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Perífrasis. Revista de Literatura, Teoría y Crítica

versión impresa ISSN 2145-8987

perifrasis. rev.lit.teor.crit. vol.1 no.2 Bogotá jul./dic. 2010

 

La Vorágine del 9 de abril: J. E. Rivera, J.A. Osorio Lizarazo y el Bogotazo

The Vortex of April 9, 1948: J.E. Rivera, J.A. Osorio Lizarazo and "el bogotazo"

Felipe Martínez Pinzón*
New York University, USA

* Candidato a Phd. New York University (NYU). Su tesis investiga las maneras a través de las cuales las élites colombianas imaginaron el espacio nacional en el siglo XIX y comienzos del XX.


Resumen

Con su novela La vorágine J.E. Rivera construye un arsenal metafórico para referirse a la selva desde la ciudad; un arsenal que será retomado por J.A. Osorio Lizarazo casi treinta años después para incendiar la ciudad de Bogotá con su novela sobre el 9 de abril, El día del odio (1952). A estas dos novelas las une un mismo propósito: asaltar las murallas de un proyecto de nación encastillado en los Andes, atrincherado en la letra e inmune a una vasta geografía tropical y una diversidad racial que lo sigue amenazando con la idea de la invasión.

Palabras clave: literatura colombiana contemporánea, La vorágine, 9 de abril de 1948, literatura y geografía, literatura de la selva, ciudad letrada.


Abstract

With the novel La vorágine (1924) J.E Rivera constructs an arsenal of metaphors with which the jungle can be read from the city. Thirty years after Rivera's novel, his arsenal was reapropriated by J.A. Osorio Lizarazo, who uses it to burn down Bogotá when writing El día del odio (1952), a novel about April 9th 1948, date in which the city was ransacked and largely burnt down by a mob enraged by the assassination of its leader: Jorge Eliécer Gaitán. Both texts are aligned in a tradition that stages invasion and violence as responses to an elite national project of exclusion and ethnocentrism.

Key words: Colombian Literature, La vorágine [The Vortex], April 9th 1948, geography and literature , literatures of the jungle, the lettered city.


Más allá de la fortuita casualidad de haber sido publicada casi al mismo tiempo que la novela póstuma de J.A. Silva De sobremesa (1925), La vorágine (1924) de J.E. Rivera (1888-1928) nos brinda el relato de lo que le hubiera ocurrido a José Fernández, personaje principal de la novela de Silva, de haber llevado a la realidad su empresa civilizadora. Arturo Cova osa hacer lo que Fernández teme: salir de la biblioteca, cruzar el jardín, vencer las fronteras del parque e internarse en la selva. Como anota Sylvia Molloy, Cova es descendiente en línea directa de Fernández: "aquel que va a nuestras selvas vírgenes con polainas en los zapatos, monóculo impertinente en el ojo y crisantemo en el ojal" (493).

Los treinta años que median entre la escritura del texto de Silva a finales del XIX con el de Rivera son precisamente los años en que las fantasías de explotación capitalista de Fernández se llevan a cabo. Son años clave en la inserción de Colombia en el mercado capitalista mundial (Páramo y Franco 84). Y con desastrosas consecuencias. La entrada y auge de las empresas caucheras, con la casa Arana a la cabeza, al igual que la pasividad estatal de los gobiernos colombianos de la época, son la matriz que años después ficcionalizará Rivera en su novela, luego de varios intentos por hacérselo saber al centro capitalino a través de otros medios tales como cartas personales e informes al Congreso de la República (Pachón-Farias 36). El escritor solamente encontraría un desdeñoso silencio como respuesta.

Con esto en mente quiero plantear en las páginas por venir la construcción de un arsenal metafórico por parte de J.E. Rivera con su novela La vorágine para referirse a la selva desde la ciudad; un arsenal que a su vez será retomado por J.A. Osorio Lizarazo casi treinta años después para incendiar la ciudad de Bogotá con su novela sobre el 9 de abril, El día del odio (1952). A estas dos novelas, aparentemente lejanas dentro de la tradición nacional, las une un mismo propósito: asaltar las murallas de un proyecto de nación encastillado en los Andes que desprecia una vasta geografía tropical y una diversidad racial que lo sigue amenazando hasta hoy con la idea de la invasión.

LA VORÁGINE COMO NOVELA CITADINA

Es constante preocupación de Rivera la creación de comunicaciones directas entre Bogotá y las zonas limítrofes del mapa colombiano. En parte debido a fundados miedos de perder una soberanía ya disputada con el Perú (que luego se resolvería en una guerra), pero también debido a las inhumanas circunstancias en que se encontraban los nacionales colombianos trabajando para empresas caucheras en esas latitudes. La nacionalización de cuerpos es un acto político en Rivera que pasa por la escritura, tal como es política también la necesidad que el escritor encuentra en acortar los accidentes geográficos mediante la comunicación telegráfica o el sistema de correos.

Es por la vía del correo que el manuscrito de la novela llega a Bogotá y a las manos del trasunto ficcional de Rivera, homónimo suyo, que se constituye a la vez en dependiente ministerial, editor y prologuista de la novela que habría de firmar el autor José Eustasio Rivera. Además del correo, en La vorágine es significativa la aparición de otro de esos elementos que podrían vislumbrar, haciendo legible, la indómita geografía que Rivera observa en su informe de límites fronterizos: el telégrafo. Recordemos que Cova, mientras huye de la ciudad, trata de romper la línea del telégrafo como un intento a la vez práctico y simbólico por dejar atrás la letra que lo persigue para alcanzarlo y que termina por devorarlo. Sin embargo, nunca se decide a hacerlo: "Varias veces intenté romper el alambre telegráfico, enlazándolo con la soga de mi caballo; pero desistí de tal empresa por el deseo íntimo de que alguien me capturara..." (Rivera 82). A pesar de desear que la ley como letra movible lo encontrara, una vez fuera de la ciudad, Cova se sabrá en un lugar precario para la escritura.

