos oprobios [...] el lunes de pascua [...] convidando para el efecto al pueblo con tam-bores, y en paraje público [...] el dicho día celebró su hecho por la noche con una tuna compulsando a los tunantes con amenazas de prisión á que cantasen coplas profanas en las calles al son de una guitarra desde las diez de la noche hasta las dos de la madrugada [...] el martes tercer día de pascua tubo palabras en la iglesia en el acto de la misa, con el señor cura [...] el miércoles santo dijo embriagado a gritos muchas bravezas, y que Juana Lucrecia mujer honrada, viuda y sus dos hijas doncellas eran unas putas [...].12

No contento con estos abusos a la moral y con sus actos de corrupción en Cáceres, confiscaba y secuestraba arbitrariamente los bienes de los vecinos y en las rondas entraba a las casas y levantaba "los toldos de las mujeres honradas". El hecho que rebasó la paciencia de los vecinos fue el proyecto del capitán a guerra de atacar la casa del cura, donde supuestamente se escondía Juana Lucrecia Blanquines. Esto planeaba hacerlo ayudado por los vecinos del sitio cercano del Rayo, a quienes les proporcionó "armas de fuego y armas blancas". El pueblo, con el ánimo de evitar muertes de inocentes, lo tuvo que apresar: "le pusieron en prisión con un par de grillos, lo echaron de la ciudad, embarcado con cuatro bogas, con todos sus bienes, menos el oro en polvo y la plata que dejaron embargadas a favor de la real hacienda [...] Dejándolo en la Isla de las Ánimas distante de aquí ocho leguas".13

Como en muchos de estos casos, la acción del pueblo fue apoyada y aprobada por el cura párroco y el expediente destaca, más que la corrupción del funcionario, sus vicios morales y su falta de respeto a la autoridad eclesial y la religión.

Las quejas más frecuentes contra estos funcionarios, además de los abusos de autoridad, eran la corrupción y la expoliación que hacían de los vecinos, pues estos funcionarios, mal pagos o, en los casos más frecuentes, sin sueldo, aprovechaban el cargo para su propio enriquecimiento. María de la Cruz Vilaria, vecina de Zaragoza escribió, hacia 1804, una representación en contra del capitán a guerra de esa población, don Andrés de León, a quien acusaba de oprimir a la población por medio de violencias "que no tienen otro principio que la tiranía de quien la ejecuta, las más veces por saciar su desmedida ambición y llenar los sacos de su codicia". Además, María de la Cruz afirmaba que quienes se atrevían a denunciarlo a las autoridades debían "estar expuestos a la ruina, tal como sufre ella actualmente".14

Magangué, en la región Caribe y cercana a Mompox, fue uno de los sitios fundados por Antonio de la Torre y Miranda en una de sus visitas.15 Para finales del siglo XVIII, contaba con un total de 1.492 vecinos, de los cuales 1.233 (83,7%) eran libres negros, mulatos y zambos. Los vecinos se quejaban de su corregidor y capitán a guerra don Ignacio Sánchez de Mora, quien realizaba negocios de compra y venta (lo que estaba prohibido), defraudaba la Real Hacienda mediante el contrabando y le ofrecía dispensa en el pago de la alcabala a todos los vecinos que le vendieran mercancías a menor precio. El ambicioso capitán vendía en el estanco aguardiente clandestino, "haciéndolo pasar por licor legal o mezclándolo con este". Según la población, era avaro, usurero y déspota, pues se aprovechaba de su papel de juez extralimitándose en su autoridad con el único objeto de enriquecerse.

Los vecinos de Magangué, conforme lo expresaron en su representación al Virrey, se sentían consternados por las actuaciones del capitán, pues, según ellos, las posibilidades de progreso y las ventajas de las que disfrutaba esta población se veían frustradas por los malos manejos de este funcionario. A este respecto, es interesante notar cómo, en un sitio pequeño y de reciente fundación, existía entre los vecinos una clara conciencia de sus oportunidades de progreso y lo estratégico de la localización de su núcleo urbano:

