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Perífrasis. Revista de Literatura, Teoría y Crítica

versão impressa ISSN 2145-8987

perifrasis. rev.lit.teor.crit. vol.5 no.10 Bogotá jul./dez. 2014

 

Guillermo Sucre y la crítica literaria

Guillermo Sucre and Literary Criticism

Ioannis Antzus Ramos*
Universidad de Salamanca

* Doctor en Literatura Hispanoamericana. Universidad de Salamanca. Salamanca, España


Resumen

En el presente artículo nos proponemos sistematizar la concepción de la crítica literaria de Guillermo Sucre (Venezuela, 1933) y vincular esta concepción con las ideas de los autores y teóricos que contribuyeron a forjarla. Guillermo Sucre es autor de dos monografías fundamentales para entender la poesía hispanoamericana moderna —Borges, el poeta (1967) y "La máscara, la transparencia" (1975)— y de multitud de artículos publicados en revistas especializadas. A partir de las referencias metadiscursivas sobre su quehacer y de su propia práctica crítica, establecemos la visión de Sucre sobre la crítica literaria y la ponemos en relación con aquellos escritores que resultaron decisivos para su formación.

Palabras clave: Guillermo Sucre, La máscara, la transparencia, crítica literaria, teoría literaria, literatura venezolana.


Abstract

In this article I systematize Guillermo Sucre's conception of literary criticism and I relate it to the ideas of those writers and theorists who contributed to its forging. Guillermo Sucre (Venezuela, 1933) is the acclaimed author of two monographs on Latin American modern poetry —Borges, el poeta (1967) and "La máscara, la transparencia" (1975)— and he has published many essays in specialized reviews. Taking into account his reflections on his own task and his critical practice itself, I establish Sucre's notion of literary criticism and I connect it to those writers that were decisive for him.

Keywords: Guillermo Sucre, La máscara, la transparencia, literary criticism, literary theory, venezuelan literature.


En la concepción de Guillermo Sucre lo decisivo en la creación literaria no son los contenidos de la obra ni las ideas que contiene, sino la vivencia del mundo y del lenguaje que toma forma en la escritura. Por lo tanto, la crítica literaria debe ocuparse de dilucidar la experiencia imaginaria y verbal que se origina en una creación determinada, pues como él mismo dice, la significación de una obra reside en "la visión totalizadora que del mundo tenga el escritor y, finalmente, [en] el comportamiento frente a su propio lenguaje" (Sucre, "La nueva crítica" 272). Lo que le importa a nuestro autor es la vivencia de la realidad que encarna en las propias palabras, por eso es la escritura la que ocupa el primer plano de su atención. Al interrogarse por el método crítico que había seguido en su obra fundamental, Sucre señalaba lo siguiente:

He seguido más a los textos que a sus autores. Por ello, pienso, me decidí por el título: la máscara, la transparencia. ¿No tiene también algo misterioso? Lezama Lima, de quien lo tomo, ve en estos dos términos la alternativa que se le presenta al poeta para hacerse invisible y dejar que su obra hable por él. Esa alternativa y las diversas técnicas que suscita, conducen, sin embargo, a un mismo punto: la aparición del lenguaje. Toda poesía adquiere sentido a partir de su lenguaje y de la conciencia que el poeta tenga de él. (La máscara 14)

Según vemos por la cita, nuestro autor concede un lugar decisivo al lenguaje en la creación literaria, pero con ello no alude a ningún formalismo, sino que deja claro que lo que a él le interesa es la aventura imaginaria y verbal que encarna en la obra. Guillermo Sucre se centra en el lenguaje, porque las palabras son el espacio donde toma cuerpo la experiencia del mundo que la creación literaria pone en juego. Por eso, en una revisión de los estudios sobre J. L. Borges, proponía que "la crítica borgiana verdadera es aquella que se funda en los textos de Borges y lo que ellos proponen", es decir, que "no se trata de ver a Borges dentro de su vida cotidiana y parcial, sino dentro del universo de sus propias ficciones. Son esas ficciones las que nos dan el verdadero rostro de Borges: su yo simbólico y profundo. Es un yo creado por su obra y que vive a expensas del otro Borges de carne y hueso que pasea por Buenos Aires" (Sucre, "Tendencias" 369). Al centrarse en la vivencia de lo real que acontece en las palabras, lo que verdaderamente acapara la atención de nuestro crítico no es el texto en sí mismo, sino la cosmovisión y la actitud ante el lenguaje de un autor -que no tiene nada que ver con el escritor real, sino que es la entidad imaginaria creada en y por la propia obra1-. En este sentido, Sucre se distanciaba de la concepción de Emir Rodríguez Monegal -que no solo indagaba en la obra y en el lenguaje, sino también en la biografía del escritor2- y se aproximaba, en cambio, a la perspectiva crítica de Octavio Paz y de José Lezama Lima3.