La novela de Rivera es un lugar privilegiado donde la escritura es, paradójicamente, un rastro de su propio desfallecimiento. En el texto son múltiples las referencias a la carencia de materiales para la escritura: escasean los lápices y el papel a medida que Cova se interna por los Llanos hacia la selva. No hay lectores. La mayoría de los personajes son analfabetos o leen otras lenguas. Los pocos personajes que leen en la novela se niegan a hacerlo. Uno de ellos es Ramiro Estévanez, un hombre al borde de la ceguera, "con una venda sobre los párpados" (Rivera 334), que insta a Cova a escribir el texto de la novela: "… va para seis semanas que, por insinuación de Ramiro Estévanez, distraigo la ociosidad escribiendo las notas de mi odisea, en el libro de caja que el Cayeno tenía sobre su escritorio como adorno inútil y polvoriento" (Rivera 345). Esta insinuación escritural podría ser leída como una transposición profética del destino que cumple el texto de Cova. Estévanez, otro trásfuga de Bogotá, incita la escritura de un texto que nunca va a leer. Tal como sugiere Molloy (507), en el cuerpo de Estévanez se cumple la vocación de la burocracia estatal: una máquina de escritura, de copia y reproducción que es incapaz de leer. En suma, una disfunción en el aparato cognitivo del Estado, su hipertrofia burocrática que lo lleva a su quiebra, a su fracaso.

Si el cauchero "Funes es un sistema, ... , es la sed de oro" (Rivera 348), Estévanez es el sistema estatal colombiano: el comisionista a quien, finalmente, no le importa el encargo. El envés de esos caucheros que al leer La Felpa, el panfleto denunciatorio de los vejámenes de las caucherías, son castigados brutalmente con la pérdida, no solo de la visión, sino del oído: sus párpados son cosidos, sus oídos sellados con caucho hirviendo (Rivera 268). El Estado colombiano se rehúsa a leer mientras a los caucheros colombianos les está prohibido hacerlo. Tal choque entre el cinismo y la voluntad será confirmado por el imposible intento de Cova por denunciar frente al cónsul colombiano en Manaos la explotación a la que están siendo sometidos sus compatriotas. No sabemos nunca si su texto/informe fue leído por el cónsul en Manaos y si éste tomó alguna medida al respecto. Entre la última entrada del texto/diario de Cova y la adenda del epílogo bajo la forma de un telegrama de marcado carácter narrativo, queda la irresoluble incógnita del último viaje que hace el texto. En otra escenificación de la burocracia, esta vez no sorda, ni ciega sino muda, sabemos que el texto termina por llegar a Bogotá, donde el trasunto ficcional de Rivera hace las veces de editor del texto de Cova. Rivera-editor logra hacer legible el texto para el centro capitalino, dándole forma de novela, incluyendo mapas que lo anteceden, un fragmento de carta usado como epígrafe, fotos, telegramas y, por último, un glosario de palabras presuntamente incomprensibles para un lector citadino1.

La vorágine es un texto que, al denunciar el relato burocrático del Estado, debe viajar desde las márgenes al centro. La burocracia (y también el relato que la denuncia) es siempre un relato centrípeto. Montaldo piensa en la selva de Horacio Quiroga como "lo salvaje, como aquello que no se puede integrar y se desplaza" (115). En el caso de la centralización del texto de Cova mediante su envío a Bogotá, se logran hacer las dos acciones de forma simultánea y paradójica: integrar y desplazar. Un movimiento que da la espalda, pretende reconocer, pero en realidad ignora. Otra más de las semillas del fracaso del Estado colombiano. Burocráticamente, otra vez, se lee ciegamente, se habla mudamente, se escucha sordamente, se integra desplazando. Es el propio Cova quien sabe que funcionarios burocráticos como el cónsul colombiano en Manaos tienen una visión que desconoce el mapa del país. Cova imagina que la reacción del cónsul frente al relato que lleva Clemente Silva será una de desconocimiento y desdén. Luego de mirar "aquel mapa costoso, aparatoso, mentiroso y deficientísimo", el poeta lo imagina diciendo: "¡Aquí no figuran ríos de esos nombres! Quizás pertenezcan a Venezuela. Diríjase usted a Ciudad Bolívar" (Rivera 361).

De forma dramática, en el preciso momento en que Cova dice "porque a esta pobre patria no la conocen sus propios hijos, ni siquiera sus geógrafos" (361) (bastardilla fuera de texto) está trazando un nuevo mapa, un mapa que se opone al mapa "mentiroso" que mira el cónsul, pues son sus palabras las que trazan el mapa de Colombia hasta el lugar de la escritura, es decir, hasta las barracas del Guaracú en medio de las caucherías que el Estado niega reconocer bajo su jurisdicción. Esta acción de escritura como mapeo recubre a Cova, al mismo tiempo, de las funciones de geógrafo y de ley; pero sólo aparentemente. Escribir en ese espacio cumple una función de jurisdicción de la letra sobre el territorio, pero sólo para expresar su impotencia al hacerlo: Cova es un hombre solo en medio de un espacio que ya empieza a devorarlo.