Que este es lugar de los de mayor circunstancia, y ventajas que ofrece por que se halla fundada en una mediación tan proporcionada, para los tránsitos, ya de los comerciantes, de la Provincia de Antioquia, ciudad de Zaragoza, Cáceres, y otras muchas poblaciones que se encuentran a las márgenes de este río nombrado Cauca, y de otros que desaguan a él, como por la deportación de víveres de estos sitios inmediatos, con que se abastecen superabundantemente los plantificados en el río de la Magdalena, y villa de Mompox; como también por el comercio tan ventajoso que se mantiene en él, en tales términos que solo el de dicha Villa le aventaja, y por esta razón hay bastantes sujetos de proporciones regulares, pues no ha faltado sujeto, que por su fallecimiento haya testado más de cien mil pesos; componiéndose esta población de un número crecido de vecinos, de ambos sexos, y todos convenidos, parciales unos con otros, guardando buena armonía; paz y quietud, así con nuestro párroco, como con los jueces que lo han gobernado, pues éstos siempre han procurado cortar disturbios, evitar pleitos, y tranzar papeles que sólo causan perjuicios, y tal vez la ruina de los lugares.16

Los vecinos exigían que se tomaran medidas contra este funcionario, que había impedido la acción de los alcaldes de la Santa Hermandad y de los pedáneos para poder él realizar sus "fechorías". En 1807, los vecinos de Magangué escribieron otra representación al Virrey, porque continuaban siendo víctimas de abusos: "[...] algunos años a esta parte bajo el peso de las extorsiones, y consiguientes notables atrasos".17 Pidieron la elección de un corregidor del propio vecindario, pues los anteriores sólo habían tenido como objetivo "venir a llenar la bolsa, estafar al vecindario, quedar impunes los delitos, los aguardientes clandestinos entran y salen, los caminos no se abren y las agriculturas y labranzas van para atrás".18

Hay otros casos que por el contrario, aparentemente, nos presentan capitanes a guerra defendiendo los sectores pobres y en conflicto con los vecinos, blancos ricos, en particular con los administradores de los estancos. Este parece ser el caso de lo que ocurrió en el sitio de San Bartolomé en la Provincia de Antioquia. En 1807, los administradores del estanco de tabaco y aguardiente de la localidad tenían una relación hostil con el capitán a guerra, don José Mateo Valles, y éste denunciaba que los estanqueros eran "borrachos, altaneros, revoltosos y pendencieros". Por su parte, los administradores sostenían que estos cargos eran injustificados y que trataban de desvirtuar el hecho de que el capitán tenía "fundadas sacas de licores, en el paraje más perjudicial como es la boca de Regla camino a introducirlo a todas las minas [...] y que había hecho como abastecedor cajones de madera para las destilaciones [...]".19

El capitán a guerra, apoyado por algunos vecinos de su partido, afirmó que los administradores de renta "efectuaban rondas, acompañados de una docena de zambos, con el fin de destruir destilaciones ilícitas y sembrados de tabaco". En este caso, el capitán Valles aparecía como protector de los vecinos pobres, a quienes los estanqueros practicaban vejaciones y acababan con sus cultivos de tabaco. En defensa de los vecinos, el capitán caracterizaba a estos administradores como:

[...] lobo o león devorante, ya injuriándolos [a los vecinos] de palabra, ya maltratándolos a golpes, ya amarrándolos dentro del sitio como si obtuviese jurisdicción, ya desposeyéndolos de sus bienes o intereses, unas veces con dolor y fraude y otras con violencia, y ya injuriando a las mujeres de todos los estados con las mas graves y ofensivas palabras [...].20

El desenlace de este caso no era claro y la población tomaba partido con un y otro bando.

El siguiente caso ilustra con detalle la opresión y el desprecio a que eran sometidos usualmente los pobladores de nuevos sitios, por parte de los capitanes a guerra y los grandes hacendados que con quienes cohonestaban los capitanes. En este caso, a los vecinos pobres, en su mayoría mestizos, mulatos y zambos, se unieron blancos pobres que estaban sometidos a un trato similar.