El hecho de centrarse en la experiencia imaginaria y verbal de un autor trae consigo varias consecuencias en su manera de concebir la crítica literaria. Siguiendo las palabras de Foucault, la figura del autor constituye "el principio de una cierta unidad de escritura" y es, por lo tanto,

lo que permite remontar las contradicciones que pueden desplegarse en una serie de textos: es preciso que exista -a un cierto nivel de su pensamiento o de su deseo, de su conciencia o de su inconsciente- un punto a partir del cual las contradicciones se resuelven, los elementos incompatibles finalmente se encadenan unos a otros o se organizan alrededor de una contradicción fundamental y originaria. (Foucault 342)

El autor para Foucault es pues "la figura ideológica mediante la que se conjura la proliferación del sentido" o, dicho de otra manera, la instancia que "hace posible una limitación de la proliferación cancerígena, peligrosa, de las significaciones" (350-351). Por lo tanto, esta entidad impone una cierta homogeneidad entre los diferentes textos escritos por ella y convierte así a la obra en un sistema coherente, en que las diversas partes establecen entre sí relaciones horizontales.

Al concebir las obras literarias como sistemas controlados por la persistencia en ellos de una misma visión y de una misma actitud ante el lenguaje, la crítica de Sucre tiende a limar las diferencias entre las partes de una misma obra y a controlar la diversidad potencial de sentidos que pueden darse en su interior. Eso le lleva, por ejemplo, a rechazar por "superficial" e "inexacta", la escisión entre una "época preciosista" de Darío ("hasta Prosas") y otra "más profunda, reflexiva y humanística, que comenzaría con Cantos" (Sucre, La máscara 46). De la misma manera, ya en su libro Borges, el poeta nuestro autor impugnaba la partición convencionalmente aceptada entre el Borges ultraísta y su obra posterior, y decía al respecto en La máscara: "Lo que asombra de estos textos iniciales no es, por supuesto, el estilo, con frecuencia pintoresco; ni siquiera el humor. Lo que asombra es la inexorable correspondencia que tendrán sus ideas con la obra escrita luego. Todo en esa obra está signado, en efecto, por un rasgo esencial: el de ser una creación despersonalizada y mítica" (162). Una concepción similar se aprecia en relación a la obra de Octavio Paz:

"Piedra de Sol" -nos dice Sucre- aparece como poema último del libro La estación violenta (1958). Por ello y por el carácter mismo del poema, podría pensarse que en él culmina una época de esta poesía. Creo, en verdad, que es un poema culminante, sobre todo si se tienen en cuenta los cambios que experimenta la obra posterior de Paz. Estos cambios, sin embargo, no son una ruptura y, en muchos sentidos, prolongan experiencias de libros anteriores. No sería errado, por ejemplo, ver Salamandra (1962) como la prolongación de ¿Águila o Sol? (1951), o Blanco (1967) como el desarrollo último y por cierto extremo de Semillas para un himno (1954). Así, el poeta de los años cincuenta que parecía haber cerrado un ciclo de su obra con "Piedra de Sol", lo que hace es recoger y nuevamente tramar otros hilos anteriores, más o menos sueltos y dispersos. (227-228) (bastardillas fuera de texto)

El hecho de que Sucre conciba la obra como la experiencia imaginaria y verbal de un autor, le lleva a buscar el aspecto más abarcador de esa experiencia para emprender a partir de él el estudio de la misma. Como todas las creaciones de un autor constituyen un sistema de relaciones igualitarias, nuestro crítico intenta hallar la constante más significativa de ese sistema para elaborar, a partir de ella, una visión coherente de todos los escritos de ese autor. Así, en un ensayo sobre Borges, Guillermo Sucre elige partir de "la quietud", porque esa experiencia "nos remite a toda una visión simbólica de Borges"4(Sucre, La máscara 176). De manera semejante, selecciona "la vivacidad" para acercarse a la poesía de Paz, dado que ese motivo constituye "el impulso profundo"5 de toda la obra del mexicano (Sucre, La máscara 207). Al concebir los trabajos de un mismo escritor como un sistema de relaciones, nuestro crítico reconoce que cualquier aspecto de ese sistema es, o puede ser, el centro. Si bien, como acabamos de ver, Sucre intentará partir siempre de aquella constante que condense mejor la significación de la obra, sabe que es posible abordarla a partir de diversas facetas, ya que todas ellas remiten a la totalidad coherente. A este respecto, afirma a propósito de López Velarde: "Su obra es el resultado de un doble drama: el de su pasión y el de la poesía misma; esos dramas no son paralelos sino que se entrecruzan: se implican y se explican entre sí. Y como uno conduce al otro, cualquiera de ellos puede ser el punto de partida para abordar su obra" (Sucre, La máscara 62) (bastardilla fuera de texto). Y algo similar indica al hablar sobre la obra de Paz: "Si cito, inicialmente, estos momentos del pensamiento y de la experiencia poética de Paz, no es sólo para mostrar la continuidad o coherencia de su obra. También hubiera podido evocar otras reiteraciones de igual modo significativas" (207-208) (bastardilla fuera de texto).

