Introducción
Es manifiesta la alta preocupación ciudadana e institucional frente al fenómeno de la corrupción administrativa. La noción de ‘‘lo corrupto’’ es tan indeterminada como estudiada y teorizada; es posible, no obstante, extraer puntos comunes subyacentes a las varias definiciones ofrecidas. La acción corrupta se enmarca en la participación en una cierta institución y supone el quebrantamiento de su régimen normativo con miramientos a la extracción de un beneficio individual en detrimento de los valores que inspiran la posición que se detenta (Seña, 2014, pp. 171-172; Garzón, 1997).
El punto distintivo se encuentra, al decir de los autores citados, en la subversión de una cierta normatividad bajo la forma de la inobservancia de deberes profesionales e individuales. ‘‘Por esa razón, la corrupción siempre es parasitaria de la violación de alguna regla según un marco normativo de referencia’’ (Malem Seña, 2014, p. 171) y, en esa medida, puede presentarse en una amplia variedad de ámbitos y contextos, si bien los esfuerzos jurídicos -y mediáticos- diseñados para su contención se dirigen a la órbita de las instituciones públicas (Gilli, 2014, pp. 43-44).
Se torna, así, indispensable para la bandera anticorrupción el conocimiento detallado de las normatividades que rigen la actividad del sector público, toda vez que ellas constituyen la frontera objetiva de la conducta corrupta y delimitan los comportamientos que para el servidor público devienen inadmisibles por ser ajenos a sus precisas facultades legales y reglamentarias -bien por omisión, ora por extralimitación (Const., 1991, art. 6°)-.
Descendiendo al ámbito educativo, las afectaciones de las conductas administrativas irregulares son palmarias: la población atendida es objeto de especial protección constitucional y el recto funcionamiento del servicio exige adecuados y suficientes recursos de todo tipo. Los administradores directos de tales bienes son los establecimientos educativos que, en cuanto tal, tienen sobre ellos un gran margen de disposición material -fáctica-. Su accionar a este respecto, tornándose antijurídico, da pie a potenciales afectaciones del derecho humano a la educación en modalidad directa, esto es, como derivación inmediata de una cierta conducta administrativa (Báez y Jonguitud, 2014, pp. 132-133). Se justifica de esta manera la pretensión de conocer el ordenamiento vigente al respecto que, no obstante, carece de especial atención y dedicación investigativa.
De tal forma, con el fin de contribuir a la delimitación de las conductas antijurídicas en este ámbito, el presente artículo quiere ofrecer un panorama normativo general de las facultades dadas constitucional, legislativa y reglamentariamente a los establecimientos educativos oficiales y sus administradores -en tanto actores del andamiaje educacional- en materia de disposición de los bienes fiscales puestos al servicio del sistema educativo. Para tales efectos es necesario dilucidar el contexto jurídico referente a (i) las significancias constitucionales del derecho a la educación, (ii) el marco normativo de los establecimientos educativos -en lo tocante a su naturaleza jurídica y capacidad contractual- y (iii) el régimen de los bienes fiscales, con especial consideración de (iv) los caracteres principales de aquellos afectos al servicio educativo.
Los anteriores abordajes permiten estudiar concretamente (v) los alcances negociales que sobre sus bienes poseen los establecimientos educativos, separadamente según se trate de actos de transferencia o mera limitación del dominio. Así puede bosquejarse una tesis general para responder al objetivo planteado.
Se sigue una metodología investigativa de tipo documental determinada por el estudio de fuentes primarias. Así pues, la Constitución Política, la legislación relevante en materia educativa y de bienes fiscales, el Código Civil y el Estatuto General de Contratación de la Administración Pública. Asimismo, ciertas sentencias pertinentes emitidas por la Corte Constitucional y el Consejo de Estado, en particular por la Sección Tercera y la Sala de Consulta y Servicio Civil. El abordaje comprende también fuentes secundarias -esto es, de tipo doctrinal- relevantes en los campos del derecho civil y la contratación estatal.
Acercamiento a la educación en clave constitucional
Los diferentes instrumentos jurídicos contenidos en el bloque de constitucionalidad incluyen sendas menciones de la educación. El artículo 67 superior la define como ‘‘un derecho de la persona y un servicio público que tiene una función social’’ (inc. 1°). Tienen aquí origen, al decir de la Corte Constitucional (Sentencia C-418 de 2020), tres entendimientos que se desarrollan someramente a continuación.
El carácter más estudiado y visible de la educación es el de un derecho fundamental. En cuanto tal, supone ciertas prerrogativas ciudadanas con correlativas obligaciones estatales. A este respecto, la Constitución Política (art. 67) y el Protocolo de San Salvador (Organización de los Estados Americanos [OEA], 1988, art. 13) tienen algunos puntos en común. Se plantea que la educación debe obedecer a valores como el pluralismo, el respeto por los derechos humanos, la paz, la cultura democrática y el desarrollo personal y colectivo.
Sobre la base de estos fundamentos, ambos textos consagran la obligatoriedad de la educación primaria y la progresividad de la naturaleza gratuita del ciclo formativo. Son también comunes las menciones de la libertad dada a los padres de familia para seleccionar el tipo de educación a impartir a sus hijos y del deber estatal de ofrecer oportunidades educativas a poblaciones adultas y discapacitadas (Const., 1991, arts. 67 y 68; OEA, 1988, art. 13).
Las varias interpretaciones de estos preceptos tienden a señalar que, a fin de satisfacer los anteriores valores, debe el Estado (i) ampliar progresivamente la cobertura educacional con miras a una deseable universalidad, (ii) garantizar un acceso idóneo y no discriminatorio al servicio educativo, (iii) adaptar permanentemente el sistema a las necesidades sociales y de los educandos y (iv) robustecer su calidad. En este sentido se tiene la doctrina de la Corte Constitucional (Sentencia SU245 de 2021) y los organismos del Sistema Interamericano de Derechos Humanos (Ramírez Huaroto y Álvarez Álvarez, 2011).