La vorágine es, en este sentido, un texto a un mismo tiempo devorante y devorado, para usar la feliz expresión que acuñara Montserrat Ordóñez al referirse al Cova narrador (15). El telegrama que cierra el texto es precedido de un corte abrupto en el diario de Cova haciendo coincidir la acción de devorar con mudez a un nivel interno del texto; mientras que, una vez el texto es enviado a Bogotá y es disciplinado por la máquina editorial central que lo canoniza, su contenido se reproduce incansablemente hasta hoy2. A un nivel externo, la cooptación de la novela La vorágine por parte de la máquina burocrática se convierte en incesante reproducción de su imaginario. En efecto, bajo una de sus metáforas de la exclusión, el relato burocrático del Estado sigue nombrando la selva como un "infierno verde"; una metáfora que el propio Rivera tomó de su atenta lectura, durante sus viajes por la amazonía brasilera, de la novela que, con el mismo título, escribiera en 1908 el brasilero Alberto Rangel (Millán de Benavides 3), quien a su vez devendría en el acuñador del término a partir de los textos de Euclides Da Cunha (Rueda, "La selva en las novelas de la selva" 38).

Casi cien años después de la aparición de los textos de Rangel y Da Cunha, la metáfora de satanización del espacio selvático reaparece en varias de las memorias de los secuestrados liberados, entre ellas las Cartas a mamá desde el infierno (2007), título de la misiva que escribiera Ingrid Betancourt a su madre desde la selva3. Se trata de un título imposible de disociar del imaginario que introdujo Rivera para referirse a la selva desde la ciudad. Pero con una agencia diferente. En el caso de Rivera se trata de mostrar que el infierno del capitalismo es la condición de posibilidad de ese "infierno verde", de tal forma que el infierno del capital estaría en las metrópolis y puertos que negocian el caucho que extraen de las selvas y hacen olvidar las relaciones sociales que median entre el capital y el trabajo. Sin embargo, hoy la repetición de estas metáforas ha logrado convertirse en un relato consustancial a la poética del relato burocrático del Estado y su narrativa del eco. El relato burocrático, esta vez en boca de los secuestrados liberados, por ejemplo, reproduce las palabras de Cova, las esteriliza así de cualquier sustrato crítico, mientras viajan de vuelta a la selva a través de los ubicuos medios de comunicación. Así, con la metáfora "infierno verde" se hace a un tiempo aquella operación del relato burocrático del Estado de integrar y desplazar, pues se crea otra metafísica donde es el lugar el que posee la calidad infernal y no las relaciones humanas, regimentadas desde la ciudades y puertos exportadores, las que lo transforman al punto de hacer de la selva el lugar del holocausto, ayer con el caucho, hoy con el petróleo o la coca. Una metáfora neocolonial que sirve para imantar, como hiciera Francisco José de Caldas en 1808, a la zona tórrida de altura andina con poderes civilizatorios (Caldas 76); al mismo tiempo que inventa a la capital como centro metropolitano y la periferia como territorio a colonizar permanentemente por las armas4(Serje 91). En este punto coincidió con Alejandro Mejías-López cuando dice en un reciente artículo sobre La vorágine: "El espacio de la selva dentro del imaginario nacional [colombiano] continúa siendo el de locus horribilis, un imaginario construido desde la ciudad que, subjetivando el espacio, objetiviza las dinámicas sociales" (385).

El viaje que hace el texto de Cova de Manaos a Bogotá es también el viaje que hace el imaginario selvático de Rivera hacia las ciudades. El público lector colombiano, hacinado en la aldeana Bogotá de los años veinte y en otras ciudades aun más pequeñas que la capital, leería con voracidad la novela de Rivera. En efecto, La vorágine fue un fenómeno editorial y comercial para su tiempo, incluso alcanzó la quinta edición -ésta, preparada por Rivera en Nueva York- a pocos cuatro años de ser publicada (Neale-Silva 459), luego de recibir elogiosas críticas de intelectuales como el español afincado en Nueva York Federico de Onís y el chileno Earl K. James, futuro traductor de su novela al inglés (Neale Silva 405). El arsenal metafórico que traería el texto consigo a la ciudad no puede ser subestimado5. Me atrevo a decir que, a partir del impacto sobre el público lector citadino, la selva colombiana, a diferencia de la venezolana, por ejemplo, y pienso en Canaima (1935) de Rómulo Gallegos, empezaría a ser una selva amenazante y no edénica ("La selva en las novelas de la selva" 40). Es decir, un espacio de orden incierto y legibilidad aviesa que se constituye en los extramuros más radicales del centro andino. Una imagen que solamente se tornaría más peligrosa con las llamadas repúblicas independientes de Marquetalia durante los años sesenta y que justificarían bombardeos y operativos militares del gobierno conservador de Guillermo León Valencia (1962-1966), pasando mucho después por las "pescas milagrosas" mediante las cuales la guerrilla secuestraba gente en las ciudades o en el campo para conducirlas a una cárcel en la selva, hasta las fumigaciones con herbicidas sobre los cultivos ilícitos de hoy.

LA SELVA EN LA CIUDAD

Recordemos que durante los años veinte y treinta Colombia aún era un país predominantemente rural, tal cual lo había sido durante toda su historia colonial y postindependentista. Esto cambiaría dramáticamente en los años cuarenta y cincuenta del siglo XX. En su estudio Colombia: país fragmentado, sociedad dividida (2002), Frank Safford y Marco Palacio arrojan cifras que hablan al respecto elocuentemente: "En 1940 ninguna ciudad colombiana tenía medio millón de habitantes; en 1958 dos ciudades tenían más de 2 millones, y otras dos tenían más de un millón" (301).