La percepción de la obra como un cuerpo homogéneo cuya coherencia está asegurada por la presencia del autor se duplica en la noción sucreana de la historia literaria. De la misma manera que en el interior de las obras, nuestro crítico prefiere la continuidad a la división en etapas al nivel de la historia literaria antepone el encadenamiento a la ruptura. Así, por ejemplo, si bien reconoce que hay diferencias entre Darío y Martí, trata de relativizar la distancia que los separa, pues en ambos autores encuentra "la intuición del poeta como un mediador del lenguaje, que lo sirve y no se sirve de él" (33). Para Guillermo Sucre la literatura está en consonancia con el ethos esencial del hombre y del mundo; por lo tanto, la historia literaria no muestra grandes rupturas, sino la persistencia de una misma actitud. A pesar de las diferencias circunstanciales de estilo o de contexto, todas las obras apropiadas entran a formar parte del sistema de la literatura y establecen en él una serie de relaciones de afinidad y oposición. Por eso, en el prólogo a la sección de su Antología de la poesía hispanoamericana moderna que concierne a los poetas modernistas y posmodernistas, Sucre afirmaba que, más allá de las divisiones en diferentes escuelas, "lo que se ha intentado en esta introducción es presentar un conjunto de poetas hispanoamericanos que, no obstante las diferencias de estilos y gustos, de tiempos y espacios, lograron crear un campo de mutuas referencias. La literatura es un sistema, pero un sistema plural y dinámico: una confrontación de textos" (Sucre, Antología 1: 28). Al concebir la historia literaria como un conjunto de relaciones, Sucre considera imprescindible que el crítico sea capaz de situar a la obra "en relación a un conjunto de obras con las que dialoga, estableciendo afinidades u oposiciones" pues, según afirma en un ensayo sobre Francisco Rivera, "no hay lectura más fecunda de un texto que dentro del conjunto de textos que en él subyacen -reflejándose, refractándose- incesantemente" (Sucre, "Inscripciones" 40). Es lógico entonces que conciba la crítica "como un vasto sistema de comparaciones en el que cuenta sobre todo la imaginación relacionante", pues de lo que se trata es de poner en juego el diálogo entre las obras y de escuchar las voces que en él participan (Sucre, "¿Imitar una imagen?" 66). Esta concepción de la crítica se aprecia muy bien en su libro de ensayos La máscara, la transparencia. En él, la significación de cada autor en la trama de la literatura se define a partir de las similitudes y diferencias que su obra establece con las demás. Como el propio Sucre indica en el "Prefacio" a ese volumen: "... hablar de un poema supone, primero, hacer visible su texto, su trama. Pero si todo poema es espejo de sí mismo, se va volviendo luego espejeante: refleja otros poemas, que, a su vez, reflejan otros, etc. Esa cadena de reflejos, y de refracciones por supuesto, es lo que he intentado dar en relación con las obras estudiadas en este libro" (Sucre, La máscara 14). Si bien La máscara trata sobre obras de autores hispanoamericanos, Guillermo Sucre señala que le "hubiera gustado situar nuestra poesía en un contexto más amplio de relaciones: la poesía española, por supuesto, y también otras con las cuales la nuestra tiene evidentes nexos" (Sucre, La máscara 14), lo que en cierta medida se cumple, pues a lo largo del libro hay constantes referencias a creadores de otras literaturas. Además, la visión de la historia literaria como un sistema de relaciones implica que es un espacio donde las obras establecen entre sí vínculos que trascienden la mera disposición cronológica. De este modo, cada nueva creación que entra a formar parte del sistema puede determinar a las obras del pasado de la misma manera que estas modifican a las creaciones futuras. Por eso en la "Introducción" a la tercera parte de su Antología, Sucre señalaba que "la cronología aquí adoptada no aspira ... a mostrar ningún orden causal; ni siquiera funciona en ella una idea absoluta de lo que llamamos generación" (Sucre, Antología 2: 12). Y, asimismo, en un ensayo de principios de los años setenta, nuestro crítico ponía de manifiesto la reversibilidad de la historia literaria al señalar que "[Carlos Germán] Belli puede ser (¿también la sombra de Borges acá?) un poeta del pasado[Vallejo], pero un poeta del pasado [Vallejo] es también otro a través de Belli" (Sucre, "Poesía Crítica" 587-588).

Guillermo Sucre toma de los trabajos de Octavio Paz esta concepción de la obra y de la historia literaria como sistemas. Como se puede apreciar en su crítica literaria, el escritor mexicano concibe que la visión del mundo de un autor y su actitud ante el lenguaje están estrechamente relacionadas y, por lo tanto, que las obras son sistemas cohesionados por la persistencia en ellos de una misma ética y estética. Además, para Paz la historia literaria es un sistema de relaciones, y las grandes obras establecen entre sí vínculos de afinidad y oposición que trascienden el simple ordenamiento sucesivo. "Si concebimos a la poesía de lengua española más como un sistema que como una historia, la significación de las obras que la componen no depende tanto de la cronología ni de nuestro punto de vista como de las relaciones de los textos entre ellos y del movimiento mismo del sistema" (Paz, "Apéndices" 1343). Esta idea, que se difundió en la literatura moderna a partir del ensayo "La tradición y el talento individual" (1919) de T. S. Eliot, aparece también en otros dos autores fundamentales para Guillermo Sucre: Lezama Lima y Jorge Luis Borges. El primero indicaba, como nos recuerda el propio Sucre, que "la historia de la sensibilidad y de la cultura es una mágica continuación y no un seguimiento. En un desarrollo causal y cronológico, la historia se vuelve monótona y empobrecida cuando en realidad hay una sincronización, una simultaneidad" (Sucre, Antología 2: 11). Al concebir la obra como un espacio acrónico, el escritor cubano planteaba también que las obras del futuro podían modificar las del pasado, como indica en este maravilloso pasaje:

El esplendor, la fuerza irradiante de esa esencia [la intensidad de Mallarmé] era capaz de reobrar sobre el pasado, en una hiperbólica paradoja, como causa. ... En ese sentido la école lyonnais, en sus dos ramificaciones de Maurice Scéve y de Louise Labé, no puede ser considerada como el antecedente de la factura y de los prodigiosos hallazgos del verso de Mallarmé, sino, por el contrario, cuando Mallarmé obtuvo el resultado incomparable de la alquimia y de la irradiación de su palabra, aquella zona del siglo XVII, se aclaró como si el destello mallarmeano fuera la chispa para la evaporación histórica de la Plaza de Lyon. (Lezama 521)

También Borges presenta una concepción similar de la historia literaria. Como se sabe, el autor argentino concibe la literatura en términos clásicos como la persistencia de una misma ética y estética a lo largo del tiempo. Al negar el transcurso temporal y plantear que el arte con palabras tiene una dimensión transhistórica, puede proponer asimismo, como hace en un famoso ensayo, que "cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro" (Borges 711).

Por otro lado, la concepción de la obra literaria de Guillermo Sucre tiene consecuencias en su manera de pensar la crítica. Sucre considera que la creación literaria propiamente dicha debe establecer una continuidad entre el sujeto y el objeto, y entre lo imaginario y lo real. Para obtener esta unidad es imprescindible que el escritor sea capaz de dar con un lenguaje diáfano que, privado de todo espesor semántico, consiga transparentar la referencia. Cuando se alcanza este ideal estético, la obra anula la distancia que se establece entre la palabra y la realidad, y se convierte en un espacio horizontal donde encarna una experiencia imaginaria que es completamente visible y donde nada alude a un sentido velado o secreto. Si la obra se concibe como la vivencia diáfana del mundo que encarna en un lenguaje sin espesor ni profundidad, es evidente que la crítica no puede tener nada que ver con la hermenéutica característica de la "conciencia simbólica", que remite el sentido a una dimensión trascendente (Barthes, "La imaginación" 287). Por eso nuestro crítico rechaza las lecturas deterministas que ven la obra como una excusa para indagar en la historia, en la sociedad o en la psicología del autor. En la visión de Sucre la obra es un nuevo nacimiento; por lo tanto, no se limita a copiar o reproducir una certeza o un estado de cosas preexistente, sino que se esfuerza por generar un sentido sobre el mundo desde un punto de vista relativo y parcial. Para él la creación literaria es en sí misma _en el juego que las palabras establecen entre sí_ una experiencia imaginaria y verbal, y es eso lo que el crítico debe estudiar. Por lo tanto, nuestro autor no es favorable a las interpretaciones psicoanalíticas o marxistas, pues estas reducen el sentido de la obra a un evento (la infancia del escritor o el contexto social de producción, por ejemplo) que resulta anterior a la obra y ajeno a la vivencia que ella revela e inventa.

Un cuestionamiento explícito de Sucre a la lectura psicoanalítica se aprecia cuando nos recuerda en La máscara que el crítico A. Álvarez, en The Savage God (1972), planteaba que la obra de arte "no es siempre una terapia que libera al autor de las visiones y fantasmas que lo acosan, como ha creído el psicoanálisis", pues según lo demuestra el caso de Sylvia Plath, "lo que el autor va escribiendo puede convertirse en destino, hacerse un tejido inexorable que finalmente se constituye en su verdadera naturaleza" (Sucre, La máscara 365). En la visión de Sucre la estética y la vida son términos inseparables, de modo que en algunos escritores auténticos (como es el caso de Alejandra Pizarnik y de Ramos Sucre) el suicidio puede incluso llegar a entenderse como una consecuencia de la obra, es decir, como una opción de la lucidez poética6. Si la vida es el resultado del arte, una interpretación psicoanalítica -que concibe la creación literaria como un efecto de la biografía- carece de sentido.

De la misma manera, Guillermo Sucre considera que la obra no puede ser una simple excusa para indagar en el contexto histórico o social. Aunque reconoce que toda literatura presupone una situación determinada, el potencial creativo que contiene le permite superar su propio contexto. Como él mismo dice: "Si toda obra supone una realidad cultural, histórica y aun psicológica, no es menos cierto que tales supuestos se integran a otro mayor, que los transfigura: la realidad estética. Es ésta la decisiva y su clave no puede ser sino el lenguaje" (Sucre, La máscara, 2ª ed., 388). Al reconocer la centralidad del lenguaje en la creación literaria se quiebra "la relación causalista entre obra y realidad, obra y sociedad, obra e historia" (Sucre, "La nueva crítica" 271) y la literatura no es un mero resultado del entorno, sino una creación que restituye a la realidad su verdadera presencia. Según afirmaba Sucre en un texto sobre La otra voz (1989) de Octavio Paz,