Paralelamente, siguiendo el citado artículo 67 constitucional, la educación es un servicio público. Así concluye la Corte Constitucional (Sentencia T-380 de 1994) tras exponer que su prestación se materializa en una labor organizada, regular y permanente, bien sea por parte del Estado o los particulares. En esta medida se trata de una noción reevaluada de servicio público dado que no se le entiende como una actividad puramente administrativa (Vidal Perdomo y Molina Betancur, 2019, pp. 373-375).
En última instancia la educación es también una función social dado su alto impacto colectivo y su estrecho ligamiento a los valores constitucionales. En efecto, por su intermedio se satisfacen los fines sociales del Estado relativos al fortalecimiento de las capacidades del individuo y la promoción de la ciencia, el desarrollo, la cultura y la investigación (Corte Constitucional, Sentencia T-715 de 2014).
Establecimientos educativos oficiales: generalidades y capacidad contractual
Naturaleza jurídica y funciones
El ordenamiento constitucional preceptúa en el pluricitado artículo 67 que la prestación del servicio educativo corresponde al Estado (incs. 3° y 4°), sin perjuicio de la posibilidad dada a los particulares a este respecto (art. 68). Para el primer caso, la Carta dispone que la gestión del sistema educacional corresponde conjuntamente a la Nación y las entidades territoriales según el esquema legislativo vigente (art. 67, inc. 6°).
Tal régimen se encuentra altamente disperso. Buena parte de sus bases orgánicas se localizan en la Ley 115 de 1994, contentiva de la definición de establecimiento o institución educativa como entidades ‘‘de carácter estatal, privad[o] o de economía solidaria organizad[os] con el fin de prestar el servicio público educativo’’ (art. 138). Asume este texto legal cierta sinonimia entre ambas expresiones que es desterrada por la Ley 715 de 2001: distingue ella, dentro del género de establecimientos educativos, las especies de instituciones y centros educativos (art. 9°), según que su oferta educativa abarque o no la totalidad de grados académicos -preescolar, básica y media-. Se prefiere, por tanto, la dicción ‘‘establecimientos’’ para englobar este par de categorías.
También la Ley 715 de 2001 define los establecimientos educativos como ‘‘conjunto[s] de personas y bienes’’ (Ley 715, 2001, art. 9°). A partir de allí, su naturaleza jurídica puede, prima facie, devenir levemente difusa. Por un lado, la norma no les confiere personería jurídica: así enseña el Consejo de Estado -Sección Tercera-, cuya jurisprudencia es enfática en precisar que ‘‘los establecimientos educativos estatales no poseen personería jurídica y pertenecen a la entidad territorial que haya efectuado su reconocimiento de carácter oficial’’ (Sentencia del 30 de marzo de 2017).
Empero, en ciertas oportunidades la misma Sección Tercera (Sentencia del 24 de marzo de 2011) ha concluido que la responsabilidad derivada de los daños padecidos o generados por los estudiantes recae sobre los establecimientos educativos, sobre la base del artículo 2347 del Código Civil [CC], a cuyo tenor ‘‘los directores de colegios y escuelas responden del hecho de los discípulos mientras están bajo su cuidado’’ (inc. 4°).
En este punto, el Alto Tribunal de lo Contencioso Administrativo se refiere -con un lenguaje sustancialmente impreciso- a la ‘‘responsabilidad de las instituciones educativas’’. En igual sentido conceptúa el Ministerio de Educación (2018) al mencionar eventuales responsabilidades de los establecimientos educativos, los docentes y los directivos docentes. Se señala, inclusive, que podrán tales instituciones ser consideradas solidariamente responsables en conjunción con los maestros cuando se demuestre una incidencia personal de estos últimos en el daño (p. 9).
Las anteriores anotaciones, dada su imprecisión, parecen incorporar un reconocimiento tácito de personería jurídica a los establecimientos educativos. En efecto, la personalidad permite a una entidad humana u organizacional hacer propios ciertos derechos y obligaciones. La noción de responsabilidad, a su vez, consiste en la obligación asignada a un sujeto de resarcir un determinado daño a él imputado (Tamayo Jaramillo, 2007, p. 8). Siendo así, la declaratoria de responsabilidad requiere necesariamente de una persona jurídica que sea capaz -por definición- de constituir extremo pasivo de tal obligación (Romero Díaz, 2000, p. 8).
No obstante, la contradicción jurisprudencial referida es tan solo aparente y se dirime al examinar la parte resolutiva de la segunda providencia citada. Allí se declara patrimonialmente responsable al Municipio de Ricaurte, sin hacer mención de institución educativa alguna. Con ello se confirma la tesis expuesta en la primera sentencia mencionada: en tanto no puede predicarse personería jurídica de los establecimientos educativos, su patrimonio corresponde jurídicamente a las entidades territoriales a que se adscriben, tanto en materia de bienes como obligaciones.
Vista la carencia de personería jurídica de los establecimientos educativos, se procederá a examinar lo referente a su capacidad para contratar.
Capacidad contractual
La legislación vigente adopta un criterio orgánico para definir el contrato estatal: es tal todo negocio jurídico que involucre como parte a una entidad pública (Ley 80, 1993, art. 32). En esa medida, la cuestión aquí estudiada debe ser necesariamente analizada a la luz del derecho contractual público, toda vez que envuelve el ejercicio negocial de un organismo del Estado.
El régimen de contratación estatal introduce una importante contravención de las formas jurídicas tradicionales en tanto no sujeciona la capacidad contractual de las entidades públicas a su calidad de personas, haciendo posible el ejercicio negocial de ciertos organismos estatales al margen de su carencia de personería jurídica (Dávila Vinueza, 2016, pp. 75-77). Tal es el caso de los establecimientos educativos oficiales en tanto gozan de una capacidad contractual limitada.