Al hacer un balance del desplazamiento forzado, Safford y Palacio encuentran que la geografía política y humana de la nación cambió de tal manera que convirtió a Colombia en una nación de ciudades. Safford y Palacio apuestan, simultáneamente, por ver el fenómeno de inmigración interna como una consecuencia a la vez del desempleo y la pobreza (297), como también de la violencia y la inseguridad (303), cuando no son causa y consecuencia unos factores de los otros. Las ciudades crecieron durante la República Liberal (1930-1946), pero sobre todo y de manera alarmante con la llegada del gobierno conservador al poder (1946-1952) y el comienzo, con ello, de lo que sería la mal llamada Violencia (1949-1959). Dicha guerra civil no declarada entre liberales y conservadores provocaría una enorme movilización de desplazados a mano armada como política partidista para ocupar y desocupar tierras campesinas. Tal movimiento inmigratorio tendría consecuencias a nivel representacional. Debido a él y como signo contradictorio, la selva continuaría siendo, como desde el siglo XIX, el lugar fuera del espacio "civilizado", pero también espacio que, a través de los migrantes campesinos, empezaría a amenazar la "Atenas Suramericana", como los viajeros Pierre D'Espagnat y Miguel Cané ya habían designado a Bogotá en el siglo XIX (Hernández de Alba 197).

La violencia pondría en movimiento la geografía humana de la nación y con ello la gramática representacional de las élites letradas. El campo semántico de la selva se tomaría la ciudad en llamas durante el Bogotazo. Con esto en mente quiero aproximarme a un texto que, en apariencia, no tendría ninguna relación con La vorágine. Sin embargo, y como ella, se constituye en una de las novelas canónicas para leer el centro capitalino colombiano. Se trata de la novela El día del odio (1952) del escritor y periodista bogotano José Antonio Osorio Lizarazo (1900-1964), biógrafo y ambivalente seguidor de Jorge Eliecer Gaitán (1903-1948). Quiero ver en ella la materialización de la advertencia que el texto de Cova trajera consigo desde la selva casi treinta años antes, bajo la forma de la creación del infierno en la ciudad durante el 9 de abril de 1948.

En Rivera, primero, hubo un movimiento textual del imaginario letrado para referirse a la selva desde la ciudad. Luego en Osorio, contemporáneo de Rivera y bogotano que vio la ciudad crecer, se traza la narrativa de la urbanización de un país rural y la consecuente sensación de cerco de las élites que se sienten invadidas en su propia ciudad por una población que huye de la pobreza y la violencia (Mutis LXXV). Edison Neira Palacio lee este movimiento como la profanación del imaginario eurocéntrico de la Atenas suramericana:

    El campo se vuelca sobre la ciudad intensificando la tensión entre tradición y modernidad, con lo cual se pone de manifiesto... un modelo asincrónico de relaciones sociales y de maneras de concebir la ciudad. Este se yuxtapone al modelo armónico y de belleza con el que buena parte de la literatura de la primera mitad del siglo XX contribuyó a hacer de la miseria que se producía en la "Atenas de Sur América" un tabú. (25)

Lo monstruoso de imaginar a Bogotá como europea, entendida como una ciudad cuyo monopolio representacional yacía bajo la pluma de la élites, se pierde precisamente en textos como los de Osorio Lizarazo, quien aprovecha para retratar la ruptura de una Bogotá disputada por distintos grupos sociales, unos excluidos y otros excluyentes. Con ello, el escritor bogotano allana el camino para que las "tensiones asincrónicas" (Neira 25) entre grupos tradicionales y emergentes se resuelva en la quema de la ciudad a partir del arsenal metafórico que Rivera introdujera en el centro capitalino. Osorio decide naturalizar los conflictos de una ciudad en transformación social al llevar la selva a la ciudad. En efecto, en El día del odio Osorio Lizarazo retrata, a través de personajes marginales, inmigrantes campesinos, obreros y lúmpenes sociales, la Bogotá que estallaría en una abortada revolución el 9 de abril de 1948, día en que cayera asesinado el caudillo liberal Jorge Eliecer Gaitán, bajo la forma de la toma del "infierno verde", la selva riveriana, al centro de la capital colombiana.

Esta novela narra la llegada a Bogotá de Tránsito, una joven e inocente campesina, a quien su mamá trae desde Lenguazaque, un pueblo de los Andes colombianos, para suplir la demanda de empleadas domesticas de la clase media bogotana. En casa de sus empleadores, su vida limita con la esclavitud. Son míseras sus circunstancias tanto como proverbiales son su honestidad y humildad. A pesar de ello es expulsada de la casa de Doña Alicia, su empleadora, por haber presuntamente robado un collar de la casera, bajo cuyo arriendo vive la familia. El robo nunca tuvo lugar. Es una falsa acusación. Sin embargo, debido a este incidente Tránsito debe abandonar el único lugar conocido para verse expulsada en medio de una ciudad que no conoce. La pérdida del hogar se resuelve en la pérdida de sí misma. Tránsito no conoce la ciudad, no sabe leerla. Estar perdida en la ciudad es una de las formas mediante las cuales la ciudad se torna en selva: "[Tránsito] No sabía para dónde dirigirse. Por todas partes veía gentes al acecho de su paso, zarpas tendidas que se alargaban para desgarrar sus carnes, muecas horribles que se burlaban de su terror, como si se hubiese extraviado para siempre en una selva poblada de monstruos" (Osorio 71) (bastardillas fuera de texto).