la poesía nace de una circunstancia y a la vez la trasciende, pero no porque se vuelva una suerte de "metafísica", sino porque le restituye a la circunstancia su verdadera presencia: las imágenes primordiales que hay en ella, el tiempo sin tiempo en que también discurre y es su memoria secreta, todo ese sistema de signos (ideas, pasiones, actos) que se van tramando en ella e imperceptiblemente van configurando el espíritu de los tiempos. Casi, pues, como si fuera la circunstancia la que naciera del poema. A la circunstancia, al igual que al poema, hay que saber descifrarla desde lo que dice y más allá de ese decir. Ese más allá es siempre una presencia: no una inmovilidad abstracta ni un absoluto por alcanzar, sino un tejido vivo y cambiante de relaciones. (Sucre, "Octavio Paz" 25)

Es evidente, por lo tanto, que estas ideas sobre la superación del contexto por el arte, Guillermo Sucre las tomaba del pensamiento de Octavio Paz. El escritor mexicano consideraba que, al ser esencialmente una creación lingüística, la literatura supera siempre su propio contexto y debe ser estudiada de manera inmanente: "Cada vez que el lector revive de veras el poema, accede a un estado que podemos llamar poético. La experiencia puede adoptar esta o aquella forma, pero es siempre un ir más allá de sí, un romper los muros temporales, para ser otro. Como la creación poética, la experiencia del poema se da en la historia, es historia y, al mismo tiempo, niega a la historia" (Paz, El arco 55-56). Como recuerda nuestro autor, Paz afirmaba también que aunque "la Odisea describe costumbres de indudable interés para el historiador ... no es un relato de historia ni un reportaje de etnografía: es una poema, una creación verbal". Por lo tanto, hacer del poema una excusa para indagar en la historia o en la sociedad es -según dice Sucre parafraseando a su maestro mexicano- "como estudiar botánica en un paisaje de Corot o de Monet" (Sucre, "Octavio Paz" 25).

En lo que concierne al rechazo de la hermenéutica en general, se ve que nuestro autor estaba siguiendo además los planteamientos de Susan Sontag. En los ensayos reunidos en Contra la interpretación, la escritora norteamericana proponía que "la obra de arte, considerada simplemente como obra de arte, es una experiencia, no una afirmación ni la respuesta a una pregunta. El arte no sólo se refiere a algo; es algo. Una obra de arte es una cosa en el mundo, y no sólo un texto o un comentario sobre el mundo" (Sontag, "Sobre el estilo" 48). Al poner de manifiesto el carácter experiencial de la obra de arte, Sontag estaba cuestionando aquella crítica -sobre todo la marxista y la freudiana- que reducía la obra de arte a su contenido o a sus implicaciones intelectuales. Como ella misma afirmaba, "el moderno estilo de interpretación excava y, en la medida en que excava, destruye; excava hasta 'más allá del texto' para descubrir un subtexto que resulte ser el verdadero" (Sontag, "Contra la interpretación" 29). En vez de convertir las obras en algo distinto de ellas mismas, es decir, en vez de reemplazar la creación "por alguna otra cosa" y asimilarla constantemente a significados intelectuales o culturales, Sontag defendía que el arte era, en sí mismo, una experiencia, y que encarnaba un saber que no necesitaba ser decodificado, pues suponía el reencuentro con un mundo esencial (Sontag, "Contra la interpretación" 34). Por eso, al igual que Sucre, la pensadora norteamericana estableció una homología entre la relación del receptor (del crítico) con el arte y el vínculo del hombre con la realidad: "El espectador debería abordar el arte como aborda un paisaje. Éste no le exige al espectador 'comprensión', ni adjudicaciones de trascendencia, ni ansiedades y simpatías: lo que reclama, más bien, es su ausencia, y le pide que no agregue nada a él, al paisaje" (Sontag, "La estética del silencio" 30-31).

El origen de estas ideas de Sontag se encuentra en otros autores que fueron leídos también por el propio Guillermo Sucre, como Gertrude Stein y Roland Barthes. Stein concedía un valor fundamental a la inmediatez de la experiencia en la escritura, pues, como nos recuerda nuestro crítico, para ella "las grandes obras de arte son aquéllas que conocen lo que conocen en el momento mismo en que lo conocen" (Sucre, "¿Imitar una imagen?" 54). Así reconocía la inmanencia de la creación artística y restaba importancia implícitamente al contenido y a las significaciones intelectuales de la obra. Por su parte, Barthes, en el texto "Las dos críticas" defendía el "análisis inmanente" de la obra literaria e impugnaba, en consecuencia, aquellas corrientes que pretendían a toda costa relacionar la obra "con otra cosa distinta de sí misma, es decir, con algo que no sea la literatura", como la historia o la psicología (Barthes, "Las dos críticas" 343). El teórico francés estaba cuestionando así que la crítica tuviera que limitar sus investigaciones a las "circunstancias" de la obra o a la búsqueda de "fuentes", pues de acuerdo a su concepción, la crítica debía hallar "el sentido funcional de la obra, que es su verdad", no "en profundidad, sino en extensión" (342).