Esta facultad está consagrada en la Ley 715 de 2001 y se contrae a la administración de los Fondos de Servicios Educativos (art. 11). Un fondo tal es un instrumento contable de obligatoria apertura por parte de las entidades territoriales que tienen a su cargo establecimientos educativos. Su existencia permite a los establecimientos gestionar y ejecutar los recursos con que cuentan para su funcionamiento, exceptuando por expresa disposición legislativa los gastos de personal (art. 12).
La administración de estos instrumentos, a su vez, cobija el vasto conjunto de ‘‘acciones de presupuestación, recaudo, conservación, inversión, compromiso, ejecución de sus recursos y rendición de cuentas, entre otras’’ (Decreto 1075, 2015, art. 2.3.1.6.3.3, pár.).
Tal es la competencia contractual externa, es decir, de la entidad. La competencia interna se pregunta por los funcionarios facultados para tomar parte en actos de contratación pública y, por regla general, radica en los representantes legales de los organismos públicos (Dávila Vinueza, 2016, pp. 76-80). Para el caso, corresponde al Rector o Director del establecimiento educativo la celebración de ‘‘los contratos que hayan de pagarse con cargo a los recursos vinculados a los Fondos [...]’’ (Ley 715, 2001, art. 13, inc. 3°).
El procedimiento pertinente para el efecto está contenido en el artículo 13 de esta misma Ley. Así pues, se debe la aplicación íntegra del estatuto contractual público en tratándose de actos de cuantía superior a veinte salarios mínimos mensuales (inc. 2°); en caso contrario, se prefieren las reglas especiales que sean expedidas por el Consejo Directivo del establecimiento (inc. 4°). Tal excepción se ratifica categóricamente en el inciso final: ‘‘[n]inguna otra norma de la Ley 80 de 1993 será aplicable’’ a estos contratos (inc. 6°).
No obstante esta dualidad procedimental, en todo caso le es dado al Consejo Directivo exigir su autorización expresa para la celebración de cierto tipo de contratos, según considere pertinente (inc. 4°). Debe aquí mencionarse que los actos propios de la administración de los Fondos de Servicios Educativos son amplios y se encuentran enlistados en el Decreto 1075 de 2015 -Decreto Único Reglamentario del Sector Educación-.
La reglamentación aborda esta materia asignando funciones específicas a ciertos estamentos de los establecimientos educativos. De esta manera, en lo concerniente al Consejo Directivo, se dispone que es de su resorte
[a]utorizar al rector o director rural para la utilización por parte de terceros de los bienes muebles o inmuebles dispuestos para el uso del establecimiento educativo, bien sea gratuita u onerosamente [...] (art. 2.3.1.6.3.5, núm. 8°).
Siendo así, la autorización del Consejo Directivo, cuya exigibilidad es, por regla general, indeterminada y limitada a los actos por este órgano seleccionados, deviene -en virtud de la norma reglamentaria- necesaria en el especialísimo caso de concederse el uso de los bienes del establecimiento educativo en favor de terceras personas, con independencia de la cuantía o el procedimiento pertinente.
El ejercicio de los márgenes contractuales aquí puntualizados está sujeto, en su completitud, a estrictos y precisos objetivos tendientes a la protección de los derechos de los niños, niñas y adolescentes, así como la eficiencia y celeridad del servicio educativo. Asimismo se debe plena observancia de los principios constitucionales y legales que rigen la función administrativa (Ley 715, 2001, art. 13, inc. 1°).
Vistas las competencias contractuales de los establecimientos educativos oficiales, se pasa a analizar el régimen jurídico de los bienes que los componen, partiendo de la teoría general de los bienes de la administración para concretar el estudio sobre aquellos de destinación educativa.
Bienes fiscales: naturaleza y marco normativo
Los bienes públicos se definen tradicionalmente como aquellos que, no siendo parte de patrimonio particular alguno, pertenecen al Estado (Velásquez Jaramillo, 2014, p. 61). Dentro de este género se distinguen dos especies correspondientes a los bienes fiscales y de uso público. Estos últimos, además de radicar en cabeza de la Nación, están destinados al uso común de todos los habitantes (CC, art. 674, inc. 2°). Empero, al decir de las tesis doctrinales y jurisprudenciales más difundidas, no puede predicarse la existencia de un derecho de propiedad en estricto sentido por parte del Estado: ‘‘no se refiere el término como si fuera un derecho real. El Estado ejerce sobre ellos una reglamentación de uso’’ (Velásquez Jaramillo, 2014, p. 66).
A su vez, los bienes fiscales no están destinados al uso libre del público: su empleo se circunscribe al cumplimiento de ciertas funciones por parte de la administración (CC, art. 674, inc. 3°). El entendimiento generalizado a este respecto señala que el Estado posee un derecho de propiedad auténtico sobre este tipo de bienes, arrojándose así -por medio de sus varias entidades- las tradicionales facultades de uso, goce y disposición a la manera de un propietario privado (Velásquez Jaramillo, 2014, p. 81; Vidal Perdomo y Molina Betancur, 2019, p. 460). Debe acudirse, entonces, al estudio del derecho civil a fin de determinar el contenido de tales prerrogativas.
La doctrina civilista enseña que el derecho de propiedad engloba tres facultades diferenciadas e interrelacionadas. En tal sentido, se habla de uso para hacer referencia a la potestad de emplear materialmente la cosa para aquello que reviste utilidad -v. gr. habitar una casa-. Asimismo se reconoce el goce, entendido como la posibilidad de aprovechar los frutos naturales y/o jurídicos desprendidos del bien. Finalmente, existe la facultad de disposición, concerniente al poder de realizar transacciones o negocios jurídicos respecto del bien en particular (Valencia Zea y Ortiz Monsalve, 2020, pp. 309-310).
