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Revista CES Derecho

On-line version ISSN 2145-7719

rev.ces derecho vol.9 no.2 Medellín July/Dec. 2018

https://doi.org/10.21615/cesder.9.2.4 

Artículo de reflexión

Nuda vida y estado de excepción en Agamben como categorías de análisis para el conflicto colombiano*

Bare life and state of exception in Agamben as categories of analysis for the colombian conflicto

Juan Carlos López Herrera** 

** Licenciado en Educación y Ciencias Religiosas (Universidad Pontificia Bolivariana), Teólogo (Pontificia Universidad Javeriana), Magíster en Estudios culturales (Pontificia Universidad Javeriana), candidato a Doctor en Filosofía (Universidad Nacional de Educación a Distancia- España), Docente investigador del departamento de Humanidades de la Universidad El Bosque - Bogotá, Colombia. jclopezh@unbosque.edu.co


Resumen

El presente artículo se propone reflexionar, a partir de los conceptos de nuda vida y estado de excepción postulados por Giorgio Agamben, sobre las particularidades del conflicto armado colombiano. El documento se divide en tres partes: la primera aborda lo concerniente a la nuda vida entendida como producto de una racionalidad; la segunda parte se ocupa de analizar en detalle la metáfora de la desnudez que entraña el concepto de nuda vida; y la última parte analiza la excepcionalidad como elemento de subjetivación política. En el transcurso del desarrollo del texto, de manera transversal, se articularán diferentes posiciones y puntos de vista que enriquecen el análisis de un fenómeno político como es el conflicto armado que aún vive Colombia.

Palabras claves: Excepción; Subjetivación; Campo; Nuda vida; Conflicto colombiano.

Abstract

The present article intends to reflect, from the concepts of bare life and state of exception postulated by Giorgio Agamben, on the particularities of the Colombian armed conflict. The document is divided into three parts: the first addresses what concerns the bare life understood as a product of a rationality; the second part deals with analyzing in detail the metaphor of nudity that involves the concept of bare life; and the last part analyzes the exceptionality as an element of political subjectification. In the course of the development of the text, in a transversal manner, different positions and points of view will be articulated that enrich the analysis of a political phenomenon such as the armed conflict that Colombia is still living.

Keywords: Exception; Subjectivation; The camp; bare life; Colombian conflict.

La nuda vida como fruto de una racionalidad

Son vidas desnudas, o nudas vidas, aquellas cuya fragilidad está expuesta a la muerte y al vejamen porque nadie puede interceder por ellas. Toda la estructura social y política está montada para que la nuda vida pueda ser posible, y no es que sea una vida previa a la vida bios, vida vivida dignamente, es desnuda porque la han desnudado:

En este sentido, si seguimos las indicaciones benjaminianas, es posible afirmar que la “mera vida” es aquello que resulta de un proceso de extirpación de predicados y atributos. Por ello también la nuda vita agambeniana debería leerse como una vida desnudada, es decir, no como una sustancia anterior, sino como el resultado de una operatoria de desnudamiento. (Fleisner, 2015, p. 245)

La vida no está desnuda en su naturaleza, la desnudez de la vida no se refiere a una condición original de la existencia. Es el resultado de un proceso, de una racionalidad que la ha hecho posible, que ha naturalizado la posibilidad de su sentido sacrificial. Lo desnudo es lo desnudado, aun cuando se pueda pensar que estar desnudo es el estado más básico del ser humano. Cuando los hombres expulsados del paraíso al que se refiere el libro del Génesis se sienten desnudos es porque hay una mirada que les otorga dicha condición. La desnudez es proferida por otro, es sentida frente a otro, más allá de que fácticamente se halle un individuo sin vestiduras. Y en ella, en la desnudez, se halla la conciencia más profunda de la propia debilidad.

Giorgio Agamben rescata el concepto nuda vida a partir de una lectura del texto Para una crítica de la violencia de Walter Benjamin. Este se halla preocupado por la forma como se ha establecido el derecho en las sociedades occidentales, pero, sobre todo, cómo el derecho es el poder sobre la vida y la muerte; poder encarnado en el soberano. “Por ello, cuando Schmitt sitúa la célebre definición del soberano como aquel que decide sobre la excepción, realidad lo que allí está ocurriendo es el intento de anexar la violencia anómica que habita por el borde exterior del derecho, al propio derecho” (Karmy Bolton, 2012, p. 164). Esto es algo que ya intuye en su obra Benjamin, que Agamben recoge y permite comprender que el derecho es el organizador de la violencia, incluso de aquella violencia que parece estar fuera de la ley, la violencia anómica que se ejerce en el estado de excepción. El derecho decide el vivir y el morir.

Benjamin (2010) relata que en las sociedades primitivas arcaicas, en donde el derecho apenas se está configurando, ya parece haber una perspectiva clara en lo que se refiere a la pena de muerte. Por ello, afirma: “Su significado no era el de castigar la infracción jurídica, sino el de establecer el nuevo derecho. Pues en el ejercicio del poder de vida y muerte el derecho se confirma más que en cualquier otro acto jurídico” (Benjamin, 2010, p. 164). En matar está el poder de establecer un nuevo orden, la muerte es la radical apuesta para establecer una nueva consecución de horizonte social y de principios. Aunque en algunos casos la pena de muerte no esté establecida, la ausencia del Estado por omisión, porque no protege a quien corresponda o simplemente porque es ciudadano, es otra manera de establecer el poder de matar.

Esta vida que muere impunemente es la nuda vida, lo es también a quien se decide matar para que el nuevo derecho, en palabras de Benjamin (2010), no pierda su estabilidad. La imposición de un nuevo orden donde unos caben y otros no, y esos que no caben quedan pulverizados por el fuego de los giros históricos, es lo que en las sociedades occidentales se conoce con el nombre de progreso. Esto responde a la mentalidad que se condensa en un viejo refrán que reza de la siguiente manera: “No se puede hacer tortillas sin romper algunos huevos”, naturalizando que solo es posible el progreso quebrando a algunos humanos o instituciones o culturas. He aquí el vínculo profundo que encuentra Benjamin (2010) entre el derecho y la violencia: “Toda violencia, es como medio, poder que funda o conserva el derecho. Si no aspira a ninguno de estos atributos, renuncia por sí misma a toda validez” (p. 164). La violencia está pensada para sostener un estatus o fundar uno nuevo, para destruir a quien lo impida y para erigir a quien lo defienda.

La visión pesimista de Benjamin se debe a que presagia a partir de los hechos del presente que le ha correspondido un orden que solo puede imponerse a partir del horror. Ya le correspondió vivir la Gran Guerra, saber de las nuevas armas que ahora destruyen con mayor letalidad, cómo ahora los imperios caen como fichas de dominó, y en su caída son cientos de nombres que sucumben con la dinámica de la máquina de guerra. En su IX tesis de filosofía de la historia intuye, de modo profundamente poético, cómo el ángel de la historia vaticina tiempos oscuros. Pero no se trata de una profecía, ni es una suerte de sortilegio. El ángel de la historia no hace más que leer el presente para dar cuenta del futuro. Es un texto escrito en el año de 1940, cuando la Segunda Guerra apenas empieza a tomar forma, pero no se necesita más que un poco de inteligencia para comprender todo lo que se avecina:

Pero desde el Paraíso sopla un huracán que, como se envuelve en sus alas, no le dejará plegarlas otra vez. Esta tempestad arrastra al ángel irresistiblemente hacia el futuro que le da la espalda, mientras el cúmulo de ruinas crece ante él de la tierra hasta el cielo. Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso. (Benjamin, 2009, p. 140)

Esa violencia de las guerras que Benjamin ha experimentado, no son más que la pretensión de instaurar un nuevo orden. Busca establecer un nuevo régimen. Que ya establecido, solo puede ser sostenido con más violencia. De hecho, es lo que ha venido ocurriendo. O acaso no fue eso lo que ocurrió con la Guerra Fría en la que dos formas de ordenar el mundo se enfrentaron dejando ruina y destrucción, véase no más las guerras de Corea y Vietnam o las doctrinas de seguridad nacional aplicadas en América Latina. Y ya triunfante el sistema capitalista qué otra cosa más puede seguir haciendo para sostenerse sino seguir en pie de lucha. “Para Benjamin, el siglo XX era el teatro en el que, durante una grandiosa representación, se desplegaba todo el potencial de barbarie contenido en la técnica moderna. Sus previsiones serían ampliamente superadas por la realidad” (Traverso, 2001, p. 75). Cómo no desconfiar en el progreso y en la técnica que lo soportaba si esta misma parecía ser promesa de destrucción. El progreso parece la radical fuerza para desencantar el mundo, cosa que ya advertía Max Weber y que se materializa en la racionalidad instrumental que se logra imponer a lo largo del siglo XX.

Con estas apuestas teóricas, Agamben construye o reelabora dos conceptos: nuda vida, que ya se mencionó, y estado de excepción, que se abordará más adelante. La nuda vida es la vida de los hombres y mujeres que, como lo indica la metáfora del homo sacer, figura del derecho arcaico romano, individuo cuya vida podía ser arrebatada sin tener que dar cuentas a nadie por ella, es la vida de todos los que son expuestos a morir. Son aquellos a los cuales se puede sacrificar para establecer un nuevo orden o para sostener uno que ya se ha establecido. Su sangre es sostén de las cosas ya ordenadas y predispuestas. Utilizar una metáfora que está pensada para la realidad europea de la Segunda Guerra Mundial es harto complejo. Aunque su aplicación no sea exclusiva de la Segunda Guerra, sino que incluye a la Primera y a todos los conflictos y tensiones que la rodearon. Y tiene sentido, puesto que como lo piensa el historiador Julián Casanova (2011), los dos conflictos son fruto de un mismo contexto en donde el período de entreguerras no fue más que la pausa de una mecha que ya estaba encendida. Años en los que se sacrificaron millones de vidas, donde hubo miles de refugiados, donde hubo violencia sexual y saqueo, etc. Pensar que esa metáfora se pueda relacionar con otras realidades violentas puede ser atrevido. Sin embargo, cualquier sitio, espacio y tiempo en donde la violencia quiso establecer un orden es susceptible de establecer vínculos con otros sitios, espacios y tiempos donde haya ocurrido algo parecido.

Cuando se extrapola esa máquina del sacrificio a las miles de víctimas colombianas es posible encontrar un terreno común. La estructura estatal es distinta, pero el núcleo como Estado occidental tiene cosas semejantes, su matriz es semejante. Es decir, ha habido un Estado indolente con el sufrimiento de amplios sectores de la población.

Las dimensiones de la violencia letal muestran que el conflicto armado colombiano es uno de los más sangrientos de la historia contemporánea de América Latina. La investigación realizada por el GMH (Grupo de Memoria Histórica) permite concluir que en este conflicto se ha causado la muerte de aproximadamente 220.000 personas entre el 1 de enero de 1958 y el 31 de diciembre de 2012. Su dimensión es tan abrumadora que si se toma como referente el ámbito interno, los muertos equivalen a la desaparición de la población de ciudades enteras como Popayán o Sincelejo. (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2013, p. 31)

Estos datos no incluyen el período conocido como La Violencia, lo que implica que la cifra es más alta y dura cuando se va tiempo atrás. Solo con esos datos es posible imaginar otros eventos que circundan a los asesinatos: desplazamientos, violencia sexual, robo de tierras, etc. Si bien dentro del mismo Estado se levantan voces en contra de lo sucedido, el mismo informe es prueba de ello pues es de financiación estatal, por otro lado, son las mismas fuerzas estatales, por su omisión o su acción, las que han creado todas estas condiciones de muerte.