Como una marca que ya estaba inscrita en la movilidad de su nombre, Tránsito pasa de ser campesina a empleada doméstica, de empleada doméstica a prostituta, y de prostituta a ladrona, deambulando por la ciudad al borde de la inanición y de la intoxicación alcohólica. Desamparada y perseguida, Tránsito se va a vivir con Alacrán, curtido ladrón que desde niño asalta transeúntes por las calles, a veces violando la entrada de casas de familia. Ambos habitan los barrios de invasión que crecen y se densifican a las afueras de la ciudad hacia el occidente y sobre los cerros orientales. Al igual que en los relatos de la selva de Misiones de Horacio Quiroga, el narrador de la novela encuentra que en esos lugares "residen los exhombres y las exmujeres" (Osorio 119), es decir los despojos o detritos (Osorio 126) de la ciudad que los expulsa y persigue.

Estos barrios enceguecidos por la noche y fuera de la sordina del movimiento citadino, parecen estar más cerca de la selva que de la ciudad. Una geografía sin mediaciones, donde el suburbio y el campo no existen, hace de la selva una presencia amenazante que no cuenta con cortapisas para asaltar la ciudad. Tal cercanía entre selva y ciudad, donde la primera casi se cierne sobre la segunda, funciona como un preludio de lo que ocurrirá durante el 9 de abril. Así describe el narrador esta distribución espacial: "Al cabo, la noche recuperó su silencio … La vibración trémula, cortada por otros perros más distantes, sugería la inminencia de la selva y colocaba un arrabal a inconmensurable distancia de la ciudad" (204). Debido al abandono, el arrabal está aparentemente en la selva, trayendo consigo sus ecos amenazantes, que luego se arrojarán desde las colinas y los barrios de invasión sobre el centro capitalino. El sonido o mejor la carencia de sonido, como exceso de pobreza, re-espacializa los barrios de invasión como una selva, y ésta como una geografía que trepa los Andes y sube hasta las inmediaciones de Bogotá.

En El día del odio las menciones a la selva proliferan a medida que la trama se desenvuelve y nos acercamos hacia el evento que anuncia su título: el Bogotazo. La presencia reiterada del significante selva logra que ésta se pueble de significados amenazantes; lo cual se da como resultado del progreso inexorable hacia el acontecimiento que rige el texto. Sin embargo, como paso previo a esta conversión, encuentro que la selva toma formas contradictorias en el texto. Gracias a ella la selva en la novela puede ser colonia penitenciaria pero también geografía amenazante que toma cuerpo, para el horror de los ciudadanos, en los campesinos que desembarcan diariamente en las estaciones de tren citadinas. Así es que encontramos que Alacrán, una vez capturado por la policía mientras intentaba robar una casa, "fue condenado a una larga permanencia en la colonia penal de Aracuara, perdida en la infinita selva amazónica, para garantía de los ciudadanos honestos" (Osorio 185).

Mientras Alacrán es conducido a ese mundo fuera del mundo, la selva ajena y sin límites con la ciudad, logra escapar y volver a Bogotá. Su escapatoria es una vuelta de lo reprimido. La colonia penitenciaria, dos veces cárcel, por encontrarse sellada de la ciudad y afuera de la misma, se vierte sobre la ciudad en la persona de Alacrán. De la misma manera en que los campesinos como Tránsito llegan, los ladrones como Alacrán no se van. El cerco se crea desde afuera y desde adentro y es un anillo humano que no permite la expulsión del rechazado. La novela responde a este asedio inmigratorio con la creación de un cerco de personajes poseídos por el odio, que desfogan su resentimiento en apartadas chicherías donde suceden en violentas peleas a machete6.

La violencia a la que son sometidos estos personajes puebla el texto no solamente de palabras como selva y violencia, sino como vorágine. Ver esas tres palabras lo suficientemente próximas es pensar inmediatamente en el imaginario que Rivera transportara de la selva a la ciudad. En un principio, encontramos referencias espaciadas a la palabra vorágine. Su primera aparición se da cuando Tránsito se queda dormida en el patio de la cárcel tras ser confinada allí por primera vez: "Una vorágine la absorbió por fin, y se despertó transida de frío, encogida sobre un helado suelo de cemento" (105). Pocas páginas más adelante, el lector, para su asombro, lee las palabras vorágine y violencia en la misma oración, ocupando lugares intercambiables, cuando el narrador textualiza el momento previo en que las mujeres, en ese momento encarceladas, disfrutaban de la libertad: "… otras [mujeres] conversaban, … , cuando fueron arrebatadas por la vorágine, hundidas en la abyección por la violencia de la policía, … por el insensible apresuramiento con que la sociedad eliminaba sus residuos y los metía por las alcantarillas cuanto antes" (Osorio 109) (bastardillas fuera de texto).

En su calidad de sujeto desposeído y violentado, Tránsito continúa buscando salir de la ciudad y no lo consigue, pues por una parte la policía la persigue y, por otra, no cuenta con el dinero suficiente para comprar el tiquete que la lleve de vuelta a Lenguazaque. Si la selva de Rivera impedía el escape de su "cárcel verde" (Rivera 189), ahora la ciudad de Osorio es la que tiende un cerco que no permite salir de ella. Será un letrado, en este caso un médico que el narrador califica de progresista, quien se dará cuenta de las consecuencias que el imaginario riveriano puede tener a la hora de cumplirse en la realidad. Es decir, concebir la selva como un locus horribilis que se toma la ciudad en virtud de la indiferencia que permite que la violencia en la selva -esa Violencia de Rivera- cree más violencia, esta vez en la ciudad. Ante el cuerpo indefenso de Tránsito, deshecho por el hambre, el médico de la cárcel dice: "¡Maldita sea!-murmuró- ¡Alguna vez esta gente [Tránsito, Alacrán...] se revolverá como una serpiente pisada, y morderá, y destrozará, y arrasará la injusticia que la persigue..." (Osorio 224).