Aquí se adopta un concepto amplio de ‘‘disposición’’. Conforme con tal entendimiento, la referida facultad cobija -a más de los actos traslativos del dominio- los negocios que tienen por objeto limitar o gravar la propiedad. Así, en la primera modalidad se incluyen todos aquellos actos tendientes a ceder a título gratuito u oneroso las facultades de uso y/o goce -p. ej. usufructo, comodato o arrendamiento-, al paso que el segundo concepto se refiere a la posibilidad de aportar el bien como garantía de cumplimiento de una obligación bajo la forma de prendas o hipotecas (Velásquez Jaramillo, 2014, pp. 212-213).
Bienes fiscales de destinación educativa
Los establecimientos educativos se adscriben a una entidad territorial de orden departamental, distrital o municipal. Norma así la Ley 715 de 2001: la Nación tiene competencias generales de inspección, vigilancia, evaluación y formulación de políticas públicas (art. 5°), al paso que a las entidades territoriales compete la prestación directa del servicio, bien por los municipios certificados y distritos (art. 7°), ora por los departamentos en el caso de entidades municipales carentes de certificación (art. 6°).
Esta circunstancia sugiere que, en materia educativa, los bienes fiscales únicamente pueden ser propiedad de las entidades territoriales, no así de otros organismos del Estado. Así acaece por dos vías.
Por un lado, existen ciertos bienes que pertenecen a las entidades territoriales por derecho propio, esto es, por encontrarse originariamente en su patrimonio. Sobre ellos la Constitución (art. 362) dispone que pueden ejercer la plenitud de facultades propias del derecho de dominio. Así pues, su destinación deviene educativa por determinación de tales entes.
Por otro lado, hay un remanente de bienes similarmente empleados que fueron propiedad de la Nación y, siguiendo el criterio de descentralización progresiva de la Ley 60 de 1993, se otorgaron en cesión a las entidades territoriales de su locación (art. 5°).
En este último caso, los bienes transferidos únicamente pueden ser destinados al servicio educativo, debiéndose en caso contrario su restitución a la Nación. Así dispuso la Ley 115 de 1994 al condicionar la transferencia en el parágrafo de su artículo 212:
[...] deberán dedicarse con exclusividad a la prestación del servicio educativo estatal, de tal manera que no pueden ser enajenados ni utilizados con destinación distinta, so pena de regresar los mismos al patrimonio de la Nación.
Si bien se encuentra derogada la Ley 60 de 1993 por la Ley 715 de 2001 (art. 133), es criterio del Consejo de Estado en su Sala de Consulta y Servicio Civil que la condicionalidad de la transferencia del dominio allí consagrada permanece indemne, así como la restitución a la Nación en caso de incumplimiento (Concepto de 12 de septiembre de 2013). Así, resulta de iure extinta la posibilidad que en tiempo pretérito permitía a la Nación ser propietaria de bienes fiscales destinados a la prestación del servicio educativo.
Alcances de los establecimientos educativos en la materia
El marco normativo construido a lo largo de la exposición permite proseguir con el análisis de las precisas facultades que en materia de disposición de bienes -en su ya explicitado entendimiento- tienen los establecimientos educativos oficiales.
La Ley 80 de 1993 marca el punto de partida al acotar que son contratos estatales todos los actos y negocios jurídicos fuente de obligaciones que, siendo celebrados por las entidades sujetas a su régimen, se encuentren ‘‘previstos en el derecho privado o en disposiciones especiales’’ o deriven del ejercicio de la autonomía de la voluntad (art. 32). Así es que se sigue un criterio de libertad contractual no excluyente de ningún acto jurídico en particular.
Más aún, el contenido mismo de los contratos estatales es altamente dependiente de la legislación civil y comercial: las previsiones del estatuto contractual público al respecto son escasas dado que su vocación es regular los procedimientos de selección (Velásquez Rico, 2019, pp. 17-20). En estos términos se justifica explorar, si bien de forma general y esquemática, las varias modalidades negociales de disposición de bienes en sus caracteres normativos del derecho común.
En tal orden, se estudian a continuación diversos supuestos de disposición de bienes por parte de los establecimientos educativos oficiales a través de sus Rectores o Directores. Se abordarán los escenarios de (i) enajenación o transferencia de la propiedad y (ii) limitación del dominio, asiendo para el efecto los ejemplos de la compraventa y el comodato -respectivamente- por constituir los contratos paradigmáticos en cada caso.
Contratos de vocación traslaticia del dominio
En este punto, se hace referencia -por excelencia- al contrato de compraventa. Por su intermedio, a voces del Código Civil, una parte se obliga a dar una cosa y la otra a pagarla en dinero (art. 1849). Se trata de un negocio oneroso de vocación traslaticia del dominio en tanto reviste la función de mutar la titularidad del derecho de propiedad de un bien a cambio de una suma dineraria (Bonivento Fernández, 2004, pp. 1-6).
A este tipo contractual son aplicables los requisitos de validez comunes a la completitud de negocios jurídicos, mismos que, por oposición, determinan las causales de nulidad. Así pues, la juridicidad de un cierto contrato exige plena capacidad de ejercicio de sus suscribientes, licitud de su objeto y su causa y espontaneidad -esto es, carencia de vicios- del consentimiento (CC, art. 1502). La doctrina enseña la existencia de un cuarto elemento, a saber, la observancia de las formalidades y solemnidades necesarias para el valor del negocio -no así las requeridas para su existencia, de mayor envergadura1-, derivado del canon 1741 del Código Civil (Ospina Fernández, 2008, p. 482).
De extrañarse alguno de estos requerimientos, el negocio deviene ineficaz por vía de nulidad que, a su vez, es relativa, por regla general. Siguiendo la norma citada en precedencia, sólo es absoluta por razón de objeto o causa ilícita, incapacidad absoluta y pretermisión de formas necesarias para el valor del acto (CC, art. 1741).
Este capítulo de la teoría general del negocio jurídico es acogido íntegramente por la legislación contractual pública al disponer que ‘‘[l]os contratos del Estado son absolutamente nulos’’, a más de otros supuestos especiales, ‘‘en los casos previstos en el derecho común’’ (Ley 80, 1993, art. 44). Más aún, se propone que este régimen de nulidades se extiende a todos los actos jurídicos suscritos por entidades del Estado, con independencia de su sujeción al Estatuto General de Contratación de la Administración Pública (Benavides, 2021, p. 97)2.
