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HiSTOReLo. Revista de Historia Regional y Local

On-line version ISSN 2145-132X

Historelo.rev.hist.reg.local vol.13 no.28 Medellín Sep./Dec. 2021  Epub June 28, 2021

https://doi.org/10.15446/historelo.v13n28.89136 

Artículos

Sociabilidad y autoridad: la familia en España ante los retos del siglo XVIII

Sociability and Authority: Spanish Families and Change in the 18th Century

Sociabilidade e autoridade: a família na Espanha face aos desafios do século XVIII

Antonio Irigoyen-López* 
http://orcid.org/0000-0002-0103-0135

Juan Hernández-Franco** 
http://orcid.org/0000-0001-7370-0313

* Doctor en Historia por la Universidad de Murcia, España. Profesor titular de Historia Moderna de la Universidad de Murcia, España. El presente artículo se incluye dentro del proyecto de investigación HAR2017-84226-C6-1P: “Entornos sociales de cambio. Nuevas solidaridades y ruptura de jerarquías (siglos XVI-XX)”, financiado por el Ministerio de Economía, Industria y Competitividad del Gobierno de España y del proyecto de investigación PID2020-113509GB-I00: “Generaciones inciertas. Las familias de los influyentes españoles en tiempos de transformación (1740 1830)”, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación del Gobierno de España. Correo electrónico: adiri@um.es https://orcid.org/0000-0002-0103-0135

** Doctor en Historia por la Universidad de Murcia, España. Catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Murcia, España. Correo electrónico: jhf@um.es https://orcid.org/0000-0001-7370-0313


Resumen

El problema principal que se plantea en este artículo es la aparición de la familia nuclear doméstica, en la que, junto a la reducción de sus componentes a los lazos de parentesco de sangre y artificial más estrechos, priman los afectos. Es un tema que lleva ocupando a la historiografía, la cual contempla el siglo XVIII como un momento fundamental de este proceso. El objetivo principal es analizar de qué manera los cambios acaecidos en España durante dicho siglo afectaron a la familia y cómo la Iglesia católica reaccionó ante esa situación. Se ha utilizado el método comparativo y el análisis de contenido de varios tratados eclesiásticos. Los resultados permiten concluir que los autores eclesiásticos estimaban que los padres de familia habían perdido su autoridad, debido al desarrollo de una nueva sociabilidad en la que participaban distintos componentes de la unidad familiar. Puesto que los clérigos pensaban que la sociedad comenzaba a ignorar los preceptos religiosos, elaboraron un discurso que pretendía fortalecer la estructura jerárquica de la familia y el dominio paternal. Con ello, la Iglesia católica quiso reforzar el régimen estamental en un momento en que la sensibilidad y las emociones comenzaban a dominar las prácticas sociales.

Palabras clave: padre de familia; historia de familia; Iglesia católica; autoridad; sociabilidad; siglo XVIII

Abstract

This article addresses the emergence of the domestic nuclear family which, with the restriction of the family unit to the closest relations of kin, will thereafter be dominated by affective links. This issue has been paid a good deal of attention by historiography, which sees the 18th century as a pivotal period for this development. The article's main aim is to examine the transformation undergone by the family during this period, and the Catholic Church's reaction to the new setting. The article uses comparative and content analysis methods to assess the content of several ecclesiastical treatises. This analysis reveals that ecclesiastical authors believed heads of household to have lost their authority as a result of the emergence of new forms of sociability in which a wider spectrum of family members participated. Members of the Church thought that society was beginning to ignore religious precepts, and put forward a discourse that sought to reinforce the hierarchical structure of families and reinstate the domination of male heads of household. With this, the Church aimed to reinvigorate the traditional system at a time when emotions and affects were beginning to dominate social relations.

Keywords: father; history of the family; catholic church; authority; sociability; 18th century

Resumo

O principal problema que se coloca neste artigo é o surgimento da família nuclear doméstica, na qual, juntamente com a redução de seus componentes ao sangue mais próximo e laços de parentesco artificiais, prevalecem os afetos. É um assunto que vem ocupando a historiografia, que considera o século XVIII como um momento fundamental nesse processo. O objetivo principal é analisar como as mudanças ocorridas na Espanha durante aquele século afetaram a família e como a Igreja Católica reagiu a esta situação. O método comparativo e a análise de conteúdo de vários tratados eclesiásticos foram usados. Os resultados permitem concluir que os autores eclesiásticos consideram que os pais perderam a autoridade, devido ao desenvolvimento de uma nova sociabilidade da qual participaram diferentes componentes da unidade familiar. Como os clérigos pensavam que a sociedade começava a ignorar os preceitos religiosos, desenvolveram um discurso que buscava fortalecer a estrutura hierárquica da família e a dominação paterna. Com isso, a Igreja Católica queria reforçar o regime estamental em um momento em que a sensibilidade e as emoções começavam a dominar as práticas sociais.

Palavras-chave: pai de família; história de família; Igreja Católica; autoridade; sociabilidade; século XVIII

Introducción

Macry (1997, 98-101), siguiendo las propuestas de Lawrence Stone y, en general, de lo que él ha denominado la historiografía de los sentimientos -en la que cabrían otros autores como MacFarlane, Shorter o Anderson-, ha establecido la evolución de la familia desde el Renacimiento hasta la actualidad. De este modo, señala que en los siglos XXVI y XXVII se produce el paso de la familia de linaje abierto a la familia nuclear patriarcal, la cual, en el siglo XVIII, se transforma en familia nuclear doméstica, que es más abierta y en la que primarían los afectos. Pero, en el siglo XIX, se invierte esta tendencia y se genera un modelo familiar en el que prima el autoritarismo del pater familias, el rigor moral y la represión sexual. Lo interesante, por tanto, es comprobar la centralidad de la familia del siglo XXVIII, que es muy diferente tanto de la de los primeros siglos modernos como de la centuria decimonónica.

Por aquellas mismas fechas, Morant y Bolufer (1998) publicaron una notable monografía donde se interesaban por el análisis de la evolución de la familia en la Edad Moderna. Del mismo modo, ellas también destacaron las características de la familia del siglo XVIII, muy influenciada tanto por los cambios ideológicos como por el desarrollo de los afectos y las emociones. De esta manera, lo fundamental es la prevalencia de la familia sentimental, si bien se encargan de matizar la apertura y cierta igualdad que entre los componentes de la familia propusiera Stone, haciendo notar que seguía siendo una institución jerarquizada y dominada por el pater familias.

Esta línea de trabajo, que se beneficia tanto de los avances de la historia de las mujeres como de la historia de las emociones, se ha revelado muy fructífera para encarar los cambios que se producen en la centuria ilustrada y que habrían de tener su continuidad, cuando menos, en la primera mitad del siglo XIX. Así, para el ámbito de la monarquía española, y sin ánimo de exhaustividad, destacan las importantes aportaciones de las ya citadas Morant y Bolufer, María José de la Pascua, María Victoria López-Cordón, Gloria Franco, Mónica Bultrach, en lo que al territorio peninsular se refiere, junto a las de Pilar Gonzalbo, Mónica Ghirardi, Pablo Rodríguez, Dora Celton, Carlos Bacellar o Ana Silvia Volpi Scott, para el continente americano. En estos trabajos, se insiste en la creciente importancia que, a lo largo del siglo XVIII, fueron adquiriendo los sentimientos, al tiempo que se abrían nuevos espacios de sociabilidad, lo que conllevó la aparición de prácticas y comportamientos que implicaron una mayor autonomía individual. Todo esto habría de influir en la vida de las familias.

