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HiSTOReLo. Revista de Historia Regional y Local

On-line version ISSN 2145-132X

Historelo.rev.hist.reg.local vol.13 no.28 Medellín Sep./Dec. 2021  Epub June 28, 2021

https://doi.org/10.15446/historelo.v13n28.89308 

Artículos

Familia rural, familia urbana. La Nueva España frente a la modernidad del siglo XVIII

Urban and Rural Family in New Spain 18th Century

Família rural, família urbana. A Nova Espanha versus a modernidade do século XVIII

Pilar Gonzalbo-Aizpuru* 

* Doctora en Historia por la Universidad Nacional Autónoma de México, México. Profesora investigadora en El Colegio de México, México. Texto original procedente de investigación personal de la autora, sin financiamiento externo. Correo electrónico: pgonzalb@colmex.mx ID https://orcid.org/0000-0002-1110-7191


Resumen

Dadas las diferencias entre la vida rural y urbana del virreinato de la Nueva España ¿fue la familia un agente activo en los cambios de la modernidad? ¿En qué terrenos lo apreciamos? El problema reside en identificar los caminos del cambio. Parto del reconocimiento de un sistema estamental en crisis, cuyo proceso natural de debilitamiento se vio interrumpido por leyes que pretendían reforzarlo. Una vez más, en la historia concurren fuerzas que contribuyen a que el resultado de las políticas y de las buenas intenciones sea algo que nadie había deseado, ni siquiera imaginado. He buscado definir a los actores que, en distintos ambientes, enfrentaron el dilema de elegir entre los valores del pasado o las ofertas de bienestar de un futuro incierto. Las fuentes documentales han mostrado cómo la legislación y las infracciones a la misma trazaron las rutas del conflicto. Finalmente, los cambios se iniciaron, precisamente en las ciudades y en aspectos que no se habían considerado: lejos de afianzarse las diferencias, se propició la formación de una nueva sociedad en la que la riqueza y el tipo de actividad importaban más que el origen de los antepasados.

Palabras clave: historia de familia; familia urbana; familia rural; Nueva España; siglo XVIII; modernidad

Abstract

Given the differences between rural and urban life in the viceroyalty of New Spain, was family an active agent in the changes of modernity? In what terrains do we appreciate it? The problem lies in identifying the avenues of change. My starting point is the recognition of a stratified system in crisis, whose natural process of debilitation was interrupted by laws that had the purpose of reinforcing it. As is often the case in history, several forces concurred and contributed to policies and good intentions having results that nobody had wished for, or even imagined. I have sought to define the actors who, in different environments, faced the dilemma of choosing between the values of the past, or the promises of well-being of an uncertain future. The documentary sources have shown how the legislations and their infringement traced the routes of the conflict. Finally, the changes began to be felt precisely in cities, and in aspects that had not been considered: far from strengthening ancient differences, a new society was formed in which wealth and profession mattered more than the origin of the ancestors. The effects of the reforms began to be felt in the cities, in aspects that had not been considered. Far from strengthening ancient differences, a new society was formed in which wealth and profession mattered more than the origin of the ancestors.

Keywords: family history; urban family; rural family; New Spain; 18th century; modernity

Resumo

Dadas as diferenças entre a vida rural e urbana no vice-reino da Nova Espanha, a família foi um agente ativo nas mudanças da modernidade? Em que áreas o apreciamos? O problema está em identificar os caminhos da mudança. Parto do reconhecimento de um sistema de classes em crise, cujo processo natural de enfraquecimento foi interrompido por leis que pretendiam reforçá-lo. Mais uma vez, há forças na história que contribuem para tornar o resultado de políticas e boas intenções em algo que ninguém desejou, ou mesmo imaginou. Procurei definir os atores que, em diferentes ambientes, enfrentaram o dilema de escolher entre os valores do passado ou as ofertas de bem-estar de um futuro incerto. As fontes documentais mostraram como a legislação e as infrações a ela traçaram os rumos do conflito. Finalmente, as mudanças iniciaram, precisamente nas cidades e em aspectos que não tinham sido considerados: longe de reforçar as diferenças, foi propiciada a formação de uma nova sociedade nas qual a riqueza e o tipo de atividade importavam mais do que a origem dos antepassados.

Palavras-chave: história familiar; família urbana; família rural; Nova Espanha; século XVIII; modernidade

El pasado que creemos conocer

En todas las culturas de las que tengo noticia la familia es al mismo tiempo portadora de creencias, costumbres y representaciones colectivas, generadora de relaciones sociales y creadora de formas de adaptación. Es fácil encontrar en su estudio algunas señales de los aspectos tradicionales, pero no son tan ostensibles las huellas de procesos de renovación y de adaptación a los cambios impuestos por circunstancias políticas, económicas o de coyunturas críticas. Asumimos que la familia es conservadora, porque así lo han considerado la mayor parte de los sociólogos que se han ocupado del tema, y pensamos que conocemos cómo es y debe ser una familia, porque pensamos en la propia. En realidad, a cada modelo o prototipo de grupo familiar corresponden numerosas formas de convivencia, niveles de autoridad y relaciones de dependencia. No se puede definir un patrón único propio o exclusivo de determinada cultura puesto que en todas se han dado, en mayor o menor grado numerosas variaciones como testimonio evidente de la diversidad. Esta es una razón suficiente para destacar la importancia de los cambios en determinada etapa de la historia de Iberoamérica, las últimas décadas del dominio colonial, y la serie de reformas con las que se pretendía lograr un gobierno más eficiente, una recaudación más cuantiosa y un mayor bienestar de la población. ¿Cómo afectaron los cambios a la familia?

Desde hace varias décadas hemos asumido con carácter general que la cultura occidental reconoce la forma tradicional de organización familiar sobre la base del matrimonio monógamo, y, como costumbre de convivencia, el grupo doméstico unifamiliar de tipo nuclear. Ese era el modelo predominante en las regiones españolas de donde procedían los conquistadores y el que se consideraba en la legislación castellana (Rowland 1987, 247-257). Como todos los modelos, se trata más de un esquema teórico que de una realidad práctica, con su secuela de especificidades regionales, locales, temporales e individuales. Aun en la península ibérica, como en los virreinatos americanos, cada región y cada generación tuvo peculiaridades que, además, cambiaron a lo largo del tiempo.