Confluyen en la hipótesis planteada dos causales de nulidad absoluta del contrato. Por un lado, el objeto es ilícito. Se le define genéricamente como la creación, extinción o modificación de obligaciones. En concreto, cada tipología negocial tiene su objeto particular, consistente en la especificidad de los nexos obligacionales que surgen con su celebración (Cubides Camacho, 2012, pp. 49 y ss). Surge su ilicitud cuando es contrario a derecho, esto es, al conflictuar con una norma no disponible o de orden público.
En el contrato público, el objeto es entendido de forma ampliada y recoge la plenitud de normatividades que orientan la función administrativa. Dado que son todas ellas de orden público y carácter indisponible, cualquier pretermisión de sus mandatos pervierte la licitud del objeto (Benavides, 2021, p. 75). Para el caso particular, se inobservan las detalladas normas que regulan la enajenación de bienes fiscales. Se tiene como consecuencia, entonces, la nulidad absoluta del contrato.
Por otro lado, los establecimientos educativos carecen de competencia -externa- para enajenar bienes fiscales. Un negocio tal escapa a la limitada aptitud contractual de estos establecimientos, circunscrita a la concesión del uso de los bienes. Dado el carácter restrictivo y taxativo de las permisiones dadas a los agentes del Estado, no puede esta facultad interpretarse en el sentido de autorizar su enajenación; de ser así, se estaría ante una grave situación de desprotección del patrimonio público al posibilitarse la enajenación del dominio público por parte de organismos y funcionarios ajenos a la entidad que detenta su propiedad.
En la contratación pública, la capacidad negocial de las entidades administrativas es estrictamente dependiente de su competencia contractual: excediéndose ésta, faltará aquella. Dada la índole indisponible y de orden público de estas disposiciones, la nulidad derivada se entiende como absoluta (Benavides, 2021, p. 60).
En virtud de estos criterios superpuestos, el negocio se mirará como carente de validez y las obligaciones serán extinguidas. En el evento donde hubieren sido cumplidas, deberá restituirse el estado de cosas precontractual: para el caso de la compraventa, el vendedor deberá reintegrar el precio al adquirente, debiéndose similarmente la cosa (Valencia Zea y Ortiz Monsalve, 2020, p. 729).
Con todo, sabido es que la nulidad absoluta requiere declaratoria judicial. Mientras no se expida una providencia jurisdiccional en tal sentido, el acto se reputa válido, debiéndose su ejecución (Cubides Camacho, 2012, p. 481). Ello podría dar pie a considerar que la transferencia del dominio pretendida en la compraventa es susceptible de materialización con inmediatez a su celebración.
Empero, la anterior afirmación debe precisarse a fin de señalar que el contrato de compraventa no genera per se la querida mutación del dominio. Este negocio constituye únicamente el título en tanto funge como un mero generador de obligaciones (para el caso, la entrega de la cosa por parte del vendedor) a satisfacer por vía del modo, correspondiente a la tradición en tratándose de compraventas. En virtud de tal figura, el tradente o vendedor transfiere cabalmente el dominio del bien y, por esta vía, satisface su obligación.
La tradición presupone que el tradente sea propietario del bien: su eficacia exige de él facultad de disposición, la cual -según está sentado- no se predica respecto de los establecimientos educativos. En tratándose de inmuebles y muebles sometidos a registro, con todo, la tradición se perfecciona mediante la inscripción del título en las oficinas de registro pertinentes.
Esta inscripción está sujeta a un tenue control de legalidad por parte de los funcionarios a ellos encomendada. No obstante su carácter limitado, este control faculta a verificar el cumplimiento de los requisitos legales que fungen como condición necesaria para registrar documentos de todo tipo (Ley 1579, 2012, arts. 3° y 16).
En tal marco, una eventual pretensión de inscribir títulos como los aquí estudiados deberá ser rehuida por los funcionarios registradores, dada su evidente contravención de normas de orden público. Puede, así las cosas, entenderse que la tradición -cuando de bienes inmuebles y muebles sometidos a registro se trata- no podrá perfeccionarse en virtud del referido control de legalidad.
Contratos limitantes del dominio: el caso del comodato
El contrato de comodato equivale al préstamo de que da cuenta el lenguaje común. Por su intermedio se confiere el uso y goce temporal de un bien a título gratuito, es decir, sin requerir a cambio suma dineraria alguna. El comodante mantiene la titularidad plena de sus derechos y facultades sobre la cosa, exceptuado su ejercicio únicamente ‘‘en cuanto fuere incompatible con el uso concedido al comodatario’’ (Bonivento Fernández, 2004, pp. 647-648).
Por definición (CC, art. 2200), el comodato versa únicamente sobre cosas inconsumibles, esto es, aquellas que admiten su uso y goce sin agotarse. Así sucede en tanto el comodatario tiene la obligación de restituir -al cabo del plazo pactado- ‘‘el mismo objeto que recibió del comodante’’: es un préstamo de uso, no de consumo (Velásquez Jaramillo, 2014, p. 48).
El comodato es un contrato real; en cuanto tal, su perfeccionamiento o nacimiento a la vida jurídica acaece al entregarse materialmente el bien al comodatario por parte del comodante (CC, art. 2200). Cuando toma la forma de un contrato estatal, deviene además solemne al exigirse una forma escrita: así lo dispone el canon 1° del Decreto 777 de 1992, reglamentario del artículo 355 constitucional, al puntualizar que tales negocios ‘‘deberán constar por escrito y se sujetarán a los requisitos y formalidades que exige la ley para la contratación entre los particulares’’.
Tal superposición de criterios supone que no podrá predicarse la existencia de un contrato de comodato en ausencia de este par de requisitos. Será un no-negocio y, en esta medida, las disposiciones materiales o entregas que en este marco se hagan de los bienes fiscales deben ser entendidas como carentes de sustrato contractual.