La visión de Guillermo Sucre de la crítica literaria resulta, como hemos visto, de su concepción de la obra, pero también de su manera de pensar la escritura. Siguiendo lo propuesto por Barthes en Critique et verité, Sucre piensa que tanto el escritor como el crítico "se hacen frente a una misma realidad: el lenguaje" (Sucre, "La nueva crítica" 264). La experiencia del crítico, al igual que la del poeta o el novelista, es ante todo verbal: no hay un sentido previo que el estudio de la obra debe simplemente describir o "expresar", sino que la experiencia de la creación debe encarnar en la mirada y en el lenguaje del exegeta. Entonces la relación del escritor con el mundo es simétrica a la que establece el crítico con la obra. En la visión de nuestro autor, tanto el universo como la obra literaria son sistemas de relaciones que carecen de una significación definitiva. Su sentido solo existe momentáneamente cuando se produce una coincidencia entre lo mirado y la mirada o entre el sujeto y el objeto. Sucre piensa que el escritor debe ser capaz de conciliar la subjetividad y la objetividad o lo soñado y lo visible para lograr así una expresión saturada, sin excesos de cosas o de palabras. Del mismo modo, considera que el crítico debe establecer una continuidad entre su mirada y la obra estudiada, pues solo entonces se cancelarán las profusiones de subjetividad o de objetividad y se alcanzará, aunque sea por un instante, una coincidencia adecuada (que será absoluta y relativa al mismo tiempo) entre la visión del crítico y la creación literaria. Al igual que la literatura propiamente dicha, la crítica literaria debe presentar una coincidencia total entre el sujeto (el crítico) y el objeto (la obra), y esa unión, que por definición es momentánea, prueba la calidad del trabajo crítico.

Guillermo Sucre suele plantear este requerimiento al contrario, es decir, rechazando aquellas visiones críticas que adolecen de un exceso de subjetividad o de objetividad. A este exceso se refiere cuando llama la atención sobre "dos riesgos por igual negativos: caer en el puro impresionismo, o someterse a los cánones de que ha vivido la crítica tradicional", o también cuando señala que la crítica debe tratar de "comprender la obra sin petrificarla ni desarticularla" (Sucre, "La nueva crítica" 263). El impresionismo y la desarticulación suponen que se ha dado un exceso de subjetividad del crítico, y la petrificación implica la fijación del sentido de la obra, es decir, el defecto contrario. En otro ensayo, nuestro autor denunciaba los mismos vicios al rechazar tanto la crítica "directa" del "escoliasta", "que busca acotar y fijar el sentido de la obra, reduciéndolo al 'buen sentido'", como la crítica "substitutiva" del "virtuosista", que quiere "que la voz de la obra 'suene' como la de él" (Sucre, "La errancia" 36). Ante estas desmesuras, Sucre busca un término medio, es decir, la coincidencia de la subjetividad y la objetividad: ni congelar la obra ni emplearla para hacer pasar sobre ella la sola imagen del crítico. Como él afirmaba, en este caso de manera afirmativa, la crítica "vive del yo de la obra y del yo que la contempla, vive de la obra como objeto y de la decisión solitaria de un sujeto que la experimenta" (Sucre, "La nueva crítica" 263).

Esta visión de la crítica supone que ella no debe ocuparse simplemente de "discernir juiciosamente los valores de una obra", sino que su labor debe consistir en "encarnarlos en el doble plano del análisis y de la participación" (Sucre, "La nueva crítica" 274). En efecto, si la crítica debe establecer una continuidad apropiada entre la subjetividad y la objetividad, es evidente que la misma escritura del crítico está implicada en el proceso cognoscitivo. En el pensamiento de Guillermo Sucre, el crítico literario tiene que ser capaz de rescatar la experiencia ética y estética de la obra-objeto y hacerla revivir en una escritura que revele una sensibilidad y un lenguaje particulares, de manera que esa vivencia entre a formar parte de una nueva creación. Por eso afirmaba, siguiendo al joven Lukács de El alma y las formas, que "el ensayista auténtico ... es aquel que sabe crear una nueva visión a partir de cualquier texto, sin necesidad de desvirtuarlo" (Sucre, "Inscripciones" 39). Nuestro autor destacaba esta cualidad en el texto de Ramos Sucre "Sobre las huellas de Humboldt", donde advertía un antecedente temprano de su propia concepción de la crítica. Según dice Sucre, "desdeñado por la crítica, ese texto se nos impone hoy con un signo precursor: la paráfrasis convertida en recreación verbal para revivir lo mítico americano .... Así era como Ramos Sucre sabía traducir: a partir de un mismo sentido, producir un nuevo lenguaje y, por tanto, variar, metamorfosear ese sentido inicial: hacerlo presencia" (Sucre, "Ramos Sucre" 81). La crítica es entonces una metáfora o una traducción de la experiencia (y no simplemente del mensaje) de la obra-objeto a través de una visión nueva y de una nueva escritura. Como él mismo indicaba,

a la crítica eficaz se la reconoce también por el hecho de ser la más inspirada. Es decir, aquella que al recibir el mensaje poético (que no hay que confundir con tesis o aberraciones de propaganda) no sólo lo esclarece e ilumina profundamente, sino que al mismo tiempo lo hace más resonante. Por ello quizá el fundamento de la crítica sea la creación. (Sucre, "La nueva crítica" 260)