Por una parte, me parece significativo que sea el único personaje letrado que aparece en la novela, además del narrador con sus reiteradas intervenciones doctrinarias, el que proponga una hermenéutica del texto, leyendo la ciudad como una selva, y la violencia como el elemento de tránsito que espacializa aquella bajo la forma de ésta. Porque la violencia será la narrativa para producir espacios de inclusión/exclusión, creando la geografía imaginada del país, desde Caldas, pasando por J.M. Samper y J.E. Rivera, hasta los testimonios de los secuestrados liberados de hoy. Coincido con la crítica Maria Helena Rueda cuando ve la representación de la violencia como una manera de imaginar la nación; no solamente la violencia como una operación de exclusión de vastas poblaciones, sino de territorios también: "La forma como el discurso de la nación manejaba la aparente oposición entre su afán de incluir una población extensa y su tendencia a crear paradigmas de exclusión está relacionada con el papel que en el proceso de imaginar una nación le cabe a la representación de la violencia" (Rueda, "Nación y Narración..." 3).

Por otra parte, tal intervención del médico da las claves para leer el Bogotazo desde una gramática riveriana como cumplimiento de la profecía que él mismo hace: "Alguna vez está gente se revolverá ...". No sólo la hermenéutica del médico conecta los hechos del 9 de abril con la fuga del imaginario selvático hacia la ciudad. Otros recuentos letrados han articulado los hechos del 9 de abril con referencias a la selva. Me refiero a la narrativa que usara Juan Roa Sierra, el asesino de Gaitán, según varios escritores, para conseguir el revólver con el que perpetrara el crimen. En los testimonios transcritos en el libro de Arturo Alape El Bogotazo: memorias del olvido (1984) y en otros documentos, así como en novelas recientes sobre el Bogotazo -entre ellas El crimen del siglo (2002) de Miguel Torres, y la más recientes de Guillermo Cardona El Jardín de las Delicias (2004)- se sostiene y cultiva la narrativa de que Roa Sierra dijo a los vendedores del arma que él la necesitaba para partir hacia la selva: "Le dijo [al vendedor] que necesitaba dinero para viajar a la selva porque había resuelto aventurarse solo en busca de un entierro. Un guaquero amigo suyo, a punto de estirar la pata, le había regalado un mapa..." (Torres 306). Roa pide un revolver muy grande porque, dice, "acuérdese que tendré que vérmelas con tigres y con indios" (Torres 309). La coartada de Roa Sierra pone patas arriba la fuga. Es decir, no es él quien partirá hacia la selva, sino que, en términos del imaginario riveriano que adoptará Osorio, traerá la selva consigo cuando mate a Gaitán con ese revólver. Con el asesinato de Gaitán, la fuga hacia la selva se tornará en su envés, el arribo del imaginario letrado sobre la selva, pero esta vez cernido sobre la ciudad en llamas.

Las últimas páginas del texto serán el crescendo donde todo el arsenal representacional que construyera Osorio desde Rivera para asaltar la ciudad, se concretará de manera dramática. A menos de veinte páginas del final del texto, el lector se encuentra con que el 9 de abril que se anunciaba como conclusión y título de la novela, finalmente ha llegado: "La policía determinó extremar su celo, porque se aproximaba la Conferencia Panamericana y era conveniente limpiar un poco de maleantes y de pobres la ciudad, para que los extranjeros no descubriesen a primera vista la abrumadora realidad que la circundaba" (Osorio 257) (bastardilla fuera de texto). Con el uso del verbo circundar como forma adjetival, se pone en movimiento esa geografía de anillos circulares que se tenderá sobre el centro capitalino una vez Gaitán sea asesinado. Con el siguiente movimiento, el narrador describe la toma del centro capitalino: "Desde todos los puntos de la ciudad, con un colosal movimiento centrípeto, convergieron las pasiones en aquel día del odio desencadenado" (263). El movimiento parte del afuera y se toma el adentro. Súbitamente, el narrador nos hace ver una ciudad en llamas tomada por lémures: "Las figuras haraposas de los mendigos, las furtivas de los prófugos, … se precipitaron como una invasión de lémures, como una inundación de espectros, con teas en las manos, trémulas de furor, ansiosos de destrucción, de venganza y de exterminio en el día del odio" (264).

El desplazamiento desde el afuera hacia el adentro se da a dos niveles que convergen a un mismo tiempo. La salida al centro público de aquellos que habitaban la noche y la ilegalidad, coincide al mismo tiempo con la toma del puro corazón de la Atenas suramericana por parte de un espacio reprimido, la selva y su gramática. Pienso que el estupor de las élites durante el 9 de abril encuentra su correlato representacional en la manera con que Osorio decide recrear la ciudad tomada. El narrador iguala el sonido de la ciudad en llamas con los sonidos de la selva africana; "Como por las señales de percusión en las selvas africanas, el estrépito de la conflagración trepidaba en el ambiente y ascendía por los cerros ..." (265). La radicalidad de esta imagen saca de quicio inclusive una selva nacional, para hacerla metafísica, y convertirla en figura primigenia de todos los miedos de las élites letradas: la selva africana como invención de su peor pesadilla racial, cultural y geográfica.