Por consiguiente, se puede sostener que existe un consenso en la historiografía acerca de la configuración de un modelo de familia propio del siglo XVIII, el cual se proyecta en la familia conyugal que predominará durante el siglo XIX. Sin embargo, las dificultades surgen en cuanto al proceso de transformación, tanto respecto a su validez y generalización como a las peculiaridades que surgirían en distintos tiempos, espacios y grupos sociales; es decir, se puede aceptar que la familia se transformó durante los siglos XVIII y XIX, pero falta matizar mucho dónde, cuándo y cómo. Problemáticas que acaban de ser evidenciadas por Mathieu (2019) en uno de los últimos trabajos en el que realiza un repaso historiográfico.

Esto explica que se deba intentar conocer las particularidades de las distintas sociedades y territorios. Se va a partir de la hipótesis de que los fundamentos de la nueva institución familiar se asentaron durante el siglo XVIII. Se trata de un proceso largo, que afectó a todo el continente europeo, ciertamente con diferentes ritmos, en el que se dieron respuestas a los cambios que la sociedad iba experimentando. ¿Cabe hablar de una idiosincrasia española? De ser así, ¿en qué consistiría? Precisamente este artículo pretende dar respuesta a estos y otros interrogantes. Se parte de la premisa fundamental que, en la sociedad española del Setecientos, la influencia de la Iglesia siguió siendo muy notable, por lo que el objetivo de este trabajo es conocer cómo se enfrentó a los cambios que se estaban produciendo en el interior de las familias y cómo su estrategia consistió en fortalecer la figura del padre de familias.

En cuanto a la metodología y las fuentes utilizadas, hay que indicar que la primera se va a aprovechar de las posibilidades que ofrece el análisis de contenido, al tiempo que se va a proceder a un examen comparativo entre los diferentes textos objeto de estudio del presente artículo. Estos van a ser tres obras escritas por clérigos durante el siglo XVIII y que tienen como destinatarios primordiales a los padres de familias, los cuales se van a complementar con algunas referencias de otros textos eclesiásticos que, en mayor o menor medida, se ocupen de la figura paterna.

Ahora bien, no se puede obviar un hecho fundamental y es que, en 1715, se publicaba la obra de Antonio Arbiol, La familia regulada. En sus más de 600 páginas, ofrecía todo un tratado de moral cristiana. No solo establecía cómo debían conducirse los diferentes componentes de una familia, sino que también señalaba cómo debía llevarse una vida ejemplar. A fin de cuentas, el título completo manifestaba claramente esta intención: La familia regulada con doctrina de la Sagrada Escritura y Santos Padres de la Iglesia Católica para todos los que regularmente componen una casa seglar, a fin de que cada uno en su estado, y en su grado sirva a Dios nuestro señor con toda perfección, y salve su alma. Esta obra supuso una verdadera guía que la Iglesia ofreció para establecer el modelo de familia católica y fue un notable éxito editorial, ya que llegó a tener veintiuna ediciones durante el siglo XVIII, pero es que las reimpresiones continuaron durante la centuria siguiente e, incluso, llegaron hasta el siglo XX (Fernández 2000).

Es evidente que este libro habría de ejercer una notable influencia sobre el resto de publicaciones que se ocuparan de la familia. Más allá de alguna referencia que se haga en este trabajo, se ha desechado su análisis por dos razones. La primera es que se trata de una obra muy conocida y que ha sido estudiada por diferentes autores. La segunda es que, aun ocupándose con profusión de la figura del padre de familias y aceptando su centralidad en el texto, realmente no es una obra monográfica sobre él.

Exactamente, un cuarto de siglo después de la aparición de la anterior obra, el jesuita Matías Sánchez publica El padre de familias brevemente instruido en sus muchas obligaciones de padre. Mientras que, en 1784, sale a la luz en Murcia el Discurso sacro-político-moral sobre las esenciales obligaciones de un padre de familias, cuyo origen estaba en un sermón que fue predicado por Felipe Montón Romero en la catedral de Cuenca el 12 de marzo de ese mismo año. Es cierto que ambas obras ni se acercaron al impacto que tuvo La familia regulada, Por su parte, el tratado de Matías Sánchez, desde su publicación en 1740, contó con tres ediciones en España: 1785, 1786 y 1792, y se imprimió también en Puebla en 1834. Del sermón de 1784 no consta que hubiera tenido otra edición.

Si el tratado de Arbiol (1715) proporciona directrices a los diferentes componentes de la familia, las otras dos obras se ocupan, básicamente, de uno de ellos. No es uno cualquiera, sino el que la Iglesia considera el más importante: el padre. Así, se explica el título del tercer libro que se va a analizar en este trabajo, y que fue publicado en Madrid en 1798: Carta fraternal que el presbítero D.E.S. dirige a sus cinco hermanos, y a toda su familia: en la que se manifiesta que la felicidad o desdicha de una casa depende regularmente de las virtudes y vicios de los padres; y se les enseña cómo deben portarse, así en el matrimonio, como en las demás obligaciones correspondientes a la educación cristiana de sus hijos. Se puede decir que se trata de una obra en la que se sintetizan y se funden las intenciones de las dos obras que se centran en el padre de familias con el tratado de Arbiol. A pesar de lo cual, se insiste en el papel primordial, en la responsabilidad de quienes son las cabezas rectoras de los hogares, esto es, los padres, como pasaba en los escritos de Montón y Sánchez, si bien hay que advertir que este último también se ocupara de otras figuras que asimilarían la función paterna, como serían la madre y el maestro:

Este nombre de Padre propiamente se entiende de los verdaderos y naturales; pero se extiende á varias clases de sujetos en la república racional. No son unas mismas, y de un mismo rigor las obligaciones de unos y otros; aunque semejantes, sí (Sánchez 1792, 11).

Por consiguiente, se puede establecer que hay un hilo que une las tres obras que se estudian en este trabajo: su principal finalidad es proporcionar a los padres de familias herramientas sobre las que sustentar su autoridad y consejos para enfrentarse a los cambios que estaba experimentando la sociedad.

Aires de cambio

¿Cuáles fueron las principales transformaciones en la sociedad del siglo XVIII? Parece claro que fue en el ámbito de la sociabilidad donde se produjeron diferentes novedades. Aquí el nuevo rol desempeñado por ciertas mujeres de las elites -con frecuencia criticado- explica que el análisis de las transformaciones se haya realizado desde la perspectiva de género y la historia de las mujeres (Franco 2013). En efecto, uno de los hechos más notables es que las mujeres comienzan a aumentar su presencia en la esfera pública ya desde los primeros años del siglo XVIII.

De esta forma, en 1712, el futuro cardenal Belluga, siendo por entonces, obispo de la diócesis de Cartagena, escribió una carta pastoral en la que condenaba el uso y, según él, abuso que se hacía de los trajes y adornos. El tema siguió preocupándole, de tal manera que en 1722 sale a la luz en Murcia un tratado de más de 900 páginas. Ya en su dedicatoria queda clara la intención de censurar y corregir estos comportamientos, "por los perjuicios, que de estos excesos se siguen a las Familias, Repúblicas y Reinos: consistiendo lo arduo del asunto, en persuadir, principalmente, al femenil sexo, aquella cristiana moderación" (Belluga 1722, 2).

A lo largo de la obra, se insiste en las nefastas consecuencias que, en todos los órdenes, traían las nuevas modas, responsabilizando a las mujeres, tendencia que continuará a lo largo de todo el siglo XVIII (Franco 2010). En esto, el cardenal no se separaba de la tradicional visión eclesiástica de la mujer como Eva, esto es, foco de pecado y tentación (Sánchez 1991), la cual todavía seguía vigente en el siglo XIX (Rabaté 2007). Pero la primera víctima era la familia, ya que este deseo de lucimiento social implicaba un crecimiento en los gastos, lo cual podía llevar a la ruina a la familia, en primer lugar, y después, a toda la sociedad. Aún más grave era el resquebrajamiento del orden interno de las familias. Es cierto que volvía a culpabilizarse a la mujer por "el ningún cuidado, que por esta razón tienen las madres de familia de sus casas" (Belluga 1722, 352). Lo peor, sin embargo, eran "las inquietudes de las familias, y continuas pendencias entre padres e hijos, marido y mujer" (Belluga 1722, 352). Implícitamente, la responsabilidad recae en el padre y esposo, el cual es incapaz de mantener su autoridad.