De norte a sur y de oriente a occidente del continente americano había diversas formas de convivencia por grupos de parentesco y ocupación predominante, pero entre los pueblos sedentarios agricultores y con formas tradicionales de organización social lo más frecuente eran las comunidades familiares en viviendas independientes. Es fácil destacar la semejanza con la familia cristiana y, sin embargo, a partir de la conquista, la relativa y superficial apariencia de homogeneidad en las relaciones de parentesco y vivienda no eliminaron las diferencias inevitables entre dominadores y dominados, ricos y pobres. propietarios y trabajadores, vecinos de pueblos o ciudades y herederos de diferentes sistemas culturales. Y así fue como en Iberoamérica, desde la llegada de los primeros europeos, se impuso la pluralidad en todos los terrenos y la familia no fue una excepción (Gonzalbo 2009, 29-55; Rípodas 1977). El violento choque de culturas, a partir del siglo XVI, dio lugar a posteriores formas de negociación y acomodo hasta lograr cierta estabilidad, en la que las formas de convivencia se ajustaban a las necesidades de las familias urbanas y rurales. Incluso las normas dictadas para todas las provincias americanas se recibían, aceptaban y aplicaban según las características y circunstancias en que eran recibidas en cada provincia de los virreinatos de Ultramar (O'Phelan et al. 2003; Tau Anzoátegui 1992, 36-60).

En la Nueva España, los apellidos de españoles fundadores de linajes y fortunas y la supervivencia de contados casos de miembros de la nobleza indígena dicen algo sobre la compleja formación de una sociedad jerárquica, que se perpetuaría en la desigualdad, pero explican poco de los procesos por los que las formas de convivencia familiar se irían adaptando a las novedades de los siguientes siglos. La moral cristiana y las leyes emanadas desde la metrópoli dictaron las reglas de comportamiento, pero la pretensión de recrear una sociedad similar a la de la península ibérica solo se mantuvo en los códigos y en los niveles superiores de los miembros de un orden basado en la indiscutible división estamental.1 En la práctica, nunca existió tal orden, porque los mismos españoles lo transgredieron y, hasta cierto punto, porque la complejidad de orígenes y situaciones impuso soluciones nuevas para problemas inesperados. La familia, que podría haber sido el modelo ejemplar de estabilidad y permanencia, no tardó en quebrantarse precisamente en las ciudades y villas de mayor presencia española, mientras que las pequeñas comunidades indígenas conservaban sus costumbres ancestrales, similares, en muchos aspectos, a las que recomendaba el catecismo de la doctrina cristiana (Gonzalbo 1998, 39-48).

Pese al escándalo de algunos funcionarios reales y de los prelados para quienes el desorden equivalía a pecado, la situación se mantuvo durante más de 200 años, pero ya en la segunda mitad del siglo XVIII era evidente la frecuencia de la infidelidad de los maridos y la desobediencia de los hijos, los matrimonios mal avenidos y los hijos ilegítimos, los clérigos lujuriosos y las monjas forzadas, a lo cual se unía la codicia de los negociantes y la corrupción de los funcionarios, el derroche de los potentados y las penurias de los esclavos, la abundancia que disfrutaban unos cuantos y la miseria de los indios. Cualquiera habría pensado que la situación debía cambiar y así lo reclamaron algunas voces, pero cuando llegaron los cambios no remediaron los males, sino que hicieron visibles los errores y deficiencias del pasado, pero apenas intentaron paliar algunos males, mientras ocasionaban nuevos problemas. Las reformas borbónicas afectaron intereses económicos de la Iglesia y las corporaciones, sembraron la inquietud política y pusieron de relieve la desigualdad social.

Entre mundos paralelos

En el Nuevo Mundo, como en el viejo, la vida rural era muy diferente de la urbana, pero la diferencia era más profunda y la desigualdad más dramática porque la población rural, mayoritariamente indígena, vivía sometida a un doble sistema de jerarquías y poderes, de los viejos y de los nuevos señores, que exigían tributos y tareas, sin ofrecer posibilidades de superación o independencia.

La conquista de Tenochtitlan, en 1521, fue decisiva como demostración del poder de quienes serían en el futuro las autoridades supremas, que dominarían todos los territorios de lo que sería la Nueva España, pero no fue el fin de las batallas ni marcó la desaparición de la resistencia. Las siguientes décadas del siglo XVI fueron de violencia, desorden, destrucción y ruina, mientras el poder de los conquistadores se imponía pueblo tras pueblo y día tras día.2 Los funcionarios reales los secundaban, exigiendo aportaciones y amenazando con castigos y los misioneros llegaban cuando se había agotado la capacidad de resistencia de los pueblos y eran aceptados como mediadores que les permitirían sobrevivir en un entorno hostil. Así fue como, pese a las difíciles circunstancias, la nueva religión se estableció con una aparente facilidad que encubría el sincretismo evidente o implícito y dejaba espacio para la negociación en el mantenimiento de costumbres que podían considerarse inocentes o irrelevantes. La familia era un espacio en que concurrían las normas de la Iglesia y las leyes civiles, la tradición prehispánica y las costumbres hispanas.

Para la gente "del común", los trabajadores del campo o pequeños artesanos, las reglas del matrimonio cristiano apenas diferían de las normas del pasado; incluso podían recurrir a la casamentera para acordar los enlaces y practicar el intercambio de palabras y regalos, que después podían refrendar con el matrimonio canónico en la iglesia, ante el párroco o doctrinero. La tolerancia de algunos curas -en mayoría frailes de las órdenes regulares- llegaba al extremo de consentir que no fueran los contrayentes quienes expresaran su voluntad de recibir el sacramento sino que alguien de autoridad, sus padres o los caciques del pueblo, podían hacerlo en su nombre (Gonzalbo 1998, 30-35).

No fue tan fácil desarraigar la poligamia entre los nobles, que se resistieron a las nuevas leyes, porque tenían el derecho y el compromiso de convivir con varias esposas, de modo que se trataba de defender un privilegio propio de su prestigio, que además les rendía beneficios materiales porque todas las esposas debían trabajar en provecho del señor.3 La resistencia cedió pronto ante la posición intransigente de la Iglesia, pero se pasó a una negociación basada en el ocultamiento y el engaño, de modo que, transcurridos pocos años el problema parecía resuelto, puesto que nadie tenía más de una esposa, pero españoles e indios con capacidad económica o con facilidad para ocultar sus relaciones extraconyugales, convivían ocasionalmente con varias mujeres y llegaban a formar familias completas. Siempre se corría el riesgo de la denuncia, por lo que era difícil mantener las situaciones irregulares en pueblos y pequeñas localidades, pero se facilitaba en las ciudades, donde los controles eran menos estrechos y los vecinos podían ignorar o inhibirse ante comportamientos irregulares de sus vecinos.