Una acción clave de muerte fueron las masacres, la mayoría de ellas cometidas por fuerzas paramilitares. No se puede entender el paramilitarismo sin la connivencia y la aprobación del mismo Estado: “De las 1982 masacres documentadas por el GMH entre 1980 y 2012 los grupos paramilitares perpetraron 1166, es decir el 58,9% de ellas. Las guerrillas fueron responsables de 343 y la Fuerza Pública de 158, lo que equivale al 17,3 % y 7,9 % respectivamente” (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2013, p. 36). Aun cuando en el recuerdo genérico de los colombianos ha sido la guerrilla la más sanguinaria, fueron los paramilitares y la Fuerza Pública quienes más masacres cometieron. Como se señaló anteriormente, no es posible que los paramilitares existieran sin que el Estado los apoyara o los financiara, en el “mejor” de los casos, el Estado se hizo el ciego para que pudieran actuar impunemente. Ha sido el orden jurídico-político quien en primera instancia se olvidó de estas víctimas y permitió que lo fueran, y cuando las reconoce ha pasado bastante tiempo, como el mismo Centro Nacional de Memoria Histórica (2013) lo reconoce: “Establecer las dimensiones reales de la violencia producida es una tarea que enfrenta numerosas dificultades. Por una parte, la recolección de la información se inicia tardíamente en el país, debido a la falta de voluntad política para reconocer la problemática y afrontarla” (p. 31). Reconocer que el país tiene y sigue teniendo un conflicto armado parecería una tarea fácil pues allí están las evidencias. No es así, en no pocas ocasiones políticos como Álvaro Uribe Vélez, quien fue presidente de Colombia entre 2002 y 2010 y representa a un grueso de la población, piensa que lo que ha habido es el levantamiento de unos forajidos contra el Estado y que este se ha defendido. Literalmente ha dicho: “Quienes amenazan contra la vida, honra y bienes de la población civil no están en conflicto con el Estado. Son una amenaza criminal (sic)” (Revista Semana, 2011), reduciendo el problema a una lucha del Estado contra delincuentes, es esto una visión simplista y reduccionista del problema. El asunto no es solo que Uribe lo enuncie, sino el eco que va haciendo en sus muchos seguidores. Eso ha llevado a conclusiones tan erróneas como que los muertos algo debían y por ello acabaron como acabaron. Terminan siendo los muertos gente que no importa.

En la introducción del libro Trujillo. Una tragedia que no cesa en el que se informa sobre la masacre ocurrida en Trujillo, población del Valle del Cauca, el director del Centro Nacional de Memoria Histórica y reputado investigador Gonzalo Sánchez afirmó: “Es preciso interpelar por tanto no sólo al Estado, sino también a toda la sociedad por los silencios y los olvidos que prosperaron en torno a la masacre; por haberse negado a aceptar lo que parecía inenarrable, inaceptable o imposible, pero que en verdad era muy real” (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2008, p. 11). Esa misma invocación, ese mismo reclamo que se le hace al Estado por su olvido es trasladable a todas las otras masacres, a todos esos otros hechos deleznables que olvidó investigar y judicializar. La muerte de miles de compatriotas significó para los perpetradores el sacrificio necesario para entrar en un nuevo orden.

A propósito de la contradicción de los Estados de derecho que dicen proteger a sus ciudadanos, solamente a ellos, pues cualquier otro sujeto, por muy humano que sea, está fuera de dicha protección, Agamben destaca frecuentemente la condición paradojal de la máquina política del mundo occidental, lo hará en específico con el estado de excepción cuando recuerde que en sí mismo entraña una contradicción porque está fuera del marco normativo, pero a la vez dentro de él. Y llega a afirmar, caracterizando la entraña misma de la figura del estado de excepción dentro de la democracia, lo siguiente:

Esta dislocación de una medida provisoria y excepcional que se vuelve técnica de gobierno amenaza con transformar radicalmente -y de hecho ya ha transformado de modo sensible- la estructura y el sentido de la distinción tradicional de las formas de constitución. El estado de excepción se presenta más bien desde esta perspectiva como un umbral de indeterminación entre democracia y absolutismo. (Agamben, 2003, p. 9)

Esa mixtura, de formas democráticas, pero que a su vez entrañan la posibilidad del absolutismo en donde nadie responde por nadie, en donde la vida de los otros queda a merced de la fuerza estatal es el marco de condición de posibilidad de la nuda vida. Vida apartada para el sacrificio. Allí donde se hace la promesa de seguir los modos democráticos es donde, por cuenta de la excepcionalidad, ocurren todas las masacres inimaginables. No es que la democracia occidental produzca per se las masacres, pero la suspensión de la misma, contemplada por ella sí.

Todo en el sacrificio de las víctimas es de una radical ambigüedad. El hecho de que se sacrifique las hace sagradas, en el sentido de lo “necesario” de su muerte para poder establecer un nuevo orden. Los victimarios en Colombia no están pensando con lógicas calcadas, pero justifican sus muertes como algo inevitable, y para un bien mayor. En el libro Homo Sacer I, Agamben (1998) llega a la conclusión de que no es clara su sacralidad o en qué consiste propiamente, aunque en la posibilidad de darle muerte se juega su sentido de lo sagrado, parece que lo propio de sacer es morir:

El que esta expresión resultara oscura también para los romanos se prueba más allá de cualquier duda por un fragmento de las Saturnalia (III, 7, 3-8) en el que Macrobio, después de haber definido como sacrum lo que está destinado a los dioses, añade: “En este punto no parece fuera de lugar tratar de las condiciones de esos hombres que la ley ordena consagrar a determinadas divinidades, porque no ignoro que a algunos les parece extraño que, mientras está prohibido violar cualquier cosa sagrada, sea lícito, en cambio, matar al hombre sagrado”. Cualquiera que sea el valor de la interpretación que Macrobio se cree obligado a proporcionar en este punto, es cierto que la sacralidad aparecía a sus ojos lo suficientemente problemática como para tener necesidad de una explicación. (p. 96)

Agamben utiliza o rescata el término “impune occidi” como elemento caracterizador del homo sacer. Su asesinato o muerte no tiene ninguna connotación penal. No es asesinato acabar con la nuda vida, el acto de desaparecer esta vida no parece ser un hecho jurídico, aunque está soportado por la ley, no es un hecho jurídico en el sentido de que sea objeto de una pena. Llamar asesinato a quitar una vida que no es más que “mera existencia”, es elevar a la categoría de crimen a una realidad que el orden jurídico no apoyaría.

Para introducir una lógica de lo peor, se puede decir que lo peor es que las víctimas se han a-bando-nado al impero de la ley, a la fuerza estatal; han confiado en que ella los protegería, pero no ha sido así. Una de las categorías más complejas que usa Agamben es la de bando, que a su vez invoca de Jean Luc Nancy. En su definición más elemental, bando alude al abandono del sujeto a la ley; no se trata de una relación de simple acatamiento, es una entrega en términos absolutos: “El ser puesto en bando no significa quedar sometido a una determinada disposición de la ley, sino quedar expuesto a la ley en su totalidad” (Agamben, 1998, p. 80). La vida del homo sacer se abandona a la ley, es puesta en bando. La víctima que espera que el Estado y sus fuerzas puedan protegerla se relaciona en bando con él, se abandona, pero este lo hace perecer.

El bando es una relación paradójica, puesto que el sujeto en bando se a-bando-na a la ley, pero la ley lo abandona a él. Con razón Agamben (1998) afirma: “El bando se identifica con la forma límite de la relación” (p. 44), el límite se halla en la confianza que se deposita y en la respuesta de aquel en quien se ha depositado la confianza. Cuando la ley lo abandona deja de haber relación puesto que la ley debería establecer un vínculo de protección sobre el sujeto, pero no lo hace, todo lo contrario, lo abandona para que su vida pueda ser tomada. El sujeto se abandona a la misma ley que lo ha constituido en homo sacer, y en el acto de abandonarse en la ley, esta misma nada puede hacer por él.

Acaso es impensable que las víctimas de La Violencia se pusieron en bando cuando creyeron que la ley podría protegerlos de sus victimarios y la misma ley los abandonó cuando fuerzas paraestatales los liquidaron. No se trata de forzar la teoría para que los hechos sean referidos a través de aquella, se trata de usar la metáfora para ver el conflicto de nuevas maneras. Todas estas masacres dejan de ser asesinatos en tanto el orden jurídico no hace indagación de ellas, exculpa a quienes lo cometieron, puestos no llegaron a la justicia, jamás estuvieron sub judice, y cuando se quiso hablar del tema se prefirió el olvido como una forma de evitar la destrucción de una frágil paz que, si bien era necesaria, no debió serlo a costa de la memoria de las víctimas. Cuando el paradigmático libro La Violencia en Colombia fue publicado constituyó una afrenta contra la mirada pactista de liberales y conservadores quienes solo querían echar tierra al asunto como si nada hubiese pasado:

El libro es emblemático porque, para la época, se convierte en una especie de tribuna de la justicia frente a unas élites liberales y conservadoras que habían querido imponer y pactar cierres sobre La Violencia... De hecho, en una entrevista con Gonzalo Sánchez se afirmó que “El libro revela en la escena pública ‘la gran verdad’ de la violencia bipartidista, incluso, rompiendo los silencios que se estaban pactando por arriba. (Jaramillo, 2012, p. 44)

El anterior es solo un breve ejemplo de la dinámica institucional que se quiso imponer: el silencio como práctica política que olvida a las víctimas y que las siente como estorbo. El fin no justifica los medios pues no es posible que la paz sea posible sin hacer memoria pedagógica y colectiva de muertos que claman por algún tipo de justicia, al menos la del recuerdo. Cuando a todas estas víctimas se les niega la posibilidad de la justicia y de la memoria todo lo que les ha pasado puede ser clasificado bajo la perspectiva de la categoría que Agamben invoca y recuerda: “impune occidi”.

Precisamente, el traductor del italiano al español del libro Homo sacer para la editorial Pretextos, Antonio Gimeno Cuspinera, a modo de epílogo y en las notas explicativas del traductor dice dos cosas que merecen la atención: la primera es que un viejo amigo jurista colombiano es quien le ayuda a comprender mejor, o a traducir, un término italiano que usa Agamben:“uccidibile insacrificabilitá” que en un español corriente traduciría matable, aplica este término para el homo sacer. Un matable que se abandona en la ley, y en la que esta no puede hacer nada para salvarle, ni siquiera para hacer justicia por su vida. De qué otra manera se le puede llamar a las víctimas que entienden que el Estado debe protegerlos y este no puede o no quiere hacerlo.

Sobre la crítica a la validez de la metáfora agambeniana, pensando en el conflicto colombiano, en Colombia muchas vidas sucumbieron bajo balas que no eras las del aparato armado amparado por la ley. La cuestión radica en que el Estado hizo poco o nada para evitarlo, eso sin contar que está probado que no pocas ocasiones fue partícipe activo, como se mostró en datos anteriores invocando los documentos del Centro Nacional de Memoria Histórica. Matable es una palabra profundamente execrable, no es posible pensar que una persona lleve en su condición humana la posibilidad en sí misma de ser matada por otro. Ese mismo término que utiliza Agamben es aplicable, con su debida traducción, a miles de personas que representan poco para la sociedad, que si mueren su muerte no dice nada. Su existencia está ya condenada al olvido y al vacío.