Lo que es importante destacar es que este tipo de preocupación traspasó los límites de la tratadística eclesiástica. Los excesos que traían la moda y el lujo fueron una constante en la literatura del siglo XVIII. Este fenómeno, para Starobinski (1964, 16), muestra la dualidad de las nuevas elites. Frente a la burguesía enriquecida, que se había ennoblecido y se lanzó a emular la pompa y los gastos suntuarios propios de la aristocracia, otra parte de esta burguesía ascendente, con una moral más estricta y otros valores e intereses, se inclinó por la crítica del lujo. Lo que se estaba discutiendo era cuál era la forma más adecuada de representación social y, en última instancia, qué era más beneficioso para el conjunto de la sociedad. Esto explica que el debate no dejará de plantearse durante todo el siglo, aunque con la controversia entre los ilustrados, que lo condenaban por su escasa moralidad, y los que lo defendían como estímulo económico y, por tanto, se acercaban a la óptica productivista burguesa, tal y como sostenía Sempere y Guarinos en su Historia del lujo y de las leyes suntuarias de España (Rico 1998, 251).

Muchas veces, por no decir casi siempre, se asociaba ese afán por el lujo, y los gastos desmedidos que ocasionaba, con las mujeres. De esta forma, esta imagen se asentó durante el siglo XVIII, ya en la prensa (Crespo 2016), ya en la literatura satírica. Desde los primeros momentos, estaba vinculada a una frecuente misoginia y una crítica al matrimonio, tal y como se puede encontrar en los pliegos sueltos y col-loquis valencianos. Según Gomis (2010, 268), estos textos, más que reflejar una degradación real de las familias, pretendían reivindicar los valores y buenas costumbres sobre los que la moral tradicional hacía descansar en la familia.

En cualquier caso, ya en los años iniciales del siglo XVIII, varios autores eclesiásticos se ocuparon de la familia y alertaron del deterioro que se estaba produciendo en su interior. Entre ellos, el paradigma sería la ya citada obra de fray Antonio Arbiol, La familia regulada se convertiría en el texto de referencia sobre la familia católica, como demuestran las numerosas reediciones que tuvo y que llegaron hasta el siglo XX (Fernández 2000).

Más que preguntarse cuánto había de cierto en estas advertencias, lo que hay que señalar es que la proliferación, durante el siglo XVIII, de textos eclesiásticos sobre la familia, ya se trate de obras nuevas, ya de reediciones, estaban demostrando una preocupación ante unos hechos consumados, ante una amenaza que se consideraba real. En este sentido, ¿no podrían interpretarse como una reacción frente a la apertura que, según Stone, estaba teniendo lugar dentro de las familias? ¿Estaba todo esto relacionado con el creciente afecto y cierta relajación de las jerarquías familiares?

Lo que parece fuera de dudas es que tanto las esposas como los hijos e hijas se proyectaron, cada vez más, fuera del hogar. En 1972, Martín Gaite (1988) ya advirtió una mayor presencia de las mujeres casadas en sociedad. Esto hay que relacionarlo con el hecho de que, durante el siglo XVIII, especialmente en su segunda mitad, también se abrieron las puertas de las casas, que dejaron ya de ser espacios exclusivos para las familias; ahora se imponía la recepción de amigos en ellas (Jurado 2007, 59).

Con todo, la máxima expresión de esta apertura de los hogares familiares serían las tertulias, en las que, siguiendo la estela de lo que estaba sucediendo en otros lugares de Europa, sobre todo en Francia con los salones (Craveri 1992; 2004), el protagonismo femenino es indiscutible.

Y, en fin, sobre la imprudencia de las mujeres también se hace recaer la extensión de uno de los fenómenos más notables en la sociabilidad hispana del siglo XVIII, como fue la institución del cortejo (Haidt 2007).

Como es bien sabido, el cortejo consistiría en que las mujeres casadas podían contar con un amigo, generalmente un petimetre (Giorgi 2019a), que las acompañaría en diferentes actos sociales; un hombre que, como señalaba Gaite (1988), se ocupaba de ellas y les hacía caso. Por más que el cortejo pudiera considerarse una práctica minoritaria, muy limitada en el espacio y el tiempo, circunscrita solo a algunas mujeres de las elites, lo importante es que denota una variación sustancial dentro de las relaciones familiares, ya que introduce una tercera persona dentro del matrimonio (Jurado 2007, 58).

Sea como fuere, las relaciones de género cambiaron durante el siglo XVIII. Señala Benedetta Craveri (2014, 133), en especial para el caso francés, que la afirmación de las mujeres en la escena social fue una sutil subversión de la cultura masculina dominante.

Se redefinió la feminidad, algo que se sustentó, en primera instancia, sobre el predominio de la maternidad (Bolufer 1998), pero también sobre un mayor acceso de las mujeres a la educación (Méndez 2020) y, por qué no, sobre una creciente actividad intelectual que generó un pensamiento crítico propio (López-Cordón 2020, 3-5).

Pero, de igual manera, también la masculinidad fue sometida a revisión (Bolufer 2007a; 2007b; Giorgi 2019b).

Desde la segunda mitad del siglo XVIII, es patente la existencia de una nueva sensibilidad en Europa, nacida al amparo de los ideales de la Ilustración, cuyas señas de identidad son la libertad, la pasión y el sentimiento (González 2007, 225). Está claro que las ideas, los valores, las prácticas y los comportamientos que estaban surgiendo, socavaban los cimientos sobre los que se había asentado, hasta entonces, la familia. En especial, había uno de ellos que era especialmente sensible: la autoridad del pater familias, del esposo y padre.

Porque, de igual modo que las esposas, también las actitudes y comportamientos de los hijos e hijas parecieron haber variado. En este punto, entraría en juego la tradicional explicación de Aries (1987) acerca del descubrimiento de la infancia como una etapa diferenciada, lo que conllevó un incremento del afecto y del nivel de protección de los padres sobre sus hijos. El resultado sería una disminución del autoritarismo paterno.

El anhelo por salir de la casa sería algo lógico si se tiene en cuenta el desarrollo de la civilidad. A lo largo del siglo XVIII, se mantuvo el debate entre quiénes, con Jean-Jacques Rousseau a la cabeza, la contemplaron como hipocresía y corrupción moral, y la visión ilustrada de la urbanidad, que la vinculó a la sociabilidad y, por tanto, a saber relacionarse con los demás, mostrando las virtudes internas y la rectitud moral de cada uno (Bolufer 2019, 86-90). En este sentido, interesa destacar que, en última instancia, según la acertada definición de esta misma autora, la civilidad sería una disciplina del yo que transforma el ser natural en ser social (Bolufer 2019, 37). En cierto sentido, se podría decir que la familia representaba el estado natural, por lo que se opondría a la sociedad, en donde se desarrolla el ser social.

A la postre, todos los manuales y tratados de urbanidad y cortesía respondían a una demanda social como consecuencia del avance de la esfera pública. En la medida que esta, siguiendo a Habermas (1982), se concibe como territorio privilegiado para la espontaneidad (Velasco 2003, 70), estaba claro que la gran derrotada sería la familia tradicional, aquella caracterizada por la jerarquía y la desigualdad, llena de normas y reglas. Vuelve a aparecer, de esta forma, la dicotomía: la oposición entre familia, en tanto que espacio privado, y sociedad, el dominio de lo público.