Aunque formalmente pudiera parecer que todo estaba en orden, la realidad era diferente. La documentación conservada de los tribunales eclesiásticos y civiles muestra que siempre hubo violencia doméstica, hasta llegar al uxoricidio, matrimonios forzados por los padres o tutores de jóvenes incapaces de resistir la presión de sus mayores, nacimientos ilegítimos, niños abandonados, adulterio, concubinato, amancebamiento y un importante número de casos de bigamia. El calor de hogar brillaba por su ausencia en muchas familias y el encierro en conventos y recogimientos era el recurso de no pocas mujeres abandonadas o maltratadas.4

La corrupción como rutina en la burocracia y la inhibición frente a las injusticias en la vida cotidiana permitieron el arraigo de vicios en la convivencia social y familiar. Nunca faltaron denuncias de sevicia de amos de esclavos y de abusos de maridos maltratadores, pero las respuestas fueron tibias, siempre protegiendo la autoridad del jefe, padre o patrón, representante del sistema jerárquico que nadie discutía. No era un secreto que el poder en el hogar familiar era ejercido con frecuencia por las mujeres, ya porque los varones estuvieran ausentes, o porque ellas hubieran aportado su fortuna al matrimonio, o por descuido, abandono o incapacidad de quienes nominalmente no renunciaban a su poder (Gonzalbo 2004, 367-380). Sin embargo, cuando ellas debían presentar sus quejas ante la autoridad, no dejaban de aceptar, con humilde acatamiento, que conocían los derechos del señor, que aceptaban incluso castigos moderados y que estaban dispuestas a cumplir sus obligaciones, siendo obedientes y sumisas, pero... a continuación exponían las quejas o las razones por las que el yugo de la obediencia debida era insoportable.

Las reformas de la modernidad

Los monarcas de la casa de Borbón llegaron a España sin olvidar las novedades que ya comenzaban a ponerse en práctica en Francia y sin duda les resultaba pesada la corona de un Estado que vivía anclado en el pasado. Era fácil construir modernos palacios e incluso remodelar la capital, la ciudad de Madrid con sus callejas y plazuelas que no parecían corresponder a la grandeza del imperio, pero no era suficiente mientras no se modernizase la economía, la administración y la vida social en todas las provincias europeas y americanas. Felipe V y Fernando VI habían dado muestras de su ambición de cambiar algo más que las formas en su modo de gobernar, pero fue Carlos III quien emprendió con decisión la tarea, ayudado por sus ministros más cercanos.

Aunque las autoridades religiosas y civiles de la Nueva España se hubieran desentendido durante largos años de los problemas, algunas quejas llegaron a la corte, donde corrían vientos de renovación, en busca de hacer más saludables, productivos y felices a los súbditos y más provechosa la aportación económica de los virreinatos americanos. Son bien conocidas las reformas administrativas y económicas, pero no se ha prestado tanta atención a las que se impusieron por la misma época y que influirían en los hábitos de comportamiento familiar, piadoso y de relaciones cotidianas. Por sugerencia del gobierno y con el apoyo de la jerarquía eclesiástica, se planearon cambios que afectarían a la familia y repercutirían en la vida urbana y rural. La Iglesia ejercía una influencia indiscutible sobre el orden familiar y no estaba claro que, a lo largo de dos siglos hubiera mejorado sensiblemente el comportamiento de los fieles. Pero lo que más molestaba al rey y sus ministros era que las órdenes regulares mantuviesen el control de pueblos rurales y barrios de indios en las ciudades, donde ejercían tareas parroquiales como doctrineros. La sustitución de frailes por clérigos seculares fue una de las primeras tareas, que resultó exitosa, pese a protestas de los regulares y de sus feligreses.

La secularización de doctrinas en sus distintas etapas ha sido bien estudiada, pero siempre queda algo por decir, en este caso, sobre su impacto en la reordenación parroquial de la capital (Álvarez 2015). Tras 250 años de la conquista de Tenochtitlan, perduraban algunas parroquias "de indios" a cargo de los religiosos, lo que tenía su explicación porque seguían viviendo en ellas numerosas familias indígenas que, como tales, estaban sujetos a tributo. Al margen de preocupaciones religiosas, las autoridades pretendían tener un mayor control cuando todas las parroquias estuvieran sujetas a la jerarquía ordinaria. Cómo pudo influir esto en la vida cotidiana, es algo que se puede reconocer en las referencias de antiguas ciudades como Antequera, Valladolid o Guadalajara (Calvo 1992; Morin 1979; Rabell 2008) y que se aprecia claramente en la parcialidad de Tlatelolco (Gonzalbo 2017), de la capital novohispana, en la que indios, españoles y miembros de las castas convivían en condiciones similares y los más modestos trabajadores eran vecinos de familias de la elite. El hecho de que compartieran espacios inmediatos no modificaba la realidad de las diferencias impuestas por una sociedad estamental, pero sí facilitaba el tránsito de una calidad a otra en el complejo sistema propiciado por la legislación, pero inoperante en la práctica (Gonzalbo 2013, 101-123).

Precisamente en la etapa de numerosas reformas era previsible el rechazo de algunos sectores de la sociedad, por lo que se buscó el apoyo de la nobleza, que en gran parte secundó las iniciativas reales, y de la Iglesia, sin la cual ninguna reforma prosperaría. Los dos primeros Borbones -el padre y el hermano del monarca reformador- ya habían logrado atraerse a los representantes más opulentos y reconocidos entre los criollos novohispanos con el otorgamiento de nuevos títulos nobiliarios, tarea en la que los secundó con ventaja el rey Carlos. Los 25 linajes nobles existentes en la Nueva España en los siglos XVI y XVII se incrementaron en el XVIII con otros 64 condes y marqueses locales, con quienes se reforzaba el carácter estamental de la sociedad, abierta a los cambios que los nuevos tiempos anunciaban (Ladd 1984; Zárate 2000, 53-77) .

Linajes y calidades

Aunque orgullosa y poderosa, incrementada y favorecida, la nobleza americana en general y novohispana en particular era una minoría escasamente influyente sobre una sociedad radicalmente dividida. Los españoles y sus descendientes se consideraban superiores a la mayoría de pobladores del continente: indios, mestizos, mulatos y sus incontables mezclas. Ser español se consideraba un timbre de distinción y así lo hacían valer los criollos, aunque pocos habrían podido demostrar un linaje absolutamente libre de mezclas con otros grupos. Y esas mezclas, a las que antes no se había prestado mucha atención, se convirtieron a finales del siglo XVIII en una vergonzosa mancha que era necesario ocultar o disimular. Más de dos siglos de convivencia habían propiciado el mestizaje con absoluta libertad en los niveles populares, y moderado, e incluso a veces considerado vergonzoso, frente a los prejuicios de las familias más distinguidas, celosas de su estirpe. Incluso entre la nobleza local, a comienzos del siglo XIX, el 16 % era reconocidamente "de origen racial mezclado".5 Ninguna ley definía las calidades, que la voz popular designaba con pintorescas denominaciones, sin sospechar que la arbitraria clasificación podría asumirse como criterio diferenciador de derechos y compromisos de los habitantes del virreinato (Gonzalbo 2013, 43-63). Faltaba el refrendo real para consagrar la desigualdad, y ese refrendo se dio mediante la "Real Pragmática Sanción para evitar el abuso de contraer matrimonios desiguales", publicada en España en 1776 y en los virreinatos americanos en 1778.6

En su origen, según el texto destinado a la nobleza peninsular, se trataba de proteger los linajes nobles evitando que se "contaminasen" al permitir los matrimonios con plebeyos. El riesgo que los nobles denunciaban procedía del ascenso social de los burócratas influyentes y de los propietarios, industriales y comerciantes enriquecidos. La marea de los nuevos grupos de poder económico y reconocimiento profesional no se detendría con una ley ni con una serie de cédulas y pragmáticas, pero el monarca, que ya había incluido entre sus ministros a expertos burócratas, optó por ennoblecer a quienes por méritos personales o donaciones a la corona consideró que podían incorporarse al selecto grupo de la aristocracia titulada.