Al igual que los otros desheredados, Alacrán y Tránsito se arrojan sobre la ciudad, luego de verla, desde las montañas, arder en humo y llamas (Osorio 266). El paisaje que vemos a través de sus ojos es uno donde la pesadilla de los letrados coincide con la fantasía de los campesinos inmigrantes, de los desempleados y de los criminales. Por primera vez, y no única, el Palacio de Justicia arderá en llamas y con él la Ley y los expedientes; mientras las cárceles se abren para dar vía libre a quienes adentro moraban, a los alacranes y a las tránsitos que probablemente adentro penaban injustas condenas: "En el Palacio de Justicia, … , aprovecharon el desorden para destruir sumarios y expedientes. Grupos de maleantes los ayudaron con la mayor eficacia, después de haber abierto las puertas de las cárceles, donde centenares de acusados esperaban la vindicta de la sociedad por sus culpas" (Osorio 266).

Al igual que la invasión escenifica la entrada de un afuera a un adentro, el momento de abyección se replica en la salida del adentro de las cárceles hacia el afuera de la ciudad. Los espacios se mezclan, los zaguanes de los templos liberales y capitalistas se profanan, se queman edificios estatales y se asaltan y destruyen expendios de comidas. En medio de esta confusión donde el adentro y el afuera, la segregación y la repartición de espacios se destruyen, la naturaleza -como anuncio de esos tambores de selva africanos con que se hacía oír el incendio- toma parte del asalto y, al igual que la multitud que se arroja desde las montañas a la ciudad, ambas, se toman la ciudad como una sola fuerza: "Un trueno fragoroso rodó desde los cerros y sacudió los ámbitos, cuando la naturaleza decidió participar del espantoso frenesí" (274). Naturaleza y multitud se mezclan, como si la una respondiera a los conjuros de la otra, de la misma manera en que la selva sonsaca los más primitivos instintos el hombre de acuerdo con el discurso civilizatorio del siglo XIX: "en torno la tempestad bramaba y la matanza desataba su clámide roja" (Osorio 270). La mezcla entre saqueo y naturaleza, entre violencia y geografía, logra superponer de tal manera los planos discursivos que la ciudad queda a merced del discurso que ya Rivera habría traído consigo. Leemos: "El tumulto se revolvía en una vorágine absurda. Durante un minuto Tránsito buscó con los ojos a Alacrán y su voz estrangulada solicitó su presencia. ... Los edificios y las personas abestializadas, se tornaban borrosos e irreales" (271). La ciudad y las personas pierden contextura y se mezclan adoptando figuras no propiamente citadinas, sino cuerpos que no les pertenecen, bestias, serpientes, lémures.

El paso final en esta transmutación de sentidos, préstamos y robos de un campo semántico a otro, entre la Atenas suramericana y la vorágine de Rivera, se da, no solamente en la correspondencia multitud=vorágine que denota el miedo de los letrados por la selva y la "chusma" o "los indios"; sino en ver a la ciudad como un infierno; tal cual, en su momento de mayor delirio, había vaticinado Cova: "La voz [de Tránsito] había perdido su contenido humano y retrocedía a su condición de aullido, porque la inteligencia había descendido en unos momentos una etapa de milenios. Las llamas daban una decoración de infierno a la escena" (272). Con esta "escena" Osorio trabaja el viejo tópico eurocéntrico del progreso como temporalidad lineal, de la ciudad como el futuro y la selva como su pasado. El 9 de abril como momento revolucionario -que sin embargo termina por perderse- escenifica un desquiciamiento temporal y espacial: la ciudad se hace selva, los hombres vuelven a ser primates.

La última y dramática escena del texto de Osorio es el envés de la respuesta inexistente del centro burocrático al texto de Cova y al Informe de la Comisión de Límites de Rivera y Escobar Larrázabal (Pachón-Farías 41). Tránsito, en la cima del frenesí y la quema de la ciudad "empezó a recoger objetos del suelo y lanzarlos en todas direcciones. (...) los sonidos le salían trémulos y estertóreos; - ¡Muera! ¡Muera! Algo debía perecer, algo que hasta entonces era omnipotente" (272-273). En ese "¡Muera! ¡Muera!" sin destinatario alguno, ese nadie que somos todos, está la contrarréplica que Cova hace al silencio estatal. No ya en voz del anacrónico y refinado Cova, sino en su opuesto, en Tránsito, mujer iletrada y campesina que, treinta años después de La vorágine, responde con el cuerpo, casi afásicamente, luego de que todas las palabras se hicieron inútiles, a un Estado, a un sistema y a una organización geográfica que, aún con la ciudad en llamas, persiste en un proyecto excluyente. Evidentemente, las palabras de Tránsito en medio del caos no son atendidas y tampoco buscan serlo dentro del texto, sino fuera de él, en la audiencia lectora. Mientras grita cae fulminada por una bala perdida. En su cuerpo, finalmente naturaleza y multitud se coaligan, esta vez no como amenaza, sino como denuncia: "La lluvia cayó con la misma violencia que enloquecía todas las cosas y el agua resbalaba sobre el rostro lívido de Tránsito como un incontenible y caudaloso torrente de lágrimas" (Osorio 274).

Con su texto, finalmente, Osorio Lizarazo devuelve a la horrorizada élite letrada, materializada, el imaginario que Rivera había usado para denunciar el olvido y el abandono con que el centro andino había menospreciado los territorios selváticos. La inmigración campesina replica el movimiento que el manuscrito de Cova hiciera treinta años antes, de la selva a la ciudad, trocando el eco del silencio burocrático con que fue disciplinada la novela de Rivera en el grito "abestializado" del campesino, esa mujer mestiza que se arroja sobre la ciudad para hacer sentir su voz.