Los muertos de La Violencia se dieron sobre todo en las zonas rurales, en sitios donde los jornaleros y campesinos luchaban por hacerse con la tierra, no solo como fuente de sustento sino como su espacio vital. Quizá por ello, los grandes centros urbanos no se enteraron de lo que pasaba en estas regiones, o tal vez sabiéndolo, solo supieron dar la espalda a lo que ocurría en regiones que ellos veían como lejanas. Los Llanos Orientales, zona ubérrima para la ganadería y la agricultura, fueron semillero de grupos armados y de venganzas continuadas, lo mismo que el Tolima y los santanderes.

Como dato anecdótico, pero relevante, el hijo de Laureano Gómez, Álvaro Gómez Hurtado, uno de los instigadores y promotores de la violencia partidista, hablaba de los territorios donde se habían asentado inicialmente las guerrillas como “lejanías”, territorios distantes a donde no valía la pena ir; todo es distante desde el centro bogotano. Puntualmente, lo anterior es referido por el periodista Antonio Caballero: “Invitado en tiempos del ‘proceso de paz’ de Betancur, a entrevistarse con la guerrilla en Casa Verde en La Uribe (Meta) para discutir sobre la paz se negó con desdén: ‘No está uno para ponerse a visitar lejanías’” (Caballero, 1996, p. 39). Aquí no solo hay un mal chiste de alguien que es representativo de las élites colombianas, es esta una manera de entender a Colombia, este es un país que le queda lejos. Las zonas de conflicto, como la de La Uribe y todas aquellas donde se dio La Violencia y el conflicto guerrillero, son regiones que quedan “muy lejos”, a las que no vale la pena ir, que no tiene sentido visitar. En ese mal chiste quedan retratados años de abandono y desidia del Estado colombiano y de sus élites al campo y a las regiones que no son el centro del país.

Es en el campo colombiano donde se vivió el horror del desplazamiento que hoy llena a las ciudades de cinturones de miseria: “En Colombia, las cifras oficiales indican que el número de personas inscritas en el Registro Único de Población Desplazada (RUPD) en condición de desplazamiento es 2.169.874, que corresponden a 485.579 hogares” (Ibáñez & Velásquez, 2008, p. 7). Estos datos que son del año 2007 no han tenido cambios radicales. Aún en la prensa actual se refiere al problema del desplazamiento como un drama absoluto que parece una herida sangrante en la realidad nacional:

Con más de 7 millones de personas desplazadas durante el conflicto interno, Colombia es uno de los países con mayor número de desarraigados en el mundo. A pesar del acuerdo con las Farc para terminar el conflicto, la situación no da muestras de mejorar. Por el contrario, los desplazamientos al interior del país a causa de la violencia continúan. (Revista Semana, 2018)

Las grietas del conflicto no se han cerrado, aun cuando algunos de los fusiles se hayan callado. Si bien es un paso importante, las fuentes que han estructurado el conflicto siguen abiertas. Y el campo, sitio que ha vivido todo el fragor del conflicto, no ha visto mejorías significativas en su entramado.

El horror no ha dejado de cubrir con su manto las zonas rurales de Colombia. Es posible asociar esta imagen histórica con la metáfora del campo que usa Agamben. Para él, el campo es la nueva matriz de la política occidental. Si lo propio de los Estados occidentales es sostenerse por medio del ejercicio del poder soberano es porque la vida de los “súbditos” es susceptible de ser quitada en cualquier momento con tal de que la soberanía sobreviva. Así, la vida política es como la vida del campo. Este no es la mera equiparación con los campos de concentración o exterminio de la Alemania nazi. No, porque sería caricaturizar el horror de lo que ha pasado allí. Ni tampoco quiere decir que cualquier cosa es el campo. Absolutamente no. El punto es que en las democracias liberales hay una fisura para que con el ejercicio del poder soberano de dar muerte se puedan establecer elementos convergentes como los que dieron paso a la experiencia de muerte llevada a cabo por el nazismo. Esa experiencia de muerte se hizo radical en el campo, pues este es:

Una porción de territorio que se sitúa fuera del orden jurídico normal, pero que no por eso es simplemente un espacio exterior. Lo que en él se excluye, es, según el significado etimológico del término excepción, sacado fuera, incluido por medio de su propia exclusión. Pero lo que de esta forma queda incorporado sobre todo en el ordenamiento es el estado de excepción mismo. En efecto, en cuanto el estado de excepción es ‘querido’, inaugura un nuevo paradigma jurídico político, en el que la norma se hace indiscernible de la excepción. El campo es, así pues, la estructura en que el estado de excepción, sobre la decisión de implantar el cual se funda el poder soberano, se realiza normalmente. (Agamben, 1998, p. 216)

El campo es la materialización de la excepción. Y al serlo, es posible todo el mal radical, todo atropello es posible. La ley se suspende a sí misma para que pueda ser posible el horror, pero no por ello la ley queda exenta de responsabilidad de lo que ha sucedido allí, precisamente porque ella lo ha permitido. Cuando el derecho deja esa fisura de la excepcionalidad es cuando es posible todo lo que ocurrido en La Violencia. Y en cuanto a la posibilidad de la arbitrariedad es harto comparable con cualquier tipo de horror político. Esta posibilidad es potencia y acto de la creación de la vida nuda.

Agamben le reclamó a Foucault que se hubiera fijado más en la cárcel o en los hospitales, como lugares específicos del régimen biopolítico, y no en el campo de concentración como paradigma del gobierno y la gestión de la vida. Agamben no desliga el poder soberano de la biopolítica, sino que los entrelaza, no es posible que haya biopolítica sin poder soberano. El reclamo no es más que la diferencia entre los dos, mientras Agamben sigue pensando el poder desde la soberanía, Foucault quiere pensar desde otras esferas en las que, él supone, la soberanía no tiene directa incidencia:

Pensar el poder fuera de la teoría de la soberanía, no es sólo una manera de pensar una temática compleja, como la del poder, sino que es a la vez, expresión de la manera de pensar de Foucault producto de una serie de influencias filosóficas, literarias y de reflexiones propias que confluyeron en su particular manera de pensar de otro modo. (Lechuga-Solís, 2012, p. 9)

Agamben está pensado que en la institución del derecho, que produce prácticas sociales, se hallan diversas formas de constituir las esferas del poder y la materialización del mismo. No viene al caso comentar si Agamben es un buen o mal discípulo de Foucault, si lo sigue de modo correcto. Solo que él no haría tanto énfasis en los dispositivos que le interesan a Foucault, sino en la matriz rectora que produce estos dispositivos: el campo.

Esta imagen del campo puede resultar problemática e históricamente tiene algunas dificultades porque la estadía del grueso de los judíos y demás grupos de excluidos de la Alemania nazi (gitanos, discapacitados, testigos de Jehová, etc.) solo estuvieron de paso en estos lugares, el tiempo que estuvieron en los campos fue poco, solo los sobrevivientes pudieron demorar algún tiempo allí, se alude aquí a la minoría. La figura del campo, más bien, “cumple una función simbólica necesaria para ontologizar el campo en la historia occidental, poco importa saber que la gran mayoría de los judíos que exterminó el nazismo no conocieron el universo relativo al campo de concentración, porque fueron enviados a la cámara de gas el mismo día de su llegada…” (Traverso, 2012, p. 232). El campo se puede entender más como una condición, como el resultado de los totalitarismos e incluso de su nueva posibilidad de existencia a través de los estados de excepción. En ese sentido su posibilidad es algo latente y puede estar presente en nuestras formas cotidianas de vida:

El campo de concentración puede ser una ciudad y no un espacio amurallado extraurbano, por ejemplo. Esto ha causado múltiples críticas y sospechas, y con razón. Se trata de una forma bastante abstracta de concretar algo que en sí mismo es tan concreto, tan corporal, tan biopolítico como un campo de concentración… Que el campo de concentración sea el paradigma biopolítico de la actualidad, significa que se le puede trasladar a las condiciones actuales, y en realidad a cualquiera otras. (Salinas, 2014, p. 159-160)

Sin duda es válida la crítica de Salinas, pero como ya lo insinúa Enzo Traverso, el campo es una categoría de análisis, no es la simple comparación de situaciones, es la capacidad de ver cómo están dadas las condiciones para que el horror se repita dado la matriz de la política occidental que no se ha librado del fantasma del totalitarismo. Categoría que no parece gustar a varios teóricos, pero que permite estudiar cómo ciertas sociedades democráticas y “normales” existe un lugar para activar el horror, por si acaso el orden jurídico es desafiado. Al ser el campo una categoría de intento de comprensión, no desconoce las peculiaridades de cada situación histórica. Es el uso de una metáfora que pueda permitir ver la realidad más ampliamente o de otros modos.

Esta misma metáfora permite pensar en dos dimensiones el campo colombiano. Primero, como espacio se da y es posible el horror, donde la muerte violenta tiene su lugar, sitio geográfico donde las expresiones más radicales de lo inhumano se hacen visibles. En segundo lugar, como matriz política, como condición desde la cual los aparatos del Estado olvidan que los muertos son ciudadanos. La Violencia solo es posible bajo la ausencia de la mirada de un Estado garante, preocupado en sostener la vida de unos cuantos. Un Estado que vacila, por un lado, y que de varias maneras incita directamente a la violencia política por el otro. Solo una política de la indiferencia y de la crueldad ha hecho posible que el mismo Estado suscite que unos connacionales se sientan en la facultad y el derecho de quitarle la vida a los otros.

El campo es la paradoja radical, es el reino de la norma milimétrica, del reglamento que vigila los cuerpos que intenta uniformar o que al menos lo pretende. La ley u orden jurídico, suspendido este o no, al menos en el caso colombiano, como citábamos antes en los extensos mandatos bajo el “Estado de sitio”, es el alimento que hace funcionar y que da sentido a la eficiencia de la muerte en el campo. Solo una máquina de muerte tan eficiente es posible bajo un orden jurídico que yace impávido ante el horror. Dadas estas condiciones, nada puede estar fuera de lugar en el campo, todo se ordena desde el parámetro de esta racionalidad que implica un funcionamiento efectivo a la hora de dar muerte. Tremenda efectividad y orden y, sin embargo, también se puede ver el campo como caos, es el lugar del atropello, de la violencia gratuita, de la sinrazón e incluso de la pérdida de esperanza, aunque no sea posible otra cosa más que esperar:

Hace tiempo que he dejado de intentar entender. Por lo que me toca estoy tan cansado de mantenerme sobre el pie herido que todavía no me han curado. Tan hambriento y muerto de frío que nada me interesa ya. Este puede ser muy bien el último día de mi vida, y esta sala la cámara de gas de que todos hablan, ¿qué puedo hacer? Lo mejor es apoyarme en la pared, cerrar los ojos y esperar. (Levi, 2005, p. 73)

Este es el testimonio de Primo Levi, testigo de lo que pasó en Auschwitz y quien vive en su carne el desespero de saber que cada día puede ser el último. Que cada día que pasa es un día más de horror, pero a la vez es una jornada más con vida. Y eso es todo lo que hay. Este dolor de Levi no es comparable con otra cosa más que con ser víctima. Solo se puede establecer parangón con quien siente que la vida propia o la de los suyos se va sin poder hacer absolutamente nada para detener tal tragedia.