La legislación civil permite el comodato de cosa ajena. Tal situación deviene lógica si se considera que un negocio de su naturaleza no genera transferencia del dominio: únicamente confiere una mera tenencia. Así, un mero tenedor que celebre un contrato de comodato no vulnera el axioma según el cual no es dable transmitir más derechos de los que se tienen (Bonivento Fernández, 2004, p. 652). El Director o Rector de un establecimiento educativo podría, bajo este enfoque y actuando en representación de la institución detentadora del corpus del bien, fungir legítimamente capaz para celebrar tal negocio.
En otra perspectiva, el derecho público remite a la ya mencionada capacidad contractual de los establecimientos educativos. Se recuerda que el Director de un organismo tal puede, bajo expresa autorización del Consejo Directivo, conceder a terceros el aprovechamiento de los bienes -muebles o inmuebles- integrantes de la institución, sea a título gratuito u oneroso. Se ratifican así los precedentes planteamientos del derecho civil.
De esta forma no existen inconvenientes en torno a la licitud del objeto. Las dudas se ciernen en torno a la causa -figura, por demás, difusa y reevaluada-. Abstracción hecha de los debates que ha suscitado, se le entiende como el fundamento volitivo del que se valen las partes para contratar (Ortíz Monsalve, 2016, pp. 93-95). En el Código Civil su carácter lícito se sigue de armonizar con los dictados de la ley, las buenas costumbres y el orden público (art. 1524).
La codificación civil, por definición, se dirige a los particulares: sigue la pauta de la autonomía privada de la voluntad. Ello explica que la ilicitud de una causa sea excepcional y, por tanto, su enunciación siga una clave de causales. Otra filosofía inspira el accionar de las entidades estatales, dado que ellas -y sus funcionarios- sólo pueden desplegar las acciones a que estén expresamente facultadas. De allí que los servidores públicos respondan, a más de la mera inobservancia de las normas, ‘‘por omisión o extralimitación en el ejercicio de sus funciones’’ (Const., 1991, art. 6°).
Se sigue de lo expuesto que, en el escenario de los contratos estatales, el entendimiento de la causa debe ser enfocado diferentemente. Se le podrá entender lícita si y sólo si responde a los principios que inspiran la acción administrativa en general y la contratación de cada entidad en particular. Casos contrarios escapan al mandato de legalidad de la administración pública y, en cuanto tal, deben ser repudiados por el ordenamiento por la expuesta vía de la nulidad absoluta (Benavides, 2021, pp. 66-67).
En lo aquí estudiado, el análisis parte de la Constitución Política en su canon 355. La disposición allí contenida autoriza al gobierno, en todos sus niveles, a ‘‘celebrar contratos con entidades privadas sin ánimo de lucro y de reconocida idoneidad con el fin de impulsar programas y actividades de interés público’’ (inc. 2°). La gratuidad que envuelve la concesión del corpus en el comodato le permite al Consejo de Estado interpretar su encuadramiento en el supuesto de este artículo (Sección Tercera, Sentencia del 30 de julio de 2008). En efecto, el préstamo de un bien fiscal, al carecer de contraprestación dineraria directa, es una clara manifestación de la función benéfica del Estado que, a su vez, fue regulada por el constituyente en el sentido de obedecer a los mentados criterios de interés social (Corte Constitucional, Sentencia C-027 de 2016).
Similares planteamientos subyacen en la legislación. Al respecto, cabe transcribir el artículo 38 (inc. 1°) de la Ley 9 de 1989, a cuyo tenor
[l]as entidades públicas no podrán dar en comodato sus inmuebles sino únicamente a otras entidades públicas, sindicatos, cooperativas, asociaciones y fundaciones que no repartan utilidades entre sus asociados o fundadores ni adjudiquen sus activos en el momento de su liquidación a los mismos, juntas de acción comunal, fondos de empleados y las demás que puedan asimilarse a las anteriores, y por un término máximo de cinco (5) años, renovables.
Claramente se concluye que la concesión de bienes fiscales por medio de contratos de comodato no es una labor arbitraria o plenamente discrecional de las entidades estatales. Los mandatos constitucionales y legales apuntan en un sentido diametralmente opuesto y restringen esta posibilidad en lo que respecta a (i) las personas óptimas para fungir como comodatarias y (ii) las actividades que justifican negociaciones de este orden. Se conserva con estas disposiciones la finalidad social a que deben servir los bienes estatales en toda circunstancia (Consejo de Estado, Sala de Consulta y Servicio Civil, Concepto 1510, 2003).
Similar atención merecen los principios que informan el ejercicio contractual de los establecimientos educativos oficiales, a saber, la protección de los derechos de los niños, niñas y adolescentes -por demás, prevalentes (Const, 1991, art. 44)-, la optimización del servicio educacional y el sano aprovechamiento de los recursos públicos (Ley 715, 2001, art. 13, inc. 1°). Tales valores son prevalentes en este ámbito y deben, por tanto, orientar todo ejercicio contractual en la materia.
Surgen de tal manera serias limitantes para los Consejos Directivos en punto de autorizar la celebración de tales negocios. La permisión que en tal sentido se emita está sujeta a los fines y condiciones referidas. En caso contrario, se estará ante una finalidad antijurídica y el negocio adolecerá, por tanto, de nulidad absoluta.
Estas consideraciones se hacen extensivas a todos aquellos negocios jurídicos que tengan alcances menores a la transferencia del dominio. Si bien existen otras modalidades contractuales semejantes -v. gr. arrendamiento-, sus diferencias respecto del comodato son, a efectos del presente, secundarias, toda vez que radican esencialmente en su carácter gratuito u oneroso, modalidades ambas cobijadas por la competencia contractual de los establecimientos educativos.