Para satisfacer las demandas de los criollos, que invariablemente hacían alarde de lealtad al trono, se modificó el texto de la Pragmática de modo que el criterio de desigualdad se amplió a la presunción de limpieza o mestizaje en los antepasados. El documento regio se hacía eco de la decisión tomada en la ciudad de México en 1771, durante las reuniones eclesiásticas del IV Concilio Provincial Mexicano:

Que los obispos no permitan que se contraigan matrimonios desiguales contra la voluntad de los padres, ni los protejan y amparen dispensando las proclamas, que tampoco consientan los párrocos que, sin darles parte saquen de las casas de los padres a las hijas para depositarlas y casarlas contra la voluntad de ellos, sin dar primero noticia a los obispos para que éstos averigüen si es racional o no la resistencia y que los provisores no admitan en los tribunales instancias sobre los esponsales contraídos con notoria desigualdad [...].7

Las decisiones del Concilio no obtuvieron el refrendo del Papa ni del rey y ningún prelado podría haber exigido su cumplimiento, porque atentaba contra requisitos esenciales del sacramento: pleno conocimiento del compromiso, libertad para decidirlo y voluntad para aceptarlo. Además, en este como en la real Pragmática, quedaba en la ambigüedad la definición de desigualdad. Aun en el caso de que pudieran demostrarlo ¿qué tan desigual era un mestizo? ¿Quién arbitraría el conflicto entre un padre con pretensiones de hidalguía y un pretendiente con pruebas de honestidad y antecedentes respetables? La real cédula del 7 de abril de 1778 pretendía aclararlo, pero quedaba lejos de lograrlo. Advertía a los provisores que "no admitan en sus tribunales instancias sobre los esponsales contraídos con notoria desigualdad, sino que aconsejen y aparten a los hijos de familia de su cumplimiento..." (Konetzke 1954, 3: 438-442) ¿En qué consistía la notoria desigualdad? Líneas adelante el documento aclara que la exigencia de permiso paterno no atañe a "mulatos, negros coyotes e individuos de castas y razas semejantes, tenidos y reputados públicamente por tales, exceptuando a los que de ellos me sirvan de oficiales de las Milicias o se distingan de los demás por su reputación, buenas operaciones y servicios, porque estos deberán así comprenderse en ella [...]" (Konetzke 1954, 3: 438-442).

Para los contemporáneos la lectura era clara: esos individuos y sus semejantes no podrán reclamar desigualdad, puesto que ellos son los inferiores. Pero ¿a quienes considerarían "de buenas operaciones y servicios"? La decisión dependería del criterio de los jueces. El documento pasa a referirse a los indios caciques "que se consideren en la clase de españoles distinguidos", con lo que parece que todo queda claro, aunque cada quien interpretó el documento según su conveniencia o sus intereses. De ahí la profusión de demandas generadas en los años siguientes.8 Al hacer un recuento encontramos la mención de nobles, españoles, negros, mulatos, indios, caciques y plebeyos. ¿dónde quedaron los mestizos?

En el uso común, se integraban a las castas los descendientes de negros esclavos, aun a distancia de varias generaciones, lo que no debía afectar a los descendientes de indios y españoles, calidades ambas que se consideraban limpias y respetables. Invisibles para quienes estaban obsesionados con las castas y los peligros que entrañaban, desde hacía dos siglos los mestizos se incorporaron al grupo español, siempre que su progenitor hispano lo aceptase, y confundidos con los indios, cuando esa era la elección o el recurso accesible para su crianza; pero ya en el siglo XVIII, su número superaba a las demás calidades, y comenzando el XIX, eran más numerosos que los demás grupos, como simples trabajadores o como patronos, maestros y propietarios. Ante consultas específicas, la Corona les dio el mismo reconocimiento que tuvieron en las primeras décadas. El consejo de Indias, en una consulta sobre el tema, definió al mestizo:

Hijo legítimo de indio y español, que como proveniente de dos naciones puras y castizas, eran llamados indios mestizos, de una clase estimable [...] A los propiamente mestizos es adoptable sólo la consideración que se ha tenido respecto de los descendientes de indios llamados caciques, admitiéndolos a todos los honores y preeminencias, así en lo eclesiástico como en lo secular [...].9

Ya fueran legítimos o ilegítimos y cualquiera que fuera la calidad en que se clasificasen algo que todos tenían en común era la pertenencia a alguna familia, y, según el criterio de la época y las normas civiles y eclesiásticas, la familia se fundaba a partir del sacramento del matrimonio. ¿Qué otras formas de convivencia pueden identificarse? ¿Cómo se vivía antes, después o fuera del matrimonio? ¿A qué edad se consideraba recomendable o aceptable independizarse de la familia parental?

Los adolescentes de ambos sexos podían disfrutar de la compañía y protección de su parentela siempre que pertenecieran a grupos acomodados o pudieran incorporarse a las tareas familiares. Esto era relativamente fácil entre campesinos con acceso a la porción de tierra cultivable que tenían adjudicada -en pueblos de indios- o en la que se contrataban o les pertenecía -en lugares ajenos al régimen de propiedad comunitaria-. Pero las diferencias eran notables según el tamaño de la comunidad, la proximidad a otros núcleos de población y el tipo de ocupaciones. Sin duda había algunos rasgos comunes en la vida familiar del mundo rural, pero estaba lejos de la homogeneidad. Era común el matrimonio universal y temprano y, relacionado con ello la ausencia casi completa de ilegitimidad, pero no era igual la vida familiar cuando se rompía el equilibrio numérico entre hombres y mujeres, como sucedía en haciendas y estancias ganaderas, con mayor presencia masculina, e incluso según la densidad de población en los pueblos (Klein 1986, 273-286; Molina 2009). En villas y ciudades había mayor número de mujeres y, entre ellas, una apreciable presencia de jefas de familia (Calvo 1992, 86-88; Rabell 1990, 51-52). ¿Cómo repercutía este desbalance en la vida familiar?