Bojayá, zona rural en el departamento del Chocó, es conocido por una de las masacres más dolorosas de Colombia. La gente se apeñusca en el templo creyendo que, por ser un sitio sagrado, algún tipo de piedad pueda surgir en los victimarios. Guerrilleros lanzan pipetas de gas contra la iglesia y la destruyen con todos los moradores que se hallaban adentro. Los paramilitares usan a la población civil como escudo y los subversivos no tienen consideración alguna para lanzar este tipo de bombas, y lo que es peor, no tienen siquiera compasión para que la gente llore y recoja a sus muertos o salve a los suyos que apenas conservan la vida:

Vemos que viene un viejito con un muchacho, un jovencito por ahí de 15 años en una chalupita [bote pequeño]... el viejito lloraba así agachado y el muchacho lloraba y decía: “Los mataron a todos” ... El “pela’o” era como si tuviera el cuerpo en la tierra y el alma en otra parte, porque él tenía la mirada perdida como no sé adónde... Ahí fue cuando dijeron que habían tirado una pipeta [cilindro de gas] en la iglesia, y nos cogimos la cabeza y nos pusimos a llorar... entonces empezaron a llegar botecitos con más gente que venía como más despierta, y nos decían que buscáramos la manera de que paren esos combates para sacar a los heridos. La gente de acá se fue a recoger esos heridos, pero al momento otra vez iniciaron con su disparadera, y ya la gente no podía auxiliar a los que aún estaban con vida. (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2010, p. 64)

Dos situaciones distintas, países diferentes. Los motivos del conflicto que viven estas víctimas son muy disímiles, el dolor que cada uno puede soportar es impensable y a la vez muy diferente. Y, aun así, es válido pensar que las condiciones que crearon estos vejámenes, la forma como procedieron los victimarios, es de posible comparación. En los dos casos se evidencia el vejamen en su máximo despliegue, de la humillación que se presiente, pero que no deja de sorprender. Levi, con su testimonio, respalda lo que piensa Agamben (1998) del campo de concentración: “Es el espacio de esa absoluta imposibilidad de decidir entre hecho y derecho, entre norma y aplicación, entre excepción y regla, que, sin embargo, es la que decide incesantemente sobre todo ello” (p. 221). El condenado no ha pasado por un tribunal, su pena jurídica es incierta, no se conoce de manera exacta cuál es su crimen, su situación jurídica es indiscernible. Lo único que convive con él es la obligación a esperar. Con razón Kafka es visto como una especie de arúspice que en su obra El proceso vislumbra los juicios cuyo soporte es un derecho dudoso, donde el condenado no tiene idea de su crimen ni de su pena. Solo sabe que algo radicalmente oscuro lo cobija.

Imposible comparar en múltiples aspectos el origen del horror de estos autores y estas víctimas, en el caso de Levi, con lo que han vivido las víctimas del conflicto colombiano pues son experiencias históricas distintas, pero sí es posible pensar la violencia desde algunas imágenes que sus relatos convocan. Asesinados que no sabían por qué los mataban o que no podían comprender por qué sus vidas eran el precio de las razones de los victimarios. En ambas situaciones es pensable que no hubo ley que los protegiera ni que les hiciera justicia.

La vida y la muerte dejan de ser hechos biológicos, son ahora hechos políticos. Los victimarios deciden no solo cómo quedan marcados los sobrevivientes, piénsese en las víctimas de violencia sexual, de marcas y tatuajes etc., sino cómo se trata el cuerpo de los muertos, cómo se evita que se pueda hacer algo por los que aún parecen quedar con vida después de las balaceras.

Quizá no es posible hacer una conexión inmediata y articulada entre el acontecimiento de la violencia partidista de los años 50 con otras violencias posteriores (narcotráfico, guerrillas, bandas criminales, etc.) o, dicho de otro modo, no es viable históricamente decir que hay relación causal entre unas y otras, aunque sí sea posible que ciertas guerras facilitaron unas condiciones para que se dieran otras. Relacionar a las primeras fuerzas paraestatales (“chulavitas” y “pájaros”) con las autodefensas de los años 80 y 90 sería hacer un forzamiento histórico innecesario. O incluso pensar que las primeras guerrillas, las de los años 60, tenían exactamente las mismas motivaciones que las pactaron los Acuerdos de La Habana, sería pensar que el río de la historia no tiene recorridos y trayectos que transforman los idearios y las mismas prácticas. Sin embargo, es cierto que esos que hicieron los Acuerdos de La Habana pensaron sus luchas inspirados en los primeros. Aunque la comparación es odiosa, en tanto son dos fuerzas distintas, se pueden establecer al menos tres elementos comparativos entre ellos:

  1. El accionar del terror en connivencia de la Fuerza Pública con elementos paraestatales: “Al 31 de diciembre de 2012 la Unidad de Justicia y Paz reportó que compulsó a la justicia ordinaria incriminaciones por hechos delictivos confesados por los paramilitares contra 1.023 miembros de la Fuerza Pública” (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2013, p. 158). No es posible pensar a los chulavitas sin el visto bueno de los presidentes conservadores Mariano Ospina Pérez y de Laureano Gómez, estas fuerzas se crearon al servicio de sus intereses más personales: “Se crearon las policías informales y paralelas… al servicio, no del Estado, sino del Partido Conservador” (Caballero, 2018, p. 346). Sus más oscuros intereses fueron prioridad nacional, de allí que la defensa del Estado no era más que la defensa de sus propias posiciones. Así era entendible las alianzas del Estado con estas fuerzas oscuras. Incluso es pensable que no haya ninguna alianza ya que son los mismos.

  2. El uso de las masacres como técnica del terror. De la época de La Violencia se pueden constatar este tipo de prácticas sobre todo en la región del Tolima fruto de la persecución contra gaitanistas: “Se traduce en pocas pero cruentas masacres de población liberal que tienen por escenario los municipios de Anzoátegui, Falan, Chaparral, Cunday y Rovira, todos ellos de mayorías liberales” (Uribe, 1991, p. 27). Esto fue una práctica profundamente extendida y que creó varios desplazamientos de la población civil. Este mismo foco del terror lo hicieron los paramilitares en los años 80 y 90. De estas masacres abunda amplia fuente documental: El Salado (Bolívar) (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2014), Trujillo (Valle) (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2008), Chengue (Sucre), Mapiripán (Meta), y muchas otras que se quedan sin mencionar. Con un listado como el anterior es dable pensar que la masacre se ha convertido en una herramienta tecno-política (entendido aquí como la política de lo peor o la antipolítica) que deja claro que solo una manera de entender la convivencia es posible. Quienes no entienden esto deben morir. 3) Aunque está algo implícito este punto en el primero no sobra hacerlo más claro y discriminarlo para poderlo visibilizar: tanto chulavitas como paramilitares son defensores de oficio del statu quo. El chulavita defiende a la élite conservadora, a los principios religiosos y políticos que darían estabilidad y sustento a la nación, como lo podrían ser la religión católica, la propiedad privada, las tradiciones, la familia y todo aquello que se piensa o se considera como “auténticamente colombiano”. Los paramilitares defienden a los terratenientes, los gamonales, los caciques políticos y contra todo aquel que agreda, atente o incluso cuestione la legitimidad del Estado. Cobra todo el sentido las siguientes afirmaciones del politólogo Manfredo Koessl (2015) en su investigación sobre el paramilitarismo en Colombia:

El mantenimiento de las tradiciones sociales y religiosas recibe en opinión de algunos, un importante auxilio de la violencia, y muchos agentes no dudan en utilizarla o apoyarla cuando es funcional a sus intereses… Hay que destacar que la violencia también tiene otros efectos colaterales favorables al statu quo, e incluso para el regreso de tradiciones olvidadas. (p. 113)

Lo propio de estas fuerzas paraestatales es defender el orden establecido, y aunque se piense de ellos que son una especie de distorsión de dicho orden, hacen parte del mismo, no pueden existir si uno de los dos hace falta. Si bien los contextos históricos en los que se producen estos movimientos armados son distintos, tal vez las condiciones de violencia y de impunidad en que actuaron los primeros no pueden dejar de entenderse como el suelo fértil en que muchos años después llegaron a actuar los segundos. El punto central es que el desprecio por la vida, la crueldad sistemática con la que actuaron, la visceralidad y el horror con el que se ensañaron en contra de sus víctimas los hace ineluctablemente comparables.

Es esta una violencia política porque impide la entrada y participación de nuevos actores políticos, de distintas miradas de la sociedad, porque ve en el pluralismo social y cultural un peligro, también porque pretende mantener un estado de cosas invocando un mito fundacional originario de nación; pareciera que se perdiera la dimensión histórica de la contingencia, de la inevitable transformación de las cosas y de los sentidos de comprensión del mundo. De allí la insistencia sobre la incapacidad de estos defensores del orden de ver al otro, aquel que piensa y siente diferente como un humano con su posibilidad de enriquecer la convivencia y la sociedad misma: “La Violencia cumple una función conservadora importante para controlar las demandas reivindicatorias de organizaciones civiles, sindicales, indígenas y otras. La intimidación incluye el asesinato de dirigentes y familiares, el secuestro y las amenazas. Colombia sostiene, desde hace varios años el record mundial a defensores de derechos humanos” (Koessl, 2015, p. 107).

Lo anterior implica dos cosas: que esta violencia que le ha correspondido al país está más en pro de pensar que es lo necesario para defender el orden establecido; y lo segundo, que está violencia llega hasta donde tiene que llegar y eso significa que si debe llevarse vidas por delante pues sencillamente lo hará, se entiende el fin como una causa superior que impone los medios necesarios, por más deleznables que se consideren. Se construyen todas las condiciones posibles para que la vida nuda sea un hecho, pero también una forma de vivir, unas prácticas de subjetivación que justifican los atropellos. Lo que hace posible este modo de existencia no es una mera disposición política, es la construcción de toda una red de dispositivos que hace posible el hecho de que vida sea desnudada y que quede a merced de los que defienden el orden establecido.

La desnudez de la vida nuda. El valor de una metáfora

La desnudez humana remite a variadas cosas. Al pensar en ella son múltiples las dimensiones que pueden ser invocadas. Por ejemplo, se puede pensar en el tamiz más biológico posible, si pensamos cómo viene el ser humano al mundo desprovisto de cualquier artificio, como un ejercicio imaginativo, está desnudo. Cualquier añadido a esa desnudez, por antonomasia, es posterior a esa condición biológica. El ser humano nace desnudo y prácticamente sin nada deja este mundo. Puede entenderse como una condición primigenia, no esencial, pero sí característica de la llegada al espacio terrenal.

La desnudez remite también a la fragilidad humana, un cuerpo desnudo es un cuerpo frágil, los pies no resisten mucho la dureza de las piedras del suelo, en algunas etnias, sobre todo las que viven en zonas selváticas o agrestes, se desarrolla más esta capacidad de resistencia a cambio de una callosidad extrema en la planta de los pies, de lo contrario no sería posible. La piel no resiste mucho tiempo el contacto directo con el frío o el calor extremos, cualquier variación brusca del clima parece un atentado contra un cuerpo que no tiene tan altos niveles de resistencia y que tiende a enfermarse ante tales cambios. Si bien es cierto que hay grupos humanos en diferentes lados del mundo que viven desnudos, casi siempre la desnudez no es absoluta, tienden a cubrirse al menos alguna parte del cuerpo, y cubrirse el cuerpo no es otra cosa que un acto de protección.