En 1799, los vecinos del recién fundado sitio de Chinú, en la Provincia de Cartagena, apoyados por un blanco pobre de apellido Reynad, enviaron una representación oponiéndose a las arbitrariedades cometidas, con la anuencia del capitán a guerra Pedro Manuel Ulloa, por el Procurador y Alcalde Mayor provincial de la decadente villa de San Benito Abad, don Agustín Núñez, quien pretendía obligar a los vecinos a abrir un camino entre Chinú y la hacienda de su propiedad. Las arbitrariedades cometidas por Núñez debieron ser muy similares a las de los grandes propietarios de haciendas, alrededor de las cuales se habían concentrado vecinos pobres. Según los vecinos:

Este es un sujeto muy propenso a avasallar al infeliz valido de la autoridad de su empleo de Regidor, calidad de blanco, tener caudal, y de su mano por todos estos títulos alguacil de justicias del partido, con cuyo motivo el día diez y seis de junio último de su autoridad mandó juntar todos los vecinos a son de caja, y los intimó se ocupasen en la apertura y limpia del camino que nombraron de Caymito, que es el que va de Mancha de Churrí para el Hato de Núñez, y habiéndose escaseado de hacerlo por no ser camino Real ni estado en costumbre se interesó con el capitán a guerra Don Pedro Manuel de Ulloa para que obligase a mis partes a la apertura y limpia de dicho camino, que los hizo juntar al toque de cajón para el efecto, y habiéndole contestado lo mismo que a don Agustín; añadiendo que lo que convenía era, que este vecino saliese del sitio por [ser] perjudicial a los otros vecinos. Y de aquí resultó que el citado Ulloa por dar gusto a Núñez su íntimo amigo principiase a formar un auto de proceso contra mis partes queriendo reducir a criminalidad su justa negativa [...].21

Además, los vecinos señalaban que:

[...] Agustín Núñez se introduce Juez para cobrar sus dependencias, no sólo en Chinú, sino en otros sitios de la jurisdicción de San Benito Abad, aparentándose autorizado para obrar de este modo, y jactándose de que tiene amplias facultades para todo, y para ello prende a sus deudores, les embarga los bienes y se los adjudica en pago por los precios que le acomodan [...].22

Y cómo al recaudar de diezmos también ha abusado de los vecinos:

[...] ha introducido un honesto modo de estafar á los vecinos de él arbitrando para que le traigan el pago a su complacencia atemorizar a los contribuyentes, autorizándose juez, y repartiendo los cabos (dedicados para servir a los que verdaderamente lo son) hacerlo presente en su casa a los que han de pagar diezmo y después de ultrajarles de razones, les hace que declaren lo que tienen, y debe producir este derecho y apunta más de lo que tiene y declaran, y aún hasta los animales que están por nacer, y en el vientre.23

Así mismo, el procurador de la villa de San Benito, utilizaba a los vecinos para sus propios asuntos, abusando de ellos:

Despacha chasquis en asuntos particulares suyos haciéndoles creer a los que se emplean en ellos, son anexos a la buena administración de justicia para ahorrarse de satisfacerles la mitad de lo que justamente se acostumbra pagar por tales comisiones [...]. Hace que los pobres oficiales de oficios y jornaleros le trabajen por menos precio amedrentándolos para que convengan en ello con su autoridad, y además les paga con géneros á precios recargados, que les obliga a recibir, aún sin necesitarlos, y de no hacerlo los manda amarrar, é ignominiosamente los hace echar del sitio causándoles el costo de tres o cuatro hombres, que los van a encaminar hasta ponerlos fuera de la jurisdicción [...]. Obra con mala fe en sus tratos obligando a algunos de los que le compran á que lo hagan de lo que no necesitan, y embriagando a otros antes de tratar para lograr a su salvo engañarlos, a quienes cumplidos los plazos estrecha con impiedad hasta despojarlos de sus bienes sin perdonarles la casa de su habitación ni el caballo de su silla [...].24

Pero no contento Núñez con esto, también se apoderaba de las tierras del poblado, rompiendo el ordenamiento urbano colonial a su amaño:

[...] Por su espíritu ambicioso se apropia todos los solares cercanos a su casa para plantar huertas, y platanares dejando a sus legítimos dueños a la inclemencia del cielo como suele decirse, según aconteció con Lozano Oviedo, y Gregorio Guerra: y para iguales fines tienen casi cerradas dos calles de algún trafico, permitiendo el buen orden y arreglo en que por comisión de este gobierno puso aquel sitio don Antonio de la Torre [...].25