Familias en el campo y la ciudad

Asumimos que todo recién nacido es recibido por una familia, o al menos por su madre, pero no siempre es así y precisamente a fines del siglo XVIII se manifestó la preocupación por el destino de estos infantes, huérfanos de hecho, a quienes dedicaron atención algunos miembros de la Iglesia y del aparato del Estado. Junto a la exposición de generosos motivos de beneficencia, el arzobispo Francisco Antonio de Lorenzana manifestó el escándalo de que durante siglos se hubiera permitido que los niños abandonados conviviesen con los hijos legítimos en sus propios hogares o en las casas en las que generosamente los recibían. Lo que escandalizaba al prelado era que, según sus palabras "en los dos siglos primeros de nuestra conquista fue mucha la libertad de pecar y no se avergonzaban de criar y ensalzar los hijos naturales en la casa de sus mismos padres [...] era menor el número de los desamparados y los piadosos recogían con caridad a los expuestos en sus casas" (Lorenzana y Butrón 1770, VIII). Con estos argumentos promovió la fundación de la Casa de Niños Expósitos del Señor San Joseph. En el discurso de la época, la tolerancia hacia ilegítimos y mestizos no equivalía a equipararlos con los nacidos de matrimonio legítimo, puesto que se suponía que eran la prueba de un pecado individual y de una falta de la sociedad, que se debía remediar: "no pierda el estado noble su distinción, no se confundan las jerarquías, no se trastornen las calidades" (Lorenzana y Butrón 1770, VIII).

La Casa de Expósitos había comenzado a funcionar, precariamente, antes de 1770, en un edificio provisional y se mantuvo hasta 1858, sostenida por aportaciones del gobierno y del arzobispado. Por las mismas fechas se fundó el Hospicio de pobres, que acogía a niños y adultos, con un objetivo similar de trasladar al Estado la asistencia pública que antes había dependido de la caridad privada. En un principio los niños recogidos llevarían el apellido de Expósito, pero posteriormente, al menos por un tiempo, el arzobispo Francisco Javier de Lizana y Beaumont dio sus apellidos, de modo que todos los varones se apellidarían Lizana y las niñas Beaumont.10 Años más tarde, en 1794, el nuevo monarca, Carlos IV, dio un nuevo paso a favor de los expósitos al declarar, mediante una real cédula, que todos se considerasen legítimos, de modo que quedasen habilitados para ejercer los oficios que lo requerían.

Quedaban numerosas cuestiones relacionadas con la familia en las que solo la Iglesia había tenido autoridad para decidir, pero ya en el último tercio del siglo XVIII las autoridades civiles participaron en la indagación en asuntos que antes fueron de conciencia y comenzaron a considerarse de orden público. Los mismos prelados apoyaban iniciativas de carácter secularizador. Mediando el siglo, el arzobispo Manuel Rubio y Salinas publicó un decreto por el que pretendía eliminar, o al menos reducir, la participación de la Iglesia en los pleitos familiares derivados de noviazgos interrumpidos, voluntades contrariadas o promesas incumplidas. Con frecuencia, los párrocos intervenían en esos conflictos ordenando que las mujeres implicadas quedasen "depositadas" en casas honorables o recogimientos piadosos, para que pudiesen obrar con completa libertad en los casos en que las familias imponían matrimonios indeseados o impedían, injustamente, que ellas eligieran a quien querían por esposo. Esta opción, creada para proteger a las mujeres y asegurar su libertad en la elección matrimonial, permitía abusos como la intervención arbitraria de vecinos que solicitaban el depósito de una mujer viuda o soltera a la que consideraban una tentación para sus maridos o el abuso de esposos celosos que encerraban a sus mujeres mientras ellos salían de viaje. Con fundamento en el derecho canónico, podía sustituirse la tutela paterna por la eclesiástica, lo que propiciaba que los párrocos acogieran en sus casas a las novias o los frailes les abrieran una parte de sus conventos. El arzobispo decretó que en el futuro no se autorizase que se utilizará como depósito la casa parroquial y se hiciera salir a quienes estuvieran:

Tenemos por abuso intolerable el depositar mujeres en las casas de los curas, sean seculares o regulares, y sabemos que aquellos los practican sin recelo y que éstos lo ejecutan sin reparo en los pequeños conventos o casas en los que no hay observancia ni clausura [...] las que hubiere en la actualidad las removerán a otras casas de satisfacción.11

Ni la Iglesia ni el Estado disponían de instrumentos eficaces en defensa de las jóvenes y niñas que sufrían abusos y violaciones. Por tradición y por norma, los delitos de carácter sexual debían ser sometidos a la jurisdicción eclesiástica, del Provisorato, si se trataba de indios o de la Inquisición, en los casos de españoles y mestizos. Sin embargo, ya en el siglo XVIII, siguiendo la misma tendencia secularizadora, fueron más numerosas las denuncias en los tribunales civiles. En la práctica, estos casos se juzgaban de acuerdo con las circunstancias y según los valores que la sociedad pretendía defender. Con demasiada frecuencia los prejuicios inclinaban el brazo de la justicia hacia los mejor considerados, ricos o influyentes. De la defensa de las virtudes se pasó a la exaltación de valores seculares como la honra o la fama, mientras los principios de la legislación canónica iban dejando lugar a criterios prácticos de negociación, como la compensación económica según la calidad de los implicados en la demanda y como alivio del castigo personal (González 2001, 114).

La doctrina, el lenguaje y la práctica

La rutina burocrática de la Iglesia establecía el trámite de esponsales, por el que una pareja debía pasar por la vicaría y manifestar su intención de contraer nupcias, con presencia de testigos. Lo que llama la atención es que solo un pequeño número de estos esponsales culminaba en matrimonio. Podemos suponer que los restantes, cuyos nombres no encontramos en los registros parroquiales, cambiaban de opinión tras cierto tiempo de noviazgo. En tales casos, aunque se hubiera llegado a la intimidad de trato y las mujeres quedasen embarazadas, ellas podían defender su honor apoyadas en la palabra del pretendiente que, resultaba indigno por haber faltado al compromiso contraído. Hubo quienes además de los testigos o en sustitución de ellos, pedían por escrito la promesa, que las defendería en caso de ruptura o abandono. En contraste, las jóvenes violadas mediante el uso de fuerza o engañadas con falsas promesas, podían verse humilladas ante tribunales que procuraban favorecer a los varones (Twinam 1999).