El uso del vestido puede ser la constatación de dos cosas: primero, el cuerpo necesita cubrirse porque en sí mismo entraña debilidad, precariedad; segundo, las ropas cubren la necesidad de verse salvado o protegido de la vergüenza. Incluso, vergüenza de ser o ser percibido como frágil, de ser igual a los otros más allá del ropaje. La vestidura diferencia de los otros, pero también entraña protección frente a esos otros. El hecho íntimo de desnudarnos ante otro, por pura voluntad propia, sin coacciones, es el deseo de descubrir dicha precariedad y debilidad. Estar desnudo frente a otro es percibirse débil y dejar que el otro pueda percibir tal cosa. La desnudez en los campos nudistas es hacer público, en medio de otros que también lo han decidido, las limitaciones de lo único que uno es, su propia corporeidad. En el campo nudista están expuestas las limitaciones del propio cuerpo, pero también la de los otros, lo que hace que tal limitación compartida se sufra menos, es decir, es una debilidad expuesta frente a la de los otros, lo que la hace una debilidad mucho menor pues es compartida. Estar desnudo es una especie de conciencia de sí, es un reconocimiento de sí mismo a través de los límites.

Como Agamben (2011) señala, la desnudez es una imagen bíblica primigenia, lo que implica que mucho de lo que se piensa sobre ella tiene una matriz judeocristiana:

Que Adán y Eva antes del pecado no pudieran ver su desnudez porque esta se hallaba recubierta de un vestido de gracia no está dicho en modo alguno en la Biblia. La única cosa segura es que al principio Adán y Eva estaban desnudos y no sentían vergüenza (“El hombre y su mujer estaban desnudos y no sentían vergüenza”). Después de la caída, en cambio, sienten la necesidad de cubrirse con las hojas de higuera. Es decir, la transgresión de la orden divina implica, el paso de una desnudez sin vergüenza a una desnudez que debe cubrirse. (p. 104)

La ausencia de vergüenza puede entenderse como la presencia de la gracia divina. Los hombres, los humanos, según esta teología cristiana habían nacido vestidos, la vestimenta sería la gracia que habría impedido “la malicia” de ver y percibir la desnudez, o mejor, no era posible percibirla porque no había tal, el cuerpo estaba revestido de la gracia y estar desnudos, cosa que ellos no podían sentir, era estar lejos de la presencia divina.

El morbo de la desnudez viene a ser la conciencia de que no hay nada “real” que cubra el cuerpo. La ruptura de la relación con Dios impide la presencia del vestido de la gracia en la corporeidad humana. Así, a futuro, esa gracia divina será recuperable cuando el hombre se decida obedecer nuevamente a Dios. O sea que la desnudez, en el relato cristiano, no hace parte de la creación de la naturaleza humana, esta aparece como consecuencia de la ruptura con Dios. Se está desnudo cuando se está consciente de la debilidad que produce estar lejos de lo divino, la cercanía con Dios es la garantía de la gracia que supera dicha fragilidad.

La desnudez física no se entiende como pecado sino a partir de la conciencia de estar desnudos, desgraciados, sin gracia, por haber desobedecido a Dios. La desnudez expuesta en contra de la propia voluntad es reconocerse vulnerable frente a mundo nuevo, el que está fuera del paraíso, el mundo donde la gracia no tiene lugar. No hay más opción que esconderse, que huir, porque con la carga de la desnudez otro tipo de protección habrá que buscar, si ya no existe la gracia para Adán y para Eva, ahora los cubrirán las hojas de los árboles.

Siguiendo con la dinámica del relato bíblico, es posible inferir que toda desnudez es desnudamiento, no hay una condición previa o un estado anterior a los cuerpos sin vestidos: la desnudez es posterior, viene con una ruptura. Tanto Adán y Eva se sienten desnudos porque el ojo divino los desnuda. Hay conciencia de su nueva condición porque la ruptura del pacto con Dios se lo hace saber.

La aparición de la nuda vida, de la vida que ha sido desnudada, es fruto de un desnudamiento que ha venido siendo la suma de estrategias que ha producido unos cuerpos que se han fragilizado, si bien pueden ser cuerpos productivos, no es allí donde radica su debilidad sino en su exposición fácil a la muerte. Hay una vulnerabilidad biológica, pero esta solo es posible hacerla visible, o se hace tal, con la enfermedad o con todo aquel proceso voluntario que mine fuerzas a la vida hasta hacerla desaparecer, es decir, la vida se hace particularmente débil en la ausencia de salud o en toda aquella trama específica que busca hacer desaparecer un tipo concreto de vida. En el desnudo para compartir la intimidad no hay “desnudamiento”, entendido como proceso de avergonzar y debilitar al otro, pues la desnudez con el otro es compartida, es una desnudez que comunica mutuamente un afecto, cualquiera que este sea. Pero cuando se habla del desnudamiento como recordatorio de que la vida no le pertenece a su portador sino a quien puede ejercer soberanía (poder de quitar la vida o dejarla) sobre ella, se alude a la práctica de no hacer creíble ni posible el sentido de humanidad a quien su vida ha sido desnudada. Es por eso que, si la vida nuda es la de los migrantes, las minorías étnicas, los apátridas, etc., se percibe en amplios sectores de la sociedad como no humanos. Sus muertes y sus pérdidas tienen poco valor comparado con las de los ciudadanos.

A la vida desnuda no la puede cubrir ninguna ley. No hay ningún dispositivo que pueda vestirla nuevamente, ya que todos los dispositivos están estructurados para desnudar y no para vestir. Todo lo contrario, para que la desnudez de la vida sea posible es porque se han constituido una serie de normas, prácticas, discursos e instituciones que la posibilitan.

El cuerpo desnudado es el cuerpo expuesto a la burla, al abuso, al encarnizamiento. Su desnudez es la radical biologización de su condición existencial. De allí que Agamben (1998) piense que los estudios biopolíticos deberían concentrarse más en el campo de concentración que en otro lugar pues es aquí donde el cuerpo humano queda convertido en un mero dato biológico. Si en algún lugar se ha “biologizado” más el cuerpo, es decir, reducido a mera vida es en el campo, he allí el porqué de la comparación del campo con la matriz de la política occidental. Si para Agamben (1998) la política contemporánea se ha convertido en el ejercicio de reducirlo todo a una mera vida, Bauman (2007) dirá que todo apunta a que el ser humano sea solo consumo, que valga por lo que consume, vidas reducidas a consumir y apenas desde allí se puede dar validez a su existir, otra manera de desnudar.

Una vida vestida implica que sus vestiduras son el filtro o escudo que impide, al menos en un primer momento, que sea objeto de vejámenes. El vestido es la norma, es la tarjeta de presentación que indica que en ese cuerpo hay más que vida biológica, aquí se alude a unos pocos privilegiados con una vida bios. El vestido es la signatura, en términos agambenianos, es decir, la manera en que los signos alteran el mundo; en este caso, la vestidura es el signo que altera cualquier intento de violación a dicha vida, la condición de la vestidura previene contra la muerte violenta. Por eso el portador del vestido tiene una vida digna de ser vivida que no puede ser arrebatada arbitrariamente. En cambio, la vida desnuda, o nuda vida, es la existencia sin más, es el puro flujo vital del que nadie tiene que preocuparse, excepto quien está a cargo de su control y a su vez tiene que eliminarla cuando sea preciso. Esto para que la vida del que está vestido pueda ser sostenida. Un tipo de vidas sostiene y alimenta a las otras, según este modo de lógica.

A quién le puede importar que miles de migrantes sucumban bajo el intento de buscar una vida mejor. A quién le puede preocupar los muertos del conflicto en Siria que para marzo de 2018 se contaban entre más de 500.000, discriminados así: “Del balance anunciado, 353.935 personas han sido identificadas, de las cuales 106.390 son civiles (19.811 menores y 12.513 mujeres) (Sancha, 2018). A qué justicia le preocupó los 200.000 los muertos de La Violencia en Colombia. Por qué el Estado tendría que acelerar los procesos para saber el por qué tanta gente que no tenía que ver con el conflicto murió en la hoguera paramilitar de los años 80, 90 y comienzos del 2000 si pareciera no ser de interés general. Quizá la ley está hecha para que esas vidas desnudadas no puedan tener un siquiera la sombra de la vestidura de una vida digna aún después de muertas. La ley que se supone que está hecha para todos, en particular y sobremanera para los ciudadanos, cosa que entraña un terrible riesgo pues deja claro que el hecho jurídico de ser ciudadano es más importante que el de ser humano. Deja esto, entonces, un margen para crear las condiciones de excepcionalidad donde se pueda normalizar la vida desnuda, donde el proceso de desnudamiento de ciertas vidas sea viable e incluso haga parte del quehacer político. Solo desde la excepcionalidad es posible crear procesos de subjetivación en donde desnudar la vida sea una forma de constituir la política y estructurar la sociedad.

La excepcionalidad como elemento de subjetivación política

Giorgio Agamben (1998) dice que “la excepción es más interesante que el caso normal” (p. 29), esto porque la regla no es posible comprenderla sin lo que sucede cuando ella no está y porque “la norma se aplica a la excepción desaplicándose, retirándose de ella” (Agamben, 1998, p. 30). La excepción no es una realidad anterior a la imposición del orden o de la regla, la excepción es el resultado de la suspensión de la regla. Cuando se crea la regla se piensa siempre en la posibilidad de qué cosas tendrían que pasar para que se pudiera suspender en una especie de pausa. Quien enuncia la regla debe adelantarse a un posible contexto donde la regla podría tener que levantarse.

En política, el estado de excepción, que es la suspensión momentánea de la regla, de la norma jurídica se realiza por medio de la voluntad del soberano, en sus manos está la posibilidad de tal levantamiento:

El soberano es quien decide sobre el estado de excepción… A él corresponde que su definición no pueda conectarse al caso normal, sino al caso límite. De lo que se sigue se verá que aquí por ‘estado de excepción’ se entenderá un concepto general de la doctrina del Estado, no un decreto de necesidad cualquiera o un estado de sitio. Una razón sistemática lógico-jurídica hace del estado de excepción en sentido eminente la definición jurídica de la soberanía. Pues la decisión sobre la excepción es decisión en sentido eminente. (Schmitt, 2009, p. 13)

En el soberano radica la decidibilidad, es él quien encarna el poder de la ley, su aplicación, pero también el juicio para suspenderla. Agamben (2003) data el nombre más antiguo de esta figura jurídica en el desarrollo del imperio napoleónico:

La historia del término ´estado de sitio ficticio o político´… se remonta a la doctrina francesa, en referencia al decreto napoleónico del 24 de diciembre de 1811, que preveía la posibilidad de un estado de sitio que el emperador podía declarar independientemente de la situación efectiva de una ciudad atacada o amenazada en forma directa por las fuerzas enemigas La historia posterior del estado de sitio es la historia de su sucesivo emanciparse de la situación bélica a la cual estaba originariamente ligado, para ser usado como medida extraordinaria de policía frente a desórdenes y sediciones internas, deviniendo así de efectivo o militar en ficticio o político. En todo caso, es importante no olvidar que el estado de excepción moderno es una creación de la tradición democrático-revolucionaria, y no de la tradición absolutista. (pp. 28-29)

Ese último punto es muy importante puesto que resalta que, desde la creación mismo del Estado liberal moderno, elemento nuclear de la política occidental, se reservó para el soberano esa fisura que provenía de la entraña misma de los regímenes absolutistas: la capacidad para hacer del soberano la ley misma y, por lo tanto, aquel que era capaz de hacer lo que quisiera sin responder a ninguno por nada. De allí en adelante, la historia política de los Estados modernos y sus constituciones da cuenta de las múltiples ocasiones en que mutatis mutandis se ha utilizado la figura del estado de excepción para la “salvaguarda” de la estructura política de las naciones. En esta forma del derecho hay algo de la mentalidad del diplomático Juan Donoso Cortés quien veía la excepción como un milagro que salvaba al cuerpo a punto de perecer: “Es sabido que Donoso utilizó en 1849 la analogía entre el milagro como fenómeno excepcional en la naturaleza y la dictadura como situación excepcional en el Estado, para probar que circunstancias excepcionales exigen decisiones excepcionales” (Mayorga, 1993, p. 283). Esto es una especie de aceptación del refrán de que “a males mayores grandes soluciones”. El punto radica en pensar si tal cosa es una solución, ¿cuál podría ser? Habría que pensarlo con imaginación política, pero ese es otro problema.