En este sentido, Guillermo Sucre estaba retomando los planteamientos de Roland Barthes, quien había establecido que la crítica es una "especie de anamorfosis" de la creación literaria que consiste en desdoblar el sentido de la misma, haciendo "flotar un segundo lenguaje por encima del primer lenguaje de la obra" (Barthes, Crítica y verdad 66). En esta superposición lo fundamental es la responsabilidad del crítico hacia su propia palabra, pues, como dice Barthes, la crítica es "una lengua [la del crítico] que habla plenamente de otra lengua [la de la creación]" y "es así, finalmente, como se respeta la letra de la obra" (76). Estas ideas llevan a concebir la crítica como una actividad esencialmente creativa y semejante, por tanto, a la literatura propiamente dicha. Por eso Guillermo Sucre, siguiendo al teórico francés, señalaba que "la crítica es un lenguaje que habla plenamente de otro": "con todos los poderes de la palabra, con su ambigüedad, su energía múltiple, su discurso y su silencio, con su fuerza erótica también" (Sucre, "La nueva crítica" 265). Como la verdadera materia del crítico son sus propias palabras, su escritura muestra una determinada actitud ante la obra-objeto y ante el lenguaje, que es estrictamente simétrica a la que el escritor establece con respecto a los vocablos y a la realidad. Así como el literato revela una experiencia parcial del mundo en un lenguaje particular, el crítico muestra en sus ensayos una vivencia relativa de ese universo igualmente inacabable que es la obra.

Si la crítica es al mismo tiempo análisis y participación _es decir, si resulta de la consonancia del sujeto y del objeto en una nueva experiencia creativa_, es evidente que el crítico no puede establecer una significación definitiva de la obra que estudia. Ello implicaría negar la intervención del sujeto y considerar posible fijar el sentido del lenguaje. Al igual que sucedía en la relación del escritor con la realidad, Sucre piensa que la coincidencia plena entre la visión del crítico y la obra de referencia solo se puede cumplir en un instante privilegiado, que es absoluto y relativo al mismo tiempo. Es absoluto porque cuando se logra un vínculo satisfactorio entre ambas entidades, el sujeto crea y alcanza momentáneamente el límite propuesto por la obra. Y es relativo porque esa creación y ese alcance dependen de la mirada del crítico y del sentido del lenguaje que, al ser eventos históricos, están inmersos en un proceso de transformación permanente. Como la significación de la obra depende siempre de una mirada, la verdad crítica sobre ella no se puede prorrogar, sino que debe ser configurada en un nuevo instante en que tanto el sujeto con el objeto serán diferentes:

... la obra es un absoluto que, sin embargo, sólo puede revelarse en la mirada; al mismo tiempo, ésta sólo puede captar un instante del absoluto que la obra le propone. Entre una y otra, por tanto, priva una relación de tácita complicidad: si la obra escapa de la mirada que trata de fijarla, no puede vivir sino como objeto de esa mirada; igualmente, si la mirada tiene en la obra su objeto ya dado, sabe de antemano que la validez de su mirar sólo reside en sí misma, en su capacidad para hacer de la obra la misma obra otra.(Sucre, "Poesía hispanoamericana" 608)

Como consecuencia, Guillermo Sucre piensa que la verdad estética es cambiante: "... no corresponde a un principio objetivo; no es una sustancia, sino un sistema de relaciones: cambiante fluidez que va de la obra a la mirada, de la mirada a la obra" (Sucre, "Poesía hispanoamericana" 608). Asimismo, Sucre es consciente de que el significado de las palabras se transforma indefinidamente sin tener en cuenta la voluntad del escritor. Esa circunstancia -como lo muestra el cuento de Borges, "Pierre Menard, autor del Quijote"- impide la fijación de los textos y hace imposible reducirlos a un sentido final o absoluto. Según afirma nuestro crítico,

podemos fijar la literalidad de un texto, precisar con toda exactitud la significación de cada uno de sus componentes; sin embargo, ese texto sigue fluyendo: dice siempre algo más de lo que hemos creído, y demostrado, que decía; no importa: lo que estamos haciendo es traducirlo. ¿No es la lección que se desprende, justamente, de la experiencia de Pierre Menard, el personaje borgeano, quien, al proponerse escribir no un Quijote más sino el Quijote por excelencia, copia minuciosamente a Cervantes y, al copiarlo, sólo llega a postular, sin saberlo, una nueva significación? No hay texto fijo, ni susceptible de ser fijado. (Sucre, "Poesía hispanoamericana" 609)

En este sentido, además de la de Borges, son evidentes en Sucre las huellas de Roland Barthes y de Octavio Paz. El teórico francés había establecido que "la variedad de los sentidos no proviene pues de un punto de vista relativista de las costumbres humanas; designa, no una inclinación de la sociedad al error, sino una disposición de la obra a la apertura; la obra detenta al mismo tiempo muchos sentidos, por estructura, no por la invalidez de aquellos que la leen" (Barthes, Crítica y verdad 52). Por su parte, Octavio Paz había indicado que "por tener vida propia", los significados de las obras literarias "cambian para cada generación y aun para cada lector. Las obras son mecanismos de significación múltiple, irreductibles al proyecto de aquel que las escribe" ("La excepción" 1422).