El debate se dio, entonces, entre quiénes demandaban sobresalir en la sociedad y quiénes preferían el confinamiento en el hogar. En realidad, no radicaba aquí la conflictividad, sino, más bien, entre quienes defendían que los diferentes miembros de la familia podían participar en la vida social, y quienes propugnaban que a la esfera pública solo podía acceder uno de ellos, en calidad de representante de la unidad familiar: el pater familias.

En este debate, también eran importantes los aspectos legales que podían derivarse. La literatura jurídica del siglo XVIII ratificó el principio jerárquico dentro de la familia, que hunde sus raíces en la Edad Media castellana y que cristalizaría en las Partidas de Alfonso X, vigentes en esos momentos. En consecuencia, la autoridad del padre y esposo permanecía incólume. Con todo, desde la Monarquía se quiso apuntalar, todavía más, la patria potestad con la promulgación en 1776 de la Real Pragmática sobre el matrimonio de los hijos de familia, pues desde las instancias políticas ilustradas se estimaba que debía haber una simbiosis entre orden familiar y orden público (Morant y Bolufer 1998, 179).

Así las cosas, los autores eclesiásticos pronto detectaron el origen del problema: no prevalecía el mensaje cristiano, no existía en las familias el temor de Dios. La razón estaba en que la cabeza rectora de los hogares estaba fallando. El pater familias había perdido su autoridad. Estos posicionamientos se repetirían durante toda la centuria ilustrada y también a lo largo del siglo XIX.

¿No era esto un reconocimiento de que los maridos no podían por sí mismos atender a sus esposas? ¿Por qué necesitaban de una ayuda externa? ¿Habían cedido ante los deseos y expectativas de esposa e hijos? ¿No completaron los hombres el giro afectivo? ¿O es que, acaso, no abrigaban sentimientos amorosos hacia sus esposas, toda vez que, en la elección matrimonial, entraban en consideración otros factores, de naturaleza más material?

Hay que recomponer la familia: los avisos eclesiásticos

Lo que sucedió es que se emprendió toda una campaña de reivindicación de la autoridad del padre de familias. Se arbitraron diferentes medios. Unos pasaban por concienciar a los padres de la importancia de su labor, por diseñar todo un discurso legitimador de su poder que fuera calando en la incipiente opinión pública. Este tipo de acciones quedó encomendado a los hombres de Dios (Crespo 2016).

Se pensaba que había que ayudar a los padres de familia para afrontar las numerosas novedades que iban surgiendo durante la centuria ilustrada. La Iglesia continuó empleando sus tradicionales métodos de intervención, si bien, cada vez más, multiplicó el uso de la palabra escrita para comunicar sus concepciones sobre la familia. De este modo, descubrió la prensa y, ya durante el siglo XIX, multiplicó su presencia en ella (Crespo 2016). Pero en el siglo XVIII también se valió de uno de sus tradicionales canales de transmisión: los libros.

Si se quisiera hacer la historia de las crisis y conflictos sociales del Antiguo Régimen mediante la tratadística eclesiástica, resultaría sumamente difícil. La razón es sencilla: en estos textos, da igual el momento en que se hayan escrito, siempre se alude a lo mal que estaba el mundo. A pesar de ello, en algunas obras, sí que se pueden vislumbrar algunas dificultades propias del momento en que se redactaron.

¿Puede aplicarse esto último al siglo XVIII? En principio, no tendría que costar dar una respuesta afirmativa. En esa centuria se produjeron tantas transformaciones, algunas de las cuales hunden sus raíces en esa crisis de la conciencia europea que tuvo lugar en los años finales del siglo XVII (Hazard 1935), que es lógico pensar que los contemporáneos trataran de situarse ante ellas. Lo cierto es que es difícil hallar referencias concretas a los sucesos de la época. La razón estaría en la forma en que se escribían los textos eclesiásticos. En efecto, lo habitual es la redacción y construcción argumentativa a partir de ejemplos y sentencias de la Antigüedad, ya sea del Antiguo y Nuevo Testamento, ya citas de filósofos griegos y romanos, o, incluso, de referencias mitológicas. A estas autoridades, se unen alusiones a los Padres de la Iglesia y a santos medievales y modernos. Pero pocos pensadores seglares, más o menos, contemporáneos.

La consecuencia es la confección de un discurso que consolidaría la necesidad de intervención eclesiástica en la sociedad, en función de que ha sido su misión tradicional. Por esta razón, Matías Sánchez escribía en el prólogo de su libro: "cuanto más se alejare él de lo nuevo, tanto más irá sobre lo seguro" (Sánchez 1792, 6). No había que innovar porque los eclesiásticos, en tanto que depositarios y difusores de la doctrina cristiana -algo en lo que también insistía el jesuita-, estaban capacitados para responder a las amenazas que contra el mensaje cristiano pudieran surgir, más en un siglo lleno de novedades como fue la época de la Ilustración. A fin de cuentas, la Iglesia ha concebido siempre el mundo, la existencia, desde una óptica de radical dualidad entre antagonismos: mal-bien, vicio-virtud, culpa-arrepentimiento, etcétera.

En el siglo XVIII, se enfatizará, además, la oposición entre público y privado, la cual conduce, en última instancia a oponer sociedad y familia, como ya insinuaba el presbítero Gabriel Quijano en su obra Vicios de las Tertulias y concurrencias del tiempo. Lo público, la sociedad, la ciudad terrena se iba alejando, cada vez más, de la ciudad de Dios. La familia sería el lugar donde cristalizarían los preceptos divinos. Por ello, solo quedaba la opción de actuar. Había que proporcionar un modelo de familia que diera respuesta a los cambios que se estaban produciendo:

Porque, ¡oh mis amados hermanos!, os contemplo en el mundo sufriendo la terrible tentación del mal ejemplo de una gran parte de los hombres, que para su engrandecimiento, y elevación de su familia, no dudan atropellar y pisar la ley de Dios; los cuales, parecen ser felices en sus trampas e injusticias, y que Dios no cumple las promesas en favor de los justos y personas arregladas (D. E. S. 1798, 14-15).

Dado que la familia se consideraba como la base de la sociedad, la Iglesia se volvió hacia ella, ya en los inicios del siglo XVIII. Es verdad que ya había sido objeto de interés para la tratadística de teología moral desde el siglo XVI, pero ahora comienza a ser el tema central y objeto de atención de numerosos eclesiásticos, ya sean en sermones -muchos de los cuales serán publicados-, ya como capítulos en obras más generales, ya en tratados específicos. Pues se estaba proponiendo que las familias se convirtiesen en el refugio espiritual, en un freno frente a las tentaciones del mundo que, como consecuencia del desarrollo de la esfera pública cada vez más, acechaban a los individuos; algo que se podría entender como natural, toda vez que, como señalara Paul Hazard (1958, 105), lo mundano se liberó de la religión revelada y se fue abriendo paso, en detrimento de "la ciudad de Dios", "la ciudad de los hombres". Ante esto, la Iglesia trataba de que se construyera un modelo de familia según los parámetros de la doctrina católica, con el fin de alcanzar la salvación: "Si quieres ser el número de los que se salven, has de ser del número de los pocos, dice el Evangelio" (D. E. S. 1798, 15-16). Pero también como medio de actuar en un mundo cada vez más secularizado.

Los eclesiásticos trataban de ejercer una labor tutelar, con el fin de asentar unas normas de comportamiento y convivencia que permitieran regular las relaciones familiares. No se olvide el adjetivo que acompañaba a familia en la obra de Arbiol. Y el garante de todo el edificio debía ser el padre de familia. Se insistía, una y otra vez, en el gran poder que atesoraba, el cual era similar al de otras instancias, como decía en uno de sus sermones el padre Calatayud hacia mediados de siglo: "Lo que es un obispo en su obispado, un magistrado en su pueblo, y un superior en su comunidad, eso es con tanta, o más estrechez un padre de familia en su casa" (Calatayud 1796, 298).