Núñez también fue acusado de mal vecino "por que si algún animal ajeno llega a entrarse por alguna de las puertas falsas de la huerta, lo mata, y si su dueño le da queja sobre ella, con desentonados y furiosos gritos los amenaza". No contento con explotar a los vecinos, también desfalcó la Real Hacienda:

Compra prendas de oro por menos precio a los que le deben, y para libertarse de contribuir el Real Oro de Alcabala amenaza con la puja a los arrendadores de el, sino le dejan su casa libre, con cuyo arbitrio perjudica al Real Erario [...]. Hace fundiciones de oro en su misma casa, y lo liga con cobre en gran cantidad, lo reduce a barras, y se toma el arbitrio de venderlo al fiado, por diez y siete, o diez y ocho reales castellanos a los que ve estrechados por deudas como tengan otros bienes quienes son precisados á darlos luego a doce reales; y cumplido el plazo, los despoja de sus bienes por menos precio llenándoles de malas razones.26

Finalmente, al opresor lo definían muy bien las últimas palabras del expediente: "Tiraniza a todos los que con él trataron, falta a la caridad con los pobres, pues jamás se le ha visto dar una limosna, y es cruel en castigar a sus esclavos, a quienes aplica más de cien azotes por el más mínimo delito, contra lo dispuesto por Su Majestad [...]".27 Este caso fue fallado nueve años después, en 1808, cuando el fiscal don Germán Gutiérrez de Piñeres, quien tuvo un destacado papel en el proceso de la independencia cartagenera, exoneró a los vecinos y a Reynad del caso de alboroto e intento de asonada de que eran acusados por Núñez y Ulloa. En su sentencia, Gutiérrez de Piñeres afirmó que la causa de los desórdenes debía atribuirse "a los mismos Núñez y Ulloa, por haberse empeñado temerariamente en llevar a adelante una orden injusta con que se extorsionaba al vecindario, obligándoles a abrir un camino nuevo después de tener abiertos los cuatro de costumbre".28

En 1807, el peninsular don Juan Ardevol pasó por la villa de San Jerónimo de Ayapel, en la provincia de Cartagena, a la que describió como un lugar desolado. Ayapel contaba a finales del siglo XVIII con 3.614 vecinos, era una vieja población que había sido fundada en 1588 en el nudo del Paramillo, cerca a las cabeceras del río Sinú, con el nombre de San Jerónimo del Monte y que había sido trasladada, hacia la década de 1640, a orillas de la ciénega de Ayapel. La mayoría de los habitantes eran libres, que representaban un 68% de la población; los esclavos eran un 14% y los 340 blancos representaban el 9,5% mientras que los indios constituían sólo un 3% (Gutiérrez de Pineda, 1999, 59).

Según la denuncia que hizo el comerciante Ardevol ante el gobierno de Cartagena, la desolación y el abandono se debían a las extorsiones y castigos del capitán a guerra de dicha villa, Nicolás Flores, quien sometía a sus habitantes a todos sus "antojos". Con las siguientes palabras, Ardevol le describió a don Anastasio Cejudo, gobernador de la Provincia de Cartagena, lo que él había visto en la villa de Ayapel:

[...] he tomado la libertad de hacer presente a Vuestro Señor los trabajos que pasan los más de los vecinos de Ayapel huyendo por los montes, ciénagas, y orillas de San Jorge, desamparando sus casas, y entregándose al rigor de pasar las mayores necesidades a la inclemencia del sol, y el agua sin poder ser socorridos en las enfermedades, hasta morir sin el más mínimo socorro espiritual. A todos estos peligros se han entregado los infelices, para evitar de caer en las manos de don Nicolás Flores cuyas amenazas aseguran quererlos aniquilar dentro de la cárcel entre grillos y cadenas.29

Según el testimonio de este comerciante, él y su familia debieron soportar ocho días las inclemencias de los mosquitos y la intemperie, pues "no encontraba ni bogas, ni bastimentos, ni a quien comprarlos". Al cabo de esos ocho días, Ardevol pudo conseguir que algunos "ayapelanos" salieran de los montes bajo la excusa de que el capitán estaba ausente. El mismo Ardevol pudo ver la situación de la gente ahuyentada y hablar con ellos:

[...] al oír que se veían precisados á perecer por escaparse de las amenazas y venganzas de Flores, y que se hallaban tiernos niños abandonados de sus padres, maridos apartados de sus mujeres, y mujeres con sus hijos atribuladas con la misma fuga pereciendo de necesidad, y todos en los montes metidos, me causó mucha lástima, y creo que sería capaz de enternecer el corazón más ferino [...].30

Según don Juan Ardevol, el aniquilamiento de la población por parte del capitán era debido a que los pobladores no satisfacían sus exigencias de grandes sumas de dinero. Llegó a denunciar que los pobladores tuvieron que recoger ochocientos pesos oro para contentar al capitán Flores, pero que éste les exigió, bajo pena de cárcel, $7.000 u $8.000 pesos. El móvil de los abusos de Flores contra los vecinos de la villa de Ayapel era definido así:

[...] el proyecto que Flores se ha formado para salir de la miseria en que siempre obscuramente ha vivido; se puede decir que Flores siempre intentó ostentar grandes bienes que jamás tuvo, ni conoció, para hallar modo de conseguir la obligación de subsanarla; y que si elevó no llevaba otro fin que el de hacer exigir a los Ayapelanos unas sumas considerables de dinero para enriquecerse [...].31

Entre los abusos cometidos por don Nicolás de Flores se contaban los siguientes: cobrar onerosas multas y obligar a los pobladores a pedir licencia para visitar sus platanares e ir a pescar, y de no hacerlo, capturarlos y obligados a pagar cuatro reales de carcelaje, "los que hace propios porque no mantiene carcelero"; así como también obligar a quienes transportaban bastimentos y géneros a venderle estos productos al precio por él indicado, y de no hacerlo, llevarlos a prisión. Estas acusaciones fueron corroboradas por Juan Antonio Hurtado y otros vecinos de la Villa, quienes se quejaron también ante las autoridades por el trato "cruel" al que eran sometidos.32

Como se puede apreciar, muchos de estos conflictos ocurrieron en sitios y parroquias de reciente fundación, o en antiguas ciudades y villas en decadencia para fines del siglo XVIII. Estos casos nos permiten acercarnos al funcionamiento del gobierno colonial y sus relaciones con los pobladores, en su mayoría libres de todos los colores, y a la manera como los antiguos arrochelados, los nuevos colonos, los vecinos pobres y los libres, ahora como pobladores y vasallos, se rebelaban y protestaban contra los abusos del poder colonial.

Rivalidades entre cabildos y funcionarios

Era frecuente, en muchas villas y ciudades, que ni los regidores ni el cabildo de los centros urbanos se reunieran y que los funcionarios no vivieran allí, pues muchas veces el progreso de una población cercana hacía que regidores y funcionarios abandonaran las ciudades y las villas y se trasladaran donde lo creían más conveniente. Otros miembros de los cabildos se ausentaban largas temporadas en sus minas y haciendas o en sus actividades comerciales. Así en 1802, el alcalde de primer voto de la villa de San Benito Abad, en la Provincia de Cartagena, don Toribio Bustamante Mier, denunció "la pereza, el ocio, la desidia y los excesos de sus regidores" y que, con la anuencia de los regidores, en esta población "no versa otra cosa que las blasfemias y juramentos, el comercio ilícito de las mujeres, robos, usuras y cohechos; y las gentes dadas enteramente al ocio, de que provienen estos males y la continua escasez de alimentos [...]".33

El origen de semejante desorden se debía a que los regidores no eran vecinos de la villa de San Benito Abad ni residían allí, sino en una población cercana al sitio de Corozal y a que pocos entendían los asuntos propios de la Villa.