A juzgar por los expedientes conservados no se aprecia la diferencia que sería previsible entre el número y las circunstancias de los delitos contra el honor de las doncellas en las ciudades y en las pequeñas poblaciones rurales: en la mayor parte de los casos el culpable era un miembro de la familia o amigo cercano, era invariable la preferencia por doncellas muy jóvenes, casi niñas, y el delito se cometía cerca de la vivienda familiar, en la huerta, la milpa o el zaguán. Sin embargo, no deja de apreciarse la diferencia en el lenguaje seductor, más rebuscado y "a la moda" en las ciudades. Un lenguaje que, invariablemente, incluía la promesa de matrimonio, disculpa honorable de cualquier "desliz", hasta el punto de que era aceptada la justificación de mantener relaciones tras el compromiso con intercambio de palabras. Casi siempre los documentos corresponden a demandas de novias abandonadas, pero también hubo novios que reclamaban el cumplimiento de la promesa de quien consideraban su prometida. Algo que estaba cambiando era la actitud de la Iglesia, que durante siglos había protegido los matrimonios por amor y en el siglo "de la razón" apelaba a esta como contraria a las pasiones desordenadas de los arrebatos sentimentales (Seed 1991, 151-155).

Hogar, dulce hogar

Los cambios en la actitud hacia el amor y el matrimonio, en el ambiente familiar como en el lenguaje legal y en las reflexiones de las autoridades religiosas, se habían producido a lo largo de los años, pero fueron más notorios a partir de las últimas décadas del siglo XVIII. Prácticamente todos los testimonios conocidos de estos cambios proceden del medio urbano. Lo que se sabe de la sociedad rural muestra una mayor estabilidad o inercia, en las edades, la solidez del vínculo matrimonial y el procedimiento para negociar los enlaces. Sin duda influía la mentalidad tradicional, que implicaba la sumisión y obediencia de las mujeres y es probable que influyera la costumbre de que fueran las autoridades locales y los padres de los novios quienes consideraban la conveniencia de los matrimonios. Esto reducía los riesgos de las doncellas de caer en la trampa de los seductores, pero no las libraba de ocasionales abusos y violaciones. Una vez casadas, lo mismo podían esperar unas y otras, ya que la ley civil y la doctrina eclesiástica otorgaban al marido el derecho de "corregir" a su esposa "moderadamente" por cualquier medio. La corrección podía expresarse en encierro doméstico, golpes e insultos e incluso lesiones graves y, ya lejos de la moderación, uxoricidio.

Aunque algunas mujeres solteras disfrutaron de rentas que les permitieron sobrevivir felizmente sin compañía masculina, fueron más las que tuvieron que trabajar para ganar su sustento o las que se mantuvieron con ayuda de compañeros ocasionales. Solteras y viudas recurrían al amancebamiento en busca de apoyo económico y de protección en un medio en el que "la sombra" de un varón infundía respeto frente a abusos de todo tipo (McCaa 1991, 299-324). Pero la vida conyugal no equivalía a vida pacífica ni trato amoroso. Cualquier ofensa o agresión podía producirse dentro del matrimonio. Los expedientes criminales promovidos por uxoricidio no son muy numerosos, pero pueden considerarse la punta del iceberg de la violencia conyugal, porque rara vez pudieron los homicidas presentar algún atenuante en su descargo y, en todos los casos, contaban con largo historial de malos tratos contra la esposa por motivos tan fútiles como que no calentó la cena cuando el marido llegó después de la media noche o que ella había salido a visitar a su familia. No falta la mención de conflictos ocasionados por insultos, golpes, amenazas e incluso por obligar a la esposa a prostituirse para ganar su sustento pagar las deudas de juego del marido (Lipsett-Rivera, Pita Moreda y Pescador, citado en Gonzalbo y Rabell 1996, 325-340, 341-358 y 373-386).

La bigamia era el más grave de los delitos contra el buen orden de la familia que perseguía la Inquisición. A partir de los documentos conservados en el Archivo General de la Nación de México, a lo largo de los tres siglos se sometieron a juicio 216 presuntos culpables, con gran mayoría de varones y presencia mayoritaria de españoles, considerable en los primeros siglos y en descenso proporcional a partir de mediados del XVII. De las 17 mujeres juzgadas por bigamia en el siglo XVI, once fueron españolas, mientras que de las 11 del XVIII solo hubo una española. Aunque en las declaraciones de los acusados la tónica común se refiere a la creencia de que el primer cónyuge había muerto, ya en el relato de la vida con la pareja original se insiste en las malas costumbres, el trato violento y la infidelidad de la pareja a la que se abandonó. Al realizar el segundo o el tercer matrimonio, no dudaron en reconocer que lo hacían movidos por el deseo de mantener un hogar estable y respetable, una vida apacible y el reconocimiento de la sociedad (Boyer 1995, 107-164).

Con numerosas semejanzas y algunas, notables, diferencias, la familia rural y urbana era básica en la organización de las sociedades del México colonial. La ilegitimidad, el mestizaje, la incidencia de delitos domésticos y la variedad de opciones laborales marcaban la distancia entre los pueblos pequeños del medio campesino y las villas y ciudades populosas, entre las que la capital del virreinato era modelo. Algo parecido podría decirse de la situación de las mujeres, excepto por los testimonios de protesta y rebeldía en los centros urbanos y excepcionales en las zonas rurales. Tendría que llegar una conmoción, como la guerra de la independencia, para que muchos cambios se generalizasen a todo el territorio (Stern 1999). Mientras tanto, las familias podían vivir apegadas a la tierra o propiciar la emigración a las ciudades, donde iniciarían una nueva red de relaciones que les permitiría adaptarse a las novedades.

Un proceso al microscopio

Emigrar de un pequeño pueblo a la urbe más cercana exigía un considerable esfuerzo para quienes no conocían otro ambiente ni sabían trabajar en algo diferente de las tareas del campo. Aun así, el flujo migratorio fue permanente, con mayor intensidad en años de sequía y de malas cosechas, pero siempre en el mismo sentido. Pudo haber alguien decepcionado que pretendiera regresar, pero no se han localizado registros. Sí se conoce el constante movimiento de peones libres que se contrataban por temporadas en diferentes haciendas y se trasladaban con su familia de uno a otro lugar. Las condiciones podían ser más favorables en algunas haciendas o los amos más generosos, aunque por lo común se consideraban afortunados los peones "acasillados", que residían en las haciendas y tenían asegurado el alojamiento y la subsistencia para su familia. Sin duda hubo patrones abusivos, pero la legislación pretendía defender a los trabajadores, reducir el monto de los créditos permitidos y asegurar la libre movilidad de los peones y su parentela (Rodríguez 2005, 123-152).