Eventos de responsabilidad
Se han precisado los casos donde devienen ineficaces -por vía de nulidad absoluta- los contratos celebrados por los órganos directivos de los establecimientos educativos respecto de los bienes conferidos a su administración. Tales supuestos son, esencialmente, dos: (i) la celebración de contratos de compraventa, cualquiera sea su contexto, así como de aquellos (ii) no traslaticios del dominio -p. ej. comodato- que no se adecúen a las finalidades demarcadas en el ordenamiento.
En este punto, es pertinente indagar brevemente por las consecuencias penales y disciplinarias que serán extensibles a quienes intervengan a nombre de la institución educativa en la celebración de tales negocios.
Responsabilidad penal
En perspectiva penalista, se constata delanteramente la adecuación del supuesto estudiado al tipo de contrato sin cumplimiento de requisitos legales. El artículo 410 del Código Penal [C.P.], contentivo de esta figura, dispone que
[e]l servidor público que por razón del ejercicio de sus funciones tramite contrato sin observancia de los requisitos legales esenciales o lo celebre o liquide sin verificar el cumplimiento de los mismos, incurrirá en prisión de sesenta y cuatro (64) a doscientos dieciséis (216) meses, multa de sesenta y seis punto sesenta y seis (66.66) a trescientos (300) salarios mínimos legales mensuales vigentes, e inhabilitación para el ejercicio de derechos y funciones públicas de ochenta (80) a doscientos dieciséis (216) meses.
La interpretación de la Corte Suprema de Justicia tiende a escindir la expresión ‘‘requisitos legales esenciales’’ en tres categorías. La primera de ellas se refiere a los elementos de la esencia de los contratos (CC, art. 1501), esto es, los modernamente conocidos como requisitos de existencia del negocio jurídico. La segunda clase la componen las causales de nulidad absoluta del contrato estatal contenidas en el artículo 44 de la Ley 80 de 1993 (tanto las propias del régimen contractual público como las extraídas del derecho común). Finalmente, el tercer grupo recoge todas las exigencias que, de no ser cumplidas, generan un impacto significativo en los principios rectores de la contratación y la función administrativa (Sala de Casación Penal, Sentencia SP17159-2016).
Los supuestos de marras se adecúan, así las cosas, al tipo mencionado. Ello es así en tanto incluyen, según se estudió, un objeto o causa ilícita que se cierne como causal de nulidad absoluta. Asimismo se puntualizó la vulneración de los principios inspiradores de la función pública y, más concretamente, del sistema educativo.
Para estos efectos, el Director o Rector que suscriba el contrato y los miembros del Consejo Directivo que autoricen su celebración podrán, en principio, tenerse como coautores dado que comparten el dominio del hecho, esto es, la volición delictuosa. Se advierte, no obstante, que el tipo bajo estudio incorpora un sujeto activo calificado: únicamente puede ser ejecutado por quien ostente la calidad de servidor público. Siendo así, en estricto sentido, no podrá predicarse coautoría respecto de aquellos integrantes del Consejo Directivo carentes de tal investidura -v. gr. representante de los estudiantes o los egresados-; no obstante, serán considerados intervinientes en los términos del artículo 30 (inc. 4°) del Código Penal.
Finalmente, es pertinente reseñar que se estructurará asimismo el tipo de peculado por uso (CP, art. 398) si, adicionalmente a lo anterior, se confiere a un tercero el corpus material de un bien fiscal de destinación educativa, aplicándose idénticas consideraciones en lo relativo a la autoría.
Responsabilidad disciplinaria
Existen consecuencias jurídicas específicas de orden disciplinario para los servidores públicos que tomen parte en las conductas anotadas. La Ley 1952 de 2019, contentiva del Código General Disciplinario, contempla como falta gravísima cualquier participación precontractual o contractual que redunde en detrimento del patrimonio público o desconocimiento de los principios rectores de la contratación pública (art. 54, núm. 54).
Tal carácter de falta gravísima supone, al tener origen en una conducta dolosa, la destitución, esto es, la pérdida del cargo que se detenta. Se prevé asimismo una inhabilidad general para ejercer funciones públicas de 10 a 20 años (Ley 1952, 2019, art. 48, núm. 1°).
Responsabilidad del Estado y acción de repetición
Es posible que en las hipótesis estudiadas se generen daños antijurídicos a terceras personas. En este punto, puede el Estado devenir responsable, en principio -y sin perjuicio de las interpretaciones y fluctuaciones propias de este ámbito-, por cuenta del título de imputación subjetivo de la falla del servicio: el daño se sigue aquí de una conducta administrativa lesiva de la rectitud propia de la gestión de bienes fiscales. Se requiere, en todo caso, la prueba de un daño cierto y personal, esto es, de aprehensión material verificable y afectación atinente al demandante (Henao, 1998, pp. 93-132), a más de la verificación del accionar irregular de la administración y un nexo causal comprobable.
En un escenario tal, es procedente la acción de repetición a fin de proteger el patrimonio público. Su fundamento es constitucional: la Carta Política dispone que
[e]n el evento de ser condenado el Estado a la reparación patrimonial de uno de tales daños, que haya sido consecuencia de la conducta dolosa o gravemente culposa de un agente suyo, aquél deberá repetir contra éste (art. 90, inc. 2°)
La Ley 678 de 2001 desarrolla este precepto y anota que es procedente la acción de repetición cuando exista un ‘‘reconocimiento indemnizatorio por parte del Estado, proveniente de una condena, conciliación u otra forma de terminación de un conflicto’’ (art. 2°). Si bien el precitado artículo constitucional se enmarca en la institución de la responsabilidad del Estado declarada por vía de reparación directa, el concepto de pagos indemnizatorios introducido por el texto legal amplía el campo de procedibilidad de esta acción.
En efecto, es posible que se impongan indemnizaciones a cargo de entidades públicas en sentencias seguidas de acciones populares, tendientes a amparar judicialmente derechos colectivos, y de grupo, que permiten demandar colectivamente el resarcimiento de perjuicios causados a varios sujetos en homogéneas circunstancias (Ley 472, 1998, arts. 34 y 65). En estos supuestos es también procedente la acción de repetición contra el funcionario cuyo dolo o culpa grave aparezca como causa del daño (Ministerio del Interior, 2004, Concepto 14673).