Una situación semejante se daba en la villa de Tolú, respecto al sitio de Lorica. En 1801, el capitán a guerra de Lorica, don Bartolomé Camilo García, solicitó que se extinguiera el cabildo de Tolú, pues allí sólo quedaban tres regidores y el estado de la Villa era "deplorable"; mientras que, por el contrario, Lorica parecía disfrutar de la riqueza de sus habitantes y el hecho de que el Cabildo se trasladara para allá contribuiría a su adelantamiento.34 Por su parte, los vecinos de Tolú se defendían argumentando que el capitán a guerra de Lorica estaba dispuesto a exterminar el cabildo de la villa de Tolú para poder "dominar él solo todas las jurisdicciones, libre de un magistrado que le reprima sus demandas conseguidas con el orgullo que se ha portado en el partido del Sinú".35

Raza y Honor

Posiblemente, la ausencia de peninsulares para que asumieran cargos tan mal pagados o sin remuneración y cierta flexibilidad de las autoridades permitió que, en algunos lugares, se nombraran funcionarios pertenecientes a las castas para ocupar cargos de capitanes a guerra. En estos casos, fueron los vecinos blancos quienes se quejaron de los capitanes pues, al parecer, éstos tampoco desempeñaron sus cargos de forma muy ortodoxa, cometiendo abusos similares a los cometidos por los demás capitanes a guerra. Los siguientes casos ilustran estas conductas:

En 1808, un grupo de vecinos blancos de la reciente parroquia de Mahates (en la Provincia de Cartagena), que a finales del siglo XVIII contaba con una población total de 1.469 individuos, la mayoría libres de todos los colores, fueron enfáticos en solicitar que no se le volviera a dar el puesto de capitán a guerra a Rafael Martelo (Tovar Pinzón 1994, 472-482). En su representación, los vecinos afirmaban estar tan "aburridos" que, si se mantenía al capitán en su cargo, estaban dispuestos a hacer perecer a Martelo "al golpe de una bala o a los filos de un machete". Las razones fundamentales que esgrimían estos vecinos de la parroquia de Mahates eran que Martelo era hijo ilegítimo, mulato, pobre, perverso y "tosco de comportamiento" y que además vivía rodeado de "sambos y mulatos como él, que son sus confidentes y sus directores aun en asuntos judiciales". 36

Además de esto señalaban que, por su condición de mulato, carecía de medios económicos y que por su pobreza cometía arbitrariedades contra la población: "Su miseria, su abandono y falta de medios para subsistir le inhabilitan también para poder obtener un empleo que debe recaer en sujetos que tengan proporción y fondo con que poder mantenerse para no quitar lo ajeno ni oprimir con exacciones a los subalternos".37

Si bien el comportamiento de Martelo parece no haber sido muy ortodoxo en el cobro de impuestos, los vecinos insistían en asumir su demeritado origen étnico y su condición de ilegítimo como motivos fundamentales para impedir que el nombramiento recayera nuevamente sobre él: "Rafael Martelo, hijo natural de don Pablo Martelo, que lo tuvo en una negra, si por esta razón como por la ilegitimidad en el que él milita es incapaz de una judicatura como la de capitán a guerra que siempre ha recaído en personas de sangre limpia y de legitimo nacimiento".38 En este caso parece ser que, como resultado de cierta laxitud de las autoridades y la influencia de un padre blanco poderoso, un mulato se había infiltrado en la administración colonial; sin embargo, para los vecinos blancos minoritarios, esta designación representaba una amenaza al orden social y abría la compuerta que no les permitía mantener bajo control a la gran mayoría de zambos y mulatos de este sitio. En la Provincia de Cartagena, tales temores y prejuicios de los blancos contra la población de color debieron haber sido mayores que en otras provincias, pues allí los libres de todos los colores, en su mayoría mulatos, pardos y zambos, representaban el 66% de la población.

En 1805 en la provincia de Antioquia, en el sitio de Santa Rosa de los Osos, epicentro de un importante auge minero durante el siglo XVIII gracias a la explotación aurífera efectuada por mazamorreros en los pequeños ríos y quebradas, los vecinos del sitio, muchos de ellos mineros y tratantes, argumentaron, en una representación dirigida a la Real Audiencia de Santafé, que se oponían al nombramiento de don Vicente Herrera Vergara como teniente de gobernador, pues no era de:

[...] la clase de blanco, ni reputado como tal, antes bien rechazado por el ilustre cabildo de la ciudad de Antioquia [...] la clase o calidad del Vergara siendo tan inferior, no debe alternar en los empleos honoríficos de la república con los sujetos de la clase de blanco, y de pública distinción, como son la mayor parte de los de este vecindario y de los que suscriben [...].39