No podía haber fisuras ni contestación de ningún tipo. El lenguaje empleado no deja lugar a ninguna duda y los miembros de la familia son, a menudo, tratados como súbditos. El padre siempre debe estar por encima: "¿un padre, superior, y cabeza ha de suplicar a un hijo que es inferior, y súbdito? ¡Ha! Esta es una bajeza que desacredita el poder" (Montón 1784, 11).

De este modo, desde las instancias eclesiásticas, se bendecía la estructura jerárquica de la familia, con una autoridad del pater familias, que debía ser incuestionable. Todo dentro de una continuidad discursiva, que enlazaba tanto con el pasado (Hernández 2007) como con el futuro (Crespo y Hernández 2017, 216).

Con todo, Fargas (2012) ha señalado que Arbiol se preocupó por establecer los límites al poder patriarcal, que se hallarían en la moderación y la justicia, de manera que, siguiendo los presupuestos distributivos propios del Antiguo Régimen -tal y como se aprecia en el propio título de la obra-, todo debía encaminarse a lograr el bien común de todos los integrantes de la unidad familiar.

En cualquier caso, la continuidad temática entre las tres obras que se están analizando es evidente: los padres como verdaderos líderes, con poder, mando y autoridad. Se puede establecer que esto es una constante en el pensamiento eclesiástico y, como tal, aparece en escritos de todo tipo, incluso posteriores. Así, el que fuera arzobispo de Palmira, Félix Amat Palau y Pont, en Seis cartas a Irénico, establecía que la autoridad era un derecho natural que tienen ciertos hombres sobre otros y citaba textualmente: "como del marido respecto de la mujer, del padre respecto de los hijos, y del jefe de cualquier reunión de hombres, respecto de los demás" (Amat de Palau y Pont 1817, 55).

Que esto pensara un clérigo que ha pasado por tener un evidente talante ilustrado, lo que le llevó tanto a colaborar con el gobierno de José I como a gozar de la simpatía del gobierno liberal durante el Trienio (Cuenca 2000), puede dar una idea de hasta qué punto la Iglesia consideraba como necesaria e inevitable la jerarquía en las relaciones sociales en general, y en las familiares en particular.

Los esposos: la preponderancia de la dominación masculina

Algo parecido sucede con la posición del presbítero Felipe Montón. Fue un afamado predicador local en Cuenca, quien entre 1760 y 1801, vería publicados otros seis sermones más (Aguilar 1989, 792-793; Palau y Dulcet 1951, 146). Esto podría dar una idea del interés que suscitaban sus obras, o de su calidad, o de su impacto. Conviene recordar que, especialmente, tras la clausura del Concilio de Trento, todo sermón llevaba implícito un proceso de adoctrinamiento (Negredo del Cerro 1995). En muchas ocasiones, la impresión de los sermones se contemplaba como un medio muy adecuado para reforzar los contenidos doctrinales que habían sido transmitidos oralmente a los fieles (Ureña 2017).

Montón y Romero formaba parte del alto clero, ya que era una dignidad del cabildo catedralicio conquense. En concreto, era abad de Santiago. Además, habiendo alcanzado el grado de doctor, ejercía como catedrático en el seminario conciliar. Lo interesante es que se le ha considerado como un clérigo ilustrado (Recuenco 2005). Debió serlo pues fue miembro de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Toledo (Barreda y Carretero 1981, 46). En el mismo año de la publicación de su sermón, aparecía como suscrito al Memorial literario, instructivo y curioso de la Corte de Madrid.

Que se movía entre los círculos ilustrados lo corrobora la persona a quien dedica su sermón: María Francisca Javiera Múzquiz, condesa de Saceda, por su matrimonio con Juan Javier de Goyeneche e Indaburu, quien, además, era marqués de Belzunce y de Ugena. Este matrimonio estaba inscrito en las redes familiares navarras, concretamente baztanesas (Imízcoz 2001, 2005; Imízcoz y Guerrero 2004), que, por aquellos años, dominaban los resortes políticos y económicos de la Corte. En efecto, comenta Imízcoz (2015, 153) que estas familias se reprodujeron en actividades que combinaban los negocios particulares con los cargos en la administración de palacio y con el gobierno de la Real Hacienda, destacando como banqueros, asentistas y arrendadores de las rentas reales.

Ella era hija de quien fuera ministro de finanzas de Carlos III, Miguel de Múzquiz, mientras que él estaba emparentado con el influyente financiero Juan Goyeneche Gastón (Aquerreta 2001). La boda se celebró en 1773. La novia contaba con quince años, mientras que el novio accedió con casi el doble de edad que ella, pues tenía veintinueve años. No parece que los futuros cónyuges hubieran tenido mucho que decir en su enlace. Por el contrario, el matrimonio respondería a unas estrategias familiares que pretendían concertar matrimonios entre familias cercanas por paisanaje o parentesco para, de este modo, consolidar y fortalecer estas redes navarras en la Corte.

El matrimonio de los condes de Saceda podría calificarse como típico del Antiguo Régimen. Y es a esa esposa a quien Felipe Montón dedica su sermón. No hace falta esperar mucho para conocer lo que contiene. Basta leer las primeras líneas:

Este compendio de las principales obligaciones de un hombre Padre de familias, me parece no podía salir al Público, ni más honrado, ni más airoso, que bajos los auspicios de otra mujer Madre, capaz de servir a las demás de ejemplar, y de modelo (Montón 1784, 1).

Las expresiones "hombre Padre de familias" y "mujer Madre" están escritas en el texto en cursiva, por lo que es evidente la intención de destacarlas. Y existen claras diferencias entre ellas. El eclesiástico quiere mostrar de forma bastante explícita la división de roles por género. Pero, sobre todo, el diferente nivel de autoridad, pues solo el hombre tiene el título "de familias", es decir, solo él tiene la potestad para decidir lo que tiene lugar dentro de la casa. Se sitúa en un nivel superior que la mujer.

Por consiguiente, el sermón es un perfecto ejemplo de reivindicación de la dominación masculina, donde se constata toda una diferenciación por género. Al tiempo que muestra que, por más aperturista que se pudiera considerar a un segmento del clero, lo cierto es que en la cuestión familiar, se seguía defendiendo una familia tradicional, basada en la desigualdad y la jerarquía, todo dominado por el padre de familias. Por esta razón, con frecuencia, se habla de que el esposo ejerce de hombre y de padre, también con la esposa, la cual está totalmente sometida:

Con el amor, darles testimonio de veneración, y respeto; pero con la autoridad quebrantar su orgullo, y su soberbia; con el amor concederles toda libertad que sea decente, y honesta; con la autoridad tirarles la rienda, para que no pase a libertinaje, y desenfreno. Con el amor, permitirles, que vistan, según los posibles, y circunstancias de su estado; pero con la autoridad, privarlas de adornos, y modas, que sobre ser indecentes, no las pueda soportar la costura, la pluma, o el servicio. En fin, el amor debe ocultar la autoridad, pero si llegase el caso de ejercerla, que sea aquél, y no ésta, quién las reprenda, y fiscalice (Montón 1784, 13).

Lo interesante es que existe una justificación para este comportamiento, pues es la voluntad de Dios: "Las mujeres han de ser amadas, pero ha de ser un amor compatible con aquella autoridad, que dio al marido sobre ellas el Divino Legislador: Vir caput est mulieris" (Montón 1784, 12).