Notas

1 Si los lugares en el mapa que adjunta Rivera a las ediciones de la novela nos ponen los espacios a distancia, acercándolos a Bogotá, por ejemplo, los glosarios -esos apéndices reterritorializadores, al decir de Graciela Montaldo (111)- traducen, en el sentido de trasladar o transportar, una experiencia y una geografía al lugar de la lectura. La máquina traductora del glosario es también una máquina del espacio: hace viajar a lugares, esta vez, de las barracas del Guaracú a Bogotá.

2 Cabe recordar la reciente exposición del artista plástico Felipe Arturo en la Biblioteca Nacional (noviembre 2009 – marzo 2010). A partir de cientos de ediciones de La vorágine, legales e ilegales, el artista construyó árboles de siringa y lianas. Al transformar la novela en pulpa, se hace del papel caucho. Esta operación de transformación deshace precisamente lo que la canonización de la novela de Rivera logró: le devuelve la materialidad a la novela, muestra el trabajo esclavo que retrata la novela. Felipe Arturo hace de la sórdida producción de capital, denunciada en la novela, trabajo nuevamente. De esta manera, el artista muestra las relaciones de producción que tanto interesaba a Rivera llevar hasta el centro del debate político en Bogotá. Con ello, Arturo repite el gesto rebelde de Rivera: politiza el ocio de la lectura en las ciudades.

3 En No hay silencio que no termine (2010), Ingrid Betancourt vuelve sobre el arsenal metafórico de Da Cunha, Rangel y Rivera; pero no desde una óptica denunciatoria. La selva es inherentemente infernal, parece decir, con lo cual se la sustrae de las prácticas sociales que son, indudablemente, las que la convierten en un infierno. Escribe Betancourt "Cada vez que me montaba en una de esas canoas, rememoraba inexorablemente las sensaciones de este primer descenso al infierno, en este río negro del Caguán que me había engullido" (243). Las élites letradas andinas, desde Caldas, se obstinan en imaginar la selva como el lugar que se niega al proyecto civilizatorio. Tal negación es tenida como el principio constitutivo que la convierte en el locus privilegiado, en el espacio nacional, para desplegar y presenciar la violencia.

4 Esta realidad se hace evidente en las múltiples filmaciones que hoy vemos en la televisión de helicópteros atacando campos aparentemente desolados (pues la toma se hace desde el helicóptero) o bombardeos nocturnos que, mediados por tecnologías de percepción del calor humano, desplazan el evento de la matanza a un plano casi inmaterial.

5 La mediación literaria entre la selva y la ciudad que propiciara la novela de Rivera y sus efectos sobre el mercado y el público lector, dejó una estela amplia en la producción cultural que media entre La vorágine y El día del odio, la otra novela que aquí relaciono y analizo. Es precisamente en esos treinta años que separan ambos textos, donde el imaginario riveriano caló profundamente en los lectores citadinos y aún en aquellos que persiguieron las huellas de Rivera hacia los Llanos, los desiertos o las selvas. Aunque se pudiera hablar de textos que tematizan la salida de letrados a paisajes iletrados, como la canónica Cuatro años abordo de mí mismo de Eduardo Zalamea Borda (1934) o la primera novela de Eduardo Caballero Calderón Caminos subterráneos (1936), es en Toá (1933) de César Uribe Piedrahita y en 180 días en el frente (1934) de Arturo Arango donde se recicla el imaginario riveriano al punto de que, en la guerra con el Perú (1932-1933), los soldados leían a Rivera en las selvas del Putumayo para escribir a sus familiares en las ciudades sobre la selva (Franco y Páramo 21): "Alguno [de los soldados] leía La vorágine para escribir a Bogotá sus impresiones de la selva, vista a través del prismático afiebrado del gran poeta" (Arango 31). Tanto Uribe Piedrahita como Arango deciden no subvertir el imaginario riveriano, a pesar de insistir ambos en recalcar, como Rivera, que son las relaciones sociales las que hacen de la selva un infierno. En efecto, a pesar de llamar a la selva "tierra maldita" (Uribe Piedrahita 145), Antonio de Orrantía, personaje principal de Toá, sabe, al igual que Rivera, que "la selva no era más cruel que los hombres brutales que pretendían poseerla" (27). La agencia humana, su proyecto ciegamente modernizador, es precisamente lo que la industria cultural, regimentada desde las ciudades, se ha encargado de borrar de la tradición riveriana de denuncia. Obviamente, el tema de la mediación letrada entre la selva y la ciudad en Colombia durante la República Liberal es de una enorme complejidad, que aquí tan solo rasguño. Queda como idea para una próxima investigación.

6 Recientemente, han sido Marta Saade y Oscar Iván Calvo quienes, con la formulación de la "ciudad en cuarentena", han demarcado un perímetro urbano donde debía operar "la vida civilizada de las élites" (131), materializada, en este caso, en la prohibición del consumo y expendio de chicha "en el centro económico, histórico y simbólico de la ciudad, además de Chapinero y barrios obreros tradicionales como Las Cruces" (130). Entre otras prácticas represivas, la fragmentación de la ciudad a través de un espacio imaginado como "higiénico" y otro como "degenerado" -división que alcanzará su paroxismo en 1948 con la prohibición definitiva de la chicha (132)- contribuirá a exacerbar las tensiones que Osorio textualiza en la Bogotá cercada por aquellos que son empujados a los márgenes, en virtud de sus legítimas prácticas sociales.


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Fecha de recepción: 28 de junio de 2010
Fecha de aceptación: 20 de octubre de 2010
Fecha de modificación: 21 de octubre de 2010