En 1790, Santa Rosa de Osos contaba con 892 individuos, de los cuales catorce eran blancos (Tovar Pinzón 1994, 153-157). Si estamos hablando de una zona minera que se desarrolló durante el segundo ciclo del oro,40 y en la que predominaban mazamorreros y libres pobres, lo que se puede deducir es que un puñado de blancos controlaba la política del sitio y salvaguardaba sus privilegios étnicos y sociales con obstinación (Colmenares 1997, 35). La Real Audiencia suspendió el nombramiento de Herrera: "no obstante su calidad y conducta, si no por conservar la paz; que se le haga presente para otro destino equivalente [...]".41

Por el contrario en Sopetrán era un zambo el que dominaba la política e infundía temor a los blancos. Sopetrán, en la Provincia de Antioquia, había sido un antiguo pueblo de indios fundado por el visitador Francisco Herrera Campuzano en 1616, pero para finales del siglo XVIII, de una población de 2.297 habitantes, los libres de todos los colores representaban el 55% de la población, el 10% eran blancos, el 24% eran indios y el 11% eran esclavos.42

El cruce entre indios, españoles y negros —teniendo en cuenta que los esclavos fueron importantes en toda la Provincia de Antioquia, en la que representaban el 15,8% de la población a finales del mismo siglo—, propició un aumento y una preponderancia numérica de la población zamba, mulata y mestiza en esta provincia.

En 1795 en este pueblo don Carlos Robledo, receptor de alcabalas, acusó al alcalde pedáneo Ignacio Vergara de haberlo golpeado y puesto en el cepo por haberle exigido a un hermano suyo la paga de la alcabala. Lo interesante de este caso es que en los expedientes sale a relucir que los Vergara, según afirmaban los testigos, eran zambos y monopolizaban las actividades del pueblo; el recaudador, en cambio, pertenecía a los Robledo, una familia rival de los Vergara que se preciaba de "notoria calidad y honrada prosapia". Fuera del abuso denunciado, durante el proceso se hizo referencia a que los Vergara introducían en el pueblo de Sopetrán granos y licores sin pagar impuestos y que todo el que se les oponía era amedrentado con golpes y prisión.43

Conclusiones

Estos casos pueden ilustrarnos acerca de los efectos de las políticas borbónicas aplicadas sobre las poblaciones. Los reformadores con sus numerosas visitas y el establecimiento de nuevas poblaciones y parroquias pretendieron, ante todo, ordenar y controlar una población dispersa y extender así el largo brazo del Rey y el pasto espiritual de la cristiandad sobre montes, ciénagas y zonas de fronteras. El propósito era tener nuevos vasallos útiles a la Corona, bajo campana toque de campana y buen gobierno.

Sin embargo, la lectura de los anteriores casos muestra que el ideal del buen gobierno no se materializó y la suerte de los mestizos, mulatos, zambos y pardos no parece haber mejorado notablemente. Es claro que buena parte de los funcionarios solo intentaba una mayor expoliación de los vecinos pobres, no en beneficio de la Corona sino, en la mayoría de los casos, en pro de mejorar su condición económica personal.

Delegar en el capitán a guerra las funciones de poder político, fiscal y de justicia hizo que estos funcionarios actuaran como verdaderos "sátrapas" ante unos vecinos a quienes nos les quedaba más defensa que establecer pleitos, en su mayoría inútiles o abandonar sus poblaciones, como ocurrió no pocas veces. Sin embargo, también es importante señalar en la respuesta de los vecinos pobres a estos abusos un embrión de cultura política, fundada en la queja, la denuncia, la representación, la resistencia y hasta la violencia.


1. Jaramillo Uribe (1968) fue el primer historiador que describió y caracterizó la sociedad neogranadina como una sociedad de castas. Así mismo, puso en evidencia las discriminaciones y exclusiones de que eran objeto en la vida cotidiana los mulatos, pardos, zambos y mestizos.