Ese beneplácito de que a un mal mayor se le combate con una “solución radical” tiene múltiples ejemplos en la historia. Solo basta con hacer un breve sondeo del siglo XX y se encontrará amplia prueba histórica. Por ejemplo, en 1926 el régimen fascista italiano emite una ley que le permite gobernar por medio de los decretos ley: “A partir de 1926 se emprendió el pleno desmantelamiento de la oposición. Se destituyó a los diputados populares, liberales, socialistas y comunistas. Las denominadas Leyes Ultrafascistas reforzaron las competencias legislativas del ejecutivo, aboliéndose en la práctica la clásica división de poderes de los sistemas políticos liberales y democráticos” (Montagut, 2016). Después de estos sucesos es de conocimiento público lo que sobrevino en Italia. En 1914, la Asamblea Federal Suiza confiere poderes ilimitados al Consejo Federal en prevención de la situación de la Gran Guerra y “para tomar todas las medidas necesarias a la seguridad, integridad y neutralidad de Suiza” (De Los Ríos, 1997, p. 78). Como un último ejemplo, en el año 2011 se expide en Estados Unidos la ley USA Patriot Act que suspendió libertades y derechos bajo el gobierno de George W. Bush para combatir el terrorismo:

Los operativos de “espionaje” y “contraespionaje” de la administración de George W. Bush para vigilar a ciudadanos estadunidenses mediante mecanismos legales, se presentaron como una “novedad” ... No obstante, la permanencia de una estructura histórica, no implica la ausencia de contradicciones y conflictos, lo cual se pone en evidencia si recordamos que, al inicio de su presidencia, Bush intentó llevar a cabo modificaciones con respecto a la seguridad, pero su propuesta fue rechazada. Con los ataques del 11 de septiembre, sin embargo, tales reformas lograron consenso. De este modo, se creó el puesto de Director de la Agencia Nacional de Inteligencia (CIA) asignándole mayor presupuesto, más tareas y más personal; también se conformó el Centro Nacional de Antiterrorismo y el Centro Nacional de Antiproliferación, transformaciones que se extendieron también al FBI. En el marco de estos cambios se impulsó la Ley Patriota, que es el documento que deja sentado el “recorte” de las libertades civiles de los norteamericanos (especialmente de los inmigrantes) y tiene por objeto condenar todo tipo de acción asociada al “terrorismo” nacional o internacional (Romano, 2010, p. 371).

Una ley que empezó persiguiendo a los migrantes, en especial a los de religión musulmana, y que lentamente fue mutando en una persecución de los nacionales estadounidenses. Pero he aquí una prueba de que la excepcionalidad se va volviendo norma con el tiempo y que hace que la seguridad prime por encima de otros derechos.

No es descabellado afirmar que con la emergencia de los Estados modernos nacionales apareció también el correlato de la necesidad de proveerlos de un “as bajo la manga” que pudiera protegerlos en caso de una extremidad imprevista. Se trata de la suspensión de la ley que busca proteger a la ley misma. Si Napoleón fue el padre de la primera República francesa, y de ella se valieron como modelo otros estados republicanos posteriores, de la misma manera tomaron esos códigos del imperio napoleónico, en los que Agamben los primeros ejemplos jurídicos de los Estados de sitio, para cuidar la República. No en vano terminó Napoleón siendo un emperador para salvar la República. ¡Vaya ironía!

La excepción es más interesante que la regla porque la excepción no se puede subsumir en la regla, la excepción es lo que está marcado por la incertidumbre, es una especie de arma de contención frente a lo inesperado. Pero el modo como se comprende, se aplica y se actúa de la mano de la excepción, es la manera como uno podría descifrar el proceder y el quehacer de la autoridad estatal. A través de la excepción es posible entender los alcances, pero también las miserias de cierto tipo de pensamiento jurídico, bastante arraigado, que ha constituido la regla. Ese “as bajo la manga”, ese “por si acaso” que contiene el Estado de excepción es lo que permite inferir que el campo se halla instalado como elemento clave en la política occidental. Claro está que el campo es visible y palpable para unos a favor de otros:

¿Habrá que concluir que, efectivamente, el campo, como lugar propio del estado de excepción, simboliza la política moderna? Lo primero que hay que decir es que no para todos. Para el soberano y para los que con él están el campo es lo otro. Para algunos puede que sí lo sea. Lo que entonces debemos hacer es intentar ver la historia con sus propios ojos y ver cómo entiende su excepcionalidad (Mate, 2003, p. 84).

No se trata de equiparar la democracia liberal con el horror nazi, se trata de advertir que hay una estela de arbitrariedad en el diseño jurídico de la primera: “Afirmar que la democracia en la que vivimos países es equiparable al fascismo es una broma para los miembros de un Estado de bienestar y un sarcasmo para las víctimas de Auschwitz” (Mate, 2003, p. 79). Pero no significa ello que no sea necesario pensar en nuestras mismas democracias, en su estructura y en los dispositivos que se han organizado dentro de ellas mismas que posibilitan los abusos que se dan en los estados de excepción. Se ha utilizado en varias ocasiones la figura de la grieta como sinónimo de la fisura por donde se han filtrado y se siguen filtrando diversos horrores. Por dicha hendidura ha sido posible que se cuele el despropósito de un autoritarismo fascista que ha construido los dispositivos que disponen de ciertas vidas a las que se les ha quitado su valor.

No es gratuito que Colombia haya sido un país donde el estado de excepción fue una regularidad en su historia política. El derecho de excepción en el constitucionalismo colombiano terminó por convertirse en una institución arraigada en nuestras prácticas constitucionales y políticas. Reyes Mate (2003) afirma que el campo no es una mera figura literaria que usa Agamben, es una realidad que se ha materializado. Lo mismo la excepcionalidad. No es simplemente un salvavidas jurídico, ni letra muerta en la historia política de Colombia. La excepcionalidad es una técnica de gobierno y el campo es su fruto más evidente:

El campo al que se refiere Agamben, como lugar simbólico de la política moderna, es algo más que una figura literaria. El campo, en efecto, tuvo lugar y ese hecho afecta sustancialmente a la reflexión que nos ocupa. No es lo mismo hablar del campo como posibilidad situada en el horizonte que como facticidad que tenemos a nuestras espaldas; no es lo mismo considerar el estado de excepción como una pieza del engranaje de la política conocida que tener tras de nosotros a Auschwitz. (Mate, 2003, p. 117)

Salvando las distancias, del mismo modo, no es posible hablar del estado de excepción como una posibilidad jurídica a hablar de él en términos de normatividad de gobierno. La excepción no es solamente una norma en el aparato constitucional, hace parte de una democracia que parece desconfiar de sí misma. No se trata de abogar por una estructura jurídica perfecta, eso no existe, y quizá lo que hay es mejor que otros modelos perversos, pero lo que hay no puede generar indiferencia frente a lo que ha producido.

De esta realidad hay suficiente prueba histórica y documental de que en Colombia ha sido una forma de gobierno favorita, aunque eso no se diga explícitamente, que se extendió como la manera práctica de gobernar de modo efectivo y que justificara el uso de la fuerza:

En efecto, la figura de los poderes excepcionales casi siempre ha estado presente en nuestro constitucionalismo desde los albores de nuestra vida independiente, no solo por su consagración formal en los textos superiores, sino también, y esto sí con mayor preocupación, por el uso exagerado y abusivo, declarado o no que se hizo de dichas facultades extraordinarias en tiempos de crisis que terminaron por convertirla en fuente de ‘necrosis constitucional’. (Vanegas Gil, 2011, p. 261).

El término necrosis constitucional puede entenderse de diferentes maneras, la manera que pareciera más clara es que la Constitución como mapa de navegación y garante de los derechos constitucionales de los ciudadanos queda pulverizada, pues la norma no solo es papel mojado, sino que ella misma guarda la oportunidad para que sea violada y obviada. Esto redunda en una especie de esquizofrenia social y jurídica, esto porque el estado de excepción se presenta como un modo legal de lo que no puede tener modo legal. Mientras Agamben (1998) se había preguntado en el libro Homo Sacer I por el cómo se llegó al momento actual, la pregunta en el libro estado de excepción es sobre qué significa actuar políticamente. Esto debido a que si la política occidental posibilita el estado de excepción, esto no es más que “un umbral de indeterminación entre democracia y absolutismo” (Agamben, 2003, pág. 26).

La ley suspendida o acomodada, si bien en el caso de Agamben se refiere al actuar de la política general del mundo occidental, no deja de recordar una práctica cultural que evoca lo que el historiador Jorge Orlando Melo refería sobre la recepción de los colonos españoles de la Nueva Granada con respecto a las normativas, en principio de los impuestos, pero que después pasó a mucha de la legislación en general: ‘“Se obedece pero no se cumple’, hasta que llegó a creerse que esta regla estaba escrita en las normas legales y que el rey había ordenado que no se obedecieran sus resoluciones cuando en algo fuera ‘en perjuicio de sus vasallos’” (Melo, 2017, p. 85). Así, la ley no solo se convierte en letra muerta, sino que morir es el morir de los ciudadanos que aspiran a que cuando ella tenga que protegerlos lo haga. Y eso que en principio parece un acto de trampa picaresca termina siendo toda una red social y cultural que permite las muertes de los que debían ser protegidos por la ley.