La situación era diferente para los indios residentes en las ciudades o en sus cercanías. Lo muestran los cambios en la población indígena de las parcialidades de la capital novohispana. El proceso de urbanización/hispanización fue, sin duda, excepcional, por su intensidad y persistencia, pero también representativo de una situación en la que se combinaban aspectos y momentos que en otros lugares se producían con menor velocidad o frecuencia. Nunca dejaron de vivir indios en la que fue sede del Tlatoani y cabecera del señorío tenochca y luego capital del virreinato. A los sobrevivientes de la derrota indígena se fueron agregando los inmigrantes que llegaban en busca de mejores oportunidades tras la ruina de sus pueblos y la pérdida de sus familias o quienes huían de viejas y nuevas enemistades entre vecinos. También aumentaba el flujo de migrantes en las épocas de sequía o plagas que arruinaban las cosechas. La parte de la ciudad que pretendía ser exclusivamente española, la traza, cuidadosamente diseñada como una cuadrícula en el corazón de la vieja capital, quedó rodeada por pueblos y barrios a los que se dio un orden inicialmente parroquial y pronto administrativo, con sus propias autoridades. La parcialidad de San Juan Tenochtitlan, con gran número de barrios, formaba como un anillo solo interrumpido en la parte que miraba al norte, de oriente a sur y poniente, y en el que la población creció con los asentamientos de mestizos, mulatos y españoles que desbordaron los límites de la traza, más simbólicos que efectivos. En las mismas calles y en las mismas casas o corrales, convivían familias de diferentes calidades. El mestizaje fue constante y las presuntas diferencias se mantuvieron hasta cierto punto mientras los indios tuvieron sus propias parroquias, en las que se conservaban los registros de la administración de sacramentos de bautismo, matrimonio y defunción. Esto cambiaría en 1772, cuando las feligresías de las parroquias se delimitaron por el espacio sin considerar la calidad de los feligreses. Se asumía que, tras doscientos cincuenta años de convivencia, los indios ya no eran neófitos, sino que deberían ser tan buenos cristianos como los españoles, aunque era evidente que estos dejaban mucho que desear. Lo cierto, y sin duda inevitable, fue que las mutuas influencias de los vecinos moldearon los hábitos y las apariencias de los barrios de la capital, y con ellos las costumbres familiares, las especialidades laborales y la celebración de las fiestas y conmemoraciones locales.

La compleja vecindad

En la parte norte de la ciudad, a espaldas de la catedral, varias cuadras más allá de Santo Domingo y muy cerca de Santa Catarina, se extendía la parcialidad de Santiago de Tlatelolco, constituida por varios barrios inmediatos a la urbe y pueblos rurales cercanos a las orillas del lago de Texcoco. La cercanía no implicaba convivencia, en el mismo grado que en la otra parcialidad, pero propiciaba el trato y el intercambio cultural, de modo que las mutuas influencias no estuvieron forzadas por espacios compartidos sino por asimilación de representaciones colectivas y formas de vida. Los cambios y las permanencias se aprecian con particular nitidez en los años críticos de las reformas, con el cambio parroquial y la instalación de la Real Fábrica de Tabacos -en 1774- que proporcionó trabajo en horarios fijos, con salarios parejos y con los alicientes a la productividad propios de una empresa moderna. ¿Qué sucedió con las familias en la nueva situación? En cierto modo, se puede considerar que, en el último cuarto del siglo XVIII, Tlatelolco tuvo la oportunidad de concentrar las reformas más destacadas de la vida familiar, dentro y fuera de los hogares.

En cumplimiento de sus obligaciones, los párrocos debían levantar anualmente el padrón de sus feligreses en edad de recibir los sacramentos de penitencia y eucaristía. El recorrido no tenía un camino predeterminado y con frecuencia las calles se designaban por su nombre, aunque no es fácil seguir la ruta cuando el empadronador -por lo regular el mismo párroco- deba vuelta en "la esquina del herrador" o pasaba a la calle "donde está la panadería" o "frente a la casa de Medrano"..., pero era invariable el orden de registro en el interior de cada vivienda, comenzando por el cabeza de familia, casi siempre varón, seguido de la esposa, hijos, nueras o yernos, si convivían, nietos y cualquier otro pariente, para terminar con huéspedes, visitas o empleados, considerados los trabajadores domésticos o aprendices de taller, que residían en el lugar de su trabajo y se identificaban según su función en el hogar. Así quedaban anotados todos los residentes de la parroquia, distribuidos en grupos domésticos, aunque no siempre formasen auténticas y únicas familias.12

A partir de 1772, el párroco de Santa Catarina elaboró padrones separados de lo que era la antigua parroquia y de los barrios de Tlatelolco que se habían incorporado. Para 1780 el número de familias indias residentes en la zona "española" era más numeroso que el de quienes permanecían en sus barrios. Los grupos domésticos reunían a menor número de personas, que, a su vez, eran componentes de menos familias "arrimadas" al jefe del grupo. El predominio de familias nucleares era invariable y las extensas, pocas en ambos espacios, presentaban cierta desproporción en el número parientes que convivían en ellas.

Tabla 1 Síntesis de grupos domésticos 

Fuente: "Padrón de comulgantes de la parroquia de Santa Catarina Mártir en el año de 1780" y "Padrón de Naturales de la parroquia de Santa Catarina Mártir en el año 1780". Ambos se encuentran almacenados entre otros libros y muebles en desuso en una pieza adyacente a la iglesia parroquial de Santa Catarina Mártir, en el barrio de Tepito, de la ciudad de México, cabecera del Arzobispado de México.

Aunque no se trata de un fenómeno notable, las diferencias son bastante consistentes para mostrar que los indios de la parcialidad emigraban hacia las calles de la parroquia, que los grupos domésticos reducían su tamaño con el traslado y las familias también disminuían en componentes, aunque en menor proporción. Relacionado con esto y en parte causante del cambio podía ser el tipo de vivienda, notablemente diferente. Mientras en los barrios predominaba el alojamiento en casitas (39 %) y corrales (26 %), en las calles se ocupaban cuartos (62 %) y jacales (18 %).13

Los cambios de residencia eran importantes como indicio de la búsqueda del cambio de identidad, pero no eran los únicos. Los mismos padrones nos sugieren que las familias de indios en ambos lados de la acequia tenían la tendencia de desprenderse de sus hijos, en particular las niñas, desde los 7 u 8 años y los niños desde los 12 o 14. Esos hijos faltantes en las familias de los indios aparecen ocasionalmente como "mozas" y como aprendices en los grupos de otras calidades. La incertidumbre se debe a que solo se registraban puntualmente los niños en la parcialidad, mientras que, en las calles de la parroquia, con mayoría de españoles y mestizos, se anotaban los vecinos que hubieran alcanzado el "uso de razón", sujetos, por tanto, a la obligación de confesión y comunión pascual.