Responsabilidad fiscal
La institución de la responsabilidad fiscal se justifica, similarmente a la figura anterior, en la protección del patrimonio público frente a circunstancias que le sean lesivas. En esta medida, buscan ambas perseguir a los sujetos que con su conducta hubieren desatado tales menoscabos. Se diferencian, no obstante, en los ámbitos de aplicación -supuestos de hecho- que hacen posible el despliegue de sus consecuencias jurídicas. Mientras que la acción de repetición supone una condena patrimonial en desfavor de una entidad pública -a más de su pago- y es activada por la administración, la responsabilidad fiscal sienta sus bases en las labores propias de la gestión fiscal y es declarada por la Contraloría General de la República y sus similares regionales (Corte Constitucional, Sentencia C-619 de 2002).
La Ley 610 de 2000 define la gestión fiscal como ‘‘el conjunto de actividades económicas, jurídicas y tecnológicas, que realizan los servidores públicos y las personas de derecho privado que manejen o administren recursos o fondos públicos’’ (art. 3°). Así pues, cuando en este marco (i) se despliegue una conducta dolosa o gravemente culposa que (ii) genere daños patrimoniales al Estado y (iii) se verifique una relación causal entre ambos elementos, se estará ante un evento de responsabilidad fiscal (art. 5°).
El daño patrimonial, a su vez, es también definido por la precitada ley. Se entiende por él todo
menoscabo, disminución, perjuicio, detrimento, pérdida, uso indebido o deterioro de los bienes o recursos públicos, o a los intereses patrimoniales del Estado, producida por una gestión fiscal antieconómica, ineficaz, ineficiente, inequitativa e inoportuna, que en términos generales, no se aplique al cumplimiento de los cometidos y de los fines esenciales del Estado, particularizados por el objetivo funcional y organizacional, programa o proyecto de los sujetos de vigilancia y control de las contralorías. Dicho daño podrá ocasionarse por acción u omisión de los servidores públicos o por la persona natural o jurídica de derecho privado, que en forma dolosa o culposa produzcan directamente o contribuyan al detrimento al patrimonio público (art. 6°)3.
Dos puntos son relevantes. En primer lugar, es claro que los supuestos estudiados a lo largo del presente encuadran en las categorías transcritas de deterioro patrimonial, concretamente en lo que respecta al uso indebido: se trata de una disposición de bienes enteramente irregular y ajena al cumplimiento de sus fines misionales.
En segundo término, la responsabilidad fiscal no sigue un criterio de mera autoría; por contrario, puede extenderse a quienes coadyuven al detrimento patrimonial por vía activa u omisiva. Se sigue de tal precisión que las Contralorías competentes pueden también perseguir a los miembros del Consejo Directivo que autoricen disposiciones ilegítimas de bienes fiscales de destinación educativa -ora por expresar su voto favorable, ora por rehuir las denuncias a que haya lugar-, sin que en este punto merezca consideración su calidad de servidores públicos.
Conclusiones
Se abordó el asunto relativo a las facultades con que cuentan los establecimientos educativos oficiales y sus organismos integrantes en lo tocante a la disposición -en sentido amplio entendida- de los bienes fiscales destinados a su funcionamiento. Delanteramente se observa que carecen estas entidades de personería jurídica y, por tanto, de patrimonio. Así pues, tales bienes son propiedad de las entidades territoriales a que se adscriben los establecimientos.
No obstante lo anterior, existe una cierta y limitada capacidad contractual en cabeza de los establecimientos educativos. Así pues, el ordenamiento los habilita a administrar los Fondos de Servicios Educativos que les corresponden y, por esta vía, a conferir a terceros el aprovechamiento de estos bienes, tanto a título oneroso como de forma gratuita. El facultamiento para suscribir este tipo de contratos recae sobre el Rector o Director, requiriéndose siempre autorización expresa del Consejo Directivo.
Esta competencia contractual no tiene alcances traslativos del dominio: cualquier negocio que se celebre con una vocación semejante adolece de nulidad absoluta por ser ilícito el objeto y carecer de capacidad la entidad contratante. La legítima extensión de las facultades negociales de los establecimientos educativos comprende, por contrario, negocios de mera limitación del dominio: únicamente es posible conferir el uso y/o goce de los bienes fiscales, empleando para ello las posibilidades contractuales que ofrece el derecho privado.
En este último caso, con todo, la autorización dada por el Consejo Directivo debe ocuparse de preservar la destinación social que deben tener los bienes fiscales en todo tiempo, modo y lugar. Para el específico supuesto del comodato, la legislación señala ciertas finalidades admisibles y sujetos aptos para fungir como comodatarios. La pretermisión de estas disposiciones cierne sobre el contrato la sanción de nulidad absoluta por devenir ilícita su causa.
A más de lo anterior, es dable predicar responsabilidad penal, disciplinaria y fiscal respecto de quienes, siendo servidores públicos (Director y miembros del Consejo Directivo que ostenten esta investidura), celebren o autoricen un negocio revestido de tales características antijurídicas. En el plano criminal, se estará frente al delito de contrato sin requisitos legales, al paso que se incurrirá en falta gravísima de orden disciplinario y se generará responsabilidad fiscal por la inadecuada gestión de los recursos públicos. Es posible también que se desate un persecución patrimonial por vía de la acción de repetición en el evento en que la conducta del agente, siendo dolosa o gravemente culposa, haya degenerado en daños antijurídicos que el Estado se haya visto compelido a indemnizar.
A su vez, quienes no posean el status de servidores del Estado, al no ser sujetos disciplinables, no podrán ser objeto de un reproche de esta naturaleza. Es posible, no obstante, que sean entendidos como intervinientes en la comisión del tipo penal mencionado, siéndoles también aplicable el régimen de responsabilidad fiscal.