Volviendo al punto de Agamben, este lo que quiere demostrar es la validez de lo que Walter Benjamin (2009) decía en su VIII tesis sobre la historia: “La tradición de los oprimidos nos enseña que el ‘estado de excepción’ en que vivimos es regla” (p. 139). Esto que pasa por una eventualidad, por una posible salida alternativa, pero remota, es en verdad la salida estandarizada. Agamben pone el ejemplo del Estado de excepción que se instauró en la Alemania de Hindenburg, que buscaba la protección de la democracia. Pero esa democracia blindada, protegida parece no ser tal:

El estado de excepción en el cual se encontraba Alemania bajo la presidencia de Hindenburg fue justificado por Schmitt en el plano constitucional a través de la idea de que el presidente actuaba como “custodio de la constitución” (Schmitt, 1931); pero el fin de la República de Weimar muestra por el contrario con claridad que una “democracia protegida” no es una democracia, y que el paradigma de la dictadura constitucional funciona sobre todo como una fase de transición que conduce fatalmente a la instauración de un régimen totalitario. (Agamben, 2003, p. 46)

Asegurar la democracia, protegerla con un estado de excepción es un contrasentido, es directamente un suicidio del sentido de lo democrático, máxime si esa protección incluye que la democracia quede en un estado de vacilación, no se puede suprimir para poder reinstalarla. La democracia implica que haya derecho, pero el problema es que con el estado de excepción el derecho desaparece y solo queda el Estado:

Es como si el derecho contuviese una fractura esencial que se sitúa entre la posición de la norma y su aplicación y que, en el caso extremo, puede ser colmada solamente a través del estado de excepción, esto es, creando una zona en la cual la aplicación es suspendida, pero la ley permanece, como tal, en vigor. (Agamben, 2003, p. 46)

Esta ley no es ya el código previamente establecido para facilitar la convivencia, sino que es el soberano en toda su capacidad de establecer lo que considere conveniente. Allí tiene sentido el concepto de Agamben que define como fuerza de ley. La ley está, pero no está, desaparece con la excepcionalidad, pero se halla en manos del soberano, la ley es él. Entonces, se halla en el soberano la capacidad para suspender la ley. Anteriormente se señalaron los casos históricos en los que se facilita dicha coyuntura. En el caso colombiano, son varios los momentos, también, en los que se gobernó por medio del Estado de excepción. Los más significativos, por lo que han sido momentos marcados con la sangre, es posible ubicarlos en un momento clave del nacimiento de La Violencia, con el gobierno de Mariano Ospina Pérez:

Igualmente, desde el cierre del Congreso -en noviembre de 1949, durante el gobierno de Mariano Ospina Pérez (1946-1950)- hasta la expedición de la Constitución de 1991, Colombia vivió prácticamente en un régimen de excepción permanente. Al amparo de ese régimen de excepción, no sólo expidió el gobierno normas relativas a todos los aspectos de la vida social sustituyendo así de facto al Congreso como legislador-, sino que su vigencia posibilitó la violación de numerosos derechos ciudadanos. (Uprimny & García Villegas, 2005)

Para poder controlar las revueltas por la protesta del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán e introducir a la fuerza paraestatal de los “chulavitas” se recurrió a semejante atrocidad, con todas las desgracias conocidas como consecuencia. De igual manera, en el gobierno de Laureano Gómez todo fue bajo la misma: “Tomaba decisiones prácticas mediante decretos de estado de sitio” (Caballero, 2018, p. 349). Heredó la violencia que venía con Mariano Ospina y la radicalizó aún más: “En su gobierno se desató la más grande violencia oficial, que aún se recuerda con horror, por la naturaleza y los métodos usados en numerosas masacres y asesinatos políticos contra los liberales” (Roll, 2002, p. 239).

Mencionar la dictadura del General Gustavo Rojas Pinilla, quien dio golpe de Estado a Laureano Gómez, como un período de estado de excepción es de suyo una obviedad pues fue un gobierno de facto. Su ascenso fue bien recibido por amplias capas populares que esperaban una transición a la democracia y un fin de la violencia partidista, es decir, su mandato no sería extenso, además no se postularía para ser presidente más allá de 1958. “Pero bien pronto se hizo evidente que las ambiciones de Rojas Pinilla no se limitaban a facilitar el retorno al orden político tradicional” (Halperin Donghi, 2017, p. 496). Lo anterior irritó a los partidos tradicionales que entre sí escasamente se soportaban, ahora mucho menos a alguien que no provenía de sus filas y por eso cayó el gobierno del General. Después de caído el régimen militar viene el pacto consociacionalista del Frente Nacional, en cuyos 16 años fue tremendamente recurrente el uso del estado de excepción. Mientras en otros países de América Latina empezaba aplicarse las tácticas anticomunistas de la Doctrina de Seguridad Nacional, en Colombia se vivió el “esplendor democrático” de vivir en el estado de excepción:

Ese formato dictatorial y de golpe de Estado no fue necesario en nuestro país, donde la élite tradicional era una sola e incluía por igual a políticos, militares y sectores económicos; el aparato estatal, consolidado igualmente sobre miles de torturados, desaparecidos y asesinados, contaba con los instrumentos que se requerían para acentuar la exclusión y combatir a los que se consideraban el “enemigo interno; fue así como la norma de excepción del estado de sitio, contemplada en el Artículo 121 de la Constitución de entonces, se convirtió en cuasi permanente para afianzar la represión; basta un ejemplo: de los 192 meses que duró el Frente Nacional, 126 se vivieron bajo el estado de sitio. (Villamizar, 2017, p. 26)

Los gobiernos de esa época no supieron gobernar sino de dicha manera. O quizá así entendieron que era, al menos para ellos, la mejor técnica de gobierno. En el ejemplo de la cita anterior se hace claro la idea de Benjamin de que la excepción es la regla. Lo peor es que este tipo de prácticas se van normalizando en el horizonte simbólico de la sociedad. Como un último ejemplo, finalizando los años 70, en pleno furor de la Doctrina de Seguridad Nacional, más fuerte aún que los años 60 del Frente Nacional, el gobernante es Julio Cesar Turbay Ayala que gobernó entre 1978 y 1982 quien para atacar la subversión izquierdista utilizó todos los medios a su alcance, algunos de dudosa legitimidad, pero sobre todo heredó la tradición del uso del estado de sitio para poder imponer los pedidos del anticomunismo norteamericano.

La vigente permanencia del estado de sitio no es una innovación. Raros han sido los momentos en los que ha sido levantado a lo largo de los últimos treinta años. Pero su trivialización no atenúa sus implicaciones: Además de las funciones que asigna a la justicia militar hace flotar una amenaza constante sobre todas las manifestaciones de oposición. El mandato de Julio Cesar Turbay se inauguró, sin embargo, bajo el signo del refuerzo sin precedentes de los mecanismos de excepción. (Pécaut, 2006, p. 289)

Iniciado su gobierno se aplicó con rigor lo que se denominó un paquete de medidas para reforzar su política guerrerista llamado Estatuto de seguridad, que no fue otra cosa más que medidas que autorizaban al gobierno a retener sin el debido proceso y a saltarse la ley para “salvaguardar” la seguridad nacional. En este gobierno la excepcionalidad tuvo, quizá, más relevancia que en ningún otro. Se hará todo lo posible por “la estigmatización de los derechos humanos como un discurso de izquierda, o de una forma más precisa, los derechos humanos como una estrategia de la subversión” (Lora, 2017, p. 15). Turbay no soportará un discurso político distinto al que provengan del conservatismo o del liberalismo; la pluralidad política se entiende como una amenaza; las demandas sociales y la pugna por los derechos económicos con vistos como un peligro. No es exagerado decir que la excepcionalidad, de forma explícita se utiliza como una técnica de gobierno.

A modo conclusivo de esta citación de ejemplos, es posible afirmar que la excepcionalidad está constituida para frenar la violencia, para dejar que el Estado opere donde tiene que operar; su función es normalizar las estructuras de gobierno que han sido afectadas por las amenazas a esta y, sin embargo, tal pacificación ha logrado todo lo contrario: ha limitado los derechos, ha vulnerado las vidas, ha justificado que la presencia del Estado sea a través de las armas y nunca por otros medios. Tal parece que la excepcionalidad no tuviera el objetivo de normalizar sino de hacer permanente la crisis, como inspira decir Reinhart Koselleck (2007).

Más allá de considerar la problemática de la situación de esta forma de construir política, habría que pensar en la racionalidad que constituye y que posibilita este tipo de prácticas. No se trata de hacer una crítica a esta forma de gobierno y de la figura jurídica que abre la puerta a la suspensión de la norma, es bastante probable que la excepcionalidad termine subjetivando a los sujetos políticos, es decir, que sus prácticas terminen configurando la forma de ser y del quehacer de la política penetrando la cotidianidad, sus formas sociales, sus discursos, sus aspiraciones, superficies y dinámicas elementales, etc. Quizá por ello, “Foucault nos recordaría que cualquier racionalidad política ascendente no solo es destructiva, sino que crea nuevos sujetos” (Brown, 2016, p. 43). Los sujetos políticos pueden llegar a considerar que en pos de cierta seguridad y de proteger el statu quo de la política sea posible dejar de garantizar los derechos de las gentes. Si la vida es la norma y la muerte la excepción, más aún la muerte violenta, se hace posible justificar las muertes de aquellos que puedan suponer un peligro para el Estado nación.

Dadas estas condiciones, en las que se naturaliza la muerte violenta de agentes políticos de ciertos partidos, es que se reproduce la incapacidad de movilización de una sociedad que es indiferente a la violencia política. Solo una indiferencia incubada en el corazón de una sociedad puede producir genocidios como el del partido político Unión Patriótica, terror radical que buscaba la desaparición de todos los miembros de una filiación política:

El ejercicio de la violencia sistemática en contra de los militantes de la UP se da entre 1984 y 2002 y está marcado, al menos, por tres omisiones que es necesario señalar: i) la justicia tiene una deuda histórica con las víctimas, las familias, los sobrevivientes el movimiento político, porque la impunidad rodea los hechos del peor crimen político en la historia reciente del país; ii) el Estado tiene una responsabilidad inclaudicable en términos de reparación integral, porque la ineficacia de la justicia no lo exime de dignificar y reparar a las víctimas y a su memoria; y iii) la sociedad en su conjunto tiene el derecho de conocer la historia integral de los hechos y el deber social de subsanar los vacíos de discernimiento alrededor de los hechos que marcaron el destino de la UP. (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2018, pp. 15-16)

La última parte de la cita anterior, en su tercer punto, hace hincapié en esa sociedad que no supo, no pudo e incluso hasta ahora no ha podido reconocer qué fue lo que ocurrió, por qué desde el Estado permiten que toda una filiación política quede al borde de la desaparición porque resulte estratégico desaparecerla para poder sentir, quienes cometen tales crímenes, que están “haciendo patria”. Una sociedad que solo responde con silencio frente a los crímenes, allende de que esté atemorizada, es porque ha naturalizado los miedos como parte de su proceso político, así mismo se distancia de toda posible participación en las decisiones que le competen.

No es posible negar que las masacres no lograron causar todo el impacto ético que actos de barbarie como este deberían suscitar. Es decir, ante la barbarie y el terror la respuesta debería ser la movilización, el rechazo sistemático y exigir al Estado las investigaciones y las sanciones necesarias. Este tipo de movilizaciones y solidaridad poco se vieron en las épocas en que ocurrieron los hechos. Es decir, hay dos cosas terminaron por herir de muerte a la Unión Patriótica: la primera de ellas fue el tipo de violencia que se ejerció contra sus miembros “(…) no se trató de una violencia para hostigar, fue una para exterminar, pues prevaleció el asesinato y la desaparición sobre las amenazas y el desplazamiento forzado” (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2018, p. 109). La segunda fue la indiferencia de la sociedad, el grueso de la gente asociaba a la Unión Patriótica con las guerrillas de las FARC, cosa bastante discutible pues el movimiento había nacido bajo los acuerdos de paz con el presidente Betancur, pero se había desligado de los subversivos. Se podría resumir que en cada muerte de los miembros de la Unión Patriótica hubo entonces dos tipos de asesinato: el físico y el moral.