Precisamente, en razón de este último aserto se justifica que el marido pueda castigar a la mujer. Se dice incluso que es teoría común entre los teólogos, que la capacidad punitiva del marido respecto a la mujer está sancionada por el derecho natural y divino (Sánchez 1792, 16). Claro que los autores eclesiásticos siempre señalan que el castigo es algo excepcional: "deberá ser rara vez, sin escándalo, y con mucha discreción" (Sánchez 1792, 18). Parece que lo que más preocupaba es que se diera publicidad a los problemas conyugales. Es cierto que se aboga por la moderación y se condena la violencia. Aunque como testimonio de la vigencia de los valores de la sociedad del Antiguo Régimen en que viven estos autores eclesiásticos, se establece que el castigo a la esposa debe ser distinto según la clase social a la que pertenezca: "A una mujer noble no es razón que su marido la dé de palos, ni de azotes; pero a una plebeya, que advertida dos o tres veces, no se enmienda de sus graves vicios, bien puede corregirla a golpes, que la duelan por algún tiempo, pero que no la lastimen" (Sánchez 1792, 17).

Se presenta a la mujer como sujeto concupiscente, cuando no lujurioso, que, continuamente, pone a prueba al hombre-esposo: "Con el amor debéis condescender a sus carnales deseos, siendo justos; pero si no lo fuesen, los debe resistir la autoridad" (Montón 1784, 12).

Es la tradicional visión eclesiástica de la mujer como fuente de pecado, reencarnación de Eva (Sánchez 1991). La cual se complementa con otra, muy habitual entre los eclesiásticos que la considera un ser inferior: "Vos, varón, compadeceos de vuestra mujer como de vaso más flaco" (D. E. S. 1798, 132). Por esta razón, se hace recaer en la esposa la principal responsabilidad para lograr el éxito en el matrimonio. Los esposos podrían ser compañeros, pero nunca en plano de igualdad, pues la posición del varón es siempre superior:

No obstante es la mujer la que más se debe esforzar a ser sufrida; porque de no, ella en todo trance ha de llevar la peor parte. ¿Por qué razón? diréis; porque el marido es la cabeza de la mujer. Texto expreso de San Pablo: Vir caput est Mulieris. Por tanto, al marido toca en buena razón el mandar; a la mujer el obedecer (Sánchez 1792, 12-13).

La mujer debe quedarse en la casa. Ese es su único ámbito de actuación. "San Pablo deja a cargo de las mujeres el cuidado de la casa, y éstas es a quien más a propósito les viene el enseñar a los hijos pequeños" (D. E. S. 1798, 150). En la Carta fraternal se insiste en este mismo planteamiento:

Vos esposa habéis de estar sujeta a vuestro marido en todo. despreciaréis el demasiado y superfluo ornato del cuerpo, en comparación de la hermosura de la virtud: con gran diligencia habéis de guardar las cosas domésticas: no saldréis de casa si la necesidad no lo pidiere, y esto con licencia de vuestro marido: sed como huerto cerrado y fuente sellada por la virtud de la castidad (D. E. S. 1798, 133).

Es verdad que el jesuita Sánchez se muestra menos tajante respecto a la posición de la mujer en la familia. En este punto, sigue al franciscano Arbiol. Si no por una igualdad real entre los esposos, aboga por una cariñosa compenetración y otorga a la madre un papel significativo dentro de la familia. Por esta razón, dedican un apartado concreto a la figura materna. Y, al hilo de su simpatía por la madre, nota un hecho revelador: "Las hembras, por lo común, nacen con la desgracia de haber de ser menos queridas" (Sánchez 1792, 179). Toda una declaración.

En la Carta fraternal también se hace mención al compañerismo entre los esposos. Pero lo hace tomándolo como la segunda de las razones por las cuales, según la Iglesia, se instituyó el matrimonio. La primera es para tener descendencia. La segunda "para que los casados se ayuden el uno al otro a llevar las incomodidades de la vida y la flaqueza de la vejez. Ordenad pues la vida de suerte que os seáis el uno al otro de consuelo y alivio, y se corten las ocasiones de disgustos y molestias". Y la tercera, para evitar la fornicación (D. E. S. 1798, 131).

Se tiene la sensación que en los textos de finales del siglo XVIII se aboga por un mayor control del esposo respecto a su mujer. Se podría sugerir que, precisamente, sería el resultado del incremento de la presencia de la mujer en la esfera pública. Cuando la mujer se aparta de su función hogareña, comienzan los problemas. De este modo, en la Carta fraternal, tomando las palabras de San Francisco de Sales, se conmina a las esposas a que eviten los contactos con los hombres, que rechacen las galanterías y las amistades (D. E. S. 1798, 141-142). Más cuando su destino son las tertulias, lugares que se caracterizaban por la convivencia entre hombres y mujeres, uno de los aspectos que más inquietaba a los autores eclesiásticos. De la misma forma, le preocupaban las diversiones que allí se practicaban o la vanidad que implicaba el concurso social.

Esto es lo que explicaría que, hacia finales de siglo, surgieran obras donde se criticaban las tertulias y se exponían los graves peligros que entrañaban para las familias. En ellas se incidía en el papel director que debían tener los padres para impedir que los distintos miembros de la familia participasen en estas reuniones.

De tal manera que, los eclesiásticos consideraban las tertulias como una grave amenaza para el orden social. Simbolizan, ni más ni menos, el triunfo de lo mundano, el imperio del enemigo, esto es, el diablo. Y las familias son sus principales víctimas, como indicara Gabriel Quijano, en su obra sobre los vicios de las tertulias, a su interlocutora femenina: "tiene también vuestra merced, a sus hijos y familia, y otros parientes en casa, con quien divertirse, sin tener que buscarlos afuera. ¡Ay, señora! Andamos por las ramas que no nos pueden sostener" (Quijano 1784, 1516). Se trata, por tanto, de un ataque frontal a esa sociabilidad creciente, responsabilizando de ello, una vez más, a las mujeres.

La patria potestad ensalzada

Para apuntalar la posición absolutamente dominante del padre de familias, en algunos textos eclesiásticos, se defiende que su autoridad es un derecho natural que es reconocido por las leyes (Sánchez 1792, 36).

El primer poder, el primigenio y fundamental que le llega a un hombre, descansa en la paternidad. Esto es así porque Dios lo ha querido de este modo, ya que el mando que ejerce el padre viene de la Naturaleza. Por esta razón es extraordinario y superior a cualquier otro que pudiera imaginarse: "En una palabra: la potestad paterna es anterior a la que ejercen los reyes, y soberanos del mundo, como marcada con aquel sello indeleble, que estampó en la naturaleza racional la mano omnipotente de su Hacedor" (Montón 1784, 8).

En última instancia, lo que se está ponderando es la estructura jerárquica de la familia y el poder absoluto del padre: "Es un pequeño soberano en su casa" (Montón 1784, 8).

No obstante, se subraya más el peligro de "una demasiada condescendencia" (Montón 1784, 10). Se le dedica más espacio que al excesivo castigo. ¿Por qué razón? Pues porque muestra una debilidad, una falla en la autoridad. El padre no cumple con su deber. Por esta razón, es responsable: "les falta el valor, y fortaleza de hombres para reprenderlas" (Montón 1784, 11).

Es, quizás, en las relaciones paterno-filiales, donde se puede comprobar lo difícil que es encontrar novedades en el discurso eclesiástico sobre la familia. En efecto, en la relación existente entre padres e hijos hay dos palabras omnipresentes: obligación y obediencia. Por consiguiente, los textos se caracterizan por la primacía del imperativo, da igual que sea en el Sermón que en la Carta fraternal. La obligación compete tanto a padres como a hijos, mientras que la obediencia, solo a los hijos; pero, también a la esposa.

Lo fundamental, con todo, es que los padres comprendieran la importancia de su labor. Los autores eclesiásticos creían, que el mal gobierno de las familias tenía graves consecuencias para el conjunto de la sociedad: "La mala crianza de los hijos es perdición de los Pueblos, y la ruina común del mundo" (Arbiol 1715, 494); "El remedio, pues, del mundo perdido consistiría en que los Padres criasen bien sus hijos" (Sánchez 1792, 2-3).