En suma, ya sea por la variación de la subjetividad del crítico o por la modificación incesante de la significación de las palabras, Sucre piensa que la crítica literaria es un discurso inestable, que solo puede alcanzar la plenitud en un instante de comunión entre lo mirado y la mirada. Así como el texto literario solo puede establecer una experiencia parcial de lo real, el crítico solo comunica una vivencia relativa de la obra. Entonces tanto el autor de literatura como el crítico pierden la posibilidad de determinar, respectivamente, el sentido total de la realidad y el de la obra, y cada nueva escritura equivale a una nueva creación. Vemos, de este modo, que para Sucre no existen certezas definitivas: el escritor y el crítico han de conformarse con el parpadeo de esa verdad momentánea que adviene cuando sus miradas se funden, según el caso, con la realidad o con la obra.


NOTAS

1 Según afirmaba el propio Sucre en un ensayo dedicado a Picón Salas: "No sé si el lenguaje expresa exactamente al hombre que lo escribe. De lo que es casi imposible dudar es que expresa a un autor: su visión y su conducta como tal" (Viejos y nuevos mundos XX).

2 Como afirma nuestro autor, en el libro dedicado a Neruda, Monegal analiza el "texto como el suceder de un yo simbólico e imaginario, creado por la obra misma. Es decir, no la búsqueda de la biografía del autor de la obra, sino la búsqueda ... de la persona poética. Pero en esta tentativa, Rodríguez Monegal no sólo lee en el texto sino en la vida del autor" (Sucre, "La nueva crítica" 273).

3 Octavio Paz y Lezama Lima practican un tipo de crítica, a la que Guillermo Sucre llama "de las grandes correspondencias". En los ensayos de estos autores, "la obra se ilumina no sólo en su propio texto, sino también en un contexto más amplio: el diálogo con las demás obras, con una tradición viva. La obra es, por lo tanto, un verdadero haz de relaciones y la labor del crítico es revelar las proyecciones y conexiones de su trama. No se trata ya de singularizar un lenguaje, y tras ese lenguaje la "personalidad" del autor, como de hacer surgir de la obra misma una presencia más universal que sin cesar se trascienda" ("La nueva crítica" 272).

4 En otro texto sobre el autor de Ficciones, Sucre indicaba: "Imaginar que no ser es más que ser algo y, de alguna manera, serlo todo: esta aparente falacia (de la que él se hace cómplice) es lo que propone Borges en uno de sus ensayos de los años cincuenta. Ella es la que sustenta toda su obra" (Sucre, "Borges, una poética" 197). Y en ese mismo ensayo señalaba también: "Este poema ['Jactancia de quietud'] es de la primera época de Borges, pero, en verdad, la trasciende y parece prefigurar toda su obra posterior. ... Como en su visión del universo, en la obra de Borges un poema o una frase puede remitirnos a la totalidad de esa obra. Y quizá uno de los valores de 'Jactancia de quietud' sea el darnos una prueba de ello" (Sucre, "Borges, una poética" 197-198).

5 Por la persistencia de unos mismos impulsos, Sucre definía la obra de Paz como un espacio: "Más que transcurrir en el tiempo, lo que el conjunto de esa obra tiende a figurar es un espacio: un espacio arborescente, con múltiples ramificaciones. Es una obra, por tanto, que excluye todo sentido de evolución o progreso. Un poema o un libro de Paz no propone un avance con respecto a los que le preceden, sino una intensificación. También de este modo lo que busca afirmar Paz es la vivacidad" (Sucre, La máscara 228).

6 Sobre el suicidio de Alejandra Pizarnik, Sucre afirmaba: "No estoy pretendiendo explicar racionalmente el suicidio de Alejandra Pizarnik, sino de comprenderlo a partir de su obra misma; en todo escritor auténtico, como ella, la estética y la vida no son términos separables, mucho menos excluyentes. ... un artista puede escoger la muerte por amor a la vida, escoger el definitivo silencio por amor a la palabra, y que justamente esa opción no es el resultado de un extravío (mental o moral), sino de una lucidez que se extravía por exceso de claridad ante la vida y la historia" (Sucre, La máscara 364-365). Y algo parecido pensaba sobre el de Ramos Sucre: "El último acto de su vida, pues, fue la opción de la lucidez. Lo que ya estaba inscrito en varios pasajes de su obra. ... La obra como prefiguración, la muerte haciendo del texto un destino: éste es uno de los signos de la verdadera poética de Ramos Sucre" (Sucre, "Ramos Sucre" 77).


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Fecha de recepción: 14 de mayo de 2014
Fecha de aceptación: 22 de octubre de 2014
Fecha de modificación: 1 de noviembre de 2014