En Colombia el asesinato se ha venido normalizando, y si bien es cierto que después del Acuerdo de La Habana se ha registrado una baja importante, 12.262 muertos por homicidio en el año 2016, según la Fundación Ideas para la paz (2017). Sigue siendo una cifra muy alta si se compara con otros países de América Latina como Venezuela que tiene alrededor de 17.000 o Brasil con más de 56.000; algo ha bajado Colombia, pero sigue siendo un número fuerte que deja una estela clara de dolor. Que las muertes violentas no se hayan podido erradicar significativamente implica una normalización de dicha práctica. Y en Colombia, de manera específica, se entendió como una manera de relacionarse con el contrario, como se puede probar con el ejemplo de la masacre de la Unión Patriótica.

Es posible inferir, cuando la violencia estatal (por omisión o por acción) se convierte en parte del paisaje, que lo excepcional se convierta en regla, o dicho en palabras de Benjamin:

La tradición de los oprimidos nos enseña que el estado de excepción es la regla. Tenemos que llegar a un concepto de historia que le corresponda. Entonces estará ante nuestros ojos, como tarea nuestra, la producción del verdadero estado de excepción…El asombro ante el hecho de que las cosas que vivenciamos sea ‘aún’ posibles en el siglo XX no es en absoluto filosófico. No se encuentran al comienzo de ningún conocimiento, excepto que la representación de la historia de la cual este proviene sea insostenible. (Benjamin, 2009, p. 139)

Son los más humildes los que han sufrido el rigor de la excepcionalidad, y es en el nombre del progreso, de finalidades últimas que deben llevarse a cabo que se han cometido los atropellos. Nadie sospechaba que todas estas cosas, el Estado, el derecho etc., al menos en principio, se iban a volver en contra de los oprimidos de los que Benjamin (2009) menciona. Si bien son diferentes estos en cada situación histórica, se parecen mucho a la hora de comparar las sociedades: son los más débiles, los frágiles de la sociedad. Su sangre se vuelve el fermento para poder estabilizar las estructuras sociales.

El desborde de la violencia estatal, ya sea por activa o por pasiva, da paso a otras formas de violencia. Estas se conectan entre sí. Es posible que, en principio, al menos como un ejercicio especulativo, el narcotráfico no sea un crimen político, el problema es que al relacionarse con todas las redes del poder y la política terminan teniendo una conexión innegable. Incluso la delincuencia común puede ser pensada como la ausencia de políticas sociales y penales que luchen contra tal realidad, al menos en un momento último. No es posible que los delitos en su proceso de organización no se articulen:

El desarrollo de una economía ilícita, como la de las drogas, solo puede lograrse mediante el uso de la violencia. Los riesgos asumidos por los actores de esta economía obligan a la creación de organizaciones oligopólicas que minimicen los riesgos ligados tanto a la producción como a la comercialización, para garantizar las rentas de situación…Este modelo de oligopolio violento tiende a extenderse a otras organizaciones ilegales que se esfuerzan por captar en su provecho una parte de las ganancias salidas de diversas actividades económicas, y de imponer, al hacerlo, formas de control sobre la población en territorios dados. (Pécaut, 2015, p. 25)

La violencia tiene vasos comunicantes que, si bien no remiten todas al mismo origen, tienen capacidad de articulación pues su interés remite a la defensa de quienes la ejercen, generalmente los más poderosos. Roto el tejido social es fácil ver la fractura ética que impide sentir dolor y compasión por el asesinado. Casi que se justifica su muerte con expresiones tan coloquiales y comunes como “por algo lo mataron”. Como también lo advierte Daniel Pécaut (2001) en otra de sus obras, pensando precisamente, como en el texto anterior, esa relacionalidad y articulación de los procesos de la violencia, aunado a las huellas sociales que deja: “En este momento la violencia es una situación generalizada. Todos los fenómenos están en resonancia unos con otros. Se puede considerar, como es nuestro caso, que la violencia puesta en obra por los protagonistas organizados, constituye el marco en el cual se desarrolla la violencia” (p. 90). Dado esto, es posible pensar que las violencias en Colombia siempre pueden verse desde un origen político, sin duda aquí el término está profundamente corrompido, pero es una manera en la que cierto tipo de la sociedad pretende organizarse, y en ese proceso junta todos los medios posibles para conseguir sus objetivos y mantener la defensa de sus intereses.

Cuando la violencia abre paso a otras formas de violencia se abren las condiciones para banalizarla, es decir, la capacidad de ser intolerante con la violencia se pierde. No existe, o al menos se oscurece, la potencia que permite rechazar, de modo amplio, todo aquello que normaliza los efectos de la violencia en la sociedad. La agresión no solo se da en el campo de batalla, sino que inunda tanto los espacios públicos como privados de la convivencia. Las mediaciones y los vínculos sociales se ven barnizados por un espiral que todo lo toca y a la vez marchita.

Esta penetración de la violencia en todos esos espacios es lo que va constituyendo una racionalidad, desde una perspectiva foucaultiana, entendida como “una estructura plural que involucra una conflictiva sucesión de racionalidades específicas o múltiples” (Castro Orellana, 2008, p. 368). Dicho de un modo más preciso aún: “la racionalidad tiene ante todo un sentido instrumental: modos de organizar los medios para alcanzar un fin” (Castro, 2011, p. 346). Es toda una disposición, una forma de pensar, la construcción de avales que permitan procedimientos, normas, discursos, estatutos, etc. Es la manera en que toda una sociedad a través de diversos medios construye saberes, leyes o experticia que disponen lo necesario para que una finalidad se cumpla.

Siguiendo esta misma línea de Foucault, y a modo de síntesis, se puede afirmar que una racionalidad es una forma de razonar que se articula en diversos campos: la voluntad de verdad (tipos de conocimiento que se producen en una época concreta: sexualidad, economía, etc.) Por eso mismo, en esa racionalidad de la violencia se produce un saber sobre la muerte y una serie de prácticas como las formas de ejecución de los humanos como si fuesen animales, tal como indica María Victoria Uribe (2004) hablando de la época de La Violencia en su texto Antropología de la inhumanidad. Ejercicios sexuales violentos usados como armas de guerra y muchas otras acciones que indican que una racionalidad específica produce hechos puntuales.

Esa racionalidad de la violencia permea todas las capas de la sociedad, hasta convertirse en una forma práctica y concreta de ser en el mundo. Así, la violencia deviene hegemónica, omnipresente, un término fuerte, pero quizá necesario para comprender mejor su presencia tanto simbólica como real en múltiples ámbitos de la sociedad. No fue gratuita la aparición de los llamados violentólogos, expertos e intelectuales que intentaron comprender el fenómeno de la violencia en Colombia, pero que no solo se dedicaron a la producción intelectual sino a ver al país desde dicha realidad:

En Colombia, a partir de la década de los ochenta, se produce una ruptura substancial en la concepción de la violencia, en la manera de abordarla como fenómeno social y proponer soluciones. La nueva concepción subraya el fenómeno como efecto de problemas concretos y estructurales, con lo cual explica y reconoce tanto la existencia de un conflicto interno armado, así como la presencia de grupos insurgentes en tanto actores que configuran el escenario nacional. (Cartagena Núñez, 2013, p. 125)

En algún momento se llegó a decir que algunos de estos estudios de los violentólogos se formulaban preguntas y/o respuestas drásticas frente a cierta naturaleza violenta del colombiano: “Diversos estudios de los violentólogos de vieja data hablan acerca de las causas objetivas del fenómeno, como: la naturaleza violenta enraizada en la sociedad colombiana, la desigualdad y la pobreza, la falta de educación y de oportunidades laborales, las deficiencias en cuanto al capital humano” (Santis, 2000, p. 16). Hoy esa naturalización es cuestionable, pero tal vez era una manera de tratar cómo era posible que hubiese ninguna salida visible para que tal situación se detuviera. Sin esos estudios, sin preguntarse por unas posibles causas objetivas, tal vez no se hubiera iniciado una reflexión sesuda, aunque tales causas fueran más complejas y múltiples de lo que en principio se pudiese imaginar.

La “esencialización” de la violencia, o su naturalización, se cae cuando es posible ver resistencia ante la misma, posibilidad de resistir al conflicto desde otras prácticas. Las comunidades de paz, experiencias sociales y comunitarias de poblaciones que no quieren ser víctimas de un conflicto que ellos no suscitaron, son un ejemplo, uno de tantos, de que otra forma de vivir es posible, aun cuando ellas mismas han sido víctimas de la violencia. En sí mismas estas comunidades pretender ser testimonio de pluralidad ante la visión monolítica de los actores del conflicto:

Entre múltiples formas de resistencia civil se reconocen las comunidades de paz, como forma de movilización social caracterizándolas: Su carácter de proceso, Su construcción colectiva, Su organización en torno de valores constitutivos de la paz y la democracia, Su origen y proyección desde las bases, Ser generados y jalonados por comunidades asentadas en un territorio (raíces, tradiciones, identidades…), Respuesta organizada, sin recurso a las armas, al impacto del conflicto armado y/o expresiones de violencia estructural. (Belalcazar Valencia, 2011, p. 197)

Estas comunidades no son la única resistencia, no son necesariamente la salida a toda la complejidad del conflicto colombiano, pero son un claro ejemplo de que es posible otra forma de convivencia y otra manera de hacer frente a la violencia armada. A esa hegemonía que hace de la violencia una excepción convertida en regla, las comunidades de paz se transforman en una excepción de la excepcionalidad. Al poder que fluye en medio de un tipo de racionalidad se le interpone diversas formas de resistencia. O dicho de otro modo: “Si no hubiese resistencia, no habría poder” (Castro, 2011, p. 357), por esa misma razón son posibles las comunidades de paz.

La excepcionalidad, que se ha convertido en regla, no responde simplemente a una figura jurídica, no es sencillamente la respuesta constitucional a una eventualidad, a problemas de orden público. Es, más bien, una especie de síntoma de la racionalidad política que se ha constituido alrededor de la violencia. La excepción estaría articulada a la regla, es posible decir que es la otra cara de le regla, esta no se entiende sin la excepción. La excepción es incluida en su exclusión. La suspensión de la garantía es parte de la manera de garantizar. Es posible desde allí relacionar, no simplemente como una relación causa-efecto, la emergencia o configuración de una ciudadanía del miedo, poco decididas a entender la política como el espacio de la dialéctica de los intereses. Ciudadanías abstencionistas, amedrentadas que no quieren entrar en los espacios de participación pues consideran que esos temas no les corresponden, y ya es posible intuir, como lo hubiese advertido drásticamente Platón (2009) hace siglos, que cuando no se participa en política se le da espacio a que gobiernen los peores hombres. En esos gobiernos de los peores hombres, en donde la radicalidad del abuso parece ser una norma, donde la excepción se ha sentado en un trono, es donde crecen las condiciones de la nuda vida. Sin embargo, resistir es posible, contrariar ese tipo de gobiernos se convierte en una demanda moral, esa nuda vida no es solo pasividad, es también posibilidad de crearse y resistir, aun a pesar de toda la adversidad, o quizá por ello.

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* Artículo de reflexión. Este artículo se encuentra inscrito en el trabajo doctoral en filosofía que el autor lleva a cabo con la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) de España.

Forma de citar: López, J.C. Nuda vida y estado de excepción en Agamben como categorías de análisis para el conflicto colombiano. Revista CES Derecho. Vol. 9, No. 2, julio - diciembre de 2018, 237-266.

Recibido: 28 de Octubre de 2018; Revisado: 03 de Diciembre de 2018; Aprobado: 10 de Diciembre de 2018

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