Si abandonar pueblos y regiones para llegar a la ciudad exigía un decidido empeño, no era lo mismo para quienes habían conocido como vecinos a quienes podían ser sus clientes, amigos o empleadores. En la consideración de lo que ganaban o perdían, terminaban por pesar más las ventajas de eludir el tributo -o al menos hacer posible esa opción-, evadir la obligación del servicio personal -en limpieza de la ciudad y construcción o reparación de templos y obras públicas- dejar de usar la ropa y el corte de cabello que los identificaba como indios y ganar la libertad de actuar sin la vigilancia de las propias autoridades del cabildo indígena o de la parroquia. Algunas actividades registradas sugieren que no faltaban posibilidades de encontrar empleo en diversas ocupaciones, entre las que sin duda la que más ocupaba era la Real Fábrica de Puros y cigarros, monopolio de la Corona, con más de 5000 empleados de los que el 50 % aproximadamente eran mujeres. La que fue la primera fábrica establecida en la Nueva España ejerció como escuela de costumbres al imponer horarios fijos -aunque razonablemente flexibles-, salarios adecuados a tiempo trabajado y tarea cumplida, vestimenta apropiada y semejante, aunque no uniformada, para todos y seguridad de trabajo diario y cobro semanal durante todo el año.14

El espíritu reformista, que se había planeado para defender privilegios y fortalecer las distancias sociales, desviaba su camino y llegaba así hasta los más modestos trabajadores, logrando una tendencia a la homogeneidad de formas de vida, familia y trabajo, que sería imparable en años sucesivos. Las ciudades fueron el crisol, los estímulos económicos y las promesas de bienestar comenzaron a dar frutos, y los súbditos de la corona iniciaron su lento y largo aprendizaje como ciudadanos.

Conclusión

El aleteo de una mariposa repercute en el equilibrio de todo un sistema. Pero parecería que los políticos nunca han aprendido esta regla elemental cuando se lanzan a implantar reformas cuyas consecuencias, favorables o no, pueden ser totalmente diferentes de aquello que esperaban y planeaban. La historia lo muestra y la tarea del historiador puede centrarse en la intención de la reforma, en sus resultados y en los elementos ajenos que intervinieron en el proceso. Esos factores ajenos son los que he señalado como determinantes del contraste entre la voluntad reformadora, que, en realidad, pretendía perpetuar privilegios y desigualdades, y los cambios sociales, en los que la familia fue protagonista que no había sido invitada. El viejo orden jerárquico se desmoronaba y se dictaron medidas que pretendían apuntalarlo fortaleciendo a los grupos de las elites. El ámbito familiar parecía propicio para asegurar cambios que, en definitiva, solo sirvieron para perpetuar las desigualdades, pero ya en un terreno diferente.

El objetivo, en apariencia encomiable, de las reformas fue que los súbditos fueran más obedientes, más trabajadores, más honestos y dóciles cumplidores de las leyes. Lo que se alentó fue la desintegración de las familias patriarcales, cuya razón de ser se debilitaba frente al trabajo individual, ajeno a tradiciones locales, el debilitamiento de las barreras sociales, cuando títulos de nobleza y honor familiar fueron desplazados por ganancias en empresas lucrativas y la atracción de la vida urbana propició el nacimiento de una irrefrenable carrera hacia la urbanización de la sociedad.

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1 En los estudios del Seminario de Historia de la familia y de la vida cotidiana fue una fortuna contar con la asesoría de Guillermo Floris Margadant (1991), de quien podemos destacar su texto "La familia en el derecho novohispano", que abrió la primera publicación del seminario.

2En un interesante artículo póstumo, Bernardo García Martínez destacó el notable descuido generalizado de asumir que la conquista de la Nueva España se realizó en una sola campaña, la que culminó con la conquista de la capital azteca. Quedaba un inmenso territorio, que se fue ocupando a lo largo de varias décadas y que aún se extendió hasta finales del siglo XVIII (García 2019, 39-58).

3Informa Motolinía: (Benavente 1969, tratado II, capítulo 7, 98) que los nobles tenían varias esposas como granjería, que les permitía aumentar sus bienes.

4Numerosos estudios especializados dan cuenta de las irregularidades. Como una síntesis de referencias: sobre bigamia (Boyer 1995). Sobre matrimonios forzados y seducción de doncellas (Seed 1991). La falta de expresiones de afecto en la vida familiar (Calvo 1989, 309-337).

5El cálculo no procede de estadísticas sino de la documentación recopilada por Ladd (1984, 21); reproducido por Seed (1991, 263).

6Ley IX, Título II, libro X de la Novísima Recopilación...1807, vol. V, pp. 11-15, citado por CarbaUeda (2004, 223).

7Canon VI, título I, libro 4, del IV Concilio Provincial Mexicano, reproducido en cédula de 7 de abril de 778 y edicto de 23/8/1779, en Vera (1893, 1: 391).

8Las citas de la Real Pragmática proceden de la Real Cédula del 7 de abril de 1778, como aclaración del documento original, del 23 de marzo de 1776, reproducido en Konetzke (1954, 3: 438-442).

9Consulta del Consejo sobre la habilitación de pardos para empleos y matrimonios, Madrid, julio de 1806. Documento conservado en la Academia Española de la Historia, colección Mata Linares, tomo 77, reproducido en Konetzke (1954, 3: 821-829).

10Acuerdo número 24, del 24 de septiembre de 1803. Libro de Acuerdos de la ilustrísima y venerable congregación de la Caridad y de la casa del Señor San Joseph de Niños Expósitos de México, fundada en el año 1774. Aclaración: la Casa, fundada por Lorenzana antes de su partida a la diócesis de Toledo funcionó desde 1767, antes de disponer de su propio edificio y de formalizar las constituciones, ya contando con alguna seguridad económica (Ávila 1994, 265-267).

11Decreto del arzobispo Manuel Rubio y Salinas, en 1756, reproducido en Vera (1887, 2: 266-269).

12Todas las referencias a continuación corresponden a sendos libros manuscritos: "Padrón de comulgantes de la parroquia de Santa Catarina Mártir en el año de 1780" y "Padrón de Naturales de la parroquia de Santa Catarina Mártir en el año 1780". Ambos se encuentran almacenados entre otros libros y muebles en desuso en una pieza adyacente a la iglesia parroquial de Santa Catarina Mártir, en el barrio de Tepito, de la ciudad de México, cabecera del Arzobispado de México.

13Un análisis más amplio de los padrones mencionados se encuentra en Gonzalbo (2017, 151-203).

14El horario de entrada: de 7:00 a 8:30, de salida 4:00 a 4:30, para permitir que los aprendices y los ancianos terminasen las tareas asignadas. El pago: 2 reales diarios por "media tarea" y 4 por tarea completa. Además disponían de un tiempo para descanso y comida, con permiso para que las vendedoras de comida caliente pasasen con sus canastos vendiendo a quienes no hubieran llevado consigo su alimento (Gonzalbo 2017).

Cómo citar este artículo/ How to cite this article: Gonzalbo-Aizpuru, Pilar. 2021. "Familia rural, familia urbana. La Nueva España frente a la modernidad del siglo XVIII". HiSTOReLo. Revista de Historia Regional y Local 13 (28): 138-168. https://doi.org/10.15446/historelo.v13n28.89308

Recibido: 21 de Julio de 2020; Aprobado: 14 de Diciembre de 2020

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