2. Transcripción en González (2000, 135-136).

3. Véase en Colmenares (1989, 1: 410)

4. Según el Censo de 1789 de Francisco Silvestre la Audiencia de Santa fe tenía una población total de 891.013 habitantes. El 44% de la población eran libres de todos los colores, el 33% blancos, el 17% Indios y el 7% esclavos. Ver Francisco Silvestre. [1789]. "Apuntes reservados", en Colmenares (1989, 1).

5. Citado en Colmenares (1989, 3: 52).

6. Citado en Colmenares (1989, 1: 406).

7. Citado en Colmenares (1989, 1: 408).

8. Archivo Histórico de Antioquia, (en adelante AHA), Estadística y censo, t. 345, doc. 6546, ff. 84-110.

9. Archivo General de la Nación (en adelante AGN), Empleados públicos de Antioquia, t. 12, ff. 831-843.

10. AGN, Empleados públicos de Antioquia, t. 12, ff. 831-843.

11. AHA, Estadística y censo, t. 341, doc. 6514, ff. 96-97.

12. AGN, Empleados públicos de Antioquia, t. 17, ff. 490-573 y 602.

13. AGN, Empleados públicos de Antioquia, t. 17, ff. 490-573 y 602.

14. AHA, Criminal, 1806, ff. 180-181.

15. Entre 1774 y 1778 el funcionario de la Torre y Miranda realizó visitas por la provincia, tratando de ordenar a una población dispersa y arrochelada en Cartagena. En su segunda visita fue a las sabanas de Tolú (Sucre y Córdoba). Resultado de su labor, se fundaron 43 nuevas poblaciones que aglutinaron a cuarenta mil pobladores (Moreno de Ángel 1993)

16. AGN, Empleados públicos de Bolívar, t. 10, ff. 685-708.

17. AGN, Policía, t. 19, ff. 386-401.

18. AGN, Policía, t. 19, ff. 386-401.

19. AGN, Empleados públicos de Antioquia, t.10, ff. 735-812.

20. AGN, Empleados públicos de Antioquia, t. 10, ff. 735-812.

21. AGN, Juicios criminales, t. 126, ff. 852-1033.

22. AGN, Juicios criminales, t. 126, f. 853.

23. AGN, Juicios criminales, t. 126, f. 853.

24. AGN, Juicios criminales, t. 126, f. 857. Comportamiento muy similar era adoptado por los corregidores de indios.

25. AGN, Juicios criminales, t. 126, f. 923.

26. AGN, Juicios criminales, t. 126, f. 964.

27. AGN, Juicios criminales, t. 126, f. 967.

28. AGN, Juicios criminales, t. 126, f.1012.

29. AGN, Empleados públicos de Bolívar, t. 11, f. 248-250.

30. AGN, Empleados públicos de Bolívar, t. 11, f. 249.

31. AGN, Empleados públicos de Bolívar, t. 11, f. 249.

32. AGN, Empleados públicos de Bolívar, t. 11, f. 250.

33. AGN, Empleados públicos de Bolívar, t. 33, ff. 663-666.

34. AGN, Cabildos, t. 2, ff. 487-596.

35. AGN, Cabildos, t. 2, ff. 487-596.

36. AGN, Empleados públicos de Bolívar, t. 25, ff. 558-559.

37. AGN, Empleados públicos de Bolívar, t. 25, ff. 558-559.

38. AGN, Empleados públicos de Bolívar, t. 25, ff. 558-559.

39. AGN, Empleados públicos de Antioquia, t. 7, ff. 282-313.

40. El segundo ciclo aurífero comprende el período 1680-1800.

41. AGN, Empleados públicos de Antioquia, t. 7, ff. 282-313.

42. AHA, Estadísticas y censos, t. 335, doc. 6413, ff. 39-48

43. AGN, Empleados públicos de Antioquia, t. 10, ff. 11-15.


Referencias

Archivo General de la Nación, AGN, Cabildos, t. 2, ff. 487-596; Empleados públicos de Antioquia, t. 7, ff. 282-313; t.10, ff. 11-15, 735-812; t. 12, ff. 831843; t. 17, ff. 490-573 y 602; Empleados públicos de Bolívar, t. 10, ff. 685708; t. 11, f. 248-250; t. 25, ff. 558-559; t. 33, ff. 663-666; Juicios criminales, t. 126, ff. 852-1033.         [ Links ]

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