Es continua la apelación a la responsabilidad del padre. Se recurre, incluso, a advertencias sobre las consecuencias nefastas que podrían tener su negligencia en este asunto. A este respecto, son significativos los títulos de los dos primeros capítulos de la Carta fraternal: "Capítulo 1: Premios o castigos que Dios ofrece enviar sobre los hijos según las obras de los padres; Capítulo 2: Castigo de los padres en los hijos" (D. E. S. 1798, 222).

En el sermón que hizo Felipe Montón, se puede hallar un texto que puede considerarse como paradigmático del Antiguo Régimen. En una pura manifestación de lealtad monárquica, sin escatimar elogios, se pone como modelo de padre al rey Carlos III y se augura el éxito de sus sucesores. Si se permite la digresión, el autor muestra escasas dotes de profeta, cuando afirma:

Permitidme que refiera por lo menos uno, cuyo augusto nombre ha de llenar nuestra lealtad de amor, y de ternura. Ya habéis conocido de quién hablo: es nuestro amado, pío, invencible, y católico monarca, el señor Don Carlos Tercero, que felizmente nos manda, y nos gobierna. Cuando este gran rey haya concluido la carrera de sus días; qué gloria accidental no tendrá, al ver que sus hijos, y sus nietos repiten aquellas dulces expresiones de David: hereditate testimonia tua. Sí, señores; llegará el día, en que sus hijos, y sus nietos hablen en la posteridad de esta manera: si en nosotros ella la piedad, la pureza de la fe, la fidelidad a Dios y el amor a nuestros pueblos, se lo debemos ciertamente a la cristiana educación que no supo dar nuestro padre, y abuelo, quién nos dejó como en herencia, los testimonios divinos, sus ejemplos santos, sus costumbres purísimas, su vida irreprensible, y sobre todo, aquí el honor debido por tantos títulos a la majestad de los cielos, y la tierra, en cuyos altares ofrecemos nuestras vidas, nuestros inciensos, y coronas (Montón 1784, 15-16).

En los textos eclesiásticos sobre la familia, continuamente se exhorta al padre a comportarse de acuerdo con lo que se espera de él. Así, la ejemplaridad se convierte en obligación paterna, la cual sería el principal soporte de la buena educación de los hijos, "que aun más que el castigo, y la vigilancia, es el ejemplo, sin duda, quien los hace buenos" (Montón 1784, 13-14).

Siguiendo el Catecismo, se señala que las obligaciones que tienen los padres para con sus hijos son, básicamente, tres: alimentarlos, doctrinarlos, y darles estado (D. E. S. 1798, 147; Sánchez 1792, 25).

Lo que más se pondera es la corrección, el castigo: "tiene derecho a castigar a sus súbditos" (Montón 1784, 8). "Se ha de castigar la culpa, es verdad; pero disculpando, si puede ser al pecador. La vara del reino de Dios, es vara que enseña, no que lastima, y ofende" (Montón 1784, 10).

Había que ponderar y ratificar la autoridad absoluta del padre, la cual consolida la estructura jerárquica de la familia, mediante la sumisión filial: "para que empiecen a domar su genio, y obedecer vuestros preceptos desde la infancia" (D. E. S. 1798, 148). La mejor manera de lograr esto es imponiendo la privación en varios aspectos de la vida de los niños. Se trataba de evitar, por todos los medios, que pudieran caer en cualquiera de los siete pecados capitales.

En cuanto a la educación, a los padres se les dice qué comportamientos deben evitar respecto a sus hijos. Predomina siempre una actitud de austeridad y disciplina. De este modo, lo principal es prescindir de una excesiva "delicadeza, que crea a los hombres afeminados" (D. E. S. 1798, 148). Aquí se vuelve a apreciar la centrali-dad masculina del discurso eclesiástico.

La austeridad se reserva igualmente respecto a las lecturas de los hijos. Se debe evitar todo lo que excite en demasía su imaginación. Nada de ficción,

Porque contarles cuentos de galanterías, de amores, de los enredos criminales de vuestros amigos, etc., a la juventud es muy dañoso; pues los muchachos son como los monos, quieren hacer lo que oyen o ven hacer a otros; y les parece no son personas de provecho, si no ejecutan lo que los demás: y suele ser éste el origen de su perdición. [...] No permitáis tampoco que oigan cuentos de amores, ni torpezas, ni lean libros seductivos, ni se junten con compañías que les puedan corromper, sino con aquellos que les dirijan en los caminos de Dios (D. E. S. 1798, 152-153).

Se va, incluso, más allá puesto que se advierte de lo pernicioso que pueden resultar las nuevas ideas que circulaban por el siglo, obra de unos de los principales enemigos de la Iglesia: los filósofos. De esta forma, lo que se publicaba "ahora aun es peor, porque no sólo no gustan hablar de Dios, sino las fábulas que hablan son para burlarse de Dios, disputarle sus derechos, y si existe o no" (D. E. S. 1798, 153).

La principal misión del padre es construir un hogar cristiano, siguiendo la línea tradicional marcada por la Iglesia, que, en el siglo XVIII, todavía se multiplica más (Irigoyen 2019). Por eso, el énfasis en el adoctrinamiento a través de la educación. De esta forma, el único y primordial fin de la educación de los hijos es convertirlos en buenos y ejemplares cristianos, tal y como lo expresara el que fuera capellán de honor y predicador de la capilla real y, posteriormente, obispo de Orihuela, Gómez de Terán en su tratado Infancia ilustrada y niñez instruida, publicado en 1720 y reeditado en varias ocasiones a lo largo del siglo XVIII, la última en 1790 (Sánchez 2018):

Tienes hijos, dice el Espíritu Santo, (Eclesiástico 7, vers. 25) doctrínalos, dómalos, para que sepan humillarse desde su puericia; no sea que en creciendo llores sobre ellos. Enséñalos interior, y exteriormente: no apartes del hijo la vara de la corrección, que, aunque lo castigues, no morirá. Doctrinado se refrigerará, dará delicias a tu alma, él te hará que descanses, te será consuelo, honra, y defensa. Ved las riquezas, que Dios quiere solicitéis a vuestros hijos; no los talegos de oro, y los cargos de la República: enseñarlos temor a Dios, modestia, y toda santa doctrina, con los mandamientos de Dios, y de su Iglesia, Credo, y Artículos, y lo demás necesario. [...] para que empiece, con la luz de la razón, en ellos, el temor del Altísimo y el ejercicio de las virtudes teologales" (Gómez de Terán 1749, 11-12).

¿Apertura hacia los sentimientos?

Estas obras, desde luego, dan respuesta a los retos que dibujaba la familia sentimental. Ni el afecto, ni el compañerismo podían predominar en las relaciones familiares. Los esposos debían amarse, pero siempre había una limitación, una línea que no debía sobrepasarse: "Añadí, que a la mujer la debe amar [el marido], pero con un amor que no destruya los derechos de su autoridad, y dominio" (Montón 1784, 27).

Quizás sea El padre de familias brevemente instruido, la obra que se aleja un poco de esa visión del padre y esposo dominante. Desde luego, que todas las obras analizadas señalan las obligaciones de apoyo y respeto mutuo que debe existir entre los cónyuges. Pero es el jesuita quien se muestra más explícito sobre la empresa conjunta que supone el matrimonio:

Todas las obligaciones, pues, de los casados, respecto de sí mismos, se cifran en un solo perfecto, que es amarse el uno al otro. ¿Qué debe el marido a su mujer? Amor. ¿Qué debe la mujer a su marido? Amor. ¿Cómo se han de corresponder, o en qué? Amándose. ¿Cómo se han de tratar recíprocamente? Con recíproco amor. Ese debe ser el principio, ese el medio, es el fin y corona de todas las intenciones y espinosos cuidados del matrimonio (Sánchez 1792, 4).

Tampoco hay que ver en la cita anterior una adaptación al creciente sentimentalismo, pero sí que muestra una posición más abierta en lo que a la relación marital se refiere, muy alejada de la que, como se ha visto, dio Montón en su sermón de finales de siglo. En el tratado del jesuita se defiende la empresa común que supone un matrimonio e, incluso, se puede vislumbrar el compañerismo entre los esposos que hablaba Laslett (1987).

Nótese que el fundamento de la argumentación es la existencia del amor, pero ello no significa que obedezca al incipiente sentimentalismo de la primera mitad del siglo XVIII. El amor se entendería en el sentido que le diera San Pablo en la Primera Carta a los Corintios. Se trataría de la visión tradicional de la Iglesia de un amor reflexivo, pausado, lejos del amor frenético que nace de la pasión y el enamoramiento. De hecho, en El padre de familias se sostiene que ese tipo de amor no puede ser la base del matrimonio, sino todo lo contrario: un amor apasionado es garantía de fracaso matrimonial: "Así es en muchos el amor, cuando pretenden aquel estado; un amor ciego, a quien la locura sirve de paje. Abran, pues, los ojos antes de casarse, y se verán en el mundo menos lágrimas de casados" (Sánchez 1792, 6).

Sin embargo, sí que se puede hallar en la Carta fraternal ecos del triunfo de la sensibilidad, ya que no escatima palabras para expresar los sentimientos que tiene hacia sus hermanos. Así dice que le cuesta dar a entender "lo intenso del amor que deposito en mi corazón para con vosotros" (D. E. S. 1798, 3). Si ha escrito este libro es como "una muestra sensible del cariño que os profeso, mas como el amor es espiritual, y no se puede conocer sino por medio de alguna señal exterior que lo demuestre" (D. E. S. 1798, 3). Pero, a continuación, señala que su intención es proporcionar las directrices que la doctrina cristiana establece para formar una familia católica. Lo escribe porque siente que es su obligación y "porque la cualidad de hermano mayor y sacerdote, que a Dios debo, me da derecho para cuidar de vuestra instrucción y la de vuestros hijos" (D. E. S. 1798, 4).

Se puede comprobar que hay ciertos rasgos de la Ilustración presentes en el texto. Así, se alude a la importancia que en las acciones humanas debe tener la razón: "Entre las causas de nuestro mal, dice Séneca siendo gentil, es que no nos gobernamos por lo que dicta la razón, sino que nos dejamos arrastrar de las costumbres de los otros" (D. E. S. 1798, 15). No es de extrañar ya que la Ilustración cristiana, como dice Mestre (2011, 350), siguiendo las posiciones de Pascal, admite la razón, aunque supeditada al dogma de la religión católica.

Además de la expresión franca y explícita de los sentimientos, el autor, aunque se preocupa de que sus hermanos alcancen la salvación eterna; no obstante, lo que pretende, de manera primordial, es que alcancen la felicidad y la tranquilidad, "la vida bienaventurada, de que el hombre es capaz de gozar en este mundo" (D. E. S. 1798, 4).

Sin embargo, no puede olvidarse que el autor participa del discurso eclesiástico vigente y, por tanto, no ofrece una visión demasiado buena del ser humano, débil ante los peligros del mundo. De esta forma, señala que "la mala inclinación que tenemos nacida del pecado original, la cual nos hace que miremos con aversión todo lo bueno, y con afición todo aquello que sea alagar nuestras pasiones" (D. E. S. 1798, 5-6).

Con todo, el texto ya no muestra tanto el rigor, ni se centra en la condena y el castigo. Aunque, lógicamente, no puede eludirlos, "porque la ciencia del castigo y del galardón son las dos alas con que se ha de levantar de la tierra al cielo la dureza de nuestro corazón" (D. E. S. 1798, 12). Pero han cambiado las formas y el lenguaje utilizados. Expone que vivir el mensaje cristiano sirve para alcanzar la felicidad en la Tierra: "deseoso de la felicidad de nuestra casa y familia; en el que verás ser el medio de lograrla la guarda de la Ley de Dios" (D. E. S. 1798, 8). Se trata no ya de imponer, sino de convencer: "careciendo del conocimiento de Dios, no podemos caminar a nuestra felicidad y salvación" (D. E. S. 1798, 13). Evidentemente, no es la felicidad ilustrada.

Conclusiones

¿Por qué los textos eclesiásticos del siglo XVIII sobre la familia estimaban que la solución a los problemas externos que estaban amenazando a esta institución pasaba por fortalecer el rol del pater familias?

Se plantea, en este punto, la cuestión de la causalidad. ¿Fueron los cambios sociales los que propiciaron un nuevo modelo de familia o fueron las transformaciones en la familia las que coadyuvaron los nuevos escenarios sociales? Quizás sea ocioso detenerse en esta disyuntiva y bastaría señalar que, en cualquier caso, se trata de las dos caras de una misma moneda.

Precisamente, que se publicaran obras centradas solo en la figura paterna, podría corroborar esa preocupación por recuperar su autoridad, muy en entredicho debido a los avances en la sociabilidad. Se trataba de concienciar a los padres de familias de que su labor era esencial, no solo para cumplir con los designios divinos, sino también para beneficiar al conjunto de la sociedad. En el ordenamiento del Antiguo Régimen, esto equivalía al mantenimiento de las jerarquías. Pero la irrupción de los sentimientos, ajenos al catolicismo, en las relaciones familiares podría dificultar esta misión. Por esta razón, los eclesiásticos se centraron en aconsejar a los padres cómo debían actuar. Podría haber diferentes formas de hacerlo, e incluso disparidad de criterios, pero, al final, prevalecía el objetivo principal: el fortalecimiento de la autoridad paterna enraizada en el dogma católico y en la autoridad real.

Esta problemática respecto al cuestionamiento del principio de autoridad dentro de la familia donde mejor se puede apreciar es en lo relativo al matrimonio, ya que en el siglo XVIII confluyen en él, intereses materiales, estrategias familiares, emociones, cuestiones morales y sociabilidad. Máximo García Fernández (2019, 301-322) expone los muchos problemas que los jóvenes de ambos sexos tuvieron a la hora de casar -nunca mejor dicho- relaciones sexuales y matrimonio, ya que existía una gran presión social hacia ellos, tanto por parte de la familia como de la comunidad. La consecuencia es que, no pocas veces, chocaban con las directrices paternas: saltándoselas unas veces, aceptándolas otras. Indicios de una autonomía individual -ciertamente creciente a finales del Antiguo Régimen, detectable incluso en el ámbito rural (Blanco 2016)- que surgía al amparo de las emociones y los sentimientos y que podía poner en peligro todo el orden social vigente, basado en la desigualdad y la jerarquía. Ante esta amenaza, no cabía más opción que reafirmar estos principios y el medio para lograrlo pasaba por el fortalecimiento de la autoridad, comenzando por la primigenia institución social: la familia. Así lo entendieron tanto la Monarquía como la Iglesia. Cada una de ellas actuaba con los medios que disponía. A lo largo del siglo XVIII, los eclesiásticos mediante "avisos" se ocuparon de difundir un discurso que apelaba a la aceptación de la autoridad paterna y la preponderancia de la dominación masculina dentro de la relación entre esposos. La Monarquía reforzando la autoridad de los familiares de mayor edad sobre los de menor edad, especialmente en ritos de paso tan importantes para el viejo orden como es el matrimonio. El éxito de su propuesta habría de verse en los años posteriores, aunque la sociedad ya se encaminaba hacia una familia afectiva y sus componentes, en la práctica, se movieron con más autonomía que generaciones anteriores.

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Recibido: 14 de Julio de 2020; Aprobado: 14 de Diciembre de 2020

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